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Esta novela trata con especial habilidad uno de los temas más importantes en la narrativa de Grazia Deledda: el deshacerse, la progresiva decadencia, la desaparición. El ambiente que se nos presenta en la casa de los Decherchi entronca con la situación decadente de muchas familias de la nobleza italiana rural, las cuales, incapaces de adaptarse a los nuevos tiempos, dilapidan los restos de su menguado patrimonio en fastos vanos y ocurrencias estériles. En medio de este contexto melancólico, se nos presenta a Annesa, criada e hija adoptiva de la familia Decherchi, que sufrirá con esta los errores y las faltas de Paulu, un heredero joven, prematuramente consumido e incapaz de encontrar su lugar en un mundo en continua transformación. "La hiedra" dibuja, pues, con líneas cuidadas y bien definidas, la historia de un personaje profundamente marcado por su conflicto interior, y que perseguirá el amor mientras se enfrenta a una difícil y opresiva circunstancia vital.
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Seitenzahl: 411
Veröffentlichungsjahr: 2021
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GRAZIA DELEDDA
La hiedra
Edición y traducción de Itziar Hernández Rodilla
INTRODUCCIÓN
Cerdeña e Italia, marco histórico y social
Vida y obra de Grazia Deledda
Deledda, una escritora entre el verismo y el decadentismo
La novela que nos ocupa
Esta edición
Bibliografía
LA HIEDRA. NOVELA SARDA
CRÉDITOS
Caricatura de Grazia Deledda, obra de Giuseppe Biase.
Grazia Deledda (1871-1936) fue la segunda mujer premiada con el Nobel de Literatura, en 1926 (tras Selma Lagerlöf, que lo había recibido en 1909), y la cuarta en recibir un premio de la Academia Sueca (tras Marie Curie en 1903 [Física] y 1911 [Química], la mencionada Lagerlöf y Bertha von Suttner [Paz] en 1905). Entre los seis premios Nobel de Literatura italianos, ella sigue siendo hasta el momento la única mujer.
La vida de Grazia Deledda transcurrió en un periodo de transformaciones decisivas en la historia de Italia, entre las que el hecho germinal es el logro de la unidad nacional (diez años antes de su nacimiento) y el surgimiento de un Reino de Italia con democracia parlamentaria, si bien posiblemente los hechos descollantes sean la Primera Guerra Mundial y el surgimiento del fascismo italiano que llevaría a Italia a la Segunda Guerra Mundial como aliada de la Alemania de Hitler.
Su condición de italiana isleña en una Italia recientemente unificada marcaría su vida y su obra, en la que no dejó nunca de reflejar el ambiente de su Cerdeña natal y la crisis de una nobleza terrateniente inmovilista, que aún no había sido sustituida del todo por la nueva burguesía agraria. Por otro lado, la lengua sarda, estrechamente vinculada al medio histórico-cultural de la isla, y su literatura, caracterizada por la persistencia del factor oral y el plurilingüismo, también dejarían huella en la obra de la escritora.
Es complicado resumir el recorrido histórico de una isla como Cerdeña, de tan especial situación geográfica. Pese a ello, lo intentaremos por su interés para entender la obra de Grazia Deledda, tan inspirada en la isla y, en particular, en Nuoro, su pueblo natal.
Como consecuencia de su insularidad y su situación en el centro del Mediterráneo, Cerdeña fue objeto de una continua alternancia de dominaciones extranjeras: ocupada primero por los fenicios, a ellos les siguieron los cartagineses y, tras la primera guerra púnica, los romanos. Fue durante el Imperio romano cuando comenzó a evolucionar, del latín vulgar, el sardo, que se convertiría desde el principio en un importante elemento identitario de la isla, al que la llegada de nuevos pueblos y sus lenguas iría modificando y enriqueciendo, en especial, en vocabulario.
Tras pasar por manos bárbaras y las griegas del Imperio bizantino, Cerdeña entró a formar parte del Imperio romano de Oriente y sufrió un par de incursiones árabes. En el siglo IX siguió una progresiva ruptura con Bizancio, que consolidó el poder local. La autonomía de la isla llegó a ser tal que la burocracia sarda fue, entre todas las de las regiones italianas, la primera en usar el idioma local para acelerar las prácticas administrativas. Como casi en toda la Europa medieval, la sarda era en aquel momento una sociedad feudal, con el poder político y económico en manos de una clase de ricos terratenientes.
En 1323 desembarcó en Cerdeña el infante Alfonso, hijo de Jaime II de Aragón. Este es el acto inicial de un nuevo periodo de la historia sarda, que estaría casi ininterrumpidamente bajo dominio catalán-aragonés y luego español hasta 1718. En esta época sería la península ibérica, en especial Cataluña, el principal punto de referencia para la isla, tanto en lo político y lo administrativo como en lo cultural. El castellano, lengua oficial de la corona española, tardó en abrirse camino en Cerdeña, sobre todo en las zonas costeras en las que ya se había asentado el catalán, y en el interior, donde el sardo seguía siendo la lengua principal. Es evidente, sin embargo, que esta convivencia de lenguas acabaría dejando señales en el idioma de la isla. Además, junto con el castellano y el sardo, el toscano, que ya se imponía como lengua cultural en la península itálica, comenzó a ser la lengua de la cultura para algunos isleños. A finales del siglo XVI la hispanización de Cerdeña se había completado y las celebraciones eclesiásticas (novenas, funerales, procesiones…), estrechamente relacionadas con las fiestas populares, se inspiraban ya exclusivamente en los modelos ibéricos.
Como consecuencia de la guerra de sucesión española, la isla cayó en manos austriacas y, tras varias idas y venidas, quedó definitivamente asignada al Piamonte en 1718, momento de inicio de la italianización. A partir de 1760 el uso del italiano pasó a ser obligatorio en las escuelas, con la intención primera de desterrar al castellano. La historia de Cerdeña quedó, desde ese momento, unida a la del Piamonte y la casa de Saboya, que impulsaría la unificación italiana (1861).
El Reino de Italia lo proclamó oficialmente el 17 de marzo de 1861 un parlamento reunido en Turín. Tenía 26 millones de habitantes, 78 por ciento de los cuales eran analfabetos. Alrededor del 70 por ciento de la población adulta se dedicaba a la agricultura, lo que hacía muy improbable que Italia pudiese alcanzar el progreso económico que otros países europeos estaban logrando en la época. Mediante una serie de leyes promulgadas en 1865, se llevó a cabo la unificación legislativa y se estableció un firme control central sobre las provincias y los municipios mediante el nombramiento de prefectos regionales cuidadosamente seleccionados. Este gobierno centralizado intensificó el desequilibrio económico entre el norte y el sur, en el que se pueden incluir Cerdeña y las demás islas. La pobreza era más grave y generalizada en las zonas rurales, donde las familias campesinas no habían ganado nada con la división parcial de las grandes propiedades señoriales.
En el país, la atención pública seguía preocupada por completar la unificación territorial. Garibaldi intentó tomar Roma en 1867, pero lo derrotaron las tropas francesas que acudieron en defensa de la ciudad. Italia sufrió una marcada pérdida de prestigio en lo político y lo militar, y la situación interna no era demasiado favorable: entre 1866 y 1869 surgirían diversas sublevaciones separatistas, entre ellas la de Nuoro en 1868, que indicaba una voluntad de volver, frente al centralismo, a los antiguos usos de la tradición sarda. En 1869, los impuestos que gravaban los bienes de consumo, como el impuesto sobre la harina, que ocasionaron más levantamientos en otros lugares, remataron el desastre económico de la isla sarda, que se apoyaba en esencia en la agricultura y la ganadería.
Tras la conquista definitiva de Roma en 1870, los políticos italianos se prepararon para gestionar la economía, reconstruir el poder militar del país y crear una conciencia nacional (como decía la frase que el político Massimo d’Azeglio dejó para la posteridad: «Ahora que Italia [estaba] hecha, [había] que hacer a los italianos»). La derecha, después de haber obtenido una mayoría abrumadora en las elecciones de 1861, seguía en el poder, comprometida con la consecución de una fuerte divisa y el libre comercio, y con la tarea principal de alcanzar el equilibrio presupuestario del Estado. Para 1876 lo había conseguido, aunque a costa de aumentar un descontento popular ya grande. Seguía habiendo graves problemas: la brecha entre la población y las instituciones, el atraso económico y social y los desequilibrios territoriales. Una votación parlamentaria llevó a la caída del Gobierno de la derecha y al nombramiento de un Gobierno de izquierda. Finalizaba así una época: solo unos meses más tarde murió Víctor Manuel II y le sucedió en el trono Humberto I.
La crisis económica de 1873 en Europa había aumentado la miseria de los trabajadores, lo que provocó también en Italia las primeras huelgas agrícolas, y la izquierda optó por una política proteccionista de intervención del Estado y establecimiento de aranceles que limitaban las importaciones y favorecían el comercio interno. Los intereses del Gobierno se volvieron hacia el reforzamiento de la industria y, gracias a los incentivos estatales y al mencionado proteccionismo, nacieron las grandes acerías y talleres mecánicos, se desarrollaron las infraestructuras y la producción industrial aumentó. Los diputados de la izquierda, herederos de la tradición democrática, eran más anticlericales, con más frecuencia miembros de la clase media, más a menudo del sur y estaban menos preocupados por el valor del dinero que los rentistas de la derecha. La izquierda abolió el impuesto sobre la harina (1883) e hizo obligatoria una enseñanza elemental de dos años (1877), amplió el sufragio (1882) y con ello cuadriplicó el electorado (siempre masculino), incluyendo a muchos artesanos urbanos. Al cabo de pocos años se fundaron partidos políticos modernos, que ganaron escaños en el norte de Italia, pero las circunscripciones electorales del sur siguieron dominadas por grupos elitistas de profesionales liberales y notables locales, a menudo vinculados con importantes terratenientes.
En las tres décadas anteriores al estallido de la Primera Guerra Mundial, el Reino de Italia vivió un cambio gradual pero constante hacia una monarquía parlamentaria de facto, ya que el Gobierno debía contar con la confianza de la Cámara de Diputados y no, como hasta entonces, del Senado del reino. En política exterior, bajo el reinado de Humberto I se formó el imperio colonial italiano basado en los territorios de Eritrea y Somalia. Había muy pocas disputas serias entre los líderes políticos. Prácticamente todos aceptaban el acuerdo constitucional de 1861 y pocos se oponían a la política exterior y colonial. Sin embargo, había mucha oposición popular. La mayor parte de los hombres tenían armas y el crimen era habitual. Había 3000 asesinatos al año, muchos de ellos consecuencia de vendettas o reyertas familiares.
El principal debate político de finales del siglo XIX en Italia fue el de la propiedad agraria. Los gobiernos liberales insistieron en que los municipios vendieran la mayor parte de los terrenos comunes (entre ellos los que habían pertenecido a la Iglesia) a propietarios personales. En algunas regiones, como Cerdeña, las ventas crearon una «democracia propietaria», es decir, un gran número de habitantes rurales se convirtieron en hacendados, aunque con los terrenos tan repartidos que hacían muy poco rentable la mejora de la producción. Muchos tuvieron que volver a vender sus terrenos para poder cubrir los préstamos con que los habían comprado y pagar los impuestos. A pesar de esto, a menudo se creó una clase media rural que no era noble, pero sí propietaria de bastantes tierras de cultivo o ganado y que dominaba la política local (solían ser los alcaldes nombrados por el Gobierno central). No obstante, la sociedad sarda se transformó, como pasó también en otras zonas rurales: las familias nobles decayeron, dejando lugar a una nueva burguesía que intentaba aprovechar la crisis en su beneficio.
La privatización de los terrenos comunales también tuvo consecuencias medioambientales y sociales. Gran parte de estos terrenos eran bosques, que acabaron en manos de especuladores que vendieron la madera a las compañías de ferrocarril y minería. Se extendió la desforestación; Cerdeña, por ejemplo, perdió cuatro quintos de sus árboles en el siglo XIX. Como resultado, el suelo se erosionó, hubo frecuentes corrimientos de tierra, el agua se estancó en los valles y aumentó la malaria, el gran azote de la Italia rural, que evitaba también el cultivo de tierras mucho más fértiles por falta de mano de obra. Además, el Estado también abolió los derechos tradicionales sobre las zonas comunales que seguían en poder municipal, como el pastoreo y la recogida de leña. Millones de hogares que habían dependido del acceso a esta tierra para obtener combustible o alimento para sus cerdos se vieron de pronto en la extrema pobreza o forzados a transgredir la ley. Para muchos campesinos y pastores en Cerdeña, el bandidismo se convirtió en la única forma de supervivencia, gracias al robo de ganado. Por otra parte, muchos historiadores ven el agudizamiento del bandidismo en la isla como consecuencia directa del malestar general que creó este proceso de cambio.
Cuando nació Grazia Deledda en 1871, el país tenía 26,8 millones de habitantes, tanto la tasa de natalidad como la de mortalidad eran altas y casi la mitad de los niños que nacían vivos morían antes de cumplir los cinco años. La emigración trasatlántica a gran escala comenzó en la década de 1880; solo en 1888 más de 200 000 italianos emigraron a América en busca de trabajo. La mayor parte de los emigrantes en esta fase temprana eran septentrionales, a menudo migrantes temporeros de las zonas de montaña donde el trabajo escaseaba. Pero incluso en 1888 más de un cuarto de los emigrantes eran meridionales, y el gran éxodo de emigrantes del sur tanto a Norteamérica como a Sudamérica estaba a punto de empezar. El 70 por ciento de la gente seguía siendo analfabeta y, por lo general, solo hablaba su dialecto y no italiano. La ley de educación obligatoria de 1877 se ignoraba en la práctica y, en cualquier caso, solo proporcionaba dos años de escuela, insuficiente para garantizar la habilidad de leer y el dominio de las cuatro reglas. A los reclutas los enseñaban a leer durante el servicio militar, pero solo una cuarta parte de cada quinta era reclutada. La educación secundaria era más exitosa, con las «escuelas técnicas» y los «institutos técnicos» urbanos, que enseñaban ciencias, ingeniería y contabilidad, y gozaba de gran prestigio entre los padres burgueses. Las universidades formaban, sobre todo, abogados y médicos, pero en estas profesiones la oferta superaba considerablemente la demanda.
La situación interna del país se puso difícil. Existía el riesgo de que prevaleciera un gobierno reaccionario. El atentado anarquista en el que murió el rey Humberto I en 1900 hizo la situación más tensa. Por otro lado, varios hombres de la burguesía industrial y los partidos de izquierdas (socialistas, republicanos y radicales) llamaron a un giro democrático, que acabó por introducirse en 1901, cuando el nuevo rey, Víctor Manuel III (1900-1946), confió el cargo de primer ministro a Giuseppe Zanardelli, liberal que estaba contra la represión de las protestas, favoreciendo con ello un retorno al gobierno constitucional.
El periodo comprendido entre 1901 y 1914 estuvo dominado por la figura de Giovanni Giolitti como primer ministro. Giolitti intentó reducir el descontento popular con reformas de carácter social, que incluyeron leyes en contra del trabajo infantil; un fondo de maternidad obligatorio y la baja maternal; la limitación de las horas de trabajo de la mujer a 11 diarias; la apertura de orfanatos y asilos de ancianos; el impulso de programas de servicios públicos y vivienda protegida municipal; la permisividad con los sindicados; la ampliación gradual del derecho a voto, y la conciliación de los grupos opositores más organizados en el país, los socialistas y los católicos. En 1912, el sufragio se amplió hasta incluir a casi la totalidad de los hombres adultos, de 3,3 a 8,6 millones de votantes.
Esta época se caracterizó también por un rápido crecimiento económico. La producción industrial se duplicó entre 1896 y 1913, con la fabricación de algodón dominándola, aunque para 1914 Italia había establecido por razones militares también un amplio sector del acero y grandes astilleros. Se nacionalizó el ferrocarril y las hidroeléctricas de los Alpes ofrecían energía barata para las fábricas del triángulo industrial del noroeste (Lombardía, Liguria y Piamonte). Surgió, además, un nuevo sector, el automovilístico, en el que Italia no tenía competencia posible. Las finanzas del Estado estaban saneadas y llegaban ingresos de los millones de emigrantes. La agricultura, que ocupaba al 60 por ciento de los adultos en 1911, también disfrutó de un gran impulso, en parte gracias a los subsidios estatales y en parte por los aranceles que aún gravaban las importaciones de cereal e incentivaban la producción alimentaria en el país.
Pero el crecimiento económico se concentraba, sobre todo, en la zona septentrional. El sur languidecía, con los ingresos casi a la mitad que en el norte. Basada en la exportación de vino, aceite, fruta y mano de obra, la economía meridional necesitaba mercados extranjeros y los aranceles impuestos por Francia la afectaban enormemente. Además, la antropología física, muy popular en la época, sostenía que los meridionales eran más tendentes a la delincuencia que los septentrionales, e incluso los consideraban un tipo racial degenerado, un argumento con connotaciones étnicas en cuanto al desequilibrio entre el norte y el sur.
En 1896, por ejemplo, el criminólogo Alfredo Niceforo había publicado La delincuencia en Cerdeña. Notas de sociología criminal exponiendo el carácter criminal del pueblo sardo. En su argumento, se centraba en la región de Barbagia y, en concreto, en «la preciosa joya del crimen» que era Nuoro. Según Niceforo, Cerdeña era la zona italiana más azotada por el crimen como resultado de dos factores: el aislamiento histórico y la cualidad «cristalizable» de sus habitantes, una raza que carecía por completo de la plasticidad que permite evolucionar la conciencia social. En cuanto al primer factor podríamos argumentar que es histórico, si bien de lo que habla realmente es de endogamia: que los pueblos y las aldeas de esta isla estén tan aislados supone un recurso limitado de rasgos que se heredan. Sin duda, el segundo de los factores que propone es aún más racista: los sardos son, en cuanto a moralidad y ética, incapaces de madurar.
Los políticos meridionales comenzaron a reclamar y a conseguir, cuando llegaban al poder, programas de desarrollo y garantías fiscales para las zonas más desfavorecidas, en especial para la región más pobre de Italia, Cerdeña, que fue la primera en obtener créditos baratos y subsidios para el riego y la reforestación. Aunque se aprobaron leyes, en la práctica no tuvieron mucho efecto, pues la Primera Guerra Mundial interrumpió su progreso. La pobreza continuada siguió estimulando la emigración masiva. Es difícil imaginar el espíritu con el que los sardos de clase baja se sometían a un gobierno y unas leyes que no entendían. Parecía inevitable una oposición hosca, una desconfianza que no solía llegar a materializarse en rebelión, pero que no reconocía la justicia de la ley. Un hombre no era, por tanto, menos popular en Cerdeña por haber caído en las garras de la policía. Pero la cárcel podía «contaminarlo», cambiar su carácter rompiendo la íntima comunión de su alma con la de sus conterráneos. Parece que estas cosas más lógicas desde el punto de vista social apoyaban, sin embargo, los argumentos de teóricos como Niceforo.
La alta tasa de emigración, no obstante, tuvo cierto efecto en la reducción del analfabetismo, pues saber leer y escribir era lo único que garantizaba la comunicación con los que quedaban en casa. En 1911 las escuelas elementales pasaron a correr a cargo del Gobierno central. Esto, a su vez, favoreció la extensión de la lengua italiana. Mientras que la mayoría de los italianos en el momento de la unificación del país solo hablaba su dialecto regional, millones de personas ahora hablaban el italiano que aprendían en las escuelas y el ejército, o como lengua franca en las ciudades.
Al dimitir Giolitti en marzo de 1914, fue Antonio Salandra, más conservador, quien formó el nuevo Gobierno, que lideraría Italia durante la Primera Guerra Mundial. A pesar de ser uno de los Estados miembros de la Triple Alianza (con Alemania y el Imperio austrohúngaro), Italia no declaró la guerra a la Triple Entente en 1914. Cortejada por Viena para que se declarase neutral —la opción que apoyaba, entre otros, Giolitti— y por la diplomacia aliada con mayores ofertas territoriales en caso de victoria —a favor de la guerra estaban los conservadores en el Gobierno, los nacionalistas, los socialistas (incluido Benito Mussolini, entonces editor del periódico del Partido Socialista) y los futuristas (entre ellos Gabriele d’Annunzio)—, Italia acabó por firmar el Tratado de Londres en 1915, renunciando a sus obligaciones con la Triple Alianza. Un mes más tarde, ante la posibilidad de incorporar las zonas de habla italiana en poder de Austria, el Reino de Italia declaró la guerra al Imperio austrohúngaro, Alemania, Bulgaria y el Imperio otomano, uniéndose a los aliados. Así, pese a las fuertes derrotas del ejército italiano, tras la victoria de los aliados, Italia vio ampliada su extensión con Trieste, Fiume, Trentino, Tirol del Sur y la península de Istria, y obtuvo un puesto permanente en el consejo de la Sociedad de Naciones.
La guerra, muy impopular tanto entre las tropas —en su mayoría campesinos obligados a alistarse, desnutridos y luchando por algo que muchos no entendían— como entre la población civil —incluido el millón de obreros de las fábricas de armas que estaba también sujeto a disciplina militar—, hizo a la población percibir al Estado italiano como una institución represiva. Así, la victoria dejó una factura no solo de cientos de miles de muertos y heridos, sino también de amargura y división. Italia se enfrentaba, además, a graves problemas económicos tras la guerra. Durante el conflicto, se había acuñado dinero para pagar el armamento, por lo que subió la inflación. A finales de 1920 la lira había reducido su valor a un sexto del que tenía en 1913. Además, la industria armamentística quebró tras la guerra. El desempleo aumentó hasta dos millones cuando los excombatientes comenzaron a buscar trabajo. Los campesinos, organizados en sindicatos, grupos de veteranos o ligas católicas, se hicieron con la tierra por sí mismos, en especial en el sur; los trabajadores del campo fueron a la huelga durante la cosecha. Los sindicatos urbanos presionaban para subir los sueldos, y las huelgas, incluidas en el servicio público, se convirtieron en rutina. Durante el bienio rosso («bienio rojo», 1919-1920), la revolución parecía inminente y los fracasos diplomáticos y económicos habían minado la confianza de la clase media en el Gobierno.
Esta crisis de posguerra ofreció una oportunidad a los movimientos patrióticos y es en este contexto en el que, el 21 de marzo de 1919, el experiodista socialista y veterano de guerra Benito Mussolini fundó en Milán el primer Fascio di combattimento («fascio de combate»), adoptando para su movimiento político los símbolos de las tropas de asalto: las camisas negras y la calavera. Los fascios de combate serían el núcleo del futuro Partido Nacional Fascista y su programa básico era una mezcla de ideas nacionalistas de corte radical, con grandes dosis de anticlericalismo y republicanismo.
Aunque el movimiento de Mussolini fue poco exitoso en un principio, pronto atacaron las oficinas del periódico socialista nacional, demostrando su capacidad para oponerse al socialismo institucionalizado. Milicias organizadas comenzaron a atraer apoyos en toda Italia en una cruzada antibolchevique que unía a varios sectores y organizaciones sociales y políticos. Los grupos fascistas locales se fueron extendiendo por Italia y a finales de verano de 1920 no solo estaban disolviendo las huelgas del bienio rojo, sino también desmantelando los sindicatos socialistas y católicos y las cooperativas campesinas, e incluso derrocando administraciones locales, a menudo financiados por los terratenientes y los industriales. El biennio nero («bienio negro», 1921-1922) acabó con toda oposición a los fascistas. E, incapaz de defender los derechos democráticos básicos o de evitar las actividades criminales de esta milicia privada que actuaba abiertamente por todo el país, el Estado perdió toda credibilidad. En noviembre de 1921, Mussolini convirtió su movimiento en un partido político propiamente dicho, el Partido Nacional Fascista.
Mussolini manipuló la volátil situación y, como duce («líder») del fascismo, se fue haciendo indispensable en Roma a medida que sus fascios se hacían con más ciudades y provincias. En octubre de 1922, organizó una «marcha sobre Roma». Pese a que los fascistas eran un número relativamente reducido, Víctor Manuel III se negó a frenarlos por miedo a provocar una guerra civil. Instó a Mussolini a formar Gobierno, en la esperanza de poder contenerlo por medios democráticos. En vano: durante los años siguientes, el duce fue acumulando poder en sus manos, suprimió todos los partidos políticos y limitó las libertades para «evitar revoluciones».
Durante los años previos a la Segunda Guerra Mundial, el Reino de Italia se transformó en una dictadura fascista, con Benito Mussolini como primer ministro, que abolió las elecciones, acabó con toda oposición política e intelectual, fomentó la modernización económica, los valores sociales tradicionales y un acercamiento a la Iglesia católica. Para la década de 1930 el Partido Fascista dominaba todos los aspectos de la vida cotidiana, del trabajo a la escuela y el ocio. Los fascistas intervinieron la economía para impulsar el prestigio y la fuerza militar. La última fase del fascismo prebélico se caracterizó por su agresiva política exterior, ocupación de territorios extranjeros, enfrentamientos con la Liga de Naciones y la seminazificación, incluida la chocante decisión de imponer leyes antisemitas al estilo alemán en 1938, a las que siguieron largas campañas racistas en la prensa y los medios fascistas. Estos derroteros dejaban claro que el Gobierno fascista muy probablemente implicaría a Italia en una desastrosa guerra europea, como de hecho sucedió en 1940.
Diez años tras la unificación, pues, nació Grazia Maria Cosima Damiana Deledda, el 27 de septiembre de 1871, en Cerdeña, una de las zonas más pobres del Reino de Italia.
Como mujer nacida a finales del siglo XIX, una época restrictiva para las jóvenes en la mayor parte del mundo, tuvo que superar, además del límite del aislamiento de la ciudad sarda de Nuoro, las expectativas de la sociedad nuoresa para sus muchachas: «Se esperaba de las mujeres que conservasen y perpetuasen su modo de vida tradicional, de especial importancia cuando los hombres parecían “corromperse” a través de la educación, los viajes, el servicio militar e incluso la prisión»1, dirá Carolyn Balducci en la biografía que escribió de Grazia Deledda en los setenta. La académica Rhianned Jewell recordó de nuevo en 2004 que lo que se esperaba de las mujeres era que se casasen y, desde luego, no que se empeñasen en una carrera independiente como la escritura. Así pues, como aspirante a escritora, Deledda se enfrentó a restricciones sociales y culturales, y fue, sin embargo, la propia escritura la que le proporcionó el medio de cruzar los límites que le imponían alrededor.
No se puede decir tampoco que la ambición de universalidad de Deledda fuese fruto solo de la voluntad de huir de los confines sardos, si tenemos en cuenta que, casi al inicio de su carrera literaria (1890), había escrito en una carta a Maggiorino Ferraris (político e influyente literario en Nuova Antologia, una de las revistas literarias italianas más longevas y prestigiosas, aún en actividad) estas palabras:
Yo no sueño con la gloria por sentimientos de vanidad y de egoísmo, sino porque amo inmensamente mi tierra. Sueño poder, un día, iluminar con un rayo benévolo las brumas sombrías de nuestros bosques, narrar entera la vida y las pasiones de mi pueblo, tan distinto a los otros, tan vilipendiado y olvidado, y por eso más desdichado en su orgullosa y primitiva ignorancia. Y lo siento y lo digo sin falsa modestia, segura de ser comprendida, sin miedo a que me malinterprete nadie.
Cumpliré dentro de poco veinte años, a los treinta quiero haber alcanzado mi objetivo, que es el de crear por mí misma una literatura completa y exclusivamente sarda.
Soy chiquita chiquita, soy menuda incluso en comparación con las mujeres sardas, que son diminutas, pero soy osada y audaz como un gigante. Lo esencial es despertar a todos los sardos, toda la isla.
La dicotomía de esta tímida mujer bajita (1,55 m), de ojos castaños, tez sonrosada y ambición desmedida, se refleja incluso en el discurso que el arzobispo Nathan Söderblom le dirigía en ocasión del banquete de ceremonia de asignación del Nobel de Literatura en 1926:
En su obra literaria, todos los caminos llevan al corazón humano. Nunca se cansa de escuchar con afecto sus leyendas, sus misterios, sus conflictos, sus ansiedades y sus eternos anhelos. Las costumbres y las instituciones sociales y civiles varían según las épocas, el carácter nacional y la historia, la fe y la tradición, y deben respetarse religiosamente. Hacer otra cosa y reducir todo a la uniformidad sería un crimen contra el arte y la verdad. Pero el corazón humano y sus problemas son en todas partes los mismos. Los autores que saben cómo describir la naturaleza humana y sus vicisitudes con los colores más vívidos y, lo que es más importante, que saben cómo investigar y desvelar el mundo del corazón, esos autores son universales, incluso dentro de sus límites locales.
Grazia Deledda había logrado cumplir su sueño de universalidad sin dejar de lado los confines geográficos y culturales de su Cerdeña natal.
El pueblo natal de Deledda, Nuoro, era, cuando ella nació, un municipio aún sin ferrocarril ni servicio de telégrafos, en la zona más aislada de la modernidad, en especial en cuanto a política, tecnología y cultura, del sur italiano. La sociedad sarda era rígidamente jerárquica y patriarcal, con muy pocas vías para la libre expresión y el desarrollo de la mujer.
En una zona con un 95 por ciento de analfabetismo, en realidad, las circunstancias de la niñez de Grazia Deledda fueron bastante propicias para el desarrollo de su genio. Nacida en el seno de una acomodada familia numerosa (era la quinta de siete hermanos), no ajena a los prejuicios y las rémoras psicológicas típicas de la pequeña burguesía insular de la época, su hogar familiar, con vistas a las majestuosas montañas sardas y un amplio valle, estaba, sin embargo, en la ruta de numerosos viajeros, que a menudo pernoctaban en su casa.
Su padre, el próspero terrateniente y molinero Giovanni Antonio Deledda, había estudiado, además, abogacía, aunque no ejercía la profesión; era bibliófilo y poeta aficionado, e incluso había fundado una imprenta en la que editaba una revista y sus propios poemas. También había sido alcalde de Nuoro en 1863.
Su tío materno, el canónigo Sebastiano Cambosu, era un clérigo erudito que podía hablar en latín con los extranjeros. Cambosu observó la fascinación de la niña por la magia de las palabras y la tomó bajo su ala, enseñándole a leer y escribir un poco antes de que entrase en la escuela elemental. También sería la biblioteca del tío la que educaría el gusto literario de la futura escritora.
De su familia, Deledda heredó asimismo el amor por la naturaleza. Su abuelo materno, Andrea Cambosu, había vivido los últimos años de su vida como ermitaño, en conversación con la naturaleza y rodeado de fieles animales. Sus hijos —la madre de Grazia, Francesca Cambosu, y su tío don Sebastiano— eran, recordaría la autora en retrospectiva, soñadores distraídos; y, cuando hablaban, usaban las palabras «con el filo de la verdad». Había cierta piedad franciscana en la educación de la madre, una mujer extremadamente religiosa que educó a sus hijos en la severa moral de la religión católica.
Como las vidas de casi todos los campesinos, la de Grazia Deledda también tuvo sus penurias. La primera de las desgracias familiares fue la muerte se su hermana Giovanna cuando eran apenas niñas. Fue el invierno en que Grazia tenía nueve años. El más duro que se recordaba hasta el momento. Mucha gente en la zona murió de hambre o de frío. Las campanas no dejaban de tocar a muerto y la desgracia se cebó también en el hogar de los Deledda. Una mañana, Giovanna, tres años más joven que Grazia y, según recordaba ella, la más guapa de las hermanas, amaneció muerta en su cama.
Su hermana Enza (Vincenza, nacida en 1868) tenía un amante secreto, una desgracia para la familia hasta que se concertó la boda. Pero, un día, Grazia encontró a su hermana en medio de un charco de sangre, por un aborto que la había desangrado hasta la muerte. Fue ella la que se ocupó del cuerpo de Enza, le cerró los ojos, cambió la cama, la lavó y la amortajó de blanco como las novias. El terror del duelo marcaría, asimismo, la tragedia de las mujeres sobre las que luego escribiría.
Su hermano Andrea (nacido en 1866), amable, generoso y estudiante prometedor, robó dinero al padre y abandonó los estudios para vivir entregado a las mujeres y dedicarse al juego. Fue el padre del hijo ilegítimo de una chica de la zona y cometió otros muchos robos. Juró que se ahocaría en prisión si lo arrestaban una vez más; sin embargo, aunque lo encarcelaron de nuevo, no cumplió su promesa. Su padre, muy afectado por todo esto, sufrió una grave enfermedad y murió en 1892. Andrea adoptó entonces el papel de cabeza de familia, y acabó arruinándola por su afición al juego y la vida disipada.
El hermano mayor, Santus (nacido en 1864), era lo contrario a Andrea, buen estudiante y muy ingenioso, pero tampoco tendría buen final. Experimentó mucho con fuegos artificiales y tuvo cierto éxito con ellos, hasta que se quemó en un aparatoso accidente. Atormentado por el dolor de las heridas y desalentado por sus fracasos, comenzó a beber. Grazia lo recordaba como un joven bien parecido y delicado, pero diría de él que «se quebró como una copa de cristal o un jarrón de porcelana con un golpe». Víctima del alcoholismo, abandonó los estudios, troncando una prometedora carrera como médico.
No acabó ahí la tragedia. La madre, incapaz de hacer frente a los hechos y con una mentalidad propia de las mujeres de su época, centró todos sus esfuerzos en conseguir para sus hijas supervivientes el respeto de su entorno y una buena boda. Un problema para la joven Deledda, que se empeñaba de manera obstinada en dedicarse a la escritura, ocupación tan poco apropiada para una mujer de su estatus. La madre cedió pronto a la melancolía y la depresión, y fue la escritora quien acabó haciéndose cargo de los negocios de la familia, razón que la ataría a Nuoro durante más años de los que habría previsto su ambición.
El consecuente repliegue interior, favorecido por las circunstancias, facilitó el desarrollo de una adolescencia soñadora y fantaseada, llena de delirios románticos de gloria y amor, forjados también por las alegrías de la vida campesina entre las diversas desgracias. Deledda observaba atentamente los complejos rituales del matrimonio según la tradición. Los días de paralimpos, la procesión en que se llevaban los regalos al nuevo hogar de los novios, incluyendo el colchón en el que nacerían los hijos y en el que acabaría muriendo la pareja, y el inghirialetto («abrazalecho») bordado, la colcha que simbolizaba la fertilidad y la felicidad del nuevo matrimonio. Y también observaba las ofrendas de comida que se dejaban ante la puerta de las casas en Navidad para recordar a los seres queridos ausentes. Adoraba, asimismo, las excursiones a caballo por las tancas («cercados») de los campesinos en las colinas y los valles, y las romerías que se celebraban en honor de la Virgen del Monte, o la del Cristo Redentor a finales de agosto. Las iglesias eran desde hacía siglos los lugares en torno a los cuales se centraba la vida social de la comunidad, y sus fiestas y ferias el lugar en que surgían los romances: el lugar en que los jóvenes podían conocerse.
Así descubría la Grazia adolescente la interrelación del amor y la muerte en la naturaleza humana. La vita segue il suo corso fluviale, escribiría: «La vida sigue su curso como un río», en el que los periodos de calma se alternan con los turbulentos. No tenemos poder contra las fuerzas internas y externas, y a veces empeoramos las cosas luchando contra ellas: «Fuerzas ocultas, fatales, empujan al ser humano al bien o al mal; la naturaleza misma, que parece perfecta, se descompone por la violencia del destino inevitable».
El punto de inflexión de su adolescencia fue el momento en que, haciendo cima en el monte Bardia, vio el Mediterráneo por primera vez. Sintió la experiencia como un despertar. El mar le llegó como una revelación que ampliaba las perspectivas de su vida. Desde aquella cumbre, el agua parecía una hoja de cuchillo que cercenaba su isla de la península itálica. Llegar a Roma como escritora surgió «como un sueño de las profundidades de su alma».
A los diecisiete años, con las herramientas adquiridas de forma principalmente autodidacta (recordemos que, pese a esto, había tenido la fortuna de cursar hasta la cuarta [clase] elemental, el cuarto curso de la educación primaria, es decir, la obligatoria más un curso, y de estudiar luego, con un tutor privado contratado por su familia, italiano —pues su lengua materna era el sardo, en esencia, una lengua distinta—, latín y francés), terminó su primer relato, Sangue sardo (Sangre sarda), que envió en secreto a la revista romana Ultima Moda, dedicada a temas femeninos. Sangue sardo era la historia de una chica como Grazia, implicada en un triángulo amoroso y sus celos, y está ambientada junto al mar. La publicación de este relato suscitó el escándalo en la ciudad de Nuoro y la oposición de la familia, pese a que la joven Deledda intentaba integrar en los cánones posibles de su entorno una vocación que se configuraba ya como irresistible voluntad de afirmación. Señal de ello es que, con sus primeras ganancias, adquirió una biblia y un velo azul para asistir a misa.
Para evitar las críticas a su madre y la ira de las mujeres de Nuoro, Deledda publicó con pseudónimos, como G. Razia o incluso el bíblico Ilia di Sant’Ismael (Elías de San Ismael), sus siguientes obras, que se sucedieron con fuerza: el relato Remigia Helder (1888), la colección En el azul (1890; aunque la propia Deledda habla de su redacción a los 13 años, lo que supondría que fue en 1884, hay que tener en cuenta que también afirmaba haber nacido en 1875), y sus primeras novelas: Memorie di Fernanda (Memorias de Fernanda, 1888), Estrella de oriente (1890), Amore regale (Amor regio, 1891), Amori fatali (Amores fatales, 1892) y Flor de Cerdeña (1892).
Con Flor de Cerdeña, Deledda alcanzó la fama, pero sus conterráneos siguieron sin aceptar su obra, para su gran consternación. Se identificaba con sus protagonistas, creadas a imagen de la vida, sobre el modelo de la gente que conocía o de la que había oído hablar. Pero sus vecinos identificaban los amores secretos y las escapadas nocturnas con las de la escritora. O, al contrario, la acusaban de no ser la verdadera autora de sus relatos, que aseguraban que tan solo firmaba. En cualquier caso, cada vez era más evidente el sueño de pintar con su escritura la vida, los sentimientos y los pensamientos de la cultura de la que procedía, las historias de su isla.
Durante estos primeros años de su carrera como escritora, para la formación literaria de Deledda fue fundamental su amistad con el escritor, archivista e historiador aficionado Enrico Costa, que fue el primero en comprender su talento. Durante un largo periodo también intercambió cartas con el poeta calabrés Giovanni de Nava, unas misivas que acabaron en cartas de amor en las que se intercambiaban dulces poesías. Esta relación amorosa entre 1894 y 1895 acabó por la oposición familiar y ellos dejaron de escribirse.
Deledda colaboraría también entonces con revistas sardas y «continentales» (de la Italia peninsular) como La Sardegna, Piccola rivista y Nuova Antologia, y comenzó también a trabajar, recogiendo folclore, con Angelo de Gubernatis para su Rivista delle Tradizioni Popolari Italiane (Revista de las Tradiciones Populares Italianas), en un proyecto de investigación que llevaría a publicaciones como Tradizioni popolari di Nuoro in Sardegna (Tradiciones populares de Nuoro, en Cerdeña, 1995). De este periodo de estudio surgen, en el terreno de la ficción, la algo irónica Almas honestas (1895) y la seria y social El camino del mal (1896), que fue reseñada por Luigi Capuana, teórico principal en Italia del movimiento naturalista, lo que amplió su reconocimiento como autora. A partir de ese momento, toda la escritura de Deledda se desarrollaría como una profundización en el conflicto moral, el sufrimiento humano y el problema de la voluntad frente al destino. La identificación que había sentido por sus personajes se convertiría en empatía.
En 1899, se trasladó a Cagliari, la capital de Cerdeña, invitada como huésped de la directora de la revista Vita sarda. Allí conoció a Palmiro Madesani, funcionario del Ministerio de Hacienda, con quien se casaría cuatro meses después, el 11 de enero de 1900, con casi treinta años. Pero, tras la boda, Madesani dejó su trabajo como empleado público para dedicarse a la actividad de agente literario de su esposa. El marido de Deledda apoyaría sin fisuras su carrera literaria y ejercería como promotor sociocultural de su mujer toda su vida (una relación bien moderna de la que, por cierto, Pirandello se mofaría en su novela Su marido). Deledda siempre agradeció esta atención y declaraba que la mitad de su éxito se lo debía a su esposo. Tras unos meses en Mantua, de donde era natural Madesani, el matrimonio se trasladó a Roma aún en 1900 (justo tras la publicación de El viejo de la montaña), donde la autora viviría hasta el día de su muerte.
Durante el verano de 1900, Grazia Deledda terminó una de sus novelas más notables, Elias Portolu, que aparecería por entregas en Nuova Antologia. La lejanía de Cerdeña le permitió tomar distancia del regionalismo y del folclore sardo, que se convirtieron en el entorno fabuloso y mítico que impregnaba sus novelas. El tema de Elias Portolu evoca ligeramente el de Los miserables de Victor Hugo, pero los modelos de los personajes proceden de la vida real, igual que el entorno en que se desarrolla el argumento: pastores, ritos y costumbres locales, el viejo de la montaña cuyo consejo se habría debido seguir, la ermita, los animales usados como metáfora de los rasgos humanos y la estricta presencia del catolicismo. Deledda contaba la historia de su hermano Andrea, que volvió de prisión y tenía un hijo bastardo, pero tenía también a muchos otros parientes en el recuerdo al escribir esta obra maestra del amor trágico. Los complejos personajes de Elias Portolu son actores de un drama de gran fuerza moral, que luchan contra sus anhelos y sus destinos.
Pese al nacimiento de sus dos hijos, Sardus (1901) y Francesco («Franz», 1904), Deledda siguió siendo una escritora prolífica. En 1903 Elias Portolu se editó en forma de libro, con gran éxito de crítica y público, consagrando definitivamente a Deledda como escritora. En este periodo de inmensa felicidad conyugal y como madre, publicó al ritmo de casi una por año una larga progresión de novelas serias que constituyen la cima de su carrera como autora; obras que hierven de compasión por sus protagonistas femeninas, todas modeladas a partir de la realidad: Después del divorcio (1902), Cenizas (1903), Nostalgie (Nostalgias, 1905), L’ombra del passato (La sombra del pasado, 1907), La hiedra (1908), Sino al confine (Hasta la frontera, 1910), Nel deserto (En el desierto, 1911), Palomas y gavilanes (1912), su libro más popular: Cañas al viento (1913), Las culpas ajenas (1914), Mariana Sirca (1915), El incendio del olivar (1918) y La madre (1920), entre otras.
Los temas de todas estas obras están relacionados y las historias, vistas en su conjunto, entrelazan y se centran en los dilemas morales, las pasiones y las debilidades humanas. Las fuerzas incontrolables de la vida y la condición del ser humano limitan el libre albedrío y, en ese laberinto, la autora incide en la tragedia de existir, en la que lo único para no ceder al destino es oponerse a él, declarando una guerra cruenta entre naturaleza y educación.
Sus historias hablan de la vida y las costumbres de la gente sencilla, muchos de ellos marginados de la sociedad, y oscilan entre la narrativa y la lírica, siempre con un fuerte vínculo entre lugares y personas, entre los estados de ánimo y el paisaje o el tiempo atmosférico. Evocan la Cerdeña decadente de principios del siglo XX, su mundo primitivo y cerrado, la sociedad arcaica e inmovilista, y sus personajes de una moralidad sumamente convencional.
Cenizas es posiblemente el estudio más profundo que Deledda hace de la tragedia humana. Se trata de la historia de una mujer «caída» que, con un doloroso sacrificio moral, entrega a su hijo ilegítimo a padres adoptivos, con la intención de que pueda tener una mejor vida. Deseándole toda la felicidad del mundo lejos de su propio pecado, deja al bebé un amuleto y se marcha. Sin embargo, su hijo la buscará durante toda la vida. El amuleto identifica al hijo cuando por fin encuentra a su madre anciana y enferma. El joven abandona sus proyectos de vida y pone fin a su compromiso con una muchacha, y acaba llevando a la madre al suicidio con sus reproches. Esta novela es, posiblemente, una de las más sólidas de la autora, y cautivó a lectores de toda Europa.
Aunque la futilidad del esfuerzo humano es un tema constante en la obra de Deledda, hay también imágenes de algo profundamente enraizado que sobrevive el paso del tiempo. La popular Cañas al viento expone, ambientada en la costa oriental de Cerdeña, los temas de la pobreza, el honor y la profunda superstición. La Cerdeña rural de comienzos del siglo XX que describe sigue presentando el vínculo indisoluble entre una sociedad en apariencia estática e inmovilizada por la tradición milenaria y una isla que avanza a grandes pasos hacia el progreso, antaño agrícola y ahora industrial y tecnológico.
Mientras los artistas coetáneos de Deledda debatían los aspectos más complejos de ese progreso y de la modernidad que, en realidad, sucedía también en otros lugares de Europa, Deledda prefería centrarse en el efecto que tales cambios tenían en la gente de Cerdeña, aunque en realidad válidos asimismo para el resto de Italia (y no solo, si se tiene en cuenta la popularidad de la novela también fuera del país, que incluso atrajo a D. H. Lawrence a traducir la obra al inglés). El drama de las protagonistas de Cañas al viento es arquetípico y el libro, como la mayoría de las novelas deleddianas, critica las normas morales y los valores sociales, sin atacar al hacerlo al pueblo que se ve atrapado por ellos. Pone de manifiesto, en realidad, los costes sociales y humanos del progreso y la modernidad. Habiendo conseguido su objetivo de inmortalizar la «raza», la sociedad de la que procedía, Grazia Deledda acabó siendo una de sus críticas más severas.
Su obra fue elogiada por Giovanni Verga, junto con Capuana el mayor exponente del verismo, la corriente naturalista italiana, así como por escritores más jóvenes como el gran periodista cultural Emilio Cecchi o el ensayista Antonio Baldini. Algunas de sus obras fueron adaptadas al teatro (como La hiedra) y al cine. Resulta destacable, en este sentido, la empática interpretación que la gran actriz Eleonora Duse hizo del personaje de la madre en la versión muda de Cenizas, dirigida por Febo Mari y rodada en Cerdeña. La película, estrenada en 1917 y en cartel durante los últimos años de la Primera Guerra Mundial, adquirió considerable pertinencia política en el contexto bélico al retratar el sacrificio de una madre por su hijo, aunque fuese más célebre porque sus primeros beneficios fueron donados a la Cruz Roja. Pese a que los críticos no son unánimes en cuanto a la calidad de la película, y ni Duse ni Deledda estaban realmente satisfechas con el proyecto, este encandiló al público también por la participación de la actriz, que salió de su retiro para hacer su única aparición en el cine, en un papel que, según se decía, recreaba su sacrificio al haber abandonado a su hijo.
Una vez más, con el tema del sufrimiento materno, Grazia Deledda trata la tragedia y el dolor como consecuencias naturales del amor en La madre. Como señala Maria Giovanna Piano en su estudio Onora la madre: Autoritá femminile nella narrativa di Grazia Deledda (Honra a tu madre: autoridad femenina en la narrativa de Grazia Deledda), este libro no es un homenaje a la maternidad, sino en primera instancia una llamada a la piedad, el perdón y la comprensión. La madre es un ser humano imperfecto que no es capaz de digerir el secreto de que su hijo es sacerdote católico, pero también un amante voluptuoso. Deledda ataca de nuevo la intolerancia y las normas sociales, pero no a los transgresores, que sufren por sus instintos, reflejando ese catolicismo fundamental de «en el pecado lleva la penitencia».
Será esta novela la que la haga merecedora, finalmente, del Nobel de Literatura, que la Academia Sueca le concedió en 1926. Aunque el premio sorprendió, como suele suceder, a muchos, no era la primera vez que la autora italiana estaba entre los candidatos; de hecho, su nombre llevaba barajándose dos décadas. Deledda tenía devotos lectores en la Academia Sueca y entre los críticos literarios, muchos de los cuales leían en italiano. La habían sugerido como candidata ya los académicos italianos, uno de su traductores suecos, Karl August Hagberg, y varias veces el embajador sueco en Roma Carl Bildt. En 1926 la propuso el catedrático de la Universidad de Upsala y miembro de la Academia Henrik Schück.
Recibió el galardón el 10 de diciembre de 1927, «por sus escritos impregnados de idealismo, que retratan con claridad plástica la vida en su isla natal y tratan con profundidad y empatía los problemas de general interés humano». En el momento del anuncio, Deledda vivía una vida tranquila en Roma, cuidando de sus hijos ya adultos, y de su nieta Grazia. Cuando le informaron de que había ganado el Premio Nobel, su segura respuesta fue un simple: «Già!» (¡Ya!), antes de volver a su despacho a continuar con su horario habitual de escritura. Acababa de terminar una nueva novela, Annalena Bilsini (1927), que estaba adaptando para el teatro, y ya había avanzado bastante en su siguiente obra: El viejo y los jóvenes, que se publicaría en 1928.
Públicamente, el revuelo publicitario fue más difícil de afrontar. El Nobel de Deledda contribuyó a aumentar su gran popularidad. Y Benito Mussolini, que acababa de consolidar su poder, quiso aprovechar la fama de la escritora. Deledda se sintió obligada a participar en una embarazosa ceremonia en la que se la condecoró y el dictador le entregó un retrato suyo dedicado: «A Grazia Deledda con profunda admiración, de Benito Mussolini».
En privado, Deledda se refirió a este acto fascista como una farsa, ajena a su carácter; aunque lo aceptaba como el inevitable precio de la fama. Cuando, sin embargo, Mussolini le preguntó qué podía hacer por ella, no dudó en pedir la liberación de su amigo y paisano Elia Sanna Mannironi, encarcelado por actividades contra el fascismo. Y parece que también mostró su simpatía por otro sardo encarcelado, el periodista y teórico marxista Antonio Gramsci. Pero la mayor vergüenza para ella —y para la Academia Sueca, por otra parte— fueron los rumores en el extranjero de que le habían concedido el Nobel como congraciamiento político, organizado por diplomáticos, con el régimen fascista que comenzaba a dominar Italia. Algo que parece absurdo a la vista de que su nombre se había barajado ya como candidato antes incluso de que Mussolini fundase el Partido Fascista.
En el sentido de su relación con el fascismo, de la que poco o nada se ha escrito, pese a sus comentarios privados, no es posible hacer caso omiso del hecho de que, en 1929, fue convocada a participar en una comisión encargada de escoger los libros de texto para la enseñanza elemental y que, en 1931, fue la autora del texto del tercer curso, en el que, por supuesto, no es raro encontrar afirmaciones de claro carácter anticomunista.
Frente a esto, no se puede olvidar tampoco que Grazia Deledda, partiendo de la sociedad sarda, tan atrasada en el momento de su nacimiento, jerárquica y patriarcal, y pese a que en su obra muestra mucho respeto a las tradiciones populares y la cultura del pueblo que las practica, como ya se ha dicho, no deja de criticar las normas sociales que oprimen a ese pueblo y, en especial, a las mujeres. No se puede dejar de lado tampoco que defendió públicamente el derecho femenino al voto y el divorcio, lo cual se contrapone fundamentalmente al fascismo, y que durante la época fascista publicó hasta diez novelas que criticaban sutilmente los modelos de género del régimen.
