La invención del sí mismo - Nikolas Rose - E-Book

La invención del sí mismo E-Book

Nikolas Rose

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Beschreibung

La invención del sí mismo. Poder, ética y subjetivación (Inventing our selves, Cambridge University Press, 1996) constituye una de las obras de mayor importancia del sociólogo británico Nikolas Rose, figura destacada dentro de los estudios de la gubernamentalidad en el Reino Unido. Dentro de un marco de inspiración foucaultiana, aunque con una propuesta profundamente original, el libro da cuenta de un esfuerzo consistente por perfilar una aproximación crítica a la historia de la psicología y, en particular, al rol que juegan los saberes psi (psicología, psiquiatría, psicoanálisis) en la configuración del sujeto contemporáneo bajo un régimen liberal-avanzado o neoliberal. De ahí que el autor trace una genealogía de los procesos que han posibilitado el surgimiento de un conjunto heterogéneo de especialistas en la subjetividad que, apoyados en un saber científico psicológico y una legitimidad política de nuevo cuño, han logrado dar forma a una particular manera de pensarnos y entendernos en tanto "sí mismos" proyectados hacia la autorrealización, el mejoramiento constante y la autonomía.

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© Pólvora Editorial, 2019

Av. Luis Thayer Ojeda 95, of. 510

Providencia, Santiago de Chile

[email protected]

www.polvoraeditorial.cl

© Cambridge University Press, 1996

Título de la edición original:

Inventing our selves. Psychology, power, and personhood

ISBN impreso: 978-956-9441-26-4ISBN digital: 978-956-9441-52-3

Colección

Ciencias Sociales

Dirección de la Colección

Víctor Saldaña y Gustavo Sánchez

Traducción

Silvana Vetö: Prefacio, Introducción, Capítulos 1 (con la colaboración

de Luis Alejandro Pineda), 3 y 4

Niklas Bornhauser: Capítulos 2, 5 y 6

Francisco Valenzuela: Capítulos 7 y 8

Diseño

Camila González S. | ilacami.com

Edición y corrección

Víctor Saldaña y Gustavo Sánchez

Portada

Camila González S. | ilacami.com

Diagramación digital: ebooks [email protected]

Índice

Nota de los editores

Prefacio a la edición en castellano

Agradecimientos

Introducción

Capítulo 1. ¿Cómo debería hacerse la historia del sí mismo?

Capítulo 2. Una historia crítica de la psicología

Capítulo 3. La psicología como ciencia social

Capítulo 4. Expertise y téchne de la psicología

Capítulo 5. La psicología como tecnología individualizadora

Capítulo 6. La psicología social como ciencia de la democracia

Capítulo 7. Gobernando individuos empresariales

Capítulo 8. Ensamblando-nos

Bibliografía

Nota de los editores

La traducción y edición de La invención del sí mismo implicó una serie de decisiones que preferimos detallar al comienzo y de manera conjunta para evitar cortes en el texto y así facilitar su lectura:

- Se tradujo self por “sí mismo”, en detrimento de “yo” o la mantención del término en inglés. Hemos considerado que de esta manera se evita el riesgo de caer en concepciones psicologizantes de la subjetividad.

- El término our selves resulta particularmente ambiguo. El autor lo utiliza precisamente para jugar con la idea de que, en la actualidad, “nosotros mismos” estamos involucrados en el proceso de construir “nuestros sí mismos”. Se utilizaron ambas traducciones dependiendo del contexto.

- El término personhood figura en varias ocasiones a lo largo del texto, sin embargo no posee un equivalente en castellano (“personeidad” sería lo más cercano). El sufijo -hood denota en inglés la cualidad o condición de algo, por lo que en varias ocasiones personhood fue traducido como “ser persona”. En otros casos, se mantuvo “sí mismo”, dado que ello permitía mayor coherencia del texto y no alteraba su sentido.

- Se mantuvo el término expertise, tanto porque se encuentra ampliamente extendido en el uso del castellano cotidiano, como porque “experticia” y “pericia” suelen estar asociados a la práctica forense.

- El concepto management posee múltiples acepciones. Se tradujo como “gestión”, en los casos que apuntaba a imprimir mayor eficiencia a algo, o “administración”, cuando el contexto refería a la organización. En casos en que se aludía a un saber técnico, se optó por mantener el término en inglés (aunque sin cursivas, dado que, al igual que “test”, es de uso corriente en castellano).

- En algunos pasajes el autor se refiere a counselors o al counseling, generalmente cuando entrega ejemplos de agentes y prácticas psi. Si bien se prefirió traducir “consejeros” y “asesoramiento”, respectivamente, cabe aclarar que refieren a una profesión y una práctica ampliamente extendida en el Reino Unido pero no necesariamente en países de América Latina.

- Finalmente, se optó por una traducción que fuese lo más fiel posible con estilo del autor, razón por la cual es posible encontrar alternancias entre la primera persona singular y la primera persona plural a lo largo del texto.

Prefacio a la edición en castellano

Reinventando el sí mismo

¿Qué tipo de criaturas creemos que somos, en tanto humanos? ¿Cómo hemos llegado a pensarnos de esa manera y con qué consecuencias? Estas son las interrogantes que se encontraban a la base de los ensayos recogidos en La invención del sí mismo, texto publicado originalmente en 1996 en una colección académica de historia de la psicología editada por dos espléndidos historiadores, Mitchell Ash y William Woodward. En su momento, la publicación en dicha colección me sorprendió debido a que los ensayos surgieron de un profundo descontento respecto de los modos en que la historia de la psicología era habitualmente escrita, incluso cuando se trataba de excelentes historias sociales. Mientras que la historias “internas” mostraban el desarrollo de la psicología como una serie de descubrimientos y acontecimientos que sucedían al interior de un campo de saber, de un reino de ideas individuales, de experimentos clave, de nuevos métodos y resultados; las historias “externas” tendían a relacionar las ideas psicológicas con las biografías de psicólogos reconocidos y las formas en que aquellas eran moldeadas por la cultura de los tiempos y los lugares en que emergían. En lo personal, estas historias elidían las dimensiones más importantes de estos saberes acerca de nosotros mismos como seres humanos: la relación entre teorías, conceptos y explicaciones de la conducta humana, la gestión sociopolítica de dicha conducta, y las autoconcepciones y la subjetivación de los propios individuos.

Cuando comencé a pensar seriamente sobre estas temáticas, existía una alternativa. Se trataba, en principio, de una “psicología crítica” inspirada en el marxismo, pero mientras este abordaje me pareció inicialmente tentador, pronto llegué a la conclusión de que no era suficiente con denunciar a la psicología o, de manera más general, a las disciplinas “psi” como ideologías al servicio de los intereses de aquellos que se encontraban en el poder, con psicólogos profesionales actuando como “agentes del poder” para facilitar el mantenimiento del status quo, clasificando a niños y adultos, distribuyéndolos en lugares asignados a las jerarquías de clase, estatus y poder, legitimando desigualdades que tenían su origen en relaciones de producción. Estos usos de la psicología fueron ciertamente importantes pero, para mí, la pregunta central no giraba en torno a la falsedad de las nociones, conceptos, teorías o evaluaciones psicológicas, sino más bien en los modos en que éstas se granjearon el estatuto de verdades, así como en las condiciones y consecuencias de dicho estatuto. Y esto no solamente aplicaba para los abordajes psicológicos que usualmente eran objeto de crítica —todas las formas de individualización psicológica de la conducta, de las capacidades y de las prácticas asociadas a la normalización del juicio—, sino también para las alternativas que eran frecuentemente rescatadas por los críticos, vale decir, las psicologías humanistas con su foco en el reconocimiento del verdadero sí mismo y sus aspiraciones de autorrealización, dado que éstas también estaban alcanzando una importancia significativa en el surgimiento de los abordajes de las “relaciones humanas” en la administración de las personas, en prácticas que iban desde la escuela y la fábrica hasta las prisiones y el ejército. Mientras otros se volcaron hacia el aparente radicalismo del psicoanálisis en busca de bases intelectuales para un abordaje crítico, a mí me pareció que, por muy radicales que fueran las teorías de Freud en su cuestionamiento al egoísmo del sí mismo en tanto que “amo en su propia casa”,1 las propias prácticas terapéuticas psicodinámicas eran algo de este mundo, por lo que su invención, sus formas explicativas, sus prácticas y las estrategias en las cuales participaban necesitaban estar sujetas a la misma interrogación crítica que otras prácticas psi. Pero, ¿cómo debía llevarse a cabo esta interrogación?

Mi escrito más temprano sobre psicología fue mi tesis de magíster acerca del concepto de “inadaptación”, la cual fue concebida durante el período en que fui profesor en una escuela especial para “niños inadaptados” a comienzos de la década de 1970, donde comencé a pensar en dicha idea. En esa época, en el Reino Unido, la “inadaptación” era tanto un concepto psicológico como una categoría administrativa utilizada para conceptualizar y administrar a aquellos niños cuya conducta era problemática. Era también un término que remodelaba las subjetividades de aquellos niños que eran marcados con él y de aquellos que, como yo, eran empleados para administrarlos. Allí, el saber psi no era la “aplicación” de teorías previamente desarrolladas en la academia que luego eran utilizadas para resolver problemas sociales. La dinámica iba precisamente en la dirección opuesta: las concepciones de normalidad eran precedidas y, sin duda, sostenidas por los intentos de conocer y administrar lo anormal. Pero la inadaptación no era un ejemplo aislado ni atípico. En Europa, desde el siglo XVIII, las teorías de la persona habían sido no sólo acontecimientos en el campo del saber, sino que estaban constitutivamente ligadas a formas de hacer cosas: eran también un “saber-hacer”. Mi aproximación estaba inspirada en el trabajo de Michel Foucault y, en menor medida, por algunos ensayos de Gilles Deleuze, pero, para mí, el desafío era ponerlos a trabajar en relación con las preguntas surgidas de mi propia “coyuntura” (en algún momento fui un althusseriano comprometido). No estaba interesado en la interminable industria del comentario que había crecido en torno a los escritos de estos y otros “héroes” intelectuales, sino en el “ethos” de sus investigaciones y en cómo éstas podían ser desarrolladas y adaptadas para diagnosticar los problemas que me preocupaban. Para mí, los conceptos se asemejan más a las herramientas que a las ideas: son algo para ser utilizado, modificado, torcido, revisado y aumentado, y esto es lo que, para bien o para mal, intenté hacer en los ensayos reunidos en La invención del sí mismo.

Mi primer intento de desarrollo de este abordaje lo realicé en un largo ensayo acerca de la medición mental y la administración social, publicado en la revista Ideology and Consciousness (más tarde I&C) que fundamos con un grupo de colegas en 1977, y que posteriormente expuse con cierto detalle metodológico en mi tesis doctoral sobre el “nacimiento de la psicología del individuo”, que finalicé a comienzos de la década de 1980. Cuando, gracias a la intercesión de un académico senior de gran generosidad, obtuve un contrato para publicar mi tesis como libro, obedecí la recomendación de mi editor y eliminé estas rumiaciones metodológicas. El libro —The Psychological Complex— recibió una o dos incomprensivas y bastante hostiles reseñas, vendió cerca de 75 copias, y fue luego descartado por el editor. Por ello, en cierta medida los ensayos que conforman La invención del sí mismo intentaron articular el método que estaba procurando utilizar, a pesar de que esperaba que ello fuera más un resultado del hacer que del decir lo que hacía. Al momento de ser publicado, este libro también fue ampliamente recibido por el silencio y fue raramente reseñado o incluso referenciado por académicos consagrados. Sin embargo, a medida que pasó el tiempo fue paulatinamente considerado por estudiantes que intentaban comprender la naturaleza y el rol de las ciencias psi en sus propios dominios y, desde mi punto de vista, finalmente es preferible ser utilizado que ser reseñado. Es por esto que me resulta gratificante descubrir que hoy, más de veinte años después de su publicación y cerca de tres décadas después que empecé a trabajar en esos ensayos, los conceptos y el ethos de dichos estudios puedan aún ser de inspiración para otros, al tiempo que servir de ejemplos respecto a cómo tales análisis pueden ser realizados.

Por supuesto, no hay que perder de vista que estos ensayos fueron reunidos en un momento de la historia del “norte global” donde la “libertad de elección” constituía el mantra de muchos proyectos gubernamentales, y donde la idea de la autoactualización del individuo emprendedor de su propio sí mismo conminaba a éste a tomar la responsabilidad sobre su propia vida y a vivirla como si fuese el resultado de elecciones tomadas libremente. Este libro surgió donde todo esto —que luego analizaré con mayor detalle— se estaba transformando en nuestro sentido común. Evidentemente, me sentía incómodo con esta celebración del sí mismo autónomo “libre de elegir”, pero no estaba convencido de las formas de la “crítica de la ideología” que se habían vuelto estándar para los críticos “de izquierda” en dicho período, incluyendo a las psicologías críticas. Me parecía entonces —como me parece ahora— que los lenguajes y las formas de juicio de las ciencias psi, y de las tecnologías del sí mismo desarrolladas por éstas, estaban efectivamente jugando un importante rol en el sostenimiento del carácter “autoevidente” de estas ideas, al tiempo que les daban credibilidad y objetividad. Los psicólogos, y todas las otras autoridades de lo psi, estaban jugando un papel relevante en la “operacionalización” de dichas ideas, diseñando estrategias que hacían posible gobernar a los individuos en nombre de su libertad y autorrealización. Las ciencias psi eran ciencias “políticas”, es decir, ciencias que sostenían determinadas prácticas de gobierno de los individuos y las colectividades que parecían legítimas porque eran veraces. A pesar de ser cierto que las ciencias psi tenían un “bajo umbral epistemológico” —como creo que alguna vez lo señaló Foucault—, esto no las volvían menos dignas de estudio, sino más bien al contrario.

A medida que desarrollaba este trabajo me convencía, cada vez más, de que era imposible entender las políticas de nuestro presente, la emergencia y las operaciones de los “Estados de bienestar” y las críticas y alternativas que se ofrecían a ellos, sin reconocer y analizar el rol jugado por estos “ingenieros de alma humana” y, sin duda, por todos aquellos otros pequeños expertos —contadores, economistas, expertos en la organización y la administración, entre otros— que construían los espacios a ser gobernados y los sujetos que debían gobernarse. Sin embargo, después de alrededor de diez años desarrollando y explicando estos argumentos acerca de la “gubernamentalidad” —trabajando de cerca con mi colega Peter Miller— decidí volver una vez más a las disciplinas psi, particularmente a la psiquiatría, en un intento por comprender las condiciones para, y las implicancias de, la sobresaliente reemergencia de las concepciones biológicas de la persona. Cuando comencé el trabajo que desembocó en mi libro Neuro: The New Brain Sciences and the Management of the Mind, mi hipótesis era que las disciplinas psi estaban siendo borradas por las neurociencias, y que el espacio “mental” que se había abierto entre los órganos y la conducta se estaba aplanando. Era verdad que la conducta estaba crecientemente siendo entendida como algo que emergía directamente de procesos neuronales sin pasar necesariamente por la psique o la mente, la que tenía, en el mejor de los casos, el rol de dar una forma inteligible a los procesos de cognición, volición y emoción determinados por circuitos neuronales que sucedían bajo el nivel de la consciencia. Pero mientras que la búsqueda de una ruptura, de un “cambio de paradigma”, de un momento de transición de un estilo de pensamiento a otro que era incompatible con él, era tentadora, resultaba también engañosa. La imagen que está emergiendo es indudablemente más compleja. Las lógicas de lo psi no están desapareciendo, sino que están siendo sostenidas y transformadas por la referencia al dominio neuronal. En sus prácticas para el gobierno de los individuos, para el enjuiciamiento de lo normal y lo patológico, y para las estrategias de intervención, la expertise psi es ahora capaz de moverse imperceptiblemente entre estos dos registros. Mientras nuestro presente está inundado de especulaciones acerca de las transformaciones neurotecnológicas de los seres humanos, es aún temprano para decir cómo se manifestarán estos acontecimientos en cincuenta años más y los tipos de sujetos por los que podríamos tomarnos en ese futuro. Si es cierto que estamos en medio de una forma de vida emergente, será necesaria una nueva generación de investigaciones genealógicas para volverla pensable y para hacer posible un pensamiento crítico sobre ella. Y es posible esperar al menos que el pensamiento crítico pueda jugar un rol en el modelamiento de las formas en que nos reinventemos a nosotros mismos en ese futuro.

Nikolas Rose

Londres, enero de 2019

1 A pesar de que el autor se refiere aquí a la frase de Freud “el yo no es amo en su propia casa”, hemos preferido traducir self como “sí mismo” y no como “yo” dado que permite mantener la consistencia argumental del libro y no altera significativamente su sentido [N. de los E.].

Agradecimientos2

Los ensayos reunidos en este volumen fueron escritos a lo largo de una década, entre 1984 y 1994. Tanto en su escritura original como en el proceso de convertirlos a este formato de publicación, he sido asistido por muchas personas y quisiera agradecer a todos aquellos que comentaron, criticaron y discutieron la aproximación que he defendido. Quisiera expresar mi particular aprecio por tres personas: Peter Miller, con quien he colaborado estrechamente por tantos años en proyectos cercanos al trabajo presentado aquí, y cuyas ideas han enriquecido enormemente las mías; Thomas Osborne, quien ha leído, criticado, provocado y apoyado mi trabajo en los últimos cinco años; y Diana Rose, quien, como siempre, me ha enseñado sobre psicología, me ha forzado a clarificar mis argumentos y me entregó su confianza de que valía la pena llevar adelante este trabajo.

Buena parte de este volumen fue ensamblado mientras me desempeñaba como Visiting Fellow en el Programa de Ciencias Políticas de la Escuela de Investigación para Ciencias Sociales de la Universidad Nacional Australiana, y quisiera agradecer a dicha institución y a mis colegas temporales en Canberra por proveerme del espacio más agradable e intelectualmente estimulante para la escritura. Quisiera agradecer en particular a Barry Hindess por organizar mi visita y por combinar discusiones desafiantes con generosa hospitalidad. También quisiera agradecer a mis anfitriones en Melbourne, Deborah Tyler y David McCallum, y a aquellos que me dieron la bienvenida en Brisbane, especialmente Jeffrey Minson, Denise Meredyth, y otras personas de la Escuela de Humanidades de la Griffith University por tantas conversaciones estimulantes y happy hours. El manuscrito final no podría haberse terminado a tiempo sin la ayuda de Diana Lee Woolf del Goldsmiths College.

Versiones anteriores del material presentado en los Capítulos 1 y 2 fueron publicadas como “Identity, genealogy, history”, en S. Hall & P. du Gay (eds.), Questions of cultural identity (London: Sage, 1995), y “Power and subjectivity: Critical history and psychology”, en C. Graumann & K. Gergen (eds.), Historical dimensions of psychological discourse (Cambridge: Cambridge University Press, 1995). Una versión diferente del argumento del Capítulo 1 fue publicada previamente como “Authority and the genealogy of subjectivity”, en P. Heelas, S. Lash & P. Morris (eds.), De-traditionalization: Authority and self in an age of cultural uncertainty (Oxford: Blackwell, 1995). El Capítulo 2 también se basa en algunas partes de “Calculable minds and manageable individuals”, History of the Human Sciences, 1(2), 1988: 179-200. Una versión anterior del Capítulo 3 fue publicada como “Psychology as a ‘social’ science”, en I. Parker & J. Shotter (eds.), Deconstructing social psychology (London: Routledge, 1990).

La versión original del Capítulo 4 fue presentada en la 9ª Conferencia Cheiron-Europe, llevada a cabo en Weimar entre el 4-8 de septiembre de 1990. Me he visto beneficiado por los comentarios realizados por los asistentes a la Conferencia y por los consejos de los revisores anónimos de la revista Science in Context, donde una versión previa fue publicada como “Engineering the human soul: Analyzing psychological expertise”, Science in Context, 5(2), 1992: 351-369.

El material del Capítulo 5 fue presentado originalmente en la Conferencia Internacional de la Historia de las Ciencias Humanas, llevada a cabo en la Universidad de Durham en septiembre de 1986. Una versión algo diferente del mismo material fue presentada en el Simposio del Grupo de Historia de la Psiquiatría, Psicología y Ciencias

Afines, desarrollado en la Universidad de Cambridge en septiembre de 1986. Quisiera reconocer la deuda de este artículo con el trabajo de Bruno Latour y Michael Lynch. También deseo agradecer a Roger Smith y a los revisores de la revista History of the Human Sciences por sus comentarios en relación a la versión del artículo que fue publicado como “Calculable minds and manageable individuals”, History of the Human Sciences, 1(2), 1988: 179-200.

El Capítulo 6 es una versión revisada y extendida de un artículo presentado en la 8ª Conferencia Cheiron-Europe, llevada a cabo en Gotemburgo entre el 30 de agosto y el 3 de septiembre de 1989. También se basa en los argumentos desarrollados en Governing the soul: The shaping of the private self (London: Routledge, 1990), y fue formulado mientras realizaba una investigación con Peter Miller sobre la Clínica Tavistock y el Instituto Tavistock de Relaciones Humanas. Quisiera agradecer a Diana Rose por sus consejos sobre psicología social mientras preparaba este artículo.

El argumento del Capítulo 7 fue inicialmente presentado en la Conferencia “Los valores de la cultura empresarial”, llevada a cabo en la Universidad de Lancaster en 1980. Fue publicado como “Governing the enterprising self”, en P. Heelas & P. Morris (eds.), The values of the enterprise culture: The moral debate (London: Routledge, 1992). Paul Heelas y Paul Morris me entregaron valiosos comentarios en las primeras etapas del trabajo.

El Capítulo 8 se basa en distintos trabajos, pero su versión se presenta aquí por primera vez. Agradezco a Mariana Valverde por sus estimulantes comentarios que me ayudaron a refinar los argumentos del capítulo y a Thomas Osborne, cuyos consejos sobre un primer borrador me salvaron de cometer incluso más errores de juicio de los que, sin duda, están contenidos en lo que he escrito aquí.

2 Estos agradecimientos son los que figuran en la edición original en inglés [N. de los E.].

Introducción

Si hay algún valor aparentemente irreprochable en nuestro confuso ambiente ético actual, se trata del sí mismo y de los términos que se agrupan alrededor de él: autonomía, identidad, individualidad, libertad, elección, realización. Es en términos de nuestros sí mismos autónomos que entendemos nuestras pasiones y deseos, que damos forma a nuestros estilos de vida, que escogemos a nuestras parejas, con quién nos casamos e, incluso, la parentalidad. Es en nombre del tipo de personas que realmente somos que consumimos productos, que representamos nuestros gustos, que modelamos nuestros cuerpos, que exhibimos aquello que nos distingue. Nuestras políticas proclaman a viva voz el compromiso de respetar los derechos y poderes del ciudadano como individuo. Nuestros dilemas éticos son debatidos en términos similares, ya sea que conciernan a la extensión legal de la protección a las parejas del mismo sexo, a las disputas sobre el aborto o a las preocupaciones sobre las nuevas tecnologías reproductivas. En ámbitos menos parroquiales, las nociones de autonomía e identidad actúan como ideales o criterios de juicio en conflictos acerca de las identidades nacionales, en luchas sobre los derechos de las minorías y en toda una variedad de disputas nacionales e internacionales. Esta ética del sí mismo libre y autónomo parece trazar algo absolutamente fundamental respecto de los modos en que los hombres y mujeres modernos han llegado a entenderse, a experimentarse y a evaluarse a ellos mismos, sus acciones y sus vidas.

Al escribir los ensayos reunidos en este volumen he querido hacer una contribución, tanto conceptual como empírica, a la genealogía de este régimen contemporáneo del sí mismo. Mi esperanza es que puedan aportar a la comprensión de las condiciones bajo las cuales nuestros modos actuales de pensar y de actuar sobre los seres humanos han tomado forma, a graficar sus modos característicos de operación, a elaborar formas de evaluación de las capacidades que se nos atribuyen y de las exigencias que se nos hacen. Mi objetivo es, en otras palabras, comenzar a cuestionar algunas de nuestras certezas contemporáneas acerca de los tipos de persona que creemos que somos, y a desarrollar maneras a través de las cuales podamos comenzar a pensarnos de otro modo.

Estos estudios intentan problematizar nuestro régimen contemporáneo del sí mismo por medio del examen de algunos de los procesos a través de los cuales el ideal regulativo del sí mismo ha sido inventado. La invención en cuestión es un fenómeno más bien histórico que individual. Por ello, este trabajo se sostiene en la creencia de que la investigación histórica puede abrir el régimen contemporáneo del sí mismo al pensamiento crítico, esto es, a un tipo de pensamiento que pueda trabajar sobre los límites de lo que es pensable, extender esos límites y, así, contrarrestar la impugnabilidad de aquello que consideramos natural e inevitable acerca de los modos en que nos relacionamos con nosotros mismos en la actualidad. Las psicociencias y disciplinas como la psicología, la psiquiatría y otras afines, forman el foco de estos estudios. De modo general, denomino “psi”, a las maneras de actuar y de pensar engendradas por estas disciplinas a partir de la segunda mitad del siglo XIX, no porque formen un bloque monolítico y coherente —es más bien lo contrario—, sino porque han creado una variedad de nuevas formas en que los seres humanos han llegado a entenderse a sí mismos y a hacerse cosas a sí mismos. En estos ensayos sostengo que lo psi ha jugado un rol fundamental en la constitución del actual régimen del sí mismo, al tiempo que ha sido también “disciplinado” como parte de la emergencia de dicho régimen. Sin embargo, no pretendo otorgar ni siquiera el esbozo para una historia de la psicología. Más bien, pongo atención a los vocabularios, explicaciones y técnicas de lo psi sólo mientras se vinculen a esta pregunta acerca de la invención de modos de entendernos y de relacionarnos con nosotros mismos y con otros, a la fabricación de un ser humano que se vuelve inteligible y posible sólo bajo ciertas descripciones. Quisiera examinar los modos en que el dispositivo contemporáneo de “ser humano” ha sido armado: las tecnologías y las técnicas que sostienen el ser persona —identidad, ipseidad, autonomía e individualidad— en su lugar. Llamo a este trabajo “historia crítica”: su objetivo es explorar las condiciones bajo las cuales estos horizontes de nuestra experiencia han tomado forma, diagnosticar la condición contemporánea del sí mismo, desestabilizar y desnaturalizar ese régimen del sí mismo que hoy parece inescapable, dilucidar las cargas impuestas, las ilusiones implicadas y los actos de dominación y autocontrol, que son la contrapartida de las capacidades y libertades que constituyen al individuo contemporáneo.

Tal vez pueda ya objetarse que he planteado mi interrogante de una manera desorientadora al referirme tan rápidamente a una experiencia de uno mismo con los términos “nosotros” o “nuestro”. ¿Quién es este “nosotros”? ¿A quiénes comprende este “nuestro”? En efecto, una de las premisas de estos ensayos es que el régimen del sí mismo que prevalece actualmente en Europa Occidental y en América del Norte es inusual tanto histórica como geográficamente, y que su misma existencia debe ser tratada como un problema a ser explicado. Más aún, un argumento central de estos ensayos es que este régimen del sí mismo es sin duda más heterogéneo de lo que habitualmente se permite, localizándose en distintas prácticas que contienen presuposiciones particulares sobre los temas que las habitan y que varían en sus especificaciones del ser persona en una serie de ejes y de problemas, operando diversamente, por ejemplo, en relación a las mujeres asesinas, al niño travieso, al joven negro urbano, a la dueña de casa deprimida de clase alta, al trabajador descontento, al gerente de rango medio recientemente despedido, a la mujer de negocios emprendedora, entre otros. No obstante, lo que justifica que hable de un régimen del sí mismo, al menos dentro de ciertas coordenadas temporales y geográficas, no es tanto la aseveración de una uniformidad, sino más bien la hipótesis de que existe una normatividad común, una especie de parecidos de familia,3 en los ideales regulativos que conciernen a las personas que trabajan en todas estas prácticas diversas que operan sobre los seres humanos, sean estos jóvenes y ancianos, ricos y pobres, hombres y mujeres, negros y blancos, prisioneros, locos, pacientes, jefes y empleados: ideales que conciernen a nuestra existencia como individuos habitados por una psicología interna que anima y explica nuestra conducta, y que se esfuerza por la autoestima y la autorrealización en la vida cotidiana. Los ensayos que siguen deberían establecer las fuerzas y los límites de estas hipótesis, así como también avanzar en el trazado de los lugares, las prácticas y los problemas diversos y contingentes a partir de los cuales ha sido inventada esta norma del cotidiano, y aún soberano, sí mismo de la elección, la autonomía y la libertad.

Hablar de la invención del sí mismo no es sugerir que somos de algún modo víctimas de una ficción colectiva o una ilusión. Lo inventado no es una ilusión, sino que constituye nuestra verdad. Sostener que nuestra relación con nosotros mismos es histórica y no ontológica, no implica sugerir que una subjetividad esencial y transhistórica yace escondida y disfrazada bajo la superficie de nuestra experiencia contemporánea, como un potencial esperando a ser realizado por medio de la crítica. Sin embargo, estos estudios se erigen a partir de una incomodidad relativa a los valores acordados al sí mismo y a su identidad en nuestra forma contemporánea de vida, una sensación de que mientras nuestra cultura del sí mismo concede a los seres humanos toda clase de capacidades y los dota de todo tipo de derechos y privilegios, también divide, impone cargas y prospera sobre las ansiedades y decepciones generadas por sus propias promesas. Soy consciente de que mientras estos ensayos parten de semejante incomodidad, se quedan cortos al elaborar un balance que pueda permitirnos contraponer los “costos” de nuestra experiencia contemporánea de nosotros mismos a sus “beneficios”. Sin embargo, espero que al volver más visible la contingencia histórica de nuestras relaciones contemporáneas con nosotros mismos, estos ensayos puedan ayudar a abrir dichas relaciones a la interrogación y la transformación.

El sí mismo desafiado

Estos ensayos han sido reunidos en un tiempo y lugar en que una serie de profundos desafíos han sido dirigidos a una imagen del sí mismo que, durante mucho tiempo, parece haber formado el horizonte de “nuestro” pensamiento: el sí mismo coherente, amordazado, individualizado, intencionado, locus de nuestro pensamiento, acción y creencias, origen de nuestras acciones, beneficiario de una biografía única. Como sí mismos poseemos una identidad, la cual ha constituido nuestra más recóndita y profunda realidad, ha sido el repositorio de nuestra herencia familiar y de nuestra experiencia particular como individuos, y ha animado nuestros pensamientos, actitudes, creencias y valores. Como sí mismos, hemos sido caracterizados por una profunda interioridad: conductas, creencias, valores y discursos han debido ser interrogados y vueltos inteligibles en términos de la comprensión de un espacio interno que les habría dado forma, dentro del cual ellos han sido, literalmente, encarnados en nosotros en tanto seres corpóreos. Este universo interno del sí mismo, esta “psicología” profunda, yace en el núcleo de aquellas maneras de conducirnos a nosotros mismos que son consideradas normales y que proveen la norma para pensar y para juzgar lo anormal, ya sea en el reino del género, la sexualidad, el vicio, la ilegalidad o la locura. Nuestras vidas han tenido sentido en la medida en que hemos podido descubrir, ser, expresar y amar nuestros sí mismos, en que hemos podido ser amados debido al sí mismo que verdaderamente somos.

En efecto, como ya he insinuado, estos ensayos cuestionarán si, o tal vez dónde, este ideal regulatorio del sí mismo funcionó realmente de un modo autoevidente. Sugerirán que las imágenes de la persona o del sujeto que han estado activas en diversas prácticas han sido históricamente más dispares que lo implicado en tal argumento; que diversas concepciones del ser persona han sido desplegadas en las prácticas espirituales del cristianismo, en la consulta del médico, en la sala de operaciones de un hospital, en las relaciones eróticas, en el mercado de valores, en las actividades escolares, en la vida doméstica, en la milicia. Ese ideal del sujeto unificado, coherente y centrado en sí mismo ha sido encontrado, tal vez de manera más habitual, en aquellos proyectos que han lamentado la pérdida del sí mismo en la vida moderna, que han buscado recobrar un sí mismo, que han instado a las personas a respetar el sí mismo, que nos han conminado a cada uno de nosotros a afirmar nuestro sí mismo y a tomar responsabilidad sobre él. Proyectos cuya existencia misma sugiere que el sí mismo es más una meta o una norma que algo dado de modo natural. Recíprocamente, en ciertos proyectos este sí mismo universal ha aparecido como aquello que articulaba el conocimiento, un conocimiento estructurado por la presuposición de que un relato sobre el ser humano tenía que ser, al menos en principio, sin límites, en la medida en que los humanos poseían ciertas características universales, procesos morales, fisiológicos, psicológicos o biológicos que luego se transformaban en formas regulares y predecibles de producir individuos particulares y únicos. Si nuestro actual régimen del sí mismo tiene cierta “sistematicidad”, esto es probablemente un fenómeno reciente, un resultado de todos estos diversos proyectos que han intentado conocer y gobernar a los humanos como si fueran sí mismos de determinado tipo.

En cualquier caso, en la actualidad esta imagen del sí mismo ha sido cuestionada, tanto práctica como conceptualmente. Toda una serie de prácticas que se relacionan con las dificultades triviales de vivir una vida han puesto en tela de juicio la unidad, la naturaleza y la coherencia del sí mismo. La nueva tecnología genética perturba la naturaleza y los límites del sí mismo en relación con lo que, reveladoramente, es llamado “reproducción”: donación de espermatozoides, trasplante de óvulos, congelación e implantación de embriones, y mucho más (cf. Strathern, 1992). El aborto y las máquinas de soporte vital, junto con los continuos debates en torno a dichos temas, desestabilizan los puntos en los cuales lo humano comienza a existir y se desvanece dicha existencia. El trasplante de órganos, la diálisis de riñones, el implante fetal de tejido cerebral, los marcapasos, los corazones artificiales, todo ello problematiza la unicidad de la corporeización del sí mismo, no sólo al establecer vínculos “no naturales” entre diferentes sí mismos a través del movimiento de tejidos, sino también al volver sumamente claro el hecho de que los humanos son intrínsecamente fabricados y “maquinados” tecnológicamente, unidos a máquinas tanto en lo que llamamos normalidad como en la patología. No es de extrañar que el cyborg, en tanto particular imagen del ser humano, se haya diseminado tan rápidamente (Haraway, 1991).

Esta imagen del sí mismo como organismo cibernético, como híbrido no unificado, ensamblado con partes de cuerpos y artefactos mecánicos, mitos, sueños y fragmentos de conocimiento, es sólo una dimensión de un rango de desafíos conceptuales a la primacía, la unidad y lo supuestamente dado del sí mismo. Al menos dentro de la teoría social, la idea del sí mismo es historizada y culturalmente relativizada. Más radicalmente, es fracturada por el género, la raza, la clase; fragmentada, deconstruida, revelada no como nuestra verdad interior, sino como nuestra última ilusión, no como nuestro último confort, sino como un elemento en los circuitos del poder que hace a algunos de nosotros un sí mismo, mientras a otros les niega dicha posibilidad de manera plena, performando así un acto de dominación en ambos casos.

Estos desafíos contemporáneos al sí mismo son ellos mismos, sin duda, fenómenos históricos y culturales. Como es bien sabido, los científicos sociales del siglo XIX argumentaron de diversas maneras que el proceso de modernización, la emergencia de Occidente, el carácter único de sus valores y de sus relaciones económicas, legales, culturales y morales, podían ser entendidas, en parte, en términos de “individualización”. Al desarrollar esta temática a lo largo del siglo XX —y sobre todo en sus últimas décadas—, historiadores, sociólogos y antropólogos han desplegado este argumento en un tono distinto, utilizando la especificidad cultural e histórica de la idea del sí mismo con la finalidad de relativizar los valores del individualismo.

Se ha desvanecido ya el valor de shock de ciertas aserciones como aquellas de Clifford Geertz acerca de que:

La concepción occidental de la persona como un universo limitado, único y más o menos integrado motivacional y cognitivamente, como un centro dinámico de conciencia, emoción, juicio y acción organizado en un conjunto característico y opuesto por contraste tanto a otros conjuntos semejantes como a su background social y natural, es, por muy convincente que pueda parecernos, una idea bastante peculiar en el contexto de las culturas del mundo (Geertz, 1979: 229, citado en Sampson, 1989: 1; cf. Mauss, 1979b).

En respuesta a ello, antropólogos apasionados buscan ahora recuperar el sí mismo de la confusión de sus determinaciones sociales y culturales, y del relativismo que esto implica (e.g. Cohen, 1994). A pesar de dichos esfuerzos, se ha demostrado convincentemente que ha sido imposible reuniversalizar y renaturalizar esta imagen de la persona estable, autoconsciente, idéntica a sí misma y centro de la agencia.

Las peculiaridades de nuestro régimen del sí mismo también han sido diagnosticadas por los filósofos. Los historiadores de la filosofía, especialmente Charles Taylor, han argumentado que nuestra noción moderna de lo que es ser un agente humano, una persona o un sí mismo —así como las problemáticas morales con las cuales esta noción está inextricablemente entrelazada— es

[…] un modo de autointerpretación históricamente limitado, un modo que ha venido a ser predominante en el Occidente moderno y que, por consiguiente, podría propagarse al resto del planeta; pero es un modo que tuvo un comienzo en el tiempo y en el espacio, y podría tener un final (Taylor, 1989: 111).

Taylor rastrea esta historia a través de la interpretación de textos filosóficos y literarios, desde Platón hasta el presente, intentando abordar la cuestión “interpretativa” de por qué la gente, en distintos momentos históricos, consideró convincentes, inspiradoras o conmovedoras diferentes versiones del sí mismo y de la identidad: las “ideas fuerza” contenidas dentro de diversas nociones del sí mismo (ibíd.: 203). Taylor ha sugerido que nuestro actual sentido “desencantado” del sí mismo, en particular el valor que le atribuimos a aquel sí mismo que tiene la capacidad de liderar autónomamente una vida ordinaria, tiene múltiples “fuentes”, las cuales emergen de una noción “teísta”, que acuerda al alma humana un lugar especial en el universo; de una noción “romántica”, que subraya la capacidad de los sí mismos de crearse y recrearse; y, finalmente, de una noción “naturalista”, que ve al sí mismo como un objeto que puede someterse a la razón científica y ser explicado en términos de biología, herencia, psicología, socialización y otros conceptos afines. El “sí mismo”, cualquiera sean las virtudes de humanidad y universalidad que pueda implicar, parece ser, en consecuencia, una noción mucho más contingente, heterogénea y culturalmente relativa de lo que pretende ser, dependiente de todo un complejo de otros valores, creencias culturales y formas de vida.

Sin embargo, Taylor conserva cierto afecto por el régimen del sí mismo tal como ha tomado forma históricamente, al igual que por los valores morales a los cuales ha sido vinculado. En esto, él es bastante inusual. Las evaluaciones morales que subyacen a este afecto han sido fuertemente discutidas por las filósofas feministas. De diversas maneras, las feministas han argumentado que la representación cultural del sujeto como sí mismo está basada en un acto de violencia simbólica continuamente repetido, motivado y generizado. Bajo esta aparente universalidad del sí mismo que ha sido construida en el pensamiento político y filosófico desde el siglo XVII, yace, en efecto, la imagen de un sujeto masculino cuya “universalidad” está basada su otro suprimido. Así, Moira Gatens afirma que mientras el sujeto masculino es

[…] construido como comedido, dueño de su propia persona y de sus capacidades, como quien se relaciona con otros hombres en tanto libres competidores con quienes comparte ciertos derechos político-económicos […], [e]l sujeto femenino es construido como propenso al desorden y la pasión, como económica y políticamente dependiente del hombre […], lo cual se justifica en la naturaleza de las mujeres. Ella ‘no hace sentido por sí misma’ y su subjetividad asume una falta que el hombre completa (Gatens, 1991: 5; cf. Lloys, 1984).

Desde su invención, este sujeto-con-agencia que aparenta ser sexualmente neutral fue un modelo aplicado a un sexo y denegado al otro. Sin duda, su fundación filosófica y su función política dependían de esta oposición.

Para muchos que escriben como feministas, esta ilusión políti-co-filosófica y patriarcal de la persona universal “descorporeizada” necesita ser corregida a través de la insistencia en la corporeización del sujeto. La universalización del sujeto, como sugieren dichos autores y autoras, se produjo de la mano de una negación de su existencia corporal en favor de una imagen espuria de la razón como abstracta, universal, racional y asociada con el principio masculino. El renovado énfasis en la corporeización parece revelar que el sujeto es al menos dos: cuerpos masculinos y cuerpos femeninos dan lugar a formas radicalmente distintas de subjetividad. La noción de corporeidad de lo humano debe ser desarrollada “enfatizando la corporeizada y, por tanto, sexualmente diferenciada estructura del sujeto hablante” (Braidotti, 1994a: 3). Habitualmente se sostiene que semejante reinserción “del cuerpo” en nuestro pensamiento acerca de la subjetividad tiene consecuencias que van más allá del simple cuestionamiento de la identidad entre mente y masculinidad, cuerpo y feminidad. Para Elizabeth Grosz, si los cuerpos son diversos

[…] masculinos o femeninos, negros, cafés, blancos, grandes o pequeños […], no como entidades en sí mismas o simplemente en un continuo lineal con sus polos ocupados por cuerpos masculinos y femeninos […], sino como un campo, un continuo bidimensional en el cual la raza (y posiblemente incluso la clase, casta o religión) forman especificaciones corporales […], una desafiante afirmación de la multiplicidad, un campo de diferencias, de otros tipos de cuerpos y de subjetividades […], si los cuerpos en sí mismos son siempre sexual (y racialmente) distintos, incapaces de ser incorporados en un modelo singular y universal, entonces las formas que toma la subjetividad no son generalizables (Grosz, 1994: 19).

Si la subjetividad es entendida como corpórea —encarnada en cuerpos que son diversificados y regulados de acuerdo a protocolos, divididos según líneas de desigualdad—, entonces el sujeto universalizado, naturalizado y racionalizado de la filosofía moral puede ser visto de una manera distinta: como el erróneo y problemático resultado de una denegación de todo lo que es corpóreo en el pensamiento occidental.

Las teóricas feministas también han estado a la cabeza de otro ataque a la imagen del sí mismo unificado, individualizado y psicológico, esta vez efectuado a partir de la indagación de los vínculos entre la subjetivación, la sexualidad y el psicoanálisis. Fue Jacques Lacan quien comenzó este ataque psicoanalítico sobre la imagen del sujeto que, según él, no sólo ha inspirado a parte de la psicología contemporánea, sino también a aquellas formas del psicoanálisis que han ganado influencia en Estados Unidos y cuyo ideal regulatorio es el Yo maduro. Para Lacan, lejos de un psicoanálisis operando según la imagen de la armonía y la reintegración que usualmente se infiere del dictum de Freud: “donde el Ello estuvo, el Yo debe advenir”,4 el descubrimiento freudiano del inconsciente y sus reglas de operación revelaron la radical excentricidad del sí mismo respecto de sí. De esta manera, una radical heteronomía se abre al interior de los seres humanos, la cual no es propiedad de unos pocos casos de personalidad múltiple o un índice de perturbación psicológica, sino que es la propia condición que nos vuelve capaces de relacionarnos con nosotros mismos como si fuéramos sujetos. Lacan afirmó que, en el corazón mismo de nuestro consentimiento a la propia identidad, somos movidos, agitados, activados, por un Otro: un orden que va más allá de nosotros y que es condición de cualquier consciencia (Lacan, 1977). Con la invención de la noción de inconsciente, y estableciendo el “exceso” del sujeto respecto de su representación de sí mismo, se ha entendido que el psicoanálisis le propinó un golpe fundamental a la visión del sujeto que ha sido propuesta por la filosofía clásica y que ha sido supuesta en la existencia cotidiana. Aparentemente, al hacerlo ha vuelto necesario para nosotros teorizar acerca de los mecanismos psicoculturales a través de los cuales el sujeto ha venido a tomarse a sí como un sí mismo.

Una vez más, ha sido el pensamiento feminista contemporáneo el que ha continuado estas investigaciones más intensivamente. Con excepciones notables, las feministas han insistido en que la diferencia sexual es constitutiva de la subjetividad misma: las identificaciones que nos forman como si fuéramos sujetos son articuladas, en primer lugar, en relación con el género (cf. Irigaray, 1985). Así, Judith Butler afirma que “el sujeto, el ‘yo’ hablante”, no precede a su construcción de género, sino que “se forma en virtud de pasar por ese proceso de asumir un sexo”, y que éste es un proceso constitutivamente anudado a la exclusión de ciertos “seres abyectos”, a quienes no se permite gozar del estatus de sujeto, en la medida que no concuerdan con las formas en que tales sexos son prescritos: la existencia de estas personas abyectas, “bajo el signo de lo ‘invivible’, es necesaria para circunscribir la esfera de los sujetos” (Butler, 1993: 3). La subjetividad, para Butler, no es el dominio de la acción, sino la consecuencia de rutinas de performatividad y modos de encuentro particulares e inevitablemente generizados. El sujeto y “sus” atributos aparecen ahora como efectos de una serie de procesos que hacen emerger al ser humano que asume o toma cierta posición de sujeto: una posición que no es universal, sino siempre particular. De esta manera, la subjetivación ocurre, pero no en la forma en que se piensa a sí misma: la subjetividad ya no es más unitaria o concebida de acuerdo con el modelo de lo masculino, sino fracturada por identificaciones sexuales y raciales, y regulada por normas sociales. Sin embargo, paradójicamente, para dar cuenta de estas prácticas de subjetivación, para interrumpir las formas en que tradicionalmente se han entendido y para dar cuenta de la “inscripción” de los efectos de la subjetividad en el animal humano, dichos argumentos parecen inevitablemente atraídos por una particular “teoría del sujeto”: el psicoanálisis.

Si argumentos provenientes de la antropología, la historia, la filosofía, el feminismo y el psicoanálisis han puesto al sí mismo en tela de juicio, lo han hecho ligándose a argumentos que se desarrollan en el propio corazón del sí mismo: la disciplina de la psicología. Por aquí, también, el sí mismo es desafiado. Para algunos, al revelarse el sí mismo como una “construcción social”, debe ser desestabilizado. Sus “atributos”, desde el género hasta la infancia, deben ser reconceptualizados como efectos múltiples y móviles de atribuciones realizadas en el marco de intercambios humanos históricamente situados. De este modo, somos invitados

[…] a considerar los orígenes sociales de presupuestos dados por sentado, tales como la bifurcación entre razón y emoción, la existencia de recuerdos y el sistema de símbolos que se supone subyace al lenguaje. [Nuestra atención se dirige] a las instituciones sociales, morales, políticas y económicas que sostienen y que son sostenidas por los presupuestos actuales acerca de la actividad humana (Gergen, 1985c: 5).

En estos argumentos constructivistas al interior de la psicología las atribuciones de ser sí mismo y sus predicados son entendidos frecuentemente en términos wittgensteinianos, vale decir, como características de juegos de lenguaje que emergen de, y que vuelven posibles a, ciertas formas de vida: es en y a través del lenguaje, y sólo en y a través del lenguaje, que nos atribuimos a nosotros mismos sentimientos corporales, intenciones, emociones y todos los otros atributos psicológicos que, desde hace tanto tiempo, parecieran venir a llenar un volumen interior dado y natural del sí mismo. “Considerado desde este punto de vista, ser un sí mismo no es ser un cierto tipo de ser, sino poseer un determinado tipo de teoría” (Harré, 1985: 262; cf. Harré, 1983, 1989).

Ya sea por razones epistemológicas (nunca podemos saber qué sucede en el fuero interno de la persona: todo lo que tenemos es el lenguaje), ya sea por razones ontológicas (las entidades construidas por la psicología no se corresponden con el verdadero ser de la personas), el análisis del interior psicológico debe ser remplazado por el análisis del reino exterior del lenguaje que atribuye estados mentales —creencias, actitudes, personalidades, entre otros— a los individuos (véanse los ensayos compilados en Gergen & Davis, 1985; y Shotter & Gergen, 1989). Cuando aquello que fue atribuido a un dominio psicológico unificado ahora es dispersado en prácticas lingüísticas, creencias y convenciones culturalmente diversas, el sí mismo unificado se muestra como una construcción. Una vez más, el sí mismo es desafiado y fragmentado: la heterogeneidad no es una condición temporal sino el resultado ineludible de los procesos discursivos a través de los cuales el “sí mismo” se “construye socialmente”. Y, desde la perspectiva de muchas de estas investigaciones psicológicas críticas, la psicología misma se transforma no sólo en una contribución a la comprensión contemporánea de la persona a través de los vocabularios y las narrativas que aporta, sino también en una disciplina cuya propia existencia debe ser considerada con sospecha. Si los seres humanos son tan heterogéneos y situacionalmente producidos como hoy parecen ser, ¿por qué habrá emergido una disciplina que promulgó concepciones tan unificadas, fijas, interiorizadas e individualizadas de los sí mismos, de lo masculino, de lo femenino, de las razas y de las edades? ¿A qué intereses sirvió un proyecto intelectual como ese?

Desde luego, estos desafíos contemporáneos al sí mismo, los cuales he descrito en un breve bosquejo, ocupan una dimensión de aquel movimiento cultural e intelectual llamado algunas veces posmodernismo. Esto ha puesto de moda el argumento de que el sí mismo, como la sociedad y la cultura, ha sido transformado en las condiciones actuales: la subjetividad está ahora fragmentada, es múltiple, contradictoria, y la condición humana implica que cada uno de nosotros trate de hacerse una vida para sí mismo bajo la mirada constante de la propia reflexividad suspicaz, atormentada por la incertidumbre y la duda. Creo que estamos en una buena posición para aproximarnos a estas declaraciones sin aliento acerca de la singularidad de nuestra era y nuestra posición especial en la historia. Estamos en el fin de algo, en el comienzo de algo, aunque con cierta reserva. En los ensayos que siguen, y tomando muchas de las ideas que he mencionado, sugiero algunos caminos para una evaluación crítica más sobria acerca del nacimiento y el funcionamiento de nuestro régimen contemporáneo del sí mismo.

Sugiero que la multiplicidad de regímenes de subjetivación no es un rasgo novedoso de nuestra época. La repetición de parámetros de diferencia —género, raza, clase, edad, sexualidad, entre otros—pueden cumplir una útil función polémica, pero dichos parámetros sólo dan cuenta de los puntos de partida de un análisis de los modos de subjetivación, no de sus conclusiones: estas categorías tienen también su historia y su ubicación al interior de prácticas particulares de la persona. El “cuerpo” no provee una base sólida para una analítica de la subjetivación, precisamente porque las corporalidades son diversas, no unitarias y operan en relación con regímenes particular de saber: las configuraciones del cuerpo humano inscritas en el atlas anatómico no siempre definieron un modo de delimitar el orden vital de los procesos, o de visualizar y actuar sobre los seres humanos. La división binaria del género impone una unificación falaz sobre la diversidad de formas en las cuales somos “sexuados”: como hombres, mujeres, niños, niñas, masculinos, femeninos, pervertidos, homosexuales, lesbianas, seductores, amantes, señoritas, casadas, solteronas. Ninguna teoría de la psique puede brindar la base para una genealogía de la subjetivación precisamente porque la emergencia de dichas teorías ha sido central para el régimen del sí mismo cuyo nacimiento debe ser objeto de nuestras investigaciones. La noción de “intereses” para explicar las posiciones asumidas en las disputas intelectuales y prácticas es inadecuada, porque lo que está involucrado es la creación de los “intereses”, el forjamiento de relaciones novedosas entre el saber y lo político, y la asociación y movilización de fuerzas en torno a ellos. A pesar de que la atención que dirige la psicología crítica a las condiciones de nacimiento y funcionamiento de la disciplina es de gran valor, su foco en el lenguaje y la narrativa, en la subjetivación como materia de las historias que nos contamos acerca de nosotros mismos, resulta, en el mejor de los casos, parcial y, en el peor, equivocada. La subjetivación no debe ser entendida localizándola en un universo de sentido o en un contexto interaccional de narrativas, sino en un complejo de dispositivos, prácticas, maquinaciones y ensamblajes que presuponen e imponen relaciones particulares con nosotros mismos, al interior de los cuales los seres humanos han sido fabricados. De diferentes maneras, éste será el argumento desarrollado en este libro.

Subjetivación: el gobierno y lo psi

Estos estudios emergen en la intersección entre dos preocupaciones que parecen estar intrínsecamente ligadas. La primera de ellas es la historia de la psicología o, más bien, de todas aquellas disciplinas que, desde aproximadamente mediados del siglo XIX, se han designado a sí mismas con el prefijo psi: psicología, psiquiatría, psicoterapia, psicoanálisis. Esto puede parecer perverso o limitante, ya que las disciplinas son, después de todo, sólo un pequeño elemento de la cultura contemporánea, y además poco comprendido por la mayor parte de las personas. Sin duda, en la cultura popular, donde no es motivo de parodia, lo psi es generalmente representado —o mal representado—de un modo que hace que los profesionales y académicos practicantes de las especialidades psi se enfaden con exasperación. Sin embargo, quisiera sugerir que la psicología, en el sentido en que utilizo el término aquí, ha jugado un rol fundamental en crear el tipo de personas que pensamos que somos. La psicología, en ese sentido, no es un cuerpo de teorías y explicaciones abstractas, sino una “tecnología intelectual”, un modo de hacer visible e inteligibles ciertas características de las personas, sus conductas y sus relaciones con otros. Más aún, la psicología es una actividad que no es nunca puramente académica; es una empresa basada en una relación intrínseca entre su lugar en la academia y su lugar como “expertise” (Danziger, 1990). Con expertise se designa la capacidad de la psicología para proporcionar un cuerpo de personas capacitadas y acreditadas que reclaman una competencia especial en la administración de las personas y las relaciones interpersonales, así como también un cuerpo de técnicas y procedimientos que pretenden hacer posible el manejo racional y humano de los recursos humanos en la industria, en las fuerzas armadas y, de manera más general, en la vida social.

En estos ensayos argumento que el crecimiento de las tecnologías psicológicas en Europa y Norte América, desde fines del siglo XIX, está intrínsecamente ligado a las transformaciones en el ejercicio del poder en las democracias liberales contemporáneas. También sugiero que el crecimiento de lo psi ha estado conectado, de un modo importante, a las transformaciones en las formas del ser personas: nuestras concepciones acerca de lo que las personas son y cómo deberíamos entenderlas y actuar respecto de ellas, así como nuestras nociones acerca de lo que cada uno de nosotros es, en sí mismo, y cómo podemos devenir aquello que queremos ser. Para plantear el asunto de este modo me he inspirado en los escritos de Michel Foucault, en la medida que intentan explorar “los juegos de falso y verdadero a través de los cuales el ser se constituye históricamente como experiencia, es decir, como una realidad que puede y debe pensarse a sí misma” (Foucault, 1985: 6-7). Aquí Foucault no se refiere a la experiencia como algo primordial que precedería al pensamiento, sino a “la correlación, dentro de una cultura, entre campos de saber, tipos de normatividad y formas de subjetividad” (ibíd.: 3), y es en un sentido similar que utilizo el término en este libro. Exploro los aspectos de los regímenes de saber a través de los cuales los seres humanos han llegado a reconocerse a sí mismos como cierto tipo de criaturas, las estrategias de regulación y tácticas de acción a las cuales estos regímenes de saber han estado conectados, y las relaciones correlativas que los seres humanos han establecido consigo mismos al tomarse a sí mismos como sujetos. Al realizar esta exploración espero contribuir al tipo de trabajo que Foucault describe como el análisis de “las problematizaciones a través de las cuales el ser se da como una realidad que puede y debe ser pensada por sí misma, y las prácticas a partir de las cuales se forman” (ibíd.: 11).

Desde esta perspectiva, la historia de las disciplinas psi es mucho más que la historia de un grupo particular y sospechoso de ciencias. Es parte de la historia de los modos a través de los cuales los seres humanos han regulado a otros y se han regulado a sí mismos a la luz de ciertos juegos de verdad. Por otra parte, sugiero que este rol regulatorio de lo psi está ligado a las interrogantes por la organización y reorganización del poder político que han sido centrales en el modelamiento de nuestra existencia contemporánea. Esto quiere decir que la historia de lo psi está intrínsecamente ligada a la historia del gobierno. Por gobierno no sólo me refiero a la política, aunque, como se argumentará en los estudios que siguen, el saber, las técnicas, las explicaciones y los expertos psi frecuentemente han entrado en las preocupaciones, deliberaciones y estrategias de los políticos y otros actores directamente vinculados al aparato político del Estado, a los servicios civiles y públicos, a la asistencia social, entre otros, así como a aquellos actores políticamente implicados en la organización de las fuerzas armadas y los asuntos económicos. No obstante, utilizo aquí el término “gobierno” en el sentido más amplio que le ha dado Foucault: gobierno es un modo de conceptualizar todos aquellos programas, estrategias y tácticas más o menos racionalizadas para la “conducción de la conducta”, para actuar sobre las acciones de otros con el fin de alcanzar ciertos fines (Foucault, 1991; véase Rose 1990; Miller & Rose, 1990; Miller & Rose, 1992). En este sentido, podemos hablar del gobierno de un barco, de una familia, de una prisión, de una fábrica, de una colonia y de una nación, tanto como del gobierno de uno mismo.

La perspectiva del gobierno lleva nuestra atención hacia todos aquellos multitudinarios programas, propuestas y políticas que han intentado modelar las conductas de los individuos, no sólo para controlarlas, someterlas, disciplinarlas, normalizarlas o reformarlas, sino también para volverlas más inteligentes, sabias, felices, virtuosas, sanas, productivas, dóciles, emprendedoras, satisfactorias, aumentadoras de la autoestima, empoderadoras. Como quiera que sea, nos ayuda a liberarnos de la profundamente engañosa perspectiva de que debemos entender las prácticas normativas que han modelado nuestro presente de acuerdo con los términos del aparato político del Estado. El Estado y lo político son relocalizados como zonas en desplazamiento para la coordinación, codificación y legitimación de algunas de las complejas y diversas gamas de prácticas para el gobierno de la conducta que existen en un tiempo y espacio particular. En las prácticas de gobierno de la conducta, desde las de la seguridad social hasta las de la administración industrial, desde las de la higiene social e individual hasta las del trabajo social enfocado en la familia, abundan las autoridades cuyos poderes se basan en un entrenamiento profesional y en la posesión de modos esotéricos de entender y actuar sobre la conducta basados en códigos de saber y afirmaciones de poseer una sabiduría especial. Esta perspectiva, entonces, dirige nuestra atención al rol del saber en la conducción contemporánea de la conducta, donde cualquier intento legítimo de actuar sobre esta última requiere incorporar algún modo de entender, clasificar y calcular, por lo que debe articularse en términos de un sistema de pensamiento y de juicio más o menos explícito. Esto también enfatiza el hecho de que, en la historia de las relaciones de poder en los regímenes liberales y democráticos, el gobierno de los otros siempre ha estado vinculado a una cierta manera de comandar a los individuos “libres” a que se gobiernen a sí mismos como sujetos simultáneamente libres y responsables: prudentes, sobrios, constantes, ajustados, autorrealizados, etc.

En consecuencia, la historia de la psicología en las sociedades liberales converge con la historia del gobierno liberal. En los estudios que siguen examinaré las formas en que estas vías se entremezclan, las formas en que el desarrollo, trasformación y proliferación histórica de lo psi ha estado ligado a las transformaciones en las racionalidades del gobierno y a las tecnologías inventadas para gobernar la conducta. En un sentido, los expertos de la psicología han tenido un rol en la historia que no es único. Se puede rastrear también el rol jugado por toda una variedad de otros “especialistas” en el modelamiento de los modos en que los seres humanos han llegado a experimentarse a sí mismos: abogados, economistas, contadores, sociólogos, antropólogos, cientistas políticos. De hecho, todos los expertos de las ciencias humanas, incluyendo, por ejemplo, aquellos que han estudiado la conducta animal, la fisiología, la demografía, la epidemiología y la geografía humana, indudablemente han jugado un rol en el establecimiento de estas prácticas de reconocimiento. Sin embargo, en otro sentido, o al menos eso sostendré, durante el siglo XX los expertos psi han alcanzado cierta posición privilegiada, ya que son ellos quienes afirman comprender las determinaciones internas de la conducta humana, así como también quienes aseguran tener la habilidad para proveer el abordaje apropiado, en términos de saberes, juicios y técnicas, para los poderes de los expertos de la conducta, dondequiera que dichos poderes sean ejercidos.

De esta manera, los estudios que siguen son investigaciones acerca de los modos en que las personas han sido inventadas o “confeccionadas”, como lo ha llamado Ian Hacking, en la multitud de puntos de intersección entre las prácticas de gobierno de los otros y las técnicas de gobierno de uno mismo (cf. Hacking, 1986). Estos estudios avanzan la tesis de que el crecimiento de las tecnologías intelectuales y las prácticas de lo psi está intrínsecamente ligado a las transformaciones en las prácticas de la “conducción de la conducta” que han sido reunidas en las democracias liberales contemporáneas. Por supuesto que la historia de las ciencias psi no puede ser reducida a sus capacidades para volver al ser humano gobernable; el complejo y heterogéneo proceso de formación y reforma de las disciplinas y sistemas de pensamiento no tiene necesariamente aspiraciones reguladoras, ya sea como meta consciente o como determinante encubierto. Sin embargo, sugiero que esta historia no es inteligible sin tomar en consideración las relaciones complejas entre los problemas de gobernabilidad