La grieta y la luz - Gemma Calabresi - E-Book

La grieta y la luz E-Book

Gemma Calabresi

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Este libro es el relato de un viaje: el que Gemma Capra, viuda del comisario Calabresi, ha recorrido desde el día del asesinato de su marido. Un tortuoso camino que se inició con el casi inevitable deseo de venganza de una joven de 25 años que se quedó sola con dos niños pequeños y embarazada del tercero, pero que la ha llevado, no sin esfuerzo, a criar a sus hijos lejos de cualquier tentación de rencor e ira y, con el paso del tiempo, a abrazar cada vez con mayor determinación la idea del perdón. Un relato que abarca medio siglo y en el que se van cosiendo momentos íntimos y privados con episodios públicos de una sociedad afectada por el terrorismo. Con prólogo de Irene Villa, La grieta y la luz es un testimonio intenso, conmovedor y sincero sobre el sentido de la justicia, el perdón y la memoria.

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Gemma Calabresi Milite

La grieta y la luz

Un camino de perdón

Traducción de Ricardo Rey

Prólogo de Irene Villa

Título en idioma original: La crepa e la luce

© de la edición original: Mondadori Libri S. p. A., Milano, 2022

© Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2023

Traducción de Ricardo Rey

Prólogo de Irene Villa

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

100XUNO, nº 110

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-1339-134-2

ISBN EPUB: 978-84-1339-467-1

Depósito Legal: M-555-2023

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa

y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda, 20 - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

Índice

Prólogo

Nota editorial

La grieta y la luz

Se puede

La niña de en medio

Gigi

El aire cambia de color

La rosa

La última vez

Dios en el sofá

Dios en el piso de abajo

Los funerales

Palabras escritas

Las dos viudas

Hija de nuevo

Via Cherubini

Los cuatro, una familia

La memoria tiene piernas

Tonino (El amor vuelve)

Todos los muertos son buenos

Los juicios

Cada uno a su manera

Sueños

Lo que nos faltaba

El tiempo de los hombres

Nuestra parte

La medalla

Rezo

Nuestro pedacito de la historia

Un puente se hace entre dos

La única vez que me he enfadado con Dios

Una señal

El accidente

Viento

Diles que he perdonado

Cerrar los círculos

La primera página

Una vida muy hermosa

Agradecimientos

Prólogo

Tienen en sus manos un libro que ayuda a abrazar el dolor más difícil de abrazar: que te arrebaten violentamente a la persona que amas.

Gemma, a punto de formar una familia numerosa, queda viuda con solo 25 años.

Su actitud es ejemplo también para quienes pierden un ser querido por un cáncer o un accidente de tráfico.

La protagonista y narradora de esta impactante historia, utiliza la herramienta más potente que existe capaz de dar un sentido verdadero y profundo a lo ocurrido: el perdón.

En nuestro caso, tras el atentado, lo tuvimos clarísimo: no permitimos que nuestra vida girara en torno a quienes casi nos la quitan. En todo caso, vivimos agradecidas por quienes nos salvaron.

Hasta que no se perdona y se da ese salto cualitativo, ya que es una decisión consciente y voluntaria que no permite medias tintas, es muy difícil tener una vida plena. Es incluso probable que uno tenga la sensación de estar muerto en vida, porque vive en cierta forma «atado» a la persona que le hizo el mal.

Eran años tremendos en Italia: cada fin de semana había algún herido o muerto debido a palizas o ataques. Una campaña de descrédito, un linchamiento público, una estrategia de protección: «Nunca uses el apellido Calabresi. Mira alrededor de ti. Cuando salgas de casa (…) asegúrate de que nadie te sigue» le decía su marido a Gemma.

Han pasado cincuenta años, pero su corazón y su cerebro «conservan una huella que no se borra». Sin embargo, como ella misma admite: «se puede vivir una vida de amor aún después de un dolor lacerante».

Que este libro sirva para que jamás se olvide lo que tantas personas vivieron para que después, por fin, reine la paz.

Mientras leamos testimonios como el de Gemma, las personas que se fueron injustamente antes de tiempo, permanecerán en nuestra memoria.

Os emocionará leer cómo la fe ayuda en los momentos de más trágica oscuridad. Gemma lo tuvo claro: «supe sin una sombra de duda, que me las arreglaría».

El poder de la oración te eriza la piel.

El denominador común de quienes vivimos la violencia en carne propia es el profundo deseo de poner fin al horror, que nadie tenga que sufrir tal barbarie. Nuestro mayor deseo es ser las últimas víctimas. Por ello optamos por el perdón, no solo para romper el vínculo con quien te rompe la vida en dos, sino para romper la espiral de la violencia.

Nadie está libre de dar ese gran y determinante paso. Todos tendremos que perdonar algo a lo largo de nuestra vida: decepción, desprecio, crítica, humillación, abandono, infidelidad marital, traición, agresión… O peor aún: una violación o un asesinato.

Como decía Gandhi: «Ojo por ojo y el mundo acabará ciego». Comulgo con su filosofía de la no violencia, sencillamente porque la venganza es un intento erróneo y fallido de equilibrar la balanza. Quizá aporte satisfacción en un primer momento, pero las consecuencias nefastas durarán toda la vida.

Las palabras que sugiere la madre de nuestra protagonista para el periódico acerca de su marido asesinado: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen», casualmente, también las dijo mi madre. Y como a Gemma, me parecieron poderosas y oportunas. A ella le sirvieron para aliviar la elevada tensión y «para romper la cadena de odio que aprisionaba a un país entero».

También coincido con ella en que la solidaridad y el cariño de la gente son tremendamente sanadores. El apoyo social es insustituible, siempre, especialmente ante una ideología asesina.

Su lucha por la memoria y el honor, llevan a nuestra protagonista a participar en el Día de la Memoria de las Víctimas del Terrorismo y las Masacres. Como Gemma reconoce, «la reconciliación llega a través de palabras y hechos».

Me emociona que Gemma también leyera Patria, coincido con ella en que es un libro sanador. Entender lo incomprensible, por supuesto no justificarlo, ayuda a eso tan necesario como vital: la aceptación. Sin olvidar jamás que cualquier lucha ha de ofrecer un respeto incondicional por los derechos y la vida de toda persona.

Gemma habla también del calvario que suponen los procesos judiciales, que te exponen al dolor una y otra vez, de esos sueños que atormentan. Pero definitivamente «el perdón es un milagro que realizamos con nuestras propias manos».

Irene Villa

Madrid, 5 de diciembre de 2022

Nota editorial

El 12 de diciembre de 1969 estalló una bomba en la sede de la Banca Nazionale dell’Agricoltura en Piazza Fontana (Milán). Tras el atentado fue detenido el anarquista Giuseppe Pinelli, que fallecería posteriormente al caer de la ventana de la comisaría en que estaba retenido.

La organización de extrema izquierda Lotta Continua comenzó una campaña de descrédito dirigida contra el comisario Luigi Calabresi, al que señalaron como responsable del teórico homicidio de Pinelli.

En 1972 Calabresi fue asesinado en la puerta de su casa de Via Cherubini en Milán, dejando viuda a su mujer, Gemma, de apenas 25 años, y huérfanos a sus hijos Luigi y Paolo.

Años después fueron condenados por el asesinato de Calabresi, tras una larga serie de juicios y apelaciones, cuatro miembros de Lotta Continua: Adriano Sofri y Giorgio Pietrostefani, como autores intelectuales, y Ovidio Bompressi y Leonardo Marino, como autores materiales.

En este libro, Gemma Calabresi Milite recoge su recorrido de fe y perdón.

La grieta y la luz

A Mario, Paolo, Luigi, Uber

«La tempestad es capaz de devastar las flores pero incapaz de dañar las semillas».

Khalil Gibran

«No se puede llegar al alba sino por el sendero de la noche».

Khalil Gibran

Se puede

Tengo un recuerdo bastante confuso de los primeros tiempos. ¿Qué hacía a lo largo de los días? ¿En qué se distinguían unos de otros? Creo que en nada. Las horas pasaban y punto, y yo las veía pasar como una sonámbula, tratando de agarrar los pequeños deberes que me tocaban, las pocas cosas que me dejaban hacer y que me servían para medir ese tiempo que se había vuelto un tubo de plástico muy largo con mi vida dentro. Despierta tú a los niños, dales un beso y no llores, abre un sobre, abre la puerta a los niños, siéntate en el suelo y juega un poco con ellos y no llores, come algo, come algo, tómate el Orfidal, intenta dormir.

El único recuerdo nítido que tengo de aquellos días era lo que pasaba en el tiempo entre que me iba a dormir y el somnífero hacía efecto. Los únicos diez minutos del día en los que me sentía viva.

Imaginaba.

Imaginaba que me compraba una peluca roja o rubia o negra y la ropa adecuada, y que iba a los lugares en los que sabía que me encontraría con ellos. Me imaginaba diciendo: creo en vuestra causa, soy como vosotros, soy una de las vuestras, aquí me tenéis. Les mentiría a todos, conquistaría poco a poco su simpatía, su confianza. Quizá habría hecho falta algo de tiempo, pero no era un problema porque tiempo, lo que se dice tiempo, tenía; tenía el tiempo de toda una vida. Y después, una noche, estaría en el lugar adecuado, en una casa, cenando, unos pocos amigos íntimos, los de mayor confianza. Y entonces alguien lo diría, diría alguna cosa del tipo: lo conseguimos. Diría: fui yo, bravuconeando. Diría estas precisas palabras: fui yo el que mató a Calabresi. Yo esbozaría una media sonrisa, cerraría ligeramente los ojos para que no se viera lo que sucedía dentro de mí. Después llevaría despacio una mano al bolso, como si de repente me hubieran entrado muchas ganas de fumar, pero en vez de tabaco sacaría una pistola.

Y le dispararía.

En estos cincuenta años no le he contado a nadie lo que acabo de escribir, a veces hasta he tratado de escondérmelo a mí misma; me avergüenzo mucho, aún ahora, de esa fantasía de venganza, casi pueril, que me acompañó durante los primeros tiempos tras el asesinato de mi marido, el comisario Luigi Calabresi. Me permito hacerlo ahora porque he recorrido un largo y fatigoso camino que me ha llevado muy lejos de aquellos pensamientos y aquellas emociones. Ahora que la veo desde aquí, la rabia de aquella viuda de veinticinco años con dos niños pequeños, y un tercero en la tripa, me parece muy humana. Ahora que lo veo desde aquí, me parece que el camino en cuesta que he subido empezó en el lecho de mis padres, al que había vuelto en aquellos días de dolor; mi padre me había dejado su lugar, y yo dormía mi sueño químico con mi madre, como una niña.

Y precisamente porque empezó en ese punto tan bajo y lejano, me parece que cada paso de este recorrido es aún más importante y que el contarlo sirve para decir, al que quiera escuchar, que se puede. Se puede vivir una vida de amor aún después de un dolor lacerante. Se puede creer en los seres humanos incluso después de haber conocido su mezquindad. Se puede encontrar la manera de cambiar de perspectiva, ensanchar el corazón, suspender el juicio.

Tengo setenta y cinco años, no sé cuánto más durará mi viaje aquí. Escribo este libro para dejar un testimonio de fe y confianza. Para contar la experiencia más significativa que me ha sucedido en la vida, la que la ha dado un sentido verdadero y profundo: perdonar.

La niña de en medio

Entre los lugares felices de mi vida hay un rectángulo de hierba con dos porterías a los lados; un campo de fútbol.

Soy la cuarta de siete hermanos. Carlo, Mirella y Dino, antes; después Aurora, Graziella y Attilio. Una discreta multitud que, durante años, creí dividida en dos grupos a los que aparentemente no tuve, en ningún momento, edad necesaria para pertenecer. Nunca lo suficientemente preparada para que los mayores me admitieran en su mundo; excluida ya del de los pequeños, allí estaba y —parece extraño decirlo si piensas en cuántos éramos, siempre y en todas partes— me sentía algo sola.

Un día que estábamos de vacaciones en el campo, en Magreglio, sucedió algo importante (no recuerdo si por una deserción de último minuto de algún amigo): Carlo y Dino me pidieron que jugase al fútbol con ellos. Y sobre la hierba y desde aquel día, con el balón entre los pies, en mi inesperado puesto de delantero, encontré un espacio que me hacía feliz; una dimensión en la que mis hermanos me reconocían un valor; un lugar en el mundo que duraba hasta un poquito más del tiempo del partido. Existía.

Eso pasaba solo durante las vacaciones. Mi carisma como delantero no era tan potente como para llegar a la ciudad. Aunque había descubierto que existir me gustaba; así que busqué mi equilibrio como hija mediana también en la vida de cada día, en la enorme y repleta casa de Milán. Lo encontré cuando tomé una decisión: ya que el destino me había confiado ese lugar de en medio, transformaría la desventaja en ventaja y sería el peso que inclinase la balanza. Mediaría, suavizaría, daría consejos. En casa no destacaba especialmente por mi sabiduría —papá y mamá me llamaban Pepe o Cincin en honor a los vinos espumosos a los que al parecer asemejaba mi efervescencia—, pero desempeñaba con tesón el papel que me había asignado a mí misma, y la sensación de tener un propósito me hacía sentirme bien.

No solo éramos una familia numerosa, sino también afortunada. Mamá y papá, al final de la guerra, habían levantado una pequeña empresa de tejidos que, con los años, creció hasta el punto de que les hizo mudarse de Turín (donde yo nací y crecí hasta los dos años) a Milán, ya entonces capital de la moda. La habían llamado Scotland no en referencia a los tartanes ingleses; era el fantasioso acrónimo de Società Commercio Tessuti Laneria Drapperia. Vivíamos en casas maravillosas, con cocinera, empleada del hogar y chófer. Nos parecía muy normal tener una terraza tan grande como para hacer carreras de bici. Pero como aquel bienestar era fruto del trabajo cotidiano y no se parecía en nada a los ambientes en que bien Mario Capra, mi padre, bien Maria Teresa, mi madre, habían crecido, nos inculcaron una idea: que la única manera de sentirse bien con los privilegios era compartirlos con los que no los tenían. Detrás de esta visión del mundo no solo estaba la unión de dos personas por naturaleza generosas, sino la fe. Mi madre, en particular, era una mujer profundamente religiosa, de una religiosidad alegre y activa que con el tiempo había contagiado a mi padre y después, como consecuencia, a todos nosotros.

A mi madre le gustaba contar que la primera vez que sus respectivas familias se conocieron fue un domingo y que, por tanto, mis abuelos maternos habían dado por descontado que ese día de recíproca exploración se iba a ir a misa. En efecto, los seis fueron juntos a misa; pero los tres Capra, tras un cuarto de hora, salieron como si nada. Mi abuelo, que vio por el rabillo del ojo la escena, se acercó al oído de su hija, roja de vergüenza y, tomándola del brazo, le susurró: «No te preocupes, aprenderá de ti». No se habló más del asunto y el abuelo hizo la más acertada de las profecías: una de las muchas cosas que mis padres intercambiaron en su larga vida en común fue la fe, que no era una simple ceremonia sino una práctica. Mi madre perteneció durante casi los noventa y cuatro años de su existencia a las Asociación de Damas de la Caridad de San Vicente de Paúl; la recuerdo preparando paquetes, repartiéndolos, hablando con todo el mundo. Mi padre dedicaba los sábados y los domingos a conocer personas necesitadas y enterarse de cuáles eran sus necesidades más urgentes, los gastos que no lograban cubrir, los pequeños sueños que no podían realizar.

Lo mismo hacían con los empleados de su empresa. En una ocasión mandaron a una secretaria a nuestra casa de Bogliasco, en Liguria, para que se curase de la tisis.

Mis hermanos mayores, cuando no tenían colegio, iban a la bassa —que en nuestro lenguaje particular indicaba las afueras de Milán— a jugar con los niños y enseñarles el catecismo. Yo acompañaba a mi madre a Monluè. Allí, en una casa grande, vivían decenas de familias del sur que habían inmigrado y no encontraban ni alojamiento ni medios para sostenerse. También íbamos al barrio de Gratosoglio, una ciudad dormitorio que había nacido hacía poco tiempo. Llevábamos ropa, comida, nuestro tiempo y nuestra atención. Nos sacaban un taburete para que nos sentáramos mientras aquellas mujeres que tenían tantos hijos se desahogaban. Después, cuando volvía a casa, miraba alrededor de mí y me sentía a disgusto por tener tantas cosas. A veces las mujeres nos invitaban a comer. Recuerdo que mi madre se presentaba en sus modestas habitaciones con el abrigo de visón. Cuando le pregunté por qué lo hacía, me respondió que ella, si hubiera ido a comer con una amiga, se habría vestido para la ocasión; aquellas mujeres se merecían la misma atención y el mismo respeto, me dijo.