La inocencia tras el escándalo - Abby Green - E-Book
SONDERANGEBOT

La inocencia tras el escándalo E-Book

Abby Green

0,0
3,49 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 3,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Todo el mundo hablaba de esa pareja... Desde Londres a San Petersburgo. La fotógrafa Zoe Collins estaba dispuesta a que el multimillonario Maks Marchetti despertara sus sentidos. Le habían hecho daño muchas veces y estaba dispuesta a proteger el corazón, pero quería dejar de proteger la virginidad. Maks no había conocido a nadie que lo intrigara tanto como Zoe. Era huérfana e inocente, pero parecía casi tan escéptica respecto al amor como él... lo que hacía que las noches que pasaban juntos fueran peligrosamente adictivas. Sin embargo, ¿un vínculo forjado en la cama podría resistir el asedio constante de la prensa?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 229

Veröffentlichungsjahr: 2021

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Abby Green

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La inocencia tras el escándalo, n.º 178 - agosto 2021

Título original: The Innocent Behind the Scandal

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales , utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-928-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

París

 

Era uno de los hombres más guapos que Zoe Collins había visto en su vida, y se daba cuenta cuando estaba rodeada de algunos de los hombres y mujeres más perfectos, físicamente, en uno de los desfiles más esperados de la Semana de la Moda de París.

Además, estaba en primera fila, y eso indicaba que tenía que ser alguien importante.

Estaba mirándolo fijamente y desvió la mirada alrededor del inmenso salón de baile que se había convertido en un bosque de cuento de hadas con árboles en la pasarela. El aire olía a los exclusivos perfumes de los cientos de invitados que iban de un lado a otro mientras esperaban a que empezara el desfile.

Todavía tenía el corazón acelerado por lo que acababa de hacer.

Había estado fuera del Grand Palais sacando fotos de los influencers que iban entrando cuando vio por casualidad que uno de los empleados del cateringhabía salido a fumar un cigarrillo. Luego, cuando volvió adentro, se dejó entreabierta la puerta y ella aprovechó.

Sabía que si conseguía meterse en el foso de los fotógrafos oficiales, podría intentar convencerles de que era una de ellos. Aunque no lo fuera, era una fotógrafa autodidacta y no podía conseguir una acreditación. De hecho, ya había algunos fotógrafos que estaban mirándola con recelo.

Se inclinó un poco hacia delante para que la melena le tapara la cara y esperó que no se dieran cuenta de que no tenía la tarjeta de identificación colgando. Le hervía la sangre de emoción. No había estado nunca en un desfile de moda y siempre había sido un sueño poder verlo desde tan cerca, como había sido un sueño llegar a convertirse en una fotógrafa de moda de verdad. Se había evadido con las revistas desde que tenía uso de razón y había analizado durante horas el trabajo que hacían los mejores fotógrafos, redactores y estilistas.

Sin embargo, entrar en un sector tan cerrado como ese era como ascender al Everest sin oxígeno, era prácticamente imposible si no se tenían contactos o experiencia.

Sabía que no podía llamar la atención, pero tampoco pudo evitar mirar otra vez a ese hombre. Se le aceleró el pulso en cuanto lo vio.

Se dio cuenta de que no solo era guapo. Tenía algo impenetrable. No estaba hablando con nadie y tampoco miraba a nadie, solo miraba su teléfono de vez en cuando. Parecía relajado y alerta a la vez. Interesado sin mostrar interés, distante.

Supuso que era alto a juzgar por cómo dominaba el espacio que lo rodeaba. Tenía unas espaldas muy anchas, la cintura estrecha y el pelo muy corto y oscuro.

Sus rasgos hicieron que levantara la cámara y lo enfocara casi sin darse cuenta de lo que estaba haciendo. Se le paró el corazón por lo que vio por el visor. De cerca era impresionante. Tenía los pómulos prominentes y los ojos un poco hundidos. La boca era insinuante y tentadora, bien definida y sensual. La mandíbula era implacable y con una barba incipiente que la resaltaba.

La piel era ligeramente morena…

Entonces, giró la cabeza y sus ojos se encontraron directamente con los de ella a través de la cámara. Se quedó helada. Tenía unos ojos hipnóticos. Eran grises, fríos, escépticos, reservados…

Instintivamente, pulsó del disparador e inmortalizó su rostro para siempre.

Hubo un revuelo antes de que pudiera apartarse la cámara de la cara, la agarraron del chaquetón y la sacaron de foso de los fotógrafos.

–¿Quién eres y por qué estás sacándome fotos?

Zoe, aturdida, se dio cuenta de que su voz era como todo él: profunda, autoritaria y con cierto acento extranjero. También era más alto de lo que se había imaginado. Mediría un metro noventa y ella medía poco más de uno sesenta. Aun así, la miró de arriba abajo.

–¿Quién eres? ¿Dónde está tu acreditación?

–Yo… –ella titubeó y se le desvaneció toda la osadía que la había llevado hasta allí–. No tengo…

Oyó que los otros fotógrafos murmuraban algo y se puso roja.

–Lo siento –siguió Zoe–. Vi una puerta abierta y…

–¿Pensaste que podías entrar ilegalmente?

–Bueno… Eso es un poco… exagerado, ¿no? –balbució ella.

Él la agarró de un brazo, la sacó de la zona de los fotógrafos y la llevó hacia la entrada principal. Le ardía la cara de humillación. ¿Quién se creía que era ese hombre que actuaba con esa autoridad? Colarse en un desfile de moda no era un delito tan grave…

Veía que la gente iba apartando las piernas mientras pasaban y también vio el rostro de algunos famosos con gestos de espanto mientras la sacaban a rastras.

Se soltó cuando estuvieron al otro lado de la puerta principal. Unos guardas de seguridad fueron a acercarse, pero el hombre levantó una mano y se pararon.

Lo miró, se quedó sin aliento y sintió una descarga de adrenalina y de otra cosa, de algo que se parecía fastidiosamente a la excitación.

–¿Quién es usted? –le preguntó ella frotándose el brazo, aunque no le había hecho daño.

Él no contestó, se limitó a levantarle la cámara por encima de la cabeza antes de que ella pudiera impedírselo. Ella reaccionó e intentó recuperarla.

–¡Es mi cámara! No puede…

Una mano en lo alto del pecho la paró y la calló.

Lo miró con impotencia mientras manipulaba la cámara con destreza y empezaba a ojear las fotos, seguramente, para encontrar la suya y las que había hecho fuera.

Agarró la cámara con fuerza y apartó la otra mano de su pecho.

–Me la quedaré. Tú puedes irte.

–No puede quedarse mi cámara –replicó Zoe, que se había quedado helada–, es mía…

Era lo que más quería. Había sido de su padre y había ido a todos lados con ella desde aquel atroz…

Ella siguió hablando precipitadamente para sofocar esos recuerdos tan inoportunos.

–¿Es del servicio de seguridad? Puede borrar todas las fotos si quiere, me da igual, pero, por favor, devuélvame la cámara.

Zoe alargó una mano temblorosa por el pánico.

–¿No sabes quién soy? –preguntó él incrédulo.

Ella lo miró. No estaba muy al tanto de los famosos del espectáculo o de las revistas de cotilleo, pero sí estaba casi segura de que no era ni un actor ni un cantante. Aunque le parecía remotamente conocido. Quizá fuera un modelo. Desde luego, podría serlo. Aunque tenía algo altanero, como si jamás fuera a rebajarse a posar para que le hicieran una foto.

–¿No es del servicio de seguridad?

–Soy Maks Marchetti.

La miró y ella lo miró sin salir de su asombro.

–Maks Marchetti…

–¿No conoces el Grupo Marchetti? –siguió él arqueando una ceja–. Somos los dueños de la casa de moda en la que te has colado.

Ella notó que iba quedándose pálida.

–Sé quién es.

No lo había reconocido porque era el más huidizo de los tres hermanos Marchetti, que habían heredado la empresa de su padre después de que muriera.

El Grupo Marchetti siempre había estado en lo más alto de la exclusividad, pero lo estaba más todavía desde el fallecimiento del patriarca. Eran dueños de todas las marcas importantes, y si no lo eran, estaban haciendo todo lo posible para serlo.

Ese hombre era un Marchetti y eso quería decir que podría comprar o vender a todos los que estaban en la sala.

Oyó música y supuso que estaba empezando el desfile. Esa mirada gris era enervante. Parecía que no le importaba estar perdiéndose el principio y ella se acordó de ese aire distante que había captado en él.

–¿No debería estar dentro? Si me devuelve la cámara, me marcharé y no volverá a verme.

 

 

Maks miró a la mujer que tenía delante y le impresionó más de lo que estaba dispuesto a reconocer. A simple vista, era normal y corriente, delgada y menuda, pero tenía algo que había captado su atención cuando vio la cámara en su rostro apuntando directamente hacia él.

Tenía una melena rubia, del color de la miel, que le llegaba hasta los hombros, unas cejas delicadas y la nariz recta. Los ojos eran de un arrebatador tono azul verdoso, aguamarina, preciosos.

Más que preciosos.

Sin embargo, tenía una cicatriz, una marca en un lado del labio superior. También tenía otra cicatriz que le iba desde encima de un pómulo hasta la línea del pelo, y que le producía curiosidad.

Ella, como si hubiese notado que la miraba, inclinó la cabeza y el pelo le cayó hacia delante tapándole la cara.

–Es de mala educación mirar fijamente.

Maks tuvo que contener las ganas de levantarle la barbilla para verla bien. Era una desconocida.

–También es de mala educación colarse.

Ella volvió a levantar la cabeza con un destello verde en los ojos. Las pestañas eran largas y no llevaba maquillaje, pero el cutis era impecable… aparte de las cicatrices. Era blanco con un ligero tono rosado e hizo que se preguntara cómo sería dominado por la pasión. ¿Sus ojos serían de un verde oscuro cuando estuviera excitada? ¿Sus mejillas se sonrojarían más?

Sintió una punzada de deseo Era hermosa de una manera que iba adueñándose de él, que se movía en un mundo que ensalzaba tanto la belleza que había llegado a acostumbrarse. Ella, sin embargo, tenía una belleza que no había visto nunca. Cautivadora y sin pretensiones.

¿Podía saberse qué estaba pasándole?

–Vete y no te denunciaré por entrada ilegal. No permitimos paparazzi en nuestros desfiles –añadió Maks.

Ella abrió la boca y él se fijó en sus labios y carnosos antes de fijarse otra vez en esa intrigante cicatriz.

–No soy una paparazzi.

Ella se había incorporado y le vibraba todo el cuerpo como si estuviera indignada. Maks tuvo que concederle que era una buena actriz, pero también contuvo las ganas de mirarla más detenidamente de arriba abajo. Le bullía la sangre inequívocamente y no le gustaba esa distracción… o atracción.

–Bueno, te has colado en uno de los desfiles más esperados de la temporada y con una lista de invitados inigualable. Es normal que sospeche un poco, pero, en cualquier caso, esto no admite discusión.

Maks Marchetti miró por encima de su cabeza e hizo un gesto. Zoe se dio la vuelta y vio a dos fornidos guardas de seguridad que se acercaban a ella.

–Por favor, no iba a hacer nada malo, no soy una paparazzi.

–Por favor, acompañad afuera a esta joven y que nunca más vuelva a entrar en otro desfile.

Zoe se quedó boquiabierta cuando dos manos la agarraron de los brazos firme y delicadamente a la vez. Miró a Marchetti con el ceño fruncido. ¿Cómo había podido pensar que era atractivo? Era frío y despiadado.

–¿De verdad está vetándome?

Ya no entraría ni aunque tuviera una acreditación. Sus sueños de entrar en el nivel más bajo de la fotografía de moda estaban esfumándose.

Los guardas iban a llevársela cuando vio la cámara que colgaba de una mano de Marchetti.

–¿Y mi cámara?

–La perdiste cuando entraste sin autorización. Adiós y espero que no volvamos a vernos, por tu bien.

No conocía a ese hombre y había pasado, en cuestión de segundos, de parecerle impresionante a odiarlo, pero, aun así, no podía dejar de mirarlo.

Además, y lo que era peor, le dolía que hubiera dicho que esperaba que volvieran a verse.

–Muy bien, y para que conste, señor Marchetti, es el último hombre sobre la faz de la tierra al que me gustaría volver a ver.

Él levantó una mano, la que sujetaba la cámara e, incluso, esbozó media sonrisa.

–Ciao.

Se quedó mirando a los agentes de seguridad que se la llevaban y luego desaparecían. Era un disparate, pero, por un instante, había estado a punto de ir detrás de ellos para que la soltaran.

¿Qué habría hecho? Se preguntó a sí mismo. ¿Mirarla un rato más?

Sacudió la cabeza y volvió adentro.

Vio el desfile desde el fondo de la sala y casi ni se enteró de la ovación. Además, aunque había visto a algunas de las mujeres más hermosas del mundo desfilar por la pasarela, no podía quitarse de la cabeza un par de ojos color aguamarina.

Sin embargo, se quedó perplejo cuando se dio cuenta de que ni siquiera le había preguntado su nombre. Hasta ese punto lo había alterado. Frunció el ceño. Aunque sí se había cerciorado de que no volviera a entrar, no quería más alteraciones como esa.

Miró la cámara que tenía en la mano. Era una Nikon antigua, de hacía unos veinte años, y un tanto maltrecha. Vio una papelera y supo que debería tirarla y olvidarse de lo que había pasado, que no volvería a verla nunca más.

 

 

Unas horas más tarde, Zoe miraba pensativamente por la ventanilla del tren que la llevaba a Londres. Era principios de otoño y el tiempo había sido soleado en París, pero el cielo de Londres estaba plomizo y hacía muy poco para levantarle el ánimo. Cada vez que pensaba en Maks Marchetti con una sonrisa burlona y que le decía «ciao» con la cámara colgándole de la mano, le daban ganas de gritar o llorar.

Para su espanto, notó que le escocían los ojos por las lágrimas. ¿Cómo era posible que hubiese perdido de esa manera la querida cámara de su padre? Seguramente, ya estaría en una papelera con las fotos borradas y la tarjeta de memoria destruida.

Se tocó sin querer la cicatriz de labio. Tenía las cicatrices por culpa de esa cámara. Hacía diecisiete años, cuando tuvieron el accidente de coche en el que murieron sus padres y su hermano pequeño, ella tenía ocho años y Ben, cinco. Sus padres, en la plenitud de la vida.

Ella tenía la cámara en las manos y su padre se había dado la vuelta un instante para decirle que tuviera cuidado. Entonces… el mundo saltó por los aires entre el fuego y el dolor y su vida cambió de la noche a la mañana. Se había convertido en una huérfana.

Retiró la mano de la boca y cerró con fuerza los ojos como si así pudiera bloquear esos recuerdos.

Abrió los ojos otra vez y sofocó todos los sentimientos. Solo ella tenía la culpa de haber perdido la cámara de su padre. No debería haber sido tan impulsiva.

Sintió un escalofrío cuando se acordó de aquel hombre, de Maks Marchetti. Había sido muy… intenso, abrumador. Tenía que reconocer que a pesar de la tensión de la situación se había sentido viva.

Él le había mirado las cicatrices. Todo el mundo se las miraba cuando las veían. Estaba acostumbrada a que abrieran los ojos y luego los entrecerraran antes de mirarla para comprobar si se había dado cuenta. Luego llegaba la sonrisa de arrepentimiento y bochorno.

Sabía que era afortunada porque las cicatrices no la desfiguraban, pero cuando las había mirado Maks Marchetti, no había sentido la sensación de indiscreción que solía sentir. Había inclinado la cabeza porque, inquietantemente, había sentido otra cosa… emoción.

Se quedó helada. Era la misma emoción que le había llevado a confiar en alguien que había traicionado su confianza, que había estado a punto de hacerle algo mucho peor que traicionar su confianza.

El tren desaceleró, Zoe se alegró de ver que se acercaba la estación.

Ya no era tan ingenua como antes. Si un hombre la alteraba, era el doble de cautelosa porque sabía muy bien que la atracción o el deseo podían distorsionar la realidad hasta que era demasiado tarde.

El tren se detuvo en la estación de St. Pancras, pero no pudo evitar preguntarse que, si ya estaba escarmentada, por qué tenía esa sensación de pérdida ante la idea de que no volvería a ver a Maks Marchetti.

Era absurdo. En ese momento, lo más probable era que él estuviese saliendo de alguna fiesta muy glamurosa mientras ella se dirigía hacia el laberinto del suburbano por volver a su diminuto piso en el este de Londres.

Ella ya había aprendido la lección de meterse en un mundo que no le había abierto las puertas. La verdad era que su pasión por la fotografía solo era una afición, una afición que estaba dándole problemas. La posibilidad de que fuese otra cosa estaba más lejos que nunca y, entretanto, tenía que ganarse la vida.

 

Dos semanas después, en Londres

 

Le dolían los brazos, pero le dolía más la cara por la sonrisa falsa. La bandeja se vaciaba y volvía a llenarse una y otra vez mientras pasaba copas de champán a la flor y nata de los más guapos y famosos de Londres.

Como si fuera una ironía del destino, la empresa de cateringen la que trabajaba a tiempo parcial estaba sirviendo en un acto relacionado con la moda, en la presentación del nuevo diseñador jefe de una casa de modas que se celebraba en la tienda más emblemática que tenía en la calle Bond… y, naturalmente, era del Grupo Marchetti.

Notó un cosquilleo en la nuca. Lo atribuyó a que tenía el pelo recogido por exigencias del trabajo.

No podía ser tan paranoica. Maks Marchetti estaba en París y era muy improbable que acudiera a todos los actos que organizaba el grupo.

Se borró esa idea de la cabeza y se dio la vuelta con la esperanza de que la bandeja se aligerara pronto. Entonces, se le heló la sangre cuando vio a alguien que estaba al otro lado de la habitación. Era un hombre alto, ancho de espaldas y con el pelo corto y rubio oscuro. Llevaba un traje gris y una camisa blanca con dos botones abiertos. Sostenía despreocupadamente una copa de champán medio vacía y tenía la cabeza inclinada hacia una mujer escultural, alta y pelirroja que llevaba un vestido verde y muy corto que mostraba las piernas más largas que ella había visto en su vida.

Era él.

Levantó la cabeza como si hubiese percibido que ella estaba mirándolo y esos ojos grises se clavaron el los de ella antes de que pudiera moverse. Entrecerró los ojos mientras la reconocía y ponía una expresión gélida.

Ella casi pudo leer sus labios, que le preguntaban qué hacía allí. Él le dijo algo a la otra mujer. Sin dejar de mirarle a ella, dejó la copa de champán en una mesa y fue acercándose.

No podía moverse, se sentía como un ciervo deslumbrado por los faros de un coche. Se quedó delante de ella. Había conseguido convencerse a sí misma durante esas dos semanas de que no podía ser tan guapo como lo recordaba, pero sí lo era.

–¿Cómo te has metido aquí?

–Trabajo en Stellar Events.

–Eso cuéntaselo a otro –replicó él con un gruñido.

Maks le agarró la bandeja y las copas se balancearon peligrosamente. Zoe reaccionó por fin.

–¡Un momento! Estoy trabajando.

–No me lo creo. Dame la bandeja y lárgate.

–No, estoy haciendo mi trabajo –Zoe lo miró con el ceño fruncido–. No puede echarme cada vez que me ve.

Ella tiró de la bandeja, se trastabilló hacia atrás y perdió el equilibrio. Entonces, como a cámara lenta, la bandeja, con una docena de copas llenas de vino espumoso, le cayó encima antes de estrellarse contra un suelo de cemento primorosamente pulido.

Se hizo un silencio sepulcral mientras se levantaba con la camisa empapada y la cara manchada de vino.

Miró fijamente Maks Marchetti, que tenía una expresión sombría, hubo cierto revuelo cerca de ellos y apareció su jefe, con la cara tan roja que parecía que iba a explotar.

Zoe se tapó el pecho con la bandeja como si fuera un escudo.

–Steven, lo siento…

–Cállate. Limpia todo esto y luego ven a la cocina.

Le hizo un gesto a otro camarero que ella no conocía y se acercó apresuradamente con un cepillo y un recogedor. Alguien llevó también unas toallas de papel.

Ella no pudo volver a mirar a Maks Marchetti, se agachó y empezó a recoger los trozos de cristal más grandes. Tuvo que contener el aliento cuando se cortó un dedo.

De repente, Marchetti se agachó también, le tomó la mano y miró la sangre.

–Deja el cristal, vas a acabar haciéndote daño.

Zoe se soltó la mano, aunque notó una descarga eléctrica por todo el brazo y lo miró con rabia.

–Como si eso le importara. Déjeme en paz, ya ha causado bastantes problemas.

No hizo caso del daño en el dedo y siguió recogiendo cristales. Cuando se levantó, con la cara abrasándole por la humillación, Marchetti había desaparecido.

Fue a la cocina, donde estaba esperándole su jefe. Dejó la bandeja llena de cristales rotos y él le dio un sobre. Transmitía una furia gélida, pero tenía la cara más roja todavía.

–¿Tienes la más mínima idea de quién era él?

A Zoe se le encogió el estómago. Aquello no iba a salir bien.

–Desgraciadamente, sé muy bien quién era.

–¿Y puede saberse qué hacías forcejeando con él por una bandeja? –él sacudió una mano como si no quisiera oír las respuesta–. Maks Marchetti era uno de los hombres más importantes del sector de la moda y el lujo. Además, su hermano Nikos también está aquí esta noche –él le entregó un sobre–. Lo siento, Zoe, pero no vamos a poder contar contigo después de lo que ha pasado, no volveremos a llamarte.

Zoe abrió la boca para defenderse, pero volvió a cerrarla. No podía decir nada, no le perdonarían esa humillación en público.

Steven le miró la mano antes de que se marchara.

–Estás sangrando. Límpiate la mano, por favor, y vete.

Zoe se quedó como tonta mirándose la mano. Fue a buscar el botiquín, se limpió el corte y se lo cubrió con esparadrapo. Hizo una mueca al notar las palpitaciones, pero agradeció el dolor. Además, maldijo a Maks Marchetti y esperó de verdad no volver a verlo.

Sin embargo, no tuvo suerte. Poco después, cuando salió por la puerta de empleados, vio un coche plateado pegado al bordillo. Se abrió la puerta y se bajó un hombre alto y delgado.

Era Maks Marchetti.

Zoe empezó a alejarse, pero él se mantuvo a su altura sin ningún esfuerzo. Entonces, ella cayó en la cuenta de que llevaba unos pantalones negros desgastados, la camisa blanca mojada de champán y un chaquetón de cuero más desgastado todavía. También llevaba unos zapatos planos y una mochila. No podía parecerse menos a las mujeres que había en ese sitio…

Se paró y se dio la vuelta para mirarlo.

–¿Qué quiere? Me han despedido, ¿no se conforma con eso? Que yo sepa, la calle es un espacio público, no estoy invadiendo ningún sacrosanto espacio del Grupo Marchetti, ¿verdad?

Zoe no siguió al sorprenderle la intensidad de sus sentimientos.

Maks levantó una mano y, para sorpresa de ella, le pareció un poco avergonzado.

–Te debo una disculpa.

–¿De verdad? –preguntó Zoe antes de acordarse de lo que había pasado–. Efectivamente, me la debe.

–No pretendía que te despidieran. Te vi y…

Maks se calló, se quedó sin saber qué decir por primera vez en su vida. No había podido quitársela de la cabeza durante dos semanas, había dominado sus pensamientos cuando estaba despierto y cuando estaba dormido.

Cuando la vio al otro lado de la habitación, se quedó tan atónito que dejó de pensar con coherencia, incluso, se olvidó de que había llegado a la fastidiosa conclusión de que no era una paparazzi.

La verdad era que se había adueñado de él en un sentido muy visceral. Le había provocado una reacción muy vehemente desde que vio el objetivo apuntándole. No todo el mundo habría reaccionado igual. Su hermano Nikos, por ejemplo, había posado y habría sonreído.

Para él, sin embargo, los objetivos de las cámaras eran una intromisión en su intimidad y se había pasado dos semanas preguntándose si su reacción no habría sido desproporcionada, una reacción refleja por un trauma antiguo.

Sin embargo, había vuelto a reaccionar igual en cuanto la vio esa noche. Las ganas de verla de cerca se le habían mezclado con la necesidad de expulsarla, y esa vez ni siquiera llevaba una cámara…

Fuera cual fuese la reacción que le provocaba, sabía que no podía dejar que se le escapara otra vez. Porque le debía una disculpa, pero también por otros motivos más profundos y menos coherentes.

Porque la deseaba, le susurró una vocecilla en la cabeza.

Ella se había soltado el pelo, pero eso no ocultaba sus preciosos rasgos ni su delicada belleza, ni las cicatrices. Quiso acariciarlas y tuvo que cerrar el puño.

–¿Por qué te colaste en el desfile de París si no era para sacar fotos a los famosos y venderlas?

–¿No cree que no soy una paparazzi?

–No. Miré las fotos y vi que eran fotos de moda callejera, paisajes, arquitectura, gente…

En ese momento, él la miraba fijamente. Le miraba las cicatrices.

Él estaba esperando que dijera algo y ella suspiró.

–Me colé impulsivamente cuando se me presentó la ocasión. No había estado nunca en un desfile y me fascinan. Pensé que a lo mejor podría entrar en contacto con otros fotógrafos y meter un pie…

–¿Quieres hacer fotografía de moda?

Zoe se sonrojó un poco.

–Sí, siempre me ha interesado, pero no podré conseguirlo nunca.

–¿Mientras trabajes de camarera?

–Entre otras cosas –ella se encogió de hombros–. También cuido niños, limpio oficinas y enseño inglés a refugiados, aunque no me pagan por eso.

Se calló al darse cuenta de que estaba hablando por hablar sobre su inestable vida profesional. Además, a Maks Marchetti, que debía de ser uno de los hombres más ricos del mundo.

–Gracias por disculparse –Zoe empezó a darse la vuelta–. Estarán esperándolo dentro y yo tengo que irme.

–Espera.

Ella se paró con el pulso alterado y sin poder respirar. Maks Marchetti se puso delante de ella y, para su sorpresa, le tendió una mano.

–¿No podemos empezar desde el principio? Hola, me llamo Maks Marchetti.

Zoe sabía que debería sortearlo mientras daba alguna excusa y que luego debería olvidarlo para siempre, pero él sonrió y ella creyó que iba a asfixiarse mientras todas las buenas intenciones se esfumaban. No tenía defensas contra una sonrisa de Maks Marchetti.

Le había parecido impresionante desde que lo vio, pero primero había sido frío y luego intimidante. En realidad, no había visto su sonrisa ni cuando había estado hablando con aquella mujer. Sin embargo, estaba sonriendo en ese momento y era sencillamente irresistible.

Hizo un esfuerzo para respirar porque estaba mareándose y, sin hacer caso de la más mínima prudencia, también le tendió la mano antes de que pudiera evitarlo.

–Hola, yo me llamo Zoe Collins.

Marchetti le estrechó la mano y ella volvió a sentir esa descarga eléctrica por todo el brazo, pero esa vez no pudo soltarse.

–Zoe… Te pega, es… susceptible.

Eso le dio fuerzas para soltarse la mano y estuvo a punto de tomársela con la otra mano como si le hubiese quemado. El ambiente estaba cargado. Ella no veía la gente que pasaba alrededor de ellos, ni él tráfico. Tampoco sentía la calidez de principios de otoño.

–No suelo ser susceptible –replicó ella–. Usted saca lo peor de mí.

Él dejó de sonreír.

–Has perdido el trabajo por mi culpa.