La lentitud como método - Carl Honoré - E-Book

La lentitud como método E-Book

Carl Honoré

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Beschreibung

Vivimos en un mundo tan acelerado que casi siempre buscamos la solución rápida para resolverlo todo. La cruda realidad es que esa solución precipitada no suele arreglar nada. Incluso a veces empeora las cosas. Ha llegado la hora de asumir que los parches no sirven para solventar los grandes problemas y que debemos afrontarlos de una forma meditada y paciente. En esta obra, Carl Honoré ofrece las claves para tomarnos la vida con calma y aprender a solucionar las dificultades de una manera más lenta pero mucho más eficaz.

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Título original: The Slow Fix.

© Carl Honoré, 2013.

© de la traducción: Julia Alquézar, 2013.

© de esta edición: RBA Libros, S. A., 2013.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

OEBO276

ISBN: 978-84-9006-727-7

Conversión a libro electrónico: Víctor Igual, S. L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Portada

Créditos

Dedicatoria

Cita

Introducción: La cuerda Andon

1. ¿Por qué la solución rápida?

2. Confesión: La magia de los errores y el mea culpa

3. Pensémoslo bien: Reculer Pour Mieux Sauter

4. Pensamiento holístico: Unir los puntos

5. Piense a largo plazo: Encare hoy el mañana

6. Piense en lo pequeño: Los detalles ínfimos que marcan la diferencia

7. Prepárese: Esté listo para todo

8. Colaborar: Cuatro ojos ven más que dos

9. Crowdsourcing: La sabiduría de las masas

10. Catalizar: El primero entre iguales

11. Delegar: Autoayuda (en el buen sentido)

12. Sentir: Ajustar el termostato emocional

13 Jugar: Resolver los problemas de uno en uno

14. Evolucionar: ¿Ya hemos llegado?

Conclusión: La solución lenta para el futuro

Agradecimientos

Bibliografía

Notas

AMIRANDA,

No se puede resolver un problema

a partir de la misma conciencia que lo creó.

INTRODUCCIÓN

LA CUERDA ANDON

¡Cuán pobres son aquellos que no tienen paciencia! ¿Hay herida que sane de otra manera que no sea poco a poco?

WILLIAMSHAKESPEARE

En una pequeña habitación sin ventanas, en una pequeña clínica del sur de Londres, está a punto de empezar un ritual familiar. Llamémoslo Hombre que visita a un Especialista para Tratarse su Dolor de Espalda.

Puede que reconozca la escena: las paredes blancas están desnudas aparte de un póster anatómico y unas cuantas huellas emborronadas. De una bombilla del techo emana una luz fluorescente. Un tenue olor a desinfectante flota en el aire. En un carrito junto a la camilla de tratamiento hay agujas de acupuntura colocadas como las herramientas de un torturador medieval.

Hoy, soy el hombre que busca alivio para el dolor de espalda. Boca abajo en la camilla, mirando a través de un anillo de espuma envuelto en papel, veo el dobladillo de una bata blanca arrastrándose por el suelo. Pertenece al doctor Woo, el acupuntor. Aunque está a punto de jubilarse, sigue moviéndose con la gracia ligera de una gacela. Para la muchedumbre dolorida que aguarda en la sala de espera es el estandarte de los beneficios de la medicina tradicional china.

El doctor Woo está plantando un pequeño bosque de agujas a lo largo de mi columna. Cada vez que me pincha la piel, suelta un gruñido amortiguado de triunfo. Y cada vez la sensación es la misma: un cosquilleo de calor seguido por una contracción extrañamente placentera del músculo. Me quedo quieto, como una mariposa rendida ante un coleccionista victoriano.

Después de insertar la aguja final, el doctor Woo baja las luces y me deja a solas en la penumbra. A través de las paredes delgadas, lo oigo charlando con otro paciente, una mujer joven, sobre sus problemas de espalda. Más tarde, regresa para extraerme las agujas. Mientras volvemos a la zona de recepción noto que mi ánimo va mejorando. El dolor ha cesado y puedo mover el cuerpo con entera libertad, pero el doctor se muestra prudente.

—No se deje llevar —dice—. La espalda es complicada y necesita tiempo para curarse adecuadamente, así que debe ser paciente. —Asiento, mientras aparto la mirada y entrego mi tarjeta de crédito. Ya sé lo que viene a continuación—: Debería someterse, al menos, a cinco sesiones más —sentencia.

Mi respuesta es la misma que la última vez, la misma de siempre: concertar una nueva cita, mientras que, en secreto, planeo cancelarla.

Dos días después, como siempre, mi espalda ha mejorado lo suficiente como para cancelar la siguiente visita, y además tengo la petulante sensación de que estoy ahorrando tiempo, molestias y dinero. De todos modos, ¿quién necesita múltiples sesiones de acupuntura? Con una ya vuelvo a estar en plena forma.

¿O tal vez no? Tres meses después vuelvo a estar en la camilla del doctor Woo, y en esta ocasión el dolor me baja por las piernas. Me duele incluso tumbado en la cama.

Ahora le llega el turno al doctor Woo de ser condescendiente. Mientras prepara sus agujas, me comenta que la impaciencia es la enemiga de la buena medicina, y después, me dice algo más personal:

—Alguien como usted no va a mejorar nunca —me dice, con más lástima que enfado—, porque es de esas personas que quiere solucionar rápidamente sus problemas de espalda.

Ay.

Su diagnóstico da en el clavo. No solo soy culpable de todos los cargos (llevo veinte años buscando soluciones rápidas para resolver mis problemas de espalda), sino que, además, a estas alturas, debería haberme aprendido la lección. Después de todo, viajo por todo el mundo dando conferencias sobre lo maravilloso que es ir con calma, tomarte tu tiempo, y no hacer las cosas lo más rápidamente posible sino lo mejor que se pueda. Incluso he predicado las virtudes de la lentitud en congresos médicos. Sin embargo, aunque la desaceleración ha transformado mi vida, el virus de la prisa, evidentemente, sigue corriendo por mis venas. Con precisión quirúrgica, el doctor Woo ha puesto el dedo en la llaga de una verdad incómoda que he evitado durante años: cuando se trata de curarme la espalda, sigo siendo un adicto a las soluciones rápidas.

Mi historial médico parece un periplo sin fin. A lo largo de las últimas dos décadas, una procesión de fisioterapeutas, masajistas, osteópatas y quiroprácticos han retorcido, hecho crujir y estirado mi espalda. En sesiones de aromaterapia, me han frotado la región lumbar inferior con abedul y manzanilla azul. Los reflexólogos han trabajado en los puntos de presión conectados con la espalda en la planta de mis pies. He llevado una abrazadera, he engullido analgésicos y relajantes musculares, y me he gastado una pequeña fortuna en sillas ergonómicas, en plantillas y en colchones ortopédicos. Piedras calientes, ampollas calientes, corrientes eléctricas, esterillas de calor y bolsas de hielo, cristales, reiki, ultrasonidos, yoga, técnica Alexander y Pilates; sí, he pasado por todas y cada una de esas cosas. Incluso visité a un curandero brasileño.

Hasta ahora, nada ha funcionado. Por supuesto, durante todos estos años ha habido momentos de alivio a lo largo del camino, pero después de dos décadas de tratamientos sigue doliéndome la espalda, e incluso empeora.

Quizá todavía no he encontrado la cura adecuada para mí. Al fin y al cabo, otros han superado el dolor de espalda con técnicas de mi plan de tratamiento, e incluso me recomendaron encarecidamente al curandero brasileño. O quizás, y eso me parece mucho más razonable, el doctor Woo tenga razón. En otras palabras, busco soluciones rápidas para el dolor de espalda, y me centro en los síntomas sin llegar hasta la raíz del problema, lo que tiene como resultado un alivio temporal, y que me irrite cuando dejo de hacer progresos, o que tenga que esforzarme más, hasta que paso al siguiente tratamiento; vamos, como una persona que vigila continuamente su peso y salta de una dieta a la otra. El otro día vi un enlace a una página web en la que se anunciaba que la terapia de imanes era una panacea para el dolor de espalda. Lo primero que pensé no fue: «Claro, y las vacas vuelan», sino: «¿Pueden hacerme eso en Londres?».

Este libro no es un diario sobre mis problemas de espalda. No hay nada más tedioso que escuchar a los demás quejarse de sus achaques y dolencias. Si creo que vale la pena explorar mi batalla perdida con la región lumbar es porque señala un problema mucho mayor que nos afecta a todos. Seamos honestos: no soy el único que busca resultados inmediatos. En todos los aspectos de la vida, desde la medicina y las relaciones hasta los negocios y la política, todos estamos enganchados a la solución fácil.

Buscar atajos no es nada nuevo. Hace dos mil años, Plutarco denunció al ejército de curanderos que engatusaban a los crédulos ciudadanos de la antigua Roma con curas milagrosas. A finales del siglo XVIII, las parejas que no eran fértiles hacían cola con la esperanza de concebir en la legendaria Cama Celestial de Londres. El dispositivo amoroso prometía música suave, un espejo montado en el techo y un colchón relleno de «trigo nuevo dulce o avena sativa, mezclada con bálsamo, pétalos de rosa y flores de lavanda, así como crines de las colas de los mejores sementales de Inglaterra». Se suponía que una corriente eléctrica generaba un campo magnético «calculado para dar el grado necesario de fuerza y esfuerzo para los nervios». La promesa: una concepción instantánea. El coste de una noche de torpes maniobras fértiles: 3.000 libras actuales.

Hoy en día, no obstante, la solución rápida se ha convertido en norma en todos los ámbitos de nuestra cultura desbocada, a la carta y del mínimo esfuerzo. ¿Quién tiene el tiempo o la paciencia para efectuar una reflexión aristotélica o para pensar a largo plazo? Los políticos necesitan resultados antes de las siguientes elecciones, de la próxima conferencia de prensa. A los mercados les da un ataque de pánico si las empresas que se tambalean o los gobiernos inestables no consiguen darles un plan de acción inmediato. Las páginas web están repletas de anuncios que prometen soluciones rápidas a cualquier problema que Google conozca: un remedio de hierbas para reactivar tu vida sexual, un vídeo para perfeccionar tu swing de golf o una aplicación para encontrar al hombre de tus sueños. En los viejos tiempos, las protestas sociales conllevaban llenar sobres, ir a manifestaciones o asistir a reuniones en los ayuntamientos. Ahora muchos de nosotros nos limitamos a pinchar «Me gusta» o escribimos un tuit de apoyo. Por todo el mundo se presiona a los médicos para que curen rápidamente a los pacientes, lo que a menudo significa que tengan que recurrir a una pastilla, que es la solución rápida por excelencia. ¿Te sientes triste? Prueba el Prozac. ¿Te cuesta concentrarte? Únete al equipo de Ritalin. En la inacabable búsqueda de un alivio instantáneo, un británico medio toma, según una estimación, 40.000 pastillas a lo largo de una vida.[1] Ciertamente no soy el único paciente impaciente en la sala de espera del doctor Woo.

—La forma más fácil de hacer dinero hoy en día no es curar a la gente —me dice—, sino venderles la promesa de una curación instantánea.

De hecho, gastar dinero se ha convertido en una solución fácil por sí misma, puesto que se ha promovido la idea de que arrasar en los centros comerciales es la manera más rápida de levantar un estado de ánimo hundido. Bromeamos sobre las compras impulsivas mientras enseñamos nuestro nuevo par de zapatos Louboutin, o la última funda de iPad. Las empresas dedicadas a la dietética han convertido la solución fácil en toda una forma de arte. «¡Consiga un cuerpo perfecto para lucir biquini en una sola semana! —grita el anuncio—. Pierda 5 kilos... ¡en SOLO 3 días!».

Incluso puedes recurrir a una solución fácil para arreglar la vida social. Si necesitas un compañero de entrenamiento para el gimnasio, un padrino para tu boda o un tío amable para animar a tus hijos el día de un partido, o si solo quieres un hombro sobre el que llorar, puedes recurrir a agencias de alquiler de amigos. La tarifa media para alquilar un colega con el que dar una vuelta por Londres es de 6,50 libras la hora.

Todas las soluciones rápidas susurran la misma promesa seductora de obtener el máximo resultado por el mínimo esfuerzo. El problema es que esa ecuación no funciona. Piénselo por un momento. ¿Adorar el altar de la solución rápida nos hace más felices, más sanos y más productivos? ¿Sirve para encarar los retos épicos a los que se está enfrentando la humanidad a principios del siglo XXI? ¿Realmente hay una aplicación informática para todo? Por supuesto que no. Intentar resolver los problemas a toda prisa, ponerse una tirita cuando lo que se necesita es cirugía puede que proporcione un respiro temporal, pero por lo general conlleva que más adelante tengamos que enfrentarnos a problemas peores. La verdad, dura e inapelable, es que una solución rápida nunca arregla nada en realidad. Y a veces no hace más que empeorar las cosas.

Hay pruebas por todas partes. Aunque nos gastamos miles de millones de libras en productos dietéticos que nos prometen unos muslos a lo Hollywood y unos abdominales dignos de Men’s Health a tiempo para el verano, la cintura de la gente por todo el mundo no deja de ensancharse. ¿Por qué? Pues porque no hay nada parecido a un consejo que permita mantener una barriga plana. Los estudios académicos demuestran que la mayoría de las personas que pierden peso con dietas lo recuperan todo, y a menudo lo aumentan, en los primeros cinco años.[2] Incluso la liposucción, la opción por excelencia en la carrera por tener unos brazos delgados, puede volverse en contra. La grasa aspirada de los muslos de una mujer y del abdomen suele resurgir al cabo de unos años[3] en alguna otra parte de su cuerpo y dar como resultado unos brazos fofos, por ejemplo, o lorzas en los hombros.

A veces, la solución rápida puede ser peor que no hacer nada en absoluto. Echemos un vistazo a la «terapia de un día de compras». Comprar el último bolso de Louis Vuitton puede hacer mejorar tu humor, pero el efecto suele ser pasajero. Al cabo de poco tiempo, vuelves a encontrarte comprando de nuevo por Internet o en el centro comercial en busca de nuevas emociones, mientras facturas sin abrir se amontonan en el buzón.

Veamos el daño que causa nuestra adicción a las píldoras. Hay estudios que sugieren que cerca de dos millones de estadounidenses abusan de los medicamentos con prescripción médica,[4] y que se producen más de un millón de hospitalizaciones cada año por efectos secundarios de la medicación.[5] La sobredosis por pastillas legales es ahora la principal causa de muerte accidental en Estados Unidos, donde el mercado negro de medicamentos difíciles de conseguir ha provocado un gran aumento de los robos a mano armada en las farmacias. Incluso las unidades de neonatología informan de un incremento en el número de bebés nacidos de madres adictas a los analgésicos. Y no es una visión agradable: los recién nacidos que sufren el síndrome de abstinencia gritan, tienen espasmos y vomitan, se frotan la nariz hasta dejársela en carne viva, y tienen problemas para comer y respirar.

Desde luego, no se pueden resolver los problemas difíciles nada más que con dinero. En un intento de mejorar sus deficientes escuelas públicas, la ciudad de Nueva York empezó a vincular la paga de los profesores a los resultados de sus alumnos en 2008.[6] Después de desembolsar más de cincuenta y cinco millones de dólares a lo largo de tres años, los encargados desestimaron el proyecto porque no se hallaron diferencias en los resultados de los exámenes ni en los métodos de enseñanza. Resulta que reflotar una escuela que hace aguas, como se verá más adelante en este libro, es mucho más complicado que limitarse a repartir unos cuantos incentivos económicos.

Incluso en el mundo de los negocios, donde la velocidad suele ser una ventaja, nuestra afición a las soluciones rápidas tiene consecuencias perjudiciales. Cuando las empresas se meten en arenas movedizas, o se las presiona para reducir las pérdidas o revalorizar el precio de las acciones, la respuesta automática suele ser una reducción de plantilla. Sin embargo, los recortes de personal hechos a toda prisa raramente salen a cuenta. Pueden vaciar una empresa, desmoralizar a los trabajadores que se quedan, y ahuyentar a los clientes y a los proveedores. A menudo, los problemas de base ni se tocan. Después de revisar concienzudamente treinta años de estudios longitudinales y transversales, Franco Gandolfi, profesor de Dirección de Empresas, llegó a una conclusión tajante: «El resultado global de los recortes de plantilla es que producen efectos financieros negativos».[7]

El auge y caída de Toyota es una historia con moraleja. El fabricante japonés de coches conquistó el mundo buscando obsesivamente las fuentes de los problemas para resolverlos. Cuando algo iba mal en la cadena de montaje, incluso el obrero con la menor responsabilidad podía tirar de un cordón, conocido como la cuerda Andon, que activaba un timbre y encendía una bombilla roja sobre ellos. (Andon significa «lámpara de papel» en japonés.) Como niños pequeños, los empleados se preguntaban: «¿Por qué, por qué, por qué?» una y otra vez, hasta llegar a la raíz del problema. Si resultara que este era serio, podrían llegar a parar toda la producción. No se detenían hasta encontrar una solución permanente.

Sin embargo, todo cambió cuando Toyota se embarcó en una carrera precipitada para convertirse en el constructor de coches número uno del mundo. La dirección se vio abrumada, perdió el control de la cadena de montaje e hizo caso omiso de los avisos de la planta de producción. Empezaron a apagar fuegos sin haberse preguntado antes qué los originaba.

Resultado: una retirada de más de diez millones de vehículos defectuosos que destrozaron la reputación de la firma, costaron miles de millones de dólares en ingresos y desencadenaron una oleada de demandas legales. En 2010, Akio Toyoda, el escarmentado presidente de la compañía, explicó al Congreso de Estados Unidos la caída en desgracia de Toyota: «Perseguimos el crecimiento a una velocidad por encima de la que nuestros trabajadores y nuestra organización podían asumir». Traducción: dejaron la cuerda de Andon y cayeron en las soluciones rápidas.

Puede verse la misma insensatez en el deporte profesional. Cuando un equipo sufre un bajón, y el clamor por un giro radical llega al paroxismo en las gradas y en los medios de comunicación, los responsables siempre echan mano de la solución más vieja del manual: despedir al entrenador y contratar uno nuevo. Como el mundo se ha vuelto más impaciente, la lucha por conseguir resultados en el campo se ha vuelto más frenética. Desde 1992, el promedio de tiempo que un entrenador de fútbol profesional se mantiene en Inglaterra en un equipo ha caído de los tres años y medio al año y medio. En las categorías inferiores, la norma ahora va de seis meses a un año. No obstante, convertir el puesto de entrenador en una puerta giratoria es un modo equivocado de dirigir un equipo.[8] Una investigación académica demuestra que la mayoría de los entrenadores nuevos solo proporcionan un pequeño periodo de luna de miel de mejores resultados. Después de una docena de partidos, el rendimiento del equipo suele ser el mismo, o peor, de lo que era antes de que se produjera el cambio, igual que las personas a dieta que recuperan kilos después de saltársela.

Se ven los mismos errores en la guerra y en la diplomacia. La coalición dirigida por Estados Unidos se equivocó al no apoyar la invasión de Irak en 2003 con unos planes adecuados a largo plazo para reconstruir el país. Así, las tropas occidentales se amontonaron en la frontera. Donald Rumsfeld, el entonces secretario de Defensa de Estados Unidos, recurrió al tópico de que los soldados «estarían en casa por Navidad». Según declaró, la guerra de Irak «podría durar seis días, o seis semanas. Dudo mucho de que llegue a los seis meses». A sus palabras siguieron años de caos, carnicería e insurgencia, que finalizaron con una retirada innoble con el trabajo a medio hacer. En la mordaz jerga de los militares de Estados Unidos, los altos mandos hicieron caso omiso de la regla de oro de las siete Pes: «Prior Planning and Preparation Prevents Piss-Poor Performance», es decir, la planificación y la preparación previas evitan una actuación miserable.

Incluso la industria tecnológica, ese tren de alta velocidad, está aprendiendo que no puedes resolver todos los problemas limitándote a introducir más datos y escribiendo mejores algoritmos. Un equipo de especialistas de tecnologías de la información acudió hace poco a la sede central de la Organización Mundial de la Salud en Ginebra con la misión de erradicar enfermedades tropicales como la malaria o el gusano de Guinea. Se produjo un choque de culturas. El departamento de enfermedades tropicales está a años luz de las modernas oficinas de Silicon Valley. Archivadores grises y bandejas para documentos repletas con carpetas amontonadas bordean un pasillo apenas iluminado. En la rendija para las monedas de la máquina de bebidas hay una nota amarillenta en la que puede leerse «Hors Service» (No funciona). Quienes trabajan allí, en oficinas con ventiladores en el techo, tienen el típico aspecto de universitario y llevan sandalias. Parece el Departamento de Sociología de una universidad sin fondos, o algún puesto fronterizo en un país en vías de desarrollo. Como muchos de los expertos de allí, a Pierre Boucher le sorprendió, a la vez que le divirtió, la fanfarronería de los entrometidos informáticos. «Aquellos tipos expertos en tecnología llegaron con sus portátiles y nos dijeron: “Dadnos los datos y los mapas y nosotros os arreglamos el problema” —cuenta, con una sonrisa escéptica—. Pero las enfermedades tropicales son un problema tremendamente complejo que no se puede resolver solo con un teclado».

—¿Hicieron algún avance los superempollones? —pregunté.

—No, ninguno en absoluto —respondió Boucher—. Acabaron yéndose, y nunca más volvimos a saber de ellos.

Bill Gates, el sumo sacerdote de las soluciones a alta velocidad, ha aprendido la misma lección. En 2005 retó a los científicos del mundo a encontrar soluciones a los mayores problemas de salud global en un tiempo récord. La Fundación de Bill y Melinda Gates premió con becas por un valor de 458 millones de dólares a 45 de más de las 1.500 propuestas que los inundaron. Se habló mucho de crear, por ejemplo, vacunas que no necesitaran refrigeración en los siguientes cinco años. Sin embargo, cinco años después, los ánimos se templaron. Incluso los proyectos más prometedores estaban muy lejos de proporcionar soluciones reales. «Pecamos de ingenuos cuando empezamos», admitió Gates.

La moraleja está clara: la solución rápida no es el caballo ganador. Por sí solo, ningún algoritmo ha resuelto jamás un problema global de salud. Ninguna compra impulsiva ha dado giro alguno a ninguna vida. Ningún medicamento ha curado jamás una enfermedad crónica. Ninguna caja de bombones ha arreglado jamás una relación rota. Ningún DVD educativo ha transformado a ningún niño en un pequeño Einstein. Ninguna conferencia TED[*] ha cambiado el mundo. Ninguna guerra relámpago ha acabado con grupo terrorista alguno. Siempre es más complicado que eso.

Con independencia del ámbito que tratemos (salud, política, educación, relaciones, negocios, diplomacia, finanzas o medio ambiente), los problemas a los que nos enfrentamos son más complejos y más apremiantes de lo que lo han sido jamás. Una actuación lamentable ya no nos lleva a ninguna parte. Ha llegado el momento de resistirse a los cantos de sirenas de las soluciones precocinadas y paliativas solo a corto plazo y empezar a arreglar las cosas de la manera adecuada. Necesitamos encontrar una nueva y mejor forma de encarar cada tipo de problema; esto es, necesitamos aprender el arte de la solución lenta.

Ha llegado el momento de definir los términos. No todos los problemas se crean por igual. Algunos pueden arreglarse con una solución rápida y sencilla. Insertando una sola línea de código se puede conseguir que una página web deje de dar problemas a una empresa. Cuando alguien se está ahogando por un trozo de comida atascado en la tráquea, con la maniobra de Heimlich se puede hacer salir el objeto que bloquea la vía y salvarle la vida a la víctima. Sin embargo, en este libro pretendo tratar problemas muy diferentes, donde los parámetros no están claros y pueden variar, donde el comportamiento humano entra en juego, donde incluso puede no existir la respuesta correcta. Pensemos en el cambio climático, la epidemia de obesidad o en una empresa que crece demasiado para su propio bien.

Cuando se trata de problemas así, la solución rápida trata los síntomas en lugar de la causa. Proporciona alivio a corto plazo, en lugar de una cura duradera. No ofrece respuestas para efectos secundarios indeseados. Cada cultura tiene una tradición de soluciones superficiales. Los franceses lo llaman una solution de fortune; los argentinos, «enrollarlo todo con alambre». En inglés, se habla de band-aid cures y duct-tape solutions. Los finlandeses bromean sobre arreglar un pinchazo con chicle. La palabra hindi jugaad significa «resolver problemas» (desde construir coches hasta reparar bombas de agua) usando cualquier cacharro que se tenga a mano. Mi metáfora favorita para hablar de la locura de la solución rápida es la expresión coreana «hacerse pis en una pierna congelada»: la orina templada proporciona un alivio instantáneo, pero, al final, el problema solo empeora porque el líquido se congela y se solidifica sobre la piel.

Así pues, ¿qué es la solución lenta? Esa es la pregunta que responderemos en las siguientes páginas. Sin embargo, resulta ya evidente que se basa en una virtud que escasea hoy en día: la paciencia.

Sam Micklus lo sabe mejor que la mayoría. Es el fundador de la Odisea de la Mente, lo más cercano que existe a unos Juegos Olímpicos de solución de problemas. Cada año, alumnos de 5.000 escuelas de todo el mundo se proponen resolver uno de los seis problemas que el propio Micklus propone. Tal vez se trate de tener que construir una estructura capaz de soportar peso con madera de balsa, crear una obra de teatro en la que una comida se defienda en un supuesto tribunal de la acusación de no ser saludable, o bien retratar el descubrimiento de tesoros arqueológicos del pasado y del futuro. Los equipos se enfrentan en competiciones regionales, y después en nacionales para ganarse un puesto en la final anual mundial. La NASA es el principal patrocinador de la Odisea de la Mente, y envía a algunos empleados en busca de nuevos talentos.

Me encontré con Micklus en las finales mundiales de 2010 en East Lansing, Michigan. Es un profesor jubilado de Diseño Industrial de Nueva Jersey, que ahora vive en Florida, y tiene el aspecto exacto del típico pensionista estadounidense, con zapatos cómodos, pelo canoso y un ligero bronceado. En las finales mundiales, no obstante, rodeado del alboroto de niños disfrazados y haciendo los últimos preparativos para su representación ante los jueces, se muestra tan alegre como un niño la mañana de Navidad. Todo el mundo se dirige a él como doctor Sam.

Durante los treinta años que ha estado al timón de la Odisea de la Mente, Micklus ha observado cómo el culto a la solución rápida ha ido echando raíces en la cultura popular. «El problema real de hoy en día es que ya nadie está dispuesto a esperar —dice—. Cuando le pido a la gente que piense en un problema, aunque sea durante un minuto o dos, desvía la mirada al reloj al cabo de solo diez segundos».

Da un sorbo de agua de una botella de plástico y mira a su alrededor en el enorme gimnasio en el que estamos charlando. Parecen las bambalinas de un musical del West End londinense, con niños yendo de un lado a otro, gritando instrucciones, montando su atrezo y probando flotadores sorprendentemente elaborados. La mirada de Micklus se detiene en un grupo de chicas de once años que luchan por arreglar una cadena defectuosa en su autocaravana casera.

«Incluso aquí, en la final mundial, cuando hablas con las personas que en el futuro estarán más capacitadas para resolver problemas, muchos de los chicos siguen queriendo lanzarse de cabeza con la primera idea que se les ocurre y hacer que funcione de inmediato, pero su primera idea suele no ser la mejor, y pueden tardar semanas o incluso más en encontrar la solución correcta para un problema y llevarla a buen puerto», dice.

Nadie, ni siquiera Micklus, cree que tengamos que resolver cada problema lentamente. Hay veces que, como cuando hay que curar a un soldado en el campo de batalla, por ejemplo, o enfriar un reactor nuclear dañado en Japón, sentarse a rascarte la barbilla y a sopesar el panorama en su conjunto y a largo plazo no es una opción. En esos casos, debes ponerte en plan MacGyver, coger la cinta de embalar y apañar una solución que sirva para ese mismo momento. Cuando en 1970 los astronautas del Apolo13 comunicaron a Houston que tenían un «problema», los cerebritos que controlaban la misión de la NASA no se embarcaron en una investigación completa para averiguar qué causó la explosión en los tanques de oxígeno en la nave espacial. En cambio, se remangaron y trabajaron contrarreloj para hallar una solución rápida y sucia que modificara los filtros de dióxido de carbono para que los astronautas pudieran usar el módulo lunar como bote salvavidas. En cuarenta horas, los encargados de resolver problemas de Houston dieron con una ingeniosa solución usando materiales que había a bordo de la nave:[9] cartón, mangas de trajes, bolsas de plástico de almacenamiento, e incluso cinta de embalaje. No fue un arreglo permanente, pero permitió que la tripulación del Apolo13 volviera a salvo a casa. Después, la NASA tiró de la cuerda Andon, y dedicó miles de horas a averiguar exactamente qué había fallado en esos tanques de oxígeno, y a diseñar una solución lenta para asegurarse de que nunca volvieran a explotar.[10]

Y, sin embargo, ¿cuántos de nosotros seguimos el ejemplo de la NASA? Cuando una solución rápida alivia los síntomas de un problema, como hizo la sesión de acupuntura con mi espalda, nuestro deseo de tirar de la cuerda Andon suele desvanecerse. Después de que un maremoto de deuda tóxica sacudió los cimientos de la economía mundial en 2008, los gobiernos de todo el mundo se apresuraron a reunir rescates por un valor de más de cinco billones de dólares. Esa fue la solución rápida necesaria. Sin embargo, una vez que la amenaza de una crisis mundial retrocedió, también lo hizo la voluntad de buscar una solución de mayor alcance. En todos los países, los políticos no consiguieron llegar hasta la raíz del problema, ni llevar a cabo la reforma que nos protegiera del Armagedón financiero 2: La secuela.

Demasiado a menudo, cuando una solución rápida va mal, nos retorcemos las manos, prometemos pasar página y volvemos a cometer los mismos errores una vez más.

Incluso cuando se requiere un cambio más fundamental, la gente sigue optando por la solución rápida —dice Ranjay Gulati, profesor de Administración de Empresas de la Harvard Business School—; parecen tomar las decisiones adecuadas y dar los pasos correctos, pero en última instancia no siguen, así que lo que empieza como una solución lenta, acaba siendo otro arreglo rápido. Es un problema común.

BP es un ejemplo de libro de texto. En 2005, la refinería de la empresa de Texas explotó, y allí murieron 15 trabajadores y otros 180 resultaron heridos. Menos de un año después, se descubrió una fuga de petróleo de una grieta de 25 kilómetros de una tubería en la costa de Alaska. La cercanía temporal en la que se produjeron ambos incidentes debería haber servido de llamada de atención, un aviso de que años de atajos habían empezado a causar problemas. En 2006, John Browne, el entonces director ejecutivo de BP, pareció aceptar que había pasado el momento para las soluciones rápidas. «Tenemos que establecer correctamente las prioridades —anunció—. Y lo primero que hay que hacer es ocuparse de lo que ha ocurrido, arreglar las cosas y llegar hasta el final. No vamos a adoptar soluciones superficiales, sino que vamos a llegar hasta la raíz del problema».

Sin embargo, eso nunca ocurrió. En lugar de ello, BP prosiguió con la misma política de siempre, lo que le valió unas cuantas reprimendas oficiales y una importante multa por no llevar a cabo la promesa de Browne. En abril de 2010, la empresa pagó un alto precio por su enfoque displicente cuando una explosión destrozó su plataforma petrolífera Deepwater Horizon, en la que murieron 11 trabajadores y otras 17 personas resultaron heridas; al final, lanzó más de 779.000 toneladas de crudo al golfo de México, en el que se convirtió en el peor desastre medioambiental de la historia de Estados Unidos.

El fiasco de BP es un recordatorio de lo perniciosamente adictiva que puede ser la solución rápida. Incluso cuando están en juego vidas y grandes sumas de dinero; cuando todo, desde nuestra salud y relaciones con nuestro trabajo y el entorno está en peligro, incluso cuando nos vemos bombardeados por las pruebas de que el camino hacia la catástrofe está cimentado con soluciones que no son más que parches, seguimos viéndonos arrastrados hacia la solución rápida, como polillas hacia la luz.

Las buenas noticias son que podemos vencer esta adicción. En todos los aspectos de la vida, cada vez somos más los que estamos empezando a aceptar que, cuando nos enfrentamos a problemas graves, lo más rápido no es siempre lo mejor, que las mejores soluciones surgen cuando invertimos suficiente tiempo, esfuerzo y recursos. En otras palabras, cuando vamos lentamente.

Hay muchas preguntas que este libro debe responder. ¿Qué es la solución lenta? ¿Existe la misma receta para cada problema? ¿Cómo sabemos cuándo está resuelto adecuadamente un problema? Y sobre todo, ¿cómo podemos poner en práctica una solución lenta en un mundo adicto a la velocidad?

Para responder esas preguntas, he viajado por todo el planeta para conocer a personas que se aproximan a los problemas difíciles con nuevos enfoques. Visitaremos al alcalde que revolucionó el transporte público de Bogotá, la capital de Colombia; nos reuniremos con el director y los presos de una moderna prisión de Noruega, y exploraremos cómo los islandeses están reinventando la democracia. Algunas de esas soluciones podrán aplicarse a nuestra propia vida, organización o comunidad, pero mi objetivo es ir mucho más allá. Se trata de extraer algunas lecciones universales sobre cómo encontrar la mejor solución cuando algo va mal. Eso significa hallar el punto en común entre los problemas que superficialmente parecen no tener relación alguna. ¿Qué lecciones pueden aprender los negociadores de la paz de Oriente Próximo, por ejemplo, del sistema de donaciones de órganos español? ¿Cómo puede un programa de regeneración de una comunidad en Vietnam ayudar a incentivar la productividad de una empresa de Canadá? ¿Qué ideas pueden tomar los investigadores franceses que están intentando reinventar la cantimplora de la rehabilitación de una escuela con problemas de Los Ángeles? ¿Qué podemos aprender nosotros de los mediadores de la NASA, de los jóvenes que participan en la Odisea de la Mente, o de los jugadores que pasan miles de millones de horas intentando arreglar problemas en línea?

El libro es también una búsqueda personal. Después de años de falsos principios y medias tintas, de atajos y de seguir pistas falsas, quiero averiguar qué le pasa a mi espalda. ¿Es mi dieta? ¿Mi postura? ¿Mi estilo de vida? ¿Hay algún motivo de base emocional y psicológica en todos esos problemas de columna? Finalmente estoy dispuesto a bajar el ritmo y asumir el esfuerzo necesario para curarme la espalda de una vez por todas. No más soluciones con cinta de embalar, ni tiritas ni chicles.

Olvidémonos de orinar sobre las piernas congeladas.

Ha llegado el momento de la solución lenta.

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¿POR QUÉ LA SOLUCIÓN RÁPIDA?

Lo quiero todo, y lo quiero ahora.

QUEEN (grupo de rock)

La iglesia de San Pedro parece imperturbable ante el impaciente frenesí del centro de Viena. Está en una plaza estrecha, apartada de las ruidosas calles llenas de tiendas que se entrelazan en la capital austriaca. Los edificios se inclinan por todas partes como soldados que cierran filas. Los visitantes pasan a menudo junto a ella sin ni siquiera fijarse en la deliciosa fachada barroca de la iglesia, ni en sus cúpulas verdes.

Cruzar las inmensas puertas de madera es como viajar a través de un agujero de gusano hasta un tiempo en el que había pocas razones para correr. Se oyen cantos gregorianos desde altavoces ocultos. Las velas arrojan una luz titilante sobre las piezas del altar bañadas en oro y las pinturas de la Virgen María. El olor a incienso endulza el aire. Una escalera de piedra, sinuosa y desgastada, lleva hasta una cripta que tiene más de mil años. Con muros gruesos que bloquean las señales de móvil, el silencio resulta casi metafísico.

He venido a San Pedro a hablar sobre las virtudes de bajar el ritmo. Se trata de una sesión para gente de negocios, pero también se hallan presentes algunos miembros del clero. Al final de la tarde, cuando la mayoría de los invitados se han dispersado en la noche vienesa, monseñor Martin Schlag, resplandeciente con su hábito púrpura, se acerca a mí, con algo de timidez, para hacer una confesión.

Mientras le escuchaba, me he dado cuenta de repente de lo fácil que es que nos infecte la impaciencia del mundo moderno —me dice—. Debo admitir que últimamente he estado rezando demasiado rápido.

Ambos nos reíamos por la ironía de que un hombre vestido de hábito se comportara como un hombre vestido de traje, pero su transgresión recalca lo arraigado que está el impulso de la solución rápida. Después de todo, la oración puede ser el ritual más antiguo para resolver problemas. A lo largo de la historia y en todas las culturas, nuestros ancestros se han dirigido a los dioses y a los espíritus en tiempos de necesidad, en busca de ayuda para encararlo todo, desde las inundaciones y el hambre hasta la sequía y la enfermedad. Aunque si la oración puede realmente ser una forma de solucionar problemas es una cuestión controvertida, hay algo que está claro: ningún dios les ha ofrecido jamás auxilio a quienes rezaban más rápido.

La oración no puede ser un atajo —prosigue monseñor Schlag—. El sentido de la oración está en ir más despacio, escuchar y pensar profundamente. Una oración apresurada carece de significado y poder. Se convierte en una solución rápida vacía.

Si vamos a empezar a resolver los problemas a conciencia, primero debemos comprender nuestra atracción fatal por las soluciones rápidas. Necesitamos saber por qué incluso las personas como monseñor Schlag, que dedican su vida a la contemplación serena en lugares como la iglesia de San Pedro, siguen cayendo en la trampa de la solución fácil. ¿Estamos enganchados de algún modo a la cinta de embalaje? ¿Acaso la sociedad moderna hace más difícil que nos resistamos a hacernos pis en la pierna congelada?

Después de mi encuentro con monseñor, me encontré con un experto secular en el estudio del cerebro humano. Peter Whybrow es psiquiatra y director del Instituto Semel de Neurociencia y Comportamiento Humano de la Universidad de California de Los Ángeles. También es el autor de un libro llamado American Mania,que explora cómo el funcionamiento del cerebro que ayudó al hombre primitivo a sobrevivir en un mundo de privaciones nos hace proclives a atracarnos en la época moderna de la abundancia. Como tantos otros expertos en el campo de la neurociencia, cree que nuestra adicción a la solución rápida tiene raíces fisiológicas.

El cerebro humano también tiene dos mecanismos básicos para resolver problemas, que se conocen comúnmente como sistema 1 y sistema 2. El primero es rápido e intuitivo, casi como pensar sin pensar. Cuando vemos un león acechándonos desde el otro lado de un abrevadero, nuestro cerebro establece instantáneamente la mejor ruta de escape y nos envía a toda prisa hacia ella. Una solución rápida. Problema resuelto. Sin embargo, el sistema 1 no vale solo para situaciones de vida o muerte. Ese es el atajo que usamos para navegar en nuestra vida diaria. Sería imposible tener que sopesar cada decisión, desde qué sándwich compraremos para almorzar hasta valorar si le devolvemos la sonrisa a ese extraño tan atractivo con quien nos hemos cruzado en el metro, mediante un profundo análisis egocéntrico. La vida sería insoportable. El sistema 1 nos ahorra problemas.

Por el contrario, el sistema 2 es lento y deliberado. Se trata del pensamiento consciente que llevamos a cabo cuando nos piden que multipliquemos 23 por 16, o que analicemos los posibles efectos colaterales de una nueva política social. Requiere planificación, análisis crítico y pensamiento racional, y lo dirigen las partes del cerebro que siguen desarrollándose después del nacimiento y hasta la adolescencia, que es la razón por la que los niños solo se preocupan por la gratificación instantánea. No resulta sorprendente saber que el sistema 2 consume más energía.

El sistema 1 era una buena elección para la vida en los tiempos antiguos. Nuestros primeros ancestros tenían menos necesidades de pensar las cosas en profundidad, o de verlas desde una perspectiva amplia. Comían cuando tenían hambre, bebían cuando tenían sed, y dormían cuando estaban cansados.

No había un mañana cuando se vivía en la sabana, y la supervivencia dependía de lo que hacías cada día —dice Whybrow—. Así que los sistemas fisiológicos que hemos heredado en el cerebro y el cuerpo se centraban en encontrar soluciones a corto plazo y nos recompensaban por conseguirlas.

Después de que el cultivo de la tierra empezó a asentarse hace diez mil años, planear el futuro se convirtió en una ventaja. Ahora, en un mundo complejo y postindustrial, el sistema 2 debería ser el rey.

Solo que no lo es. ¿Por qué? Una razón es que, dentro de nuestra cabeza del siglo XXI, seguimos merodeando por la sabana. El sistema 1 sigue siendo el predominante porque requiere mucho menos tiempo y esfuerzo. Cuando se pone en marcha, el cerebro se inunda de recompensas químicas como la dopamina, que desencadenan el tipo de sensación de bienestar que nos hace que sigamos volviendo por más. Por ese motivo sentimos una ligera emoción cada vez que pasamos un nivel de Angry Birds o cuando marcamos una de las tareas de la lista de recados: hemos acabado un trabajo, conseguido la recompensa y seguido hacia delante para lograr una nueva emoción. Al calcular el equilibrio de costes y beneficios desde la perspectiva de la neurociencia, el sistema 1 ofrece el máximo beneficio por el mínimo esfuerzo. La aceleración que proporciona puede incluso convertirse en un fin en sí misma. Como los adictos al café que van detrás de un trago de cafeína, o los fumadores que se apresuran a salir para fumarse un cigarrillo, nos enganchamos a la rapidez de la solución de la solución rápida. Por comparación, el sistema 2 puede parecer una forma de actuar difícil, que exige pagar un peaje y sacrificarte hoy a cambio de la promesa de obtener alguna vaga recompensa en el futuro. Como un entrenador personal que nos ladra para que dejemos ese éclair de chocolate para hacer otras veinte flexiones, o unos padres que nos fastidian para que hinquemos los codos en los libros en lugar de salir a la calle a jugar. Henry T. Ford se refería al sistema 2 cuando dijo: «Pensar es el trabajo más difícil que hay, y probablemente por eso tan poca gente se dedica a hacerlo».

El sistema 2 puede actuar también como un manipulador de la información, racionalizando nuestra preferencia por las recompensas a corto plazo. Después de ceder a la tentación y engullir ese éclair, nos convencemos de que merecíamos ese aporte de energía o de que quemaremos las calorías sobrantes en el gimnasio. «La conclusión es que el cerebro primitivo está programado para aceptar la solución rápida; siempre lo ha estado —dice Whybrow—. La gratificación a largo plazo que conseguiríamos con un plan a largo plazo implica un trabajo duro. La solución rápida nos resulta más rápida. De ahí conseguimos nuestro placer. Lo disfrutamos y enseguida lo queremos más y más rápido».

Ahí reside también el motivo de que nuestros ancestros nos advirtieran contra las soluciones rápidas mucho antes de que Toyota inventara la cuerda Andon. En la Biblia, Pedro urge a los cristianos a ser pacientes: «El Señor no tarda en cumplir su promesa, según algunos entienden la tardanza, sino que es paciente para con vosotros no queriendo que nadie perezca, sino que todos alcancéis el arrepentimiento». Traducción: Dios no está por la labor de proporcionar soluciones en tiempo real. Además, no solo las autoridades religiosas han llamado la atención sobre el punto débil del hombre respecto al canto de sirena del pensamiento a corto plazo. John Locke, uno de los principales pensadores de la Ilustración, advirtió que los comerciantes guiados por la solución fácil se estaban cavando su propia tumba: «Quien no tiene dominio sobre sus inclinaciones, quien no sabe cómo resistirse a la importunidad del placer o dolor presente, aunque la razón le diga qué es correcto hacer y lo que conduce al verdadero principio de la verdad y la industria, corre el peligro de no ser bueno nunca en nada», escribió. Un siglo después, Alexander Hamilton, uno de los padres fundadores de los Estados Unidos de América, volvió a señalar el peligro: «Las pasiones momentáneas y los intereses inmediatos tienen un control más activo e imperioso sobre la conducta humana que las consideraciones generales o remotas de la política, la utilidad o la justicia». Incluso en la era moderna sigue persistiendo el recelo en las decisiones precipitadas. Ante un diagnóstico médico funesto, el consejo habitual es buscar una segunda opinión. Gobiernos, empresas y otras organizaciones se gastan miles de millones en la recolección de datos, investigación y análisis para ayudarlos a resolver problemas a conciencia.

Entonces, ¿por qué, a pesar de todos estos avisos y exhortaciones, seguimos cayendo en la solución rápida? El atractivo del sistema 1 es solo parte de la explicación. A lo largo de cientos de miles de años, el cerebro humano ha desarrollado todo un abanico de peculiaridades y mecanismos que distorsionan nuestro pensamiento y nos empujan en la misma dirección.

Consideremos nuestra inclinación natural hacia el optimismo. En todas las culturas y edades, la investigación ha demostrado que la mayoría de nosotros espera que el futuro sea mejor de lo que acaba siendo. Desestimamos a las claras nuestras posibilidades de que nos despidan, de divorciarnos o de que nos diagnostiquen una enfermedad fatal.[11] Esperamos engendrar niños dotados, superar a nuestros iguales y vivir más tiempo de lo que realmente hacemos. Parafraseando a Samuel Johnston, dejamos que la esperanza triunfe sobre la experiencia. Esta tendencia puede tener un propósito evolutivo, ya que nos espolea a seguir adelante, en lugar de retirarnos a una esquina oscura a regodearnos en la injusticia de todo. En The Optimism Bias,TaliSharot argumenta que la creencia en un futuro mejor fomenta mentes más saludables en cuerpos más saludables. No obstante, advierte que demasiado optimismo puede volverse en nuestra contra. Al fin y al cabo, ¿quién necesita revisiones médicas regulares o un plan de pensiones si todo acabará arreglándose de algún modo al final? «Los mensajes de “Fumar mata” no funcionan porque la gente cree que sus posibilidades de contraer un cáncer son bajas —dice Sharot—. El índice de divorcios es del 50 %, pero nadie cree que le vaya a tocar. Hay una predisposición fundamental en el cerebro». Y esa predisposición afecta al modo en que encaramos los problemas. Cuando te pones unas gafas con cristales de color rosa, la solución fácil parece de repente mucho más convincente.

El cerebro humano también tiene una afición natural a las soluciones familiares. En lugar de tomarnos un tiempo para comprender un problema en sus propias características, solemos buscar soluciones que hayan funcionado en problemas similares en el pasado, incluso cuando tenemos mejores opciones delante de nuestra tendencia. Esta predisposición, descubierta estudio tras estudio, se conoce como el efecto Einstellung. Era útil en la época en la que la humanidad se enfrentaba a un conjunto limitado de problemas urgentes y sencillos, como evitar que los devorase un león; pero es menos útil en un mundo moderno de gran complejidad. El efecto Einstellung es la razón por la que a menudo cometemos los mismos errores una y otra vez en política, en las relaciones y en nuestras carreras.

Otra de esas razones es nuestra aversión al cambio. Los conservadores no tienen el monopolio del deseo de mantener las cosas tal y como están. Incluso cuando se enfrentan a argumentos de peso para comenzar de nuevo, el instinto humano es quedarse quieto. Por ese motivo podemos leer un libro de autoayuda, estar de acuerdo con todo lo que dice y después no conseguir poner ninguno de los consejos en práctica. Los psicólogos llaman a esta inercia la «tendencia del statu quo». Explica por qué siempre nos sentamos en el mismo sitio en la clase cuando no hay ninguna distribución asignada de los asientos, o nos quedamos con el mismo banco, plan de pensiones y con la misma compañía del agua o la luz aunque la competencia ofrezca servicios más ventajosos. Esta resistencia al cambio está presente en nuestra lengua: «Si algo no está roto, no lo arregles», decimos, o: «No puedes enseñarle nuevos trucos a un perro viejo». Junto con el efecto Einstellung, la tendencia del statu quo hace que nos resulte más difícil apartarnos de la rutina de la solución rápida.

Si añadimos nuestra reticencia a admitir errores, nos damos de bruces con otro obstáculo a la solución lenta: el, por así llamarlo, «problema del legado». Cuanto más invertimos en una solución (miembros, tecnología, marketing o reputación), menos inclinados nos sentimos a cuestionárnosla o a buscar algo mejor. Eso significa que preferiríamos mantenernos firmes con una solución que no está funcionando que empezar a buscar una que sí lo haga. Incluso quienes resuelven con más agilidad los problemas del mundo pueden caer en esta trampa. A principios del siglo XXI, un trío de magos del software de Estonia escribieron un código que permitía hacer llamadas por Internet. Resultado: el nacimiento de una de las empresas que crecieron con mayor rapidez. Una década después, la sede de Skype en Tallinn, la capital de Estonia, sigue siendo una empresa de aspecto joven, chic, con paredes de ladrillos a la vista, pufs y arte funky. Allá donde se mire, hipsters de múltiples naciones dan sorbos de agua mineral o juguetean con iPads. En una plataforma cerca de la habitación en la que conocí a Andres Kütt, el joven gurú con perilla de Skype, está de pie junto a una pizarra blanca cubierta de garabatos de la última tormenta de ideas.

Incluso en aquella casa de locos iconoclasta, la solución errónea puede ganar tercos defensores. A los treinta y seis años, Kütt es ya una persona muy capacitada para resolver problemas. Apoyó a los primeros bancos por Internet y capitaneó los esfuerzos para que los estonios pudieran cumplimentar sus devoluciones de impuestos online. Le preocupa que, con el transcurrir de los años y si la empresa se hace lo suficientemente grande para generar intereses, Skype haya perdido parte de su capacidad de resolver sus problemas. «El legado es ahora un gran problema para nosotros también —explica—. Haces una enorme inversión para resolver un problema y, de repente, en torno al problema aparece una gran cantidad de personas y sistemas que quieren justificar su existencia. Acabas con un escenario en el que la fuente original del problema está oculta y es difícil de alcanzar». En lugar de cambiar de enfoque, la gente en esas circunstancias suele sumergirse de pleno en la solución imperante. «Asusta dar un paso atrás y enfrentarse a la idea de que tus viejas soluciones pueden no funcionar, y plantearse invertir tiempo, dinero y energía en encontrar otras mejores —dice Kütt—. Es mucho más fácil y seguro permanecer dentro de tu zona de comodidad».

Aferrarse a un barco que se hunde puede ser irracional, pero lo cierto es que no todos nosotros somos tan racionales como nos gusta imaginar. Estudio tras estudio asumimos que las personas dotadas con voces más profundas (normalmente hombres) son más inteligentes y dignos de confianza que quienes hablan en un registro más alto (normalmente mujeres). También tendemos a pensar que la gente guapa es más lista y competente de lo que realmente es. O si no, pensemos en la «ilusión de la ensalada de acompañamiento».[12] En un estudio realizado por la Kellogg School of Management, se les pidió a varias personas que calcularan el número de calorías de alimentos poco saludables, como las tortitas con beicon y queso, y que, a continuación, adivinaran el contenido calórico de esos mismos alimentos cuando llevan como acompañamiento un plato saludable, como un cuenco de palitos de zanahoria y apio. Una y otra vez, la gente llegaba a la conclusión de que añadir un acompañamiento con buenas virtudes hacía que toda la comida contuviera menos calorías, como si la comida saludable pudiera, de algún modo, hacer que la comida poco saludable engordara menos. Y este efecto era tres veces más pronunciado entre quienes seguían dietas de manera habitual. La conclusión de Alexander Chernev, el director de investigación, fue que «la gente a menudo se comporta de un modo ilógico y que, en última instancia, es contraproducente para sus objetivos».

Puede repetirse una y otra vez. Nuestro don para la visión de túnel puede ser ilimitado. Cuando se confronta con hechos incómodos que ponen en peligro la visión que privilegiamos (la prueba de que nuestra solución rápida no funciona, por ejemplo), solemos descartarlos como un resultado único, o como la evidencia de «la excepción que confirma la regla». Es lo que se conoce como tendencia a la confirmación. Sigmund Freud lo llamaba «negación», y va totalmente unido al problema del legado y a la tendencia a preservar el statu quo. Puede generar un campo de distorsión de la realidad verdaderamente poderoso. Cuando un médico le dice a alguien que va a morir, mucha gente niega la noticia por completo. A veces nos aferramos a nuestras creencias incluso aunque nos lancen las pruebas a la cara. Pensemos por ejemplo en la cultura de la negación del Holocausto o en cómo, a finales de la década de 1990, Thabo Mbeki, el entonces presidente de Sudáfrica, se negó a aceptar el consenso científico de que el virus del VIH causaba el sida, lo que provocó la muerte de más de 330.000 personas.[13]

Incluso cuando no tenemos ningún interés en distorsionar o filtrar la información, seguimos inclinados a mantener nuestra visión de túnel. En un experimento con docenas de visitas en YouTube, se les pide a los sujetos de la prueba que cuenten el número de pases que hace cada uno de los dos equipos que juegan al baloncesto en un vídeo. Como ambos equipos tienen una pelota, y los jugadores están constantemente rodeándose los unos a los otros, se requiere una gran concentración. A menudo, ese tipo de concentración es útil, porque nos permite bloquear las distracciones que impiden el pensamiento profundo. Sin embargo, a veces puede limitar tanto nuestra visión que perdemos partes importantes de información y el bosque nos impide ver los árboles. A mitad del vídeo, un hombre disfrazado de gorila se pasea por entre los jugadores de baloncesto, se gira hacia la cámara, se golpea el pecho y vuelve a salir.

¿Adivina cuántas personas no vieron al gorila? Más de la mitad.

Todo esto resalta una verdad alarmante: el cerebro humano es poco fidedigno desde siempre. Si sumamos las tendencias al optimismo, a mantener el statu quo y a la confirmación, el atractivo del sistema 1, el efecto Einstellung, la negación y el problema del legado, podemos llegar a pensar que adoptar la solución rápida es nuestro destino biológico. Sin embargo, las conexiones neurológicas son solo una parte de la historia. También hemos construido una cultura propia de correcaminos que nos lleva directamente a la avenida de la solución fácil.

En estos tiempos, apresurarse es nuestra respuesta a todos los problemas. Caminamos rápido, hablamos rápido, leemos rápido, comemos rápido, hacemos el amor rápido y pensamos rápido. Estamos en la era del yoga veloz y de los cuentos para dormir de un minuto, o de hacer no sé qué «justo a tiempo», y de hacer aquello otro «a petición». Rodeados de chismes que realizan pequeños milagros con el clic de un ratón o un toque en una pantalla, llegamos a esperar que cualquier cosa puede pasar a la velocidad del software. Incluso nuestros más sagrados rituales deben ser más eficientes, acelerarse e ir más rápido. Hay iglesias en Estados Unidos que han experimentado con funerales en los que se podía pasar por delante de un escaparate en el que se exponía el ataúd con el difunto sin bajarse del coche. En fechas recientes, el Vaticano se vio obligado a advertir a los católicos de que no podían conseguir la absolución confesando sus pecados mediante una aplicación de un smartphone. Incluso nuestras drogas recreativas de elección nos ponen en modo de solución rápida: el alcohol, las anfetaminas y la cocaína hacen que nuestro cerebro funcione según el sistema 1.

La economía refuerza la presión por las soluciones rápidas. El capitalismo ha recompensado la velocidad desde mucho antes de la negociación a alta frecuencia. Los inversores más rápidos sacan más provecho: cuanto más rápido pueden reinvertir su dinero, más beneficios obtienen. Cualquier solución que permita que el dinero siga fluyendo o que el precio de las acciones siga al alza es una buena forma de resistir el día, porque hay que hacer dinero inmediatamente, y no importa si alguien tiene que arreglar el desaguisado más tarde. Esa manera de pensar se ha agudizado en las últimas dos décadas. Muchas empresas pasan más tiempo preocupándose por el precio de las acciones hoy que por lo que las hará más fuertes dentro de un año. Con tantos de nosotros trabajando con contratos temporales y saltando de trabajo en trabajo, la presión para causar un impacto inmediato o para encarar problemas sin pensar a largo plazo es inmensa. Esto se revela como especialmente cierto en las juntas, donde el promedio de tiempo que un director ejecutivo permanece en su puesto ha caído en picado en los últimos años.[14] En 2011 se despidió a Leo Apotheker como jefe de Hewlett-Packard después de menos de once meses en el cargo. Dominic Barton, el director general de McKinsey and Company, una empresa líder en consultoría, escucha las mismas quejas de altos ejecutivos por todo el mundo: ya no tenemos ni tiempo ni incentivos para pensar más allá de las soluciones rápidas. He aquí su veredicto: «El capitalismo ha desarrollado una visión demasiado a corto plazo».

La cultura de la oficina moderna suele reforzar esa estrechez de miras. ¿Cuándo fue la última vez que tuvo tiempo para analizar con calma un problema en el trabajo? ¿O simplemente dedicarle unos minutos para pensarlo en profundidad? Enfrentarse a las cuestiones importantes, como dónde quieres estar dentro de cinco años o cómo puedes querer rediseñar tu lugar de trabajo de arriba abajo, carece de importancia. La mayoría de nosotros estamos demasiado distraídos por un torbellino de tareas triviales: firmar algún documento, asistir a alguna reunión o responder una llamada de teléfono. Los estudios indican que los profesionales del mundo de los negocios se pasan ahora la mitad de sus horas de trabajo limitándose a administrar su e-mail y sus bandejas de entrada de los medios de comunicación sociales.[15] Día tras día, semana tras semana, lo que cuenta es el triunfo inmediato.

La política también está encallada en la solución rápida. Los representantes electos tienen todos los incentivos para favorecer políticas que den frutos a tiempo para la siguiente elección. Un Consejo de Ministros puede necesitar resultados antes de la siguiente remodelación. Algunos analistas afirman que cualquier Administración estadounidense cuenta con solo seis meses (el periodo comprendido entre la confirmación de los miembros del Senado y el inicio de la campaña para las elecciones a medio plazo) para poder pensar más allá de los titulares diarios y de los números de las encuestas y concentrarse en decisiones estratégicas a largo plazo. Tampoco ayuda el que tendamos a favorecer un liderazgo fuerte, rápido y espontáneo. Nos encanta la idea de un héroe solitario que recorre la ciudad con una solución lista en su bolsa de jinete. ¿Cuántas figuras han conseguido alguna vez el poder con declaraciones como «Requerirá mucho tiempo resolver nuestros problemas»? Bajar el ritmo para reflexionar, analizar o consultar puede parecer indulgente o débil, sobre todo en momentos de crisis. O tal y como un crítico del Barack Obama más cerebral dijo: «Necesitamos un líder, no un lector». Daniel Kahneman, autor de Thinking, Fast and Slow, y solo el segundo psicólogo que ha ganado el Premio Nobel de Economía, cree que nuestra preferencia natural por los políticos que siguen los instintos de sus entrañas convierten la política democrática en un carrusel de soluciones rápidas. «Al público le gustan las decisiones rápidas —dice—, y eso anima a los líderes a seguir sus peores intuiciones».[16]