La luz de mi vida - Luz Milagros Moreno Guzmán - E-Book

La luz de mi vida E-Book

Luz Milagros Moreno Guzmán

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Beschreibung

La luz de mi vida es el relato íntimo y conmovedor de una mujer increíblemente fuerte en sus fragilidades, que con valentía extrema pone al descubierto su historia y su alma, rememorando las etapas más importantes de su vida, desde el maltrato físico y psicológico hasta la enfermedad mental que casi le cuesta la vida. Su historia la forjó en la mujer, la madre y el ser humano que es hoy en día, capaz de mirar hacia atrás para abordar el futuro. Luz, con este libro, desea convertirse en la voz de miles de personas que sufren en silencio la enfermedad mental y la depresión de un modo u otro. Busca ser con su relato, una luz de esperanza al final del oscuro túnel. La vida es maravillosa si se toma uno la molestia de vivirla al máximo; lo importante es no dejar que la llama de nuestra existencia se apague…

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Luz Milagros Moreno Guzmán

 

 

 

La luz de mi vida

 

 

 

© 2023 Europa Ediciones | Madrid www.grupoeditorialeuropa.es

Curador: Yessica Hernández

ISBN 9791220138499

I edición: Mayo de 2023

Depósito legal: M-12572-2023

Distribuidor para las librerías: CAL Málaga S.L.

 

Impreso para Italia por Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

Stampato in Italia presso Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La luz de mi vida

PRÓLOGO

Toda una vida

Estaba sentada en mi pupitre hace ya casi una eternidad, cuando la monja expuso para trabajar con ello la parábola de los talentos, en ella un Dios todopoderoso daba a tres de sus siervos una serie de Talentos según sus capacidades, a uno le dio cinco, a otro dos y al último le dio un solo talento. La monja nos explicó como cada uno obró y trabajó con dichos talentos duplicando los resultados excepto al que solo le dio uno, el cual lo enterró para que quedara intacto. Cuando la monja relató estos hechos yo pensé, pues lo mejor es lo que ha hecho el último, el Señor vendrá y verá que ese talento he sido capaz de entregárselo tal y como lo recibió pero, en realidad, ese Dios todopoderoso se enfadó muchísimo con este último por ser perezoso, por no haber producido intereses, por no poder recoger donde no sembró y, en definitiva, por no ser fructífero; y ese talento fue entregado al que supo duplicar en diez talentos los cinco que le fueron entregados...

Esto me estuvo mortificando durante un tiempo, no sé si porque pensé que Dios debiera ser un jefe mucho más empático (aunque entonces no sabía lo que significaba eso), o por ese pobre siervo que lo único que hizo es ser obediente y guardar con afán aquello que se le había entregado, sea lo que fuere, no había hecho nada malo, yo tenía que ser el siervo que había conseguido duplicar mis talentos y añadir uno más.

Y así he trabajado durante gran parte de mi vida, con esfuerzo y dedicación. La vida me ha enseñado mucho más que eso: que no siempre se recoge lo que se siembra y que en realidad algunos sí recogen aun sin haber sembrado. Que la vida no suele ser muy empática (ahora si sé lo que significa), y que nuestro entorno está rodeado muchas veces de ese tipo de Dios; que el esfuerzo está valorado en lo que tú eres capaz de producir y de entregar sin pensar en lo que realmente quieres.

Pero si hay algo que realmente hay que realzar de todo ello es que: independientemente de lo que la vida te traiga, de los talentos que uno tenga, del Karma, destino o zodiaco al que uno pertenezca, es muy importante tu actitud, la forma como tú te enfrentas a ello y como eres capaz o no de superarlo porque, aunque el resultado sea el mismo, aunque haya multitud de factores que tu no puedas dominar, el hecho de mirar de frente, de volverse a levantar, de tomarse la vida como lo que realmente ha de ser un caminito que recorrer en el que hoy llueve y mañana sale el sol y de cantar cuando llueve y llorar cuando haga sol.

8

Y así, andando por ese caminito y con todas esas cosas que la vida a veces te regala, llegó a la mía la Luz, una luz en forma de Milagro que primero fue muy pequeñito, para luego convertirse en algo con lo que te es muy difícil no seguir viviendo.

Tú eres esa Actitud que todo el mundo debería tener ante la vida, que te reconstruyes con cada pasito que tomas y que lo haces con esa sonrisa y fantasía… Solo quiero desearte que esa Luz siempre te acompañe y que a través de esta nueva aventura ilumines a todo aquel que desee incluirse en este Universo tuyo.

María José Moreno

      

Aferro fuerte mis manos a la barandilla del balcón mientras miro fijamente la luna; no sé si tengo el valor suficiente para hacer lo que realmente pienso y siento, noto los nudillos de las manos de color blanquecino, que se agarran temblando a la fría piedra. No pienso en nada, solo quiero acabar con todo, que la horrible pesadilla que inunda mi alma y mi corazón deje de martillear el acostumbrado soniquete de la desdicha.

Alzo la pierna por encima de la marquesina de la balaustrada con medio cuerpo ya fuera de la ventana, miro al cielo y le pido perdón a Dios por lo que estoy dispuesta hacer. La desesperación y un vacío enorme oscurecen mi pecho, aun así la claridad inunda mis sentidos, el mundo será un lugar mejor sin mí cuando todo termine. Será rápido, no será doloroso, todo acabará en un segundo.

A lo lejos, puedo ver ya el rostro de mi madre llorando, de las personas que de verdad me quisieron, pienso en mi profundo silencio: ¿Llorará por mí aquel que me ha hecho tanto daño? ¿Notará mi ausencia el ser, por el que me encuentro en esta situación?

Solo necesito un impulso más y el sueño eterno vendrá por mí con su abrigo dorado. Despego lentamente mi cuerpo de la barandilla, sostenido únicamente por la fuerza de mis brazos. Balanceo lentamente mi cuerpo hacia delante, cuando en mi subconsciente dormido, siento la voz de mi hijo que está durmiendo plácidamente.

 

–¡Mamá, no lo hagas!; ¿Quién me contará la verdad de la vida? ¿Quién me instruirá sobre la historia de nuestra familia si tú no estás? Eres mi madre, nadie puede ocupar ese lugar más que tú, eres insustituible.

Otra voz, entre la bruma, se entremezcla con la de mi niño, una voz de hombre.

–Vive, nadie merece esta atención, siempre hay algo por lo que luchar, siempre algo por lo que amar, tu hijo te necesita, vive para ver que te espera del día nuevo. Solo un poco más, debo soltar las manos, solo un segundo para ver mi vida pasar como en una cámara fotográfica.

3… 2… 1…

      

Nacimiento

«La fuerza de una madre es más grande que las leyes de la naturaleza».

(Bárbara Kingsolver)

Siendo esta, la historia de mi vida, me gustaría empezarla desde el principio y con las personas que me dieron la vida.

Irene Némirovsky decía: «No se puede ser infeliz cuando se tiene esto: el olor del mar, la arena bajo los dedos, el aire, el viento…», y San Sebastián donde mis padres empezaron su aventura juntos, lo tenían todo.

Mi Madre se mudó a ese lugar a los veinticuatro años y se quedó 14 años. Allí crecieron mis hermanos, con el olor del mar que te despierta en la mañana, con el canto de las gaviotas y los pinos marítimos. Con sus frondas que bailan cada vez que el aire juega y corre entre ellas. Tal como sucede en las ciudades de mar, donde el viento acaricia dulcemente los árboles.

San Sebastián puede encantar a quien ha tenido la suerte de conocerla con ese mar que te hace sentir parte de él y, al mismo tiempo, de algo más profundo. Como si tuviese el poder de calmar todos los males o casi, es uno de esos lugares que parecen existir sólo gracias a la mano de algún artista divino.

En ese tiempo, mis padres tenían una relación muy hermosa y estaban muy enamorados.

Tenían ya dos hijos, mi hermana que nació un año después de la boda y luego, al año siguiente, mi hermano.

La vida podía parecer una fábula que se desliza suave sobre las olas. Sin embargo, llega un momento en el que incluso la ola más hermosa choca con una roca y es en ese momento que parece el fin, cuando solo queda esa espuma blanca que la ola tiene que regresar y renacer en el mar.

Desde pequeña, mi madre tuvo serios problemas de salud que empezaron por una infección de sarampión que la llevó a tener neumonía y poco después una enfermedad del corazón en una válvula, la válvula Mitral.

No fue hasta el primer embarazo que los médicos se dieron cuenta de que el corazón de mi mamá tenía esa patología. Una válvula tan pequeña y, sin embargo, capaz de amenazar su vida si ella se atrevía a vivir algo bastante intenso para esforzarla demasiado, algo como un embarazo.

Aunque los médicos siempre intentaron convencer a mi madre de que abortar hubiera sido la mejor solución, de que su corazón no tenía bastante fuerza para soportar ese esfuerzo inmenso que es donar la vida a otro ser viviente, mi madre enfrentó con valentía cada uno de sus embarazos, llevándose meses en el hospital incluso cuando nací yo, en 1984.

Si ustedes que están leyendo este libro han tenido un bebé, creo que no es necesario describir la cantidad de dolor que sientes durante el parto. Cuando das a luz, te das cuenta de que tienes músculos en tu cuerpo que ni sabías que existían. Te prometes que nunca más vas a pasar por eso, qué cuando atrapes al papá del niño lo vas a destrozar… pero cuando ves a tu bebé, todo lo demás se te olvida y el dolor no tiene importancia. La vida misma cambia de perspectiva porque por primera vez o por segunda, tercera vez tu corazón no va a estar por entero dentro de tu pecho... lo abrazas y sientes un amor que nunca probaste en tu vida, un amor tan fuerte que te hace sentir que el mundo puede ser extraordinario y que siempre hay una buena razón para luchar.

La maravilla de dar a la luz un hijo es indescriptible, como indescriptible es también el dolor que llega cuando, al final de la agonía del parto, no hay un bebe en tus brazos, no hay esos dedos tan pequeños que exploran tu piel, un pedazo de tu corazón ya no está dentro de ti y, esa vez, no lo encontraras en los ojos de una maravillosa criatura.

Antes de que yo naciera, mi mamá tuvo dos abortos, dos de los eventos más fuertes y traumáticos que una persona puede vivir.

Abortar no es algo que se pueda describir muy bien con palabras, no es el contrario de dar luz en la misma manera que la oscuridad no es el contrario.

La oscuridad simplemente es una ausencia de luz y por eso, podemos decir que un lugar es oscuro cuando le faltan los rayos que lo iluminan; el aborto no es ausencia, es algo presente, muy presente, fuerte y duele, duele física y emocionalmente porque todas las expectativas, todo el deseo que tenías de conocer por fin a tu hijo o tu hija, todo el deseo que tenías de abrazarlo y besarlo, todo eso desaparece en un segundo. Puede ser que nunca viste ese niño o esa niña, pero ya lo amabas, lo amabas tan intensamente que tienes la sensación de que perdiste la cosa más preciosa de tu vida.

Por la situación médica de mi madre, los doctores en San Sebastián le habrían provocado un aborto cada vez que ella hubiese quedado embarazada. Y por los medicamentos que ella utilizaba tras sus cirugías, ella no podía usar anticonceptivos, además que ella se quedaba embarazada con facilidad. Esto llevó a mi madre y a mi padre a tomar la difícil decisión de dejar San Sebastián, puesto que ellos deseaban con todas sus fuerzas tener más hijos y mudarse al sur de España en el pueblo donde mi madre creció, donde vivían sus padres y donde ella todavía vive, un pequeño pueblo de Cáceres llamado Arroyo de la Luz. De esa forma, si ella se quedaba embarazada, no le provocarían un aborto. Mi madre no quería volver a su pueblo, no quería abandonar San Sebastián, estaba ya acostumbrada a la gran ciudad, al mar y a las posibilidades que esta le proporcionaba. Por eso, para ella supuso un auténtico martirio dejar esa vida y regresar aquel pueblo, que en esos años ochenta, todavía estaba algo más atrasado.

En esa época mis hermanos tenían 12 y 13 años y sus vidas eran tranquilas, llena de paseos, de tardes jugando en la calle el Royo o visitando la Ermita de nuestra señora de la Luz dedicada a la patrona de mi pueblo. Un edificio en medio de la dehesa boyal rodeado de hermosas encinas o el Día de la Luz, viendo la Carrera de los Caballos, una fiesta que cada año atrae a turistas de toda la región.

Todo parecía fluir sin eventos especiales, hasta que un verano, mi mamá sintió un fuerte dolor en el estómago. Decide ir al médico, el cual le dice que eran solo gases y que no tenía nada de qué preocuparse y, aunque ella insistiera que algo había, el doctor la despidió sin hacerle ningún diagnóstico. Supongo porque hace 40 años eso era mucho más común.

No teniendo respuestas, mi madre decidió entonces acudir a un curandero. Mi madre confiaba plenamente en los curanderos. En muchas culturas, la medicina natural es parte integrante de la cura de una persona y puede ser combinada con la medicina tradicional para obtener mejores resultados. En España, hay opiniones muy contrastantes sobre este tema; de hecho, hay muchas personas que critican violentamente a los curanderos y los persiguen y otras que, por el contrario, confían ciegamente en ellos. Lo que es cierto es que siempre hay algo que aprender de los demás y de la sabiduría ancestral que, en los pueblos, se transmite de generación en generación. Con razón Voltaire decía que el arte de la medicina «consiste en entretener al paciente mientras la naturaleza cura la enfermedad».

En esa ocasión, el curandero tampoco supo decirle qué le pasaba, pero le dijo que algo había y que podía ser grave.

Ese «algo» era yo, un gas inmenso dentro de su cuerpo.

Nunca se le hubiera ocurrido a mi madre que pudiera ser un embarazo. Simplemente no lo pensó, tal vez porque a pesar de que era muy irregular, no se le había retrasado el período. El curandero entonces le recetó un tratamiento del que mi madre fielmente se tomó la primera y la segunda dosis.

Eso le empeoró muchísimo los dolores, así que mi madre tuvo que ir al hospital y esta vez sí le hicieron un diagnóstico y se dieron cuenta que estaba embarazada.

No se sabe que hubiese sucedido si ella se hubiese tomado otra dosis de ese medicamento, tal vez, se hubiera muerto, tal vez no. Pero una cosa sí que es segura, de haber sido así, yo no estaría aquí escribiendo estas palabras.

El médico revisó entonces su historial y le preguntó cómo se le ocurrió embarazarse. Especialmente con la enfermedad que tenía y todo el historial de abortos que le había ocurrido hasta entonces.

Esos días en el hospital le hicieron una serie de estudios y análisis y le dijeron lo siguiente:

«Señora, usted no va a sobrevivir y su hija tampoco; si sobrevive, su hija nacerá con síndrome de Down o con una enfermedad congénita o sin un miembro del cuerpo con total facilidad, porque además de que no viene bien, usted no está en condiciones».

En aquel entonces, mi mamá tenía 37 años y pesaba 40 kilos. Lo máximo que llegó a pesar con el embarazo fueron 42 kilos. Además de su patología, su cuerpo simplemente no iba a tener los recursos para alimentar a un bebé, puesto que se pasó todo el embarazo vomitando hasta el momento del parto.

El médico le dio como opción interrumpir su embarazo, pero ella decidió no hacerlo, porque estaba segura que todo saldría bien.

Tener la certeza de que algo va a suceder, no significa no tener miedo. Me puedo imaginar que mi madre tenía mucho miedo, miedo de morir, miedo de dejar dos hijos solos, miedo por mí, por mi salud. Tener la certeza de algo en ese caso, es mucho más que un acto de fe. Sabes que las cosas se pueden poner feas y sabes que las cosas pueden ser difíciles y eso te da miedo, algunas veces ni puedes dormir por las noches por el miedo que tienes, pero en los momentos difíciles cierras los ojos y te repites que todo va a salir bien, que todo tiene que salir bien y que no estás sola en eso, que hay situaciones en la vida que se puede tener un plan B y situaciones que simplemente tienen que salir. Esa era una de esas veces.

Después de esto, a mi madre le recomendaron desde Cáceres, ir a hacerse unas pruebas al Hospital la Paz, el mejor hospital de aquel entonces para embarazos de alto riesgo y que se encontraba en Madrid. Así, en agosto, mi madre fue ingresada allí donde se sometió a sus pruebas y, luego, volvió al pueblo.

En el Hospital, el diagnóstico es el mismo. Se lleva un mes ingresada y los médicos le dicen que la condición física en que ella se encuentra, no le va a permitir llevar a término el embarazo.

Para mi padre y para ella, suponía un desembolso de dinero muy importante estar tantos meses allí. Así que, en septiembre, regresaron al pueblo donde mi madre siguió realizando exámenes médicos. La condición de los doctores es la siguiente: en octubre, cuando faltaban dos meses antes de que cumplieran los nueve meses de embarazo, ella regresaría al hospital para darme a luz a mí.

En esos días tan difíciles llegó un hermano de mi padre, el más pequeño y el más querido de la familia. El que siempre estaba cuando mi familia necesitaba algo. Llegó para ayudar a mis padres y tranquilizar a mi mamá. En efecto, la miró a los ojos y le dijo que todo iba a salir bien, que se fuera tranquila a Madrid, que junto a mi padre se irían a trabajar a Guadalajara y que él iría hasta Madrid donde ella estuviese ingresada para ayudarla en lo que necesitase.

Mi madre en ese periodo tenía mucho miedo por su vida, comía y dormía con dificultad, los doctores siempre le decían que no iba a sobrevivir al embarazo, su cuerpo estaba cada día más cerca de llegar a un límite físico y por eso, por esa sensación tan fuerte que no iba a tener un final feliz, ella se despidió de mi tío como si fuera la última vez que lo iba a ver.

El 4 de octubre del 1984 mi madre llegó al hospital de Madrid para ser ingresada, en diciembre iban a ser nueve meses y esos últimos dos, iban a ser los más críticos para ella. Su peso justo había llegado a 40 kilos, pero no consumía ningún tipo de alimento y no es que no quisiera comer, es que a la pobre ese embarazo le estaba sentando muy mal, cualquier alimento, con tan solo olerlo, llegaba a vomitar. Esta situación no era ideal, estaba embarazada y necesitaba alimentarse, así que los doctores muchas veces la alimentaban por vía intravenosa. La situación estaba tan crítica que los médicos ni sabían cómo me estaba alimentando dentro de ella y le decían, que seguramente yo le estaba chupando la vida porque era la única forma en la que podría sobrevivir.

Por fin, después de un mes ingresada, un jueves 1 de noviembre del 1984, un mes antes de lo esperado, llega el momento del parto. La prognosis de la mayoría de los doctores era que el corazón de mi mamá no lo iba a soportar y que muy probablemente se iba a morir.

«Si sabe rezar señora, pues rece, rece por dos cosas, para que su hija nazca bien y con salud y para que usted sobreviva».

Mi madre de hecho es muy creyente. Cree en dios, en los santos, en la virgen, todo eso lo ha transmitido tanto a mis hermanos como a mí. Y aunque nosotros no somos de los que llegan muy seguido a la iglesia, en los momentos difíciles nos confiamos a él y recurrimos a Dios.

En ese tiempo rezó mucho y en particular rezó a una virgen que tiene en su pueblo, la Virgen de la Luz, a la que ella tenía mucha fe, le dice que si yo nazco me llamará «Luz María de los Milagros»; mi hermana que estaba sentada a su lado, en ese momento, reaccionó y le dijo: «Pero ¿Cómo le vas a poner un nombre tan largo? ¡Que parece un nombre de una princesa de la realeza mamá, eso queda fatal!».

Mi madre se giró y después de pensárselo un momento le respondió: «Bueno, pues como Luz María de Los Milagros queda un poco mal, si es una niña le voy a poner Luz Milagros porque va a traer a mi vida la luz y si es un niño le voy a poner Ignacio».

Porque le recordaba su tiempo vivido en San Sebastián, donde el patrón era San Ignacio de Loyola.

Contrario al pronóstico de los doctores el parto salió muy bien; yo nací sin ningún tipo de enfermedad, de cardiopatía ni de anomalía y sorprendentemente con un peso de 2 kilos y 500 gramos, sin necesidad de incubadora. Mi mamá me contó que las enfermeras bajaban a verme de otras plantas porque decían que era el milagro hecho vida.

Después del parto, mi mama se queda 15 días más en terapia intensiva y luego por fin regresamos a casa.

Encontrar a mi padre

Mientras todo esto sucedía, mi padre no había aún tenido la oportunidad de conocerme. Él trabajaba con su hermano en una fábrica a las afueras de Guadalajara, al este del país y para llegar a Arroyo de la luz se necesitaban tres horas en coche, además de que el trabajo lo tenía muy ocupado.

Para mala fortuna de mi padre y de mi tío, en esos días, los trabajadores se habían declarado en huelga. Y mi tío tenía que realizar dos trabajos y no dormía en la noche. La mañana trabajaba en la fábrica y en la noche trasladaba los trabajadores de un sitio a otro en autobús.

El día que yo nací, mi tío, que tenía tan buena relación con mi padre y que seguro entendía lo mucho que él quería y necesitaba conocer a su hija recién nacida, le ofreció quedarse y cubrirlo en el trabajo. «Llévate mi coche, así vas a poder ver a la niña para que la conozcas y yo me quedo aquí a trasladar a los trabajadores».

«Yo me voy en mi coche, pero vente conmigo, podemos ir los dos juntos y alguien trasladará a los trabajadores», le dijo mi padre. «No, yo me voy en el coche mío –le respondió él–. Pero para que no haya problemas con los papeles que tenemos que sellar en el trabajo, déjame toda la documentación y yo te la entrego».

En ese momento, mi padre necesitaba estar en el trabajo. Tenía asuntos pendientes que resolver, pero animado por mi tío, le toma la palabra y decidió dejarle todos sus documentos; aun así mi padre no estaba tranquilo por dejar a su hermano en ese viaje solo.

Mi tío, entonces, se dispuso a pasar una noche sin dormir, trabajó durante todo el día y realizó los trámites que mi papá necesitaba, trasladó a los trabajadores y, finalmente, condujo 300 kilómetros para venir a conocerme.

Si has leído bien y haz hecho los cálculos, sabrás que, todo esto de que mi tío es un superhéroe y puede hacer todo esto sin dormir, no puede ser verdad. Y tristemente spoiler alert tienes razón.

Horas después de que mi padre me ha conocido por primera vez, que él y mi madre han disfrutado de la alegría de recibir un nuevo miembro de la familia, de compartir toda esta felicidad que se siente cuando lo que tanto esperabas ha llegado finalmente, reciben una llamada. No es una llamada cualquiera, es una llamada alarmante, en la que le dicen que su marido, mi padre, tuvo un accidente y está casi a punto de morir.

Mi madre responde muy tranquila, diciendo que no puede ser posible, porque su esposo está ahí con ella, cenando tranquilamente.

Mi padre siente un escalofrío por todo el cuerpo... «Mi hermano...».

Mi tío se quedó dormido en la carretera, a lo mejor solo un segundo, su cuerpo no tuvo la energía para quedarse despierto después de todos los sacrificios que hizo.

A él le encantaban los coches; le encantaba como el motor cantaba, el sonido del asfalto y la libertad que sentía por dentro cuando conducía. Si cierro los ojos casi puedo imaginar su mano sobre el volante y el aire de noviembre frío que, entrando por las ventanas, quizá un poco, lo ayudaba a no cerrar los ojos ni un instante. Conducía en dirección a la vida y a los 32 es natural, cuando eres joven casi no piensas que tu destino pueda llegar por ti. Ese destino cruel que no perdona, que te aplasta como el metal del coche que tanto amabas, ese destino que nos da mucho, que nos ama y ese destino que nos traiciona, que nos hace daño, que nos mata.

Esa noche mi padre perdió a su hermano, un hermano con el que estaba muy unido, el hermano más pequeño de la familia y mi padre se culpó toda la vida por el accidente, porque nunca dejó de pensar que «tenía que haberse ido con él» y haber tardado 3 horas, que, si hubiera estado en el coche con él, todavía seguiría vivo. Por el resto de su vida tendrá que cargar con ese peso encima y su vida nunca volverá a ser la misma. De hecho, contraerá Diabetes mellitus. Si bien es cierto que él tenía una predisposición genética, nunca había manifestado ningún síntoma, en ningún año de su vida, hasta este momento. Así que probablemente fue ese evento tan traumático el que hizo que se le desarrollara esa enfermedad.

Mi padre corrió para ir a ver a su hermano, había muerto cuando faltaba una hora para llegar y ya había conducido dos y mi tía aún no sabía nada. Fueron a buscar a mi tía y decidieron mentirle, que habían ido por ella para conocerme.

Mi tía, contenta con la idea, subió al coche, pero cuando llegaron a la carretera para ir a Madrid y se dirigieron a otro sitio se dio cuenta que lo que le habían dicho no era verdad y entonces, le dijeron a dónde iban, que mi tío estaba en un hospital cerca de Trujillo y a punto de morir.

Allí en el hospital, mi tío estaba completamente destrozado, su cuerpo hinchado y irreconocible y, por eso, los doctores pidieron que algún familiar entrara a reconocerlo. Mi padre entonces le dijo a mi tía que lo mejor era no arruinar el recuerdo bello que tenía de él. Que era mejor conservar la imagen de cuando lo vio por última vez. Y así mi padre fue quien entró para reconocer el cuerpo y despedirse de él.

No puedo imaginar el dolor que debió sentir mi padre al ver a su hermano ahí, en una cama de hospital y tan lastimado como estaba. No estoy segura de qué hablaron, pero de lo que sí estoy casi segura, es que después de haberlo visto y conversado con él, fue ahí donde mi padre pensó en que debía haber sido él y no su hermano, el que estuviera en ese coche.

Todo sucedió tan rápido, el accidente, la muerte de mi tío y su entierro, que mi mamá solo en ese momento se dio cuenta que, desafortunadamente, ella había tenido razón. Ese día en el hospital, sí, fue la última vez que lo vio.

Mi tío dejó 3 hijos y una esposa. Mi madre por el cariño que le tenía y por supuesto porque eran familia, se hizo cargo de mis primos. Crecimos juntos y éramos muy unidos.

Después de la muerte de mi tío, el hermano más querido de mi padre, la relación entre mis padres se volvió cada vez más fría. La tristeza había inundado la casa, la familia, las relaciones. El día de mi bautizo, mi tío tenía que haber sido el padrino, pero no estaba ahí para serlo. Imagino que todos trataron de ser fuertes y disfrutar una celebración como esa. Dicen que una imagen vale más que mil palabras y la foto de mi bautizo es una prueba. No es difícil ver la tristeza que rodeaba a la familia, en especial a mi padre, cuya cara refleja lo mucho que echaba de menos a su hermano.

A través del tiempo la situación de mi padre empeorará, así como su enfermedad.

La Diabetes mellitus afecta más de 400 millones de personas, puede ser muy grave, de acuerdo con las estimaciones, solo en el 2019 un millón y medio de personas murieron por causas directamente relacionadas con la diabetes. Sin embargo, muchas personas viven perfectamente con esto. Yo misma tengo amigos con diabetes y conducen una vida completamente normal, cuidan su alimentación, hacen ejercicio y se toman/inyectan sus medicamentos.

Pero mi padre con la pérdida de su hermano y convencido de que era culpa suya, perdió la voluntad de vivir y de luchar por su vida. Vivió al límite cada día, sin perdonarse nunca que su hermano con 32 años y toda la vida por adelante ya no estaba.

Mi padre siempre me decía que yo me parezco a él y, a pesar de que él tuvo una educación muy rígida que le quedó de sus padres, él siempre tuvo una debilidad muy grande por mí.

Mi tío, por otra parte, era una persona que amaba la vida, nada se le ponía por delante, era una persona luchadora que daba la vida por los demás y que siempre se plantaba objetivos e iba por ellos. Era una de esas personas que tú le preguntabas: «¿Que sabes hacer?» y él te decía «Esto y esto, pero lo que no sepa hacer, lo aprendo». Era un maestro en todo lo que hacía. Con mi padre siempre tuvo una relación excelente, era su hermano favorito.

Además, él siempre estaba cuando en mi familia se necesitaba algo. Fue él que, junto con mi padre, fue a despedir a mi madre, y ella se sinceró a tal punto con él, que le dijo que no iba a volver a verlo porque estaba muy mala y mi tío que estaba seguro de que era solo su miedo el que hablaba, le respondió «Pero cállate, no existe nada que te mate, tú eres muy fuerte, piensa a todas las cosas que has sobrevivido».

A pesar de todo, él era consciente del difícil momento que estaba pasado mi madre y sabía que corría un verdadero peligro con ese parto. Por eso cuando yo nací, para él era muy importante que su hermano fuera a conocer a su hija y si podía ganarle tiempo y quedarse solo a trasladar los trabajadores y conducir, lo iba a hacer.

Me hubiera gustado mucho conocerlo... sí, es verdad que me parezco mucho a él y eso me hace sentir muy orgullosa. Cuando voy a visitarlo al cementerio y limpio un poco su tumba y me quedo con él, le hablo un poco y siempre le digo que le agradezco todo lo que él hizo por nosotros, desinteresadamente, sin conocerme. Quién sabe si su destino estaba allí, a veces sucede que la vida te pone circunstancias difíciles y obstáculos para superar, no sé cómo describir lo que le pasó, pero lo que sí sé es que fue una verdadera lástima.

A veces, me gusta pensar que he podido rendirle un pequeño tributo a su forma de ser, que en ciertas circunstancias en las que he estado cerca de la muerte he decidido sobrevivir, actuar con valentía, ser fuerte, enfrentar el mundo, sea bueno o malo, porque es lo que él hubiera hecho.

No sé lo que el probó cuando la carretera se volvió indomable, cuando se dio cuenta de que la muerte estaba a punto de darle su beso mortal, en ese segundo, que parece interminable, justo antes del silencio y luego el sonido de las sirenas, pero sé que luchó hasta el final, que se agarró con toda su fuerza a la vida, esa vida que él amaba muchísimo y que honró hasta el último segundo.

 

      

Infancia y el inicio de la carrera musical

«Nos preocupamos por lo que un niño/a será mañana, pero se nos olvida que ya es alguien hoy».

(Stacia Tauscher)

Foto realizada en el Colegio cuando tenía cinco años.

A pesar de muchos eventos complejos y difíciles que sucedieron durante mi infancia y mi adolescencia, en lo que respecta a mi familia, yo siempre me sentí protegida y amada.

Mis hermanos eran bastante mayores que yo. Mi hermana nació en 1971 y mi hermano en 1972. Yo me llevo 12 y 13 años de diferencia con ellos. Y como era de esperarse, en casa siempre fui la pequeñita de la familia y eso hizo que siempre me sintiera protegida tanto por mis padres como por mis hermanos, aun cuando mi madre pasó la mayor parte de mi infancia enferma y mi padre trabajando todo el día. Mi abuela materna, para ayudar a mis padres, cuidaba de mí siempre que podía y, dado que vivía en la casa de abajo, mucha de mi infancia la pasé siempre con ella.

Conforme fui creciendo, a mi abuela le fue cada vez más difícil mantenerme ocupada, así que, como solución práctica, inicié la guardería. Iba en las mañanas, pero a la hora de la comida regresaba a mi casa y luego mi abuela me llevaba de vuelta para ir por mí más tarde.

Socializar desde pequeños con otros niños o niñas es parte importante en el desarrollo de una persona. Puede enseñarte el intercambio, puede enseñarte la empatía, puede enseñarte a estar sin tu mamá, aunque sea solo por unas horas. Aprender todas esas cosas es muy importante cuando eres tan pequeño porque los niños aprenden y absorben como una esponja. Una esponja también muy frágil que puede ser cortada, aplastada y rasgada en dos porque no tiene ningún tipo de protección.

Además de la fragilidad que muchas veces distingue a los niños, yo me caractericé desde el principio por ser una niña muy delgada, era introvertida y callada, por lo que solía ser muy prudente. Y esto hacía un poco difícil relacionarme con los otros niños y socializar.

Imagino que el hecho de que en casa yo era el centro de atención pudo haber contribuido a que, en mis primeros años de vida, fuese difícil para mí ser una niña más activa. Es cierto que no crecí en un castillo donde yo fuese Blanca Nieves, pero un niño no necesita mucho para sentirse el más afortunado del mundo. Tu familia y la sensación de protección que te transmite, lo es todo.

En esa guardería mi mundo se expandió; salí de esos muros tan grandes que me protegían. Empecé explorando lo que me circundaba y, aunque tenía miedo de salir de mi zona de confort, no podía ni imaginar que ese ambiente exterior iba a darle un golpe tan fuerte a mi sentido de seguridad. Pronto me sentiría como Eva, exiliada del jardín del Edén.

En esa guardería empezaron mis primeras experiencias con el maltrato. El mundo real puede ser muy duro y cruel, mi única esperanza era luchar… lástima que la única cosa que sabía hacer fuese esconderme…

Si pienso en esa guardería me acuerdo de un patio muy grande en el medio para que los niños pudieran jugar. Me acuerdo del olor acre de las naranjas llenando el ambiente, ese mosaico verde con manchitas de colores entre las hojas, el cielo azul con las nubes blancas que se veía entre los árboles, las golondrinas que planeaban libres en el cielo, los pájaros que cantaban y volaban entre las ramas.

El maltrato casi nunca fue por parte de las niñas, pues parecía que ni se daban cuenta de que yo existía, si no por parte de los niños. Siendo pequeña, delgada y con una complexión un poco débil es claro que yo no podía defenderme porque los niños tenían más fuerza que yo y eso favorecía esta situación de maltrato. Maltrato físico.

Sí, porque además del patio, lo que más recuerdo eran los puñetazos, las patadas, el sabor del miedo. Y si ustedes me preguntan si el miedo tiene sabor, les diré que, de hecho, para mí, sí. Un sabor muy claro, metálico y fuerte, el sabor de la sangre que va desde la nariz hasta los labios. Y cuándo esto sucede, te encuentras paralizada por el dolor. Ni siquiera puedes pensar en limpiarte, solo te quedas allí, inmóvil y sintiendo el calor, el olor y el sabor de tu propia sangre.

Este miedo, como pueden imaginarse, no me permitía relacionarme con los otros niños. Porque el maltrato que yo recibía de ciertos niños no eran burlas, no era que me miraban mal, me escondieran mis lápices o cosas por el estilo. Lo que sucedía era que me pegaban, ni siquiera eran empujones, eran puñetazos en la cara. Y ¡claro! Como no tenerles miedo con ese tipo de maltratos, lo único que se me ocurrió hacer para defenderme, fue evitarlos a toda costa y, sobre todo, esconderme.

Puedo recordar cada rincón del patio de esa guardería, por qué para mi buena suerte, tenía muchos lugares en los que una niña pequeña como yo, podía esconderse.

La entrada de la guardería tenía una puerta metálica con rejas. Esa puerta te permitía ver un pedazo del patio y de dentro les permitía a las señoritas de la guardería ver a los padres llegar. No recuerdo cuál era la forma de entregar a los niños, si estábamos todos en fila esperando, si estábamos en el salón, o si conforme llegaban los papás nos iban llamando uno por uno.

Pero hay un día en particular, que recuerdo con claridad… Mi abuela siempre venía a buscarme alrededor de las cinco de la tarde. Y ese día no fue la excepción.

Llega la hora de la salida, uno a uno los niños inician a irse y la persona que entregaba a los niños ese día, no se da cuenta que aún no habían llegado por mí, a lo mejor mi abuela había salido de casa cinco minutos más tarde de lo normal, a lo mejor se había encontrado a una amiga en el camino y la saludaría y hablarían por unos minutos, a lo mejor simplemente ese día éramos pocos niños y por eso ya no había nadie afuera.

Sin embargo, en la guardería se olvidaron por completo de que aún estaba dentro, y cuando creyeron que todos se habían ido, la persona que entregaba a los niños decidió irse también, cerró la puerta y se fue, dejándome encerrada.

El sonido frio y metálico de la puerta, el «Crick» me hizo sentir encerrada. Quería salir, quería gritar que yo aún seguía ahí dentro. Quería mover mis piernitas y llegar hasta la puerta para que ella pudiera darse cuenta de mi presencia, pero mis piernas estaban pegadas al suelo, paralizadas, mi voz no tenía la fuerza de salir desde mis labios ni podía llegar a la garganta. El miedo que me paralizaba cuando los niños me maltrataban seguía allí y no me dejaba actuar.

La naturaleza tiene un fenómeno que en inglés se llama freezing y que en español puede ser traducido como «comportamiento de congelación». Es una respuesta a estímulos específicos, comúnmente observada en animales de presa. Es fisiológica e incontrolable, utiliza neurotransmisores y hormonas que hacen que el animal se encuentre en una condición que se parece mucho a la muerte, inmóvil.

Muchas veces los predadores no pueden ver animales mimetizados e inmóviles, otras veces si el predador acaba de atrapar a su presa puede ser engañado y darle el tiempo para escapar. Hay ocasiones en las que la presa no tiene posibilidades, sin embargo, el comportamiento de congelación hace otra cosa útil, baja la percepción del dolor, así que su cuerpo no va a sufrir los atroces dolores de ser transformado en la comida de alguien.

En el silencio absoluto de la guardería, mi cerebro gritaba lo más fuerte que podía, no obstante, ni un solo sonido podía salir de mi boca. Estaba prisionera del edificio y estaba prisionera de mi cuerpo. Prisionera del miedo que me congelaba y me hacía sentir como las raíces de esas plantas que me protegían de los demás, en ese momento me estaban enredando y salían hasta el cuello, hasta la boca y de allí entraban para hacer que ni un sonido pudiera salir de mi voz pidiendo ayuda.

Creo que me quedé ahí adentro como una hora y media. Recuerdo que estaba asustada y desesperada, gritaba para pedir ayuda, que alguien fuera por mí y me dejara salir. No es difícil imaginar mi angustia, una niña pequeña que tiene tan solo dos años y medio, en un sitio que para ella era una verdadera cárcel.

Cuando mi abuela llegó y vio que la guardería estaba cerrada, empezó a preguntar por mí. Le dijeron que yo ya me había ido, que seguramente alguien había pasado por mí. Pero mi abuela que me conocía perfectamente sabía que eso no era posible. Yo era pequeña, pero aprendí muy bien la norma de no irme a casa con nadie. Solo ella, mi padre y a lo mejor mis hermanos eran los únicos que iban a recogerme, pero mis hermanos estudiaban y mi padre trabajaba. No era posible que yo me hubiese ido.

Yo comencé a gritar desesperada y asustada. Mi abuela, al oír gritar, empezó a golpear muy fuerte para intentar sacarme de ahí de cualquier forma. Después de lo que parece una eternidad, lograron localizar a la señorita que tenía las llaves de la puerta que, una vez que llegó, abrió la puerta poniendo fin a la angustia. Seguramente mi abuela me encontró llorando y para mí fue un gran alivio el poder salir de ahí.

Probablemente esto hoy en día suena imposible que pudiese suceder, pero en 1986, a lo mejor, no había tantas medidas de seguridad. Esa experiencia marcó algo significativo para mí y, como es fácil entender, después de ese evento, empecé a tener miedo a estar en cualquier sitio donde la puerta estuviese cerrada. Aún dentro de mi propia casa. Ni siquiera la puerta de mi cuarto podía cerrar o el baño. Tenía mucho miedo de cerrar la puerta y no poder salir.

En agosto de ese mismo año, cuando yo aún tenía dos años y nueve meses, mi mamá intentó inscribirme en preescolar, en la escuela pública que además quedaba súper cerquita de mi casa. Pero como yo aún no cumplía los 3 años, no me podían aceptar. Mi mamá les explicó que solo faltaban 3 meses para que yo cumpliera los 3 años, pero en ese tiempo, para ellos, yo era aún muy pequeña.

Dado que mi madre tenía la necesidad de mantenerme ocupada al menos por las mañanas, decide que no pierde nada yendo a preguntar al colegio de monjas que había en el pueblo y allí sí me aceptan.

Para ese entonces, yo ya había tenido la experiencia de la guardería, una experiencia traumática, de maltratos, de negligencia y obviamente esa idea de empezar el colegio, no me entusiasmaba para nada, al contrario, me asustaba. Y si se preguntan si tenía razón en tener tanto miedo, probablemente les diría que el miedo no fue el problema. El problema fue no encontrar la fuerza de actuar contra del miedo que sí que tenía muy buenas razones para existir.

Allí en el colegio empieza mi calvario…

Cuando empecé, todavía no tenía los 3 años. Era la más pequeña del año y como siempre, menuda, delgadita, introvertida, tímida a la máxima potencia… y las monjas de este colegio, no todas, pero muchas sí, estaban acostumbradas a un tipo de educación muy rígida.

Una educación estricta que ahora ya no existe, pero en esos años, te pegaban para hacerte «aprender» la lección, porque… ¿Qué mejor manera de enseñar a las nuevas generaciones a amar la sabiduría y la cultura que La letra con sangre entra? No aprender lo que se te enseña cuando se te enseña, se pagaba muy caro por aquel entonces, ni siquiera la fe cristiana podía salvarte.

Teniendo en cuenta todo lo que me había ocurrido y, además, el tipo de educación que se impartía allí, lo último que sentía en ese lugar era seguridad y confianza.

Aquí me gustaría romper una lanza a favor de los colegios privados de enseñanza cristiana. Yo no tuve muy buena suerte con algunas de las profesoras monjas, pero he de decir que es la excepción que confirma la regla. Ya más mayor guardo muy buenos recuerdos de hermanas que me enseñaron valores, educación y lecciones de vida importantes. Al igual que no todas las personas somos iguales, no puedo decir que todas las monjas sean seres malvados. Sencillamente, en el mundo hay personas buenas y personas malas; a mí me tocó de muy pequeña algunas malas, eso es todo.

Desde el primer momento los niños «líder» de la clase, los más grandes, se la emprendieron conmigo. Y no es que ahora que soy adulta y que puedo comprender mejor la situación, los defienda, pero seguramente esos niños a lo mejor tenían situaciones difíciles en casa, a lo mejor les pegaban y luego llegaban al colegio y si se equivocaban les pegaban. No conocían nada más que la violencia. Y cuando estos niños me agredían, yo, en lugar de defenderme, hacía la única cosa que había aprendido a hacer en la guardería… esconderme.

Me escondía cada vez que podía porque el miedo era aterrador. Me escondía y no hablaba, lo que quería era pasar desapercibida, me volví aún más introvertida y callada. Si la maestra explicaba, yo no hablaba, ni participaba, ni escuchaba siquiera lo que decía. Y si no pones atención en clase, no tienes las herramientas para pasar los exámenes. Y si eso pasa, te suspenden y te quedas castigada en los recreos, eso es lo que a mí me sucedía.

Como esto pasaba todos los días, llegué un momento en el que tuve el valor para contarles a las monjas lo que me sucedía, pero ellas nunca me tomaban en serio, estaba sin apoyo y sin salida…

Los abusos de los niños en el colegio eran varios y para la mayoría físicos: puñetazos, patadas, empujones… Una vez un niño me golpeó la nariz tan fuerte que casi me la rompió. Me acuerdo como sangraba, mi uniforme que se manchaba de rojo y el miedo que una vez más tenía el sabor, el calor y el olor de la sangre, ese miedo metálico que cada día me paralizaba más. Me obligaba cada vez más a esconderme.

Pero no podía esconderme para siempre…

El edificio de la escuela era de varios pisos, no recuerdo cuántos, pero recuerdo que había unas escaleras y que una de ellas era la que nosotros usábamos a la hora de la salida para irnos. Eran unas escaleras muy empinadas y muy estrechas. Al llegar al final, llegabas a la pared y al lado había una puerta. Esa puerta conectaba las escaleras con la capilla de las hermanas. Así podrán comprender que, si lo afirmo, no se trata de una mera suposición: si te empujaban por las escaleras, inevitablemente ibas a chocar contra la pared. Y, siendo una niña pequeña, delgada y frágil, podría haber ocurrido una desgracia.

Un día, uno de los niños esperó a la hora de la salida, cuando ya todos los demás niños del salón no estaban, yo estaba entre los últimos al salir. Cuando me vio salir, me tomó por el brazo, yo me asusté y mi respiración se empezó a acelerar, tenía miedo, sabía lo que él quería hacer, intenté liberarme, intenté defenderme… no tenía bastante fuerza… me empujó fuerte por la escalera y el piso desapareció debajo de mis pies, mi vista se volvió una confusión de líneas que aceleraban rápidamente, el estómago ya no estaba en el abdomen si no en el pecho y tuve la sensación muy clara que yo de allí no me iba a escapar. Solo me quedaban esas milésimas de segundo para hacer experiencia de la vida porque en medio segundo iba a chocar contra la pared a toda velocidad… 2 metros… 1 metro… ¡Puf!...

Mi caída se interrumpió, no estaba contra la pared, algo más suave me había atrapado... Fue una casualidad que una hermana que acababa de salir de rezar en la capilla entró en ese momento por la puerta que daba al fondo y me agarró al vuelo… salvándome la vida.

Esa monja que era muy gentil lo había visto todo y obviamente estaba horrorizada por lo que acababa de pasar, habló con mis padres y con los padres de ese niño. A veces los niños pueden ser crueles, ahora que soy adulta, reflexiono y creo que ese niño no tenía conciencia del daño tan grande que podría provocarme, seguro que no buscaba hacerme daño. La verdad es que los padres de ese niño estuvieron a lado de mis padres siempre, castigaban severamente a su hijo para que no volviera a agarrarla conmigo y/o tocarme; pero él estaba muy fijado y podría decir que hasta obsesionado conmigo; hoy en día somos buenos amigos y no le guardo rencor. Incluso hemos llegado a bromear sobre esa etapa de nuestras vidas. Yo creo que perdonar a las personas que nos han hecho daño en la vida es muy importante y yo lo he hecho, llevo por bandera un lema que siempre me acompaña: «Nadie puede hacerte daño si tú no se lo permites».

Yo no soy psicóloga, pero no se necesita ser psicólogo para entender que esa obsesión que ese niño tenía en pegarme era su forma de demostrar que me quería, no conocía otra mejor, claro que esa no es justificación para sus actos. A veces hacemos daño a los demás y no nos damos cuenta hasta que la persona en concreto, nos lo demuestra de forma clara y contundente. El hecho es que él no dejó de pegarme nunca hasta que yo empecé a defenderme.

Mi madre sabía que algo no funcionaba debido a que, además de que mi situación emotiva empeoraba constantemente, tampoco estaba aprendiendo nada, ni sabía las letras porque el tiempo necesario para aprender, para estudiar, yo me lo pasaba escondiéndome. Un día, mi mamá fue al colegio para hablar con la monja de ese problema y la monja muy enojada le respondió: «Mire, su hija no puede estar en este colegio, no estudia, no sabe sumar, no conoce las letras, la tengo castigada todos los recreos porque no aprende, le preguntas las cosas y se queda parada, su hija es subnormal y se lo voy a decir con esas palabras para que usted entienda, su hija es mongolita y aquí no la quiero. Usted tiene que buscar un colegio para niños subnormales».

Mi madre sintió que le faltaba el aire porque además de eso, hace poco había tenido una cirugía muy invasiva para resolver el problema coronario que continuaba sin tener éxito. Su salud seguía siendo muy inestable y siempre tenía problemas para respirar. Ese día regresó a casa muy mal y preocupada. Le habló a mi padre acerca de lo que le habían dicho en el colegio y de lo desesperada que estaba. Entre los dos trataron de pensar cómo solucionarlo. Mi padre que, eso tengo que reconocérselo, siempre estuvo muy adelantado a su tiempo, se tomó un momento para pensar con calma, respiró profundo poniendo su mano en la frente, una mano que conocía el dolor de la fatiga y del sacrificio, una mano llena de callos por el esfuerzo del trabajo duro. Después de un rato, le habló a mi mamá. Le sugirió buscar a alguien que pudiese ayudarles en esa circunstancia, alguien que pudiera proporcionar algún tipo de evidencia de que lo que decían en la escuela no era cierto, alguien que pudiera realizar algún tipo de prueba que evidenciara que lo que yo tenía en realidad era otra cosa, consecuencia del maltrato que estaba sufriendo en el colegio.

Mi mamá regresó al colegio a proponerles esta opción. La hermana al principio se negó pero, después, se dio cuenta que para expulsarme del colegio, como ella quería y declarar que yo necesitaba un atención especializada, tenía que rellenar una documentación y que esta prueba era justo lo que necesitaba para demostrar que yo tenía un cociente intelectual bajo. Entonces no tenía otra opción, así que contrató a una psicóloga para que me realizara un test de coeficiente intelectual.

En ese entonces yo estaba muy pequeñita pero aun así me acuerdo perfectamente de que, en ese momento, me di cuenta del peligro en el que me encontraba en el caso de que la monja estuviera en lo cierto y el resultado fuera negativo para mí.

Los colegios de educación especial que actualmente hay, en ese tiempo no existían en España como los conocemos en la actualidad y los niños con alguna necesidad especial terminaban en una sección del hospital dedicada a personas con enfermedades mentales, donde empleaban cierto tipo de tratamientos que ahora no podrían ni siquiera pensarse, allí sí eran permitidos y de lo más normal. De allí no se salía nunca. Si un niño tenía unos problemas que necesitaban de atención especial, ese ambiente los desestabilizaba aún más. Les hacía perder la conciencia de lo que es la vida real, de las relaciones con otras personas, de la tranquilidad mental y de la libertad. Por mi parte, yo no tenía ningún tipo de problemas mentales ni emocionales, aparte de los abusos que estaba sufriendo.

Por fortuna en la actualidad no es así, yo trabajo en un colegio de educación especial y puedo decir que el trato a los niños es excepcional y maravilloso, estoy orgullosa de nuestro labor.

Aunque era muy pequeña, yo no quería pertenecer a ninguno de estos centros ni mis padres tenían ninguna intención de separarse de mí para seguir mi educación en un «centro especializado». Lo que yo necesitaba era comprensión y apoyo emocional.

Llegó la psicóloga al colegio para realizarme el test de coeficiente intelectual, quien por cierto me ayudó mucho en ese periodo de mi infancia. Recuerdo que hice mi mejor esfuerzo y entregué el papel que probablemente tenía el mayor poder de afectar completamente mi existencia en ese entonces, las manos pequeñas y sudadas dejaban unas marcas húmedas al borde de las hojas. La psicóloga me regaló una mirada dulce y tierna. Eso me hacía sentir protegida, me daba la sensación de que no estaba sola, de que ella me entendía y de que no iba a dejar que me pasara algo malo. Sin embargo, ese test era de verdad la única cosa que podía salvarme en ese momento.

Cuando por fin llegaron los resultados, yo no solo había superado el test, sino que lo había hecho con una puntuación superior a la media. Todos exultamos de felicidad en mi familia y, por primera vez, yo me sentí confiada de mis capacidades, por primera vez sabía que, si quería algo, iba a poder conseguirlo y que no me faltaba nada para ser la mejor versión de mí misma en el colegio.

Esto la hermana no lo tomó nada bien. Siguió insistiendo en que era una mentirosa, que solo había mentido durante todo ese tiempo. Mi madre tomó coraje y escribió una reclamación para denunciar lo sucedido y el trato que recibí en esta escuela. Afortunadamente, se tomaron cartas en el asunto y terminaron por sancionar a esta profesora sustituyéndola por otra.

Logré pasar de curso con las mejores calificaciones y continuar con cursos más avanzados. La nueva hermana era mucho más sabia y, la verdad, tengo que admitir, también sabía explicar muy bien los temas de las lecciones. Era muy buena maestra, el problema… utilizaba formas de castigo físico.

¿Qué tipo de castigo físico?

Básicamente campanazos en la cabeza. Con una campana de bronce. Una campana que de hecho yo también tengo en mi casa, porque la casa donde vivo en la actualidad, era antiguamente una capilla, y cuando la miro, casi puedo escuchar el sonido de la campana… porque al ser de un material muy pesado, cuando te daban un golpe con un artefacto de esos, sonaba la campana pero también sonaba la cabeza.

Es cierto que yo no lo he vivido en carne propia, porque desde el momento en el que pasé el examen de coeficiente intelectual, me convertí en la niña más inteligente de la clase, empecé a leer, a sacar buenas notas, ya no me quedaba atrás y empecé a defenderme (aunque no siempre con éxito).

Pero no puedo dejar de pensar en todos los niños que tal vez quedaron traumatizados por ese tipo de experiencias. Aunque me he cruzado con varias monjas muy buenas y amables, y aunque muchas de ellas ayudan a muchísimas personas en todo el mundo, la iglesia debería haber estudiado estos casos de abuso de poder de profesores a sus alumnos y haberlos abolido al tener conocimiento de ellos, porque fueron muchos los padres que mostraron sus quejas. Yo desde el fondo de mi corazón las he perdono a todas, porque, como decía Jesús, «No sabían lo que hacían».

Mi experiencia con el estudio mejoró, pero los abusos no cesaron y yo me sigo quedando sola durante todo el recreo. Mi relación con los niños y las niñas no encajó y seguido ellos encontraban razones para burlarse de mí, del hecho que era menudita, que tenía mucho pelo en la cabeza y muy velluda en las manos y piernas, que rápidamente me salió vello en el entrecejo, etc.

Una mañana como otras tantas, me desperté, me hice el desayuno, me arreglé y me puse el uniforme del colegio. Ese uniforme constaba de unos leotardos blancos, una falda de cuadros, una blusa blanca y un jersey azul.

Ese día, sin embargo, no fue un día como otros… porque de todos los recuerdos que tengo del colegio este en particular lo aparté de mi mente como se remueven las pesadillas que nos despiertan en el medio de la noche. (Incluso ahora solo puedo recordar fragmentos de lo sucedido). La única diferencia es que esas solo son pesadillas. A veces la realidad supera la ficción.

¿Y quién nunca se despertó asustado pensando de estar en medio de la clase desnudo?… una lástima que yo no pudiera despertarme… porque no estaba durmiendo...

Durante el recreo, ese día me quedé castigada con uno de los niños, de toda forma siempre estaba sola porque no tenía ni amigos ni amigas…

Este niño se me acercó y me dijo algo como «hacemos un juego divertido, tienes que bajarte la falda, el leotardo y las bragas»…, yo solo tenía cinco años pero sabía que eso no me hacía sentir bien, sabía que había algo malo en eso y me negué. El niño escuchando mi negativa me pegó, me tiró del pelo, me agarró los brazos con toda su fuerza y luego me bajó la falda… el leotardo… las bragas…

No había nadie, ni un profesor que pudiera ayudarme, ninguno que se quedara en el recreo a vigilarnos. Ahí mi recuerdos terminan, solo puedo imaginar lo que sucedió en ese lapso de tiempo, a lo mejor me tocó pero la verdad es que en mi mente se siente como si esos minutos nunca existieron… solo me acuerdo encontrarme en el salón de la clase completamente desnuda de la cintura para abajo… me acuerdo sentirme sola, indefensa, humillada, sin control ni siquiera sobre mi propio cuerpo. Y ningún profesor que me apoyase en los abusos que yo refería, en las palizas, en los puñetazos…

Estos temas hoy en día son muy importantes pero, aunque los profesores y los padres son mucho más conscientes sobre esto, el bullying como lo llaman ahora, sigue existiendo. No importa cuántas veces me sentí culpable de que esos episodios me sucedieran a mí, que las personas dijeran que eso pasaba porque no sabía defenderme, el maltrato no es y no puede nunca ser culpa de la víctima. El maltrato es maltrato y no debe justificarse ni esconderse, no hay nada que haya hecho la víctima para provocarlos, tenemos que aprender a comprender este tema y no darle el giro equivocado, es vulneración de los derechos fundamentales de un ser humano, en una niña tan pequeña como yo, eso me marcó de forma determinante.

Yo tardé mucho… tardé mucho en contarlo en mi casa y eso favoreció que siguiera sucediendo… sin embargo con el tiempo aprendí otra estrategia que más de una vez me salvó o salvó a personas queridas de un maltrato… gritar…

Aparte de los recuerdos que tengo de la escuela, los demás recuerdos de mi niñez son mayormente buenos. A pesar de la diferencia de edad, mi hermano y yo éramos muy unidos cuando yo tenía 4 o 5 años y él tenía alrededor de 17. En ese tiempo, tenía una novia y ellos siempre me llevaban a pasear además porque mi mamá no tenía la energía para cuidarme. Me acuerdo de que me gustaba muchísimo pasar tiempo con ellos e ir a pasear, me consentían mucho y me compraban muchos dulces y golosinas.