La manipulación de la verdad - Peter Pomerantsev - E-Book

La manipulación de la verdad E-Book

Peter Pomerantsev

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Beschreibung

Cuando la información es un arma, el mundo entero está en guerra. Hace cuarenta años, los padres de Peter Pomerantsev tuvieron que abandonar la Ucrania soviética, donde la censura impedia el libre acceso a la verdad y a toda la información. Hoy las cosas han cambiado radicalmente y vivimos en una nueva era en la que la abundancia de datos es abrumadora, pero paradójicamente eso no ha aportado los beneficios que esperábamos. La guerra de la información que en la actualidad se libra en las redes, tanto en regímenes autoritarios como en democracias, ha conseguido contaminar y modificar la verdad rodeándola de noticias falsas. En La manipulación de la verdad, Pomerantsev analiza y denuncia de forma brillante las estrategias y los intereses para manipular la realidad, que se dan en todos los niveles: desde bots y hackers anónimos hasta gobernantes como Putin y Trump.

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Título original inglés: This Is Not Propaganda.

© del texto: Peter Pomerantsev, 2019.

© de la traducción: Ana Nuño, 2022.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2022.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: noviembre de 2022.

REF.: OBDO115

ISBN: 978-84-1132-170-9

ELTALLERDELLLIBRE•REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)

si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados.

PREFACIO«¡TELEGRAMA!»

Al salir del mar lo arrestaron en la playa. Dos hombres trajeados vigilaron su ropa mientras se bañaba. Le ordenaron que se vistiera enseguida, que se pusiera los pantalones encima del bañador mojado. Durante el trayecto, el bañador, que aún seguía mojado, se fue encogiendo a medida que se enfriaba, y dejó una mancha de humedad en los pantalones y en el asiento trasero. Tuvo que dejárselos puestos durante el interrogatorio. Hacía esfuerzos por mantener un aspecto digno, pero el calzón húmedo le hacía retorcerse en la silla. Se dio cuenta de que lo hacían a propósito. Eran expertos en la materia, aquellos oficiales de rango medio del KGB, unos verdaderos maestros en minúsculas humillaciones y microjuegos mentales.

Se preguntaba por qué lo habían detenido aquí, en Odesa, y no donde vivía, en Kiev. Hasta que comprendió. Era agosto y ellos querían pasar unos días cerca del mar. Entre un interrogatorio y otro lo llevaban a la playa y aprovechaban para darse una zambullida. Mientras uno se quedaba sentado con él, el otro se iba a nadar. En uno de aquellos periplos playeros, un pintor instaló su caballete. Parecía que quería pintarlos. El coronel y el mayor se pusieron nerviosos, eran del KGB y nadie debía registrar sus imágenes en medio de una operación.

—Ve a ver lo que está dibujando ese —le ordenaron al prisionero.

Se acercó y echó un vistazo. Ahora le tocaba a él tomarles un poco el pelo.

—Yo no me parezco mucho que digamos, pero lo que sois vosotros estáis quedando que ni pintados.

Había sido detenido por «distribución de literatura nociva entre amigos y conocidos». Se trataba de libros censurados por contar la verdad sobre el Gulag soviético (Solzhenitsyn) o porser obra de exiliados (Nabokov). Su caso apareció publicado en el diario Crónica de los Eventos Actuales. El Crónica era un periódico clandestino en el que los disidentes soviéticos documentaban noticias censuradas sobre detenciones políticas, interrogatorios, registros, juicios, palizas y atropellos a presos. Las informaciones circulaban de boca en boca o salían de los campos de trabajo en diminutas cápsulas de polietileno fabricadas por los mismos detenidos. Había que tragarse las cápsulas y, tras ser debidamente defecadas, su contenido era mecanografiado y fotografiado en un cuarto oscuro. Después circulaba lentamente de persona a persona, oculto entre las páginas de libros y en valijas diplomáticas, hasta llegar a Occidente y ser entregado a Amnistía Internacional o difundido a través del servicio mundial de la BBC, la Voz de América o Radio Europa Libre. Las noticias estaban escritas en un estilo seco y directo.

«El interrogatorio corrió a cargo del coronel del KGB V. P. Men’shikov y el mayor del KGB V. N. Mel’gunov. El sujeto rechazó los cargos por considerarlos infundados y no probados. Se negó a declarar sobre amigos y conocidos. Durante los seis días que duró el interrogatorio se alojaron en el Hotel Nuevo Moscú».

Cuando uno de los interrogadores se ausentaba, el otro sacaba un libro con problemas de ajedrez y se ponía a resolverlos mientras mordisqueaba la punta del lápiz. Al comienzo se preguntó si se trataba de un astuto juego mental, pero acabó comprendiendo que el tipo era un vago que se dedicaba a matar el tiempo en el trabajo. Al cabo de seis días le permitieron volver a Kiev. Pero la investigación continuaba. Al salir de su trabajo en la biblioteca, en el camino de vuelta a casa, un coche negro se acercaba y lo recogía para conducirlo a otra sesión de interrogatorios.

Mientras aquello duró, la vida siguió su curso. Su novia quedó embarazada. Se casaron. En la recepción, al fondo de la sala, un fotógrafo del KGB observaba. Se fue a vivir con la familia de su mujer, en un piso delante del parque Goloseevsky donde su suegro había levantado un palacio de jaulas para sus docenas de canarios. Las plumas palpitantes surcaban como flechas la pajarera contra el telón de fondo del parque. Cada vez que sonaba el timbre de la puerta se sobresaltaba temiendo que fuera el KGB, y mecánicamente quemaba todo lo que pareciera incriminatorio: cartas, artículos de samizdat, listas de detenidos. Los canarios aleteaban, presos del pánico. Se levantaba muy temprano, procurando no hacer ruido. Encendía la radio Spidola, ponía el dial en onda corta, sacudía la antena para quitar la estática de las interferencias. Se subía a la silla y a la mesa para mejorar la recepción, mientras hacía eslalon acústico con el dial entre programas de pop de Alemania del Este y bandas militares soviéticas. Con la oreja pegada al altavoz, se abría paso entre silbidos y crujidos hasta oír las palabras mágicas: «Aquí, Londres», «Aquí, Washington». Escuchaba las noticias sobre detenciones. Leyó el ensayo de 1921 del poeta futurista Velimir Jlébnikov, «La radio del futuro»:

La radio forjará la cadena ininterrumpida del alma global y fusionará a la humanidad.

El cerco se estrechaba alrededor de su círculo. A Grisha se lo llevaron al bosque y le pegaron una paliza. A Olga la acusaron de ejercer la prostitución y, para remachar el mensaje, la encerraron en una clínica de enfermedades venéreas con prostitutas de verdad. Geli fue detenido en Preventiva, y, como se negó a recibir tratamiento, acabó palmándola.

Se preparaban para lo peor. Su suegra le enseñó un código secreto a base de salchichas: «Si las salchichas que te lleve están cortadas de derecha a izquierda, significa que hemos conseguido transmitir la noticia de tu detención a Occidente y que ha sido difundida por la radio. Si las he cortado de izquierda a derecha, significa que hemos fracasado».

«Parece un viejo chiste o el episodio de una mala película, pero sucedió de verdad —escribiría más tarde—. Cuando el KGB llega de madrugada y murmuras, somnoliento: “¿Quién es?”, casi siempre responden: “¡Telegrama!”. Estás medio dormido y tratas de no despertarte del todo para volver pronto a la molicie del sueño. “Un momento”, te quejas, mientras tanteas en busca de unos pantalones, buscas algo de cambio para pagar al mensajero y abres la puerta. Pero lo más penoso no es que vinieran a buscarte, ni que te hubieran hecho madrugar, sino que tú, como un niño pequeño, te tragaste la farsa del telegrama. En la palma caliente de la mano aprietas las monedas, ahora sudadas, y contienes unas lágrimas de humillación».

El 30 de septiembre de 1977, a las ocho de la mañana, su hijo nació entre dos interrogatorios. Mi abuela quería que me pusieran Pinhas, como se llamaba su abuelo. Mis padres preferían Theodore. Acabé llamándome Piotr, la primera de muchas negociaciones con mi nombre.

Han pasado cuarenta años desde que mis padres sufrieron la persecución del KGB por reclamar el simple derecho a leer, escribir, escuchar lo que quisieran y a decir lo que desearan. Hoy, el mundo que anhelaban, un mundo en el que la censura caería como cayó el Muro de Berlín, puede parecernos mucho más cercano. Después de todo, vivimos en lo que los expertos llaman una era de «abundancia de información». Pero los supuestos en los que se basaron las luchas por los derechos y las libertades en el siglo XX, entre ciudadanos armados con la verdad y la información y regímenes con sus censores y su policía secreta, han dado un vuelco. Ahora tenemos acceso a más información que nunca, pero con ello no solo hemos obtenido beneficios, como creíamos.

Porque, en efecto, se suponía que más información significaba más libertad para enfrentarse a los poderosos, pero lo cierto es que también a ellos les ha facilitado el descubrimiento de nuevos mecanismos para aplastar y silenciar las voces disidentes. Se suponía que más información traería debates más serios, pero parece que ahora somos incapaces de deliberar. Se suponía que más información facilitaría el entendimiento mutuo, más allá de las fronteras, pero también ha hecho posible la aparición de nuevas y más sutiles formas de conflicto y subversión. Vivimos en un mundo de persuasión masiva y enloquecida en el que los medios de manipulación prosperan y se multiplican, un mundo de publicidad oscura y operaciones psicológicas, de hackers y bots, de soft facts, deep fakes y fake news, del Estado Islámico y Putin, de troles y Trump...

Cuarenta años después de la detención y los interrogatorios de mi padre, me encuentro siguiendo las borrosas huellas del trayecto recorrido por mis padres, aunque sin un ápice de su valor, peligro o certezas. Mientras escribo esto (aunque, debido a las turbulencias económicas, es posible que no sea así cuando lo leáis), dirijo un programa en un departamento de una universidad londinense dedicado a investigar nuevos tipos de campañas de influencia. También podría llamarlo, más informalmente, «propaganda» a secas, pero prefiero no hacerlo. Es una palabra demasiado manida y maltratada, considerada por algunos como un engaño, mientras para otros es una actividad neutra de propagación.

Tengo que confesar, además, que no soy un experto, y que este no es un trabajo académico. Soy un productor de televisión que ha dejado de ejercer como tal, y, aunque sigo escribiendo artículos y ocasionalmente presento algún programa de radio, me encuentro en un punto de mi vida desde el que a menudo observo con recelo mi antiguo nicho en los medios de comunicación. A veces incluso me siento horrorizado por lo que hemos desatado. Mi trabajo de investigación me ha llevado a relacionarme con revolucionarios de Twitter y populistas emergentes, troles y elfos, visionarios del «cambio de comportamiento» y charlatanes de la «infoguerra», fanboys y yihadistas, identitarios, metapolíticos, polis de la verdad y pastores de bots. De vuelta a mi provisional oficina en una torre hexagonal de hormigón, traigo todo lo que he aprendido de ellos y lo vierto, en forma de conclusiones y recomendaciones sensatas, en pulcros informes y presentaciones de PowerPoint. La finalidad de este ejercicio es establecer un diagnóstico y proponer soluciones a la avalancha de desinformación, fake news, «infoguerras» y «guerras contra la información».

Pero ¿acaso es posible hacer esto? Las meticulosas viñetas de mis informes dan por hecho que existe realmente un sistema coherente y que es posible modificarlo, que para arreglarlo todo basta con un puñado de recomendaciones técnicas aplicadas a las nuevas tecnologías de la información. Pero los problemas son mucho más serios. En el marco de mis actividades profesionales, cuando hago presentaciones de mi trabajo ante un público de expertos, siempre me sorprende lo perdidos que parecen estos representantes del menguante Orden Democrático Liberal, el mismo que se formó en no poca medida a raíz de los conflictos de la Guerra Fría. Los políticos ni siquiera saben lo que representan sus partidos, los burócratas ignoran dónde reside el poder, las fundaciones multimillonarias abogan por una «sociedad abierta» que hace tiempo dejaron de ser capaces de definir. Grandiosas palabras que antaño parecían pletóricas de significado, palabras por las que las generaciones anteriores estuvieron dispuestas a sacrificarse —«democracia» y «libertad», «Europa» y «Occidente»— se han visto sobrepasadas por la vida real; de modo que ahora, al escribirlas, son como cáscaras vacías de las que emana un último destello de luz y calor, o como un archivo informático al que no podemos acceder porque hemos olvidado la contraseña.

Hasta el lenguaje que utilizamos para situarnos —«izquierda» y «derecha», «liberal» y «conservador»— parece desprovisto de sentido, y no solo en el marco de conflictos o elecciones. Personas que conocía desde siempre se convierten en desconocidos en las redes sociales, donde se dedican a reenviar conspiraciones procedentes de fuentes de las que nunca había oído hablar. Corrientes ocultas de Internet alejan y separan a familias enteras. Como si nunca nos hubiéramos conocido realmente, como si los algoritmos supieran más de nosotros que nosotros mismos, como si nos estuviéramos convirtiendo en subconjuntos de nuestros propios datos, y como si la finalidad de esos datos fuera reorganizar nuestras relaciones e identidades sometiéndolas a su propia lógica, cuando no poniéndolas al servicio de intereses sin rostro. Los grandes vectores de los antiguos medios de comunicación —tubos de rayos catódicos y válvulas de vacío de radios y televisores, lomos de libros, imprentas de periódicos— enmarcaban y controlaban la identidad y el sentido de quiénes éramos y cómo nos hablábamos unos a otros; cómo explicábamos el mundo a nuestros hijos, cómo nos relacionábamos con nuestro pasado, cómo definíamos las noticias y la opinión, la sátira y la seriedad, lo correcto y lo incorrecto, lo verdadero, lo falso, lo real y lo irreal... Esos vectores se fisuraron y acabaron estallando, haciendo añicos los viejos moldes que permitían comprender cómo los sucesos se relacionan con los sujetos, quién habla con quién y cómo lo hace. Quedan fragmentos que solo sirven para aumentar o achicar, para deformar las proporciones, para hacernos girar, desorientados, en espirales en las que las palabras pierden los significados que antes compartíamos. Escucho las mismas frases en Odesa, Manila, Ciudad de México, Nueva Jersey: «Hay tanta información, tanta desinformación, tanto de todo, que ya no sé qué es verdad». También, con frecuencia, esta otra: «Siento que el mundo se mueve bajo mis pies». Y me sorprendo pensando: «Es como si todo lo que creía sólido se hubiera vuelto inestable y fluido».

Este libro recorre los pecios de ese naufragio, busca las chispas de sentido que aún sea posible rescatar de los húmedos rincones de Internet donde los troles torturan a sus víctimas, explora los relatos polémicos que dan sentido a nuestras sociedades. En última instancia, es un libro que trata de entender cómo nos definimos a nosotros mismos.

La primera parte nos llevará de Filipinas al Golfo de Finlandia. En ella veremos cómo los nuevos instrumentos de información sirven para doblegar a la gente de formas más sutiles que los viejos métodos del KGB.

En la segunda parte viajaremos de los Balcanes occidentales a América Latina y a la Unión Europea, para descubrir nuevas formas de desactivar movimientos enteros de resistencia y sus mitologías.

La tercera parte explora cómo un país puede destruir a otro casi sin tocarlo, desdibujando la frontera entre guerra y paz, lo «local» y lo «internacional». Y descubriremos que el factor más peligroso puede ser la misma idea de una «guerra de la información».

En la cuarta parte analizaremos cómo la exigencia de una política basada en hechos depende de una determinada idea del progreso y el futuro, y cómo el colapso de esa idea facilita más que nunca los asesinatos en masa y las agresiones.

En la quinta parte explicaré cómo, a lo largo de este proceso, la política se convierte en una lucha por controlar la construcción de la identidad. Desde extremistas religiosos hasta populistas emergentes, todos aspiran a formular nuevas versiones del «pueblo». Incluso en el Reino Unido, donde la identidad parecía inamovible.

En la sexta parte miraré hacia el futuro, hacia China y Chernivtsi.

El viaje que propone este libro es un recorrido por el espacio, sin duda, pero solo parcialmente. Los mapas físicos y políticos que delimitan continentes, países y océanos, esos mapas con los que crecí, pueden ser menos reveladores que los nuevos mapas de flujos de la información. Estos otros «mapas de redes» son generados por científicos de datos, que llaman al proceso de su elaboración «hacer emerger». Se toma una palabra clave, un mensaje, un relato, y se lanza a la piscina de datos del mundo, que está en constante expansión. A continuación, el científico de datos «hacer emerger» a personas, medios de comunicación, cuentas en redes sociales, bots, troles y cíborgs que impulsan o interactúan con esas palabras clave, relatos y mensajes.

Estos mapas de redes, parecidos a superficies moteadas de óxido o fotografías de galaxias lejanas, revelan lo obsoletas que han quedado nuestras definiciones geográficas. En su lugar, describen insólitas constelaciones en las que cualquiera, desde cualquier lugar, puede influir en todos los ámbitos. Hackers rusos publican anuncios de prostitutas de Dubái, junto a memes de animaciones japonesas en apoyo de partidos alemanes de extrema derecha. Cómodamente sentado en su casa de Escocia, un «cosmopolita arraigado» da instrucciones a activistas para despistar a la policía en medio de unos disturbios en Estambul. Oculta en enlaces a iPhones, se encuentra publicidad del Estado Islámico...

Gracias a sus escuadrones de activistas en medios sociales, la vigilancia de Rusia es una constante en estos mapas. Pero no porque siga siendo la potencia capaz de remover cielo y tierra que fue durante la Guerra Fría, sino porque los gobernantes del Kremlin son especialmente duchos en el manejo del tablero de juego de esta nueva era. Lo menos que se puede decir es que son expertos en hacer que todo el mundo hable de lo buenos que son, lo cual tal vez sea su truco más impresionante. Como explico en estas páginas, nada de esto es accidental. Precisamente porque perdieron la Guerra Fría, los asesores de opinión y manipuladores de medios de comunicación rusos han sabido adaptarse al nuevo mundo más rápidamente que nadie en lo que antes se conocía como «Occidente». Entre 2001 y 2010 viví enMoscú, y allí pude ver de cerca las mismas tácticas de control, las patologías en la opinión pública que posteriormente han brotado en todas partes.

Pero, en la misma medida en que este libro recorre flujos de información y redes y países, también mira hacia atrás en el tiempo, en busca de la historia de mis padres y de la Guerra Fría. Sin embargo, no es el típico libro de memorias familiares. Lo que me interesaba era explorar y descubrir dónde se cruza la historia de mi familia con mi tema de estudio, y lo que busco es comprender, al menos parcialmente, cómo los ideales del pasado se han derrumbado hoy y qué lecciones podemos extraer de todo ello, si acaso todavía es posible hacerlo. Cuando todo da vueltas de forma incesante, vuelvo la vista atrás instintivamente, en busca de una conexión con el pasado que me permita pensar el futuro.

En medio de mi investigación, y mientras escribía las secciones dedicadas a mi historia familiar, descubrí una cosa sorprendente. Nuestros pensamientos más íntimos, nuestros impulsos creativos y la conciencia que tenemos de nuestro yo, están sometidos a fuerzas informativas que nos superan. Si algo he aprendido recorriendo las estanterías de la biblioteca en forma de espiral de mi universidad, es que hay que ir más allá de las «noticias» y la «política». Si queremos comprender, como decía el filósofo francés Jacques Ellul, «la formación de las actitudes de los hombres», también hay que tener en cuenta la poesía, la escuela, el lenguaje de la burocracia, las formas del ocio. Si este proceso parece más fácil en una familia, es porque los dramas y rupturas de nuestras vidas permiten ver con más claridad, como en un mapa del tiempo, dónde empiezan y terminan esas fuerzas informativas.

PARTE 1CIUDADES DE TROLES

Uno de los enfrentamientos más sonados del siglo XX fue el que opuso la libertad de expresión a la censura. Al acabar la Guerra Fría, la libertad de expresión pareció salir vencedora en muchos lugares. Pero ¿qué pasa cuando los poderosos aprenden a servirse de la «abundancia de información» para fabricar nuevas mordazas? ¿Cuando aprenden a trastocar los ideales de la libertad de expresión a fin de aplastar las disidencias? Eso sí, con el suficiente margen de anonimato para poder negar su implicación de manera plausible.

LAARQUITECTURADELADESINFORMACIÓN

Tomemos el caso, por ejemplo, de Filipinas. En 1977, mientras mis padres experimentaban los placeres del KGB, Filipinas era gobernada por el coronel Ferdinand Marcos, un dictador militar apoyado por Estados Unidos. Una rápida búsqueda en la web de Amnistía Internacional me informa de que, bajo su régimen, 3.257 opositores políticos fueron asesinados, 35.000 torturados y 70.000 encarcelados. Marcos se hacía una idea bastante teatral del papel que podía desempeñar la tortura en la pacificación de la sociedad. En lugar de meros «desaparecidos», y a modo de advertencia, el 77 por ciento de los asesinados fueron expuestos en los arcenes de las carreteras. Por poner un ejemplo, las víctimas podían acabar descerebradas y con el cráneo vacío metido entre los calzoncillos. O cortadas en pedazos, de modo que era posible cruzarse con partes de un cuerpo de camino al mercado.[1]

El régimen de Marcos cayó en 1986 en medio de protestas masivas, al renunciar Estados Unidos a seguir apoyándolo y tras desertar una parte del Ejército. Millones de personas salieron a la calle ese día, que se suponía anunciador de un nuevo rumbo y del fin de la corrupción y las violaciones de los derechos humanos. Por su parte, Marcos huyó y vivió sus últimos años en Hawái.

Manila te recibe ahora entre ráfagas de pescado podrido y olor a palomitas de maíz, el hedor de las aguas residuales mezclado con el tufo de una fritanga, y te deja con ganas de vomitar en medio del pavimento. Aunque la verdad es que «pavimento» no es la palabra más adecuada, en vista de las pocas calles pavimentadas que hay, y que casi no existen aceras por donde caminar. En su lugar, hay unos estrechos bordillos que delimitan el perímetro de centros comerciales y rascacielos. Avanzas por ellos a paso de tortuga, junto a la lava del tráfico. Entre los centros comerciales, la ciudad se abisma en quebradas pobladas de tugurios. Allí duermen de noche los indigentes, envueltos en papel de aluminio y con los pies al aire, tirados en callejones entre bares que anuncian funciones de boxeo con enanos y karaoke, donde puedes contratar a grupos de chicas con vestidos tan ajustados que se adhieren a los muslos como pinzas para cantar contigo canciones pop coreanas.

Durante el día te deslizas por los intersticios entre el centro comercial, la barriada y el rascacielos, y subes a recorrer, serpenteando entre las autopistas de varios niveles, las redes de estrechas pasarelas, suspendidas en el vacío y abarrotadas de gente. Te agachas para evitar golpearte la cabeza con los contrafuertes de los pasos elevados, te sobresaltas con el aluvión de bocinazos y sirenas de abajo, y de repente estás a la altura de los émbolos de un tren o de la imagen de una mujer comiendo conservas de carne en una de las colosales vallas publicitarias que pululan por toda la ciudad, separando las quebradas de los rascacielos. Entre 1898 y 1946, Filipinas estuvo bajo administración directa de Estados Unidos (salvo el paréntesis de la ocupación japonesa, entre 1942 y 1945). Desde entonces siempre ha habido bases navales estadounidenses, y la comida de las bases es considerada un manjar. En un póster se ve a una feliz ama de casa dando de comer a su apuesto marido trozos de atún de una lata. En otro, la imagen de una pierna de cerdo asada goteando pringue preside el paisaje de un río humeante en el que nadan unos niños de la calle; detrás de ellos, un cartel con neón intermitente anuncia «Jesús te salvará». Filipinas es un país católico: trescientos años de colonialismo español precedieron a los cincuenta de Estados Unidos. (Los filipinos bromean diciendo «tuvimos trescientos años de Iglesia y cincuenta de Hollywood»). En los centros comerciales hay iglesias para los feligreses y guardias para impedir que entren los pobres. Manila es una ciudad de veintidós millones de habitantes donde prácticamente no existen espacios públicos comunes. El interior de los centros comerciales está perfumado con potentes ambientadores; en los más baratos, donde hay una infinidad de tiendas de comida rápida, huele a lavanda; en los más elegantes se percibe un leve aroma a limón. Es como si olieran a retrete, razón por la cual el olor a letrina nunca te abandona, estés donde estés. Cuando no es dentro de un centro comercial, se percibe fuera, con el hedor de las aguas residuales.

No pasa mucho tiempo antes de que los selfis llamen tu atención. Todos están en ello, desde el tipo sudoroso con chanclas grasientas embutido en el bidón metálico de un autobús público hasta las jóvenes chinas que esperan en un centro comercial a que el camarero les traiga un cóctel. Filipinas es el mayor productor de selfis del mundo, el país con un mayor consumo per cápita de redes sociales, el que más mensajes de texto genera y consume. Hay quienes lo achacan a la importancia de la familia y las conexiones personales como recurso para sobrevivir en un país con un gobierno ineficaz. Es decir, que los selfis no son siempre narcisistas: se confía en las personas a las que se les puede ver la cara.

Con el auge de las redes sociales, Filipinas se ha convertido en el centro de un nuevo tipo de manipulación, característico de la era digital.

Me reúno con P en el oasis de un centro comercial, rodeado de rascacielos con ventanas azul cielo. Insiste en que no puedo dar su nombre, pero se le nota desgarrado, desesperado por recibir el reconocimiento que merecen las campañas que no puede reivindicar abiertamente. Tiene poco más de veinte años, viste como un miembro de una boy band coreana, y tanto si habla de facilitar la elección de un presidente o de obtener la certificación con etiqueta azul (que denota estatus) para su cuenta de Instagram, es casi imposible detectar algún cambio en sus emociones, permanentemente exaltadas.

«Siento una especie de felicidad cuando soy capaz de controlar a la gente. Quizá no esté bien, pero es algo que satisface mi ego, una parte más profunda de mí... Es como si me convirtiera en un dios de lo digital», exclama. Pero lo dice en un tono que hace que no parezca amenazante, sino más bien como si estuviera interpretando un papel de malvado en una comedia musical.

P comenzó su andadura en Internet a los quince años, creando una página anónima en la que animaba a la gente a contar sus experiencias románticas. Hacía preguntas del tipo «Cuéntame tu peor ruptura», o «Cómo fue tu cita más ardiente». Me enseña uno de sus grupos de Facebook: tiene más de tres millones de seguidores.

Todavía estaba en el colegio cuando creó un conjunto de grupos, cada uno con un perfil diferente. Había uno dedicado a la alegría, por ejemplo, y otro a la fuerza mental. Apenas tenía dieciséis años cuando recibió las primeras ofertas de empresas para incluir menciones a sus productos. Perfeccionó su técnica. Por ejemplo, durante una semana ponía a uno de sus grupos a hablar del «amor», de las personas más importantes para ellos. A partir de ahí, trasladaba la conversación al miedo por los seres queridos, el miedo a perderlos. Entonces introducía el producto: «Con este medicamento podrás prolongar la vida de tus seres queridos».

A los veinte años, me explica, tenía un total de quince millones de seguidores en sus distintas plataformas. De repente, el chico humilde de clase media de provincias podía costearse un piso en uno de los rascacielos de Manila.

Después de la publicidad, su siguiente reto fue la política. Por aquel entonces, las relaciones públicas en este ámbito consistían básicamente en hacer que los periodistas escribieran lo que quería el político de turno. ¿Y si fuera posible formatear la conversación pública con las redes sociales?

Presentó su propuesta a varios partidos, pero el único candidato que aceptó fue Rodrigo Duterte, un outsider que veía en las redes sociales un original método para ganar. Uno de los puntos fuertes de la campaña del candidato Duterte era la lucha contra el narcotráfico. Duterte se jactaba incluso de haber disparado contra traficantes de drogas desde su motocicleta cuando era alcalde de la ciudad de Davao, en el lejano sur del país. El caso es que P, que a esas alturas había empezado a estudiar en la universidad, asistió a unas conferencias sobre el experimento del Pequeño Albert. En los años veinte del siglo pasado, un niño fue expuesto a sonidos aterradores cada vez que veía una rata blanca, lo cual lo indujo a sentir miedo de todos los animales con pelo.[2] P dice que eso le dio la idea de intentar algo parecido con Duterte.

Para empezar creó una serie de grupos de Facebook en distintas ciudades. Aparentemente eran inofensivos, simples espacios de discusión sobre lo que sucedía en la ciudad. El truco era que cada grupo se expresara en su dialecto local, que en Filipinas se cuentan por cientos. Al cabo de seis meses, cada grupo tenía alrededor de cien mil miembros. Entonces los administradores empezaron a publicar la noticia de un crimen local al día, todos los días de la semana, en las horas que coincidían con los picos del tráfico en Internet. Los sucesos criminales eran reales, pero el equipo de P incluía comentarios que los relacionaban con las drogas: «Dicen por ahí que el asesino era un traficante de drogas», o «Este fue víctima de un camello». Al cabo de un mes, pasaron a publicar dos historias al día; un mes más tarde, tres al día.

Los delitos por drogas se convirtieron en un tema de gran actualidad, y Duterte avanzó en las encuestas. P afirma que fue entonces cuando se enfadó con los otros responsables de relaciones públicas del equipo, renunció y se marchó a trabajar con otro candidato, que se presentaba con el tema de la competencia económica, sin explotar el miedo de la gente. Según P, él consiguió que subiera más de cinco puntos la valoración de este candidato, pero era demasiado tarde para cambiar la situación, y Duterte fue elegido presidente. Ahora tiene que ver cómo cualquier miembro de su antiguo equipo de relaciones públicas se atribuye el mérito del triunfo de Duterte, y eso le molesta.

El problema de entrevistar a una persona que trabaja en ese mundo es que siempre intenta exagerar el impacto de sus intervenciones. Es algo consustancial a la profesión. ¿Acaso «creó» P a Duterte? Por supuesto que no. Sin duda otros muchos factores influyeron en el debate sobre la delincuencia relacionada con las drogas, entre ellos el mismo Duterte con sus declaraciones. Y tampoco era la lucha contra la delincuencia de las drogas el único punto fuerte de su campaña. He hablado con algunos de sus partidarios, y estos dicen que se sintieron atraídos por su perfil de provinciano enfrentado a las élites de la «Manila imperial» y a la hipocresía institucional de la Iglesia católica. Pero existen diversos estudios académicos que confirman el relato de P sobre la influencia de las campañas digitales.

En Architects of Networked Disinformation (Arquitectos de la desinformación en red), el doctor Jonathan Corpus Ong, de la Universidad de Massachusetts, dedicó doce meses a entrevistar, junto con su colega Jason Cabañes, a los protagonistas de lo que denominó la «arquitectura de la desinformación» de Manila, de la cual se sirvieron todos los partidos del país.[3]En la cúspide estaban lo que Ong llama los «arquitectos jefe» del sistema. Habían trabajado en empresas de publicidad y relaciones públicas, vivían en elegantes pisos en rascacielos, y describían su actividad de forma casi mítica, comparándose con personajes de videojuegos y de la exitosa serie de televisión de fantasía de HBO Juego de Tronos. Como le dijeron a Ong, «el juego se acaba si te descubren». Se sentían orgullosos de haber llegado a la cima de su profesión desde unos comienzos modestos. «El arquitecto de la desinformación —concluye Ong— niega la responsabilidad o el compromiso con el público en general, narrando en su lugar un proyecto personal de autoempoderamiento».

Por debajo de los arquitectos estaban los influencers, comediantes online que, entre posts de sus últimos chistes, se burlaban de los políticos opositores a cambio de una comisión.

En los suburbios de la arquitectura de la desinformación estaban aquellos a los que Ong llama «operadores de cuentas falsas a escala comunitaria». Eran centros de llamadas en los que trabajan verdaderas multitudes, veinticuatro horas al día. Los trabajadores cobraban por horas, y cada uno manejaba docenas de identidades en redes sociales. Se trataba de personas que necesitaban ganar un dinero extra (estudiantes o enfermeras, por ejemplo), pero también había personal de las campañas. Ong entrevistó a una operadora, Rina, que se había visto obligada a trabajar en uno de estos centros tras incorporarse a una campaña de la alcaldía. Era la mejor de su clase en la universidad, y, al graduarse, se había apuntado por idealismo. Ahora le pedían que creara múltiples identidades en línea —las chicas en bikini eran de lo más efectivas—, que hiciera amigos online, que promocionara a su candidato y que desprestigiara a la oposición. Rina se sentía avergonzada. Pensaba que se había saboteado a sí misma porque apenas tenía veinte seguidores en Facebook, cuando sus colegas los tenían a cientos.

Ong observó que nadie, en ningún nivel de este negocio, definía su actividad como «trolear» o generar fake news. Todos recurrían a algún tipo de «estrategia de la negación». Los arquitectos insistían en que solamente se trataba de un trabajillo colateral, al margen de su trabajo ordinario de relaciones públicas, y que, por lo tanto, era algo que no los definía; y, en cualquier caso, ellos no manejaban toda la campaña política. Los operadores comunitarios decían que era otra persona la que dejaba los comentarios realmente desagradables y odiosos. Fuera como fuese, tal era la arquitectura de la influencia online. Y se volvió más agresiva cuando Duterte llegó al poder.

Duterte había prometido liquidar a tantos narcotraficantes que haría que los peces de la bahía de Manila engordaran, y decía en broma que firmaría su propio indulto. Se jactaba de haber matado a alguien solo porque lo había «mirado mal», y afirmaba que las vidas de los narcotraficantes no tenían ningún valor para él. Bandas de vigilantes y policías empezaron a disparar a cualquier persona sospechosa de estar relacionada con el tráfico de drogas. Nadie sabe exactamente cuántos asesinatos se cometieron durante la campaña. Las organizaciones de derechos humanos calculan unos 12.000, los políticos de la oposición 20.000, el Gobierno, 4.200. En un momento dado llegaron a registrarse treinta y tres asesinatos diarios. Nadie comprobaba si las víctimas eran realmente culpables, y no faltaban las denuncias por colocarles drogas a las víctimas después de muertas. También fueron ejecutados 54 niños. En los barrios bajos de Manila, los callejones se llenaron de cadáveres. Sin bajarse de la motocicleta, un hombre se acercaba y disparaba a la cabeza. Las prisiones se llenaron, parecían jaulas de gallinas en granjas industriales. La senadora Leila de Lima, una política que denunció los asesinatos, fue llevada a juicio, denunciada por capos de la droga presos que la acusaron de estar involucrada en sus negocios. Las turbas en línea se desataron, exigiendo que la metieran presa. La senadora, sometida a arresto a la espera de un juicio que nunca se llevó a cabo, fue declarada presa de conciencia por Amnistía Internacional.[4] Cuando el arzobispo del país condenó los asesinatos, las turbas se volvieron contra él. Después le tocó el turno a la prensa y a los medios que se atrevían a denunciar al presidente por asesinato, que recibieron el bonito nombre de «prenstitutas».

La mayor prenstituta contra la que el régimen enfiló sus baterías fue María Ressa, la directora del sitio web de noticias Rappler. Lo cual no dejaba de ser irónico, puesto que fueron María y Rappler quienes, sin pretenderlo, ayudaron a Duterte a llegar al poder.

#¡ARRESTENAMARIARESSA!

Después de hablar un rato con María, comprendo lo incómoda que se siente por ser objeto de un reportaje. Es demasiado educada para decírmelo, pero me doy cuenta porque siempre que puede aparta el foco lejos de su persona para ponerlo en el trabajo de sus periodistas, en las peripecias de otros. A lo largo de su carrera no ha dejado nunca de cubrir noticias, primero como responsable de la CNN en el sudeste asiático, más tarde como jefa de informativos de la principal cadena de televisión de Filipinas, y, finalmente, como fundadora y directora general de Rappler. Esta mañana no soy el único que ha venido a entrevistarla en su despacho mientras toma una comida improvisada a base de sándwiches de mantequilla de cacahuete y sardinas en lata (una especialidad filipina); también hay un equipo de documentalistas que trabaja para la sección en inglés del canal de televisión qatarí Al-Jazeera. Están aquí para hacer un seguimiento del trabajo de María y documentar su lucha contra Duterte y la desinformación.

Los de Al-Jazeera piden autorización para grabarme durante la entrevista, y, mientras se instalan en un rincón con sus enormes cámaras, voy sintiéndome cada vez más incómodo. Yo también estoy acostumbrado a ser el responsable de las tomas y el montaje, y verme convertido en el sujeto de un contenido que otros manejan hace que me sienta hiperconsciente de la infinidad de maneras en que puedo ser editado y reutilizado más tarde. Cuando me dedicaba a producir documentales, aprendí a hacer que, mientras los filmaba, mis colaboradores se sintieran importantes, significativos, hasta un pelín legendarios. Después editaba la grabación para que se ajustara a la historia que quería contar. Podía ser una historia positiva ceñida a los hechos, pero, ¡ay!, casi siempre se abre una dolorosa brecha entre la percepción que cada persona tiene de sí misma y la forma en que es retratada, entre la realidad reconstruida en el montaje y la que el sujeto siente como auténtica. Aquel día en Manila me consolé pensando que podría retomar el control narrativo más adelante, introduciendo al equipo de Al-Jazeera en el libro que estás leyendo ahora.

El caso es que allí estábamos todos, un grupo de periodistas filmando a un tipo mientras entrevistaba a otra periodista. El trabajo de los periodistas consiste en informar sobre la realidad, sobre la acción y sus escenarios. Sin embargo, como demuestra la propia historia de María, la información ahora se ha vuelto un escenario más de la acción. María nació en Manila, pero tenía diez años cuando su madre se llevó a toda su familia a vivir a Estados Unidos. Fue la niña más pequeña y morena de todo Elizabeth, en Nueva Jersey, y también fue lo suficientemente precoz como para ser la primera de su familia en estudiar en una universidad, nada menos que en Princeton. En 1986 regresó a Filipinas con una beca Fulbright para estudiar teatro político, pero no tardó en descubrir que había aterrizado en medio de una revolución contra Marcos, y que el mayor drama político se desarrollaba no en un teatro, sino en las calles. Se incorporó a la CNN cuando esta apenas era una pequeña operadora estadounidense de informativos por cable, con grandes ideas y la ambición de convertirse en la primera cadena de noticias global. En aquella CNN, el reportero en directo era el actor más importante, el que decidía qué historias había que cubrir, cuándo y cómo. María aspiraba a tener ese tipo de autoridad, pero no le gustaba ponerse delante de las cámaras. Entre otras cosas porque siempre había tenido eccema, lo cual la obligaba a cargar con toda una parafernalia de maquillaje y trucos de cámara para disimular sus efectos. Sin embargo, con su falta de pretenciosidad, su entusiasmo de cachorro y sus grandes ojos rebosantes de curiosidad, las cámaras adoraban a María.

Así pues, María se convirtió en el rostro de la CNN en la región. Fue ella quien narró la «democratización» del Sudeste Asiático en los años noventa, cuando, tras Marcos, los regímenes autoritarios fueron cayendo uno detrás de otro. Resultaba tentador verlo todo a través de la lente del final de la Guerra Fría, y eso fue lo que muchos hicieron. El relato lineal de la libertad en constante expansión, que cada nuevo giro político parecía confirmar. Hasta que los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 echaron por tierra aquel relato simplista.

A María la pilló menos por sorpresa. Hablaba con fluidez los dialectos locales y sabía que la «democracia» apenas había llegado a las aldeas y barriadas, con su miseria intacta. Cuando entrevistó a reclutas de Al Qaeda y a sus familias, lo que le sorprendió fue lo normales que eran sus orígenes, lo alejados que habían estado inicialmente, en su mayoría, del purismo fundamentalista. El truco de Osama bin Laden consistió en recoger las dispares reivindicaciones de grupos muy distintos, y ofrecer a cada uno la ilusión de que bastaba con hacer piña globalmente para lograr un mundo mejor. A condición, eso sí, de acabar con los infieles. En 2005 María abandonó la CNN. Después comprendió que lo hizo justo a tiempo. La cadena estaba cambiando. Ahora, a los reporteros se les pedía que expresaran sus sentimientos en lugar de limitarse a informar sobre los hechos, y ganar dinero se convirtió en una motivación cada vez más importante. María quería investigar a los terroristas, no convertirse en la estrella de un reality show de noticias.

El 9 de junio de 2008, cuando dirigía los informativos de la mayor cadena de televisión de Filipinas, la despertó de madrugada su reportero estrella, Ces Drilon: «María, es por mi culpa... Nos han secuestrado. Y piden rescate».[5] A pesar de haberle ordenado que no lo hiciera, Drilon se había empeñado en ir a entrevistar a un grupo de insurgentes islamistas, Abu Sayyaf, una filial de Al Qaeda. Y resulta que lo habían secuestrado, junto con sus dos cámaras.

María pasó los siguientes diez días trabajando sin parar. Había que coordinar la operación de rescate, que concluyó cuando la familia de Drilon reunió el dinero suficiente para satisfacer la demanda de los secuestradores.

Después del rescate, María se dedicó a investigar la identidad de los secuestradores. Descubrió que estaban relacionados con Bin Laden hasta por tres grados de asociación, lo cual encajaba con un patrón que había observado mientras cubría la expansión de Al Qaeda entre Afganistán y el sudeste asiático. Las ideologías se propagan en red, y el grado de dependencia y lealtad de los sujetos depende del lugar que ocupan en esta. Para comprender por qué y cómo se extiende una ideología como la de Al Qaeda, no hay que contentarse con estudiar ideas y factores socioeconómicos, sino intentar comprender las interconexiones entre sujetos. Un mismo conglomerado de cuestiones personales y sociales podía manifestarse de manera muy diferente al entrar en contacto con una red distinta. María comprendió que esas redes físicas estaban siendo rápidamente sustituidas por redes sociales.

En 2012 María creó Rappler, el primer sitio de noticias de Filipinas enteramente basado en Internet. Quería dar un buen uso a la comprensión que había adquirido del mecanismo de las redes. Rappler no solo debía informar sobre la actualidad, sino que aspiraría a movilizar a una gran comunidad en línea y a capacitarla para organizar campañas de crowdfunding que promoverían causas importantes. Verbigracia, recaudar información vital para ayudar a víctimas de inundaciones y tormentas a encontrar refugio y asistencia. En lugar de contratar a hackers de la vieja escuela, María buscó a veinteañeros porque manejaban los medios sociales. Al visitar la oficina diáfana de Rappler, con sus tonos naranja y sus mamparas traslúcidas, lo primero que salta a la vista es lo joven y mayoritariamente femenino que es el personal, trabajando bajo la dirección de un pequeño grupo de periodistas de más edad con una pizca de severidad protectora. En Manila son conocidos como «los Rapplers».

Cuando Duterte anunció que su campaña presidencial se basaría en las redes sociales, el candidato y Rappler parecían hechos el uno para el otro. Las cadenas de televisión no lo tomaban en serio, y Rappler fue la plataforma encargada de organizar el primer debate presidencial. En Facebook, y con Duterte como el único candidato que se molestó en participar. El éxito fue rotundo. Un sondeo de la comunidad online de Rappler señaló que Duterte iba en cabeza. El mensaje del candidato, la lucha contra el narcotráfico, comenzaba a calar. Los reporteros de Rappler repitieron sus lemas sobre la «guerra contra las drogas». Más adelante, cuando empezaron las matanzas de Duterte, lamentarían haber utilizado el término «guerra», que contribuía a normalizar esas acciones. Si era una «guerra», también era más aceptable que hubiera víctimas.

Los primeros problemas surgieron a consecuencia de un silbido piropeador. En una rueda de prensa, Duterte lanzó un silbido de lobo en celo a una reportera de televisión. La periodista de Rappler presente en la sala le pidió que se disculpara. El chat de Rappler se llenó de comentarios recriminándole su falta de respeto hacia el presidente. «Tu madre es una puta», decían. Los de Rappler estaban desconcertados, aquel lenguaje no era habitual entre sus usuarios. Lo achacaron a un vestigio de sexismo por el cual una mujer es atacada cada vez que pide cuentas a un hombre.

Entretanto, Duterte siguió profiriendo groserías.[6] Llamaba hijos de puta al papa y a los presidentes de Estados Unidos; a un periodista que le caía mal le preguntó si su insistencia en hacerle preguntas incómodas se debía a que la vagina de su mujer apestaba; se jactaba de tener dos amantes, hizo bromas sobre una rehén de aspecto atractivo, diciendo que, en lugar de los secuestradores, debió ser él, cuando era alcalde, quien la violara. En televisión declaró que estaba dispuesto a comerse los hígados de los terroristas condimentados con sal, y que, si cada uno de sus soldados violaba a tres mujeres, él se ofrecía a cumplir las sentencias en su lugar.

Comprendí un poco el contexto lingüístico que había detrás de esas declaraciones cuando frecuenté los clubes de comedia de Quezon City, que están en un sector de Manila a la sombra de las torres de televisión de las cadenas nacionales. Las prostitutas adolescentes y los ladyboys se dan cita en esos clubes todas las noches. Los humoristas escogen a sus víctimas entre el público y se dedican a darles un buen repaso, burlándose del tamaño de sus penes o de su gordura. Todo ello delante de familias enteras, a quienes la humillación de sus parientes arranca carcajadas.

Con su incesante caudal de chistes verdes, ese era, al menos en parte, el origen del lenguaje de Duterte. Es un tipo de humor que comparte con toda una tropa de hombres políticos a escala mundial. El presidente ruso, Vladimir Putin, dejó su impronta retórica en este género cuando prometió buscar y liquidar a los terroristas «incluso cuando estuvieran en el cagadero». El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se ha jactado de «agarrar a las mujeres por el coño». El presidente de la República Checa, Miloš Zeman, ha llamado a «mear sobre los restos carbonizados de los gitanos». El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, le dijo a una política que era «demasiado fea» para ser violada, y piensa que los activistas negros deberían «volver al zoo».[7] Entretanto, en el Reino Unido, el político antiinmigración Nigel Farage, con su bocaza abierta y su risa de rebuzno, se embucha pintas de cerveza mientras eructa chistes groseros sobre «los chinitos».

Este humor escatológico sirve supuestamente para demostrar lo «antisistema» que son sus autores, para convencer de que sus políticas son «antielitistas» y están basadas en el rechazo de las normas morales y lingüísticas establecidas. Cuando los chistes verdes son utilizados por los débiles para burlarse de los poderosos, pueden llegar a suspender las reglas habituales y llegar a defenestrar a figuras de autoridad.[8] Por eso este tipo de humor ha sido a menudo tan perseguido. En 1938, por ejemplo, mi bisabuelo paterno bajó un día a la cafetería de la megafábrica de Járkiv en la que trabajaba como contable, se tomó una copa y contó un chiste sobre las pelotas del jefe del Presídium del Soviet Supremo. Fue denunciado enseguida y detenido. Perdió la vida en un campo de trabajo a orillas del Volga.

Sin embargo, cuando ese mismo lenguaje es utilizado sistemáticamente por hombres con verdadero poder y va dirigido contra los más débiles, el humor se convierte en un gesto amenazador. En un camino hecho de palabras, es otra manera de humillar a las víctimas. El camino que conduce a un mundo sin normas.

Cuando Rappler comenzó a informar sobre las ejecuciones extrajudiciales de Duterte, las amenazas arreciaron. Recibían hasta noventa mensajes por hora. Decían que Rappler fabricaba las noticias sobre las muertes, que sus periodistas estaban a sueldo de los enemigos de Duterte, que era una fábrica de fake news. Los mensajes se convirtieron en una plaga de langostas que invadía las bandejas de entrada de los correos electrónicos y se abatía sin dar tregua sobre los chats del sitio web. Los mismos que Rappler había diseñado con tanto mimo para facilitar lo que querían que fuera un espacio para la expresión de la «sabiduría de las masas» en Internet. A veces, los periodistas de Rappler se ponían a buscar quién había detrás de una determinada amenaza de violación. ¿Una cuenta automatizada, quizá? Menudo chasco se llevaban al descubrir que se trataba de una persona real. Porque, sí, resulta que había gente que disfrutaba haciendo aquello. Eran los mismos capaces de gritar a los periodistas de Rappler en un centro comercial: «¡Eh, tú, el de las fake news! ¡Eres un sinvergüenza!». Hasta sus familiares los abroncaban.

Quien se llevó la peor parte de los ataques fue María. Algunos eran tan estúpidos que sencillamente los ignoraba. Como los memes en los que aparecía disfrazada de nazi, o comentarios del estilo de «María, eres un desperdicio de esperma, tu madre debería haberte abortado». Pero otros se le metían bajo la piel. Literalmente. Su punto flaco siempre fue el eccema. Cuando los agresores se burlaban de ella por su piel, no podía evitarlo: se le disparaba la dermatitis antes de poder fortalecer sus defensas psicológicas.

Su primera reacción fue culparse a sí misma. ¿Qué había hecho mal? ¿Qué error había cometido al informar sobre un suceso? Repasó toda la información publicada por Rappler, pero no encontró nada. El hashtag #ArrestMariaRessa se volvió tendencia, al igual que #UnfollowRappler. El Gobierno anunció un proceso contra ella. Como uno de los inversores de Rappler era una fundación estadounidense, el Gobierno acusó a la empresa de someterse a los intereses de gobiernos extranjeros. Varios miembros del consejo de administración dimitieron, la publicidad cayó en picado. María empezó a moverse por la ciudad con el dinero de la fianza. El primer juicio contra Rappler acabó en el tribunal de apelación, donde se negoció un acuerdo. Y entonces, cuando pensaba que lo peor había pasado para Rappler, se enteró de que se estaba preparando otro caso contra ella.[9]

Durante todo este periodo de ataques a Rappler, la jefa de redacción, Glenda Gloria, me pareció la periodista de la sala de