La flor en el arrozal - Sebastián Varela - E-Book

La flor en el arrozal E-Book

Sebastián Varela

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Beschreibung

La flor en el arrozal narra la historia de Nicolás, un joven maduro que, cierto día, después de dedicarse por años a trabajar para una compañía multinacional y cansado de las exigencias de esa vida, comienza a replantearse si de verdad quiere continuar con ello. En medio de ese proceso, un asunto familiar importante aparece y decide tomar cartas en el asunto. Es a través de esta decisión que, el protagonista, comenzará a transitar por un viaje de recuerdos y emociones que lo llevaran a reencontrarse de nuevo, con su esencia. Y también, a conocer un secreto que cambiará para siempre, su manera de ver y sentir la vida. Desde ese mismo secreto, el lector atravesará por otra historia que despertará emociones, en algunos, quizás olvidadas. Y en los que no, en los que tienen la gracia de convivir con ello a diario, a sentirlas aún más y abrazarlas con el alma. Así, esta obra es una novela doble, porque está compuesta por dos historias distintas Sin embargo, las dos se necesitan y para entenderlo se debe leer de principio a final. Si una de ellas no estuviera, entonces no sería "La flor en el arrozal".

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Varela, Sebastián Luis

La flor en el arrozal / Sebastián Luis Varela. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2024.

190 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-794-6

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Novelas Románticas. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2024. Varela, Sebastián Luis

© 2024. Tinta Libre Ediciones

1

Una paloma que se posa del otro lado del ventanal llama su atención. Con la mirada puesta en ella, atento, recorre su pequeño cuerpo, hasta que queda hipnotizado con el tornasolado de sus alas, olvidándose por completo de la reunión en la que se encuentra en ese momento. De pronto, el ave comienza a batir sus alas y, de un segundo a otro, levanta vuelo, y con ello, termina la magia, dejándolo solo con la atención puesta en una pluma que se había desprendido en el revoloteo y que, impertinente, ingresa sin permiso por una abertura entre el marco y el ventanal, para que, después de un danzante planeo, termine por posarse en su regazo.

Al llevar la mano hacia ella para tomarla, hace que aparezca por debajo del puño de la camisa su reloj, el cual mira con disimulo y descubre en él, que todavía faltan diez minutos para que termine la reunión. Lo que no puede disimular Nicolás es su descontento por ello, porque hace tiempo que dichas reuniones le resultan tediosas y desearía no estar en ellas, pero, como es un empleado importante dentro de la compañía, tiene la obligación de asistir.

Después de una larga presentación con diapositivas y gráficos, la reunión por fin termina. El presidente de la compañía, quien al parecer también esperaba ansioso su final, se levanta y se acerca hasta donde se encuentra Nicolás y, sin perder tiempo, le pide que lo acompañe hasta su oficina. Invitación que Nicolás acepta, pero con cierto recelo. En los años que lleva trabajando en la empresa, jamás le había hecho esa propuesta y le resulta extraña la petición.

Cuando llegan a su oficina, el presidente le señala el sillón de cuero negro encerado que se encuentra en un costado de la habitación y lo invita a sentarse en él. Acto seguido, conocido por ir directo al grano, le informa que tiene una propuesta de ascenso, por las altas prestaciones que viene brindando a la empresa en los últimos años. Pero le aclara antes que, para que se cumpla dicho ascenso, existen algunas condiciones. Y una de ellas, si no la más importante, es que debe viajar la próxima semana a Alemania, para terminar de cerrar el convenio de fusión entre la compañía y una de las empresas más importantes en ese país.

El presidente, de pronto, hace un alto en la conversación para llamar a su secretaria. Ella, sin demora, se acerca contoneándose hacia donde están ellos sentados. Al llegar, se para de modo sensual a un costado del presidente, apoyando de manera provocativa su cadera contra él. Este, sin ocultar su deseo, le palmea la cola, al mismo tiempo que le pide que sirva dos copas de champán para celebrar anticipadamente aquello, celebración que Nicolás acepta solo por mera formalidad, ya que la bebida no es de su agrado. Eso le recuerda el rechazo que tiene a este tipo de situaciones y está cansado de ello. El de ir por la vida haciendo lo que los demás esperan que haga, mostrando su mejor sonrisa, siendo el más falso de los falsos y el que tiene que aceptar estar en lugares donde realmente no quiere estar.

Cuando al fin terminan las reuniones ese día, se retira y esquiva otras invitaciones de compañeros de la empresa para ir a cenar en algún restaurante. Camina directo hasta la cochera y sube a su coche. Mientras maneja de regreso a casa, trata de recordar en qué momento su profesión había dejado de ser alucinante. En qué momento dejó de sentir ese cosquilleo en el estómago cada vez que preparaba estrategias para concretar un trato. Incluso viajar, que era lo que amaba hacer y lo que lo había seducido al principio en su carrera, ya no le resultaba fascinante. Quizás, porque alguna vez creyó que en aquellos viajes de negocios podría mezclar el placer y el turismo. Pero jamás tuvo tiempo de hacerlo, la agenda era tan apretada que apenas le quedaban algunas horas para dormir.

Media sonrisa se dibuja en su rostro cuando recuerda que, en sus comienzos dentro de la empresa, se había comido el papel del empresario exitoso. Y era tal el entusiasmo que le había generado aquello, que había superado cargo tras cargo con éxito y no había tardado en llegar a la parte ejecutiva. El camino no había sido fácil, pero tampoco tan difícil. Y ahora de nuevo se abría ante él una nueva oportunidad en su vida laboral, oportunidad que por alguna extraña razón no le entusiasmaba demasiado.

Cuando llega a casa, camina directo hacia el cuarto y, sin desvestirse, se tira sobre la cama. Mientras espera que llegue el sueño, su vista comienza a pasear por la habitación y, al hacerlo, la siente extraña, diferente. Las paredes ahora son de color verde manzana y no beige, como las recordaba. Incluso tiene la concepción de que el placar era blanco y no gris, como el que ahora se encuentra frente a él. Pero sabe que esto podía ocurrir, porque se la pasa de hotel en hotel. Y han sido tantos que la percepción de su propia habitación se esfuma entre los cuartos donde duerme.

De la mano de esa vida nómade, viene aferrada la soledad. La última relación estable que recuerda fue una amiga con derechos, en la universidad. «¿Cuántos años pasaron?», piensa. Con sus cuarenta años, solo podía darse el lujo, cuando sobraba algún tiempo, de encuentros necesarios con mujeres eventuales. Solo sexo y nada más. Para calmar al león, como diría su abuelo.

«Abuelo querido ¡Hace cuánto tiempo que no te veo! Ni siquiera pude hacerlo cuando falleció la abuela», piensa. El día que aquello ocurrió se encontraba de viaje en Japón. Apenas se enteró de la triste noticia, quiso regresar de inmediato, pero no consiguió vuelos para esa fecha. Los había para tres días después, pero para entonces ya no tenía sentido. Luego una reunión de urgencia en Francia, otro viaje a España y así otros tantos que no le permitieron, siquiera, hacer el duelo de su querida abuela.

Con lágrimas que recorren sus pómulos, se queda dormido.

La vibración del celular, todavía en su bolsillo, lo despierta. Mira la pantalla y descubre que es un mensaje de la secretaria general de la compañía, informándole que hay una reunión de urgencia convocada por el gerente de contratos. Y aclara en el mensaje, con un subrayado, que es a las cinco de la mañana. Detrás de ese mensaje ingresa otro, adelantándole que lo que se tratará en la reunión es la posible caída de un contrato exclusivo con una empresa mexicana. Y, como de dicho contrato se había encargado él, lo requerían con urgencia.

Mira la hora, son las cinco menos cuarto. El andar a las apuradas, renegando siempre de la llamada urgente con tan solo quince minutos de gracia para llegar, lo tiene estresado. Antes las toleraba, pero también tenía veinte años menos y mucha más paciencia.

La reunión termina cerca del mediodía. Está muy agotado y sospecha que el estrés vuelve a aparecer o, quizás, nunca se fue.

Al salir de la oficina en donde se había realizado la reunión, un amigo de la empresa lo ataja en el camino y lo invita a almorzar. Nicolás acepta a regañadientes, porque en lo único que piensa es en regresar a su hogar. Pero este es un compañero y amigo desde sus comienzos en la compañía y hace tiempo que se deben un almuerzo juntos.

Después de cumplir con el almuerzo adeudado, se despide y se dirige directo a su departamento. No ve la hora de llegar y dormir lo máximo que su cuerpo le permita. Apenas termina de guardar el auto en la cochera, recibe una llamada de su madre. Nicolás atiende.

—Hola, ¿se encuentra Nicolás por ahí? —pregunta, con ironía—. Al fin atendés, hijo, hace rato que no sé nada de vos. Podrías llamar alguna vez, ¿no? —le reprocha.

Nicolás aleja el teléfono de su oreja para no continuar escuchando los reclamos. Sabe bien que su madre tiene toda la razón, porque, como hijo, en los últimos tiempos, se había vuelto un total desagradecido. La última vez que había estado con ella había sido para su cumpleaños, y ya había pasado casi un año desde entonces. Ni hablar de la falta de comunicación telefónica.

—¡Mamá…, mamá! Hola —le dice, tratando de calmarla—. ¿Qué querés que te diga, si no tengo excusas? Sabés que vivo viajando y apenas tengo algún tiempo para comer, y lo que resta, para dormir.

Su madre se queda en silencio un rato, luego resopla. Entiende en parte a su hijo, pero también entiende que no se necesita mucho tiempo para marcar y preguntar cómo están sus padres.

Después de un breve intercambio de ideas sobre lo que está bien o mal, le cuenta que su padre anda alterado por un tema con el abuelo y necesita que hable con él para tranquilizarlo un poco. Para ello, había organizado una cena esa misma noche y, esta vez, no había lugar para las excusas. Cuando está a punto de contestarle, ingresa una llamada de la compañía, entonces le avisa a su madre que debe cortar. Ella resopla de nuevo y, antes de que termine la llamada, le recuerda la invitación de esa noche. Luego se despide.

Por la demora en la despedida, la llamada entrante termina antes de poder contestarla. Cuando se dispone a devolverla, un mensaje de texto aparece en la pantalla. La secretaria general de la compañía le informa que debe presentarse en la sala de reuniones de estadísticas y, aunque esa no es su área, debe estar presente, porque el presidente había convocado a los que pertenecían a la parte ejecutiva para que colaboraran con las correcciones de unos porcentajes que se tomaron en un relevamiento de datos. Considera que no son los adecuados y deben resolverlo cuanto antes. Nicolás, ofuscado por la falta de consideración con sus tiempos de descanso, responde sin protocolos que allí estará.

Mientras espera que el portón eléctrico termine de abrirse y le permita salir, le asalta la idea de mandar todo al carajo en ese instante. El cansancio mental lo consume cada vez más y teme que, de un momento a otro, se haga presente de nuevo el maldito estrés.

Les lleva una gran parte del día acomodar esos porcentajes. Tiene la vista borrosa y le duele todo el cuerpo. En agradecimiento por su esfuerzo y por ser el que resuelve el error en las mediciones, el presidente de la empresa le otorga una licencia para que se tome descanso la siguiente semana. Nicolás, astuto como es, sabe que la licencia no es un beneficio por su ardua labor, sino que maquilla una razón: la de ir con todas las luces encendidas a su próxima reunión en Alemania, porque de eso depende que la compañía continúe en carrera.

Cuando se da cuenta de que ya son las ocho de la noche, se apresura a ir a casa de sus padres. En el camino, pasa por la bodega de un amigo para comprarle el mejor vino Malbec a su padre. Luego, se dirige a la patisserie en donde acostumbra comprar las masas finas su madre y pide que le envuelvan un kilo de ellas.

Al llegar a la casa de sus padres, lo hace tarde como siempre. Cuando su madre abre la puerta, lo recibe con muchos besos y, seguido a ello, para no perder la costumbre, le reprocha la tardanza. Su padre, quien en ese momento estaba al teléfono, no se entera de su llegada. Recién cuando termina la llamada lo hace, entonces se acerca contento a saludarlo. Mientras lo abraza, golpea reiteradas veces su espalda, con unas buenas palmadas. La intensidad de aquellas caricias dependía del tiempo que hacía que no se veían.

La cena está deliciosa y la conversación es amena. Hacía tiempo que no disfrutaba de una buena compañía y, para festejar el encuentro, su padre, con sutileza, descorcha el vino que le había regalado, al que antes había envuelto con una servilleta, para luego dar su veredicto sin ser influenciado por fecha de estación y nombre de bodega.

Con paciencia sirve las tres copas y, cuando termina de brindar, bebe con placer de la suya. Orgulloso de sus dotes de catador, manifiesta en cada sorbo su agrado por aquel vino. Luego lo saborea con intensidad y se dispone a adivinar la antigüedad de este: para sorpresa de los allí presentes, acierta de manera exacta en la fecha de elaboración.

—¡Muy buena botella, hijo! —exclama—. Hace tiempo que no pruebo un Malbec con semejante cuerpo.

—Sí, realmente es muy bueno —le dice Nicolás—. Elegí este vino porque me lo había recomendado un cliente que, como vos, respetaba el buen vino.

De un momento a otro, el semblante de su padre cambia. Nicolás nota cierta preocupación en su rostro. Su madre también lo percibe y se apura a tomarle la mano.

—¿Qué te pasa, papá? Primera vez que te veo tan preocupado —le pregunta Nicolás.

—¡Es tu abuelo, hijo! —le contesta—. Está enfermo de su corazón desde hace tiempo y, a medida que pasan los días, desmejora. No hay operación ni cura para ello y, si no tiene un cuidado especial, no le va a quedar mucho tiempo con nosotros.

Nicolás, sorprendido con la noticia, les pregunta a sus padres por qué su abuelo no se encuentra con ellos en casa. Se supone que allí estaría mejor que en el campo; además, si ocurriera alguna urgencia, la clínica quedaba cerca. Su padre lo mira y le dice:

—¡Hace unos días estuve con él! Fui con la intención de traerlo, para que se quedara con nosotros, pero no hubo manera de convencerlo. El muy testarudo se niega a dejar la estancia. Al final, terminamos discutiendo y yo, para no continuar empeorando su salud, decidí volver. Quedó muy enojado conmigo, ahora ni siquiera atiende mis llamadas.

Cuando termina de decir aquellas palabras, su padre no puede contener más su angustia y llora desconsolado, apoyado contra su mujer. A Nicolás lo desgarra la escena, porque jamás había visto a su padre en esa situación.

De pronto, sin saber el porqué, le asaltan los recuerdos de las vacaciones en la estancia con sus abuelos. Una época que esperaba con mucha felicidad todos los fines de año. Su infancia allí fue maravillosa, llena de aventuras y naturaleza en su máxima expresión. «¡Hace tanto que no te veo, abuelo! Lamento no haber estado allí para abrazarte cuando falleció la abuela. No puedo imaginar el dolor que sentiste al perderla. La amabas con toda tu alma y tu corazón», piensa.

Esa noche, Nicolás, vencido por el cansancio, decide quedarse a dormir en casa de sus padres. Apenas apoya la cabeza en la almohada, se duerme.

Cuando despierta a la mañana siguiente, lo hace cerca del mediodía. Hacía tiempo que no descansaba de esa manera y, como no tiene apuro, decide quedarse un tiempo más en la cama. Desde su almohada, comienza a contemplar todos los objetos que había coleccionado durante su niñez y adolescencia. También, observa con nostalgia cada póster en la pared y cada juguete de colección en la repisa, hasta que descubre entre ellos a su juguete preferido: un jinete de madera montado sobre un caballo del mismo material que le había tallado en detalle su abuelo y se lo había regalado una navidad.

«¡Pobre, mi querido viejo!». Siente que la historia se va a repetir, como pasó con su abuela. En unos días tendría que viajar hacia Alemania y, si ocurría lo peor estando él allá, no podría perdonárselo jamás. Así que, en ese momento, decide que aprovechará los días que le restan de descanso para pasar tiempo con su querido abuelo. Y, de paso, si se puede, convencerlo para que se mude a la ciudad, así, ante cualquier eventualidad con su enfermedad, tenga una rápida atención, y también, para que su padre se quede más tranquilo.

De pronto, su madre golpea la puerta y, sin entrar, le dice que el almuerzo ya está servido. Nicolás sonríe, recordando su adolescencia.

Después de probar unos bocados, Nicolás les comunica sus intenciones a sus padres. Apenas termina de escucharlo, su padre, sorprendido por su decisión, le recomienda que espere un poco hasta que se le pase el malhumor. Pero tanto Nicolás como su abuelo no tienen el tiempo a su favor. Así que les dice que esa misma noche viajará hacia la estancia. Y, como es dueño de un deportivo, le pide prestada la camioneta a su padre. Tiene que andar por caminos de tierra y lo mejor, para esos lugares, es un vehículo alto.

Apenas oscurece, emprende el viaje rumbo a la estancia. Tiene seis horas de ruta por delante, sin contar los caminos de tierra que de seguro le llevarán una hora más. Con suerte y si no llueve.

Durante el viaje, mientras tiene señal, ingresa una cantidad increíble de mensajes de parte de la compañía a su teléfono. «Menos mal que me daban esos días libres», piensa. Por suerte, la falta de señal en algunas zonas vuelve intermitente cualquier posibilidad de comunicación y aquello es suficiente justificación para no contestar.

A medida que avanza en la ruta, recuerda con nostalgia cuando hacía el mismo recorrido, pero desde el asiento de atrás, siempre impaciente por llegar a la estancia en donde sus queridos abuelos lo esperaban. Y en donde se pasaría la mitad de las vacaciones de verano, disfrutando de todas las aventuras que le ofrecía el campo. Solía pasar la otra mitad en la playa, lugar al que su madre y su abuela adoraban ir; por eso siempre los acompañaba. En cambio, a su abuelo no le gustaba mucho. Muy pocas veces había aceptado la invitación a remojar los pies en el mar y, cuando lo hacía, contaba los días para regresar a la estancia. Siempre estaba apurado por volver y, por culpa de ello, comenzaban las peleas con su hijo, quien renegaba siempre de la necesidad que tenía su padre por ese lugar. Al final, entre idas y vueltas, su abuelo siempre terminaba saliéndose con la suya y regresaban antes de lo planeado.

Ahora más grande, y con un punto de vista más amplio, se da cuenta de que la relación entre su abuelo y su padre nunca fue buena. En cada reunión que recordaba, ellos, en algún momento, se las ingeniaban para comenzar una discusión. Ambos eran dueños de una terquedad única y era ese defecto el que los llevaba a terminar siempre enojados y sin hablarse por un buen tiempo. Su pobre abuela había sufrido mucho con ello.

2

A lo lejos, logra divisar unas luces al costado de la ruta. Adivinando que se trata de una estación de servicio, reduce la marcha e ingresa para cargar combustible. Si los cálculos no le fallan, todavía le falta recorrer la mitad de camino y, según el playero, ese es el último lugar que encontrará abierto antes de llegar a destino. Así que aprovecha la parada para estirar un poco las piernas y, de paso, comer y beber algo.

Como hacía tiempo que no manejaba tantas horas, el cansancio, sumado a la modorra que le produce la cena, lo hace batallar de manera constante contra el sueño. Por suerte, un pequeño farol sobre un cartel de indicaciones le informa que debe doblar hacia donde señala la flecha para continuar por el camino de tierra que lo llevará hasta la estancia.

Transita con cuidado sobre él unos kilómetros, hasta que llega al portón de entrada. Detiene el vehículo y se baja para abrirlo, pero descubre que está con candado. Entonces, no le queda más remedio que caminar hasta el poste donde se encuentra la campana y tirar de la cuerda con fuerzas, para anunciar su presencia. Espera unos segundos y, como no ve a nadie venir, reitera la acción. Al no haber tampoco respuesta, no le queda otra que regresar a la camioneta. Además, el frío a esas horas cala los huesos y no lleva un buen abrigo como para esperar afuera.

Estando sentado, el cansancio por el viaje reaparece y se duerme apoyado contra la ventana. Sueña con su abuela. La ve sirviéndole el desayuno con leche recién ordeñada y pan casero horneado hace minutos, y en el ambiente se perciben aromas exquisitos, casi olvidados. «¡Qué decir del jugo recién exprimido de los árboles frutales de la estancia! No se compara con nada que haya bebido en otros lugares».

Ahora la escena cambia y descubre que su abuela se encuentra sentada a su lado, tejiendo, y, mientras lo hace, le regala una sonrisa dulce y le acaricia su cabello. Después, ambos miran al abuelo, que intenta domar al nuevo caballo de la estancia. De repente, el caballo se le escapa y corre desbocado directo hacia donde están ellos…

Se despierta por los fuertes golpes en la ventana de la camioneta. Ya es de día y el cielo está despejado. Todavía aturdido por el brusco despertar, no logra ver quién está del otro lado de la ventanilla. Se espabila y baja del vehículo. Cuando lo hace, el frío lo recibe con una cachetada, haciéndole recordar que las mañanas en el campo son demasiado heladas.

Parado, solo a unos metros de él, hay un hombre con los ojos entornados.

—¡Ah, es usted, joven Nicolás!

Reconoce de inmediato la voz. Es Sabino, la mano derecha de su abuelo, que seguro lo había mandado hacia la entrada para ver quién hacía sonar la campana. Sin perder tiempo, se acerca hasta él y lo abraza.

Sabino es el único de los empleados de la estancia que tiene permiso para vivir en ella. Su abuelo, agradecido por su fidelidad y por su excelente labor en el manejo de los tambos, le había construido una casita a mitad de la finca, construcción que, con el tiempo, el mismo Sabino tuvo que ir agrandando para poder albergar a sus ocho hijos varones y a su única hija mujer.

Cuando Nicolás aparecía por allí en el verano, se la pasaba jugando y explorando los alrededores con ellos. Eran traviesos y les gustaba meterse en problemas. Y su juego preferido era cruzar la cerca perimetral que dividía el campo de su abuelo con el del vecino, con la intención de molestar al rondín para que los persiguiera apenas los viera. Siempre lograban escapar de él, hasta que un día, adictos a la adrenalina, decidieron ingresar en ese campo más de lo acostumbrado. Aquella vez, cuando el rondín los descubrió, la carrera les quedó tan larga que uno de ellos, por la desesperación de llegar hasta el cerco salvador, se enredó con sus piernas y cayó a tan solo unos metros de él. Al verlo desparramado sobre la tierra, el cuidador, que lo seguía chocándole los talones, se bajó de inmediato del caballo y, con la bronca guardada desde hacía tiempo y sin ningún atisbo de misericordia, le dio tal latigazo en el lomo que lo hizo revolcarse por todo el campo, gritando del dolor. Nicolás y los demás, al ver el castigo que recibía aquel soldado caído en desgracia, atacaron a su verdugo con piedras para que se alejara y él pudiera recuperarse y escapar.

Sabino levanta el palenque y abre el portón. Luego, sube a la camioneta y emprenden marcha, juntos, hacia la casona.

En la galería, los espera él. Siempre imponente, con las manos sobre su cintura. Con sus ochenta y cinco años, todavía mantiene esa estampa de hombre rudo. Nicolás desciende del vehículo y camina con los brazos abiertos hacia la galería. Los años opacaron la vista de su abuelo, por eso, hasta que no lo tiene cerca, no sabe de quién se trata.

—¡Hola, mi abuelo querido! —le dice Nicolás, mientras lo abraza.

—¡Hola, m’ijo querido! ¡Cuánto tiempo! ¡Pero qué sorpresa me diste! —le dice emocionado—. Cuando vi que se acercaba un vehículo, pensé que era tu padre. Jamás imaginé que fueras vos…

Su abuelo tiene la intención de continuar hablando, pero se le corta la voz por la emoción. De nuevo, Nicolás lo abraza fuerte y se queda un buen rato apoyando el mentón sobre el hombro de él. ¡Qué bien se sentía volver a verlo!

—¡Nicolás, pero… contame! ¿De cómo por estos lugares? —le pregunta, todavía emocionado.

—Lo que pasa es que ya te andaba extrañando —le responde Nicolás—, pero solo un poquito —agrega, haciéndose el duro, como le gusta a él. Era un juego que tenían desde cuando él era chico.

Su abuelo sonríe. A pesar de que pasaron los años, mantenía ese recuerdo latente.

—¡Yo también un poquito! Bah…, lo suficiente como para no olvidarte —le dice, mientras le golpea el hombro con el puño.

«¡Qué bueno es volver a verlo!», piensa. Hasta ese momento no se había dado cuenta de cuánta falta le había hecho ese amor real de abuelo, chapado a la antigua, en el que la complicidad es única. Es el tipo de abuelo que te confía sus conocimientos. Alguna vez había escuchado decir que era el padre quien transmitía sabiduría, y quizás era así. Pero el abuelo era el que la compartía, el que enseñaba con paciencia.

Con su padre eran muy parecidos en cuanto a carácter, hasta se podría decir que eran dos gotas de agua. La única diferencia entre ellos era que su abuelo había tenido la oportunidad de ser un padre más presente y, por ello, más compañero. Y, en gran parte, esto se debía a que su trabajo quedaba en el mismo lugar donde vivía. En cambio, su padre había sido «el papá de fin de semana». La fábrica le insumía tanto tiempo que siempre llegaba cerca de la medianoche. Nicolás recuerda cómo se esforzaba por mantenerse despierto para poder verlo, pero el cansancio le ganaba y solo le quedaba disfrutarlo los fines de semana.

Luego de los abrazos, el abuelo acompaña a Nicolás hasta su dormitorio, para que deje el equipaje y se ponga cómodo. La habitación está tal cual la recuerda. Un cuarto de techo alto, con un viejo ropero descolorido colocado en un rincón. El viejo póster de Rambo continúa pegado en la misma pared, con la diferencia de que la cinta adhesiva, que en su momento lo sostenía de una punta, se había desprendido, llevándose con ella una fina capa seca de pintura.

Se acerca y, con la presión de su pulgar, intenta volver a pegar la punta que cuelga. Pero esto hace que se despeguen las demás y el póster termina planeando hasta el suelo. Nicolás se acerca y lo levanta; luego, se queda mirándolo. Mientras, piensa que a todo, en algún momento, le llega su transición, como a ese póster. Y es ahí cuando comienza a vislumbrar el cambio en su vida.

Después de enrollarlo y dejarlo arriba del ropero, acomoda su ropa dentro de este. Apenas termina de hacerlo, golpean la puerta. Es doña Sara, la esposa de Sabino, que pasa a saludarlo y a informarle que el desayuno ya está servido en la mesa de la galería.

Cuando Nicolás aparece en el lugar, encuentra a su abuelo sentado en su antigua mecedora, hacia un costado de la mesa. Mientras camina hacia ella, se pregunta cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que estuvo desayunando allí.

Al llegar, se sienta y, al hacerlo, descubre con sorpresa que doña Sara le había preparado el desayuno tal cual lo hacía su abuela. Habían pasado tanto tiempo juntas, que tuvieron la oportunidad de compartirse todos los conocimientos y secretos culinarios de sus familias. Era tal la afinidad que se tenían, que parecían hermanas. Complicidad y confidencias, en su máxima expresión.

Mientras bebe de su taza, Nicolás se sorprende de la velocidad con la que pasa el tiempo. Todos allí están más grandes. Sabino, a quien recordaba yendo de un lado a otro a toda velocidad, siempre inquieto, incluso hasta en los días de descanso, ahora va con el paso cansino y la mano sobre la cintura, de seguro, sosteniendo una dolencia.

Doña Sara, una hermosa mujer de ojos turquesa a quien el tiempo le había dibujado arrugas en el rostro con algunos surcos profundos, que no habían mermado para nada su belleza, ya no camina con la misma velocidad. En cuanto a su abuelo, aunque mantenía todavía su presencia imponente, en sus ojos ya no se nota ese brillo particular. En el fondo, sabía que aquello no se debía al paso de los años, sino porque ya no tenía a su lado a su adorada mujer. El extrañar demasiado a una persona que amaste con todo tu corazón te desgasta de a poco el alma y eso se percibe en sus ventanas.

Mientras desayunan, no paran de contarse las anécdotas de esos últimos años. Y es tan entretenida y amena la charla que, cuando ven aparecer a doña Sara con la comida, recién se dan cuenta de que ya es la hora del almuerzo.

Después de almorzar algo liviano, Nicolás se excusa y se retira hacia el dormitorio para descansar, ya que, en la camioneta, no había podido hacerlo bien.

La tranquilidad del campo es un sedante tan maravilloso que no tarda en dormirse, y bien profundo. Tanto, que recién se despierta al atardecer.

Cuando lo hace, se levanta de la cama y camina hasta el baño para darse una ducha. Abre la canilla y espera que salga el agua caliente. Pero esta se demora en hacerlo y entonces recuerda que el agua caliente en la casona solo sale si el calefón a leña está encendido. Y, como se está demorando, sospecha que se encuentra apagado.

Tapándose solo con una toalla, sale por la puerta trasera de la casa rumbo al lavadero, lugar en donde está el dichoso artefacto. Apenas termina de cruzar la puerta, choca de frente con una mujer, con quien se disculpa, y, sin decir nada más, continúa rumbo al calefón. Mientras camina, se pregunta quién es ella.

—¡Acabo de encender la leña! Supongo que a eso venías —le escucha decir a la mujer.

—¡Sí! Y te agradezco el favor —le responde—. Menos mal que te adelantaste, porque no tenía idea por dónde empezar. Hace años que no lo hago y no recordaba cómo encenderlo.

Luego se despide y entra volando a la casona. Afuera se estaba poniendo helado.

Mientras se ducha, no puede sacar de su cabeza a esa preciosa mujer. La curiosidad le gana y observa, a través del ventiluz, hacia el patio, para ver si ella todavía anda por allí. Pero ya no la encuentra.

Después de bañarse, se pone algo cómodo y sale del cuarto hacia la galería, en donde se supone que aún está su querido abuelo.

No termina de pasar la puerta que lo ve abstraído, mirando el horizonte. Entonces se queda en silencio, observándolo, y al hacerlo, reaparecen de nuevo las sensaciones y emociones. Y estas no son tan solo por él: también la ve a ella, a su amada abuela, de quien no tuvo la oportunidad de despedirse, y eso lo destruye. Y ahora es su abuelo el que se encuentra enfermo. «Mi viejo querido, quedate conmigo un poco más».

Delata su presencia en el lugar cuando, sin querer, con el roce de su pie, voltea la tranca de la puerta. Su abuelo, asustado por el golpe y al ver el pesado madero en el suelo, le pregunta si se encuentra bien, mientras escarba en sus ojos, buscando la respuesta a esas lágrimas. Con disimulo, Nicolás utiliza una de sus mangas para secar sus ojos y le responde que se encuentra bien. Luego, esquiva su mirada, llevándola hacia la inmensidad del campo.