La luz cuadrada de la luna - Véronique Le Normand - E-Book

La luz cuadrada de la luna E-Book

Véronique Le Normand

0,0

Beschreibung

Una guía del ancestral arte curativo del jin shin jyutsu, que es a la vez el diario de viaje a un mundo sorprendente y una maravillosa iniciación a la cultura japonesa. Tras un duelo que sumió en el caos su vida y a su familia, la periodista y escritora Véronique Le Normand fue tratada por un médico que la introdujo en el jin shin jyutsu, el milenario arte de sanación japonés que nos enseña cómo ayudarnos a nosotros mismos mediante el uso de nuestras manos. En 2017, después de quince años de estudio y práctica, la autora partió hacia Japón para seguir los pasos del esquivo maestro y samurái Jiro Murai, quien había redescubierto y puesto en práctica esta filosofía a principios del siglo XX. La luz cuadrada de la luna es una amena y rigurosa introducción dirigida a todos aquellos que buscan un nuevo método para sanar mediante el equilibrio y armonización de las energías. En este relato, íntimo y personal, la autora cuenta la historia y describe la práctica de esta disciplina; con gran pericia narrativa, entrelaza conocimientos literarios, históricos y cinematográficos, para así establecer vínculos entre este antiguo arte de autocuración y los hábitos de vida japoneses. Un homenaje lleno de poesía e inspiración a esta civilización que ha hecho del concepto del equilibrio el corazón de su sabiduría.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 283

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Edición en formato digital: febrero de 2024

Título original: La lumière carrée de la Lune. Jin Shin Jyutsu, une médecine ancestrale japonaise

En cubierta: Cerezo floreciente en una noche de luna (ca. 1932), Ohara Koson © rawpixel

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Actes Sud, 2019

Publicado originalmente en Francia

© De la traducción, Mercedes Corral

© Ediciones Siruela, S. A., 2024

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-10183-11-7

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

I. CÓMO EL JIN SHIN JYUTSU LLEGÓ A MÍ

Del cielo – Un gran cairn – Regalo

De la naturaleza – El tiempo que dura una respiración – Las manos

Del universo – Irrupción de lo efímero – Equilibrio

II. LA LLAVE DE LA ARMONÍA

Japón – Planeta desconocido – La puerta

III. TRAS LOS PASOS DE JIRO MURAI

Kaga – Mar y montaña – La fuente

Árbol divino – La puerta del templo – Saludo

Nombre póstumo – Una orilla y el otro – ADN del alma

Primer baño – Corriente central vertical – Kimono

Año del Perro – Hermano menor – El séptimo día

Blasón – Honor de la casa – Tesoro escondido

Nombre de los ancestros – Pozos y pueblo – Kanjis

Canto de pájaro – Porcelana y repostería – Precauciones

Kaga Onsen – Barrio de los Médicos – La religión del baño

Medicinas – Oriente y Occidente – Kojiki

Infancia – Mundo flotante – Kendo

Primavera, verano – Fiestas y tradiciones – El número

Otoño, invierno – Fiestas y tradiciones – La magia del 8

Hakusan – Ginkgo y gusano de seda – Vocación

Meditación – Montaña sagrada – Revelación

Samurái – Cuerpo y alma – Armonía

Una pastelería en Tokio – Maestro y alumno – Regalo

Bomba atómica – Terremoto – Los pulsos

Teatro rakugo – Nuez de ginkgo– La risa

Tsujido – Mar y montaña – Testamento

Ise Jingû – Una casa humilde – El bonzo

Peregrinación – Morada de Amaterasu – Secret no secret

Aprender a conocerme (a ayudarme) a mí mismo

Notas

Bibliografía

Mi pequeña cinemateca

Agradecimientos

 

A mi queridísima Kyoko...

Y en memoria de su amada madre,

la escritora Yoko Mochizuki,

cuyo apellido significa

«luna llena»

Para todos los míos

 

Después de su paso por el país de Yomi,

dominio de la muerte y de la suciedad,

el dios Izanagi, despojándose de sus ropas, engendró

a las divinidades Yaso magatsuhi no kami y Ohomagatsuhi no kami,

divinidades encorvadas, malignas, a las que se enfrentaron

de inmediato Kamu nahobi no kami y Oho nahobi no kami, divinidades rectificadoras sanadoras.

«Crónicas de los hechos antiguos»1

ICÓMO EL JIN SHIN JYUTSU LLEGÓ A MÍ

Sopla hacia Yamato

el viento del oeste,

y las nubes se alejan.

Aunque, como esas nubes,

lejos estés, yo no te olvidaré.

Kojiki 1

Del cieloUn gran cairnRegalo

Al principio, hubo un drama.

Septiembre de 2002.

Me encontraba en mi jardín del Vercors cuando me dieron la noticia que trastocó mi vida. Estaba herborizando cuando sonó el teléfono.

Mi hermano se había caído.

Mi hermano menor yacía en el suelo sin vida.

Rotura de aneurisma.

Thierry estaba trabajando en su taller de maestro vidriero, en Bretaña. En un instante, se desplomó al pie de la mesa de trabajo, en medio de un ruido de vidrios rotos. Lo encontraron horas más tarde; la radio que había estado escuchando seguía sonando. Una semana antes habíamos estado juntos en ese mismo jardín de montaña. Con la ayuda de Victor y Rémi, sus hijos, había construido un cairn, un gran montículo de piedras calcáreas blancas, un cairn más alto que nosotros, con un trozo de hierro oxidado en forma de cruz en la cima que servía de percha para los pájaros.

Empezó el duelo.

Mi hermano y yo solo nos llevábamos dos años. Mis recuerdos de infancia estaban anegados de lágrimas, mis sueños de adolescente devastados por el sentimiento de rabia. Había perdido una parte de mí misma. Ya no sabía quién era en mi propia familia.

Vagaba confusa.

Entre lo visible y lo invisible.

Como en una película japonesa. Como en Viaje al más allá de Kiyoshi Kurosawa. Como en Los cuentos de la luna vaga después de la lluvia de Kenji Mizoguchi.

En octubre, mi amiga Danielle, que, un año antes, había perdido a su única hija, Mathilde, me llevó en Aviñón a ver a un doctor que la había ayudado. Ponía sus manos sobre el paciente durante una sesión de una hora. Me dejé hacer dos veces, sin preguntar nada. Salía de allí calmada, cada vez más. La tercera vez, confié mi temor al médico. Debía someterme a una mamografía de control quince días más tarde; el radiólogo tenía dudas.

La receta del doctor fue de lo más insólito.

«Fijaremos entre los dos una hora, un rato, en el que pueda usted aislarse. Se sujetará el dedo índice durante quince minutos estando atenta a su respiración. Hará esto todos los días, hasta nuestra próxima cita».

¡Sujetarme el dedo índice!

Sonreí, y lo hice.

No sonreía desde hacía semanas. Todos los días me sujetaba el índice. Todos los días sonreía por dentro. Sonreía pensando en el doctor que me había prescrito ese ejercicio. Me veía desde fuera y eso me hacía sonreír. La chica que se sujeta el dedo para mitigar los dolores de la vida… Sonreía imaginando la cara de todos aquellos a quienes era preferible que no se lo contara. Sonreía evocando el recuerdo de mi hermano; lo imaginaba burlándose él también de mí. Quince días más tarde, la radióloga sonrió al anunciarme que no tenía nada en el pecho.

¿Fue en ese momento cuando me di cuenta de que a los budas se les representaba sonriendo?

Era abril de 2003.

Acababa de hacer, sin saberlo, mi primer ejercicio de ayuda a uno mismo de jin shin jyutsu.

A finales de mayo de 2003, el doctor subió a París. Buscaba un lugar para pasar consulta; le presté mi despacho. A cambio, él recibió a mi sobrina.

Mélanie estaba muy deprimida. Después de aquella primera cita empezó a salir del pozo.

La periodista que hay en mí también empezaba a salir a la superficie: «¿No le cansa? ¿Dónde lo ha aprendido? ¿Es un don? ¿Cómo supo usted que tenía ese don?».

Patrick Nasica me respondió muy tranquilamente: «Lo que yo hago también puedes hacerlo tú». ¿Qué era lo que podía hacer yo también? ¿Curarme a mí misma?

Desde que era pequeña, mi cartilla sanitaria estaba bien provista. Había consultado a muchos médicos, tomado muchas medicinas, sufrido operaciones…

¿Curarme a mí misma?

Mi hermano menor había muerto de repente. Me parecía que lógicamente yo era la siguiente de la lista.

¿Ayudar a los demás?

El sufrimiento reinaba dentro de mi familia. Había mucho que hacer.

Pasaban los días; la tristeza continuaba. Estaba bloqueada en una actitud y, de pronto, después de una sola sesión, me había sentido más ligera, había recuperado las ganas de comer, de bromear con los míos, de trabajar en el jardín, de escribir. Algo se había movido en mí. «Lo que yo hago también puedes hacerlo tú». Esta frase resonaba ya en mi interior, veía en ella una promesa de consuelo. Sujetando un solo dedo, era posible iniciar el cambio, salir de un estado para entrar en otro. Era muy simple y estaba a mi disposición en todo momento, sin remedios, sin efectos secundarios. Esa simplicidad pertenecía al orden de lo maravilloso. La persona que me había dicho «Sujétese el dedo índice» debía de tener acceso a algunos secretos de la naturaleza. Se ofrecía a compartirlos conmigo. Yo quería saber más. Quería saberlo todo. Mi curiosidad aumentaba por momentos.

Unos días más tarde, llamé a la puerta de la Asociación de Jin Shin Jyutsu de Francia. Como en Japón, me quité los zapatos para caminar sobre el tatami de Nathalie Max. La especialista me explicó escuetamente que el jin shin jyutsu era un arte de armonización de las energías de origen japonés. Se aprende en cursos de cinco días, o en cursos más cortos de práctica de autoayuda. El jin shin jyutsu es «aprender a conocerse a uno mismo», algo que no tiene fin. Esta vez, lo que retuve, sobre todo, de nuestro encuentro fue que el hombre a quien se debía el jin shin jyutsu —cuyo nombre yo ni siquiera conseguía pronunciar— era el maestro Jiro Murai.

El maestro había nacido en Japón a finales del siglo XIX. Proveniente de una larga saga de médicos, había decidido elegir otro camino cuando cayó gravemente enfermo. A los veintiséis años, sabiéndose desahuciado, pidió que le llevaran a la montaña para esperar la llegada de la muerte. Allí meditó, ayunó y practicó los mudras. Al cabo de ocho días, para gran asombro de todos, salió de su retiro curado por completo. Entonces decidió dedicar su vida a la investigación de este arte de curación que él bautizó como jin shin jyutsu.

Me llegó el momento de regresar a la montaña y de reencontrarme con el jardín en el que me había enterado de la muerte de mi hermano, el jardín en el que Thierry había dejado su gran cairn de piedras. Volví a ver a mi hermano transportando las piedras en una carretilla, disponiéndolas para que se mantuvieran juntas, apartándose para examinar su trabajo. Thierry era un constructor, y ese cairn lo encarnaba ahora totalmente. Me sentía impaciente por volver a encontrarme ante ese rastro de él en mi casa.

El cairn estaba destrozado.

El hielo había provocado el derrumbe.

Las piedras yacían desordenadas en el suelo. ¿Qué debía hacer con ellas? ¿Moverlas? ¿Sacarlas del jardín? ¿Deshacerme de ellas?

Imaginé un jardín de piedras, como en Japón. Las piedras no se mantenían en vertical, de modo que las dispondría en horizontal. Ocuparían un círculo en el lugar donde se alzaba el cairn. Esta transformación me produjo una alegría inmensa. El cairn no había desaparecido; había cambiado de forma. Este jardín ilumina ahora la vegetación como una gran luna blanca. Cuando contemplo mi jardín de piedras en los días de bruma, vuelvo a ver el cairn de mi hermano.

De la naturalezaEl tiempo que dura una respiraciónLas manos

No necesitaba nada para practicar el jin shin jyutsu; solo mis manos. ¡La derecha y la izquierda! Siempre las había considerado pequeñas y sin ningún atractivo, incapaces de tocar el piano o de dibujar con talento. El maestro Jiro decía que eran mis aliadas más seguras. Aquel verano de 2003 conocí mis manos. Cada una de ellas tenía cinco dedos, una palma y un dorso. Sujetaba mi dedo índice y oía mi corazón latir en mi dedo, cerraba los ojos y sentía activarse un fluido bajo la piel, me concentraba en mi respiración, y el fluido corría por todo mi cuerpo. Ya no me sentía completamente perdida; tenía el medio de conectarme conmigo misma. Me hacía cargo de mí misma. Al principio, comprendí que cada dedo encarnaba una actitud vital. Sujetándome el dedo índice trataba el miedo; el dedo del corazón, la ira; el anular, la tristeza; el meñique, la pretensión; y el pulgar, la preocupación. De bebé, me chupaba el dedo pulgar con fervor (¿tan preocupada estaba?). Cuando viajaba en tren o en autobús, en el cine o delante del televisor, me sujetaba los dedos. Al cabo de una hora me sentía como si saliera de darme un largo baño en un onsen1, lavada, purificada, calmada. Me maravillaba descubrir que podía bastarme a mí misma. La muerte de mi hermano me había lanzado al vacío, pero la naturaleza, que tiene horror al vacío, me había dado el jin shin jyutsu. Si me hubieran dicho que iba a tener que estudiar varios años antes de poder practicar, lo habría dejado de lado. La felicidad de empezar así, en el momento, me había conquistado. No hacía falta tener material alguno, ni hacer ningún esfuerzo físico, ni aprender nada. El jin shin jyutsu era para mí. Su deliciosa simplicidad era fuente de alegría. Mis dedos me hacían compañía. Thierry y yo habíamos hecho moldes de tierra con las manos, y yo conservaba uno de ellos y lo utilizaba como pisapapeles. Nos divertíamos trazando el contorno de nuestras manos para compararlas mejor, las suyas anchas, grandes, seguras de sí mismas; las mías solo buenas para rezar. Desde la época en que éramos estudiantes, él de Bellas Artes, y yo, en la Facultad de Letras, nos gustaba compartir nuestros descubrimientos. Él me descubrió a Alberto Durero, sus estudios sobre las manos. Me regaló una reproducción de Manos orando, un dibujo a pluma y tinta sobre papel azul que el artista había titulado, en un primer momento, Manos. Yo lo miraba constantemente. En esas manos se encuentra todo el amor, la gratitud y la compasión del mundo. Manos orando recuerda el papel esencial que la gestualidad tiene en todas las religiones. Unir las manos es ponerse en posición para equilibrar la relación entre el alma y el cuerpo.

Cada parte de la mano rige unos órganos que corresponden a unas actitudes.

Mi hermano tenía unas manos de oro, decíamos en mi familia. Pintaba, dibujaba, tallaba la piedra, hacía vidrieras ensamblando vidrio, construyó su casa.

Habíamos sido educados en la religión católica. De la vida de Jesús yo me había quedado con que era sanador y ponía las manos para hacer milagros. Jiro Murai decía que en cada uno de nosotros hay un sanador. Yo no sabía nada del jin shin jyutsu; solo sentía que era algo bello, grande y justo, y que formaba parte de mí.

El primer libro de jin shin jyutsu que tuve entre mis manos tenía por título Jin Shin Jyutsu Es, y por subtítulo, Aprender a conocerme (a ayudarme) a mí mismo. Arte de vivir 2.

Cuando tenía un bajón, me sentaba sobre mis manos.

Cuando me dolía la cabeza, la cogía entre mis manos.

Cuando me costaba respirar, colocaba mis manos a la altura de los codos.

Cuando me costaba digerir, me ponía una mano en la mejilla y la otra en la clavícula del mismo lado.

Cuando necesitaba consuelo, me abrazaba, con las manos debajo de las axilas, y hacía treinta y seis respiraciones.

Sé tu propio testimonio, dice el jin shin jyutsu. Practicaba, experimentaba, me sentía mejor.

En un avión, a una pasajera que temblaba de miedo me gustó murmurarle: «¡Sujétese el dedo índice!». A mis padres, abrumados por la tristeza, me gustó recordarles al despedirme de ellos: «¡No olvidéis sujetaros el dedo anular!». A Pascal, un vagabundo con el que me solía encontrar, me agradó aconsejarle: «¡Debería sujetarse el dedo pulgar todos los días durante una hora!».

¡Era tan fácil! ¡Demasiado fácil! ¿De dónde lo había sacado? ¿De un cuento para niños como los que yo escribía?

El jin shin jyutsu consistía, por tanto, en las manos y la respiración. La respiración ya la conocía. Había practicado yoga, había fumado. Había practicado yoga para dejar de fumar. Sobre todo, había sido una gran asmática. Sabía lo que era la falta de aliento, la opresión en el pecho, vivir en apnea por falta de aire; sabía desde siempre lo que significaba respirar. Inspirar y espirar profundamente era un deporte para mí.

Colocaba las manos. Respiraba. Mi cuerpo respondía con gorgoteos. Eso me producía alegría. Era simple como un haiku, esa forma poética japonesa que asocia la naturaleza con la emoción, el tiempo que dura una respiración. El poeta dice: «El haiku es».Jiro Murai dice: «El jin shin jyutsu es».

En la punta de una hierba

ante la infinidad celeste

una hormiga

Hosai3

El jin shin jyutsu nos ayudó a superar la barrera del primer aniversario de la muerte de mi hermano. Mis padres lloraban, se tumbaban, yo les ponía las manos, llorábamos juntos. No había recibido ninguna enseñanza, pero nunca tuve miedo de hacerlo mal. Para el maestro Jiro Murai, el jin shin jyutsu es un arte sin esfuerzo. Practicaba con la conciencia de que yo poseía ese arte, no podía equivocarme. Desde entonces he recibido cientos de sesiones y he asistido a numerosos cursos, pero me gusta rememorar aquel momento de inocencia en el que ya estaba contenido el viaje que iba a emprender.

1 Las termas de Japón.

Del universoIrrupción de lo efímeroEquilibrio

En aquella época recibí regularmente sesiones de la practicante e instructora Nathalie Max. Unas veces me quedaba dormida después en el futón y otras me iba a echar la siesta al cine que había debajo de su consulta. Aprendí que era necesario tener energía para dormir. Iba allí a recargarme. De una cita a otra, me sentía más relajada, menos angustiada, calmada. En noviembre de 2003, participé en mi primer curso de cinco días. El instructor era el norteamericano Wayne Hackett. Formado en Ciencias y en Odontología, había conocido el jin shin jyutsu a través de Mary Burmeister. Descubrí por primera vez los retratos del maestro Jiro Murai y de su discípula, dos iconos pegados el uno al otro. Mary era nipoamericana y había conocido al maestro en Tokio justo después de la guerra, cuando formaba parte de las tropas de ocupación de MacArthur. «¿Quiere llevar un regalo a Occidente?», le preguntó Jiro Murai. Estudió con él hasta su muerte, en 1960, antes de dedicar su vida a desarrollar y a dar a conocer el jin shin jyutsu en los Estados Unidos y por todo el mundo.

«No es necesario comprenderlo todo. Más vale ir pasoa paso»4, dijo Mary. Sabía de qué hablaba. Al final del primer curso, me sentía con el estado de ánimo de un senderista al pie del monte Fuji (3776 m). Como la montaña sagrada, el jin shin jyutsu se alzaba ante mí tan bello, tan vasto y tan misterioso que me atraía de una forma irresistible. Sin saber si alcanzaría algún día la cima, me eché a caminar por el sendero, junto a los demás, humildemente. De esto hace quince años. Desde entonces, he dejado de contemplar la cima. Admiro la montaña, contemplo la vista, acaricio el tronco de un árbol milenario, respiro el aroma de una flor, estudio las huellas de un animal, añado mi piedra al mojón que señala el camino. Escribo mi diario de viaje, comparto mis experiencias con los que tienen curiosidad.

La enseñanza está contenida en dos manuales, llamados Texto I y Texto II, que te proporcionan en el primer curso, de cinco días. Cuando uno los hojea, ve pocas palabras; sobre todo, hay dibujos del cuerpo con trazados, cartografías, que, de un punto a otro, indican dónde colocar las manos para activar un flujo de energía. En cada lado del cuerpo, hay veintiséis pasos, llamados «cerraduras energéticas de seguridad». Al igual que un torii perdido en la selva milenaria anuncia la presencia de un santuario, cada cerradura, designada con un número, es una puerta del cuerpo, y cada puerta ofrece el relato de un trayecto de la energía diferente según dé acceso a la primera o a la sexta profundidad, según se aborde con una perspectiva física o emocional.

El estudio de los pulsos es lo que permite elegir la ruta a tomar. En jin shin jyutsu, siempre se repite el mismo currículo; solo se cambia de nivel de conciencia, o de instructor. Hombres o mujeres, jóvenes o mayores, los alumnos vienen de todas partes después de sufrir una prueba o de una larga enfermedad, porque son terapeutas o porque desean simplemente curar a los suyos. Los instructores tienen enfoques muy diferentes según su nacionalidad, su formación o su cultura: científica, filosófica o artística. Cada uno tiene su llave: la medicina, la numerología, la astrología, el cuerpo en movimiento, la Biblia, la cábala o la mitología sintoísta. En el curso, hay que practicar y recibir el arte del jin shin jyutsu varias veces al día.

Basado en los dibujos de Jiro Murai, tomado del libro de Haruki Kato5.

Desde las más antiguas tradiciones hasta la física moderna, el hombre se pregunta sobre sí mismo. Esta curiosidad lo ha llevado a escribir historias. El arte del jin shin jyutsu es una de esas historias; cuenta el viaje de la energía, su transformación y su densificación, desde la creación del universo hasta la forma terrestre, lo que Mary Burmeister llamaba «el estudio de las profundidades». Las profundidades son las cualidades, las esencias que constituyen al ser humano. Estos mimbres son comunes a todos, pero el tejido emocional de «quien yo soy» es único. El relato que reconstruye el trayecto descendente de la no forma a la forma puede ser interpretado como «la decisión del alma de encarnarse». Matthias Roth escribe: «El aterrizaje continúa más allá del nacimiento… En cada momento, se decide de nuevo “cuánto de mí” se arriesga al viaje de la vida y por consiguiente de mi cuerpo. Cuantas más cosas se abandonan en el viaje, más son habitados mi cuerpo y mi vida6».En la cuenta atrás de las profundidades, la novena profundidad se considera la más lejana. Es el abismo original, el lugar de todo potencial, donde no hay ni espacio ni tiempo, lo que Matthias Roth llama «la vastedad». De pronto, hay algo, la energía se concentra en un punto, es la octava profundidad, el comienzo. Desde la octava profundidad, la energía constantemente renovada se esparce con una increíble fuerza y crea el sol en la séptima profundidad. La séptima profundidad es constante, es la vitalidad original. Esta luz, esta chispa de vida, es lo que anima el cuerpo físico. La energía que desciende al cuerpo y se densifica de la sexta a la primera profundidad es responsable del equilibrio de las funciones orgánicas y revela ese maravilloso vínculo del hombre con el universo. La séptima profundidad, la chispa del sol, penetra en el cuerpo a la altura de las cervicales. Las cervicales forman una estrella de seis puntas. Saturno gobierna la primera profundidad (la cervical 1); es la causa primera. Heme aquí. Me tengo. Los órganos asociados son el estómago y el bazo. La primera profundidad se activa sujetándose uno el pulgar. Venus gobierna la segunda profundidad (C5); es la inteligencia que ilumina, la sabiduría, el amor. Puedo acoger a otra persona. Tú estás ahí. Los órganos de la segunda profundidad son el pulmón y el colon. La segunda profundidad se activa sujetándose uno el anular. Júpiter gobierna la tercera profundidad (C2); es la que relaciona, la comprensión, la puerta giratoria. Los órganos de la tercera profundidad son el hígado y la vesícula biliar. La tercera profundidad se activa sujetándose uno el dedo de en medio. Mercurio gobierna la cuarta profundidad (C6): tengo un destino. Estoy en expansión, me desarrollo. Los órganos de la cuarta profundidad son la vejiga y el riñón. La cuarta profundidad se activa sujetándose uno el dedo índice. Marte gobierna la quinta profundidad (C3). He aquí quien soy. Tengo la posibilidad de ir donde quiera. Los órganos de la quinta profundidad son el corazón y el intestino delgado. La quinta profundidad se activa sujetándose uno el dedo meñique. La Luna gobierna la sexta profundidad (C7). La sexta profundidad dice: estoy en perfecta armonía, en equilibrio. Soy la fuerza tranquila. Los órganos de la sexta profundidad son el ombligo y el diafragma. La sexta profundidad se activa sujetándose uno la palma de la mano.

En este relato, el cuerpo es un receptáculo en el que la energía confluye. No es la fuente de energía, ni una fuente de producción de energía. Quien practica la sesión canaliza la circulación de la energía universal y coloca sus manos sobre las cerraduras energéticas de seguridad del receptor, las cuales actúan como unos cables de batería, le gustaba decir a Mary Burmeister. Esta energía revitalizará todo el cuerpo. El practicante no ha de querer nada, lo cual es difícil; permite la realización de algo bueno para su cliente trabajando la profundidad de la fuerza. Aunque no ignora los síntomas, no trata la enfermedad; armoniza el esquema energético en su funcionamiento físico y emocional. Le ayuda a vivir su camino. Esta historia se puede creer o no —quizá nada de eso exista—; sin embargo, si se siguen los principios del jin shin jyutsu, se suelen conseguir resultados sorprendentes.

La práctica de este arte de la felicidad, de la longevidad y de la benevolencia se transmitió en Japón de generación en generación durante muchos siglos, hasta caer en el olvido. En el culto sintoísta, todavía celebrado, reencontramos la historia de la energía, personificada en los mitos. En Ise Jingû, me incliné con otros cientos de peregrinos ante el templo dedicado a la diosa Amaterasu (el sol), ancestro de la familia imperial; en Shingu, subí los quinientos treinta y ocho escalones del monte Gongen para tocar la roca de los dioses, allí donde Izanami e Izanagi, los padres de Amaterasu, bajaron a la tierra; en los caminos de Kumano bebí el agua de Nachi-san, la cascada sagrada, la más imponente del archipiélago, la fuente por excelencia.

En el jin shin jyutsu, no se habla de enfermedad, sino de proyecto. La enfermedad es una etiqueta. Sin embargo, de treinta mil personas que tuvieran la misma etiqueta, no habría dos con el mismo estado energético. El proyecto se debe a un desequilibrio en la circulación de la energía. «Nunca necesitamos conocer la fatiga —dice Mary Burmeister—. La energía nunca puede cansar. Es nuestro desequilibrio personal lo que causa la fatiga7». Detrás de cualquier desequilibrio, está la memoria de la energía universal, la energía de la vida más allá de la forma. La energía puede ayudar a reparar, armonizándose, el caos que la energía ha causado en el cuerpo al estancarse, al invertirse, al dividirse.

El jin shin jyutsu forma parte de mí como un arte de vivir, como una segunda lengua. Me enseña a conocerme a mí mismo. Me ayuda a liberarme de mis temores. Vuelve visible lo invisible. Gracias a este arte de compasión, puedo estar ahí, simplemente, y acompañar al que sufre, al desconocido que se ha desmayado delante de mí en la calle y a quien he sujetado el anular hasta la llegada de los bomberos. A un familiar cercano que se encontraba en coma le di conversación durante una hora sujetándole los dedos gordos del pie. A una amiga a la que estaban dando quimio le sujeté las pantorrillas. Ante alguien fuera de sí, en lugar de contestarle, le así mentalmente el dedo corazón. A un niño desesperado le mostré cómo abrazarse a sí mismo y mimarse.

El jin shin jyutsu dice que la vida es un viaje que permite experimentar de forma consciente un estado del ser. Solo con el propósito se puede modificar el curso del destino.

Cuando se viaja, la mirada de un desconocido que pasa, una palabra que flota en el aire, un gesto anodino; cualquier nimiedad da sentido, cualquier nimiedad transforma al viajero. ¡Sujétate el índice!

IILA LLAVE DE LA ARMONÍA

¡Ah, mi Yamato!

Tus montes en cadena,

cual verdes vallas

te guardan como a un nido.

¡Yamato hermoso!

Kojiki 1

JapónPlaneta desconocidoLa puerta

Cuando desembarqué en Japón por primera vez, experimenté una sensación única, una felicidad incomparable. Fue una experiencia sin igual. Durante unas horas, floté en un intervalo secreto del tiempo, en el vacío, la nada, la impermanencia. Mi maleta era ridículamente grande para la habitación en la que vivía; los zapatos, de cordones, inapropiados para ese mundo donde había que descalzarse constantemente; mi cerebro estaba lleno de datos prácticos, culturales, intelectuales, que no me eran de ninguna utilidad. Allí, era una analfabeta, una inculta y una maleducada, y además estaba desorientada. Allí no poseía los códigos y no podía fingir nada. Allí, por primera vez en mi vida, no tenía ningún miedo de no entender. Allí me dejaba llevar. En ningún lugar del mundo me he sentido tan ligera, tan libre en mis intuiciones, tan disponible a la poesía de la vida. A mi marido y a mí nos habían invitado como escritores. No teníamos más que dejarnos llevar. Ese país era completamente desconocido para nosotros y nos sentíamos bien en él. Nos gustaba todo, el olor del tatami, los vapores de los baños, los colores de los bentos2 y los obis de los kimonos.

El viaje terminó con una estancia de tres días en Kioto. Nuestro guía, el señor Abe, llevaba tupé y sonreía todo el tiempo. Con él, recorrimos la ciudad, llevados por taxistas enguantados de blanco. De todos los templos que visitamos, de todos los puentes que atravesamos, de todos los jardines que contemplamos, solo el jardín de piedras de Ryoan-Ji ha dejado en mi memoria una huella indeleble. Obra maestra de la cultura zen, según las guías, el jardín fue construido a finales del siglo xv. Quince piedras instaladas de este a oeste, en grupos de cinco, de dos, y luego de tres, simbolizan las montañas y flotan sobre un lecho de arena blanca que representa el océano. Me gustó contar y volver a contar las piedras, perderme en los números, dibujarlas con su sombra, me gustó seguir las líneas trazadas por el rastrillo del cura-jardinero como ondas en el agua, me gustó oír que Ryoan-Ji significaba «templo del dragón apacible». Me gustó abrir un espacio en mi imaginación en el que colocar ese jardín de meditación. Nos quedamos un buen rato tratando de comprender la disposición de las piedras sobre la grava. Al final de la visita, el señor Abe dijo: «¡Vayamos a mi casa a tomar el té!».

Nos habían invitado a una casa particular (¡qué privilegio! ). La casa no tenía nada de especial; era un pabellón modesto, amueblado a lo occidental. Me atrajo de inmediato el altar que había al fondo del salón. Sobre una consola, alrededor de una urna, estaban reunidas varias divinidades, entre las que identifiqué a Buda y a la Virgen María. Me quedé durante un rato viendo quemarse el incienso, y el señor Abe dijo: «Es mi esposa. ¡Falleció el 5 de septiembre!».

Me dio un vuelco el corazón: mi hermano también había fallecido en esa fecha. El señor Abe sirvió el té, conversamos de todo un poco. Él solo había estado una vez en Francia y se había alojado en un monasterio de la zona de Montpellier. Entonces le pregunté: «¿Fue con esos monjes que tienen voto de silencio con quien aprendió tan bien el francés?». Se rio. Se levantó y sacó de un mueble una caja cuadrada lacada, y después una segunda.

«Voy a hacerle un regalo», me dijo.

Cada caja contenía hojas de papel, cientos de ellas. Las hojas de la caja de la derecha estaban escritas con kanjis, y las de la izquierda, con alfabeto latino. El señor Abe nos preguntó nuestras fechas de nacimiento y nos regaló sendas hojas, una con la fecha del 1 de diciembre para Daniel, y otra con la del 27 de abril para mí. En la hoja que se podía descifrar estaba escrito el avemaría. Me fijé en una tachadura sobre la palabra «vientre» y me emocionó mucho. «¿Y en la otra hoja qué hay escrito?». «Una plegaria budista», respondió el señor Abe.

Yo tenía todos los sentidos alertas. Seguí preguntando: «¿Escribe usted esas oraciones todos los días?». El señor Abe me explicó entonces que se levantaba a las 4:00 de la mañana, que se sentaba a su mesa para escribir la oración budista y, después, el avemaría. Cuando acababa, pronunciaba cada una de las oraciones en voz alta, en una sola exhalación, después tomaba su primer té del día. Me sentía exultante; por fin iba a tener acceso al territorio espiritual al que aspiraba acceder desde que murió Thierry.

Llegaron las preguntas: «¿Desde cuándo hace usted esto? ¿Desde su estancia en el monasterio? ¿Desde la enfermedad de la señora Abe? ¿Por qué lo hace? ¿Por qué el avemaría y esta oración budista? ¿Cuántas cajas tiene usted? ¿Es una tradición japonesa?».

El señor Abe lo oyó todo plácidamente, se quedó durante un momento en silencio y luego, observándonos con atención, dijo: «Empecé a seguir este ritual hace cuatro años».

¡Hacía cuatro años! Pero ¿por qué? ¿Qué había pasado?

En la casita de Kioto, ante el altar con las divinidades y la urna que contenía las cenizas de la señora Abe, el señor Abe, ante todas estas preguntas, guardó silencio. Estábamos pendientes de sus labios, yo acechaba impaciente el momento en el que de su boca saliera la revelación, la que sería para mí como un candil en mi búsqueda espiritual. Después de varios sorbos de té, cuando por fin accedió a retomar la palabra, el señor Abe me miró a los ojos y, muy claramente, dijo: «¡Hago esto desde que dejé de fumar!». No era en absoluto la respuesta que yo esperaba. Pero ¿cuál habría sido esa respuesta? El señor Abe había dejado de fumar; yo también. Sabía lo difícil que había sido. Escribir las oraciones y recitarlas en voz alta, ¿por qué no? Esta respuesta sonaba en mi cabeza como una falla corre en la corteza terrestre. Era evidente que el japonés había querido dar una lección a la occidental que creía que toda pregunta tenía su respuesta.

Al volver a Francia, me gustaba contar la anécdota. Reflejaba todo lo que nos separa a Occidente de Oriente en cuanto al pensamiento.

Pasaron los meses y, en el verano del año siguiente, recibimos la visita de un amigo del señor Abe. Le había hablado sobre los días que habíamos pasado en Kioto. Supimos que el señor Abe nos había invitado a su casa porque le habíamos llamado la atención. Nunca se había cruzado con nadie como nosotros. ¿Turistas como nosotros? Unos extranjeros que, al descubrir esos lugares únicos a los que él nos había llevado, no habían hecho ninguna foto. Para el señor Abe, éramos un enigma. Tras la muerte de mi hermano, sin ser consciente de ello, yo había dejado de hacer fotos. Daniel tampoco las hacía.