La historia como hazaña de la libertad - Benedetto Croce - E-Book

La historia como hazaña de la libertad E-Book

Benedetto Croce

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Beschreibung

Benedetto Croce presenta una serie de ensayos acerca de los métodos, fines y alcances de la historia. El autor hace hincapié en la relación entre historia escrita y acción práctica, no como defensa contra los ataques que hoy suelen lanzarse contra el historicismo en nombre de un absolutismo moral abstracto.

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La historia como hazañade la libertad

Benedetto Croce

Traducción de Enrique Díez-Canedo

Prefacio de Francesco Tomatis

Edición conmemorativa 70 Aniversario, 2005

Primera edición, Bari, 1938

Primera edición del FCE, 1942

Primera edición electrónica, 2010

Título original:

La storia come pensiero e come azione

D. R. © 2005, Fondo de Cultura Económica

Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected]

Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-0495-8 (ePub)ISBN 978-968-16-7675-9 (impreso)

Hecho en México - Made in Mexico

Prefacio*

En enero de 1938, en pleno régimen fascista, el filósofo y político liberal italiano Benedetto Croce (1866-1952) reunió algunos de sus ensayos en un volumen que tituló La storia come pensiero e come azione (Laterza, Bari, 1938, 19392, 19433, 19525, 19657, 19668, 197310). Traducido al español por Enrique Díez-Canedo, el libro fue publicado por el Fondo de Cultura Económica en 1942 y reeditado en 1960.

Dicha edición mexicana es la que ahora publicamos nuevamente y para la que hemos decidido mantener el título original, La historia como hazaña de la libertad. Este título en español se inspira sobre todo en el primer ensayo que compone la obra, es decir, en un texto de la primera parte que Croce dispuso a modo de introducción y que sirve como una síntesis afortunada de su pensamiento sobre la relación entre historiografía y acción práctica; puesto que para Croce la piedra angular de dicha relación es la libertad, resulta oportuno que el título en español use el término para encauzar el sentido de la historiografía filosófica crociana.

El libro de Benedetto Croce puede ubicarse en el seno de una tendencia filosófica italiana (más que corriente o tradición) que durante el siglo XX fraguó en originales e independientes reflexiones en torno a una filosofía de la libertad por parte de algunos pensadores. Piénsese en el libro de Piero Martinetti (1871-1943), La libertà (Libreria Editrice Lombarda, Milán, 1928; Boringhieri, Turín, 19652; Aragno, Racconigi, 20043), que ofrece un penetrante planteamiento del asunto en términos originalmente neokantianos pero que, a la vez, entabla un diálogo con muchos filósofos y teólogos del pasado. No obstante, quizás el ejemplo más notable sea aquella hondísima filosofía de la libertad elaborada, con una perspectiva esencial y hermenéutica, por Luigi Pareyson (1918-1991), y que se encuentra fundamentalmente en los volúmenes Esistenza e persona (Taylor, Turín, 1950, 19602, 19663, 19704; Il Melangolo, Génova, 19855, 19926, 20027), Ontologia della libertà (Einaudi, Turín, 1995) y Essere libertà ambiguità (Mursia, Milán, 1998). Un importante episodio mexicano de esta filosofía fue la ponencia que Pareyson leyó en el XIII Congreso Internacional de Filosofía llevado a cabo en la ciudad de México del 7 al 14 de septiembre de 1963 y que se tituló “Situación y libertad” (publicada en Memorias del XIII Congreso Internacional de Filosofía. El problema del hombre, vol. III, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1963, pp. 295-298).

Ahora bien, Croce ya se había ocupado anteriormente de la historiografía: fue célebre el volumen publicado en 1915 en Alemania con el título Zur Theorie und Geschichte der Historiographie (traducción alemana de Enrico Pizzo, Mohr, Tubinga, 1915), que apareció posteriormente en Italia con el título Teoria e storia della storiografia (Laterza, Bari, 19172, 19273, 19414, 19435, 197611; Adelphi, Milán, 198912, 200113). Aunque en la “Advertencia” a la cuarta edición de esa obra el autor se refiera a La storia come pensiero e come azione (1938) como un “complemento”, junto con Il carattere della filosofia moderna (Laterza, Bari, 1941, 19452, 19633; Bibliopolis, Nápoles, 19914), de Teoria e storia della storiografia (1915) y con ello parezca reducir su importancia y autonomía, nuestro volumen se relaciona más bien, por algunos de sus temas fundamentales y por su frecuente profundidad del tratamiento, con la Logica come scienza del concetto puro (Laterza, Bari, 1909, 19172, 19203, 19284, 19425, 19476, 19587, 19648, 19679, 2 vols.; Bibliopolis, Nápoles, 199610). Hemos de mencionar, además, otro volumen: Filosofia e storiografia. Saggi (Laterza, Bari, 1949, 19622), en el que Croce reunió posteriores contribuciones sobre el mismo tema.

La obra La storia come pensiero e come azione (1938), cuya edición en español omite sólo poquísimos capítulos históricos, constituye la máxima expresión del pensamiento maduro de Croce, que se ha denominado “historicismo absoluto”. Él mismo así lo calificaría en un ensayo inmediatamente posterior, “Il concetto della filosofia come storicismo assoluto”, publicado en 1939 en la célebre revista La Critica que él dirigía (XXXVII, IV, pp. 253-268) e incluido luego como primer capítulo del citado volumen Il carattere della filosofia moderna (1941). La filosofía entendida como un historicismo absoluto supone que la realidad es historia y que la vida es libertad a partir de una circularidad de identidades entre historia y filosofía, hechos y reflexión, pensamiento y acción.

Ante todo, para Croce no existe historia que no sea historia pensada; no hay hechos históricos fuera del pensamiento puesto que, en general, ninguna cosa existe fuera del pensamiento. La historia, por consiguiente, siempre es historia contemporánea: se piensa en el pensamiento vivo y actual de quien, al hacerlo, se involucra en ella (al menos a partir de sus propias pasiones, sus exigencias presentes y sus expectativas futuras). La contemporaneidad de la historia implica, por un lado, su espiritualidad extrema y, por el otro, el carácter de imprescindible que tiene toda situación histórica particular en la que el pensador se encuentra. Así pues, el pensamiento también es, por su parte, necesariamente histórico, y la filosofía del espíritu es historiografía. El pensamiento se halla inevitablemente inmerso en la historia e incluso dirigido hacia ella en tanto que es el único objeto del propio conocer. Al pensar, el pensamiento formula juicios que, por individuales, no son otra cosa que juicios históricos vinculados a la acción, a la vida y a la libertad moral humana.

Por otra parte, no sólo es imposible que exista la historia sin una reflexión acerca de ella (sin pensamiento histórico, sin historiografía) o sin una acción práctica (sin deliberación moral, sin ejercicio de la libertad), sino que incluso existe una circularidad dialéctica, según Croce, mediante la cual, a partir de una necesidad práctica, a partir de la pasión por el presente, nace el pensamiento histórico que, a su vez, se revertirá de nuevo hacia la acción una vez que haya juzgado históricamente la verdad de la práctica de la cual surgió la misma necesidad de conocimiento. El ejercicio siempre histórico, pensado y a la vez practicado, de la libertad consiste precisamente en esta circularidad abierta.

Según Croce, las necesidades de tipo causal o trascendente que la ciencia o la teología desean imponer son extrañas a la historia del hombre, que es una historia de libertad. La causalidad científica reduce las vicisitudes humanas a meras relaciones materiales y, en realidad, nunca llega a abarcarlas en su complejidad y libertad, por lo que frecuentemente conlleva a la represión del hombre en aras de presuntas necesidades científicas; esto queda ampliamente demostrado por los numerosos totalitarismos (políticos, económicos y culturales) del siglo XX. Ahora bien, revertir teológicamente la historia humana al seno de la historia divina (y trascender, así, el ejercicio de la misma libertad finita) equivale a anular la realidad humana mediante providencialismos, aun cuando claramente le confiera privilegios según una óptica redentora; de hecho, la vincula también a una forma de materialismo al pretender objetivar la idealidad trascendente y delimitar, mediante relaciones necesariamente causales, su espiritualidad que es religiosamente simbólica. El liberalismo genuino, en cambio, debe ser incluso religioso —según dice Croce— en el sentido crítico y espiritual de la búsqueda sin fin (no sólo interiormente) de la verdad, siempre ulterior, que ya no será tal si priva de la libertad.

En el historicismo de Croce, el abandono de las causalidades científicas, de las teleologías fundadas en la teología, así como de todas las filosofías exigidas por la historia establecida no implica a priori que la historiografía esté desprovista de validez propia. Croce encuentra, más bien, en su concepto de filosofía como historiografía, es decir, en el pensamiento histórico, la única forma de conocimiento posible. En efecto, el juicio cognoscitivo siempre se halla vinculado a la acción práctica, a la vida y a sus necesidades, por lo que siempre es histórico e individual; y la historia siempre es historia contemporánea porque no hay pasado ni obrar práctico que no sea pensado en el presente de la reflexión filosófica; es, además, común —al menos potencialmente— a todas las personas, incluso en aquellos procederes que no son puramente filosóficos sino también en los morales, estéticos o económicos, cualesquiera que sean.

Por ello, aunque cambien los conceptos que los hombres de una época u otra puedan tener de las categorías, las categorías del pensamiento son, es sí mismas, eternas y permanecen siempre iguales. Las categorías (a la vez de la realidad y del espíritu) son para Croce valores supremos: lo verdadero, lo bueno, lo bello, lo útil o lo vital. Sin embargo, estos valores han de entenderse no sólo como predicados de sujetos en el juicio cognoscitivo, sino como potencias mismas del hacer, de la libre acción pensante de los hombres. Sin esta relación vital con la libertad (que es origen y fin de las categorías y es, en resumen, la misma realidad creadora), éstas se devalúan hasta convertirse en meras ideologías abstractas que sustituyen la fuerza creadora de la historia por la violencia capaz de destruir toda libertad.

Los hombres son producto del pasado, se hallan inmersos en el pasado histórico y no pueden prescindir de él para, así, abstraerse, pero la filosofía indaga e interpreta la historia activamente; el pensamiento convierte el pasado en conocimiento, en verdad, e inaugura así, con base en ella, posibilidades de nuevas acciones, de creación práctica de historia posterior, de vida real, de libertad. La libertad es precisamente esta actividad espiritual, continua creación de vida que incesantemente crece a partir de sí misma.

Así pues, no existe libertad sin historia. No existe un mundo de libertad exento de contrastes y amenazas. La historia es un drama, una mezcla de bien y de mal. El mal atenta continuamente contra la unidad de la vida (que es el fin de la libertad y la libertad en sí misma); por lo tanto, la moralidad, siempre histórica, de la libertad humana radica sólo en la lucha contra el mal. Viviendo una vida peligrosa y combatiente, contrarrestando el mal en la historia, la libertad es el núcleo eterno e inamovible de la reciprocidad vertiginosa entre pensamiento y acción para promover y restablecer el bien, o sea, la unidad de la vida.

Francesco Tomatis

Prólogo

En este libro me propongo escribir de nuevo sobre el asunto de la Teoría e historia de la historiografía, que traté en 1912-1913 y que tuvo continuación en mi Historia de la historiografía italiana en el siglo XIX, así como en otras varias obras menores. No intento ofrecer este libro en sustitución del anterior, sino sólo añadir nuevas consideraciones nacidas de mis ulteriores estudios y estimuladas por nuevas experiencias vitales. De conformidad con su origen, este libro está formado por una serie de ensayos que suponen e implican unidad en el pensamiento que a todos rige, y a los que he dado, también, unidad explícita, gracias al primer ensayo que sirve de introducción. Algunas ligeras repeticiones o alteraciones del orden de exposición que podrán advertirse aquí y allá son consecuencia de la forma literaria del ensayo.

En este volumen se acentúa particularmente la relación entre la historia escrita y la acción práctica; no como defensa contra el “historicismo” en nombre de un absolutismo moral abstracto por gente empeñada en sacar la moralidad fuera de los límites de la historia, y que cree exaltarla para que pueda ser agradablemente reverenciada desde lejos y desdeñada de cerca; no por este motivo, no, sino porque el pensamiento histórico nace, a través de un proceso dialéctico extremadamente complicado y delicado, de la pasión de la vida práctica, yendo más allá que ésta y liberándose de ella en un puro juicio de verdad. Por virtud de este juicio, la pasión se convierte en acción decisiva.

El problema es difícil. Todos los problemas del pensamiento histórico son, en verdad, difíciles, cuando, como ocurre en este libro, se lo mira como única fuente de conocimiento y, al escribir estas páginas, el autor, en el curso de sus meditaciones, ha tenido a veces la sensación de haber penetrado en las agotadoras profundidades del reino de las madres, de Goethe.

B. C.

Nápoles, enero de 1938

Parte Primera

I. Lo que convierte en historia a un libro de historia

La crítica de las obras históricas tropieza con las mismas dificultades que la crítica de poesía, o con dificultades análogas. Algunos críticos se ven, sencillamente, desorientados, tanto en la una como en la otra, sin saber cómo acometerlas, y no pueden coger el hilo que las enlaza a su propia mente; otros la emprenden con criterios extraños y arbitrarios, múltiples, eclécticos y contradictorios entre sí; y sólo unos cuantos juzgan honradamente con el criterio único que admite el carácter de ellas. En Italia, durante los años recientes, los últimos han crecido indudablemente, en número; pero cuando me vuelvo a los días de mi juventud, a las últimas décadas del siglo, tengo la sensación de que aún existían menos una crítica y una historia de la historiografía que una crítica y una historia de la poesía.

Producíanse obras, aquí y allá, por historiadores que eran, todos, superficiales y documentados, al tanto de fuentes, biografías, autenticidad, etc. La única obra, o poco menos, que en lo tocante a estos argumentos pudiera servir de ejemplo y sugerir mejor método, era la historia de la literatura italiana de De Sanctis, y se encontró mal juzgada, mal entendida y desacreditada.

No se ha de juzgar un libro de historia como literatura o elocuencia, en el sentido usual entre los antiguos literatos humanistas que, si no se ocupaban en otra cosa, se dedicaban a traducir a Horacio, o a redactar algún comentario histórico, a estudiar algún incidente histórico que los dejaba del todo indiferentes, pero que juzgaban tema a propósito para una presentación bella y grata.

Cuando al abate de Vertot le fueron ofrecidos algunos documentos apropiados para corregir la historia vulgar de un asedio, replicó: “Mi asedio está terminado”, mi página literaria está ya escrita. Paul Louis Courier tenía la seguridad de que “todas estas tonterías a las que se llama historia, sólo pueden tener algún valor arregladas con buen gusto” y que lo mismo daba dejar que Pompeyo ganase la batalla de Farsalia “si con esto se pudiera redondear la frase”. Ahora bien: es, ciertamente, deseable que la obra histórica pueda tratarse de manera erudita, pero si el mérito literario se aparta a menudo del pensamiento histórico, éste, aun expresado en toscas o descuidadas formas literarias, conserva la virtud de su pensamiento.

Y no ha de ser juzgada una obra histórica por el mayor o menor número y veracidad de los hechos que contenga, aunque sólo fuera por la evidente razón de que son colecciones de hechos, muy copiosas y veraces, sin ser claramente historias, y otras, brillantes de entendimiento histórico, pero pobremente equipadas en cuanto a información, o aun sembradas de hechos inseguros, legendarios o fabulosos: basta pensar en la Scienza nuova de Vico.

Las antologías de información serán crónicas, notas, memorias, anales, pero no son historias; y aunque se las junte con sentido crítico, señalando el origen de cada parte o investigando cuidadosamente su evidencia, nunca lograrán en su propio terreno, por mucho que lo intenten, ir más allá de la cita continua de cosas dichas y cosas escritas. Se quedan, para convertirse en verdades que nos convenzan, en el punto mismo en que la historia exige una aseveración de verdad surgida del fondo de nuestra íntima experiencia. Es, ciertamente, deseable que los hechos aducidos en una obra de historia se hayan comprobado cuidadosamente, aunque sólo sea para privar a los pedantes de un arma que insidiosamente y no sin éxito emplean para desacreditar escritos históricos vigorosos y genuinos; pero también porque la exactitud, en todo caso, es un deber moral. Pero en teoría y de hecho ambas cosas son diferentes y pueden separarse, y se separan, y ni el opaco metal de las crónicas ni el bien pulimentado metal de los filólogos tendrán nunca el mismo valor que el oro de los historiadores, aunque lo envuelvan escorias.

Finalmente, un libro histórico no debería juzgarse por lo mucho o poco que excita la imaginación, mostrándose interesante, estimulante, ejemplar y aun curioso o divertido, porque semejante impresión pueden dar dramas y novelas, y en un libro de historia no es necesaria; puede parecer, por comparación, obra fría, difícil y laboriosa, y aun, al pronto, para los más, aburrida (de la pura y grande poesía se ha dicho también esto). Hay custodios vigilantes del fuego sagrado de la religión y el patriotismo que inventan libros de historia “para familias”, para los alemanes, los franceses u otros pueblos, o “para familias católicas”, o para “evangélicos”, llenos de hazañas heroicas o actos piadosos de devoción y costumbres edificantes, y, bajando un poco, están los de aficionados y recopiladores de libros de anécdotas, que están en el nivel espiritual de los soñadores de aventuras y asuntos de amor; todos ellos han contribuido a formar una especie de producción literaria que se llama historia y a veces se toma equivocadamente por historia, cuando es, de hecho, cosa que en ocasiones conmueve y excita, pero no agradable para el que busca la verdad, y que se ha de distinguir cuidadosamente de los tratados en que domina la severidad del pensamiento y no una imaginación patriótica o un propósito didáctico. (Recordemos que Polibio se burlaba de los que componían tragedias, sacándolas de la historia.)

Una obra histórica debería, pues, juzgarse tan sólo por su mérito histórico, así como la poesía debería juzgarse únicamente por su valor poético. Lo que constituye la historia puede indicarse así: es el acto de comprender y entender, inducido por los requerimientos de la vida práctica. Estos requerimientos no pueden satisfacerse recurriendo a la acción, a no ser que primero todos los fantasmas, dudas y sombras que a uno le persigan se hayan disipado merced al planteamiento y solución de un problema, es decir, por un acto de pensamiento. En la seriedad de algún requerimiento de la vida práctica estriba la condición necesaria para tal esfuerzo. Puede haber un requerimiento moral, el requerimiento de entender la situación de uno para que en ella puedan fundarse la inspiración, la acción y el buen vivir. Puede haber un requerimiento económico, el que le dé a cada cual el discernimiento de sus ventajas. Puede haber un requerimiento estético, como el de poner en claro la significación de una palabra, o una alusión, un estado de espíritu para entender y gozar plenamente un poema; o también un requerimiento intelectual, como el de resolver un problema científico, corrigiendo y amplificando la información acerca de sus términos, por falta de la cual permanecimos perplejos y dudosos.

El conocimiento de “la situación actual”, como se lo llama, se refiere al curso que la vida real ha seguido para llegar a este punto, y en cuanto así lo hace es conocimiento histórico. Las obras históricas de todos los tiempos y de todos los pueblos llegaron a nacer de este modo y siempre han de brotar así, de nuevos requerimientos que surgen y de las perplejidades que implican. No llegaremos a entender la historia de los hombres y de otros tiempos mientras no comprendamos los requerimientos que aquella historia satisfizo, ni nuestros sucesores llegarán a entender la historia de nuestro tiempo mientras no cumplan las mismas condiciones. Suele suceder que el sentido histórico de un libro carece de vida para nosotros y se convierte en mera forma literaria o en erudito libro de referencia o en pasatiempo curioso hasta que de repente se llena de vida merced a nueva experiencia producida por el curso de los acontecimientos y a requerimientos nuevos nacidos en nosotros que hallan comprobación en él, por su mayor o menor semejanza íntima con los de tiempos anteriores; más bien como ciertas imágenes de Cristo y de la Virgen de las que se dice que vierten de pronto roja sangre cuando las toca algún pecador o blasfemo. La ciencia y la cultura históricas, en toda su detenida elaboración, existen con el propósito de mantener y desarrollar la vida activa y civilizada de la sociedad inhumana. Si tal impulso es de poca fuerza, la cultura histórica permanece en su más bajo nivel como, por ejemplo, entre los pueblos orientales. Cuando hay un rompimiento súbito, un alto en el proceso de la vida civilizada, como ocurrió en Europa en el comienzo de la Edad Media, la historia escrita cesa casi del todo y va a caer en la barbarie, juntamente con la sociedad a que pertenece.

II. La verdad en los libros de historia

Los requerimientos prácticos que laten bajo cada juicio histórico dan a toda la historia carácter de “historia contemporánea”, por lejanos en el tiempo que puedan parecer los hechos por ella referidos; la historia, en realidad, está en relación con las necesidades actuales y la situación presente en que vibran aquellos hechos. Suponed que yo deba elegir entre realizar o eludir un acto de expiación y volver mis pensamientos hacia lo que es un acto de “expiación”, las formas y las transformaciones por que ha pasado tal institución o sentimiento, antes de llegar a un significado puramente moral. Aun el chivo expiatorio de los hebreos, y todos los ritos mágicos de los tiempos primitivos, tomarán parte, en tal ocasión, en mi drama espiritual, y mientras mi mente repasa su historia voy componiendo la historia en que yo mismo me hallo.

De modo semejante, el estado actual de mi mente constituye el material, y, por consiguiente, la documentación de un juicio histórico, la documentación viva que yo llevo dentro de mí. Lo que suele llamarse, en sentido histórico, documentación, ya sea en escritos, esculturas, retratos o aprisionada en discos de gramófono, ya exista en objetos materiales, esqueletos o fósiles, todo esto no llega a ser documentación efectiva, mientras no estimule y asegure en mí la memoria de estados de conciencia que son míos. Para los demás fines no son más que tintas coloreadas, papel, piedra, metal, discos de laca, etc., sin más eficacia específica. Si carezco de sentimientos (así permanezcan latentes), de amor cristiano, de fe en la salvación, de honor caballeresco, de radicalismo jacobino o de reverencia por las antiguas tradiciones, en vano escudriñaré las páginas de los Evangelios, de las epístolas de san Pablo o de las epopeyas carolingias, o los discursos pronunciados en la Convención Nacional, o las poesías, dramas y novelas en que el siglo XIX registró su nostalgia de la Edad Media. El hombre es un microcosmos, no en el sentido natural, sino en el sentido histórico: un compendio de la historia universal. Los documentos, reconocidos específicamente como tales por los investigadores, parecerán muy escasos en la masa total de documentos en que habremos de apoyarnos continuamente, como el lenguaje que hablamos, las costumbres que nos son familiares, la intuición y el razonamiento que empleamos casi por instinto, las experiencias que, por decirlo así, llevamos en nuestra carne. Sin estos otros documentos, algunos de nuestros recuerdos históricos serían difíciles, o del todo imposibles, como se advierte en ciertos casos de enfermedad, de los que se sale con pérdida de memoria e identidad, como si fuese uno enteramente nuevo y extraño al mundo a que antes pertenecía. Ha de advertirse, de pasada, que la insinuación de esta verdad —que la historia no llega a nosotros de afuera sino que vive en nuestro interior— fue uno de los motivos que condujeron a los filósofos del tiempo romántico (Fichte y otros) a desviarse hacia su teoría de una historia contenida a priori, derivada de una lógica pura y abstracta e independiente de toda documentación; aunque más tarde se contradijeran (Hegel y algunos más) cuando, llamados a publicar una síntesis, buscaron colaboración entre el supuesto a priori, por una parte, y el supuesto a posteriori (es decir, los documentos), por otra.

Si los requerimientos prácticos y el estado de conciencia que los expresa son el material necesario (pero sólo el material descarnado de la historia escrita), no había de hallarse conocimiento histórico ni otro conocimiento alguno en la supuesta reproducción o copia de aquel estado de conciencia, por la sencilla razón de que esto sería repetición inútil y, por lo tanto, extraña a toda actividad del espíritu que entre sus actividades no cuenta la de producir lo fútil. Cuando los historiadores se empeñan en presentar la vida tal como se vivió en un sentido inmediato, la vanidad de sus propósitos (de los propósitos y no de los hechos, que son, desde luego, diferentes) se declara así. La historia escrita, por el contrario, debería ir más allá de la vida tal como se vivió, para presentarla en forma científica. A lo más, mediante un proceso confuso, los escritores que creen hacer de historiadores tienden a convertir su material palpitante en obra poética. Pero aunque este trabajo particular siga un proceso imaginativo o poético con mayor o menor rapidez (y cuando el proceso se prolonga y amplía viene a convertirse en poesía, en su sentido verdadero y propio), la historia como trabajo escrito no ha de ser imaginación sino pensamiento. Así, no sólo comunica a la imagen un rasgo universal, como lo hace la poesía, sino que liga intelectualmente la imagen a lo universal, distinguiendo y unificando a la vez, dentro del juicio, los acontecimientos.

Ahora bien, aunque, en estricto análisis, un juicio se divida en los dos elementos de sujeto y predicado, intuición y categoría conceptual, concretamente ambos elementos son uno, y sólo en esta indivisible verdad estriba la verdad de la historia. Así pues, será un proceso crítico falaz, o, por lo menos, meramente imaginativo y lógicamente inexacto, el certificar que una obra histórica es satisfactoria en uno u otro de estos sentidos, aisladamente, o en una combinación subsiguiente de ambos, o que deja de serlo en uno u otro sentido, aisladamente, o por el mal ajuste entre ambos: dar juicio apoyándose en que la imagen es vivaz o pálida, el criterio preciso o vago; como si una imagen pudiera ser históricamente vivaz cuando está falsamente interpretada, o una interpretación fuerte y clarividente si la imagen aparece descolorida y muerta. Lo vago y confuso de la una presta vaguedad y confusión a la otra.

Algunas obras históricas lograron alabanza por la manera eficaz y sincera de contar los hechos, aun echándose de menos en ellas un criterio importante, cuidadosamente ponderado y mantenido con firmeza, como también es de lamentar la confusión de las categorías intelectuales con las imágenes o clasificaciones generales introducidas para calificar o explicar hechos, siendo ésos en realidad grupos de hechos que necesitan tales calificaciones o explicaciones. Pero si estos relatos de hechos fuesen tan sinceros como se supone, fácilmente corregirían y rectificarían aquellos criterios inadecuados y desharían aquellas categorías falsas. Cuando se dice de un libro que, a un mismo tiempo, presentó de excelente modo los hechos y se apoyó en conceptos falaces, se hallará, examinándolo, que en él existen dos historias diferentes y, relacionadas con ellas, dos filosofías diferentes, una gastada y convencional, otra fresca y espontánea; una mal expresada y mal juzgada, otra bien expresada y bien juzgada. Por otra parte, cuando el criterio es claro y firme, aunque abstracto y unilateral, sus forzadas explicaciones rivalizarán con no menos forzadas ilustraciones, como títeres o muñecos de resorte. La historia escrita según la llamada teoría del materialismo histórico nos da ejemplo de ello. Los hombres que nos muestra son antihumanos en la misma medida que la teoría ofensiva contra la plenitud y dignidad del espíritu.

Pero en las obras de historia cuyos tipos de interpretación se ajustan a los hechos que han de ser interpretados late una vida pura. Las imágenes son claras y persuasivas, como lúcidos y convincentes los conceptos. Los hechos y la teoría se demuestran recíprocamente.

La crítica de la historia consiste en reconocer si una narración histórica es plena o vacía, es decir, si lleva o no en el corazón un motivo que la encadene con la seriedad de la vida tal como se vive, y en discurrir hasta qué punto el elemento intelectual se une en ella con el intuitivo; esto es, hasta qué punto ejerce el juicio histórico y hasta qué punto lo elude.

III. La unidad de una obra histórica

La unidad de una obra histórica estriba en el problema formulado por un juicio histórico y en la solución del problema por el acto que lo formula. Es, por lo tanto, unidad de especie totalmente lógica. El problema puede estar, y lo está a menudo, en conexión con otros muchos problemas particulares; pero como todos ellos se refieren al problema principal planteado y están unificados con él, la unidad lógica persiste.

A causa de la forma literaria que afecta la historia escrita, entra en él, por supuesto, un elemento nuevo y no lógico, en relación con el requerimiento práctico que es primer móvil del pensamiento histórico, y en virtud de este pensamiento es como se transfigura y fija en tendencia de un ideal de acción. En consecuencia, este elemento se reflejará en las palabras mismas o en lo que comúnmente se llama estilo. Pero como este elemento afectivo sigue al elemento lógico, debe, para conservar la unidad de tono (o sea, estrictamente hablando, la unidad literaria) subordinarse a él (como los problemas particulares se subordinan al problema general en la unidad lógica). Todos, por lo tanto, convienen en considerar como mal gusto literario el escribir la historia literaria en arengas, exhortaciones, sátiras u otras formas oratorias, en lugar de mantener la forma del crítico y expositor, que, haciéndose superior a la pasión y a la retórica, sigue impregnado de ellas y, aun esquivándolas, guarda consigo su eco. Así las grandes obras históricas que son al mismo tiempo grandes obras literarias expresan la mente y el corazón de sus autores en términos armoniosos, y no discordantes; en fusión y no en confusión, unificando el pensamiento sólido que no puede distraerse de la persecución de la verdad con el calor de los sentimientos.

En contraste con las obras históricas que observan la unidad lógica, hay muchos libros, que corren también con nombre de historia, cuya unidad estriba no en un problema, sino en una cosa, o, más precisamente, en una imagen. Son las historias de las naciones, de un pueblo, de un país, de una ciudad, de un lago, de un mar o de una sola persona o un grupo de personas; no, por supuesto, cuando dichas imágenes son puros medios, empleadas como título del libro, y mañas del todo inocentes para designar el contenido, sino cuando son, en realidad, el tema del libro. Merced a estos asuntos, libros semejantes, si están escritos de modo coherente, no son libros de historia; pero pueden ser crónicas, agrupadas alrededor de una imagen, y aun, cuando el espíritu de la poesía ilumine el material, pueden ser poesía, volviendo atrás de este modo (que puede considerarse como felix culpa) de la historia a la épica, de la que se dice que originó la historia. Cuando, según ocurre en muchos casos, no son coherentes, serán una mezcolanza o alternativa de diversos temas de pensamiento histórico y fantasía, como lo es (para dar un ejemplo entre muchos, pero un ejemplo distinguido en su clase) la Historia de Francia de Michelet, con su fantástica idolización de Francia como persona física, intelectual y moral, con su propio genio particular y su misión en el mundo, cuyo presente y pasado han de interrogarse para revelación de su futuro. No puede negarse, ciertamente, que en este fantástico tema se entrelazan originales y agudos juicios históricos suscitados por los problemas morales y políticos que Michelet trató con profundo y noble celo, confirmado por todo el tenor de su vida.

El daño empieza cuando tales ensayos intentan volverse coherentes a despecho de su continua incoherencia, porque entonces ofenden a la lógica. En el caso anterior la lógica se quedaba atrás de tiempo en tiempo, en excursiones líricas, pero no se la arrastraba por los suelos ni se la compelía a danzar o cantar. Entonces es cuando ocurren estos estériles espasmos, con el intento de prestar unidad lógica a lo que nunca podrá gozar de ella; y en la estela de autores que no pueden ser única o estrictamente históricos pero que son de toda suerte poéticos aparecen los retóricos y los sofistas, escritores que inventan y teorizan acerca del concepto de Francia, de Alemania, de España, de Inglaterra y de Rusia, Suiza y Bélgica, que, siendo particulares y transitivos, son, por lo mismo, claramente, conceptos no definibles, sino material histórico que ha de ser discernido e interpretado según las eternas categorías conceptuales. Es inútil detenerse más en esto, porque aún recientemente en Italia nos hemos visto afligidos por una controversia sin sentido ni fin acerca de la “unidad de la historia de Italia” en este sentido material. Pero si esto es malo, no es lo peor, pues lo peor en estos asuntos aparece cuando se da sustancia a las cosas y cuando se les da una realidad y un valor que estrictamente corresponden a las actividades del espíritu, a sus obras políticas y morales, científicas y artísticas. De estas últimas y no de cosas que son abstracciones, y, por lo tanto, carecen de vida propia, hay una historia que investigar e inquirir. Si se las hace corpóreas, y con ello se da materia al espíritu y se le recortan las alas, vienen a tomar, necesariamente, forma ambigua y se convierten en receptáculos de todo lo morboso y lo monstruoso que, como serpiente enroscada, yace en los fangosos reductos del alma humana; instintos de lascivia y de posesión, violencia, ferocidad y crueldad, y las consiguientes debilidad vital, desesperación y deseo de disolución: cuanto el hombre reprime dentro de sí cuando se eleva a la actividad espiritual, se siente desencadenado, con posibilidades de extenderse y verse morbosamente admirado y alentado. Según examinemos un grupo de acontecimientos o un solo evento individual, estas cosas morbosas y monstruosas se convierten hoy en historias “nacionalistas” o “raciales” o alternativamente en “biografías” que, por no poder ocultar su naturaleza ni a sus mismos autores, se califican de “noveladas”, es decir, que ellos mismos reconocen como no históricas. Las historias nacionalistas no son las llamadas historias nacionales, que (cuando no sirven, como arriba se dijo, de meros títulos a serias y fidedignas historias) son meras colecciones de notas acerca de un pueblo, crónicas de su vida, libros de edificación y exhortación, o, a veces, poesía. Las otras, sin embargo, son exaltaciones realmente oscuras y estúpidas de lo que nuestro Carlo Troya, hablando de los antiguos lombardos en Italia, solía llamar “el soplo lombárdico” (como pudiera decir “germánico”, “ario” o “semítico”): algo que cosquillea en ciertas narices y no tiene más mérito que éste, pero se presenta grandioso e incomparable, como objeto de apasionado delirio y culto místico a medio andar entre lo bestial y lo divino. Cuánta literatura de este género se produce particular y casi únicamente en la Alemania de hoy, todos lo saben.

La biografía seria, asimismo, va siempre a caer en uno de los cuatro tipos de obra que más arriba hemos diferenciado y definido: o son memorias de la existencia de un individuo, es decir, crónicas; o textos de reflexión, o sermones de alabanza o censura, en una palabra, retórica; o son poesía; o, por último, son historia, en que el individuo se halla retratado y juzgado por lo que es y por lo que no es, por su actividad, por lo que hace y por lo que le sobrepasa. Estas últimas biografías no difieren de ninguna otra historia ni aun en el estilo dominante de la forma literaria. Pero las biografías noveladas no intentan situarse entre ninguna de estas cuatro clases de obras; ni son como las buenas novelas históricas antiguas de tiempos pasados, en las cuales el juicio histórico solía traducirse en narraciones de sucesos imaginarios para reflejarlos y describirlos. En lugar de esto, su tarea consiste en retratar “la esencia” de una individualidad determinada; no la poesía y el pensamiento de Dante, sino el “dantismo”; no la acción religiosa y política de Lutero, sino la “luteranidad”; no a Napoleón en la historia del mundo, sino al mundo que él hizo miserable y corrompido, la “napoleonidad”, y así sucesivamente; todo lo cual se reduciría a nada si no recibiese consistencia del gusto malsano de las morbosas complicaciones psíquicas, convertidas en ídolos e idolatradas por sí mismas, apartadas de su relación con el proceso productivo merced al cual solamente son inteligibles, y fuera, por lo tanto, de su propio centro de verdad. Tan impura es la linfa en que se alimentan las más ingeniosas biografías de esta especie que les confiere cierta originalidad de carácter; biografías que, por lo demás, son, en su mayor parte, meras insulseces.

IV. El significado histórico de la necesidad

El juicio, al ejercitarse sobre un hecho, lo piensa tal como es, y no ya como sería si no fuese lo que es; lo piensa, según se expresaba con la vieja terminología lógica, según el principio de identidad y contradicción, y, por lo mismo, como lógicamente necesario. Éste y no otro es el significado de la necesidad histórica, contra la que se alimentan suspicacias y a veces se intentan rebeliones, atribuyéndole empeño en negar la libertad humana, allí donde no se niega más que la inconsecuencia lógica. Obsérvese, para confirmarlo, que la afirmación de tal necesidad se sostiene, y se reafirma constantemente, contra la introducción en la historia del “si”, palabra vedada; no ya del “si”, partícula gramatical, cuyo uso es perfectamente lícito; ni siquiera del “si” que se emplea para deducir del caso histórico una advertencia o admonición de más largo alcance, de carácter general y abstracto —como cuando se dice que si en julio de 1914 los hombres de Estado de Alemania y los demás pueblos hubiesen dominado sus nervios, no habría estallado la guerra; lo que sirve tal vez para dar conciencia de la gravedad de ciertos actos decisivos y excitar el sentimiento de la responsabilidad— sino, precisamente, del “si” histórico y lógico, o sea, antihistórico e ilógico. Este “si” divide arbitrariamente el único caudal histórico en hechos necesarios y hechos accidentales (y lo divide porque, al concebir todos los hechos como accidentales, la unidad histórica permanecerá intacta, y tanto valdría que fuesen “todos accidentales” como “todos necesarios”); y se hace argumento de calificar en sus relatos un hecho como necesario y otro como accidental, y aleja mentalmente a este segundo para determinar cómo se hubiera desarrollado el primero conforme a su naturaleza “si” el otro no lo hubiese estorbado. Jueguecillo que acostumbramos practicar en nuestro interior, en momentos de ocio o de pereza, divagando acerca del curso que habría tomado nuestra vida si no hubiésemos topado con aquella persona que nos salió al encuentro o cometido el error que cometimos; en lo cual nos tratamos a nosotros mismos, con harta desenvoltura, como elemento constante y necesario, sin pensar en que podríamos también cambiarnos mentalmente a nosotros, que somos lo que somos en este momento, con nuestras experiencias, nuestras lamentaciones y nuestras fantasías, precisamente por habernos encontrado con aquella persona y cometido aquel error; sino que, volviendo a la realidad del hecho, el jueguecillo se interrumpiría y desvanecería sin más. Contra la falaz creencia que de ello surge, se forjó el refrán de que “de buenas intenciones está empedrado el infierno”. Mas como el jueguecillo, en la historia, está enteramente fuera de lugar, cuando por allí asoma, nos cansa en seguida y lo dejamos. Hacía falta un filósofo, un filósofo bastante abstracto, para escribir todo un libro (Renouvier, Uchronie) con el fin de narrar “el desarrollo de la civilización europea no como ha sido, sino como hubiera podido ser”, en el convencimiento de que la victoria política de la religión cristiana en Occidente fue un hecho contingente que hubiera podido no ocurrir si se hubiese producido una pequeña variante, preñada de consecuencias, al final del reinado de Marco Aurelio y en las fortunas de Cómodo, Pertinax y Albino.

De la necesidad histórica, en el significado lógico que se ha determinado, y que es el pensamiento que siente la gravedad de su cometido y no quiere dejarse distraer de él para perseguir vaguedades, hay que tener muy alejados otros dos significados del mismo vocablo, que son, ambos, conceptos erróneos. Uno es que la historia es necesaria porque los hechos precedentes en la serie determinan los subsiguientes en una cadena de causas y efectos. Nunca se insistirá lo bastante en esta sencilla y fundamental verdad, tan difícil, sin embargo, de entender, para tantas inteligencias envueltas en las sombras del naturalismo o del positivismo: que el concepto de causa (y aun aquí, por más que pueda parecer superfluo, hemos de advertir que nos referimos al “concepto” y no al “vocablo”, que pertenece a la conversación ordinaria) es y debe seguir siendo extraño a la historia, porque, nacido en el terreno de las ciencias naturales, cumple su oficio en el ámbito de ellas. Y nadie consiguió jamás, prácticamente, relatar, por adecuación de causas y efectos, un pasaje cualquiera de historia, sino que pudo, tan sólo, añadir al relato construido con diverso método, o sea con el espontáneo y propio de la historia, la impropia terminología causal para hacer alarde de cientificismo. O también, y como consecuencia sentimental de aquel prejuicio determinista, se empeñó en relatarla del modo desconfiado y pesimista a que se inclina el hombre naturalmente cuando la historia, en lugar de aparecérsele como hecha por él para proseguirla y renovarla con su acción propia, se le echa encima como alud de pedruscos que bajan rodando de un alto monte hasta dar en el fondo y amontonarse sobre su persona, aplastándola.

El otro concepto se ofrece en la forma capciosa de una sentencia: que también la historia tiene su lógica; lo cual es indudable, pues si la lógica está en el hombre, también está en la historia, y si el pensamiento humano se ejerce sobre ésta, es para pensarla, como se ha visto, lógicamente. Pero la palabra “lógica”, en la susodicha sentencia, significa algo muy distinto de la “logicidad”, un designio o programa según el cual la historia habría de iniciarse, desarrollarse y terminarse, y que al historiador le correspondería encontrar, bajo los hechos aparentes, la escondida matriz de tales hechos, última y verdadera interpretación suya. Muchas veces han razonado los filósofos semejante designio, deduciéndolo del concepto de Idea, o del de Espíritu, y del de Materia; sólo que Idea, Espíritu y Materia eran disfraces varios del dios trascendente, único que podría idearlo e imponérselo a los hombres y atender a su ejecución. A ésta, que es su forma desnuda y escueta, hay, pues, que reducirlo siempre, y en ella principalmente considerarlo: forma que para Tomás Campanella, en sus sonetos, sin ninguna intención satírica o burlesca, es la de un “cómico fatal libro”, la de un “escenario”, tal como él lo veía en sus tiempos usado por los directores de las compañías de comediantes improvisadores para trazar la acción de la comedia, asignar a los actores sus papeles y sacarlos a declamar; y que el abate Galiani comparaba a la práctica, usual entre los tahúres que juegan con des pipes, con dados marcados. Sea como fuere, tampoco ha trazado nadie jamás, efectivamente, una historia de esta índole; y ya en su metodología iban descubriendo sus propulsores o progenitores la dificultad en que se hallaban, con la añadida y contradictoria pretensión de que las investigaciones habían de llegar a un designio más allá de los testimonios y documentos, y, por lo tanto, inasequible por tal camino; y en el hecho, por el empleo de tales testimonios ya como símbolo, ya como ornato superfluo de la aseveración que hacían de sus creencias, tendencias, esperanzas y temores, políticos, religiosos, filosóficos, o lo que fuesen, que bautizaban con el nombre de historia. A la par de la causalidad, el Dios trascendente es extraño a la historia humana, que no existiría si existiese tal Dios: la que es para sí misma el Dionisos de los misterios y el Christus patiens redentor de los pecados.

Juntamente con esta doble y falsa forma de la necesidad desaparece de la historiografía el otro concepto, de ella derivado, de la previsión histórica; porque si del programa divino solía revelarse el acto último (por ejemplo, la venida del Anticristo, el fin del mundo y el juicio universal), todo lo restante, intermedio entre lo presente y aquel fin, estaba también escrito en el libro de la Providencia, del que, por gracia, podría ser revelado algún pasaje a algún varón piadoso; y por otra parte, en la concepción causal, la cadena de causas y efectos proseguía, y era posible, mediante el cálculo, determinar los futuros eslabones. Prácticamente, por lo demás, confesaban la imposibilidad de prever, con reverencia, en el primer caso, para la inescrutable voluntad divina, y en el segundo, declarándose perdidos ante la enorme complejidad de las causas puestas en juego; de modo que el naturalista fiel hacía lo que Zola, el novelista de los Rougon-Macquart, que después de haber construido el tronco y todas las ramas y ramitas del árbol de aquella familia sometida a las leyes de la herencia, en el lugar preparado para un niño a punto de nacer no sabía poner más que la irónica interrogación sin respuesta: “¿Qué será?” Sin embargo, el hábito de la predicción persiste como costumbre en la expectación de muchos lectores de historia, y como deber de dignidad por parte de muchos escritores, y se satisface en desfiles de imágenes sin sustancia ninguna, como se ha dicho, aparte de los personales temores y miedos y de las personales esperanzas de los que las forman.

A la necesidad causal y a la trascendente, que, una y otra, se ocultan bajo tantas formas engañosas, deberían oponerse con fuerza los defensores de la libertad humana, y no ya salir en son de guerra, como suelen hacerlo, contra la necesidad lógica de la historiografía, que es, por el contrario, premisa necesaria de aquella libertad.

V. El conocimiento histórico como conocimiento total

No basta decir que la historia es el juicio histórico; hay que añadir que todo juicio es juicio histórico, o historia, sin más. Si el juicio es relación de sujeto y predicado, el sujeto, o sea el hecho, sea cual fuere, que se juzga, es siempre un hecho histórico, un devenir, un proceso en curso, porque en el mundo de la realidad no se hallan ni se conciben hechos inmóviles. Es juicio histórico también la más obvia percepción de la mente que juzga (y si no juzgara no sería ni siquiera percepción sino sensación ciega y muda); por ejemplo: que el objeto que miro ante mis pies es una piedra y que no echará a volar como un pajarillo al menor de mis pasos, por lo que será conveniente que yo lo aparte con el pie o con el bastón, porque la piedra es en verdad un proceso en curso, resistente a las fuerzas de disgregación, y sólo cede poco a poco, y mi juicio se refiere a un aspecto de su historia.

Mas tampoco podemos detenernos aquí, renunciando a desarrollar la ulterior consecuencia: que el juicio histórico no es ya un orden de conocimientos, sino que es el conocimiento sin más, la forma que llena y agota por entero el campo cognoscitivo, sin dejar espacio para ninguna otra cosa.

En efecto, todo conocimiento concreto no puede dejar de estar, como el juicio histórico, ligado a la vida, o sea a la acción, en la que señala un momento de suspensión o expectación, destinado a remover, como se ha dicho, el obstáculo con que tropieza, cuando tropieza, cuando no distingue claramente la situación de que ha de surgir en sus determinaciones y particularidades. El conocer por conocer, contrariamente a lo que algunos imaginan, no sólo no tiene nada de aristocrático ni de sublime, pues le sirve de ejemplo, en verdad, el pasatiempo idiota de los idiotas y de los momentos de idiotez que hay en todos nosotros, sino que en realidad no se presenta nunca por ser intrínsecamente imposible, faltándole con el estímulo de la práctica la materia misma y el fin del conocimiento. Y los intelectuales que indican como camino de salvación el desvío del artista o del pensador para el mundo que le rodea, su deliberada falta de participación en los vulgares contrastes prácticos —vulgares por ser prácticos— no se dan cuenta de que indican tan sólo la muerte del intelecto. En una vida paradisiaca, sin ocupación ni trabajo, en que no se tropiece con obstáculos que hay que superar, no se piensa, porque falta en ella todo motivo de pensar, y tampoco, propiamente, se contempla, porque la contemplación activa y poética encierra en sí un mundo de luchas prácticas y de afectos.

Ni hay que esforzarse para demostrar que también la llamada ciencia natural, con su complemento e instrumento que es la matemática, se funda en las necesidades prácticas del vivir y está destinada a satisfacerlas, porque a tal persuasión indujo ya los ánimos su gran sustentador en el umbral de los tiempos nuevos, Francisco Bacon. Pero ¿en qué punto de su proceso ejerce la ciencia natural tan útil oficio, haciéndose verdadero y propio conocimiento? No por cierto cuando forja abstracciones, construye clases, establece relaciones entre las clases llamándolas leyes, da fórmula matemática a estas leyes, y así sucesivamente. Todos éstos son trabajos de aproximación, destinados a conservar los conocimientos adquiridos o a procurar otros nuevos, pero no son el acto de conocer. Se podrá poseer, recogida en los libros o presta en la memoria, toda la materia médica, todas las especies y subespecies de enfermedades con sus características; y con esto, poseyendo “toda la ciencia de Galeno, pero no el enfermo”, como hubiera dicho Montaigne, se conocerá tan poco cuanto poco o nada conoce de historia el que posea una de tantas historias universales que se han compilado, abasteciendo su memoria con ella, mientras no llegue el instante en que, por el estímulo de los acontecimientos, cuanto ha llegado a conocer salga de su rigidez inmóvil y el pensamiento imagine una situación política o la que sea; y, de modo semejante, el experto en medicina, mientras no llegue al punto de tener delante a un enfermo para intuir y entender cuál es el mal de que precisamente aquel enfermo, y sólo aquél, padece, de qué modo y en qué condiciones, y que no es ya un esquema de enfermedad, sino la realidad concreta e individual de una enfermedad. Las ciencias naturales tienen su punto de partida en casos individuales, que la mente no entiende aún o no entiende del todo, y llevan a cabo una larga y complicada serie de operaciones para llevar a la mente así preparada ante aquellos casos, dejándola en comunicación directa con ellos para que forme juicio propio.

La ciencia natural no presenta, pues, verdadero contraste y oposición a la teoría de que todo conocimiento es conocimiento histórico; pues, a semejanza de la historia, opera en el mundo, y en el bajo mundo; pero sí la filosofía, o, si se quiere, la idea tradicional de una filosofía que vuelva los ojos al cielo y del cielo alcance o espere la verdad suprema. Esta división de cielo y tierra, esta concepción dualista de una realidad que trasciende de la realidad, de una metafísica por encima de la física, esta contemplación del concepto sin juicio, o por fuera del juicio, le da su carácter propio, que es el mismo siempre, llámese como quiera la realidad trascendente, Dios o Materia, Idea o Voluntad, y siempre que, por debajo o en contra de ella, se suponga que hay una realidad inferior o una realidad meramente fenoménica.

Mas el pensamiento histórico ha jugado una mala pasada a esta respetable filosofía trascendente, como a su hermana la religión trascendente, de que aquélla es la forma razonada y teológica: la pasada de convertirla en historia, interpretando todos sus conceptos y doctrinas, y sus disputas, y aun sus desconfiadas renuncias escépticas como hechos y afirmaciones históricas, nacidas de ciertas necesidades satisfechas en parte y dejadas en parte sin satisfacción por ella, y de este modo le ha hecho la justicia que por su prolongada dominación (que era a la vez un servicio a la sociedad humana) se le debía, y ha escrito su honrada necrología.

Puede afirmarse que, con la crítica histórica de la filosofía trascendente, la propia filosofía, en su autonomía, está muerta, porque sus pretensiones de autónoma se fundaban precisamente en su carácter de metafísica. La que ha ocupado su lugar no es ya filosofía, sino historia, o, lo que viene a ser lo mismo, filosofía en cuanto historia, e historia en cuanto filosofía: la filosofía-historia, que tiene por principio la identidad de lo universal y lo individual, del intelecto y la intuición, y declara arbitraria e ilegítima toda separación de ambos elementos, los cuales, en realidad, son uno solo. Manifestación singular de la historia que, a la larga, se ha visto considerada y tratada como la forma más humilde del conocimiento, y, por contraste, la filosofía como la más alta, y ya parece ser no sólo superior a ésta, sino rechazarla. Sólo que la llamada historia, que estaba relegada a ínfimo lugar, no era historia, sino crónica o erudición, y se atenía a lo externo, trabajando sobre testimonios; y la otra, que ahora ha surgido, es el pensamiento histórico, forma única e integral del conocimiento. Cuando la vieja filosofía metafísica quiso tender una mano en socorro de la historia para levantarla, no se la tendió a ella, sino a la crónica, y pudiendo elevarla a historia, porque su carácter metafísico se lo impedía, le superpuso una “filosofía de la historia”, o sea una manera de escogitación y adivinanza de que arriba se trató, acerca del programa divino que la historia debía realizar como quien se emplea en copiar más o menos bien un modelo. La filosofía “de la historia” fue un efecto de una impotencia mental, o, como dijo Vico del mito, de una “inopia de la mente”.

Ciertamente, entre las varias formas literarias de la didascálica se ven producciones que se consideran filosóficas y no históricas, porque parecen girar en torno a conceptos abstractos, purgados de todo elemento intuitivo. Pero si tales tratados no giran en el vacío, si tienen plenitud y concreción de juicios, el elemento intuitivo existe en ellos siempre, aunque latente a ojos del vulgo, que cree reconocerlo sólo donde se lo muestra como incrustación de crónica o de erudición. Existe por lo mismo que los filosofemas que se formulan responden a exigencias de proyectar luz sobre particulares condiciones históricas, cuyo conocimiento los esclarece en no menor proporción que es esclarecido por ellos. Iba a decir, tomando un ejemplo vivo, que aun las dilucidaciones metodológicas que voy dando aquí no son verdaderamente inteligibles si no se hace mentalmente explícita su referencia (que yo suelo hacer de manera solamente implícita) a las condiciones políticas, morales e intelectuales de nuestros días, cuya descripción y juicio contribuyen a dar.

Quedan los especialistas o profesores de filosofía, cuyo oficio parece consistir en hacer de contrapeso a los filólogos, o sea a los eruditos que se las dan de historiadores, poniendo al lado de los hechos brutos, por ellos alineados y presentados como historias, una alineación de ideas abstractas, y completando así una ignorancia con otra ignorancia, con lo cual no se adelanta mucho. Son los conservadores naturales de la filosofía trascendente, que, aun cuando profesan de palabra la unidad de la filosofía y la historia, la desmienten con los hechos, o, cuando más, descienden alguna vez de su mundo superior para pronunciar alguna rancia generalidad o alguna falsedad histórica. Pero cuanto más se afine el sentido de la historicidad y se difunda el modo histórico de pensar, los historiadores filólogos serán devueltos a la pura, simple y útil filología y los filósofos de profesión podrán ser, con toda holgura, despedidos con gratitud, porque la filosofía habrá encontrado en la alta historiografía la condición de vida eficaz que en vano había buscado en ellos. Filosofaban ellos en frío, sin solicitación de pasiones e intereses, “sin ocasión”, allí donde toda seria historiografía y toda seria filosofía deben ser historiografía y filosofía “de ocasión”, como decía Goethe de la genuina poesía, motivada ésta pasionalmente y práctica y moralmente la otra.

VI. Las categorías de la historiay las formas del espíritu

La polémica contra la trascendencia, yendo más allá del propósito, ha llevado a negar la distinción de las categorías del juicio, consideradas también como trascendencia, ya que, según se ha dicho, las categorías y el juicio son una cosa misma y cambian o se enriquecen merced al juicio, siempre nuevo: infinitos juicios, infinitas categorías.

Sólo que la distinción de categorías nada tiene que ver con el supuesto carácter trascendental suyo en contra del juicio, porque se verifica dentro del juicio mismo, por virtud del juicio, como actuación de él, y no se puede juzgar sino distinguiendo, haciendo la distinción de la cualidad a de la cualidad b, esto es, según categorías. ¿Qué juicio sería el que no calificase al acto a como acto de verdad, al acto b como acto de belleza, al acto c como acto de intención política, al acto d como acto de sacrificio moral, y así sucesivamente, limitándose a considerar intuitivamente diversos a los actos a, b, c, etc., lo cual, si es bastante para la fantasía, no lo es para el pensamiento? Las categorías no cambian, ni siquiera con el cambio que se llama enriquecimiento, porque ellas mismas son las que operan el cambio, pues si el principio del cambio cambiara también, el movimiento se detendría. Lo que cambia y se enriquece no son las eternas categorías, sino nuestro concepto de las categorías que va recogiendo en sí todas las nuevas experiencias mentales, de modo que nuestro concepto, por ejemplo, del acto lógico, ha ganado ya en malicia y defensa más de lo que tenía el de Sócrates y Aristóteles, y, sin embargo, tales conceptos, más pobres o más ricos, no serían conceptos del acto lógico si la categoría de “logicidad” no permaneciera constante e identificable en todos ellos.

Pero dicha polémica ha ido un poco más allá de lo conveniente, como se ve en su incapacidad de razonar el motivo de verdad que ha de buscarse y ponerse en claro aun en el error de la trascendencia, ya que admitimos que en el fondo de todo error anida siempre un motivo semejante. El cual, con respecto a la filosofía trascendente, consistía precisamente en la exigencia de mantener firme en el fluir de la realidad el criterio de los valores espirituales (lo bueno, lo verdadero, lo justo, etc.), cada cual con su carácter propio y cada cual opuesto a lo que se le opone (lo malo, lo falso, lo injusto, etc.), protegiéndolos contra las confusiones y las negaciones que inconsideradamente les lanzaban hombres por entero entregados a los sentidos. El error, por el contrario, en que se enredaba, provenía de la pretensión de apartarlo de aquel fluir para ponerlos a salvo en una esfera superior, trascendiendo de la realidad, lo que era equivalente a dar solución fantástica a un problema lógico. Mas en contra del sensualismo y del hedonismo era aquélla una exigencia general de vida sana, intelectual y espiritual que, a pesar de su error, ha tenido benéfico influjo en algunos momentos de la historia de las ideas, empezando por las definiciones que Sócrates elaboraba en contra de los sofistas, y por las ideas que Platón hubo de transferir a lo hiperuranio. Para venir a los tiempos recientes, en Alemania, durante el siglo XIX, el rígido pedagogo Herbart recurrió a un remedio semejante contra las exageraciones de la dialéctica y del historicismo por parte del propio Hegel, pero más todavía por la escuela hegeliana, que parecían amenazar no menos a la seriedad de la vida moral que a la de la vida científica; a la una con la fluidez y blandura de los conceptos, a la otra con los compromisos y transiciones fáciles entre un partido y el opuesto. Fue una reacción y, como reacción, exageró separando los conceptos de las representaciones y trazando tan fuertemente sus contornos como para encerrar a cada uno dentro de sí y quitarles toda posibilidad de deducción y referencia de unos a otros; y, con todo, es preferible tal distinción, aunque se pagase cara por la trascendencia de los valores sobre los hechos, a la mezcolanza de representaciones y conceptos, de conceptos puros y conceptos empíricos, que hoy quisieran algunos restaurar en el pensamiento filosófico, sin tener acaso idea clara de lo que quieren, y sin darse cuenta de la gran pérdida que se ocasionaría en todo lo que se ha conquistado fatigosamente en esta parte por obra de la filosofía crítica, siempre revolucionaria y conservadora al mismo tiempo.

Si a tales tentativas les queda aún cierta apariencia de razonamiento bien urdido, proviene de que las proposiciones de la filosofía monista abstracta no se ponen a prueba de hechos particulares, o de juicios particulares y precisos de un pensar concreto, propios para narrar la historia de las diversas actividades humanas, prueba de la que pronto saldrían hechas pedazos. En lo poco que tales ingenios genéricos se ven obligados a dar a los temas históricos, parece más accesible y prudente introducir de modo subrepticio las distinciones negadas por su metodología, o valerse de ellas, declarándolas a la vez empíricas; sobre poco más o menos como lo hizo un musulmán, enviado del gran sultán, que llegó, en el siglo XVIII, a la corte del rey Carlos de Borbón en Nápoles, y de quien hube de leer en una relación diplomática que en los banquetes napolitanos bebió mucha champaña, pero llamándola, y haciendo que los demás la llamasen, “limonada”. Perdóneseme este recuerdo incongruente, por cierto, con la gravedad filosófica, pero aplicable, de fijo, al caso de que se trata.

VII. La distinción entre acción y pensamiento

Ya que, extrañamente, se ha pensado en la necesidad de ir apagando todas las luces para asegurar integridad y pureza a la inmanencia, como si su digna sede fuera el “reino de las tinieblas”, no es de maravillar que se haya combatido y derribado con la imaginación hasta la distinción primigenia y fundamental que el sentido común de la humanidad asentó y observó siempre y que las filosofías respetaron: la distinción entre el conocer y el querer, entre el pensamiento y la acción.