La llamada del río - JOSEPH TAFUR - E-Book

La llamada del río E-Book

Joseph Tafur

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Beschreibung

La medicina occidental no ha tenido mucho éxito a la hora de aliviar afecciones como la depresión, el dolor crónico, las migrañas, la adicción o el TEPT (trastorno por estrés postraumático). El doctor Tafur nos ayuda a entender por qué. La gente pasa años frustrada invirtiendo grandes cantidades de dinero consultando a un gran número de especialistas, sin obtener alivio real a su problema, porque éstas y otras son enfermedades que están profundamente relacionadas con el estado de nuestros cuerpos emocionales. Con demasiada frecuencia, el enfoque médico occidental no aborda la dimensión emocional de la enfermedad. Aquí es donde la medicina tradicional de las plantas, con su capacidad de alterar la conciencia y abrir canales de comunicación a nuestras emociones, ofrece alternativas reales. Sigue al doctor Tafur a través de la selva del Amazonas mientras desarrolla un conocimiento profundo de cómo las plantas psicoactivas interactúan con la compleja red que conecta nuestras mentes y corazones con nuestra anatomía física. Lo que aquí se presenta es un cambio de paradigma para la medicina moderna, donde las plantas sagradas, utilizadas adecuadamente en las ceremonias, ocupan su lugar como herramientas importantes en el botiquín del médico y ofrecen los elementos carentes de curación emocional y espiritual que nos han eludido durante tanto tiempo.

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Seitenzahl: 437

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Joseph R. Tafur

La llamada del río

El viaje de un médico occidental

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Los editores no han comprobado la eficacia ni el resultado de las recetas, productos, fórmulas técnicas, ejercicios o similares contenidos en este libro. Instan a los lectores a consultar al médico o especialista de la salud ante cualquier duda que surja. No asumen, por lo tanto, responsabilidad alguna en cuanto a su utilización ni realizan asesoramiento al respecto.

Las numerosas fotografías e imágenes relacionadas con este libro pueden verse en mi página web: https://drjoetafur.com/the-fellowship-of-the-river/

Colección Espiritualidad y Vida interior

LA LLAMADA DEL RÍO

Joseph R. Tafur

1.ª edición en versión digital: mayo de 2019

Título original: The Fellowship of the River

Traducción: Juan Tafur

Maquetación: Compaginem, S. L.

Corrección: M.ª Ángeles Olivera

Diseño de cubierta: Enrique Iborra

© 2017, Joe Tafur

© Prólogo, 2017, Gabor Maté

(Reservados todos los derechos)

© 2018, Ediciones Obelisco, S.L.

(Reservados los derechos para la presente edición)

Edita: Ediciones Obelisco S.L.

Collita, 23-25. Pol. Ind. Molí de la Bastida

08191 Rubí - Barcelona - España

Tel. 93 309 85 25 - Fax 93 309 85 23

E-mail: [email protected]

ISBN EPUB: 978-84-9111-487-1

Maquetación ebook: leerendigital.com

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada, trasmitida o utilizada en manera alguna por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o electrográfico, sin el previo consentimiento por escrito del editor.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Índice

 

Portada

La llamada del río

Créditos

Prólogo

Capítulo 1. La llamada del río

Capítulo 2. Habla la planta: «Si me ayudas, te ayudaré»

Capítulo 3. El curandero herido

Capítulo 4. El camino del peyote

Capítulo 5. Mente, sentimiento y fe

Capítulo 6. Tukuymanta

Capítulo 7. Por una práctica responsable

Capítulo 8. Tratando el TEPT en la Nave Tierra

Capítulo 9. El cuerpo emocional

Capítulo 10. Los comienzos del Centro Espiritual Nihue Rao

Capítulo 11. El efecto placebo y la tos inexplicable

Capítulo 12. Curar traumas escondidos

Capítulo 13. Ayahuasca, MTPA y curación límbica

Capítulo 14. ¿Qué es el amor?

Capítulo 15. El camino hasta mi ícaro

Capítulo 16. Un tratamiento espiritual para la psoriasis

Capítulo 17. Curar la herida de la adicción

Capítulo 18. Plantas protectoras y nuevas canciones

Capítulo 19. La migraña de Lisa y el dragón negro

Capítulo 19. La migraña de Lisa y el dragón negro

Capítulo 21. Visiones más potentes: una nueva iniciación

Capítulo 22. La enfermedad de Crohn de Nathan: reprogramación mística y la curación del corazón roto

Capítulo 23. La ansiedad de Adam y el sereno poder de la compasión

Capítulo 24. El papel de la curación espiritual en la atención médica moderna

Agradecimientos

Glosario

Referencias por capítulo

A mi padre

y a todos los médicos y médicas,

curanderos y curanderas.

Prólogo

COMO MÉDICO FORMADO EN OCCIDENTE, he sido consciente durante años de las limitaciones de la medicina moderna a la hora de abordar las dolencias crónicas del cuerpo y de la mente. A pesar de nuestros asombrosos logros, existe un gran número de dolencias que, como médicos, apenas podemos aliviar. Nos limitamos a buscar una cura, y, en este afán, la esencia de la curación se nos escapa. De aquí la popularidad de la ayahuasca y de la curación con plantas del Amazonas, a las que muchos occidentales acuden hoy en día para curar desde enfermedades físicas hasta la ansiedad, o simplemente en busca de sentido ante la alienación progresiva de nuestra cultura.

La ayahuasca y la curación mediante plantas son los temas de este trabajo de mi colega, el doctor Joe Tafur. Su libro cumple una función triple: relata una fascinante historia personal de autodescubrimiento a través del chamanismo; reúne un compendio de historias clínicas persuasivas acerca del potencial curativo de la ayahuasca; y, finalmente, ofrece una meditación científica informada acerca de cómo, bajo la guía de un chamán, esta liana de la selva y otras plantas relacionadas pueden dar pie a asombrosas transformaciones físicas, emocionales y espirituales. Tanto el doctor Tafur como yo mismo, hemos sido testigos de ellas durante nuestro trabajo con «la madre», como se conoce a la liana en la cuenca del Amazonas.

Entre los fallos más frustrantes de la práctica médica occidental figura la falta de conciencia acerca de la unidad del cuerpo y la mente. Esto, a pesar de las persuasivas, sofisticadas y voluminosas investigaciones que evidencian que distinguir entre el cuerpo y la mente no sólo es falso y acientífico, sino también imposible en la vida real. Joe Tafur se apoya con habilidad en esta evidencia para señalar que los «milagros» que tienen lugar en las ceremonias chamánicas son predecibles si uno parte de una comprensión holística del ser humano, tanto en la salud como en la enfermedad.

Sus exitosas historias clínicas incluyen la remisión de dolencias crónicas de las que la medicina convencional apenas logra controlar los síntomas, sin curar jamás la dolencia misma. Entre ellas figuran la psoriasis, las migrañas crónicas y las inflamaciones intestinales, junto con dolencias mentales como la depresión y la ansiedad.

Desde hace tiempo, el empleo de la ayahuasca para tratar problemas de salud refractarios ha sido objeto de estudio en países donde la paranoia oficial y la estrechez de miras no han vetado el uso médico de la planta, asentado en tradiciones culturales indígenas. Como señala un artículo de The Medical Post, «en un análisis de 28 estudios con sujetos humanos publicado recientemente en Journal of Psychopharmacology, los investigadores concluyeron que la experiencia de la ayahuasca no sólo pone de manifiesto su “potencial antiadictivo y antidepresivo”, sino también sus efectos fisiológicos en el cerebro, que afectan al tamaño y al grosor de las áreas asociadas con el control de los impulsos, la toma de decisiones, el dolor y la memoria». Cabe decir que éstos son algunos de los sistemas cerebrales clave que se ven perjudicados en la adicción.

Desde mi primera experiencia personal con la ayahuasca, vi con claridad que la planta podía ser de utilidad para personas con problemas emocionales y espirituales. La ayahuasca me abrió de par en par. Me permitió experimentar tristezas y pérdidas reprimidas durante años y también un amor profundo, más grande que cualquier trauma o aflicción que hubiera podido experimentar. Los escáneres cerebrales muestran que la planta activa las áreas del cerebro donde se alojan los recuerdos emocionales infantiles y también aquellas donde la percepción se genera en la edad adulta.

Dentro de un contexto ceremonial apropiado, y con un guía compasivo y experimentado, la planta –o, como sostiene la tradición, el espíritu de la planta– pone a la persona en contacto con sus dolores y traumas reprimidos, es decir, con los factores que se encuentran en el origen de todos los estados mentales disfuncionales. Experimentar nuestro dolor primigenio de manera consciente afloja el lazo con el que nos mantiene atados. La ayahuasca, así, en unas pocas sesiones, puede conseguir resultados que la psicoterapia apenas puede vislumbrar al cabo de muchos años. A través de la ayahuasca, la persona reexperimenta cualidades internas perdidas tiempo atrás, como la plenitud, la confianza, el amor y la sensación de posibilidad. Literalmente, se recuerda a sí misma.

Pero ¿cómo es posible que esta planta también contribuya a curar dolencias como la inflamación intestinal crónica, la psoriasis y otras dolencias autoinmunes, tal como hemos corroborado el doctor Tafur y yo? Su experiencia y sus reflexiones teóricas proporcionan una respuesta más que plausible a la pregunta.

Mientras que la división cuerpo-mente prevalece en Occidente, muchas enseñanzas indígenas parten de un enfoque holístico. Como todos los sistemas aborígenes de curación basados en plantas, el uso de la ayahuasca procede de una tradición en la que el cuerpo y la mente son inseparables, tanto en la enfermedad como en la salud. Joe Tafur se apoya aquí en teorías científicas occidentales impecables que han confirmado ampliamente esta antigua sabiduría.

A lo largo de varios capítulos, el doctor Tafur explica e ilumina con ejemplos esta unidad del cuerpo y la mente. Nos muestra cómo un trauma emocional puede hallarse en el origen de una inflamación de la tráquea o de otros órganos; cómo el desequilibrio emocional puede desregular el sistema nervioso autónomo; cómo el estrés mina y confunde a nuestro sistema inmunológico. La conclusión aquí es que recuperar el equilibrio emocional, elaborar un trauma del pasado y conectar con nuestra humanidad profunda deben y pueden tener efectos fisiológicos sumamente beneficiosos. Esta transformación experiencial, cuando es genuina, puede afectar poderosamente al aparato hormonal, el sistema nervioso y el inmune, y todos los órganos, incluido el cerebro, el estómago y el corazón. Éste es el origen del potencial curativo de la ayahuasca. Como escribe el doctor Tafur, «reconectarnos con nuestros sentidos corporales implica también reconectar con nuestras sensaciones internas: ser conscientes de cómo sentimos con nuestro cuerpo, con nuestro corazón, con nuestro estómago y demás. Este sentido se llama interocepción, y a través de estas sensaciones experimentamos nuestras emociones. Estas sensaciones también nos informan acerca del estado fisiológico de nuestro cuerpo». Una vez más, nos recordamos a nosotros mismos.

Como nos muestra la nueva ciencia de la epigenética, el estrés emocional puede tener efectos negativos en el funcionamiento de los genes, y estos efectos pueden transmitirse a las generaciones futuras. Tafur especula que, como es plausible, las experiencias positivas también pueden revertir estos cambios o, incluso, inducir cambios positivos en la actividad genética.

Como él mismo señala escrupulosamente, no todo son buenas noticias. Es posible caer en manos de practicantes sin escrúpulos, o poco experimentados, que usan la ayahuasca para obtener beneficios o favores sexuales de clientes vulnerables, en particular de mujeres jóvenes. En el mundo de la ayahuasca, estos casos son notorios, al igual que las luchas de poder y los hechizos entre chamanes. Para entrar en contacto con el poderoso potencial de la planta, es indispensable encontrar un contexto correcto. Éste es el propósito del Centro Espiritual Nihue Rao, que Joe Tafur creó en Perú. Los retiros con plantas que yo mismo lidero y Templo del Camino de la Luz, ubicado en este mismo país, tienen el mismo sentido.

La ayahuasca no es una panacea. Algunas personas con dolencias mentales como la manía o la psicosis deben evitarla. En general, la planta suele abrirles caminos a muchas personas, pero esta apertura no supone ni de lejos una curación completa. Como aconseja Joe Tafur, y yo mismo he comprobado, la experiencia psicodélica tiene que procesarse e integrarse a través de una práctica sostenida para que emerjan sus plenos beneficios. «La meditación y otras prácticas espirituales que abren la mente –señala– ofrecen un camino más estable para expandir la conciencia. Puesto que nos enfrentamos al estrés continuamente, nuestra mente necesita mantenimiento una y otra vez. […] Si no existe un proceso de integración, no se cuenta con apoyo emocional y/o no se produce un cambio de conducta, incluso las experiencias psicodélicas más iluminadoras pueden reducirse a una mera alteración temporal del pensamiento. Sin embargo, a corto plazo, estas experiencias pueden proporcionarnos el impulso que necesitamos para encontrar un camino más estable».

Este impulso puede ser potente y cambiar por completo nuestras vidas. Con el fascinante relato de su propio viaje y su recuento de las experiencias de curación que integran este libro, descritas a través de los ojos de un médico alopático, el doctor Tafur nos ha ayudado a avanzar un gran trecho hacia los puentes que enlazan dos mundos aparentemente incompatibles: la curación chamánica y la práctica médica occidental.

Gabor Maté, médico

Otoño de 2016

Capítulo 1

La llamada del río

La carretera fue una vez un río y por eso aún tiene hambre.

BEN OKRI, The Famished Road

¿Alguna vez ha ido al médico porque algo le inquieta y le han dicho «todo está en orden, el problema está en su mente»? Algunas veces, efectivamente, el problema está allí, pero en otras ocasiones se trata de algo más. Recuerdo mis visitas al médico cuando era estudiante de medicina. No me sentía bien y tenía quejas vagas y subjetivas. Sobre todo, estaba preocupado por mi respiración, porque sentía los pulmones rígidos y no conseguía respirar hondo. El médico me examinó y me hizo una radiografía del tórax y unos análisis de sangre. Los resultados, objetivamente, fueron normales. Sin embargo, y aunque esto ya suponía algún consuelo, yo seguía sin sentirme bien. El problema que tenía superaba el rango de las radiografías y los análisis. Estaba enfermo del alma, enfermo a nivel espiritual. Durante nuestro breve encuentro, el médico apenas me preguntó cómo me sentía o cómo estaba mi corazón. No puedo culparlo. Lo más probable es que nadie le hubiera enseñado a tener en cuenta esas cosas.

Lo sé mejor que nadie, porque yo también soy médico. Pero, antes que médico, soy un ser humano; en efecto, mis problemas respiratorios estaban relacionados con mi salud mental. Estaba deprimido en la facultad de medicina. Y para sentirme mejor tendría que aventurarme más allá de la práctica médica establecida. Lo que necesitaba era una cura espiritual.

Cuando la encontré, mi mente se sosegó y empecé a respirar mejor. Comprendí que necesitaba aprender más acerca de las curaciones espirituales. Llegado el momento, dejé atrás mis libros y mis exámenes y viajé a la selva amazónica. Permanecí allí varios años, formándome y trabajando. La educación tradicional que adquirí en la selva me proporcionó una visión más amplia de la salud y de la enfermedad. Esta nueva perspectiva, que por lo demás coincide con la bioquímica, la anatomía y la farmacología modernas, también reconoce la profunda influencia de lo inmaterial dentro de la medicina y las dimensiones emocionales y espirituales de la salud.

El presente libro aborda esta intersección entre la biología, la emoción y la espiritualidad. Para compartir lo que aprendí, en las páginas siguientes contaré una serie de historias: las historias de mi viaje al chamanismo.

En parte, mi interés por viajar al Amazonas surgió de un deseo de entender a un nivel más profundo la depresión que padecí durante mi formación como médico. La facultad de medicina me aportó conocimientos, habilidades y competencias profesionales, pero no se mentí del todo completo.

Como para muchos otros colegas, la propia formación fue traumática. No me veía capaz de completarla sin ayuda. Pese a mi escepticismo inicial frente a las sustancias psicodélicas, encontré un poderoso aliado en el peyote (en el capítulo 4, detallo mi experiencia con esta planta medicinal). En lo profundo del desierto de Arizona, el peyote me ayudó a calmar la mente y a reconectar con mi corazón, y esta experiencia aumentó mi curiosidad acerca de las plantas medicinales y la medicina psicodélica en general. Durante mi estancia como médico residente, seguí interesándome por diversas tradiciones médicas y tuve nuevos encuentros con otras formas de curación.

En 2007, una vez concluida mi etapa como médico residente, viajé por primera vez al Amazonas. Tomé un vuelo a Iquitos, Perú, en compañía de Keyvan, un buen amigo que era también médico. Keyvan y yo habíamos coincidido en varias etapas de nuestra formación: los dos hicimos el pregrado en la sede de Los Ángeles de la Universidad de California (UCLA), estudiamos luego medicina en la sede de San Diego (UCSD) y volvimos a la UCLA para trabajar como residentes en medicina familiar.

Durante una década, Keyvan y yo habíamos padecido los programas prescritos de la medicina occidental, y estábamos deseando probar algo más arriesgado. Por lo general, al concluir la residencia, se optaba a un programa de especialización afín a la vocación o a los intereses. Keyvan y yo decidimos crear en broma nuestra propia especialización: nos decíamos que, más que una vocación o un interés, estábamos siguiendo la llamada del río, en referencia al Amazonas. Durante ese primer viaje, entramos en contacto con la Medicina Tradicional de Plantas del Amazonas (MTPA) y el misterioso mundo chamánico de la ayahuasca.

Había leído sobre la ayahuasca y sabía que en la selva amazónica la consideraban una planta sagrada, además de medicinal, que podía inducir visiones poderosas. Nuestra especialización de cinco semanas comenzó con una ceremonia de ayahuasca extraordinaria en un centro de curación tradicional a las afueras de Iquitos. Tras una serie de experiencias increíbles, navegamos río abajo por el Amazonas hasta Brasil y, tal como habíamos planeado, después nos fuimos a la playa. Concluida la aventura, volvimos a casa para emprender nuestras carreras como médicos.

En mi caso, sin embargo, el río siguió llamándome. La aventura no había hecho más que comenzar. Poco después, me embarqué en una investigación posdoctoral en el Departamento de Psiquiatría de UCSD, un laboratorio especializado en medicina cuerpo-mente. Durante un receso, volví por mi cuenta a Iquitos, de nuevo en busca de la medicina tradicional y las ceremonias de ayahuasca. La llamada del río se hizo aún más potente después de esta segunda visita. La especialización que habíamos imaginado se convirtió en la siguiente fase de mi formación como médico, y regresé al Amazonas una y otra vez.

Al comienzo no entendía del todo qué me guiaba, y simplemente estaba siguiendo mi curiosidad. Sin embargo, la vida me reservaba otros planes.

Había estudiado medicina porque desde siempre había querido ser sanador. La ayahuasca me abrió los ojos al universo de la sanación espiritual. En 2009, dos años después del primer viaje con Keyvan, comencé a llevar grupos a Iquitos, tanto para guiarlos en su experiencia de los rituales tradicionales de la ayahuasca como para experimentarlos yo mismo a un nivel más profundo. Durante estos viajes, conviví con los chamanes amazónicos y fui testigo de los beneficios de sus métodos de sanación en muchas personas. El empleo de las plantas sagradas como sistema de medicina, y sus resultados, me impresionaban como médico. Empecé a sopesar la posibilidad de formarme como curandero.

Con el tiempo, entablé una relación más cercana con Ricardo Amaringo, un maestro ayahuasquero al que conocía desde 2007. Le ayudaba como traductor y nos hicimos amigos. En 2010, Ricardo me contó que tenía la visión de crear un nuevo centro de curación en el área de Iquitos. Me invitó a unirme al proyecto junto con algunas otras personas y, al año siguiente, la artista y sanadora canadiense Cvita Mamic, Ricardo y yo nos hicimos socios y fundamos el centro de sanación espiritual Nihue Rao. Con la ayuda de un equipo de individuos maravillosos, hicimos realidad la visión de Ricardo.

En Nihue Rao, me inicié como aprendiz de chamán según el uso tradicional. Ricardo, mi maestro, es un curandero shipibo. Los shipibos son una etnia originaria de la cuenca del Ucayali, en el Alto Amazonas peruano. Conservan gran parte de su cultura precolombina, incluida su lengua y la tradición mística de la medicina de plantas. Para muchos de ellos, el vocablo foráneo chamán no describe con precisión a los curanderos formados en esta tradición. Se refieren a ellos como maestros, curanderos de las plantas, o con el nombre shipibo onanya, que significa «uno que ha aprendido de las plantas».

Como muchos otros maestros, Ricardo se había convertido en un onanya tras curarse él mismo. Tras una infancia difícil, y varios años de depresión, recurrió a la cultura de sus ancestros en busca de ayuda. Según su propio relato, la medicina tradicional de los shipibos y la ayahuasca le salvaron la vida al entrar en la edad adulta. Estaba sumido en la desesperación cuando las plantas le ayudaron a construir una nueva vida, y él se consagró a trabajar con ellas desde entonces. Es un maestro serio, con un espíritu lleno de juventud.

Durante años, trabajé con Ricardo en las ceremonias de ayahuasca. Fueron las clases donde seguí la persistente llamada del río. Igual que la cirugía sólo acaba de aprenderse en el quirófano, el oficio de curandero sólo se aprende en las ceremonias. En Nihue Rao adquirí una experiencia muy valiosa a través de casos muy diversos.

Durante esos años, vi beneficiarse de estos tratamientos tradicionales a cientos de occidentales, sobre todo de Norteamérica y Europa. La medicina de las plantas maestras, que nos enseñan al nivel del espíritu, cambió sus vidas a través de potentes visiones y transformó su percepción. Las historias de sanación de Russ, Colleen, Nathan y muchos otros, que contaré en los capítulos siguientes, demuestran que esta medicina y otras técnicas espirituales pueden contribuir a sanar enfermedades y dolencias modernas, que abarcan desde el trastorno de estrés postraumático (TEPT) y la tos crónica hasta la enfermedad de Crohn, la ansiedad y la depresión, entre otros estados psicosomáticos.

Durante el ejercicio de mi profesión en Estados Unidos, he conocido a muchos pacientes que pasan años buscando un tratamiento para estos problemas y otras dolencias relacionadas. Gastan miles de dólares, recurren a ejércitos de especialistas, pero no logran llegar a la raíz del problema. Con frecuencia, el enfoque médico occidental desestima las dimensiones emocionales y espirituales de estas dolencias crónicas y las concibe sólo como condiciones físicas. El curanderismo de las plantas logra sanarlas en la medida en que profundiza en el ámbito emocional y espiritual; como otros métodos de curación espiritual, altera nuestra conciencia, y en esto radica su eficacia. Como sugiere Stephen Buhner, la mente trasciende por esta vía los límites ilusorios de su softwareoperativo.1 Se abre al corazón y a las energías que afectan a nuestro ser emocional.

Como otras formas de pensamiento médico tradicionales, el curanderismo nos habla de un «cuerpo emocional» con el que experimentamos emociones y sentimientos. La ciencia moderna ha corroborado su existencia y, de hecho, puede describir su anatomía: se trata de una compleja red que conecta nuestra psicología con el sistema nervioso, el sistema endocrino y el sistema inmune. Nuestros traumas emocionales y nuestras «heridas espirituales» afectan a esta red y, en gran medida, comprometen nuestra salud.

Desde siempre, los curanderos han sabido que si el cuerpo emocional se encuentra enfermo, el cuerpo físico no puede curarse. La medicina de plantas maestras nos abre la puerta a reinos místicos del espíritu, donde podemos identificar y curar estas heridas profundas y liberarnos de su carga emotiva. Éste es el camino para recuperar la salud emocional y, con ella, nuestra capacidad innata de curar nuestra mente y nuestro cuerpo.

A lo largo de cinco años, completé mi formación inicial como curandero bajo la guía de Ricardo y me convertí en un ayahuasquero principiante, con suficiente preparación para celebrar mis propias ceremonias de ayahuasca y curar a través del canto chamánico. Hasta finales de 2016, seguí trabajando y formándome en Nihue Rao. A día de hoy, he concluido mi formación y me dispongo a embarcarme en nuevas empresas, manteniendo mis fuertes vínculos con la comunidad amazónica. Como toda especialidad médica, el curanderismo se aprende con la práctica y, ciertamente, yo sigo aprendiendo. Sin embargo, siento también que ha llegado el momento de compartir.

A menudo, en las dolencias en las que el cuerpo emocional se encuentra crónicamente enfermo, no hay horizonte de curación mientras no se aborden sus necesidades. Mi experiencia me ha confirmado que la toma ceremonial de ayahuasca ofrece un camino profundo para abordar estas necesidades, que vienen del alma y el corazón, siempre que las ceremonias tengan lugar dentro de una práctica responsable de la medicina tradicional de plantas del Amazonas (MTPA).

La llamada del río me permitió redescubrir el arte de la medicina y el valor de la curación espiritual, y despertó en mí una nueva vocación. En la actualidad, aspiro también a tender puentes entre el mundo de la ciencia médica moderna y los reinos místicos del curanderismo tradicional.

Las siguientes páginas recopilan mis experiencias en el camino del curanderismo y algunas de las notables curaciones espirituales de las que he sido testigo. Como médico, intento enlazar estos casos personales con la investigación clínica moderna en campos como la medicina psicodélica, la medicina mente-cuerpo y la epigenética, con la esperanza de iluminar un paradigma médico más amplio.

La llamada del río cuenta una historia, o más bien, una serie de historias, acerca de la magia de la naturaleza y sus enseñanzas. Para mostrarles de qué hablo, los invito a venir conmigo en este viaje al Amazonas.

Capítulo 2

Habla la planta: «Si me ayudas, te ayudaré»

El reconocimiento de las esencias espirituales de la naturaleza está en la base de la cosmovisión de los pueblos indígenas, igual que lo estuvo entre nuestros antepasados de las sociedades preindustriales.

RALPH METZNER, Sacred Vine of Spirits: Ayahuasca

Keyvan y yo empezamos nuestra especialización con un vuelo a Iquitos. Para ser francos, la idea de tomar ayahuasca me daba miedo. Me habían comentado que la experiencia podía ser extremadamente intensa. Keyvan, sin embargo, me decía que no me preocupara. Había probado ya la ayahuasca y me aseguraba que no tendría problemas: la Madre Ayahuasca sería como una vieja amiga, un espíritu que me guiaría.

Keyvan y yo nos hicimos amigos en la universidad, durante unas clases prácticas de biología. Es de origen persa y llegó a Los Ángeles siendo un niño, procedente de Irán. Sus amigos lo llamamos Kave. Se graduó de la universidad un año antes que yo, y durante un tiempo nos perdimos el rastro. Más tarde me enteré de que se había embarcado en varias aventuras, entre ellas un viaje por Sudamérica al estilo Che Guevara. Después de darse una vuelta por Brasil, Uruguay, Argentina y Bolivia, se encontró solo en Iquitos, en la selva peruana. Fue allí donde, a finales de la década de 1990, conoció a la madrecita Ayahuasca, «la liana del espíritu».

En 2003, después de completar una residencia en Arizona, el estado donde crecí, volví a encontrarme con Keyvan en el programa de medicina de familia de la UCLA. Hacia el final de la residencia, planeamos nuestro primer viaje a Perú para seguir «la llamada del río».

La intención de Keyvan era completar su viaje anterior por Sudamérica bajando en barco por el Amazonas desde Iquitos hasta la costa norte de Brasil. Yo quería ir a Iquitos. En Arizona, había tenido experiencias transformadoras con el peyote, y la ayahuasca me despertaba gran curiosidad. Había leído libros como The Cosmic Serpent, de Jeremy Narby, y DMT: The Spirit Molecule, y sabía que la liana se empleaba en ceremonias de curación en todo el Amazonas, y que podía inducir visiones profundas, que incluso podían cambiar la vida de un individuo. Desde hacía algún tiempo, le daba vueltas a la posibilidad de que la ayahuasca pudiera enseñarme cosas y ayudarme a nivel personal. Había llegado el momento de comprobarlo por mí mismo.

Cuando los occidentales hablan de la ayahuasca se refieren por lo general a una infusión elaborada con la liana de la ayahuasca (Banisteriopsis caapi) y otras plantas psicotrópicas oriundas de la cuenca amazónica. Cuando se toma sola, la liana generalmente no induce experiencias psicodélicas, pero mezclada con estas plantas puede generar potentes visiones. Para los shipibos, en cuya tradición me inicié más tarde, la ayahuasca es un espíritu curador al que se puede apelar bebiendo té de ayahuasca en una toma ceremonial. Durante la ceremonia, quien bebe el té entra en conexión con una inteligencia espiritual que está más allá de la comprensión ordinaria. Los shipibos se refieren a ella como el espíritu de la Madre Ayahuasca, y la perciben como una forma de conciencia vegetal. Es una entidad femenina, el espíritu de la Madre Naturaleza, y a través de ella es posible acceder a la sabiduría curativa de otras plantas que son su familia.

La palabra ayahuasca procede del quechua, en el que Aya significa «muerte» o «espíritu» y huasca, «liana»; es decir, la «liana del espíritu». Tradicionalmente, la planta recibe muchos otros nombres en las diversas culturas aborígenes de la región amazónica (yagé, hoasca, caapi, etc.). En los últimos años, se ha dado a conocer como herramienta espiritual y ha dado paso a un «turismo de la ayahuasca» que cada año atrae al Amazonas a más y más personas en busca de la medicina. Vienen de todas partes del mundo y, como Keyvan y yo mismo, se dirigen a lugares como Iquitos y se ponen en manos de ayahuasqueros y ayahuasqueras. En el vuelo de Lima a Iquitos, había otros gringos como nosotros. Supuse que algunos viajaban en busca de la ayahuasca, y otros sólo querían conocer la selva y disfrutar de su belleza.

Iquitos, con su puerto sobre el Amazonas, está rodeado de selva por todas partes. No está comunicado por carretera con el resto de Perú, y para llegar hay que tomar un avión o remontar el río. Cuando el avión desciende para aterrizar, el gran cauce de color marrón se atisba tras las ventanillas, serpenteando por entre un interminable océano de color verde esmeralda. Nos encontramos, como dice la expresión, en lo profundo de la jungla. Nada más bajar del avión, el aire caliente y pastoso de la selva golpea la cara del visitante. El día que llegamos no hacía demasiado calor. Había algunas nubes pero no llovía.

Recogimos el equipaje y nos encaminamos a la zona de «transporte terrestre». Teníamos contratado de antemano un mototaxi que debía llevarnos al centro de sanación adonde íbamos, y Marco Antonio, el chófer, ya estaba esperándonos. Hablaba un poco de inglés y se abrió paso hasta nosotros por entre el tumulto de taxistas que nos ofrecían sus servicios. En las agitadas calles de Iquitos, el mototaxi, que es parte moto y parte rickshaw, y está emparentado con el tuctuc asiático, es el principal medio de transporte. Marco Antonio, nacido en la ciudad, nos contó que llevaba años transportando pasajeros a los centros de ayahuasca. Nos pareció un espíritu afín, que comprendía las inquietudes de los buscadores occidentales. Llevaba una bandana atada a la cabeza y conducía como un loco. En la actualidad, sigue trabajando en Nihue Rao.

Le dijimos que queríamos llegar pronto al centro de sanación, pero él nos aseguró que había tiempo para dar una vuelta por la ciudad. La experiencia puede resultarle apabullante a un extranjero, porque Iquitos tiene cerca de 400.000 habitantes y un tráfico caótico. Sin embargo, para los locales, el recorrido forma parte de la diversión. Marco Antonio se abrió paso pitando por entre las callejas atestadas hasta el mercado de Belén, cuyos incontables puestos al aire libre venden desde táperes de plástico hasta carne de animales salvajes.

Finalmente, salimos de la ciudad rumbo a nuestro destino, que era un centro de sanación tradicional shipibo. En cuanto las calles quedaron atrás, sentimos el aire más limpio y el paisaje se abrió ante nuestros ojos. Nos adentramos en la selva, mi parte preferida de Iquitos. Por la carretera de Nauta, cerca del kilómetro 14, giramos en un camino de tierra y nos dirigimos hacia el Norte.

Encontramos poca gente por el camino. Al cabo de un kilómetro de tierra arenosa, llegamos a la entrada del centro de sanación, donde también íbamos a alojarnos. Un guardia abrió el portón y Marco Antonio enfiló a todo gas por un desvencijado puente de madera estilo Indiana Jones. Al cabo de una larga serie de baches y varios ataques de risa nerviosa, habíamos llegado.

El centro era un complejo de sólidas casas de madera organizadas en torno a una gran maloca circular. Había duchas e inodoros, e incluso una piscina.

Las casas, techadas con paja, se alzaban en medio de la selva, y más allá varios senderos se adentraban en la espesura. La maloca, o espacio ceremonial, recibía el nombre de Rao Shobo, que en shipibo significa «casa de la medicina».

Nos asignaron una habitación en la «casa grande», un sobrio edificio de dos plantas con capacidad para varios huéspedes. Los cuartos eran espartanos y contaban con anjeos para mantener alejados a los mosquitos. La directora nos mostró luego el centro. Era una persona amigable y generosa con su conocimiento.

Dimos una vuelta, nos hicimos una idea del sitio y conocimos a los otros «pasajeros» que serían nuestros compañeros de viaje. También conocimos a un hombre llamado Wilder, que estaba cocinando ayahuasca en una hoguera. Llevaba puesta una gorra de los Suns de Phoenix, y le dije que yo era de Phoenix. Wilder me sonrió. Para él, no era más que una gorra.

El proceso de preparación de la ayahuasca me interesaba. En Perú, el té de ayahuasca suele elaborarse hirviendo el tallo de la planta, que se machaca y se cocina con hojas de chacruna (Psychotria viridis), un arbusto rico en dimetiltriptamina (DMT), el poderoso alucinógeno que provoca las visiones de la ayahuasca. Existen otros métodos para preparar el té, que emplean otras fuentes de triptamina o bien otras plantas.

Desde el primer día, adoptamos la dieta tradicional shipiba, conocida también como dieta vegetalista. Esta última puede variar bastante, según el curandero que la prescriba. En el centro donde estábamos, empezamos por tomar un vomitivo (que era exactamente lo que indica su nombre). Se trataba de una sopa aguada elaborada con azucena (Liliam spp.) y ojé (Ficus insípida). Nos explicaron que la purga nos limpiaría nuestros estómagos y los prepararía para la ayahuasca. Limpios los dejó.

Empezamos luego la dieta propiamente dicha, en la que estaban prohibidos la sal, el azúcar, la carne roja, la carne de cerdo, los lácteos, las comidas grasas, el picante, el alcohol, las drogas y el sexo. Estas prohibiciones permanecieron vigentes durante toda nuestra estadía, que duró cinco días. A la hora de las comidas, tomábamos pescado, plátano y algún carbohidrato sin mucho sabor. Los shipibos creen que esta dieta de limpieza es fundamental para curarse en profundidad, pues abre la puerta a una conexión más fuerte con las plantas maestras. Según la tradición, las plantas mismas impusieron estas restricciones y se las comunicaron a los onanyabo (plural de onanya en shipibo) a través de sueños y visiones.

A la noche siguiente, participamos en nuestra primera ceremonia. La recuerdo como si fuera ayer. Entré en la maloca nervioso y asustado y coloqué una estera en medio de la penumbra. Era una maloca grande, en la que cabían unas 25 personas, típica de la arquitectura tradicional del Amazonas. Tenía un poste central en el medio y un techo de paja en forma de cono, sostenido por vigas de madera. El alto techo cónico le daba cierto aire de catedral. El suelo de tierra estaba cubierto de esteras de fique, lisas, suaves y a la vez intrincadas, como la piel de una serpiente. En el centro, sin embargo, no había más que tierra. Pensé que nuestras visiones cabrían de sobra bajo la gran bóveda.

Pasadas las ocho de la noche, el maestro fue llamándonos uno por uno para brindarnos el té de ayahuasca a la luz de las velas. Cada uno bebió una taza del líquido turbio, que no siempre sienta bien al estómago. Por suerte, ingerí esa primera dosis sin dificultad. Más tarde me enteraría de que ése no siempre era el caso.

Me encaminé de vuelta a mi sitio, todavía con el regusto de aquel líquido espeso que sabía a selva. Me senté en la estera a esperar sus efectos y, para quitarme el sabor, encendí un cigarrillo de mapacho, el tabaco negro del Amazonas (Nicotiana rustica), tal como me habían recomendado en el centro de sanación. Era bastante eficaz, y seguí fumando sin inhalar, como me habían dicho, recostado contra el sólido tabique de madera de la maloca.

Una vez servidos todos los huéspedes, los maestros también se sirvieron. Justo antes de beber, entonaron un canto dentro de la taza. Era una especie de murmullo, como un silbido, una invocación rítmica. Más tarde supe que estaban «soplando la ayahuasca», insuflándole sus intenciones para la ceremonia. Estos «soplos» son una forma modesta de los ícaros, las canciones místicas que los ayahuasqueros entonan para curar durante el ritual.

Según la tradición shipiba, las plantas mismas enseñan los ícaros a los onanyabo. Cada ayahuasquero tiene los suyos propios, y los ha aprendido siguiendo una dieta de plantas maestras, que son sus guías en el reino espiritual. Las propias plantas dirigen la melodía y los onanyabo cantan en shipibo, siguiendo las visiones. En el curso de la noche, y a medida que hacía efecto la ayahuasca, los oímos entonar sus ícaros a todo pulmón: los espíritus de las plantas cantaban místicamente a través de sus voces trepidantes. Estos cantos nos guiarían en nuestro viaje al mundo de la ayahuasca y sus visiones.

En la ceremonia había una docena de extranjeros, entre hombres y mujeres, En algún momento, a lo lejos, los guardias cortaron la luz y el generador de gasolina se apagó con un ronroneo. La última vela se extinguió y nos envolvió la oscuridad. El silencio se llenó con el canto de la selva: los gorjeos, los zumbidos, los chasquidos, los silbidos de la noche de la selva. Me entregué a la oscuridad y recorrí mi cuerpo y mi mente en busca de signos de la «mareación», como se conoce el efecto de la ayahuasca.

Al cabo de una media hora, empecé a sentir como oleadas de energía que fluían desde mi cabeza hacia el resto de mi cuerpo. También sentí que la cabeza y el pecho se me expandían y tenía turbada la visión. Mi respiración empezó a ralentizarse. Mis pensamientos se convertían en sentimientos que me reverberaban en las tripas y seguían pulsando más allá de mi cuerpo. Una extraña pesantez se apoderó de mí y me tendí en la estera.

En un momento dado, comencé a ver colores brillantes en la oscuridad. Cuando las puertas de la percepción empezaban a abrirse a una dimensión más extraña, los maestros irrumpieron en lo oscuro con su canción, primero con voz queda y luego con más fuerza. La ceremonia se hacía más intensa cuando cantaban dos a la vez, o los tres juntos. Nunca he escuchado ningún canto parecido. El influjo de la ayahuasca amplificaba su potencia. Las canciones y la vibración de las voces parecían enlazar la energía de las visiones, que a su vez parecía fluir hacia mí y a través de mí. Recuerdo que oí a alguien vomitando y no me importó.

Los ícaros llenaban la maloca y se fundían rítmicamente con los sonidos nocturnos de la selva. Colmaban mis sentidos. Tenía la sensación de que estaba conectándome con un ámbito distinto de la conciencia, con el mundo de las plantas, que me resultaba a la vez ajeno y muy familiar. Eran cánticos rítmicos, místicos, remotos, hermosos… Los maestros seguían entonándolos y yo los sentía vibrar en el fondo de mi alma. Empecé a ver diseños geométricos y paisajes selváticos, como en un sueño muy intenso. A pesar de estas visiones no me sentía embriagado. En mi mente había claridad. Sabía que estaba allí en la maloca y que me hallaba bajo el influjo de la ayahuasca… pero también comprendía claramente que una entidad espiritual estaba visitándome.

Los sonidos reverberaban en ondas visuales estroboscópicas. De repente, en medio de un carrusel de paisajes de selva, murciélagos fantasmagóricos y rostros que gruñían, un espíritu femenino vino a saludarme. Era un ser hermoso, y a la vez me daba miedo. Era amigable, seductora, dulce y severa al mismo tiempo. Su rostro cambiaba todo el tiempo y se materializaban en él caras aterradoras, inspiradoras, sexis, llenas de amor. Su pelo y su cuerpo estaban hechos de lianas que revoloteaban sin cesar, cubiertos de hojas verdes y anaranjadas. Una luz danzaba a su alrededor.

Me tenía completamente fascinado. Alargó una mano hacia mí, invitándome a seguirla. Había visto que me sentí un poco solo, así que tiró de mi mano con coquetería y me llevó a otro sueño, en un viaje. Dejamos atrás la maloca y también la noche. Con gentileza, me llevó de paseo a la orilla de un lago y salimos a la luz del sol. Por momentos, nos envolvía una bruma translúcida. En otros momentos la luz nos iluminaba desde abajo. Yo veía el paisaje con completa nitidez: el sol que se reflejaba en el lago, el verde exuberante de la selva alrededor, un cielo azul encantador. Encontramos un lugar apacible entre la hierba y la arena y nos tendimos allí. Pasé toda la tarde con ella, tumbado en la playa, disfrutando de su dulce compañía.

Sabía bien con quién estaba. Era la Madre Ayahuasca. No podía asegurarlo, y sin embargo estaba seguro. Había oído hablar de ella: era el espíritu de la naturaleza, de la planta, una extensión viviente de la tierra y la luz divina. Me llevó con ella a un reino mágico, que parecía completamente real y hacía parte de un continuum en mi consciencia.

Al cabo de esa tarde feliz en otro mundo, en aquel lugar más allá del tiempo, me condujo de vuelta a la noche, a mi lugar en la maloca. Me miró por última vez, con una mirada intensa, y antes de marcharse me dijo: «Si me ayudas, te ayudaré». Fue como si hubiera soplado las palabras dentro de mi consciencia y se hubieran quedado allí reverberando, imposibles de olvidar.

«Si me ayudas, te ayudaré».

Al cabo de un rato, los efectos más intensos empezaron a disiparse. Me volví de costado hacia mi amigo Keyvan.

—¿Cómo vas? –le susurré.

—Chévere. ¿Y tú, loco?

—Muy muy chévere –respondí, con las visiones todavía borrándose.

Los maestros callaron y me pareció que la ceremonia entraba en una segunda fase. Ricardo, el onanya asistente, nos preguntó con tono juguetón:

—¿Alguien quiere más ayahuasca?

Parecía que estaba proponiendo una travesura.

Yo me sentía bastante bien, pero me parecía que llevaba una eternidad teniendo experiencias visuales casi catatónicas. De repente, Keyvan se sentó con una compostura sorprendente.

—Yo, sí.

«Bueno, aquí vamos otra vez», pensé. Y ambos tomamos la segunda dosis.

Esta vez, el viaje interno fue más profundo. Tumbado en la oscuridad, di un repaso a mi vida y a los problemas que creía tener. Los misteriosos ícaros de los onanyabo me estimulaban y me guiaban a través del recorrido. Perdí de nuevo la noción del tiempo.

Cuando el efecto empezó a pasar, abandoné estas introspecciones y me pregunté dónde podía estar ella, el hermoso espíritu de la ayahuasca. Justo cuando pensé en buscarla, la vi deslizarse fuera por la puerta de la maloca… No había llegado a verla por un instante. Pero sabía que, aunque no la viera, ella estaba conmigo.

Ricardo Amaringo, el maestro risueño, se me acercó entonces en la oscuridad. Entre las tinieblas creí que era alguien más. De hecho, estaba convencido de que era el cocinero de ayahuasca al que había conocido antes, el de la gorra de los Suns de Phoenix.

—¿Quién eres? –le pregunté.

Se percató de que yo aún estaba un poco perdido por los efectos de la ayahuasca. En lugar de estimular más mi mente con una respuesta verbal, soltó otra risita y me observó para sintonizar con el estado en el que me hallaba.

—Yo sé quién eres –dije, aparentando que estaba en una pieza.

Ricardo volvió a reír y siguió observándome. Se sentó cerca de mí. En el momento adecuado, empezó a cantar. El ícaro estalló en mí con un resplandor que revolucionó la ayahuasca a través de todo mi cuerpo. Todas y cada una de mis células vibraron llenas de vida. En cierto momento, su pierna se rozó con la mía. Se convirtió de golpe en una serpiente y sentí su piel suave, la envergadura musculada de una boa constrictor. Una visión de pieles de serpiente relampagueó en mi mente.

Más tarde, le di las gracias por la canción. El resplandor que había generado en mis visiones no dejaba de asombrarme. Me preguntó cómo estaba yéndome con la experiencia. Mencioné que su pierna acababa de convertirse en una serpiente. Él se echó a reír y me susurró en lo oscuro:

—Eso es la ayahuasca.

Me echó encima el humo de mapacho de su pipa y se deslizó hasta otra persona sin hacer ruido.

La ceremonia volvió a perder intensidad. Después de un último canto, los maestros anunciaron que había terminado y podíamos hablar entre nosotros. La conversación nos confirmó a todos que habíamos vivido una experiencia increíble. Algunos se fueron a descansar a sus habitaciones. Yo permanecí en la maloca.

Estaba sobrecogido. No cerré los ojos en toda la noche. Sin embargo, cuando salió el sol seguía sintiéndome lúcido y descansado.

«Si me ayudas, te ayudaré». Las palabras todavía repicaban en mi mente.

Capítulo 3

El curandero herido

bendice aquello

que te ha roto

y te ha abierto

de par en par

porque el mundo

te necesita abierto

REBECCA CAMPBELL

Con frecuencia, la gente me pregunta cómo es posible que yo, un médico formado en Estados Unidos, haya acabado en Perú comunicándome con los espíritus de las plantas. La respuesta es que estuve interesado desde siempre en la medicina alternativa, en una medicina más integral. Supongo que no es tan común que un médico occidental se interese por otras formas de curación, pero en realidad, tampoco fui nunca un aspirante a médico estándar.

Me crié en el seno de una familia colombioano-estadounidense en la que tenía gran peso la espiritualidad. Crecí escuchando historias de curaciones milagrosas que habían tenido lugar en Sudamérica y otras partes del mundo. Como hijo de inmigrantes, las perspectivas culturales diferentes siempre me inspiraron curiosidad.

Mi padre era también médico. Tras trabajar como médico de familia en Colombia, decidió formarse como psiquiatra en Estados Unidos. Cuando mi hermano mayor era apenas un bebé, la familia se mudó a Missouri, y más tarde a Kansas, donde nacimos mi hermano menor y yo. Cuando mi padre completó la residencia en psiquiatría, encontró trabajo en Phoenix, Arizona, donde pasé mis años de formación.

Desde niño, yo quería ser médico como mi padre. Sin embargo, ya en la adolescencia, empecé a interesarme por otros sistemas médicos. En Arizona conocí la medicina tradicional de los nativos americanos y, más tarde, en California, entré en contacto con la medicina tradicional china y la curación espiritual de los pueblos de África occidental. Este contacto con otras tradiciones curativas me permitió permanecer abierto y alimentó mi interés por ciertas dimensiones de la salud que la medicina occidental tiende a ignorar.

En el pregrado, seguí el itinerario de cursos conocido como premed, pero para cuando me gradué, en 1996, había cambiado de idea. No estaba seguro de que yo mismo encajara en la cultura médica, y resolví buscar un camino menos trillado. Exploré las posibilidades de ser biólogo de campo. Sin embargo, el campo de la salud seguía llamándome. Durante nueve meses, trabajé como asesor médico con pacientes de sida latinos de Los Ángeles. Gracias a este trabajo, me familiaricé con la acupuntura, la curación energética y algunas otras terapias alternativas. También entré en contacto con diversas prácticas religiosas y espirituales, que iban desde la meditación zen hasta la santería afrocubana.

En 1998, me mudé a San Diego siguiendo a mi novia. Ella me ayudó a encontrar trabajo en una institución para adolescentes con problemas emocionales. Al cabo de unos meses, conseguí un empleo como orientador en la Clínica para Estudiantes de la Universidad de California en San Diego (UCSD), que estaba justo enfrente de la facultad de medicina. Mientras trabajaba allí, asistí a un curso introductorio en el Pacific College of Oriental Medicine (PCOM), y durante algún tiempo valoré la posibilidad de estudiar acupuntura y medicina natural.

Mi padre, que era un médico entregado a su profesión, había empezado a inquietarse con mis idas y venidas. Entendía mi interés por la medicina alternativa y la medicina integral, que empezaban a estar en auge, pero, en su opinión, la mejor manera de cambiar el sistema era hacerlo desde dentro. Me sugirió que, para hacer algo de valor en este campo, primero tenía que estudiar medicina y convertirme en médico. Andando el tiempo, seguí su consejo.

Me presenté a varias universidades, entre ellas la UCSD. Fue allí, durante un tour por el campus, donde me encontré inesperadamente con Keyvan, a quien no había visto desde el pregrado. Ambos estábamos contentos de vernos y, hacia el final de la conversación, Keyvan se sintió en el deber de prevenirme acerca de la facultad de medicina, en la que llevaba estudiando un año. El ambiente, según me dijo, era más bien frío, y podía resultarle bastante duro a un espíritu poco convencional como el mío. Su primer año había sido difícil y, de hecho, estaba pensando en hacer una pausa en los estudios.

La UCSD me aceptó. A pesar de la advertencia de Keyvan, entré a la facultad de medicina en el otoño de 1999. Estoy muy agradecido a la facultad y a la universidad, y me siento muy orgulloso de ser médico. Me ha abierto muchas puertas en la vida, y el ejercicio de la profesión me ha deparado muchas satisfacciones. Pero, como dicen, no todo fue un camino de rosas. Mi paso por la facultad fue difícil y me enseñó duras lecciones sobre el sufrimiento mental y las dolencias del alma. Fue este mismo sufrimiento lo que me empujó a buscar una cura entre las plantas sagradas. Irónicamente, fue la facultad la que me llevó a seguir la llamada del río.

En 2016, un estudio concluyó que cerca de un tercio de los estudiantes de medicina estadounidenses padecen depresión.1 Yo fui uno de esos estudiantes. Cuando pienso en mí mismo en esa época, siempre recuerdo algo que Ricardo, el curandero, me dijo sobre la depresión. En su opinión, en el origen de esta última ese encuentran el enfado y la ira.

En la facultad de medicina yo estaba enfadado. Estaba furioso, porque para la cultura médica en la que habíamos entrado, nosotros, que éramos el futuro de la medicina, apenas importábamos. No nos sentíamos apoyados por la facultad; por el contrario, muchos teníamos miedo de exteriorizar nuestros problemas, porque eso podía poner en riesgo nuestro futuro profesional. Recuerdo una ocasión en la que me citaron porque había tenido un bajón en mi desempeño académico. Era el segundo año de carrera y había perdido una asignatura.

—Explícame qué ha pasado –me exigió la persona en cuestión, en una reunión a puerta cerrada–. Porque si no tenemos una explicación, tendré que hacerles saber a los programas de residencia que tienes tendencias depresivas. Tendré que poner algo en tu expediente.

No sentía ningún deseo de contarle nada de mí. Tal vez fuera un exceso de orgullo, pero por su tono de voz, no me pareció que le importara realmente.

—Creo que debe poner lo que le parezca correcto –le contesté.

Me enfurecía tener que tolerar esas faltas de respeto por parte de personas que se aprovechaban de la cultura del miedo. Puede que fueran unas pocas, pero estaba harto de que nuestros profesores se esmeraran en humillarnos en público y en privado. Ellos mismos me parecían bastante frustrados e infelices. Pensaba en la pasión que mi padre y sus colegas sentían por su trabajo. Tal vez la cultura médica estaba cambiando. O quizás me había tocado en suerte un grupo de médicos menos satisfechos.

(En 2015, la revista Medscape Physician Lifestyle reportó que el porcentaje de médicos estadounidenses que se sienten quemados había ascendido al 46 %, desde el 40 % en 2013).2

También estaba furioso porque no sabía si tantos esfuerzos valían la pena. Y en medio de mi frustración, enfocaba esta ira contra mí mismo. Empecé a volverme hipercrítico y cada vez más inseguro. Estaba atrapado en mis pensamientos e iba perdiendo el contacto con el mundo a mi alrededor. Me avergonzaba sentirme tan perdido. No sabía qué hacer al respecto. Fue así como acabé yendo al consultorio estudiantil, para quejarme de que me costaba respirar. Me diagnosticaron síndrome de estudiante de medicina.

Más tarde, en el tercer y el cuarto año de carrera, el trabajo con los pacientes me proporcionó un objetivo y una motivación para sobrellevar aquella cultura perturbadora. Sin embargo, la formación de los primeros dos años me deprimió. Tenía buenos amigos que me apoyaban, pero mi mundo se fue oscureciendo. Trataba de mantener la conexión con cosas que me alimentaban, con la naturaleza y con la gente natural, pero todo me costaba demasiado, y acabé fundiéndome.

Intenté tragarme la ira, la inseguridad, la tristeza, todos mis sentimientos negativos… No funcionó. Llegado un momento, ya no quería sentir nada. Sólo quería cortar con mis propios sentimientos. Por desgracia, por este camino, perdí mi propia conexión con la fe.