El alfabeto de los afectos - Mariolina Ceriotti Migliarese - E-Book

El alfabeto de los afectos E-Book

Mariolina Ceriotti Migliarese

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Beschreibung

"Conocer y definir las propias emociones y afectos no es algo obvio: hay que saber mirar dentro de uno mismo, pero también disponer de un lenguaje que exprese en palabras lo que se siente. El mundo interior es una realidad compleja y apremiante, a la que no siempre somos capaces de dar voz por falta de palabras". La apreciada psicoterapeuta se inspira en los acontecimientos de la vida cotidiana para ayudarnos a descifrar la polifonía de nuestras emociones más profundas: traza así un camino concreto y rico en experiencias para redescubrir los afectos y afrontar las angustias de nuestro tiempo con una mirada abierta a la esperanza.

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MARIOLINA CERIOTTI MIGLIARESE

EL ALFABETO DE LOS AFECTOS

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: L'Alfabeto degli Affetti

© 2021 by Edizioni Ares

© 2022 de la edición traducida por ELENA ÁLVAREZ

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15 - 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Este libro ha sido traducido con la ayuda del Centro per il libro e la lettura del Ministerio de Cultura de Italia.

Preimpresión y realización eBook: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-6202-2

ISBN (versión digital): 978-84-321-6203-9

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

INTRODUCCIÓN

1. VOLVER A DESCUBRIR LA TERNURA

2. LAS INSIDIAS DEL MAL HUMOR 16

3. EL VENENO DE LA ENVIDIA 19

4. LA EDAD DE LA ANSIEDAD 22

5. LA VERDADERA LIBERTAD 25

6. REDESCUBRIR LA GRATITUD 28

7. TOCAR EL CORAZÓN DEL OTRO 31

8. LA JUSTA DISTANCIA 34

9. ERÓTICA Y MATERNA 37

10. LOS PREJUICIOS DEL RECUERDO 40

11. LA POSIBILIDAD DEL BIEN 43

12. UNA SOLA CARNE 46

13. NO SOLO POR LOS HIJOS 49

14. ORIENTAR LAS EMOCIONES 52

15. DEJAR MARCHAR A LOS HIJOS 55

16. HERMANOS 58

17. LA NORMALIDAD DE LA IMPERFECCIÓN 61

18. EL AMOR PACIENTE 64

19. CUANDO SE CASA UN HIJO 67

20. LA MIRADA «RECÍPROCA» 70

21. LA SABIDURÍA DEL TIEMPO 73

22. ¿QUÉ ES UN MATRIMONIO? 76

23. MUJERES. EL PODER DE LAS PALABRAS 79

24. AMOR COMO NECESIDAD 83

25. VARÓN Y MUJER LOS CREÓ 86

26. ¿AUTÉNTICO O ESPONTÁNEO? 89

27. EL LABORATORIO DE LA INTIMIDAD 92

28. POR QUÉ LA RESPONSABILIDAD ES ANTIPÁTICA 96

29. EL PLACER DE LA DIFERENCIA 100

30. EL LÍMITE COMO RECURSO 103

31. ¿QUÉ ES UNA MUJER? 106

32. EL VALOR DE LA PRESENCIA 109

33. PARA LEVANTARSE POR LA MAÑANA 112

34. ¿RITO O ENCUENTRO? 116

35. EL ENGAÑO DE LA PORNOGRAFÍA 119

36. LA SINTONIZACIÓN «PRIMARIA» 122

37. CON-TACTO 125

38. SABER CUSTODIAR 128

39. RELACIONES ASIMÉTRICAS 132

40.UNA PERSONA BUENA 135

41. CATÓLICOS Y PSICOLOGÍA 138

42. EL PODER DE LA ESCRITURA 141

43. MATERNIDAD 144

AUTORA

INTRODUCCIÓN

LAS PROPIAS EMOCIONESno son evidentes, ni en su conocimiento ni en su definición. Para conocerlas, es necesario saber mirar dentro de uno mismo, pero también tener un lenguaje que nos permita poner en palabras lo que sentimos. El trabajo de psicoterapeuta me pone continuamente por delante el desafío de acompañar a las personas cuando miran dentro de sí mismas, cuando se cuentan, cuando reelaboran su propia historia en una narración nueva y compartida, rica en significados.

Por eso, contar con una firma en un gran diario, como es Avvenire [1],me ha dado una oportunidad espléndida. Me ha permitido compartir mi pasión por el lenguaje introspectivo, útil para afinar la lectura del mundo de los placeres que nacen de nuestra experiencia cotidiana.

De acuerdo con mi editor, he decidido recopilar estas intervenciones en un pequeño libro, para que, en lugar de dispersarse, puedan servir como ayuda y orientación en estos tiempos difíciles. Vivimos un tiempo en que el enemigo más insidioso parece ser el aburrimiento: un sentimiento insoportable de vacío, al que necesitamos anular con una respuesta rápida y decidida. Pero ese aburrimiento también es una ausencia de esas emociones que nos aseguran que estamos vivos.

Las sensaciones y las emociones están en el centro de nuestros intereses: notar sensaciones y emociones, intensas y continuamente renovadas, se ha convertido en un objetivo primario, un fin en sí mismo. Un botón de muestra es el infinito catálogo de publicidades que recurren a ellas. Cada vez más, medimos el interés de un evento o el valor de una relación por la temperatura emotiva que los acompaña: solo estamos seguros de que amamos a alguien cuando nos «sentimos» enamorados, y una relación termina cuando deja de regalarnos las emociones que esperábamos. Una relación es positiva si hace latir nuestro corazón, negativa si se queda demasiado tiempo en la zona gris de lo repetitivo y cotidiano. Lo que no es «emocionante» nos parece falto de autenticidad y valor.

¿Pero qué son las emociones?

Las emociones son un estado de la mente y del cuerpo, a la vez: todo lo que nos llega por los sentidos, nos «toca» de forma agradable o desagradable al teñirse con las emociones. Esto marca un punto de partida, tanto de las percepciones como de las ideas.

Las sensaciones y las emociones que les acompañan son, al principio, un medio y una guía. Tienen la función primordial de orientarnos ante la experiencia y ayudarnos a distinguir lo que produce seguridad y placer de lo que, por el contrario, es fuente de ansiedad, inseguridad o miedo.

Pero, por su propia naturaleza, las sensaciones y las emociones son inmediatas e inestables. Para que no se consuman como en una hoguera de paja, sino que puedan desempeñar la importante función que tienen en cuanto orientadoras de la experiencia, es necesario desarrollar un lenguaje que les dé dignificado.

Por su estructura más lenta y reflexiva, el lenguaje es lo único que nos permite distinguir las emociones, hacerlas propias, atribuirles significados, y orientarlas a las relaciones. El lenguaje es el único ámbito capaz de dar verdadera profundidad a nuestra experiencia emotiva y solo gracias a él podemos compartirla.

Sin un lenguaje que las acompañe, que las traslade desde la superficie a la profundidad del ser, las emociones se borran rápidamente, porque se vuelven presa de una voracidad que nos deja constantemente hambrientos. Es como empacharnos sin nutrirnos: tomamos un alimento que atrae a nuestros sentidos, pero no nos alimenta, y eso no satisface ni a la mente ni al corazón. Se trata de una especie de suplicio de Tántalo disfrazado de placer: ese placer que es un fin en sí mismo y por el cual nuestros jóvenes se pierden, con demasiada frecuencia, en unas sustancias que les prometen paraísos artificiales.

Por eso es totalmente necesario recomenzar a partir de un «alfabeto de los afectos». Necesitamos encontrar palabras que nos ayuden a entender las emociones, a interpretarlas en nosotros mismos y en los demás, a darles valor y compartirlas. En efecto, las emociones, aunque sean intensas, nos dejan dramáticamente solos cuando no sabemos utilizarlas. La opción de aumentar su intensidad progresivamente no va a servir para sanar nuestra soledad.

El lenguaje de los emoticonos, aunque sea atractivo, tampoco puede ser suficiente. El mundo interior es una realidad compleja y dominante, a la que solo podemos dar voz si afinamos nuestro lenguaje. En este sentido, el breve espacio que presta una columna me ha exigido buscar las palabras con precisión: un ejercicio de sobriedad, que hace recortar, pulir, eliminar lo superfluo, para dejar que salgan a la luz, como en un prisma, los múltiples matices de la experiencia.

[1] Este libro reúne los artículos publicados en el diario Avvenire, bajo la firma «L’alfabeto degli affetti» desde el 6 de diciembre de 2018 al 8 de octubre de 2020.

1. VOLVER A DESCUBRIR LA TERNURA

QUISIERA EMPEZAR ESTE alfabeto de los afectos haciendo justicia a la palabra «ternura». A primera vista, se la suele reducir a un sentimiento dulzón y pastoso. Designa, en cambio, un sentimiento más complejo y también más importante de lo que puede parecer.

Existe, en primer lugar, una ternura «fácil». Es aquel sentimiento dulce y natural que despierta en nosotros todo lo que nos parece muy valioso y al mismo tiempo vulnerable, vivo y nuevo. Es la ternura hacia el niño, a su estado de integridad y de gracia: el niño está indefenso, necesitado, y nos es confiado. Tiene la belleza de las cosas nuevas, que nos parecen todo lo alejadas de la muerte que sea posible. Al igual que hacia el niño, sentimos ternura hacia la mayoría de los demás cachorros, en su condición de inocencia y belleza, que despiertan en nosotros una especie de estupor y solicitud. Precisamente la ternura nos impulsa a proteger, a preservar y a cuidar la vida indefensa, dándole el tiempo que necesita para crecer, protegida a la sombra de nuestro cuidado.

La ternura sirve como una puerta que da paso a todas las relaciones valiosas, y puede ayudarnos a intuir la distancia «justa» que es necesario mantener en los gestos, en las palabras, en las miradas. Esa distancia «de respeto» que permite que el otro se sienta amado, sin verse fagocitado o anulado por nuestro amor. En este sentido, la ternura tiene una función decisiva en las relaciones de amor y en el sexo, porque su presencia nos permite percibir el alto valor del otro en su desnudez: permite que miremos sin desvelar, que escuchemos sin aprovecharnos de la confidencia. Nos sirve de guía para tener una mirada capaz de aplicar el remedio a la fragilidad inevitable de quien se entrega desnudo e inerme. La pasión quiere apropiarse del objeto, como un fuego que lo consume: solo la ternura permite preservarlo. También nos hace capaces de mantener, si es necesario, un silencio «bueno», «habitado»; nos capacita para integrar con benevolencia la imperfección y el límite que se nos desvelan.

El sexo sin ternura se vuelve más áspero, se convierte en una apropiación y puede contaminarse con elementos pornográficos. También el amor a los niños, sin una ternura que es respeto, se corrompe, y muestra ese lado inquietante que los diarios nos devuelven con noticias cada vez más frecuentes de maltratos y abusos.

Pero existe otro capítulo digno de reflexión. En nuestra cultura también la vulnerabilidad del anciano, del enfermo y del discapacitado han tenido durante siglos derecho a la ternura, porque se les ha asociado una idea de valor. El cristianismo nos ha enseñado que el rostro del hombre siempre es reflejo del rostro de Dios, y que lo refleja todavía más cuando es un rostro herido, humillado por la vejez o por la enfermedad, porque el nuestro es el Dios de Jesucristo, que murió humillado en una cruz. Nada es más valioso que su cuerpo herido, y nada es más vulnerable. Nada merece igual ternura. La fuerza de esta ternura hacia Él ha hecho posibles otras ternuras, capaces de superar el malestar hacia la muerte cercana, que sugieren la vejez y la enfermedad. Todo lo relacionado con la muerte despierta en el ser humano actitudes de defensa y negación, y nos lleva a desviar la mirada y alejarnos apresuradamente; solo cuando se mira más allá de la apariencia somos capaces de no huir: el cristianismo, que mira más allá de lo aparente, ha podido enseñar a los hombres la ternura posible en cualquier condición o momento de la vida, porque nos ha enseñado que todos, sin distinción y siempre, somos vulnerables pero infinitamente valiosos a los ojos de Dios.

Es esta una ternura que puede ampliarse a todo lo que es humano, por el mismo hecho de ser humano; una ternura que, por desgracia, está desapareciendo y por la que todos sentimos una profunda nostalgia.

2. LAS INSIDIAS DEL MAL HUMOR

EL ÚLTIMO INFORME DEL CENSIS[1]muestra un país desconfiado, envilecido y egoísta; podríamos decir que saca a la luz el cuadro de un país donde se respira un aire de «mal humor».

En el plano psicológico, el humor es la coloración de fondo que acompaña nuestros días y hace que sea más o menos agradable afrontarlos. Cuando prevalece el mal humor, se superpone como un velo desagradable entre nosotros y nuestra experiencia. Es como un ruido de fondo molesto que altera la percepción y nos vuelve irritables, hostiles y nos predispone al conflicto. La palabra «humor» ha encontrado su primera aplicación en la medicina hipocrática, que afirma que la salud del cuerpo depende del equilibrio entre los diferentes líquidos que lo gobiernan: el lenguaje, entonces, revela una continuidad de significado entre la experiencia del cuerpo y la de la psique, que nos conduce a interpretar el malhumor como una situación de desequilibrio.

Un malhumor tan difundido y crónico como el que respiramos hoy suscita, por tanto, la pregunta sobre cuál es el desequilibrio crónico con el que estamos viviendo.

La respuesta no es unívoca. Creo que este desequilibrio tiene varias raíces. Aquí quiero destacar una en concreto: la continua discrepancia entre lo que se nos promete y lo que logramos obtener en realidad.

El mundo en que nos encontramos nos promete desde niños unas satisfacciones hiperbólicas: satisfacciones increíbles de los sentidos, con experiencias de placer insospechadas y arrolladoras; satisfacciones increíbles en la vida sentimental, que nos hará conocer un amor capaz de colmar cualquier deseo; satisfacciones en la vida social, con una visibilidad altamente gratificante y al alcance de todos. Y se nos dice, desde niños, que somos especiales: por tanto, merecemos esa fortuna que se nos promete.

Todo induce en nosotros la actitud de un crédito. Estamos en permanente crédito con la vida: quien ha nacido en un ambiente afortunado, pretende la respuesta justa a su ser «especial»; quien ha nacido en un ambiente desafortunado, pretende una compensación que le haga partícipe del gran banquete prometido.

Sobre estas premisas, la vida necesariamente resulta decepcionante: con sus esfuerzos, sus sombras, su necesidad de paciencia y de espera, la vida nos resulta totalmente insatisfactoria y no estamos en condiciones de apreciar las verdaderas alegrías que nos regala continuamente. Estamos en una constante espera de la cosa «especial», extra-ordinaria, super-excitante, super-satisfactoria. Estamos a la espera de una autorrealización que no sabemos bien qué es.

Aparece entonces el mal humor, que sigue a todas las contrariedades grandes y pequeñas que presenta cada jornada: el tráfico, el vecino antipático, la mujer (el marido) que envejece, la salud que se tambalea, las mil preocupaciones molestas de la cotidianidad. ¿Dónde está, para nosotros (para mí, para ti) aquel amor especial y arrollador, dónde está aquella sensación «que nunca habías sentido antes», aquel éxito que te va a cambiar la vida y que parece que debe estar al alcance de la mano? ¿Por qué parece que todo esto está tan cerca, pero siempre tiene que ver con otro? Es como si se nos preparase continuamente para algo que nunca ocurre. Vamos cargados de expectativas sobre nosotros mismos y sobre el mundo, pero inútilmente. La vida transcurre como una promesa que no se realiza, y que nos deja permanentemente insatisfechos porque estamos alejados de nuestra verdadera naturaleza: de nuestros sentidos, que pierden la capacidad de vibrar con cada experiencia; del hoy, porque esperamos constantemente un mañana hipotético; de la capacidad concreta de generar vida y proyectos, porque no estamos seguros de que vayan a ser tan especiales como quisiéramos.

Con estas condiciones, la vida implosiona, y provoca un estancamiento, y con él una sensación crónica de malhumor: la vida que se estanca provoca, en efecto, un malestar que afecta simultáneamente a la mente y al cuerpo, que están conectados de forma inescindible en la naturaleza humana.

3. EL VENENO DE LA ENVIDIA

HABLAR MAL DE LOS DEMÁS (la mal-dicencia) no es una práctica nueva, sin duda. Pero el uso de las redes sociales como lugar para criticar, denigrar, difamar o insultar ha hecho que esta mala costumbre adquiera una dimensión devastadora. Eso que se decía en secreto o se susurraba al oído, hoy en día se multiplica de forma exponencial y dramática, con un agravante añadido: la posibilidad del anonimato y la distancia física del otro hacen menos evidente la percepción clara de la responsabilidad personal. ¿Pero qué nos empuja a dañar a otra persona al hablar mal de ella?

La maledicencia es fruto de una emoción muy difundida y también muy incomprendida, que actúa de forma subliminal en nuestra vida y crea dificultades importantes en las relaciones personales y sociales. Me refiero a la «envidia», un sentimiento que solo raramente admitimos, porque se considera sinónimo de mezquindad y maldad de ánimo. Pero, como todas las emociones, el sentimiento de envidia tampoco es bueno o malo en su origen. Se trata de un movimiento doloroso de la sensibilidad personal, que hace daño cuando ignoramos o minusvaloramos su fuerza; cuando, incapaces de llamarlo por su nombre y de afrontarlo, lo secundamos a escondidas y lo cultivamos en el corazón, tal vez escondiéndolo ante nosotros mismos bajo nombres más presentables, legítimos e incluso virtuosos, como, por ejemplo, la indignación por lo que nos parece injusto.

Al igual que con todos los sentimientos «negativos» —que, con frecuencia, son inevitables—, el único camino para integrar la envidia en nuestra personalidad es la comprensión y aceptación. Solo por ella podremos comprobar de forma sana y eficaz sus efectos, y trabajar para extirpar, de un modo constructivo, lo que la alimenta. ¿Pero qué es la envidia?

La psicoanalista Melanie Klein, que ha dedicado una publicación importante a la envidia, la define como «un sentimiento de rabia porque otra persona posee algo que deseamos y goza de ese objeto». La envidia nace de una comparación entre lo que poseemos y lo que posee el otro: algo que nos parece muy deseable y que creemos que nos es negado injustamente. La envidia hace que sobrevaloremos la suerte del otro, al tiempo que alimenta la percepción de nuestra desgracia, por lo que hace que nos sintamos dolorosamente excluidos de un bien al que aspiramos.

Evidentemente, es una reacción muy infantil por nuestra parte. Pero la incapacidad de dominar esta dolorosa sensación de exclusión nos mueve a atacar al otro, a denigrarlo o ridiculizarlo, para destruir esas características que hacen que lo percibamos como injustamente más afortunado o apreciado que nosotros.

Además de la maledicencia y de la crítica injusta, una envidia no reconocida puede traer consigo otras muchas consecuencias negativas a nuestra vida cotidiana. Entre ellas, es importante identificar la incapacidad para alegrarse por el éxito y la fortuna de los demás. En este caso, se produce una especie de obstrucción de la respuesta emotiva: aunque tengamos las mejores intenciones, se nos hace imposible participar plenamente en la alegría de otra persona, aunque sea querida, y compartir sus éxitos. Experimentamos una especie de distancia desagradable que la sola voluntad no consigue anular, y que va asociada a una percepción de sí igualmente desagradable. Esa obstrucción emotiva y la sensación de distancia no son otra cosa que una defensa psíquica ante el dolor que provoca la envidia, sobre todo cuando nuestra parte más adulta y consciente la desaprueba, y querría sinceramente poder disfrutar con el otro por sus éxitos.

También en este caso, va a ser la consciencia de nuestras emociones, y no su remoción, el factor que permita el cambio y pueda abrir camino a una verdadera maduración personal.

4. LA EDAD DE LA ANSIEDAD

HACE UN TIEMPO, EL SUPLEMENTOLiberi tutti del Corriere della Sera dedicaba un espacio al uso creciente de psicofármacos, al presentar la novela Serotonina de Michel Houellebecq, por entonces recién publicada. El protagonista de la novela trata su dificultad para ser feliz (no diagnosticada como depresión patológica, sino como malestar existencial) con el recurso masivo a antidepresivos, que logran al menos que pueda tolerar el difícil trascurso del tiempo.