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Las guerras de Afganistán, contrabandistas, tráfico de personas, todo contado desde un doble punto de vista: el de los pobres y la clase alta de Irán. Nosotros nos postramos mientras cortamos cabezas. Ellos se santiguan mientras tiran bombas. Temas desconocidos sobre la confrontación política o la persecución de los comunistas. Los personajes y las situaciones de La frontera de los olvidados son reales. Niños que juegan con escorpiones, mujeres que cocinan, hijos que en su interior inventan padres para sobrevivir. Historias familiares de muerte, exilio y guerra. Aliyeh Ataei ha sido reconocida como una de las grandes escritoras de la literatura iraní por su capacidad de recrear la experiencia de la inmigración y la superación dela discriminación. En La frontera de los olvidados entramos en un mundo desconocido para los lectores occidentales. Conocemos desde un punto de vista social y político la realidad de este territorio, pero nos falta sentir la sensibilidad, el deseo, la frustración, el modo de vida cotidiano de las personas que viven una situación de guerra y violencia que no termina nunca. Todo lo que se cuenta en La frontera de los olvidados es nuevo para nosotros. Nuevo y conmovedor gracias a la potencia de la escritura de Aliyeh Ataei.
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Seitenzahl: 181
Veröffentlichungsjahr: 2025
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A la tinta errante
Cita
Aquí, en la frontera entre Irán y Afganistán
¿Qué sabrás tú, criatura, de lo que es un comunista?
Los uzbekos estaban durmiendo cuando los rusos nos invadieron
El sueño de Fuad, un sueño enterrado por la muerte
La guerra ha terminado, estamos en plena reconstrucción
Justo entre las palabras «editorial» y «Ataei» hay dos impactos de bala
Querer demostrarle a una familia rota por el exilio que eres parte de su sangre
El vago contenido de mi identidad afgana es un tormento para mí
¿Es tan impreciso el significado de la identidad fronteriza?
Cover
la frontera de los olvidados
Aliyeh Ataei
Traducción Javier Hernández Díaz
Prólogo
Atiq Rahimi
Colección ¿qué noscontamos hoy?narrativa
Título:
La frontera de los olvidados
De esta edición:
© De Conatus Publicaciones S.L.
Casado del Alisal, 10
28014 Madrid
www.deconatus.com
Copyright © Originally published in the Persian language as Koorsorkhi by Aliyeh Ataei.
© 2021, Nashre-Cheshmeh Publishing House, Téhéran, Iran.
© Éditions Gallimard, Paris, 2023
Título original: Koorsorkhi
© De la traducción: Javier Hernández Díaz
Corrección de estilo: Mercedes Corral
Primera edición digital: octubre 2025
Diseño de colección y cubierta: Álvaro Reyero Pita
ISBN epub: 978-84-10182-25-7
Todos los derechos reservados.
Esta publicación no puede reproducirse total ni parcialmente, ni almacenarse en sistema recuperable o transmitido, en ninguna forma ni por ningún medio electrónico, mecánico, mediante fotocopia, grabación ni otra manera sin previo permiso de los editores.
La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:
A la tinta errante
Atiq Rahimi
Exiliarse es irse y dejar tu cuerpo atrás
Ovidio
Umbral y en otra parte. Estas dos expresiones me son especialmente queridas. Ambas se prestan a definir fonética, poética y políticamente no solo la obra literaria de Aliyeh Ataei, sino también la propia identidad y realidad sustancial de la autora. Reducir toda definición a estas dos expresiones es más un sacrilegio que un desafío, aunque una cosa no quita la otra. Por consiguiente:
Umbral, porque Aliyeh Ataei nació y conoció el mundo en el umbral de la frontera que separa Afganistán de Irán. Sí, allí, en esa cicatriz trazada por la historia sobre la piel de la tierra, fue donde el cuerpo de la escritora experimentó su primera caída, su exilio original, al cruzar el umbral carnal de su patria fetal, siendo condenada así a vagar antes de nacer.
Umbral, porque al igual que sus personajes, ella está ahí, en el umbral, en la frontera del amor y del odio de dos tierras, de dos países que un día fueron el mismo territorio, con la misma historia y la misma lengua. Dos pueblos que se aman y se odian, que se aprecian y se detestan…
¿Cabe mayor abismo?
En tanto que cuerpo afgano, está proscrita en Irán, y en tanto que alma iraní se encuentra desterrada de Afganistán. Aliyeh hace caso omiso de todo esto, porque sabe lo que hay que hacer y cómo. No hay que llenarse la boca de la palabra «exiliada» y huir. Hay simplemente que observar y plasmarlo en una historia.
Su cuerpo, como sus palabras, se halla suspendido sobre ese abismo al que la retórica geopolítica llama la «frontera».
Umbral, porque sus palabras errantes encarnan a las mujeres y hombres que, olvidados y marginados como ella, viven en el umbral de ese abismo y, como ella, en el umbral de una crisis identitaria a la que se añade la incertidumbre sobre el destino que les espera. Habitan ese espacio que la retórica del exilio ha rebautizado como el barzaj, «el limbo», término tomado de la teología de nuestros antepasados, por donde vagan las almas tras haber cruzado el umbral de la vida para purificarse de sus pecados antes de quedar liberadas totalmente. Toda literatura mística aspira a esta liberación, pero no así la literatura del exilio. Esta no pretende purificar ningún alma, solo aspira a liberar a los seres presos de este barzaj. Es un acto placentero, un grito silencioso del cuerpo para consumar su venganza contra la cobardía de una historia que los ha relegado a pasar todas esas pruebas y calamidades que el exilio impone.
La frontera de los olvidados, al igual que el resto de las obras de Aliyeh Ataei, tiene la marca de una rebelión liderada por la escritora contra la ignominia de una historia que la ha condenado a vagar incesantemente entre Oriente y Occidente, entre el pasado y el presente, el interior y el exterior, el cuerpo y el alma, el silencio y el llanto, el sueño y la experiencia… Una revuelta que pasa por reconstituirse, por reinventarse redescubriendo su propia identidad. En este libro leemos: «El exiliado es alguien que se ha perdido en tierra de nadie, entre la vida y la muerte y que busca quizás reconstruirse a sí mismo, sin preocuparle en qué estado se encuentre su casa, que otros han dejado reducida a escombros».
Es umbral porque su escritura es la expresión de su propio cuerpo entre sus orígenes y sus sueños terrenales, con la señal de luto de toda promesa celestial. En uno de sus poemas publicados recientemente la autora escribe:
Sabías dónde buscar el pan
pero no me enseñaste.
Sabías cómo hacer el amor con discreción,
pero no me enseñaste.
Sabías el camino para llegar a Europa o a América,
pero no me lo enseñaste.
¿Por qué?
Dime por qué debería hoy creerte cuando pretendes
mostrarme la vía que me llevará al Paraíso.
Es umbral y también en otra parte.
En otra parte en la que la autora entra tras cruzar la puerta que le da acceso al llamado espacio literario del mundo.
En otra parte en la que vive siendo afgana sobre suelo iraní o siendo iraní sobre suelo afgano. Su destino, como sus orígenes, están en otra parte. Al igual que Hannah Arendt, quien, en una de sus cartas a Martin Heidegger, escribía: «Nunca me he sentido una mujer alemana y hace tiempo que dejé de sentirme una mujer judía. Me siento como soy, simplemente como alguien que viene de otra parte».
Que viene de otra parte,
y que va hacia otra parte.
Otra parte, otro lugar que es el que recrea Aliyeh Ataei, reinventando sus orígenes, su tierra y su mundo a través de la escritura.
Otra parte, porque la autora es una escritora del espacio y de la tierra y no del tiempo o del cielo y por lo tanto redefine el espacio extendiendo la tinta negra de su pluma sobre el mapa de las fronteras, destruyendo los límites para que sus palabras nómadas territorialicen el espacio literario en otra tierra, ya que, como todos los escritores, al no conseguir cambiar el mundo, se ven obligados a cambiarlo construyendo su propio espacio sobre una tierra en la que las personas no es que no sean libres, sino que se hallan privadas del mundo.
Otra parte, porque la vida sobre las fallas de una tierra temblorosa agitada por falócratas teocráticos, sobre la violencia de las guerras sucesivas, las renuncias al Paraíso y el escribir siendo mujer, requiere de otro lugar, de otra parte.
Sí, todo esto es lo que ha convertido a nuestra autora en una desertora, en una exiliada que vive al margen de la sociedad y más allá del tiempo, al igual que todas las minorías. Una autora perteneciente a una literatura menor entendida al modo de Deleuze y Guattari, quienes, a propósito de la literatura de Kafka, decían: «Una literatura menor no es la literatura de un idioma menor, sino la literatura que una minoría hace dentro de una lengua mayor».
Cruzando umbrales que la llevan a otros lugares, así es como vive Aliyeh Ataei y también sus personajes, que oscilan en esos vertiginosos espacios de la frontera donde se entrecruzan el amor, la guerra y el exilio. Tres temas, tres experiencias que son el material primigenio y visceral de todas sus obras, y, más concretamente, de la que el lector tiene en sus manos: La frontera de los olvidados.
«J’ai fait, comme la pierre, vœu de patience.»
Nadia Anjuman
Dos supervivientes de la guerra en algún lugar de la frontera. Uno de ellos pregunta al otro:
—¿Has visto como hemos expulsado a los rusos?
El otro le pregunta a su vez:
—¿Les saboteasteis los tanques?
El primero responde:
—Les taponamos los cañones con trapos y no volvieron a disparar»
Cuando era pequeña no sabía que se podían dejar inservibles los cañones de los tanques rellenándolos con trapos. Años después, en la ruta que va desde Panjshir a Paktia, vi una gran cantidad de tanques y otros artefactos de guerra inutilizados hundidos en el barro de las cunetas. Se habían convertido en una especie de oxidadas viviendas metálicas en medio del desierto, los valles y las montañas. Servían de refugio a todo tipo de gente: drogadictos, fugitivos, muyahidines autoproclamados, fervientes comunistas o amantes impíos
La guerra había cambiado de rostro, los objetos habían sufrido una metamorfosis, pero nosotros seguíamos estando malditos.
Estas palabras las he escrito para «nosotros».
Aquí, en la frontera entre Irán y Afganistán
Año 1356 del calendario solar persa (1986)
Jorasán del Sur / Provincia de Farah, Afganistán
En nuestros carnés se podía leer:
Estimado residente:
Este carné da acceso a los supermercados ETKA y a los economatos del ejército, permitiendo al titular beneficiarse de los descuentos especiales para la adquisición de alimentos básicos. Este documento se expide únicamente para la población asentada en la frontera y carece de valor fuera de este lugar.
En el dorso decía:
El titular de este carné está sujeto a las leyes de la República Islámica de Irán, ya sea iraní o residente legal en el país. En caso de guerra, se compromete a servir al país con lealtad y pacifismo. En caso de conflicto fronterizo entre los dos países, el Ministerio de Asuntos Exteriores y la Dirección General de Inmigración de la República Islámica de Irán decidirán sobre el destino de las poblaciones fronterizas.
A principios de la década de 1980, mi padre todavía no sabía de la existencia de este carné, pero ya había decidido participar en la guerra que, por entonces, libraban Irán e Irak. Estoy totalmente segura de sus intenciones pacifistas, pero no tanto de su lealtad. Huir de la guerra de tu propio país para enrolarte en la del país vecino no me parece que sea muy leal.
Recibió entrenamiento en el cuartel de Biryand, pero nunca llegó a ir al frente propiamente dicho. Al cabo de dos semanas, volvió de allí con unos terribles dolores de cabeza y náuseas. En realidad, le obligaron a volver, porque tenía trastornos de lenguaje y de audición, y sufría convulsiones y continuos desmayos. Durante los primeros días, mis tíos y sus amigos se presentaron a visitarlo con varios doctores, pero al final todos dijeron lo mismo, que no había nada que hacer y que había que llevarlo a Teherán, porque sufría de epilepsia
En muy poco tiempo, mi padre, en tiempos grueso y bonachón, se convirtió en un ser escuálido y quejumbroso que no hacía nada más que llorar. Yo me pasaba la mayor parte del tiempo mirándolo absorta desde el umbral de la puerta, demasiado intimidada para acercarme a él. Sin embargo, cuando la doctora Davudí, que era quien lo trataba, dijo que lo iban a trasladar a Teherán por carretera, pedí que me dejaran acompañarlo. Según la doctora, el viaje en avión no era recomendable, pues las crisis eran cada vez más frecuentes. El traslado debería hacerse de tal forma que, en cuanto le sobreviniera una crisis, fuera posible detenerse para poder controlarle la presión del cerebro e inmovilizarle las extremidades. Así fue como mi madre, la doctora Davudí, Yacub, el hijo de uno de nuestros trabajadores, un conductor, yo y por supuesto mi padre, nos pusimos en marcha hacia Teherán en una furgoneta Toyota transformada en una pequeña ambulancia.
La primavera tocaba a su fin. Teherán se encontraba a mil doscientos kilómetros de nuestra casa. Mi madre iba sentada delante de la furgoneta, con el conductor. Detrás, a ambos lados de mi padre, tumbado directamente en el suelo, íbamos la doctora, Yacub y yo. En esa época, recorrer la distancia desde nuestro pueblo —situado en la frontera con Afganistán—, hasta la localidad de Biryand con ese vehículo y esas pistas polvorientas y llenas de baches, nos llevó más de cinco horas. Cada media hora aproximadamente —cuando le daban las crisis epilépticas— la doctora avisaba dando unos golpes en la parte trasera para que detuvieran la furgoneta. Cada crisis duraba unos veinte minutos, pero entre las convulsiones y los llantos que la seguían se nos iba una media hora, por lo que aquel viaje de cinco horas acabó durando casi doce horas. Según la doctora, una bala había debido de rozarle la sien a mi padre, provocándole ese grave daño neurológico. En cuanto a mí, que jamás había estado tanto tiempo junto a él desde su regreso de la guerra, empecé a presentir cada una de las crisis. Primeramente, algo le cambiaba en la mirada, luego apretaba los puños y después sufría las convulsiones. La doctora se había traído dos tipos de almohadones: uno redondo y otro plano y fino. El primero se lo colocaba a mi padre debajo de la cabeza y el segundo entre los dientes. Proyectada hacia delante, la cabeza de mi padre volvía a caer después brutalmente sobre el almohadón. La furgoneta vibraba con un estrepitoso sonido metálico que me perforaba los tímpanos.
Cuando llegamos a Biryand, la doctora quiso que continuáramos el viaje de inmediato, pero mi madre, que en esa época no hacía nada más que llorar, insistió en que descansáramos. La doctora nos explicó que no debíamos correr ningún riesgo, ya que las crisis podrían derivar en un infarto cerebral y había que llegar a un hospital que dispusiera de unidad de cuidados intensivos, ya que ella, como médica generalista, reconocía no tener la capacidad necesaria para tratar patologías nerviosas. De ese modo, nada más llegar a Biryand, comenzó nuestro viaje hacia Teherán, una interminable travesía en la que debíamos cruzar el desierto iraní. Aferrada ahora a los barrotes de la furgoneta, observaba las crisis de mi padre como espectadora. Todos sabían lo que debían hacer. Yacub le sujetaba las manos y los pies, mientras que la doctora le sujetaba la cabeza y le colocaba la almohada plana entre los dientes. A mi mente infantil de entonces solo le preocupaba saber si aquello le causaba dolor, pero ahora sé que alguien que lucha por sobrevivir de esa manera ya no siente ni padece.
Al atardecer, después de una enésima crisis, hicimos una parada en el desierto, entre Jur y Biabanak. Mi padre pareció darse cuenta de pronto de mi presencia y quiso abrazarme. La doctora le impidió incorporarse, por lo que fui yo quien me acerqué a él. Después de haberme mantenido a distancia durante dos meses, volví a sentir sus brazos alrededor de mí. Aquella sensación era totalmente diferente a lo que yo recordaba. Ahora los brazos le temblaban tanto que parecían sacudir todo mi cuerpo, y yo, que desde que mi padre había vuelto sentía un gran temor a esos temblores, de pronto me di cuenta de que ya no me daban miedo. Mi madre preparó rápidamente algo de comer y, cuando vio que yo no había probado bocado, se echó a llorar, rogándome que no empeorara las cosas. Obedecí para que cesaran sus llantos, a pesar de sentir una gran angustia y unas ganas terribles de vomitar. Hay momentos en los que hasta un niño sabe que no tiene derecho a caer enfermo.
Después de Jur y Biabanak, se desplegaba la región del desierto de sal. La noche estaba estrellada y el desierto centelleaba bajo la luz de la luna. El conductor había puesto en el casete una famosa canción afgana que decía:
En el cielo de febrero, un fresco almizcle llueve sobre Kabul
una verde alfombra va cubriendo las calles de Kabul
A través de la ventanilla abierta del conductor la música se propagaba por aquellas llanuras desérticas. Yacub, dormía hecho un ovillo en el suelo de la furgoneta, con una cuerda atada a la muñeca que iba hasta el tobillo de mi padre. A la doctora Davudí, que sujetaba otra cuerda atada a la muñeca de mi padre, le había vencido el sueño y descansaba apoyada en el asiento. Mientras tanto, la voz del cantante Sarbán1 seguía oyéndose:
Las nubes tienen los ojos húmedos, la hierba se echa a volar.
Los cipreses y azucenas despiden nuevos aromas en Kabul
La respiración de mi padre dejaba de oírse con los baches de la carretera y las sacudidas de la furgoneta hacían temblar la luna y las estrellas en el cielo. Me dolía el estómago, pero mi mente infantil no prestaba atención al dolor, tratando de entender cómo los hombres podían fabricar balas para matar a otros seres humanos. Me sumí en un sueño en el que me veía fabricando todo tipo de armas y matando a todos los responsables de las desgracias de mi padre. Seguía perdida en mis pensamientos, cuando mi padre se sobresaltó y tiró de las cuerdas que le sujetaban la muñeca y el tobillo. En mi lógica infantil solo se podía atar a los animales, por lo que me apresuré a liberar a mi padre de aquellas cuerdas. Más tarde, Davudí atribuyó mi acción a mi inocencia, pero creo que actué más bien por amor propio. La crisis no tardó ni cinco segundos en llegar. La doctora y Yacub dormían. Mi padre levantó el cuello y se le cayó el almohadón, por lo que se golpeó violentamente la cabeza contra el suelo de la furgoneta. Todos se despertaron de inmediato y el conductor detuvo bruscamente la furgoneta en el arcén. Sabiendo ya por experiencia que ahora cerraría fuertemente las mandíbulas contra su lengua, le metí directamente mi mano de cinco años en la boca. Oí el sonido producido por los huesos del dorso de mi mano al ser aplastados por la mandíbula superior e inferior de mi padre al tiempo que un hilo de sangre mezclado con una espuma blanquecina empezó a salirle por la comisura de la boca. Aunque era todavía una niña, ya sabía que aquella presión no cesaría hasta pasados al menos veinte minutos, y por primera vez en mi vida aprendí a aguantar el dolor. Cerré los ojos de forma instintiva y empecé a respirar profundamente, hasta que los gritos y los sollozos de mi madre se difuminaron en el sonido de mi propia respiración. Cuando, finalmente, la presión cesó y la mandíbula de mi padre se abrió, Davudí le sacó mi mano, ya inerte, de la boca. Cogí rápidamente el bajo de mi falda con la otra mano y le limpié la sangre de la boca. La doctora me echó un líquido que escocía en la mano y me la vendó con una gasa que sacó de su botiquín. Yo no lloraba, solo miraba correr las lágrimas de mi padre, todavía aturdido e ignorante de lo que había pasado. ¿Le dolerán los dientes?, me preguntaba para mis adentros, ¿sufrirá mucho? Lo que más me preocupaba era cuánto le dolía.
Hice el resto del viaje sentada en la parte delantera de la furgoneta, junto al conductor, un afgano que llevaba muchos años viviendo en Irán. De vez en cuando, me preguntaba si seguía doliéndome la mano. Yo no sentía ningún dolor, solo escuchaba la voz de Sarbán cantando una canción que jamás se me borrará de la memoria:
Las frescas aguas de Paghmán y las moras maduras de Parván2
devuelven la vida y el alma en el maravilloso refugio de Kabul
No sabría decir si era por la intensidad con la que estaba inmersa en aquella canción o por la intensidad del propio dolor por lo que ya no me dolía.
Mi padre había vivido una niñez relativamente tranquila en el seno de una familia culta y acomodada, la mayoría de cuyos miembros, después de la invasión soviética de Afganistán, se había visto obligada a refugiarse en Irán. Las tierras de sus ancestros se encontraban ahora entre las dos fronteras y su clan repartido entre Irán y Afganistán, mientras que él se hallaba tumbado en ese momento en el suelo de una furgoneta atravesando ese desierto en plena agonía.
Después de tres días y medio de viaje, llegamos finalmente a Teherán. Vi la ciudad por primera vez a través de la ventanilla de la furgoneta, entre la avenida Yavarán y el bulevar Keshavarz, donde se encontraba el hospital Sasán: una ciudad enorme repleta de coches y de edificios modernos.
En el servicio de neuropsiquiatría del hospital resonaban día y noche los gritos y gemidos de los enfermos procedentes del frente afectados por traumatismos psíquicos. Se hallaban instalados en dos salas relativamente grandes con las camas separadas con cortinas azules. A partir del tercer día de nuestra llegada, se me autorizó a permanecer sentada algunas horas a la cabecera de mi padre. El conductor y el hijo de Yacub habían regresado al pueblo, pero la doctora Davudí se quedó con nosotras. A veces me explicaba cosas en un lenguaje infantil para que pudiera entenderlas. Me decía, por ejemplo, que los oídos son muy importantes, porque están conectados con el cerebro, que la violencia de un ruido por encima del umbral soportable para el oído humano puede producir problemas como los que aquejaban a mi padre. Años más tarde, al examinarme un médico el canal auditivo, me diagnosticó una atrofia de los nervios del oído interno y me dijo que era algo congénito. Sin embargo, yo sabía perfectamente que aquello no era de nacimiento, que en realidad, en la época del hospital, yo había decidido insensibilizar mi oído para no oír los gritos de todos aquellos enfermos mentales y para conseguir conciliar el sueño cerca de mi padre, junto al que dormía a veces en una silla o en un banco, o también directamente en el suelo.
Las crisis de mi padre eran cada vez más frecuentes y, cuando estaba con él, yo llevaba un par de bonitos guantes comprados por mi madre para que mi padre no se preocupara por mi mano vendada. Era un secreto entre mi madre y yo.
