La lluvia que llevas dentro - Vanessa Hidalgo - E-Book

La lluvia que llevas dentro E-Book

Vanessa Hidalgo

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Beschreibung

«Y Lola pensó que hasta en asuntos de corazón era sinónimo y antónimo de sí misma».   La protagonista de La lluvia que llevas dentro es Lola, una mujer que ronda los cuarenta y que toma una decisión determinante. Esta será el detonante para realizar un recorrido por los capítulos más decisivos de su vida, aquellos que la han llevado a ese punto de inflexión. Estos episodios nos hacen comprender la compleja personalidad que tiene la protagonista y los trastornos mentales a los que ha de enfrentarse. Esta autoficción, narrada en tercera persona, destila una humanidad desgarradora, adentrándose en los recovecos más profundos de la intimidad de la protagonista que trata de ser un eco de la voz de muchas mujeres. De sus miedos, de sus fracasos, de sus deseos, de sus sueños... y de la imposibilidad de realizarlos.

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Seitenzahl: 502

Veröffentlichungsjahr: 2025

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La lluvia que llevas dentro

La lluvia

que llevas dentro

Vanessa Hidalgo

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

© Vanessa Hidalgo 2025

© Entre Libros Editorial LxL 2025

www.entrelibroseditorial.es

04240, Almería (España)

Primera edición: enero 2025

Composición: Entre Libros Editorial

ISBN: 979-13-87621-35-3

A mi madre,

que, pese a conocer a mis demonios,

se niega a exorcizarlos.

A la Vanessa a la que no le permitieron soñar,

y que, sin embargo, nunca dejó de hacerlo.

Não sou nada.

Nunca serei nada.

Não posso querer ser nada.

À parte isso, tenho em mim todos os sonhos do mundo.

Fernando Pessoa

Granada. 15 de octubre de 2021

El castillo. 1986

La maldad. 1987

El endocrino 1988

El beso. 1989

El estigma. 1990

La fama. 1991

El corazón. 1992

En un lugar de La Mancha. 1993

La puerta. 1993

Cicatrices. 1993

Aceitunas. 1993

Mujer. Verano de 1994

Material escolar. 1994

La amistad. 1995

El instituto. 1996-2001

Catarsis. 1997

Paternoster. 1983-2008

La huida. 2001

El adiós que nunca se dijo. 2003

Pusilánime. (2005-2013)

Siempre nos quedará Portugal. 2013

Ese hombre. 2014

Bordeaux, mon amour. Curso 2014-2015

Budapest: una nueva vida. Curso 2015-2016

Budapest: descenso al infierno. Curso 2015-2016

Budapest: aún quedan atardeceres. Curso 2015-2016

Budapets: el renacer del Ave Fénix. Curso 2016-2016

Tantos hombres, tantas ciudades. Curso 2017-2018

El amor. 2018

La vida era esto. Septiembre de 2019

Rio de Janeiro. Diciembre de 2019

Educación Secundaria Obligatoria. Febrero de 2020

La pandemia. Marzo de 2020

La decisión. Verano de 2020

Publicación en redes. 9 de septiembre de 2021

Rakia. 15 de septiembre de 2015

Primer diagnóstico. 18 de septiembre de 2020

Ganas de llorar

Arrebatos de frustración

Falta de interés

Ausencia de placer

Alteraciones del sueño

Cansancio

Aumento de peso

Lentitud para razonar

Fracaso

Dificultad para pensar y concentrarse

La tortura de la toma de decisiones

Pensamientos suicidas

Problemas físicos

Publicación en redes. 30 de septiembre de 2020

Carrito

Segundo diagnóstico. 3 de octubre de 2020

Miedo al abandono

Relaciones intensas

Cambios rápidos de identidad

Comportamiento impulsivo y de riesgo

Sabotaje

Amenazas

Autolesiones

Cambios de humor

Ira intensa

Autoimagen

Polarización

Sentimientos continuos de vacío

Publicación en redes. 14 de enero de 2021

Publicación en redes. 2 febrero de 2021

Publicación en redes. 21 de febrero de 2021

Publicación en redes. 21 de marzo de 2021

Mindfulness. 27 de mayo de 2021

El juicio. 4 de mayo de 2021

Publicación en redes. 4 de mayo de 2021

Publicación en redes. 8 de mayo de 2021

La mamografía. 10 de mayo de 2021

El pajarillo. 2 de junio de 2021

Autodiagnóstico. 5 de julio de 2021

Granada, 15 de octubre de 2021

Un final para optimistas

Nota de la autora

Agradecimientos

Granada. 15 de octubre de 2021

Salió tan rápido como pudo. No tenía prisa, pero ella andaba así siempre, como quien espera llegar pronto a un lugar para poder ir a otro. Y no solo era la forma de andar. Su vida entera era una carrera precipitada por terminar algo para ir a lo siguiente. Por eso tal vez nunca disfrutaba de nada. Quizá también por eso la ansiedad era su leal compañera desde que tenía uso de razón.

Era un día especial, de eso no había duda. Así que se maquilló como acostumbraba, con un poco de polvos del supermercado de siempre, una raya negra en los ojos que resaltaba aún más su singularidad y un labial rojo, el más rojo que había encontrado, aunque con la mascarilla no se fuese a ver. Le gustaba maquillarse y no había día que no lo hiciera, se decía que era por todos los años que no lo había hecho, ya que lo de pintarse y lo de ponerse falda lo había dejado para los treinta y tres. A esa edad pensaba que moriría, como los grandes, porque si algo era Lola, era dramática e intensa. Pero finalmente no murió, aunque sí consideró que había resucitado y que desde entonces era una Lola nueva, sin complejos y maquillada. Más segura de sí misma.

Además de maquillarse se había calzado unas botas militares altas. Porque Lola era una chica dura, o al menos eso pensaba la gente. Pero como ella no se lo creía demasiado, usaba ropa extravagante, cuanto más, mejor: prendas que la hicieran sentirse única y especial y, obviamente, las botas de chica mala no podían faltar. Pero ya no tenía treinta y tres. Rozaba los cuarenta, y aquellas botas y el vestido corto de estampado de leopardo no la hacían parecer una chica dura y especial. La ropa y el pintalabios corrido la hacían parecer una loca trasnochada, porque nunca supo pintarse bien y era muy aficionada a morderse los labios. Lola parecía, en definitiva, una mujer que se obceca en no aceptar su incipiente decrepitud.

Daba pena. Por mucho que anduviese rápido, fingiendo de manera inconsciente que sabía adónde iba, por mucho que insistiera en vestirse como una chica dura y en pintarse labios de mujer fatal. Lola estaba rota. Y esta vez no era rota como cuando algún cabrón de los que solía enamorarse le clavaba una banderilla en el corazón. Era rota de quebrada desde dentro. Tenía el alma tan resquebrajada que las grietas se le habían escapado en forma de prominentes arrugas.

Llegó a la parada del autobús y subió en el número cuatro. En el trayecto entre su barrio, La Chana, y el centro pensó en él. No había planificado hacerlo, la verdad. Seguramente diréis que uno no puede premeditar qué va a pensar en cada momento, aunque Lola, como ya os he dicho, era muy dramática y muy intensa. Siempre decía que vivía como en una película, como si la vida no fuera de verdad y por eso siempre le ponía una banda sonora, un guion e incluso un pensamiento a cada momento, especialmente, si estaba asociado a un lugar. Pero fue subirse en el autobús y acordarse de su padre.

Había sido conductor en la empresa de autobuses urbanos de Granada, entre otras cosas, porque también corría siempre sin saber adónde. Sin duda, eso lo había heredado de él. Corría tanto que murió muy joven, con tan solo cuarenta y ocho años. Lola recordó cuántas veces había ido con su madre a esa parada a llevarle un bocadillo. Se acordó de aquellos momentos con ternura. Solo ahora se había dado cuenta de que aquellas esperas en la parada eran innecesarias. Bien se habría podido llevar él el bocadillo de jamón en su bolso, que ni se iba a estropear ni se iba a enfriar. Solo ahora, con treinta y siete años y en ese preciso momento, había entendido el sentido de esas esperas en la marquesina: tal vez en aquella época su madre aún estaba enamorada y ella todavía pensaba que era un padre bueno. Entonces lloró. El lápiz negro de los ojos se le empezó a correr y su aspecto se tornó aún más lamentable.

Se bajó en la Gran Vía y fue hasta el Paseo de los Tristes que era, para ella, la calle más hermosa y mágica del mundo. Comenzó a subirla y se paró delante de la Iglesia de San Pedro y San Pablo. Esta parada sí estaba planificada. Allí lloraría otro rato porque pensaría en cuando era adolescente y aún no se había hecho atea para luego desdecirse, y creía que algún día se casaría en esa iglesia con el amor de su vida enfundada en un precioso vestido de la talla treinta y ocho. Lloró. Ya solo quedaban restos de maquillaje.

Después volvió a su paso acelerado. No había más paradas. Quería llegar ya. «Ansia viva», le decían sus amigas siempre, algo que le parecía divertido, hasta que lo del ansia empezó a decírselo un psiquiatra. Entonces ya no tuvo ni puta gracia.

Por fin llegó. Se hizo paso entre la gente y comenzó a descender las escaleras. Al metro le faltaban aún seis minutos para llegar. No quería esperar tanto tiempo porque corría el riesgo de arrepentirse. Así que subió las escaleras rápidamente y se acercó a un quiosco que había justo en la salida de metro. Se compró una Coca-Cola Zero. Le dio tres tragos rápidos y tiró el resto a una papelera. Volvió a bajar las escaleras. Dos minutos. Comenzó a respirar profundo y a avanzar ante la muchedumbre que ya se había acumulado en el andén. Encontró un hueco y adelantó a toda esa gente. Dos pasos. Tan solo dos pasos. Un minuto.

Intentó no pensar en nada. Estos momentos son decisivos para conseguirlo. Pero nunca había sido buena con la meditación, su cabeza era una vorágine de pensamientos desordenados y desastrosos, como lo era ella misma. Y no entendió por qué le vino el recuerdo de un libro que había leído durante el confinamiento. En él, la protagonista también había decidido suicidarse tirándose al metro. Rápido. Fácil. Seguro. Pero justo cuando iba a tirarse se acordó de que aún no había visto el Taj Mahal, que era su sueño. Y entonces decidió no saltar y viajar a la India, ver la maravilla del mundo, cumplir su sueño y después suicidarse.

Fue entonces cuando Lola pensó en Río de Janeiro.

La ascensión

«[…] Fue llevado a las alturas hasta que una nube lo ocultó de su vista».

Libros de los Hechos, 1: 9

El castillo. 1986

Lola estaba haciendo un castillo. Su tía abuela la intentaba ayudar de vez en cuando, pero ella, que tan solo tenía tres años, le daba manotazos para que se estuviera quieta. Era perfectamente capaz de levantarlo sola. En ese momento no sabía que seguiría dando manotazos toda su vida y construyendo castillos sola. Y, mucho menos, sabía qué consecuencias tendría aquello.

Cuando el castillo estaba casi construido, se acercó su tío. Con él apenas se llevaba unos años y la adoraba; era su primera sobrina. La adoraba también porque Lola parecía un ángel. No sabemos exactamente cómo son los ángeles, pero deben ser rubios y con los ojos claros, al menos los europeos. Ella también quería a su tío, sin embargo, a tan temprana edad, le costaba mostrar su afecto. No entendemos por qué. Pero se lo guardaba tan dentro que luego le explotaba y terminaba saliendo en forma de ira.

Su tío quiso ayudarla a poner una cúpula en el castillo y finalizar así aquella magnánima construcción. Pero, cuando iba a hacerlo, Lola le dio un manotazo, con tan mala suerte que el tío rozó una de las torres y el castillo se derrumbó antes de que pudiera reaccionar. Quedó destruido por completo en un solo momento. Lola entró en cólera, le pegó tan fuerte como pudo mientras el tío, con su desparpajo natural, fingía dolor y reía, le decía que la iba a ayudar y que, en apenas unos minutos, lo tendrían de nuevo levantado. Pero Lola solo gritaba. ¡Tonto! Y le golpeaba. ¡Idiota! Y sus manos se atropellaban contra él.

Su tía abuela intentó tranquilizarla y posicionarse de parte del malparado tío.

—Lola, ha sido sin querer, no te pongas así, que te va a ayudar a hacerlo de nuevo.

Entonces dejó de pegarle al tío y se giró hacia la tía abuela. No solo no sabía hablar bien aún, sino que, además, tenía problemas para pronunciar las vibrantes. Problemas que permanecerían hasta muchos años después.

Así, con un ritmo atropellado, lleno de odio y de cólera, se dirigió a la mujer:

—Tú te callas la boca, vieja. Te callas porque eres vieja y eres mala y eres fea. Y lo que quiero es que te vayas a Francia. Que te vayas en el avión. Que tu avión se caiga. Y que te llenes de sangre. De sangre, de mucha sangre, que se caiga el avión y te salga mucha sangre.

Cada vez que dijo la palabra «sangre», un poco de rabia se iba escapando de aquel cuerpo minúsculo. Cada vez que pronunció esa palabra puso una pieza en la construcción de esa psique que sería la Lola de años después, la que se encontraría al borde de aquel andén de metro. Cada vez que pronunció aquellas seis letras, cada uno de los presentes se petrificó un poco más. Cada vez que retumbó esa palabra en las paredes de aquel viejo apartamento, resonó un eco sombrío y enfermo que no lograría ser entendido hasta muchos años después, en un consultorio psicológico de Hungría.

La maldad. 1987

Estaba tarareando alguna canción tan alto como podía, aunque no se escuchaba. Le habría gustado mirar por la ventana, pero el toldo estaba echado y ella no alcanzaba a levantarlo. De todas formas, no hubiera servido de nada porque tampoco hubiera visto más que la pared de ladrillo del patio interior. Pero no le hizo falta ver el cielo para saber que estaba gris y que llovía, porque era febrero y en febrero es invierno y en invierno llueve y, además, era un día muy triste. En aquella época no sabía que los días grises normalmente terminan siendo tristes, pero sí sabía que cuando uno está triste, llora y cuando lloran muchas personas, llueve.

Aquel día era gris y lluvioso porque todos los que estaban en el salón, al otro lado de la puerta donde ella se encontraba, lloraban. Mamá le había dicho que jugase un rato y cerró la puerta. No supo si aquello era un castigo o no. Pero sí supo que no tenía que salir al salón, aunque hubiera venido toda la familia. Por eso cantaba en silencio pero alto, para no oír los llantos, para no ser castigada de nuevo y poder quitarse las ganas de abrir aquella puerta y que todos la abrazaran y dijeran lo guapa que era.

El día anterior habían ido a casa de la abuelita. En cuanto entraron, Lola salió disparada hacia el patio que era tal vez su lugar favorito del mundo, aunque, en esta ocasión, tuvo que esquivar a muchas personas que se concentraban en el pasillo flanqueándole el paso. Le gustaba girar sobre sí misma en el patio. Allí podía abrir los brazos y dar vueltas. Le encantaba aquella sensación de vértigo que le subía por el estómago y la hacía reír desde muy dentro.

Apenas había dado las primeras vueltas cuando su madre se acercó y la cogió de la mano suavemente. De forma tan delicada que Lola sintió miedo. Cuando se hicieron paso entre la gente y accedieron al salón, vio a una mujer mayor en el tresillo. Tenía que ser la abuelita porque tenía su mismo peinado, pero cuando se acercó no encontró a su abuelita, sino a una mujer que tenía muchos años más. Era una mujer vestida de negro que lloraba con los brazos apoyados sobre la mesa. Una mujer que no había saltado de alegría al verla. Pero, pese a todo eso, ella supo que era la abuelita y se sentó a su lado.

—¿Por qué lloras, abuelita? —dijo casi en un susurro mientras se abrazaba a su espalda.

Al escuchar su voz, la abuela levantó la cabeza, le acarició la cara y gritó con un llanto aún más fuerte.

—No llores, abuelita. —Lola se lanzó de nuevo para abrazar a su abuela. Sabía cuánto la quería y no podía comprender que ni siquiera su presencia pudiera calmarla.

—Lola, el tito ha muerto —sollozó la abuela, que tan solo tenía cincuenta años pese a que ahora se había puesto una máscara que le doblaba la edad.

Las palabras sonaron como un alarido ensangrentado que desgarró las entrañas de todos los allí presentes. Lola la abrazó sin decir nada.

Ella no sabía lo que significaba morir. Sus padres le habían dicho, al salir de la casa de la abuelita, que estar muerto significaba que no podrían ver más al tito porque se había ido al cielo, y eso estaba muy lejos y nunca lograrían llegar. Y entonces Lola supo que mentían: por eso seguía jugando, sabía que era imposible que no volviera a ver a su tito, porque existían los aviones y los aviones iban al cielo. Lo sabía porque la tía abuela venía siempre desde Francia en un avión y pasaba por el cielo, se lo había dicho muchas veces. Y solo tardaba tres horas, así que aquello de que pasaría mucho tiempo era pura mentira. Por eso sonrió y comenzó a mover la muñeca de nuevo como si volase. En ese momento, la puerta se abrió. Era su padre. Lola lo miró con una sonrisa traviesa, como quien ha sido pillado enterrando su más preciado secreto. La mueca se fue esfumando mientras el padre se precipitaba hacia ella. En unas milésimas de segundo le estaba arrancando la muñeca de las manos y, al tiempo que la lanzaba al suelo, pronunció lo que para Lola sería una sentencia que pesaría sobre ella el resto de su vida:

—Eres mala. Tu tito muere, tu madre llorando y tú... jugando y riendo. Eres una mala persona, Lola.

Al tiempo que llegaba el sonido de la última sílaba a su cabeza, la puerta ya se estaba cerrando, y dejándola de nuevo sola en esa habitación sin cielo. Se deslizó por el filo de la cama y se sentó en el suelo, agarrándose las rodillas. Se apretó muy fuerte y quiso llorar y cantar en silencio. Pero se dio cuenta de que, si lloraba, mamá la escucharía y se pondría aún más triste. Y si cantaba en silencio para no escuchar su culpa, ellos podrían escucharla, como lo había hecho papá. Entonces, todos sabrían lo mala que era y ya nunca más la querrían. Apretó fuerte las uñas sobre la palma de la mano. Tan fuerte que comenzó a sangrar. Fue entonces cuando recuperó la paz.

El endocrino 1988

Hola, diario:

Realmente no entendí para qué habíamos ido. Mamá me peinó y me puso un vestido que estaba casi nuevo. Y las bragas a estrenar como siempre que teníamos que ir al médico. Porque es muy importante ir limpia al médico y con las bragas nuevas. Lo de las bragas es algo que no entiendo porque el médico nunca me ve en bragas. Yo creo que será una costumbre para que la enfermedad no sea grave, como lo de las bragas rojas de mamá en Nochevieja que le dan suerte, pero a mí no porque yo aún soy una niña y no puedo llevar bragas rojas. Y tampoco sé por qué me llevó al médico. Lo único que hizo fue pesarme. Dijo que debía adelgazar y que así estaría más guapa. Pero si mi familia me dice que soy la niña más guapa del mundo, no sé cómo es posible que sea más guapa todavía. De todas formas, no me preocupé porque lo importante es que no estaba enferma.

Lo más terrible ha ocurrido hoy. Cuando he llegado del colegio, he soltado la mochila, me he lavado las manos, le he dicho hola a la Mona, porque, aunque ella no contesta, solo grita como el animal que es, mi madre dice que tengo que ser educada siempre. Y me he sentado a la mesa.

Y allí estaba: brillante y redonda como si fuera el sol. Allí estaba la tortilla de patatas de mi madre que, por supuesto, es la más buena de todas las tortillas de patatas del mundo. Me he emocionado tanto que he empezado a dar saltitos y palmas como si me hubieran acabado de dar un gran regalo de cumpleaños. En esas estaba cuando, de repente, algo ha tapado mi resplandeciente vista de aquel sol de huevos: un plato que, en lugar de contener un sol, contenía una verde montaña. Mi madre ha puesto delante de mí el plato más grande que jamás he visto lleno de verduras y un pescado blanco y apestoso. «Cariño, hoy ya toca dieta».

Así que de eso iba lo de adelgazar. En ese momento odié al médico, odié no tener una enfermedad, odié que la tortilla de patatas existiese y odié más que nunca a la Mona que cogía la tortilla con la mano e intentaba metérsela en la boca, espachurrándola y dejando caer la mitad a su sillita. «¿Es que ella no tiene que adelgazar?», le he preguntado a mi madre. «No, cariño, ella es muy pequeña y tiene que comer de todo».

Cuando ha llegado el momento del postre, mi madre me ha dado una manzana. Tengo que reconocer que era bonita y brillante, pero no dejaba de ser una manzana. A la mona le ha dado un petit suisse. Le he dicho que por qué no me podía comer uno si son muy pequeños. Pero me ha dicho que no, que para mí la manzana.

Después me he ido a mi cuarto, he abierto el libro y he empezado a hacer los deberes. Pero no podía concentrarme. Es que no entiendo de qué sirve ser la más guapa del mundo y sacar las mejores notas de la clase si después no te dejan ni comerte un petit suisse. La vida es injusta.

Después he llorado porque estaba desesperada. Me he ido al espejo y me he mirado. Soy muy rubia, casi tengo el pelo blanco de rubia que soy. Y soy guapa, aunque tengo ojos de perro. Pero creo que no estoy tan gorda, o al menos, no más gorda que Inma de mi clase, y a ella no la tienen a régimen. No sé cómo me puede estar pasando esto a mí.

Cuando he pensado que yo no era tan gorda y que el médico era un ser maligno y exagerado, he decidido que no me comería un yogur, sino tres. Así que he abierto con mucho cuidado la puerta del cuarto y he visto que mamá estaba durmiendo la siesta en el sofá y la Mona estaba en sus brazos, también dormida. Así que me he tirado al suelo para evitar ser vista si abría los ojos y me he ido arrastrando hasta la cocina. He abierto el frigorífico y... ¡No había petit suisse! Me he puesto muy nerviosa, me he enfadado, he querido gritar... ¡No podían haber desaparecido! Ayer había seis y la Mona solo se ha comido uno, así que me he puesto a mover todo lo que había en el frigorífico y los he encontrado: estaban escondidos debajo de una montaña de tomates. Mi madre ha tratado de engañarme de una forma cruel. Y no solo por esconderlos a propósito, sino por creer que conseguiría despistarme y que soy tonta. O eso, o es que realmente no piensa aquello de que, además de la más guapa, también soy la niña más lista del mundo, como siempre me dice. He sentido tanta rabia que he cogido una cuchara y me he sentado en el suelo, con el frigorífico abierto, y me he comido un petit suisse de una sola cucharada, y luego he abierto otro, y también me lo he comido, y luego otro, y luego otro. He dejado uno para que no se den cuenta. Cuando he terminado, los he cogido todos y los he lanzado con todas mis fuerzas detrás de la lavadora para no dejar rastro. La cucharilla la he lanzado por la ventana porque si no, iba a hacer mucho ruido y me iban a pillar.

Ese ha sido mi día, diario. Adiós.

El beso. 1989

«No es la primera vez que ocurre. Ya ha pasado más veces: siempre que en la televisión un hombre y una mujer se besan, mamá cambia de canal. O papá cambia de canal. O la abuelita cambia de canal. Al principio creía que era casualidad, pero luego me di cuenta de que no, porque es automático. A lo mejor es algo malo. Pero si fuese algo malo, entonces, los padres de Verónica no se darían besos en la boca delante de nosotras. El padre de Verónica siempre le da un beso en la boca a la mamá cuando llega a casa. Me gusta verlos porque se ve que se quieren como en las películas y como en los cuentos. También he visto a otras personas en la calle dándose besos en la boca. Y también una vez vi a la tita y al tito... Entonces... ¿Por qué cambian de canal? ¿Por qué papá y mamá no se dan besos en la boca? O a lo mejor es que yo nunca me he dado cuenta. Porque papá y mamá también se quieren, ¿no?».

Todos estos pensamientos se arremolinaban en la mente de Lola de forma inquietante y atropellada mientras estaba sentada en el sofá con su madre, viendo la televisión, después de que esta hubiera cambiado de canal tras aparecer dos personas besándose en una serie.

Siempre que terminaba los deberes ocurría lo mismo. Se bañaban, dormían a Lucía, cenaban y veían algo en la tele. A veces el padre llegaba antes de que la niña se fuera a la cama. Aunque fueron más las noches en las que nunca llegaba.

Pero justo ese día hubo suerte. El padre llegó y no estaba enfadado. Así que la niña se fue feliz a la cama porque sabía que los dos le darían besos de buenas noches. Y que su padre remetería las mantas muy apretadas en el colchón. La madre también se las remetía, pero el padre lo hacía con más fuerza. A ella le encantaba esa protección que le ofrecía sentirse atrapada en aquella cama, como un gusano de seda, sintiendo la imposibilidad de verse expuesta.

Cuando pasaron los años, dejaron de arremeterle las mantas, y sin embargo Lola jamás pudo dormir sin taparse. Incluso en los veranos granadinos cuyas noches se precipitaban ahogadas por más de treinta grados. Lola nunca consiguió desarroparse. Primero creía que era porque tenía miedo a que un asesino entrase y la acuchillase. «Como si las sábanas fuesen de acero», le decían burlonamente. Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que no tenía miedo de ningún psicópata despiadado, sino de sentir la vulnerabilidad que le otorgaba su propio cuerpo.

El padre la dejó atrapada en la cama con tanta fuerza que no podía ni moverse. Después le dio un beso en la frente. Mamá le dio algunos besos más. Y los dos le lanzaron más besos desde el umbral de la puerta donde se disponían a apagar la luz y cerrar.

Entonces a Lola se le ocurrió pedírselo.

—¿Os podéis dar un beso?

El padre agarró a la madre por la cabeza y le dio un sonoro y onomatopéyico beso en la mejilla.

—Pero en la boca.

Aquella apacible noche se transformó en uno de los recuerdos más nítidos y lóbregos de la vida de Lola. Tras aquella petición, el padre se transformó en el diablo que era muchos días y muchas noches y, enloquecido, comenzó a zarandearla y a escupir vocablos de tal perversidad que nunca más salieron de la mente de Lola. Por mucho que, en ese momento, ni siquiera entendiera lo que significaban. «Guarra. Pervertida. Sinvergüenza. Depravada. Asquerosa. Viciosa. Repugnante. Degenerada. Maleducada. Cochina. Desvergonzada. Descarada. Desaprensiva. Marrana».

Aunque Lola no entendía muchas de esas palabras, otras sí las entendió. Y por eso supo que lo que había pedido era algo vomitivo. Esto la hizo inundarse en segundos de una vergüenza tan atroz que deseó que aquel colchón se la tragara hasta sus entrañas y la hiciera desaparecer.

Los padres, tras lanzarle una última mirada llena de desprecio, apagaron la luz y cerraron de un portazo, dejando a Lola sumida en la oscuridad, por dentro y por fuera.

El capullo en que el padre la había convertido con aquellas mantas se había deshecho. Pero no se convirtió en mariposa. Se quedó hecha una polilla infecta y repulsiva.

Así, entre aquellas tinieblas, convertida en nada y despavorida, empezó a murmurar inconscientemente.

Ángel de mi guarda,

dulce compañía,

no me desampares

ni de noche ni de día,

no me dejes sola, que me perdería,

hasta que me pongas, en paz y alegría.Con todos los santos, Jesús y María,

te doy el corazón y el alma mía

que son más tuyos que míos.

Amén.

Y así, entre amenes, y envuelta en lágrimas y en asco, se quedó dormida.

El estigma. 1990

Lola, pese a ser una excelente estudiante, no terminaba de sentirse cómoda en el colegio. Pero no era este el motivo por el que estaba deseando que llegase el verano. El fin de las clases significaba que empezaban los meses más felices del año. Su familia no tenía costumbre de viajar, ni siquiera era muy de llenar el coche con neveras y bajar a la playa más cercana a la que, pese a situarse a tan solo setenta y cinco kilómetros de la capital, se tardaba más de dos horas en llegar. Lola en aquel entonces no sabía por qué no solían ir más a menudo a la playa. Su padre siempre le decía que no había dinero para vacaciones.

Pero cuando pedía ir, al menos un día, sin comer en el bar ni nada, sino llevándose la tortilla y la carne empanada porque así no tendrían que gastar, el padre también se negaba. En esos casos no daba explicaciones. Lola entendió años después que su padre no tenía ni las ganas ni la paciencia para perder un día de su vida sin trabajar. No obstante, aún no sabía que terminaría repitiendo aquel patrón de comportamiento que tanto odiaría durante su adolescencia.

Así que no esperaba sus vacaciones para ir a la playa, sino para ir al campo. «El campo» era el nombre que sus primos y ella le daban al cortijo que sus abuelos tenían en la Vega de Granada. Sus primos y ella pasaban allí todo el verano, al cuidado de los abuelos, disfrutando de una enorme piscina en la que los niños se reían, se odiaban, nadaban con tortugas, tiraban a los gatos y, a veces, huían de los tiburones.

Pero Lola sabía que ese verano no iba a ser tan feliz como los anteriores porque seguía a dieta. Así que no podría disfrutar de la hora de la merienda que era una de las preferidas por los niños en esas tardes de verano porque la abuela los agasajaba con batidos, palmeras de chocolate, cuñas de crema, napolitanas, tortas y todo tipo de bollería. A todos les encantaba esa hora mágica. Pero a Lola, mucho más.

Los mayores habían decidido que no infligirían un dolor extra a la niña, así que ya no habría meriendas conjuntas debajo de la mesa del nogal, sino que harían turnos para merendar dentro de la casa, de uno en uno, con el objetivo de que el otro tuviese entretenida a Lola para que no se diera cuenta de que iban a comer todos aquellos manjares a sus espaldas. Pese a que muchas veces volvían con los dientes y la boca llenos de chocolate. Y pese a que ella era tan inteligente que sabía del plan incluso antes de que se tramara.

Desde el primer día, supo que debía forjar una estrategia que le permitiese comer lo que quisiera sin que ningún adulto se diese cuenta. Por ello, aquel primer día del verano, aquel veinticinco de junio, cuando la abuela gritó aquel primer: «¡Jesús, ven aquí, que te voy a coger de las orejas, mira lo que has hecho, ven ahora mismo!», Lola sabía que era una auténtica mentira. Que en realidad era el llamamiento a la merienda.

Lo que no sabía la abuela es que Lola le había dicho a Jesús que eso pasaría y que cuando ocurriera, ella disimularía. Y que cuando se comiese su bollo correspondiente, debía decir que tenía mucha más hambre y que si podían darle otro; que después, en un descuido, debía apañárselas para esconder el bollo y sacarlo fuera. El siguiente paso sería que ella se iría al escondite de las serpientes a comérselo tranquilamente. Era fácil y efectivo. Y hubiera funcionado todo el verano si no fuese porque Isabel, que era muy de enfadarse por todo, se chivó a los tres días de estar llevando a cabo el plan, como venganza por una discusión que habían tenido. Lola pensó que su prima además de caprichosa y llorona, era la crueldad hecha niña.

La madre de Isabel, Marga, era muy dada a gastar en exceso, como la mayor parte de padres en los noventa que creían que aquellos prósperos años serían eternos, así que Isabel comenzó a llevar al campo más juguetes que sus primos. Poco a poco, desarrolló una especie de supremacía sobre los demás que consistía en la posesión de juguetes prohibitivos y en una finura autoimpuesta que la hizo empezar a considerar desagradable la ingesta de hierbajos, cerúmenes de árboles y demás exquisiteces que Lola pensaba que podían tener propiedades mágicas. Isabel, además, o por eso mismo, empezó a ser egoísta y a marcar como un perro rabioso sus cosas y a pensar que sus primos eran unos niños vulgares que no tenían otro remedio que jugar con hormigas asquerosas y mordedoras.

Hubo otra cosa que Lola no supo durante aquellos años, pero que muchos después, cuando pensara en los momentos clave de su infancia, reconocería: le parecía que su tía quería más a Isabel que su madre a ella. Marga, que además de ser su tía era su madrina, era extremadamente cariñosa con todos. Con Lola también, pero, obviamente, con su hija mucho más. Lola no sabía que dar más besos no significaba querer más. Ni siquiera era consciente de que algo así estaría surcando un caminito indeleble en su cerebro.

Fue un día de aquel verano cuando ocurrió. Una tarde, mientras los niños jugaban en la piscina, Marga llegó al cortijo.

—Isabel, cariño, ven, que te he traído una sorpresa. Niños, venid también, que podáis verla.

Los niños salieron corriendo deseosos de ver lo que traía; debía ser algo grandioso si les pedía con tanta urgencia que fueran hacia la placeta. Bajaron corriendo las escaleras y los abuelos y demás adultos, incluida la madre de Lola, los siguieron con curiosidad. Al bajar vieron a Marga delante de un paquete enorme sobre el que Isabel se abalanzó antes de que le dijera nada.

Era una pequeña moto rosa. «Es preciosa. Tiene motor como la de los mayores y, aunque podrá correr menos, será suficiente para poder hacer un circuito por la placeta, con sus obstáculos y todo. Los haremos con las ruedas de camión del abuelo e, incluso, yo que soy mayor podría usarla para salir del campo sola y traer algunas hierbas y flores nuevas». Todo eso pensaba Lola mientras veía a su prima rebosante de felicidad dando vueltas, subida en aquella preciosa motocicleta. Cuando hubo dado unas cuantas, se bajó y Jesús se apresuró a subirse también. No esperó a que le dijera que se la dejaba, estaba tan entusiasmado que ni preguntó. Lola estaba deseando que la soltara porque el siguiente turno ya sería el suyo.

Jesús, consciente de que Lola también estaba loca por subirse, dio una última vuelta y se acercó hasta donde estaban todos. Apenas levantó una pierna para bajarse cuando Lola ya había saltado encima. Y entonces ocurrió. Las palabras se clavaron con tal fuerza en ella que ni la emoción pudo desviarlas, hacerlas mudas, hacerlas desaparecer. Su tía Marga, la que decía quererla mucho, la que había insistido hasta la saciedad en ser su madrina, su tía Marga, una de las personas en las que más confiaba y a las que más amaba, fue la que pronunció aquellas palabras que quedarían tatuadas para siempre en el corazón de Lola:

—Tú, no, Lola, que pesas mucho y la vas a romper —escupió como si no acabase de cometer un acto de crueldad indeleble.

Lola, treinta años después, recuerda ese momento con tal nitidez, con semejante dolor que no puede esgrimir las lágrimas que brotan sin consuelo, serpenteando por sus mejillas. Recuerda cómo bajó de la motocicleta rosa. Puede sentir aún el desgarro en el corazón, el bloqueo de la mente, el control del llanto. Todavía puede escuchar las palabras de los adultos que parecieron no escuchar nada y seguían hablando sobre tan maravillosa compra. En su cabeza aún suena la frase que Isabel no tardó en pronunciar: «Pues, entonces, yo otra vez». Lola no olvida cómo retumbaban en su mente aquellas palabras, y aquellas voces, y aquel ruido de las ruedas de la motocicleta por las piedrecitas de la placeta mientras ella se alejaba hacia su escondite. Que no era tal, era solo un lugar del cortijo en el que alguna vez habían encontrado serpientes y en el que nadie, salvo ella, que siempre fue valiente, se atrevía a entrar. Llegó a ese sitio infranqueable y se desplomó sobre el cemento, entre los troncos de madera, y comenzó a llorar, a llorar tan fuerte y tan desgarrado, que el corazón se le enfermó.

La fama. 1991

—¿Solo tomando batidos de chocolate voy a adelgazar?

La dieta resultó ser igual a la que había estado realizando en los últimos tres años, pero también tenía que beber un batido de chocolate que era más bien cemento con grumos marrones.

Sin embargo, la dieta funcionó y Lola perdió tal cantidad de kilos que parecía otra niña. Su cara ya no era una hogaza de pan, como la describían a veces, sino que había adquirido una redondez alargada que, acompañada de unos ojos claros y una melena frondosa y rubia, hacían de ella una niña singularmente guapa.

Como los resultados de la dieta fueron espectaculares, la empresa de la dieta le ofreció a su madre que la niña participara en un pase de modelos en el que desfilarían todas las personas que habían tenido buenos resultados con aquella milagrosa dieta. A su madre le entusiasmó la idea de que su hija pudiera ser famosa durante unos minutos. Estar sobre un escenario como una modelo de verdad le daría a la niña la confianza que sabía que no había tenido hasta ese momento. Dijo que sí, por supuesto.

—Pero es que me da vergüenza, mamá.

—¿Vergüenza de qué, Lola?

—Pues de que todo el mundo me mire.

—Pero si eso es lo que tiene que hacer la gente, mirar lo guapa que eres.

A Lola no le quedó más que resignarse. En unos días tendría que desfilar en el Palacio de Congresos. Un sueño para cualquier niña, pero no para ella.

El día del desfile llegó. Lola estaba entre bambalinas con algunas señoras de la edad de su madre, otras más mayores y algunos hombres. Solo había tres personas más o menos jóvenes. Pero ningún niño. Ella era la única. Y abría el desfile: el primer caso tenía que impresionar.

Sobre una pantalla gigante que ocupaba todo el frontal del escenario, donde normalmente tenían lugar los conciertos, proyectaron su cara. La foto elegida era una de carné donde la niña, efectivamente, tenía cara de hogaza. En esa foto sus enormes ojos eran apenas dos canicas esmeraldas. Dentro de sus mejillas parecían albergarse dos bolas de tenis; la piel de esa zona estaba enrojecida, como a punto de estallar. «Una niña muy lustrosa —que diría siempre su abuela—. Porque los niños tienen que estar lustrosos». La marca de los batidos había elegido aquella fotografía de entre todas las que había llevado su madre porque, en la enormidad de la pantalla, aquel retrato en primer plano hacía que Lola pareciese un trozo de carne desmesurado.

La gente, tras ver aquella fotografía, estaba expectante. Entonces empezó a sonar una canción de un grupo juvenil: «... decían que llegué a la edad en la que pronto me iba a enamorar...». Lola jamás olvidaría la letra. Y nunca olvidaría cómo cuando empezó a sonar, salió a aquella pasarela con una lata de batido en la mano. Tenía que sonreír, pero estaba asustada: quería irse de allí. Podía sentir en su nuca la presencia avasalladora de su propio rostro, la mirada de la gente cayendo con todo el peso sobre ella. No podía respirar, quería avanzar rápido para que aquello terminara. Pero se lo habían prohibido. La gente comenzó a aplaudir. A aplaudirle. Quiso llorar. Quiso que aquello fuera un sueño para poder despertar de él.

Por fin llegó al extremo de la pasarela. Cuando giró, se encontró de frente con su enorme yo, y no pudo evitar acelerar el paso. Ese monstruo con cientos de ojos que era aquel público se iba quedando atrás, pero enfrente se tenía a sí misma. En ese momento, no se identificó con la niña delgada que llevaba un bote donde ponía algo que no entendía; era aquella niña que veía inmensa y desparramada en la pantalla. Y en aquel instante lo ignoraba, pero por muchas dietas que hiciese y por muchos kilos que perdiese el resto de su vida, siempre seguiría siendo la cría gorda que fue expuesta ante desconocidos en una de sus fotografías más espantosas. Ante extraños que vitorearon aquel cambio como un milagro, como quien aplaude que la rana asquerosa se haya convertido en príncipe. Con cada palmada, Lola iba avanzando hacia su propia imagen. Con cada palmada, le fue saliendo una lágrima. Con cada palmada, aquellos desconocidos apuñalaban la autoestima de aquella chiquilla que, desde ese momento, nunca dejaría de sentirse gorda.

El corazón. 1992

El corazón es el órgano que nos mantiene vivos, pero es un órgano muy metafórico y, por eso, también es muy traicionero. El corazón se nos rompe muchas veces en la vida. Cuando alguien muere, cuando nos deja un amor, cuando vemos que atropellan a un perro o escuchamos que una niña es violada. El corazón también se nos para en multitud de ocasiones: cuando nos sorprenden, cuando nos dan una mala noticia, cuando nos asustan, cuando sale el malo del armario en las películas de miedo. Vibra cuando miramos a esa persona especial, cuando escuchamos una canción que nos envuelve o nos vemos reflejados en un poema. Se sobrecoge cuando vemos una injusticia. Pero todo esto no son más que alegorías. Porque el corazón es muy hijo de puta y cuando tiene que dar señales de que está roto o se está rompiendo, que vibra más de la cuenta o que se estremece como un cabrón cobarde, entonces no lo sentimos. El muy falso se calla y solo cuando el silencio es para siempre es cuando lo percibimos. Aunque, normalmente, ya es tarde.

En la vida de Lola habría muchos corazones rotos, de los que gritan y de los que callan. Y fue una tarde de febrero cuando su corazón decidió cobrar vida y avisar a la niña de que si no roto, sí que estaba estropeado, pero de verdad. Fue mientras hacía los deberes en la mesa camilla, al calor del brasero, cuando se sintió el corazón por primera vez. Al principio, le sorprendió saber que debajo de la ropa, dentro de la piel, hubiera algo que pudiese ser tangible. Ya había estudiado el sistema respiratorio, el digestivo y el circulatorio. Y se hacía una idea de qué tipo de cosas podía haber allí debajo. Aunque una cosa era saberlo y otra muy diferente, sentirlo. Se colocó la mano en el pecho y notó los latidos por primera vez. Al principio se asustó y retiró la mano rápidamente, pero después volvió a colocarla y se concentró en cada palpitación. Cerrando los ojos. Sintiendo bombear la sangre en las yemas de los dedos. Abrió los ojos y se miró la mano para ver cómo rebotaba con un movimiento rítmico y vertiginoso. Decidió retirar la mano. Y entonces observó que no era necesario ponerla encima para ver cómo el corazón le daba golpes en el pecho, como queriendo salir. Se quedó maravillada.

Pasado un rato, el corazón paró. Como un pajarillo que se cansa de intentar salir de la jaula. Lola quiso mostrarle a su madre que podía hacer magia. Pero estaba abajo, en el parque, paseando a Lucía. Porque en esa época, Lucía ya era un poco menos peluda y Lola decidió empezar a llamarla por su nombre. En el fondo no quería que sufriese como ella estaba sufriendo y, mucho menos, por su culpa.

Pero no tardó en volver a suceder. Por la noche, mientras intentaba coger el sueño, el corazón comenzó a bombear con tal fuerza que pensó que la levantaría de la cama, como en la película esa de miedo donde a una niña se le metía el demonio dentro. Entonces encendió la luz para confirmar que, efectivamente, el corazón estaba intentando huir de nuevo.

—¡Mamá, mamá, mamá!

La madre, sobresaltada, llegó a la habitación en menos de diez segundos.

—¿Qué pasa, Lola?, ¿qué pasa?

—Mira lo que hago. —Y se bajó el cuello del pijama hasta la altura que permitía mostrar aquel milagro.

La madre, horrorizada, le puso la mano en el pecho y, rápidamente, en el pulso. Trescientas cincuenta y cuatro pulsaciones por minuto. Lola nunca olvidaría ese número cuyos dígitos se convertirían, por ese orden, en sus favoritos, además de en parte esencial de todas sus contraseñas digitales.

Cuando llegaron a urgencias, las palpitaciones se habían normalizado. «Dígaselo al pediatra. Ya verá si tiene que derivarla al cardiólogo». La tuvo que derivar, por supuesto. Y aquel cardiólogo, el doctor Cruz, un hombre canoso al que tuvo que visitar durante los siguientes cinco años de su vida se convertiría en su primer ídolo y en su primer referente. La inspiró tanto que decidió que sería cardióloga cuando fuese mayor y ayudaría a todos los niños a los que se les rompiera el corazón.

Esta fue su primera estancia larga en el hospital. Lola pensó que todas serían así: con niños con los que jugar y hacer travesuras y esconderse para contar historias de miedo y que las enfermeras no los encontraran para no tener que tomarse el agua sucia a la que llamaban sopa.

La segunda vez que tuvo que ingresar en el hospital no había camas libres en la planta infantil. «Dada la situación, es casi mejor que ingrese en Cirugía Vascular», sentenció el doctor Cruz.

Cirugía Vascular era una planta desoladora. Aunque solo estaba una planta más arriba que la de infantil, la octava planta asustó a Lola. La habitación 813 estaba casi al fondo. Lola iba mirando todas las puertas con la ilusión de encontrar una cara amiga o a otro niño enfermo, pero solo veía ancianos que, aunque estaban dormidos, le parecía que estaban muertos. Se sintió muy triste y quiso llorar. Sin embargo no quería que mamá sufriese más, así que se aguantó las lágrimas apretando los labios.

En la habitación 813, la otra cama ya estaba ocupada. Angustias era una señora mayor que sus abuelas, pero pronto se cogieron cariño, se cuidaban la una a la otra. Su hora favorita era la de la merienda porque Angustias sacaba los dulces que tenía escondidos al tiempo que Lola cerraba la puerta y ponía una silla detrás. Era su momento más cómplice, un secreto que las unía de una forma enternecedora aunque se llevaran más de setenta años de diferencia. La madre de Lola se iba muy tranquila sabiendo que su hija se quedaba en buenas manos y estaba contenta. Pese a estar en aquel ambiente tan fúnebre y pese a saber que al día siguiente la someterían a un cateterismo para ver si por fin encontraban la causa de por qué el corazón se le quería salir del pecho.

La prueba salió bien y les dio lo que necesitaban: un nombre. SíndromedeWolff-Parkinson-White. Cuando el doctor Cruz lo pronunció, la madre de Lola inmediatamente empezó a llorar. No tenía ni idea de qué era aquello, pero desde luego tenía que ser muy grave para tener un nombre así.

—Técnicamente, este síndrome hace que haya otra ruta adicional del corazón que hace que tenga más frecuencia cardiaca. Imagínese un embudo que pone sobre una botella que tiene que llenar. Un embudo que no tiene una salida, sino dos. Cuando usted echa un líquido, el líquido sale a más velocidad y va a llenar antes la botella que si solo tuviera uno. Pues pasa igual con el corazón. El corazón de Lola tiene dos salidas y por eso su sangre va rápido y el corazón tiene que latir rápido para ir dando paso a la sangre. Por eso le dan las taquicardias —les explicó el cardiólogo.

Lola miraba fascinada al médico. Su madre, horrorizada.

—Pero ¿tiene cura? —preguntó casi sin atreverse.

—Sí, se puede hacer una ablación. Es decir, quemar ese doble conducto. Pero aquí no, en Granada no tenemos tecnología para hacer eso en niños. Deben operarla en el Hospital Gregorio Marañón de Madrid —explicó el doctor Cruz, intentando impostar un tono tranquilizador.

La madre de Lola entró en un llanto para el que no había consuelo posible. Lola también había sentido miedo, pero cuando escuchó Madrid, se evaporó. Iba a poder faltar al colegio y encima para viajar a Madrid. Iba a ser la envidia de todos.

Lola tendría que quedarse algunos días más en el hospital recuperándose del cateterismo y después se iría a casa. Confiaban en que no tardasen demasiado en llamarla desde Madrid y poner punto final a aquella infancia con olor a alcohol etílico y a povidona yodada.

Cuando se apagaron las luces, no podía dormirse. La negrura de la habitación le hacía poder visualizar mejor aquel futuro viaje a Madrid. Empezó a pensar que a lo mejor sí que había motivos para llorar como su madre, razones para preocuparse. Notó que Angustias aún estaba despierta.

—Tengo miedo —dijo Lola de repente.

Angustias ya había sospechado que la niña solo se estaba haciendo la valiente delante de su madre. Era normal que tuviese miedo, solo tenía nueve años, y tenía los brazos como un colador. Tenía, además, el corazón enfermo. Y para colmo la habían metido en aquella habitación con ella, que olía más a muerta que a viva. No podía no tener miedo, desde luego.

—Lola, ¿sabes que es bueno tener miedo?

—No es bueno. Si tienes miedo, es que no eres valiente. Y si no eres valiente, eres cobarde. Y la gente no quiere a los cobardes. Y los cobardes, además, nunca ganan y nunca consiguen lo que quieren —narró Lola, creyéndose poseedora de una verdad universal.

—Eso no es verdad, Lola. ¿Te gustan los gatos?

—Me gustan, sí. Pero los perros no. Los perros me dan miedo porque muerden. Y una vez me contaron que Laica, la perra de mi tío, le mordió a una mujer que era novia de mi otro tío. Y tuvo que ir al hospital. Desde entonces, Laica siempre está atada en el cortijo, solo está suelta por la noche. Una noche salí del sótano para ir al baño y yo no sabía que estaba suelta y me persiguió corriendo. Tuve mucho miedo. No salí del baño en toda la noche. Dormí allí, en el suelo, hasta que se levantó mi abuelita y vio que estaba allí y me cogió en brazos y me llevó a la cama. Luego me dijeron que a mí no me iba a morder, que solo me quería cuidar. Pero yo no me fío. Por eso me gustan los gatos. Ellos no muerden.

—Perfecto, mejor aún. Esa perra... Laica has dicho que se llama, ¿verdad?

—Sí.

—Si Laica ve a un gato... ¿qué hace?

—Va corriendo detrás del gato para comérselo —afirmó con seguridad.

—Exactamente. ¿Pero la has visto alguna vez comiéndose a algún gato?

—No, nunca consigue alcanzarlos porque corren mucho más que ella o se suben a los árboles y ella no sabe subirse a los árboles —dijo con la seguridad de haberle dado la respuesta correcta.

—¿Y sabes por qué los gatos corren más rápido que Laica y por qué se suben a los árboles?

—¿Para que no se los coma? —preguntó, sin estar segura de saber ahora la respuesta.

—Así es. Porque tienen miedo, miedo de ser comidos. Gracias al miedo, los gatos sobreviven, se salvan. El miedo, en su justa medida, es bueno. Nos ayuda a salvarnos y a hacer cosas que no haríamos si no tuviésemos miedo —sentenció la anciana.

—Entonces, ¿es bueno que yo tenga miedo, Angustias?

—Es bueno y es normal, mi pequeña Lola.

—¿Y si tengo miedo, entonces, no me voy a morir?

—Si tienes miedo, vas a rezar mucho para no morir y, si rezas mucho, Dios te escuchará y no morirás.

—Voy a rezar mucho, muchísimo, entonces.

—Y, además, si tienes miedo, querrás más abrazos de tu mamá, y querrás estar más tiempo con ella y que te dé besos y que te cuide. Así ella también estará más contenta y tú tendrás menos miedo.

Lola pensó en esto. Ella nunca tenía miedo y no quería preocupar a su madre. Pero si alguna vez lo había tenido, tan solo ella podía consolarla. Y cuando la abrazaba, le gustaba mucho. Y como esto ocurría solo cuando tenía miedo, pensó que ahora tenía la oportunidad perfecta para que su madre la abrazara a todas horas. Y es que Lola, a esta edad, aunque no lo supiera, ya no era cariñosa. Y su madre, pese a que se le desbordaba el amor por cada poro del cuerpo, tampoco lo era. Esto tampoco lo supo Lola hasta muchos años después.

—Muchas gracias, Angustias —dijo la niña con la mirada clavada en el techo de la habitación que, en aquella oscuridad, le parecía un cielo sin estrellas.

—De nada, Lola —le susurró la anciana.

—Te quiero mucho, Angustias. —Lanzó aquellas palabras con toda la sinceridad que podía albergar en su corazón deforme.

—Y yo a ti, Lola —le devolvió la anciana con la que sabía que sería una de las últimas sonrisas de su vida, que se disiparía en la lobreguez de aquella habitación 813.

Apenas eran las siete de la mañana cuando una enfermera, que parecía haberse bebido un termo entero de café, entró a la habitación gritando buenos días y abriendo las persianas hasta arriba provocando un ruido atronador. Aquella mujer era un despertador humano, y anunciaba que en unos minutos llegaría el desayuno. Lola giró la manivela de su cama para incorporarse. Le encantaba la sensación de estar en una cama pero sentada. Ya le había dicho a su madre que quería una cama igual en casa.

—¡Buenos días, Angustias!

Angustias siempre se despertaba más tarde que Lola y se dormía antes. A ella le parecía muy gracioso que después se quejase de que no dormía, porque no era verdad. Le recordaba a su abuelita, que siempre decía que no pegaba ojo y antes de sentarse en el sofá después de comer o de tumbarse en la cama, ya estaba roncando. A Angustias le pasaba igual.

Lola fue al baño, se lavó la cara. Ya podía sentir el olor a café por el pasillo. Cuando salió vio que Angustias aún no se había incorporado, así que se acercó a ella para hacerle cosquillas y despertarla. Siempre hacía esto cuando dormía más de la cuenta. Angustias entonces se despertaba sobresaltada y fingía un enfado que divertía mucho a Lola. Pero ese día Angustias no reaccionó a las cosquillas. Ni a los golpecitos en el brazo. Ni a los zarandeos ni a los gritos.

En el quinto «Angustias» que gritó Lola, entró una auxiliar con el carrito de los desayunos.

—¿Por qué no se despierta? ¿Es por las pastillas? —le preguntó Lola intentando entender aquel sueño tan profundo.

La auxiliar dejó el carro a un lado y se precipitó sobre Angustias para tomarle el pulso. Después salió corriendo. Lola, mientras, imitó lo que había hecho aquella mujer y le cogió la muñeca a Angustias. En ese momento entraron varias enfermeras y un médico, con aparatos en las manos, agujas y botes con líquidos. Retiraron a la niña casi de un empujón y rodearon a Angustias. Lola no entendía lo que pasaba o fingió no entenderlo. Pero sabía que no era bueno.

Después de unos minutos, dejaron de hacerle cosas a Angustias. Entonces repararon de nuevo en su presencia.

—Bonita, tienes que salir un ratito al pasillo, ¿vale?

Lola afirmó con un movimiento casi imperceptible y con unas incipientes lágrimas en los ojos. Salió sabiendo que Angustias había muerto. Habiendo palpado la frialdad estremecedora de la muerte. Habiendo visto su color grisáceo.

En un lugar de La Mancha. 1993

Lola no tardaría en volver a enfrentarse a la muerte. Apenas habían pasado seis meses desde la última estancia en el hospital cuando ya iba de camino a Madrid. Gran parte de la familia fue a la estación de autobuses para despedirse de ella. «Cariño, va a salir todo bien. Verás que no es nada. Eso te ponen una inyección que no duele y te quedas dormida y cuando despiertes ya estás curada. Vamos a rezar todos por ti. Eres una valiente. Sé fuerte». Algunos lloraban. Lola se dio cuenta de que aquello iba en serio. Había llegado el día. El autobús arrancó. El padre, la madre y ella se subieron. Ellas se sentaron juntas. Y allí, con la frente apoyada en la ventanilla para hacerse visible entre el reflejo, con una mano diciendo adiós y la otra agarrada a la mano de su madre, Lola comenzó a llorar.

Hicieron el viaje de noche porque debían estar a las nueve de la mañana en el Hospital Gregorio Marañón. Los casi quinientos kilómetros que separaban Granada de la capital se traducían en cinco horas de autobús con una parada técnica de descanso en un pueblo en mitad de la nada. Muchos años después, cuando Lola hizo aquel trayecto mil veces por trabajo, descubriría que el pueblo perdido se llamaba Almuradiel y que se situaba estratégicamente a la mitad menos media hora de Madrid.

El autobús paró en la oscuridad del campo manchego. Era mayo, y las noches, en aquellos parajes que parecen escapar al paso del tiempo, eran frías. «Parada de media hora», dijo el conductor, con una voz programada y ronca. Eran las cuatro de la madrugada y muchos dormían. Pero Lola y sus padres bajaron. Lola y su madre necesitaban ir al baño; el padre, fumar y un güisqui.

Cuando se dirigían a la puerta del bar, había muchas personas saliendo. El autobús que hacía la ruta contraria estaba a punto de partir. De repente, una tos ahogada generó un silencio aún más desolador. En el umbral de la puerta del local, un hombre se agarraba el pecho y parecía pedir ayuda sin conseguirlo. La gente comenzó a rodearlo mientras su rostro se iba desfigurando, enrojeciéndose vilmente mientras sus ojos azules, que Lola aún hoy recuerda con claridad, miraban desconcertados y aterrados. Fue esa la primera vez que Lola miró al miedo a la cara. Apenas pasaron unas milésimas de segundo cuando una voz empezó a resaltar entre la muchedumbre: «Háganse a un lado. Soy médico. Está sufriendo un infarto».

Lola no sabía lo que era un infarto, aunque supo, por la cara del hombre y por la voz del médico, que era algo lo suficientemente grave como para matar a alguien. La gente, entre ellos Lola y sus padres, se retiró, pero sin dejar de mirar la escena, compungidos, a la espera de un final feliz que no acababa de llegar. El médico tumbó al hombre, se colocó sobre él y comenzó a hacerle una maniobra de reanimación. Pero fue en vano.