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Skye lleva años en busca de la historia perfecta, pero esta parece no llegar nunca. Una trama tras otra, es incapaz de poner punto final a ninguna de sus novelas. Y cuando la inspiración la abandona, lo único que le queda es Books & Mac, la librería en la que trabaja junto a Gavin, su misterioso y atractivo jefe, el mismo que no le da ni la hora. Pero Edimburgo tiene una magia especial y, una vez al año, se viste de flores y fuego para celebrar Beltane. En esa noche, los límites de lo real y lo imposible se desvanecen, y la ciudad le concederá una última oportunidad para reconciliarse con su sueño: una pluma con la que dar vida a sus historias y un año para conseguirlo. Entonces Skye descubrirá que aquello que más deseamos a menudo tiene un alto precio, sobre todo cuando aparezca Jack para poner su vida patas arriba con su sonrisa atrevida y un carisma arrollador. Dicen que los cuentos de hadas no existen. Pero en las historias, como en el amor, todo es cuestión de magia.
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Seitenzahl: 447
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
Prólogo
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Epílogo
Agradecimientos
© del texto: Paula Ramos, 2025.
Autora representada por Editabundo, S.L., Agencia Literaria.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
Primera edición en libro electrónico: octubre de 2024.
REF.: OBDO456
ISBN: 978-84-1098-181-2
Composición digital: www.acatia.es
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
Para Adrián, porque, sin saberlo, acompañaste a mamá
y a Skye en esta aventura.
Y para mi abuela Nieves. Ojalá pudieras haber conocido
también esta historia.
HANOVER STREET
O, al menos, eso es lo que puedo leer en el pequeño letrero metálico de color blanco. No me suena la calle, pero está llena de vida, por lo que veo. Giro sobre mis talones y diviso un imponente edificio que llama mi atención. Tiene una gran bóveda en un tono verde apagado que contrasta con la piedra clara de las paredes. Y en una de ellas, junto a la puerta, con elegantes y robustas letras, se anuncia the royal society of edinburgh.
«Así que estoy en Edimburgo. Interesante».
La calle tiene una pendiente pronunciada de bajada y, desde mi posición, logro divisar las largas hileras de edificios robustos con llamativas azoteas en pizarra que reinan a ambos lados de la calzada. En los bajos, entre lo pintoresco y tradicional, distingo cafeterías, floristerías, alguna tienda de puros e incluso una barbería, todo perdiéndose en la lejanía, donde las copas de una gran masa de árboles se mecen por la fría brisa primaveral.
De pronto, como un canto de sirena, algo comienza a tirar de mí, a arrastrarme hacia un lugar concreto. No sé cuánto tiempo tengo, pero no puedo ignorarlo y avanzo hasta que mis pasos se detienen frente a un edificio, también de piedra y centenario. Atravieso la puerta de entrada sin titubear y el vestíbulo me sorprende lleno de turistas. Todos están agolpados frente a un mostrador; no hay duda, es un hotel.
Me dirijo a las escaleras sin pensármelo dos veces. Sé que nadie me va a impedir que suba, ni siquiera los empleados, porque no pueden verme ni sentirme.
Y entonces la veo.
Es ella, estoy seguro.
Y no sabe que su vida está a punto de cambiar.
No podía creerme que, con la prisa que tenía, todo fuera a complicarse en el último momento.
Suspiré solo para coger aire de nuevo y tirar con todas mis fuerzas de aquel maldito edredón que parecía no querer colaborar con la causa. Me estaban entrando hasta calores de lo imposible que estaba resultando terminar aquella cama. Al menos, me animaba; el resto de la suite estaba lista.
—¡Por fin! —grité al conseguir sacar el grueso edredón de su particular enganche con el canapé. Y tras cambiar las sábanas y acomodar los numerosos cojines, comencé a hacer un repaso de la habitación; tenía serias dudas acerca de si había recogido o no las toallas sucias del baño.
Maldije al descubrirlas sobre la butaca cerca de la ventana y las lancé a la cesta de la ropa sucia que tenía incorporado el carrito de la limpieza donde llevaba el resto de los útiles que, por fortuna, no había tenido que utilizar esta vez. En muchas otras ocasiones, había llegado a encontrarme auténticas escenas de terror. Sin perder más tiempo, empujé el carrito hasta salir al pasillo. Apenas crucé el umbral para echar un último vistazo a la habitación cuando oí, a mis espaldas, un carraspeo. Sobresaltada, miré por encima de mi hombro y descubrí a un hombre mayor que conocía demasiado bien.
—Vas tarde —indicó con su voz rota debido a su gusto excesivo por los puros. Me llevé una mano al pecho cerrando los ojos.
—Johan, me has asustado —dije volviendo a mi labor.
—La habitación tendría que estar desde hace media hora —insistió, y, aunque parecía que su intención era regañarme, tan solo se mostraba preocupado.
Le dediqué una sonrisa rápida, pero no sirvió de mucho ante el gesto contrariado que recorría su arrugado rostro.
Johan, uno de los veteranos del hotel, era entrañable incluso enfundado en su uniforme negro impoluto, que, sin duda, le aportaba una mayor solemnidad. Su americana, con cuello mao, tenía una solapa que cruzaba su pecho adornada con dos filas paralelas de cierres dorados. Siempre iba impecable, sin ninguna arruga o mancha. No le había pillado ni una sola vez con un mechón de pelo cano fuera del sitio, ni con el sombrero redondo que ponía la guinda a su uniforme descolocado, y eso que tenía aspecto de ser incómodo. Muy incómodo. Pero, por encima de todo, Johan era el mejor de los botones. Y no daba puntada sin hilo.
Ante su carraspeo, no me quedaba más remedio que averiguar por qué estaba allí, o lo que era lo mismo, descubrir qué había hecho mal.
—¿Los clientes se han quejado? —pregunté.
—No. —Negó con la cabeza, lo que me alivió. No me apetecía nada recibir otra queja—. En eso siempre tienes suerte, ni siquiera han llegado al hotel. En eso, y en que siempre sea yo quien encuentre esto.
Con un rápido movimiento de muñeca, Johan mostró una libretita de cuero. Una muy especial.
Otro tipo de alivio me recorrió, haciendo que me olvidara de todo lo demás.
—¿Dónde estaba? ¡No la encontraba!
—Muchacha, un día perderás la cabeza —se rio tendiéndomela.
La cogí para guardarla en uno de los bolsillos de mi delantal blanco, dándole las gracias.
Ya en el pasillo, mientras cerraba la suite, Johan me ayudó a arrastrar el carrito sobre los listones de madera oscura y algo avejentada.
—¿Nuevas ideas rondando por la mente? —se interesó.
—Ya sabes que siempre hay algo. —Fue una respuesta vaga, pero nunca me ha interesado dar demasiada información.
El pasillo era lo suficientemente ancho como para que ambos entráramos con facilidad. Las paredes, decoradas con un elegante papel pintado, tenían en la parte baja frisos de madera que, junto a las lámparas de hierro y las formas rizadas, le daban un toque sofisticado. Todo el hotel estaba sumido en un aura de intimidad, con una iluminación tenue propiciada por la escasa luz natural: solo había una ventana, que, además, daba a un patio interior repleto de frondosa vegetación.
Johan y yo nos detuvimos justo delante del ascensor del servicio y, mientras esperábamos a que llegara, seguimos con nuestra peculiar conversación. Con él todas eran así.
—Tengo que irme pitando —confesé—. De hecho, debería haber salido hace por lo menos media hora.
—Cierto, me suena que tenías algo… ¿La fiesta? —tanteó recordando alguna conversación anterior.
Justo entonces llegó el ascensor y las puertas se abrieron con un suave zumbido.
—Bonnie me va a matar… —solté quejumbrosa, inclinando la cabeza hacia atrás desanimada.
Johan torció el gesto.
—Lo que tendría que preocuparte es irte ahora sola hasta allí —me regañó sin miramientos.
—No es tarde —contesté con la sombra de una sonrisa, y empujé de nuevo el carrito cuando llegamos al piso menos uno, al que solo podían acceder los empleados.
Como siempre, había varios compañeros uniformados que, atareados, nos saludaron a nuestro paso.
—¿Y cuando vuelvas sola no será tan tarde? —refunfuñó ayudándome a guardar el carrito en una de las habitaciones que había a mano derecha.
—Por favor, estamos en Edimburgo, Johan. No en Glasgow —recalqué divertida.
—Estamos en Edimburgo, correcto. Y también parece que se te olvida la fecha que es. Mañana se celebra Beltane. Y recuerda, muchacha, que eso no es ningún juego.
Contuve un suspiro ante sus palabras, pero no pude evitar que una risita se me escapara ante su expresión.
—Sí, sí —insistió el botones—. Seguid perdiendo el respeto por las costumbres de siempre.
—Vamos, Johan. Tan solo son unas hogueras y bailes —le azucé de forma amistosa.
—Pueden parecer unas fogatas inofensivas —continuó indignado Johan—, pero no puedes olvidar que, durante esa noche y las siguientes, los velos de los mundos se tambalean. Y te puedo asegurar, querida mía, que hay demasiadas cosas por las que tendrías que preocuparte. ¡Más de las que tu joven mente puede imaginar!
—Johan, deja de meter miedo a la chica —intervino de pronto Edward, con su sonrisa bonachona, antes de desaparecer tras una puerta de madera batiente que daba acceso a la cocina.
—No te preocupes, Edward. No me asustan los viejos cuentos —solté.
—Hazme caso por una vez, Skye —siguió Johan mientras observaba cómo me quitaba el delantal y me dirigía a mi taquilla—. ¿Es que se te ha olvidado en qué ciudad estás? No hay tantas historias de fantasmas porque sí. Edimburgo tiene un imán para ese tipo de problemas. Hazlo por mí, aunque sea. Esta noche no andes sola por las calles.
Y, por un momento, sus palabras me resultaron siniestras. La forma en la que me lanzó aquella advertencia, recordándome las leyendas que me habían acompañado desde que llegué provocaron que mi corazón se acelerara.
—¿Y si no me queda más remedio?
—Si no te queda más remedio, es bien sabido que debes darte la vuelta a los bolsillos y no mirar atrás. Solo así puedes salvarte.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo.
—Dios, Johan, ahora sí que me has dado miedo —confesé al botones, que, tras lanzarme una mirada enigmática, me dio la espalda alejándose.
Decidí centrarme en sacar mi ropa de la taquilla para cambiarme, intentando alejar la sensación angustiosa que las palabras de Johan habían sembrado en mí.
Cuando por fin conseguí salir del hotel, lo hice a la carrera. El móvil volvió a vibrarme en la mano y supe quién era sin necesidad de desbloquearlo.
Bonnie.
En el mensaje me preguntaba dónde diablos me había metido y por qué no estaba ya en su apartamento.
Era su cumpleaños y, como le había dicho a Johan, llegaba un pelín tarde.
Tecleé apresuradamente para decirle que yo ya estaba de camino y estudié con cierta urgencia mi reflejo en los escaparates de la calle mientras bajaba a la carrera hacia la parada del autobús.
Mi look no sería el más destacado de la noche, lo tenía claro; llevaba puesto lo primero que había pillado en el armario: vaqueros y un jersey de cuello vuelto con sus correspondientes capas interiores. Eso sí, me había asegurado de que la última fuera una camiseta con un escote lo suficientemente decente como para que pareciera que me había preocupado un mínimo.
Comenzó a caer una suave llovizna, típica de la ciudad y para la que tendría que estar preparada, pero, con las prisas, me había dejado en la taquilla la bufanda y el paraguas, y no podía permitirme volver al hotel, así que tendría que hacer de tripas corazón y esperar tener la suerte de que aquello no se convirtiera en tormenta. Al menos, hasta que me encontrara en la fiesta. Luego… ya se vería. Ahora solo me preocupaba no retrasarme todavía más.
¿Cuándo habíamos llegado a hasta aquí? Hacía dos días estábamos peleándonos con el dobladillo de las faldas de nuestro uniforme para hacerlas más cortas y ahora estaba corriendo a la parada del autobús para ir a su treinta cumpleaños.
—¡Aparte, señora! —dijo detrás de mí un chico que no debía de tener más de quince años.
Pasó tan rápido con su patinete eléctrico que ni me dio tiempo a verbalizar todo lo que bullía en mi mente: ¿cómo podía increpar a la gente de esa forma? Estaba en la acera, y sí, vale, podía ser que me hubiera detenido un momento, pero estaba en todo mi derecho. Y lo peor, ¿cómo que señora? Los treinta son los nuevos veinte y, a todo esto, ¿no estaba prohibido circular por la acera con un trasto como ese?
Señora tu padre.
Durante los cinco minutos que estuve esperando a que llegara mi bus, estuve escuchando la banda sonora de Orgullo y prejuicio con los cascos inalámbricos, el capricho que me había permitido en los últimos meses; porque todo en esta vida mejora si lo haces acompañada de una buena banda sonora.
Fijé la vista en la acera de enfrente para estudiar el escaparate de la galería Robertson, que, aunque estaba cerrada, mantenía la iluminación en algunas de sus obras expuestas. También me entretuve observando a los transeúntes y sonreí para mí, porque estaba convencida de que no podría haber escogido un lugar mejor para vivir. Siempre había movimiento y vida en esa ciudad, más aún con el festival de fuego que se celebraba al día siguiente en Calton Hill y que tenía todas las calles engalanadas de flores, aunque esa zona siempre está especialmente concurrida. Hanover Street está llena de pequeños negocios, sobre todo hoteles como ese en el que trabajaba a media jornada. No era mi sueño, pero tardaba menos de cinco minutos en llegar desde casa, el ambiente era bueno y me permitía sobrevivir. Por el momento, no podía pedir mucho más.
El autobús apareció y subí acompañada por los emblemáticos y calmados acordes de la señorita Bennet. Si no hubiera estado tan apurada habría ido caminando, pero la fiesta empezaba a las seis de la tarde y ya eran las siete y diez. Por suerte, Bonnie me quería mucho y entendía que a veces me dispersara con la cantidad de trabajo que tenía. Y más ahora, que estaba decidida a trabajar al cien por cien en el nuevo manuscrito.
Al recordarlo, y mientras me acomodaba en el asiento que había elegido, saqué de mi bolso la libreta de cuero que Johan había encontrado en algún lugar del hotel. Estaba claro que algún día perdería la cabeza, pero era más fuerte la necesidad de escribir la escena que había aparecido de improviso en mi mente que tener preparadas las habitaciones en mi turno. Y de ahí, todo lo demás.
Sin querer darle más vueltas de las necesarias, la abrí y pasé las páginas hasta localizar mis últimas anotaciones, y las releí por si podía aportar algo nuevo.
Aquello tenía que funcionar. Tenía que hacerlo.
Estaba trabajando en la novela. Así, con la entonación necesaria, denotando importancia.
Esa historia que cautivaría corazones y por la que se pelearían los diferentes grupos editoriales. Pero también esa que no conseguía arrancar porque, de pronto, parecía atascada entre el teclado de mi portátil y mis presurosas ideas anotadas en aquellos folios. Lo que llevaba escrito me parecía una sucesión inconexa de frases y diálogos, por decirlo de manera suave.
Eloise y Jack. ¡Eran Eloise y Jack!
En mi mente, su trama había tenido todo el sentido del mundo. ¿Qué digo mundo? ¡Del universo entero!
Me había parecido una historia electrizante, con un amor arrollador que tenía que luchar contra viento y marea frente a una serie de sucesos apasionantes que dejaría a los lectores boquiabiertos.
Sin embargo, a la hora de plasmarlo, todo fallaba. Lo sentía en lo más profundo de mi ser. Y eso era lo peor, porque había estado tan convencida de que sería la historia definitiva… De que lograría terminarla y, por fin, presentarla para que la pudieran valorar. Hacía demasiado tiempo desde la última vez que había intentado acabar una, y no estaba segura de que, en esa ocasión, todo fuese a tener un desenlace diferente.
Me apoyé en la ventanilla del autobús, observando cómo nos íbamos alejando del centro tras atravesar los jardines privados de la Reina, esos a los que no tenía acceso el público común, dejando detrás las vistas del Assembly Hall o la torre de The Hub.
Dejé que mi mirada vagara a través de la ventana y en cada parada breve del autobús intentaba que alguna persona captara mi interés o, por lo menos, hiciera volar mi imaginación. Como esa mujer de unos claros setenta años, con un pomerania blanco, ambos con chubasqueros rojos a juego. Me imaginé que esa entrañable mujer vivía en una casita de las afueras, de esas pequeñas, de tejado a varias aguas, con una chimenea retorcida de la que siempre salía humo, y con un jardincito lleno de plantas por donde su perro correteaba feliz.
O el chico de no más de veinte años, de larga melena y camiseta de un grupo de música metal, que tiró al suelo con desdén el cigarrillo que estaba fumando antes de subir al autobús. La casualidad hizo que subiera a la planta superior y se sentara justo delante de mí. Parecía enfadado con el mundo, y eso solo podía significar una cosa: mal de amores. ¿De quién estaría enamorado? Aunque podía ser de cualquier persona, me vino a la mente la imagen de una chica con jerséis de cachemir en colores pasteles y mirada dulce, cuyo artista favorito era el último cantante de moda, un contraste total con la de nuestro metalero malhumorado. Sí, eso era lo que le pasaba. No podía aceptar estar enamorado de Faith —ya hasta la había bautizado— y quería luchar contra esos sentimientos. Oh, lo suyo sería una tortuosa y pasional historia de amor… Lo estaba viendo y, sin embargo, tuve que detener mi alborotada mente al darme cuenta de que la siguiente parada era la mía. Y menos mal, porque ya solo me habría faltado saltármela.
Bajé y descubrí que la lluvia había cesado, pero el cambio de temperatura del sobrecargado autobús a la calle me hizo tiritar. Giré a la izquierda y entre esas calles amplias, con una mezcla de edificios antiguos y modernos, vislumbré al fondo la fachada de color beis de The Orchad, el pub donde más de una vez Bonnie y yo habíamos terminado con alguna copa de más. A escasos metros, la puerta de color granate que buscaba, una con el número 52 en latón. Llamé al telefonillo rezando por que me escucharan pronto, y abrieron sin contestar al otro lado del portero automático. Subí por las estrechas escaleras de aquel diminuto bloque hasta llegar al tercer piso, donde una única puerta, como era habitual en ese tipo de edificios, esperaba entreabierta.
Empujé la pesada puerta sin saber que aquella noche era el final de mi pacífica y normal vida.
Porque a veces, cuando deseas algo con fuerza, llega a cumplirse. Pero ¿acaso lo hace siempre de la forma en la que lo habías imaginado?
Sonaba «Evangeline», de Stephen Sanchez, cuando me adentré en el coqueto piso de mi mejor amiga. Debía de tener más de cien años y se caracterizaba por una distribución un tanto claustrofóbica, como el diminuto recibidor en el que casi no entraban dos personas por las escaleras con las que te topabas literalmente nada más entrar y que daban acceso a la segunda planta. Dejé los zapatos junto a los del resto de los invitados, fijándome bien en dónde los había puesto y cuáles eran, no por miedo a que me los quitaran, sino por el temor de llevarme los de otro. Sí, era esa persona, pero no lo hacía con maldad, sino por absoluto despiste; ya me había pasado alguna vez. Desde entonces, prestaba mucha atención a ese pequeño e insignificante detalle. Y como la música llegaba amortiguada desde el salón, donde debían de estar los invitados, fui directa a la pequeña alacena situada bajo las escaleras de madera antigua (que no «rancia», como se refería a ellas Bonnie por el sonido que producían al pisarlas), dispuesta a guardar mi abrigo y mi bolso. Pero alguien me lo impidió.
—Ahí no vas a encontrar espacio, déjalo en el dormitorio de Bonnie —me indicó una voz acompañada por el inconfundible crujido de las escaleras.
Valorando si había acabado por volverme loca y ahora alucinaba, levanté la mirada. Al parecer, seguía cuerda.
—Hola —saludé con la voz algo encogida por la impresión.
Aquello era surrealista. ¿Gavin Macpheson aquí, en la fiesta de Bonnie? ¿Qué me había perdido?
Los ojos de Gavin continuaron fijos en los míos mientras bajaba las escaleras y yo me limitaba a guardar silencio. Porque sí, su presencia me ponía nerviosa y nunca sabía qué decir. Y todo cobraba una dimensión mayor cuando te detenías en su altura: su porte elegante y distante, el rostro anguloso de mandíbula marcada, la nariz griega y aquellos labios con el arco de cupido perfectamente cincelado, y una piel inmaculada, sin ni siquiera una sombra de barba.
Sí, Gavin podía considerarse uno de los tíos más atractivos que había conocido en mi vida, pero todo lo que tenía de atractivo lo tenía de borde, gruñón y, por qué no decirlo, de raro. Porque, como Bonnie siempre repetía, lo era y mucho. Aunque, en realidad, yo lo veía solitario. Pero eso era otro cantar. Así que me limité a juguetear con mi abrigo entre las manos, nerviosa, sin saber cómo actuar mientras él acortaba las distancias.
—¡Vaya, vaya! ¿Quién se ha dignado a aparecer al fin? Te veo muy… tú —interrumpió una voz desagradable rompiendo el momento.
Miré por encima de mi hombro y descubrí a un achispado Kirk, el primo de Bonnie, a quien aborrecía. Aparté la mirada, pero eso no evitó que dejase caer una de sus manos sobre mi hombro izquierdo, con demasiado entusiasmo.
—Kirk, no sabía que venías. —Me obligué a sonreír mientras mis mejillas se encendían. No me podía creer que Gavin estuviera observando aquel bochornoso encuentro, en especial porque el primo de Bonnie siempre se las ingeniaba para humillarme. Por lo menos, no había suficiente luz para que ambos, él y el estúpido de Kirk, fueran testigos de mi vergüenza.
—Al final Marie pudo cambiar su turno en el hospital, así que aquí estamos. —Cómo era posible que alguien así pudiera encontrar pareja, o lo que es peor, reproducirse, escapaba a mi entendimiento. Si no me equivocaba, su pareja estaba embarazada de cuatro o cinco meses—. ¿Tú qué? ¿Sigues trabajando de librera? —Quiso averiguar con su empalagoso y repulsivo tono de voz—. Chica, tienes que labrarte un futuro. O sales de ahí ya, o…
Eché un vistazo rápido hacia donde se encontraba Gavin, quien, por su expresión, parecía atónito. Y no le culpaba. Kirk tenía la capacidad de crear siempre momentos incómodos.
—Estoy genial, Kirk. No hace falta que te preocupes por mí —respondí entre dientes.
Quería ahogarlo con el abrigo, que aún conservaba entre las manos, pero tendría que conformarme con meterle en mi nueva novela y asesinarle de la manera más cruel posible.
O mejor, ridícula.
Sí, eso me gustaba.
—Habrá que ver si puedes mantener…
Por suerte, y gracias a que alguien más entró en el recibidor, nos quedamos sin saber cómo terminaba su frase.
—¡Kirk! Marie te está buscando —le alertó Tommy con una amplia sonrisa que, sabía, no era sincera.
—Oh, disculpad —se apresuró a decir el primo de mi amiga, pero, antes de librarnos de su presencia, terminó por decir—: Luego seguimos.
—Claro —contesté en un susurro que, por la sonrisa de Tommy, supe que se había interpretado como deseaba.
—¿Cómo estás, Skye? —preguntó el novio de Bonnie, inclinándose para darme un beso y un abrazo.
—Disculpad —dijo entonces Gavin con su profunda voz, aprovechando el momento para seguir los pasos de Kirk.
Miré a Tommy y supo adelantarse a lo que iba a ser mi interrogatorio.
—No tengo ni idea de por qué le ha invitado. A ninguno de los dos, de hecho.
Sonreí porque la pregunta iba más bien dirigida a Gavin, pero Tommy tampoco soportaba a Kirk. Nadie lo hacía.
—Dame, ya te lo dejo yo arriba —se ofreció cogiendo mi abrigo—. Ve con el resto.
Asentí mientras veía a Tommy subir las escaleras hasta la modesta planta de arriba. El piso era coqueto, sí, pero sobre todo incómodo. En especial para alguien como Tommy, que casi llegaba a los dos metros. Todo lo que tenía de alto lo tenía de buena persona. Y, la verdad, cuando decidieron vivir juntos pensé que no tardarían mucho en mudarse, pero estaba claro que, a veces, el amor podía con todo. Porque ahí estaban, dos años en una casita de techos bajos e inclinados.
Suspirando, me quité alguna que otra pelusa del jersey de lana y me dirigí al salón, donde estaban el resto de los invitados. No debía de haber más de quince personas, pero parecía que acababa de adentrarme en mitad de un batallón. Uno cargado de alcohol, rodeados de las numerosas plantas colgantes de Bonnie y al son de la música indie que tanto le pirraba.
—¿Dónde te habías metido? —me preguntó cuando se abalanzó sobre mí para darme un abrazo. En cuanto se separó, como por arte de magia, apareció una copa en mi mano.
—Se me ha complicado el turno en el hotel —contesté de una forma evasiva, aunque no especialmente convincente, por el brillo en los ojos chocolate de mi mejor amiga.
—Entiendo —asintió vagamente dejándolo correr—. ¿Has comido algo? —preguntó, y antes de que terminara de negar, se inclinó para quitarle a Joe, uno de nuestros amigos de la época universitaria, la bandeja de bocaditos que parecía estar asaltando, y me la colocó debajo de la nariz.
—Eh… gracias —conseguí decir mientras aceptaba lo que parecía una brocheta de pollo rebozado y tartaletas de patatas con pimientos—. ¿Cuándo has preparado todo esto? —pregunté sorprendida mientras veía cómo Bonnie le encasquetaba la bandeja a otro.
—¿Yo? ¿Preparar? He contratado un pequeño cáterin. No todos los días cumple una treinta años. —Su justificación era comprensible pero innecesaria, así que me hizo sospechar.
Éramos muy malas ocultándonos secretos. Nos conocíamos desde preescolar, aunque nuestra amistad no se había forjado hasta llegar al colegio. Fue inevitable, dos almas rebeldes dentro de unas familias estrictas más preocupadas por las apariencias que por nosotras. Si estaba escondiéndome algo, no tardaría en confesar.
Sonreí ampliamente y procedí a devorar la tartaleta.
—Me parece estupendo —dejé caer.
Tres, dos, uno…
—No te lo parecerá tanto cuando sepas que he tenido que llamar a casa. —Finalmente soltó prenda.
—¡Bonnie! —maldije, y ella se encogió de hombros.
—Era eso o dejar que Tommy se encargara del menú. Y solo sabe hacer hamburguesas y perritos calientes.
—Te he oído —contestó Tommy desde un rincón cercano en el que charlaba tranquilamente con Murray y un par de chicos más.
Ella simplemente le dedicó una sonrisita malvada y le guiñó un ojo.
Eran adorables, pero yo solo podía pensar en las consecuencias de esa llamada.
—¿Y qué te han pedido a cambio? —quise saber. Estaba claro que, si habían accedido, era por algo.
Bonnie suspiró recolocándose su vestido vintage en color borgoña, que resaltaba sus curvas y su piel oscura.
—¿Aparte de recalcar que no querían que les devolviera el dinero porque era su regalo de cumpleaños?
—Ajá… —insistí comenzando a preocuparme por lo mucho que estaba esquivando el tema.
Por fin, soltó la bomba.
—Que fuéramos a cenar un día.
—¡Bonnie! —siseé—. Es una maldita encerrona —me quejé, pero ella enroscó el brazo en el mío y volvió a tentarme con otra bandeja de canapés.
—Venga, sabes que son de esas cosas que se dicen y nunca se hacen. Y, si no, sobreviviremos juntas. Como siempre.
Suspiré con pesadez mientras aceptaba los nuevos bocados y me dejaba arrastrar para saludar al resto de los invitados.
Sobre las diez de la noche, la fiesta se había reducido a pequeños grupos que charlaban de manera tranquila. Removí mi copa, distraída, y vi una vez más a Gavin, quien parecía salir a hurtadillas del salón.
—Oh, parece que se va —murmuró en mi oído Bonnie haciendo que me sobresaltara.
—¡Joder! —Me llevé una mano al pecho, y ella se rio a la vez que me alejaba de nuestro grupo de amigos.
—¿Qué hacías, Skye? ¿Mirar algo que no debes? —me pinchó jocosa.
Entrecerré los ojos y, mientras me recolocaba mi larga melena rubia, decidí insistir para entender la situación.
—¿Me vas a explicar qué hace aquí?
—¿Quién? ¿El buenorro de tu jefe? —La sonrisa de Bonnie era insultante. Me estaban dando ganas de zarandearla.
—No es mi jefe —señalé.
—Llámalo equis. Sabes perfectamente que es el que maneja la librería.
Me llevé el vaso a la boca y di un trago rápido mientras observaba con atención la puerta por la que Gavin había desaparecido.
—Me dijo que tenía que irse a las diez, así que… —continuó Bonnie, como si estuviéramos hablando de cualquier persona y no de él precisamente.
—¿Me lo vas a explicar de una vez? —insistí con tono indignado.
—No tienes que darle muchas vueltas. —Bonnie le quitó importancia con un gesto desenfadado de las manos—. Fui a la librería para comentarte algo de la fiesta, pero, cómo no, todavía no habías llegado. Y le vi ahí solo, serio, aburrido. No sé, tuve que invitarle. Al fin y al cabo, es un buen jefe.
—No es…
—Ay, da igual, Skye —me interrumpió—. Es el encargado, lo que viene a significar que es tu jefe. Asúmelo ya.
—¿Y por eso le invitas? Dices que es raro y…
—Sí, raro de narices. Pero, lo dicho, me dio un poco de pena. Ni siquiera pensé que fuera a aceptar. A ver cuándo le has visto tú fuera de esas cuatro paredes. He llegado a pensar más de una vez que vive allí. —Bonnie negó con la cabeza—. Una lástima. Con lo guapísimo que es…
Suspiré.
—Pero es un capullo.
—Un capullo encantador —añadió sonriendo—. Venga, vamos a por otra copa.
La noche era cerrada y volví a maldecir el haberme dejado la bufanda.
La fiesta de Bonnie había terminado mucho más tarde de lo que esperaba, y a esas horas, pasada ya la una de la madrugada, no había ningún bus disponible. Así que, sí, me quedaba por delante un maravilloso camino de vuelta. Tenía toda la pinta de que volvería a llover, y no de esa manera pausada y casi nostálgica a la que estábamos acostumbrados en aquella ciudad, sino con una fuerza bestial, como parecían anticipar los truenos que rompían por encima de mi cabeza.
«Estupendo».
—Ey, rubita.
Me giré al reconocer, en una milésima de segundo, el tono de voz.
—¿Qué haces aquí? —Me detuve mientras observaba cómo Bonnie se acercaba a la carrera sujetando su gorro de lana.
—No podía dejar que te fueras a casa sola sabiendo que ibas a necesitar esto —sacudió de manera encantadora un paraguas pequeño enfundado en una tela de lunares—, además de las terribles advertencias de Johan.
Puse los ojos en blanco ante sus últimas palabras.
—Puede que quieras quitarle importancia, pero te conozco y te ha dado mal rollo. Si no, no me lo habrías contado.
Di una suave patada a una piedra de la calle adoquinada.
—¿Has dejado a Tommy con todo el lío de la fiesta? —tanteé mientras Bonnie me adelantaba y no me quedaba más remedio que seguirla.
—No te preocupes por él, le encanta ocuparse de todo. Ya sabes que se pone todo zen mientras recoge.
Torcí el gesto, y ella supo interpretarlo.
—En la fiesta no hemos podido hablar con calma, y sé que te pasa algo.
Desvié la mirada e hice una mueca que, involuntaria o no, sabía que mostraba más de lo que me gustaría. Pero con Bonnie no guardaba secretos. Nunca.
—No fluye —confesé al fin.
—¿El qué?
—La historia nueva. Pensé… pensé que esta vez lo iba a hacer, pero no. Y es tan decepcionante…
—¿Por qué no fluye? —preguntó Bonnie con tiento mientras yo repetía el gesto.
—Si lo supiera, ya tendría la solución al problema. —Un nudo volvió a instalarse en mi pecho—. Creo que ya… ya no puedo más. Era mi última oportunidad. La última que me estaba dando sin saberlo.
Sentí un apretón sobre el hombro.
—Necesitas un descanso.
—Y también un milagro —añadí, pero no pude decir mucho más. Un fortísimo trueno rompió el cielo, asustándonos y desatando, por fin, la gran tormenta que llevaba amenazándonos toda la noche.
Bonnie y yo gritamos mientras abríamos nuestros paraguas, corriendo a resguardarnos bajo alguna cornisa.
—¿Te puedes creer qué mala suerte? —gruñó Bonnie.
—Mucho ha aguantado —confesé—. Estás a tiempo de volver a casa…
—No vas a escaquearte de esta conversación —dijo antes de asegurarse el paraguas encima de la cabeza y retomar la marcha.
Sonriendo, la seguí, porque, oye, sí, la tormenta se había desatado, pero la escena tenía su encanto. Si te gusta una ciudad, obsérvala bajo la lluvia. Te enamorarás aún más de ella, aunque viendo a Bonnie estaba claro que no todo el mundo pensaba igual.
Recorrimos las intrincadas calles en silencio y, cuando comenzamos a atisbar los árboles de los jardines de Princess Street, la lluvia cesó.
Y fue entonces cuando apareció.
Niebla.
Una densa y fantasmal niebla se levantaba conforme avanzábamos por la calle que atravesaba los jardines.
Bonnie se apretujó contra mí, enlazando un brazo con el mío, todavía sujetando el paraguas sobre nosotras.
—¿Por qué de pronto parece que estamos en una escena de Sleepy Hollow? —preguntó casi en un susurro.
Me fue imposible no hacerme la misma pregunta, pero preferí guardar silencio al no tener nada tranquilizador que añadir. Las advertencias de Johan resonaban en mi cabeza de forma siniestra y me alegré de tener a Bonnie conmigo. Miré al cielo, que de pronto parecía más despejado, y observé la luna. Era creciente y se ocultaba entre algunas nubes que aún sobrevivían agrupadas. Por su parte, las altas copas de los árboles, que ceñían la carretera que atravesaba el jardín, parecían retorcerse como queriendo mandar un mensaje. Como la niebla que había comenzado a aposentarse a nuestro alrededor igual que una manta lúgubre. Tanto que tuve la necesidad de frenar la marcha.
—¿Y si damos la vuelta? —propuse algo nerviosa.
—¿La vuelta? ¿No te dijo Johan que nada de mirar atrás? —recordó Bonnie.
—Ay, Dios… Por favor, no digas eso, que me da mal rollo —susurré mientras sujetaba su brazo y mi corazón latía con urgencia.
Nos miramos y Bonnie se obligó a sonreír, como si así consiguiera mitigar el ambiente en el que estábamos inmersas.
—Es solo niebla. Nos estamos sugestionando.
Asentí con cierto reparo y continuamos atravesándola con un paso lento y precavido ante la escasa visibilidad que apenas permitía apreciar nada a un palmo de distancia. De pronto, la niebla comenzó a disiparse.
—¿Dónde estamos? —Bonnie fue la primera en hablar, dando vueltas sobre sí misma.
—Esto… —Fue lo único que conseguí decir mientras observaba incrédula nuestro alrededor.
Seguíamos en Edimburgo, de eso estaba segura, pero era imposible que hubiéramos andado tanto como para alejarnos de los jardines de la Reina. La calle, salvo por la tenue luz de algunos farolillos anclados en las fachadas de los edificios que nos rodeaban, estaba prácticamente a oscuras. A mano derecha teníamos lo que debía de ser un bloque de casas privadas, todas con las ventanas cerradas. Alguna incluso estaba decorada para Beltane.
—Estamos en Ramsay Garden —señaló Bonnie con la mirada apuntando al pequeño letrero blanco que lo indicaba.
—Eso es…
—Imposible —terminó de decir por mí.
—¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
—¿Atravesando la niebla? —tanteó, como si supiera que el simple hecho de pensarlo era absurdo.
Y es que lo era. Ramsay Garden no estaba lejos, pero habríamos tardado un rato en llegar hasta allí.
Aquella situación me estaba poniendo los pelos de punta y Bonnie, a mi lado, estaba más seria que nunca.
—¿Quieres que llame a Tommy para que venga a buscarnos? —propuso rebuscando en su mochila de cuero.
—Sí, creo que es lo mejor —contesté nerviosa, abrazándome a mí misma y observando cada rincón, como si en cualquier momento fuera a saltar algo sobre nosotras.
Miré histérica a Bonnie al escuchar su quejido a mi lado; parecía estar peleándose con el móvil.
—¿Qué pasa?
—No hay cobertura —respondió—. Es raro, ¿no?
—¿Cómo que no hay cobertura? —repetí mientras buscaba el mío, pero estaba sin batería, así que me incliné sobre el suyo para asegurarme de que, en efecto, no hubiera ni una sola barra.
Intenté buscar alternativas, pero ante nosotras solo había un pequeño jardín privado; a la izquierda, una calle que conducía a un acceso a Castlehill, que a esas horas estaba cerrado; y hacia la derecha, nuestra última opción: un callejón estrecho.
Bonnie y yo volvimos a mirarnos.
—¿Echamos un vistazo? —tanteó siguiendo mi línea de pensamientos.
—¿En serio? —pregunté horrorizada.
—A ver, si hubiera tenido que pasarnos algo malo, ya habría sucedido —planteó con una lógica que no comprendía.
—¡O no! —repliqué—. Quizás algo terrible nos está esperando al final de ese callejón. Me parece que has visto muy pocas películas.
—O tú demasiadas —rebatió—. Venga, al menos para comprobar la cobertura.
—Pero ¿y si…?
—Echamos a correr.
Estaba claro que, si íbamos a ser las próximas protagonistas de un slasher, nuestro papel iba a ser corto. A pesar de eso, accedí.
Todo estaba en silencio. Tanto que, incluso, me daba la impresión de que nuestras pisadas creaban eco. A pocos metros de nosotras, la vía acababa en una pequeña plaza bordeada por tres edificios de viviendas residenciales, cada uno de un color y forma particulares. En la planta baja de uno de ellos, el de color teja, que incluía una curiosa torreta en forma hexagonal, se podía apreciar luz a través de unas cortinas púrpuras.
Nos acercamos, entonces, a la puerta principal, francesa y de color negro, custodiada por dos vidrieras en cada extremo. Encima, un friso tallado con tres figuras que parecían sátiros y, sobre este, un letrero en el que dos manos rodeaban una bola de cristal en color dorado.
—¿Una tienda de adivinación? —pregunté mirando a Bonnie, que tenía la misma expresión de sorpresa que yo pintada en la cara—. ¿Qué hace abierta?
—No lo sé. ¿Entramos y lo averiguamos?
Pero aquella pregunta fue mera cortesía. La decisión estaba tomada.
Empujamos la puerta de madera acompañadas por el tintineo de varias campanitas que anunciaban nuestra llegada. Un fortísimo olor a incienso inundó mis fosas nasales nada más entrar. El lugar era extravagante, pero, si lo pensaba bien, concordaba con la imagen que todos tenemos de una tienda de sortilegios. Y, aun así, lo observa con una mezcla de fascinación y cautela.
El espacio era pequeño, aunque también podía ser que esa sensación de asfixia la provocara la cantidad de estanterías destartaladas que cubrían cada una de las paredes de la tienda, todas ellas repletas de objetos de lo más… pintorescos: desde caretas grotescas de cosas que no podía identificar a calaveras de diferentes tamaños, algunas de las cuales parecían casi humanas. Una gigantesca araña de cristal y varias velas de numerosos colores (algunas con la cera tan derretida que me hacía cuestionar si no era peligroso mantenerlas de esa forma sobre las repisas de madera) aportaban una tenue iluminación a la estancia y evidenciaban la cantidad de polvo acumulado sobre ella.
Sin embargo, no estuvimos mucho más tiempo solas, porque justo cuando yo estaba admirando lo que parecían unas pequeñas piedras con preciosos colores y formas, una de las cortinas que teníamos enfrente, la que en teoría daba paso a la trastienda, se abrió para mostrar a la que debía de ser la dueña de la tienda.
—Buenas noches, queridas. Bienvenidas.
Bonnie y yo levantamos la mirada para descubrir a una mujer mayor de piel arrugada y bronceada, pelo negro azabache salpicado por numerosas canas y un paso lento que dejó al descubierto una leve cojera producto de la edad.
—Buenas noches —respondió mi amiga.
Yo sonreí por educación, y la anciana nos devolvió el gesto mostrándonos sus escasos dientes manchados.
Una sensación de intranquilidad me recorrió entera e hizo que volviera a prestar atención a toda la tienda en un rápido repaso, como si necesitara asegurarme de que estábamos solas, aunque algo me decía que no podía fiarme únicamente de lo que veía.
—¿Qué necesitáis? —preguntó entonces entrecruzando las manos, haciendo que las numerosas pulseras que llevaba encima entrechocaran con un leve tintineo.
Bonnie y yo compartimos una mirada breve, y yo me aclaré la garganta antes de hablar. Los ojos de la anciana, tan oscuros como el fondo de un pozo, se centraron en mí y me pusieron todo el vello de punta.
—Mire, la verdad es que ha sucedido algo muy extraño.
—¿De veras? —preguntó con una sonrisa suspicaz.
Un mal presentimiento me erizó la piel. Lo que necesitábamos era salir de ese sitio, y cuanto antes mejor.
—Había mucha niebla y nos hemos quedado sin batería en los móviles. Necesitamos…
—No es eso lo que necesitas —me interrumpió dejándome algo cortada.
—¿No? —pregunté confundida.
Se giró y comenzó a recorrer su tienda, abriendo compartimentos de varias cajas que tenía repartidas por las estanterías, incluso algunos aparentemente ocultos. Estaba buscando algo. Miré a Bonnie, que me devolvió la mirada con la misma confusión que debía de estar viendo en mí.
—¿Qué está buscando? —se atrevió a preguntar, pero la anciana siguió entretenida en su tarea sin hacernos ningún caso, hasta que de repente dio un chillido de felicidad que me sobresaltó.
—Aquí, aquí —canturreó girándose de nuevo hacia mí.
No se dirigía a las dos. No a Bonnie, sino a mí, y casi me da algo cuando la vi acercarse con una sonrisa siniestra.
—Esto es lo que necesitas. —Sin darme tiempo a reaccionar, extendió una mano huesuda y, sujetando las mías con su tacto helador, apoyó algo sobre mi palma.
Llevé la mirada hacia allí para descubrir… una pluma. Una pluma estilográfica espectacular: de un impresionante color azul pavo real, con destellos metalizados; tenía intrincados dibujos en color dorado en el cuerpo y la punta.
—Es preciosa —susurré maravillada.
—Lo es.
La voz de la anciana hizo que saliera de mi ensimismamiento.
—Pero realmente no la necesito —dije haciendo el amago de devolvérsela; ella negó con la cabeza.
—Ahora no lo sabes, pero sí que la necesitas. Por eso habéis aparecido aquí.
Sus enigmáticas palabras hicieron que me pusiera en alerta.
—¿Cómo que aparecer aquí? ¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Bonnie mientras la adivina nos guiñaba un ojo y se dirigía a la puerta de su tienda.
Nos estaba echando.
—No tengo más tiempo para vosotras, queridas. —Esa fue su única respuesta.
—Pero… no puedo llevarme esto. ¿Cuánto cuesta? —pregunté cuando sentí que comenzaba a empujarnos.
La mujer chistó y se detuvo, observándome con una seriedad que me dejó muda.
—Escúchame bien, debes llevártela. Ella te ha escogido y así funcionan las cosas aquí.
—¿Aquí? —repetí—. ¿Cómo que aquí?
—Demasiadas preguntas. Demasiadas —se quejó, volviendo a hacer amago de echarnos.
Pero fue Bonnie quien, justo cuando pusimos un pie fuera de la tienda, formuló la pregunta correcta:
—¿Por qué la ha escogido?
Una amplia y siniestra sonrisa cruzó su rostro antes de responder:
—Oh, eso ya lo averiguará ella.
Me desperté con la claridad que se filtraba entre las cortinas de mi dormitorio, esa que se colaba entre las nubes… Un momento. El letargo desapareció de un plumazo y abrí los ojos sorprendida, estudiando mi alrededor. ¿Cómo narices había llegado hasta allí? ¿Cuándo había vuelto a casa? Retiré las sábanas y salí de la cama. El asombro se acentuó al descubrir que llevaba puesto mi pijama. Lo último que recordaba de la noche anterior era estar frente a la tienda de adivinación, justo cuando la anciana nos había echado. Y después… nada. No recordaba nada más.
Salí veloz hacia el salón y maldije cuando mi pie descalzo chocó con la mesita mientras me dirigía hacia la barra de la cocina que separaba ambos espacios. Necesitaba llamar a Bonnie y rellenar los espacios en blanco, pero, mientras rebuscaba en el bolso tratando de encontrar mi móvil, recordé que la noche anterior me había quedado sin batería.
«¡Genial!».
Sin embargo, aquel pensamiento se vio interrumpido por la inconfundible vibración de una llamada entrante. ¡¿Cómo era posible?!
Localicé el teléfono sin salir de mi estupor y miré anonadada la pantalla. En ella leí el nombre de Bonnie, pero también que la batería estaba al cincuenta por ciento.
—Por favor, dime que recuerdas cómo he llegado a casa. —Ese fue mi saludo.
—Joder, ¿tú tampoco? Te llamaba justo por eso. —Esa fue la respuesta de Bonnie.
—¿Qué narices pasó anoche? —murmuré girando sobre mis talones. Repasé el mobiliario en busca de algo que me diera una pista, pero nada parecía sospechoso.
Un silencio denso tomó protagonismo al otro lado de la línea.
—¿Bonnie? —agarré el móvil con fuerza—. Dime, por favor, que tú también te acuerdas de la adivina y su tienda.
—Sí, tranquila. —Suspiré aliviada cuando la escuché—. Incluso la puñetera niebla. Pero no logro recordar nada de lo que pasó después.
—¿Y Tommy? —pregunté de pronto, como si un halo de lucidez me hubiera atravesado—. Te habrá visto llegar a casa, ¿no?
—Sí, yo también he pensado en eso, pero estaba dormido. Dice que no me oyó llegar.
—¡Joder! —maldije.
—No pasa nada, bebimos un poco, seguro que es por eso; no le demos más vueltas.
—¿Y si es como en las películas y la liamos? ¡Vandalismo! O peor, ¿algún crimen sanguinario y tenemos un shock postraumático…?
—Para, para —me interrumpió Bonnie, y lo agradecí, porque ya estaba en bucle.
Me dejé caer sobre el sofá, algo destartalado, y detuve la mirada en la estantería que tenía frente a mí, repleta de libros. La joya de la corona de la casa.
—Tranquilízate, ¿vale? —continuó Bonnie—. No hemos cometido ninguna locura, tan solo… hemos olvidado un pequeño e insignificante episodio de nuestra vida.
—¿Y si fue por la niebla? —apunté otra teoría que bombardeó mi mente.
—¿La niebla? —La ironía era palpable en el tono de su voz.
Suspiré abatida e, intranquila, me incorporé de nuevo del sofá para recorrer el apartamento mientras hablaba.
—Solo estoy intentando encontrar una lógica a todo esto —me justifiqué.
—Sí, lo entiendo. Pero deja de pensar como si fuéramos las protagonistas de una peli de terror o de Resacón en Las Vegas.
Ante sus palabras, puse los ojos en blanco.
—Lo más extraño es que tengo puesto hasta el pijama y estoy desmaquillada —confirmé estudiando mi reflejo en el pequeño espejo que tenía justo antes de entrar a mi dormitorio.
—Sí. Yo también, así que nuestro misterioso episodio va a ser más aburrido de lo que…
No pude oír nada más. Lancé un grito mientras retrocedía sobre mis pasos hasta chocar con la pared a mis espaldas.
—¿Skye? ¿Estás bien? —preguntó alarmada.
En mi habitación, sobre el pequeño escritorio colocado frente a la ventana abuhardillada que daba a la calle, yacía la prueba que había estado buscando. No había rastro de los libros que solía dejar olvidados, ni libretas, ni siquiera mi viejo portátil estaba encendido. Quizás por eso la había reconocido al instante.
—¡Skye! Contesta ahora mismo o llamo a urgencias. ¿Sigues viva o te ha dado una embolia? ¡Dime algo! —Bonnie me trajo a la realidad.
—Está… —Tuve que aclararme la voz mientras seguía con la mirada fija en ello—. Está aquí.
—¿Quién está allí? ¿Ha entrado alguien? Llamo a la policía ya.
—La pluma, Bonnie —dije por fin—. La puñetera pluma está aquí.
—Vale, no pasa nada. La adivina te la dio y nos la llevamos. Fin —recalcó Bonnie mientras observábamos la pluma desde la lejanía.
Después de la llamada, Bonnie se había presentado en casa en menos de veinte minutos. La situación era lo suficientemente extrema como para coger un taxi.
—Nada de «fin». ¿No recuerdas que decidí dejarla delante de la puerta de la tienda?
Eso lo tenía claro. Me asusté por lo extraño de la situación y decidí que lo mejor era dejar aquel peculiar regalo en la puerta de la tienda con la esperanza de que la anciana la viera cuando saliera.
—Mira, ya está. La voy a tirar a la basura —dijo con determinación.
—¡No! —Impedí que avanzara—. ¿Y si lo hacemos y nos pasa algo malo?
Bonnie puso los brazos en jarra.
—¿Por tirarla? ¡Anda ya! Dudo que pase nada. —Bonnie, ante mi gesto, suspiró—. Vale, pero algo tendrás que hacer con ella.
—No pienso tocarla —sentencié.
—Skye…
—Bonnie.
—Es solo una pluma —volvió a la carga.
—Sí, una que me dio una chalada tras atravesar un banco de niebla y que desde que está en mi poder ha hecho que entremos en un episodio grave de amnesia —recalqué.
Ella suspiró de nuevo.
—¿Y si volvemos a la tienda y hablamos con la anciana? —propuso, y, por un instante, lo medité. Pero con tan solo recordar lo siniestra que era la tienda y las sensaciones que me habían recorrido, me negué.
—En fin —dijo—, no me das otra opción.
Casi sin poder reaccionar, fui testigo de cómo se acercaba al escritorio, cogía la pluma sin titubear y, en un rápido movimiento, abría la ventana y la lanzaba al vacío.
—¡¿Qué haces?! —Fue lo único que pude articular.
—Ya está. A la mierda la pluma —dijo Bonnie todavía con la vista en la ventana.
—¡¿Estás loca?! —quise saber entre estupefacta y cabreada.
—No me mires así. Lo mejor era deshacerse de ella, y como sé que tú no ibas a ser capaz, me he encargado yo.
Me llevé las manos a la cabeza y comenzaron a bombardearme pensamientos la mar de lúgubres, desde que iba a ser víctima de una maldición gitana por haberme deshecho del regalo que me habían brindado hasta que la policía no tardaría en llamar a la puerta del apartamento porque la pluma, con ayuda de la gravedad y el impulso que Bonnie le había dado, se había convertido en un proyectil letal que acababa de matar a algún pobre transeúnte al que le había caído de lleno en la cabeza.
—Skye, tía, respira. No va a pasar nada —me prometió con una calma insultante.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
Bonnie se acercó a mí.
—Venga, recoge tus cosas y vente con Tommy y conmigo. Te vendrá bien despejarte.
Sabía que irían a pasar el día a la costa, probablemente a North Berwick, un pueblecito monísimo a media hora que les encantaba, pero, a pesar de lo que pudiera pensar, prefería estar sola. Toda aquello me estaba drenando la energía.
—No, gracias. Tenía pensado pasar un rato por la librería…
—Tía, te quiero, pero tu plan es un rollo. ¿Seguro que no te quieres venir? —Negué con la cabeza y en su cara apareció una sonrisilla maligna—. ¿No te habrás vuelto a bajar Tinder?
—Ni borracha. Soy muy feliz como estoy. Gracias.
Comencé a empujarla fuera de mi habitación, pero ella volvió a la carga con su discurso de siempre: le encantaba enumerarme las razones por las que debería volver a intentar quedar con desconocidos, algo que no me había funcionado en el pasado y que no estaba dispuesta a volver a probar.
Después de mi última ruptura, hacía ya más de dos años, no había tenido mucha suerte en el terreno sentimental; no obstante, en realidad no era algo que me preocupara. Ahora quería centrarme en mi faceta profesional, aunque eso también hacía agua.
Me despedí de mi mejor amiga, esquivando sus intentos por convencerme de salir de mi acomodada vida de cincuentona, como ella lo llamaba, y, ya sola en mi pequeño ático, decidí que lo mejor que podía hacer era olvidarme de la noche anterior y seguir con mi vida.
Vivir en Edimburgo era un sueño, pero uno muy caro, y, si quería continuar viviendo en el centro, un solo trabajo no bastaba. Era cierto que no tenía que pagar mensualmente ninguna cuota de alquiler o hipoteca, mi abuelo se había encargado de dejarme en herencia el coqueto piso, para sorpresa de todos, pero, aun así, necesitaba ambos trabajos. Lo ideal hubiera sido poder estar únicamente en la librería, si bien allí solo estaba a jornada partida, y aunque el sueldo era bueno, no era suficiente.
No me quejaba de trabajar en el hotel. Al fin y al cabo, estaba al lado de casa, el ambiente era bueno y me encontraba a gusto. Limpiar habitaciones no era mi trabajo ideal, claro, pero de algo había que vivir.
Aquel día, la tienda estaba cerrada y eso era justo lo que necesitaba. Un rincón tranquilo donde poder enfrentarme de nuevo a mi próxima novela.
En casa me distraía; sin embargo, la librería, donde estaba rodeada de cientos de libros, de su olor y su ambiente, era el lugar idóneo. Además, sabía que a Gavin no le importaba que fuera. Porque, sí: aunque no quisiera admitirlo, era mi jefe. O el encargado. Como se quisiera llamar.
Me puse mis cascos, una lista aleatoria de bandas sonoras; caminé con paso ligero aprovechando que hacía buen día e intenté centrarme en la historia de Jack y Eloise. O esa era la idea, porque… no había caído en que, para llegar a Books & Mac, tenía que hacer parte del camino que, supuestamente, Bonnie y yo habíamos recorrido la noche anterior al atravesar la niebla.
Mierda.
¿Y si pasaba por la tienda?
La sombra de la duda me asaltó, pero enseguida la deseché.