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Pero ¿para qué sirven los hombres? Es una pregunta que se escucha cada vez más entre las mujeres jóvenes. En nuestra sociedad compleja, el así considerado "sexo fuerte" se está revelando más bien como el más frágil. Los hombres de hoy, oscilando entre el narcisismo y la agresividad, entre la soledad y la dependencia, parecen desorientados ante los desafíos que se les plantean. El primero de ellos, la paternidad. La autora ha estudiado el universo masculino desde una perspectiva femenina, analizando sus deficiencias y sus abundantes recursos: su reflexión es una invitación apasionada a que los hombres continúen siendo portadores de esa "potencia buena, fecunda y fecundante de la que el mundo y también la mujer tienen una necesidad extrema".
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Seitenzahl: 177
Veröffentlichungsjahr: 2019
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MARIOLINA CERIOTTI MIGLIARESE
MASCULINO
Fuerza, eros, ternura
EDICIONES RIALP, S. A.
MADRID
Título original: Maschi. Eros, forza, tenerezza
© 2017 by EDIZIONI ARES
© 2019 de la versión castellana realizada por ELENA ÁLVAREZ,
by EDICIONES RIALP S. A.,
Colombia 63, 8.º A, 28016 MADRID
(www.rialp.com)
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN (edición impresa): 978-84-321-5059-3
ISBN (edición digital): 978-84-321-5060-9
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra
Imagen de cubierta: © Photoaisa.
David, de Miguel Ángel. Escultura en mármol (1501-1504).
Galleria dell’Accademia, Florencia.
A Gianni
Matteo
Francesco
Andrea
Giacomo
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
DEDICATORIA
INTRODUCCIÓN
I. La Carta a los Efesios: una provocación
El texto
Sumisión
La soledad del hombre
II. LA MASCULINIDAD
La dependencia
El varón y la madre
La agresividad
Educar la agresividad
El sexo
III. LOS OBSTÁCULOS
Narcisismo
Fuerza y debilidad del yo
«Into The Wild»
IV. LA POTENCIA, NÚCLEO DE LA MASCULINIDAD
¿Heroico o temerario?
El dominio y la custodia
Protagonistas de la propia vida
Dar nombre a las cosas
La paternidad, plenitud de la masculinidad
El gesto de Héctor
V. LA RELACIÓN
¿Pero para qué sirven los hombres?
Lo que desean las mujeres
Equívocos
CONCLUSIONES
BIBLIOGRAFÍA
AUTORA
INTRODUCCIÓN
Un libro siempre se escribe con la aspiración de que sea leído. Y que no solo lo lean quienes piensan igual que su autor, sino también —y sobre todo— quienes sostienen ideas distintas: siempre está presente el deseo de despertar pensamientos, abrir reflexiones y contrastes. Si es así, ¿para qué escribir un libro sobre la masculinidad a partir de un texto tan confesional como una de las Cartas de san Pablo?
El caso es que este libro ha nacido de un modo inesperado, precisamente a partir de una reflexión sobre un texto de la Carta a los Efesios que resulta controvertido y provocativo a oídos de cualquier mujer, por muy creyente que sea. A partir de una nueva lectura del texto, me iba abriendo poco a poco a un cambio total de perspectiva, que ha terminado por cautivarme: pienso que, leído en el presente, este texto se dirige precisamente sobre todo al sexo masculino.
Los tiempos son muy diferentes a la época de Pablo. Pero para el hombre y la mujer de hoy, creyente o no, la escritura profética sigue siendo un desafío: el no creyente se encuentra, desde el punto de vista intelectual, ante uno de los textos más significativos del pensamiento de todos los tiempos. Para el creyente, su mensaje pretende sugerir a cada persona, de forma siempre nueva, el camino hacia la felicidad y el bien.
En el mundo actual, las mujeres se han hecho por fin un sitio, pero ya resulta innegable que, con frecuencia y desafortunadamente, la afirmación de la feminidad se produce en detrimento de la masculinidad. Esto conduce a una enemistad y a una contraposición crecientes entre los sexos. Mientras que las mujeres se han vuelto progresivamente más seguras, en los varones ha sucedido justo lo contrario: de este modo crecen los desequilibrios, y aparecen nuevas situaciones de conflicto e insatisfacción.
Ante este panorama, me parece que Pablo se dirige hoy en día precisamente a estos hombres tan desalentados, y les pide que emprendan un recorrido decisivo: el que les hará desarrollar una auténtica capacidad de amar. No se trata de un amor genérico, difuso, sino de un amor verdaderamente «masculino», capaz de hacer posible que la mujer recupere, o tal vez encuentre por primera vez, una posición de respeto en relación con el hombre.
El respeto entre el hombre y la mujer es un tema fundamental y difícil, que esta vez quiero interpretar situando al varón en el centro. No se trata de un respeto formal, aparente, como el que las mujeres de muchas generaciones han concedido al varón por necesidad, subordinación, o miedo a la prepotencia. Pienso fundamentalmente en un auténtico respeto, dictado por la comprensión del valor de la diferencia, y por el aprecio a los dones específicos que el hombre puede aportar a la mujer y al mundo. Pero este respeto solo puede nacer de la capacidad que tenga el hombre para interpretarse de nuevo a sí mismo, y de las relaciones que protagonice. Solo entonces, puede situarse de una forma más consciente ante la mujer, también a la luz de los cambios profundos que la propia mujer ha puesto en marcha durante los últimos siglos.
La rebelión drástica y necesaria que ha supuesto el movimiento feminista no se ha producido por casualidad. Las mujeres han tenido muchas razones, y muy válidas, para oponerse al varón. Muchas veces, el contexto les ha puesto en condiciones de cultivar hacia el varón un respeto más aparente que real. Esta situación durante largo tiempo ha cultivado en la incubadora una grave enemistad entre los sexos, que constatamos actualmente.
También gracias a la lucha contra la prepotencia del varón, las mujeres han creado redes entre ellas, han reflexionado sobre sí mismas, han crecido, se han afirmado. Pero el modo, quizá inevitablemente unilateral, de considerar la relación entre los sexos, ha desembocado en un equívoco muy peligroso, que muestra ahora sus consecuencias con una gravedad creciente: para contrarrestar la prepotencia, la mujer está contribuyendo, sin saberlo, a hacer al hombre impotente. No llega a entender que tanto la impotencia como la prepotencia son degeneraciones del verdadero don de la masculinidad, que consiste en la potencia buena, fecunda y fecundante, de la que el mundo y también la mujer seguimos teniendo una necesidad extrema.
La mujer es la puerta de acceso a la vida y la primera educadora, fundamental también para el varón. Por esto su creciente dificultad para comprender y apreciar la masculinidad, con su diferencia, sus especificidades, su valor, hacen que los varones pequeños encuentren en ella un obstáculo inconsciente en el camino hacia la comprensión de sí mismos. En el curso de pocas generaciones este proceso está conduciendo a un empobrecimiento inevitable del código masculino y a la falta de hombres que consigan alcanzar la plenitud de su masculinidad y, con ella, la capacidad y el valor de convertirse en padres, en el plano real y en el simbólico.
De este modo, el círculo se cierra. A no ser que se produzca un cambio significativo, las mujeres estarán destinadas a enfrentarse con las dos categorías de varones que inconscientemente han contribuido a crear: los hombres prepotentes y los impotentes, siendo ambas categorías no generativas y sustancialmente inútiles.
Llegamos así a la reflexión sobre la actualidad de ese texto de Pablo, con su insistente apelación al hombre para que encuentre una capacidad de amar digna del pleno respeto (palabra que prefiero a sumisión) de la mujer.
En los últimos años se han escrito varios libros sobre la identidad masculina y sobre la búsqueda de sí mismo por parte del varón, pero en realidad se dirigen preferentemente a los hombres, o son leídos casi únicamente por ellos. Por este motivo, las mujeres se han encontrado en gran parte excluidas de la reflexión sobre la masculinidad, y nunca se han preguntado en profundidad sobre qué posición ocupan al respecto. Por lo demás, creo que se puede decir lo mismo de los textos sobre feminidad, que son patrimonio casi exclusivo de las mujeres y de unos pocos especialistas interesados en el tema.
Por eso, me parece que ha llegado el momento de cambiar de perspectiva: todos nosotros, hombres y mujeres, tenemos la urgente necesidad de situarnos de nuevo ante este asunto y ayudarnos a comprender lo que somos, nuestro modo de funcionar, nuestros dones y nuestras necesidades. Pero también necesitamos conversar abiertamente sobre qué cosas comprendemos y qué cosas no.
Esto es lo que me ha empujado a escribir, como mujer, sobre la masculinidad. Cuento con cierta experiencia directa de relación con el hombre: tengo un padre, tres hermanos, un marido, cinco hijos varones, y bastantes amigos de sexo masculino. Como terapeuta, a lo largo de los años he podido escuchar confidencias y pensamientos de muchos niños, chicos y hombres que han confiado en mí y me han abierto su mundo y sus corazones.
No creo que con esto pueda hablar de un modo realmente exhaustivo, porque quienes están autorizados para hablar hasta el fondo sobre masculinidad son solo los hombres, igual que las mujeres sobre feminidad. En realidad, hay cosas que remiten a una experiencia no transferible, en especial aquellas que tienen su raíz en nuestro cuerpo, tan diferente del otro sexo. Por eso, el libro sigue el recorrido de una reflexión absolutamente personal, y se limita a profundizar en algunos temas en los que creo que el pensamiento de una mujer puede apoyar y completar la capacidad de autorreflexión del hombre.
Mi deseo es estimular en los hombres que lean este libro una mayor reflexión sobre sí mismos, sobre el origen de sus dificultades, sobre las grandes oportunidades de las que son portadores. Pero también quiero estimular en las mujeres que lo lean una mejor comprensión de la masculinidad y de su belleza, tan distinta y siempre tan necesaria.
I.
LA CARTA A LOS EFESIOS: UNA PROVOCACIÓN
«Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo:
las mujeres a sus maridos, como al Señor […];
maridos, amad a vuestras mujeres,
como Cristo amó a la Iglesia».
(Efesios 5, 21-33)
«Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará».
(Génesis 3,16)
La carta de san Pablo a los Efesios sigue suponiendo un desafío muy difícil: ¿es realmente posible que una mujer de hoy acoja como palabra de Dios la invitación de Pablo a la sumisión al hombre?
De nuevo: ¿qué relación tiene esta palabra («sometida»), con la Buena Nueva? ¿No parece más bien una continuación demasiado directa de la maldición de Eva en la expulsión del Edén? Ese «te dominará» que pesa sobre la relación hombre-mujer como consecuencia terrible del pecado, ¿no tendría que haber sido modificado en el Nuevo Testamento, con la venida del Salvador? Por consiguiente, ¿no tendríamos que escuchar de Pablo que aquel «dominar» ha sido por fin superado con la venida de Cristo, y que la felicidad y plenitud de la relación entre hombre y mujer se alcanzan en el seno de una relación totalmente paritaria y, por tanto, simétrica? ¿Cómo es posible, entonces, que sigamos hablando de sumisión?
Sin embargo, la palabra de Pablo se proclama en las lecturas de la misa como «palabra de Dios». Para el creyente es, por eso, una palabra profética: contiene una indicación definitiva, que va más allá de las propias intenciones conscientes del hombre Pablo. Él ha hablado en el contexto histórico y cultural de su tiempo y con el lenguaje de su época, pero el contenido profético de sus palabras sigue inalterado, y nos provoca, porque desafía a nuestra inteligencia y a nuestro corazón. Como todas las palabras de Dios, no solo interpela a los que se dedican a estudiarla, sino que se dirige a cada uno de nosotros, para que le interroguemos personalmente, buscando captar su sentido concreto y operativo en nuestras vidas. Si es así, entonces esta Palabra se dirige precisamente a mí y precisamente hoy, tal y como soy, con la experiencia madurada en mi vida personal y profesional, con lo que he aprendido al escuchar los relatos de tantas vidas y de tantas historias.
Por eso, yo también quiero aceptar el desafío, y unir mi reflexión a la de tantas voces competentes.
El texto
Lo primero que me llama la atención al volver a leer con atención este texto es su estructura. Para empezar, su invitación inicial a una sumisión recíproca («Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo»). Después, la asimetría de las exhortaciones que Pablo dirige a hombres y mujeres: son tres los versículos dedicados a la mujer, y seis (¡el doble!) los que se dirigen al hombre. Tres versículos frente a seis: a pesar de la primera apariencia, hay que pensar que la tarea más ardua, la que necesita más insistencia, es la que se señala para el hombre: ciertamente son versículos dirigidos al hombre del tiempo de Pablo, culturalmente poco predispuesto a oír hablar sobre el amor y el respeto a la mujer; pero también hablan al hombre de hoy, al que se invita insistentemente a amar a la mujer nada menos que como el mismo Cristo ha amado, hasta darse y dar su propia vida por ella.
Siguiendo la lectura, encontramos la referencia a los versículos del Génesis: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y los dos se harán una sola carne», y enseguida la exclamación «gran misterio es este». La apelación al misterio, a la relación entre Cristo y la Iglesia como referente para la relación hombre/mujer, sugiere que también desafía a la mente de Pablo. Parece subrayar el esfuerzo de un pensamiento que tiende hacia cimas difíciles, ya sea de entender o de expresar. La referencia al Génesis, a ese formar una sola carne, me parece también un punto realmente decisivo para orientar nuestra pregunta cuando tratamos de interrogar a este texto tan difícil. Una sola carne. Dice Pablo: «Amar a la mujer como se ama al propio cuerpo», formar con ella una unidad tan indisoluble que sea una sola realidad, como en el designio originario de Dios.
Entonces, es posible que la cuestión principal no sea entender cómo cada uno de los dos, hombre o mujer, debe situarse singularmente ante el otro (en un plano moral, ético). Puede que lo crucial sea más bien centrarse en la relación entre ambos, en su posible belleza, en el designio de Dios que tendría que haber sido y en lo que ese designio puede aún representar. Y sobre qué cosas lo facilitan o lo obstaculizan.
Por eso, me parece que la verdadera pregunta, desde la que iniciar la lectura del texto en su significado más profundo, es esta: ¿qué tipo de relación se nos propone?
Un cristiano no puede leer la narración bíblica solo como un relato histórico: los episodios encuentran un contraste en el desarrollo, a la vez concreto y simbólico, de la historia personal de cada uno, en cualquier tiempo. Cada uno de nosotros lleva consigo, personalmente, la nostalgia del Edén (de un amor pleno y sin enemistad, en la diferencia de sexo y la paridad en el ser), la maldición de la expulsión (con la opresión, la incomprensión y la enemistad), y la necesidad de Redención (con la posibilidad de llegar a una nueva relación, de familiaridad y de confianza recíprocas). ¿Cómo no pensar en la experiencia cotidiana por la que el hombre y la mujer[1] muchas veces se desean sin encontrarse?
Una vez abandonado el designio para el que habían sido creados, el hombre y la mujer experimentan una enemistad profunda, en cuyo centro se encuentra el tema del dominio: una opresión que traiciona el pensamiento inicial de Dios, según el cual la unión sexual («el hombre se unirá a su mujer») coincide con la plena capacidad de amar («los dos se harán una sola carne»).
Por eso, es necesario recorrer en la historia singular de cada uno, el esforzado camino que media entre el pecado original —con la maldición inicial contenida en el Antiguo Testamento— y el misterioso punto de llegada que indica Pablo en el Nuevo Testamento. Si realmente es así, las palabras de Pablo, a primera vista tan irritantes, deben traducirse a un lenguaje que nos ayude a comprender el modo de relacionarnos para que el designio de Dios se pueda expresar nuevamente en toda su belleza.
Pero entonces, ¿qué es este sometimiento del que se habla? Esta sumisión se pide a la mujer, pero ¿es también recíproca entre los sexos?
Sumisión
Aunque interrumpa el hilo del discurso, quiero hacer una digresión y detenerme brevemente sobre la palabra «sumisión».
En la búsqueda de algo que pudiera rehabilitar a mis ojos esta palabra tan poco agradable, he intentado dejarla resonar libremente en mi interior. Así apareció en mi mente una asociación intrigante, con aquel Jesús que vuelve a Nazaret —«les estaba sumiso...»— y que concluye el famosísimo relato del evangelista Lucas: Jesús perdido y encontrado, después de tres días de angustia, entre los doctores del templo. El episodio evidentemente se considera importante, teniendo en cuenta la insólita riqueza de detalles de la narración, y que recoge algunas de las muy escasas palabras directamente atribuidas a María.
El hecho es que estas palabras de voluntaria sumisión siguen al relato de una grave incomprensión entre los padres y el hijo. Esta sigue abierta como una herida, y que deja dolorosos interrogantes.
Parece haber una contradicción patente entre la respuesta de Jesús a sus padres, muy dura y decidida, y su consiguiente sumisión voluntaria.
¿Entonces de qué nos habla?
En el episodio narrado, Jesús tiene alrededor de doce años, una edad que en su cultura marca el paso del mundo infantil al adulto. Podemos situar lo sucedido en aquella fase tantas veces difícil de la vida familiar que representa el ingreso de nuestros hijos en la adolescencia.
La adolescencia es una fase de la vida que siempre se produce de repente, porque llega de improviso y marca una discontinuidad en las relaciones: de ese niño que creíamos conocer tan bien, está a punto de nacer una persona nueva y, en cierto sentido, imprevisible y desconocida. Casi de un día para otro, ese hijo nos indica de forma inequívoca, con su comportamiento, que quiere cambiar su relación con nosotros y su posición respecto a nosotros: la complicidad y la confianza, que eran características de una buena relación, dejan el puesto a la búsqueda de una nueva distancia y a la defensa, a veces dura, de su propio espacio y de sus secretos.
Nace, entre padres e hijos, una dolorosa dificultad para entenderse: dolorosa sobre todo para los padres, que no se sienten preparados para el cambio y sufren al verse excluidos repentinamente del mundo de su hijo.
El episodio evangélico nos habla precisamente de este momento decisivo y de la dificultad que supone en cualquier relación entre padres e hijo, también para la Familia de Nazaret. Nos sitúa ante la manifestación de un cambio inesperado, que provoca ansiedad y preocupación: así lo indica esa afanosa búsqueda de tres días, el miedo de haber perdido al hijo, de que le haya pasado algo malo, de que no sepa arreglárselas sin ellos. María y José buscan a su niño, pero el niño en realidad se ha perdido, de pronto y para siempre: en su lugar, los padres desorientados encuentran a un chico que es casi un extraño.
Aquí se expresa la dolorosa incredulidad de María, con algunas de las escasas palabras que se le atribuyen en el texto evangélico: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, angustiados, te buscábamos». Parece que se pueden sentir casi las preocupaciones de María: «Entonces no se había perdido, no nos ha echado de menos, no nos necesitaba; se ha alejado a propósito y sin pensar que nos iba a hacer daño. Ha seguido otras pistas, otros sueños, otras preocupaciones que no son las nuestras. Nosotros no le importamos...».
Parece ser este el descubrimiento, doloroso e inesperado: el niño tan querido se ha perdido realmente para siempre; no siente alivio al verles. Es más, su preocupación parece fastidiarle: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que tengo que ocuparme de las cosas de mi Padre?», dice Jesús. Cada vez que escucho estas palabras no puedo más que identificarme con José y María, padre y madre terrenos y amorosos de este hijo especial. ¿No ha sido acaso Jesús demasiado duro con ellos? ¿Por qué les ha alejado así? No se puede negar que estas palabras suenan extremadamente ásperas al oído de cualquier progenitor.
En este punto, me ayuda a reflexionar el recurso a los instrumentos propios de mi trabajo: así entiendo que el adolescente, para llevar a término su recorrido evolutivo, debe buscar su propio camino, el que le va a llevar allí donde está su llamada, que le hará crecer hasta convertirse en un hombre entre los hombres, y poner en juego el don que es solo suyo y de nadie más. Es lo que se llama «vocación»: exige al adolescente que ya no quiera ser el niño que se adapta a los sueños y deseos –también buenos– de sus progenitores. A partir de este momento tiene que tratar de descubrir dentro de sí sus propios sueños y sus propios deseos, protegido de la invasión de los adultos, también cuando es involuntaria o de buena fe, o cuando solo se busca protegerle y ayudarle.
De aquí proviene la dureza de las palabras: en efecto, está en juego algo decisivo, algo que no se puede ignorar, a riesgo del fracaso en la vida. El relato evangélico nos recuerda que los hijos no nos pertenecen, que nos han sido confiados, que no podemos ser nosotros quienes marquen o decidan su camino porque son, en primer lugar, hijos de un Padre que deben descubrir en sí mismos, y que tiene su propio recorrido. Es una invitación decidida a no olvidar la radical alteridad y libertad del otro, precisamente a partir de nuestros hijos. La dureza de Jesús sirve para reforzar este mensaje, porque en cada historia humana se repite invariablemente el desafío, como si fuese la primera vez: sobre todo en las relaciones de mayor proximidad (progenitor/hijo, también hombre/mujer) tendemos a olvidar la inviolabilidad de cada ser humano, su derecho a mantener aquella «distancia de respeto» que garantiza la soberanía sobre sí mismo.