Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
A principios del siglo XVIII, en pleno auge de la Ilustración, un insólito equipo de científicos franceses y oficiales de marina españoles –entre ellos Jorge Juan y Antonio de Ulloa– y franceses emprendió la primera expedición científica internacional del mundo, con la intención de realizar mediciones astronómicas precisas en el ecuador y resolver así uno de los misterios más antiguos de la humanidad: la verdadera forma de la Tierra. En su libro La medida de la Tierra. La expedición científica ilustrada que cambió nuestro mundo, el galardonado Larrie D. Ferreiro, autor de Hermanos de armas, narra por primera vez la historia completa de la Misión Geodésica al ecuador, en una época en la que Europa se debatía entre dos concepciones opuestas del mundo: los seguidores de René Descartes sostenían que la Tierra se alargaba hacia los polos, mientras que Isaac Newton defendía que era achatada. Una nación que pudiera determinar con precisión la forma del planeta podría navegar con seguridad por sus océanos y proporcionar enormes ventajas militares –con su consiguiente proyección imperial–. Conscientes de ello, Francia y España organizaron una expedición conjunta al virreinato de Perú, provista de los más avanzados equipos topográficos y astronómicos, con el fin de medir un grado de latitud en el ecuador que, comparado con otras mediciones, revelaría la forma de la Tierra. Sin embargo, lo que desde los lejanos gabinetes científicos de París y Madrid parecía un sencillo ejercicio científico, se vio casi inmediatamente empañado por una serie de catástrofes imprevistas, y los expedicionarios vieron su misión amenazada por un terreno tan exigente como son la cordillera de los Andes o las selvas ecuatoriales, una población nativa profundamente recelosa y su propia arrogancia. La medida de la Tierra es un apasionante relato que entreteje aventura, historia política y ciencia, para narrar la mayor expedición científica de la Ilustración a través de los ojos de los hombres que la llevaron a cabo, pioneros que superaron tremendas adversidades con el objetivo de discernir la forma de nuestro mundo y sentar, además, los cimientos para la cooperación científica a escala mundial.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 720
Veröffentlichungsjahr: 2024
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
«Deliciosa y perspicaz […]. La historia científica raras veces ha llegado a ser tan entretenida o nos ha parecido más relevante».
Physics World, Best Books of 2011
«Ferreiro […] describe maravillosamente una expedición geodésica a Sudamérica emprendida en el siglo XVIII con el fin de establecer la forma de la Tierra y que estuvo a punto de fracasar. Las dotes de Ferreiro como narrador y como estudioso se manifiestan con pleno vigor. El libro, de fácil lectura y entretenido, a menudo emociona […]. No es habitual que un volumen de historia de la ciencia trate sucesos de esta naturaleza, y pocas veces encontramos un autor que los ofrezca tan bien. Ferreiro fusiona también con maestría la historia política y la científica, esforzándose para situar a los miembros de la expedición y los hechos en su contexto».
Library Journal
«Traer de nuevo a la vida la primera mitad del siglo XVIII es un propósito ambicioso, pero el historiador e ingeniero naval Ferreiro lo ha conseguido […]. Muy recomendado».
Choice
«Es imposible que no nos impresione el logro técnico de la expedición durante la lectura del fascinante y diáfano relato […]. Impresionante […]. Ferreiro narra con auténtico entusiasmo».
Publishers Weekly
«La medida de la Tierra de Ferreiro refleja con habilidad la complejidad científica y la dificultad física de esta extraordinaria expedición. El autor ofrece, al mismo tiempo, retratos finamente matizados de los protagonistas, cuyas debilidades y rivalidades coartaron en ocasiones sus capacidades profesionales. Es un relato convincente de política internacional, ciencia ilustrada y drama humano vivido a ambos lados del Atlántico».
Carla Rahn Phillips, University of Minnesota, Twin Cities
«Un trabajo inteligente sobre la ardua expedición internacional enviada al ecuador latinoamericano a mediados del siglo XVIII para establecer la “forma de la tierra” […]. Un viaje fascinante y absorbente».
Kirkus Reviews
«En La medida de la Tierra, el autor, Larrie Ferreiro, transporta a los lectores a un sugerente mundo de política colonial y competición científica, de incompetencia garrafal, dedicación y dificultades».
Prism
«La misión, en último término exitosa pese a sus divisiones y los desastres que la acompañaron, se desvela con un detalle concienzudo. Ferreiro da vida a su relato con el fruto de los años que ha empleado en la traducción de las cartas y memorias que la misión produjo en francés y en español».
Literary Review
«Ferreiro da fe cabalmente del avance científico […], pero acierta al poner el énfasis en la aventura».
Maclean’s
«Ferreiro consigue unir la narración emocionante con la ciencia erudita, incluye una de las descripciones más concisas y claras de la técnica de medición por triangulación que me haya encontrado y deja al lector informado y entretenido».
EHistory
«Ferreiro da vida a tres científicos franceses y a su misión geodésica al ecuador en 1736».
Science News
LA MEDIDADE LA TIERRA
La medida de la Tierra. La expedición científica ilustrada que cambió nuestro mundo
Ferreiro, Larrie D.
La medida de la Tierra / Ferreiro, Larrie D.
Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2024. – 384 p., 8 de lám. : 23,5 cm – (Historia Moderna) – 1.ª ed.
D.L.: M-12512-2024
ISBN: 978-84-128068-8-5
94(528.2)"1736-1744"
LA MEDIDA DE LA TIERRA
La expedición científica ilustrada que cambió nuestro mundo
Larrie D. Ferreiro
Titulo original:
Measure of the Earth. The Enlightenment Expedition That Reshaped Our World
First Published by Basic Books
This edition published by arrangement with Basic Books, an imprint of Perseus Books, LLC, a subsidiary of Hachette Book Group, Inc., New York, New York, USA. All rights reserved.
Esta edición se publica de acuerdo con Basic Books, un sello de Perseus Books, LLC, filial de Hachette Book Group, Inc., New York, New York, USA. Todos los derechos reservados.
© 2011 by Larrie D. Ferreiro
ISBN: 978-0-465-06381-9
© de esta edición:
La medida de la Tierra. La expedición científica ilustrada que cambió nuestro mundo
Desperta Ferro Ediciones SLNE
Paseo del Prado, 12 - 1.º derecha
28014 Madrid
www.despertaferro-ediciones.com
ISBN: 978-84-128068-9-2
Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández
Coordinación editorial: Isabel López-Ayllón Martínez
Traducción: Joaquín Mejía Alberdi
Primera edición: julio 2024
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
Todos los derechos reservados © 2024 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.
Impreso por: Anzos
Impreso y encuadernado en España – Printed and bound in Spain
A mi esposa, Mirna,
y a nuestros hijos, Marcel y Gabriel.
Este es un libro sobre el pasado,
pero ellos son el presente y el futuro.
Agradecimientos
Observaciones sobre el lenguaje empleado por el autor
Unidades de medida y monetarias
Dramatis personae
Introducción: la base fundamental de Yaruquí
1 El problema de la forma de la Tierra
2 Los preparativos de la misión
3 El descubrimiento de Quito
4 Grados de dificultad
5 La Ciudad de los Reyes
6 Los triángulos del Perú
7 La muerte y el cirujano
8 La Guerra de la Oreja de Jenkins
9 La danza de las estrellas
10 El imposible regreso
11 La revelación de un mundo
Epílogo. Los hijos del Ecuador
Consideraciones finales
Bibliografía
En primer lugar y, ante todo, a mi agente Michelle Tessler, que fue la primera que advirtió las posibilidades del material en bruto y sin desbastar; mi editora Lara Heimert en Basic Books, que le dio una forma apropiada, y Alex Littlefield, editor asociado en Basic, que lo acabó de afinar.
Gracias en especial a Robert Whitaker, autor de The Mapmaker’s Wife, quien literalmente, y también en sentido figurado, viajó por muchos de los mismos senderos que yo y me ayudó a orientarme en ellos.
Un número de personas mayor del que aquí puedo mencionar me ayudó en mi investigación en bibliotecas, archivos y museos repartidos por el mundo. Sin embargo, debo dar las gracias personalmente a unos pocos cuya asistencia fue indispensable para la creación de esta obra, y que aquí enumero en orden alfabético y por países:
Ecuador: Diego Brito, Cristóbal Cobo, José Luis Espinoza, Luis Gallegos, Nelson Gilberto Gómez Espinosa, Lorenzo Saa Bernstein y María Antonieta Vásquez Hahn.
España: Jorge Juan Guillén Salvetti y Antonio Lafuente García.
Estados Unidos: Tamar Herzog, Jay Menaker, Elaine Protzman, David A. Taylor y Mary Terrall.
Francia: Laurence Bobis, Jean-François Caraës, René y Ghislaine Chesnais, Suzanne Débarbat, Patrick Drevet, Danielle Fauque, Florence Greffe, Pascale Heurtel, Alexandre Sheldon-Duplaix y Florence Trystram.
Gran Bretaña: Annabel Gillings, Michael Rand Hoare, Nicola Lees, Paul Rose, Caroline Sellon y James R. Smith.
Perú: Raúl Hernández Asensio, Jorge Ortíz-Sotelo y Eliecer Vilchez Ortega.
Aunque estoy en deuda con muchos por su ayuda, soy el único responsable de cualquier error factual, de traducción o de interpretación.
He empleado a propósito varios términos que facilitan la lectura, pero que son algo imprecisos. El nombre oficial de la Academia de las Ciencias de Francia era, en realidad, Real Academia de las Ciencias de París. Suelo llamar científicos a los académicos, pero ellos se autodenominaban sabios, académicos y astrónomos, puesto que el término «científico» no se popularizó hasta finales del ochocientos. Me refiero a la región en la que trabajaron como Perú. Ese era entonces su nombre y, además, fue la notoriedad de la misión geodésica la que llevó a que aquel país acabara siendo conocido como Ecuador. Por último, llamo indios a los pueblos indígenas de Sudamérica por la misma razón que Charles Mann explica en su prólogo a 1491: ellos se llamaban a sí mismos indios.*
__________
* En inglés, «geodesic» hace hoy referencia a una curva particular a lo largo de la superficie de la Tierra. En cambio, «geodetic» se refiere a la imagen tridimensional global. Se ofrece una introducción excelente a este tema en Smith, J. R., 1997. El comentario de que los indígenas se llamaban a sí mismos indios proviene de Mann, C. C., 2005, xi.
Para que el lector pueda comprender de forma más natural la acción, y en línea con el principio observado en la edición original inglesa, en esta edición española las distancias terrestres se han trasladado, salvo casos contados, al sistema métrico decimal. En las distancias marinas se conservan las millas náuticas del original.
MEDIDAS DE LONGITUD
MEDIDAS ANGULARES
MONEDAS
Es complicado convertir el dinero de hace tres siglos a valores actuales; no solo las mercancías eran distintas (un ejemplo: caballos en lugar de coches). Las proporciones de los salarios que se empleaban en, pongamos, vivienda o comida, están a años luz de las actuales. De todos modos, los economistas han desarrollado estimaciones sobre la inflación que permiten una comparación aproximada del valor de las monedas a través de las épocas. Las monedas principales que se citan en este libro son la livre (libra) francesa, el peso español y la libra esterlina británica. Empleando varias fuentes,* he llegado a las siguientes equivalencias para convertir los valores de esas monedas en 1740 (el punto medio del periodo en que se desarrolló la expedición) al dólar estadounidense del año 2010.
__________
MIEMBROS DE LA MISIÓN GEODÉSICA AL ECUADOR
LOUIS GODIN (1704-1760): astrónomo y jefe original de la misión.
PIERRE BOUGUER (1698-1758): astrónomo, matemático e hidrógrafo; jefe de facto tras la pérdida de autoridad de Godin.
CHARLES-MARIE DE LA CONDAMINE (1701-1774): científico y aventurero.
JORGE JUAN Y SANTACILIA (1713-1773): oficial naval y astrónomo español.
ANTONIO DE ULLOA Y DE LA TORRE-GUIRAL (1716-1795): oficial naval y astrónomo español.
JOSEPH DE JUSSIEU (1704-1779): doctor y botánico.
JEAN SENIERGUES (1704-1739): cirujano.
JEAN-JOSEPH VERGUIN (1701-1777): ingeniero y cartógrafo.
JEAN-LOUIS DE MORAINVILLE (1707-ca. 1765): dibujante y artista.
THÉODORE HUGO (fallecido ca. 1781): constructor de instrumental científico.
JEAN-BAPTISTE GODIN DES ODONAIS (1713-1792): ayudante.
JACQUES COUPLET-VIGUIER (ca. 1718-1736): ayudante.
FIGURAS POLÍTICAS
JEAN-FRÉDÉRIC PHILIPPE PHÉLYPEAUX, conde de Maurepas (1701-1781): ministro francés de la Marina y promotor de la Misión Geodésica.
JOSÉ ANTONIO DE MENDOZA CAAMAÑO Y SOTOMAYOR, marqués de Villagarcía de Arousa (1667-1746): virrey español del Perú en la época de la misión.
DIONISIO DE ALSEDO (O ALCEDO) Y HERRERA (1690-1777): presidente de la Real Audiencia de Quito cuando llegó la misión.
JOSÉ DE ARAUJO Y RÍO (fallecido en 1754): sucesor de Alsedo en la presidencia de Quito durante la misión.
OTROS
VOLTAIRE (o François-Marie Arouet) (1694-1778): autor, amigo de La Condamine.
PIERRE-LOUIS MOREAU DE MAUPERTUIS (1698-1759): astrónomo, adversario de Bouguer.
PEDRO VICENTE MALDONADO (1704-1748): político y geógrafo, acompañó a La Condamine por el Amazonas.
ISABEL GODIN DES ODONAIS (1728-1792): esposa de Jean Godin des Odonais; su viaje por el Amazonas fue terrible.
Al alba de cada jornada, mucho antes de que el sol se asomara por la cordillera oriental de los Andes, los dos científicos ya habían comenzado el trabajo en la llanura y ajustaban las cuñas y los tablones bajo las barras de medición (también llamadas «perchas») para mantenerlas a nivel. Las tres perchas de madera –cada una de veinte pies franceses de largo, pintada de un color particular y rematada en cada extremo con una pieza de cobre a modo de espiga– se iban colocando en el suelo, una a continuación de otra y formando una misma línea. Iban siguiendo la base fundamental* que se había raspado en el paisaje algunas semanas antes: una banda marrón arenosa de tierra pelada, recta como una flecha y del ancho aproximado de un antebrazo, que corría de una punta a otra del horizonte. Una cuerda fina de algodón, tensada entre dos estacas y nivelada por tres ayudantes, guiaba a los hombres cada vez que recogían una percha y avanzaban su posición. La percha recién adelantada se colocaba con gran cuidado, tocando apenas la que quedaba detrás de ella para que el movimiento no perturbara la exactitud de su posicionamiento. Después de colocar las cuñas necesarias para nivelar las barras, ambos individuos anotaban con meticulosidad la medición en sus pequeñas libretas. Según la longitud de las perchas se expandía por el calor ecuatorial a medida que avanzaba el día, era necesario establecer su dilatación comparándolas con una toesa* de hierro calibrada con precisión y aplicar las correcciones a las mediciones. Durante el mes de octubre de 1736 repitieron estos pasos miles de veces y con algo de prisa para llegar a mensurar la línea de la base fundamental de norte a sur antes de que comenzaran las lluvias.1 Pierre Bouguer, el más veterano de los dos científicos y, a sus treinta y ocho años, el miembro de más edad del grupo, trabajaba extenuado por el desacostumbrado esfuerzo físico. A los tres kilómetros de altitud en que se encontraban, la fina atmósfera, que proporcionaba escaso oxígeno y todavía menos protección frente al sol, le privaba rápidamente de energías. No es probable que estuvieran contentos con aquella circunstancia; unos pocos kilómetros al sur había una cobertura de nubes, en apariencia perpetua, que oscurecía las montañas y enfriaba las verdes tierras montuosas bajo su abrigo.
Los científicos habían elegido, para trazar la base fundamental de sus mediciones, la meseta de Yaruquí –a casi veinte kilómetros de Quito, capital provincial del norte del Perú–, por razón de su relativa llanura y las vistas despejadas hasta las cumbres de su entorno. Sin embargo, la meseta estaba más baja que los montes circundantes y no tardaron en descubrir que tenía un microclima propio que iba a dificultar los trabajos: aunque fría en las noches, llegaba a ser muy cálida por el día y estaba expuesta a vientos fuertes que a veces generaban enormes torbellinos de arena y polvo. Uno de estos había matado, poco antes, a un indio de los alrededores.
Esta dicotomía entre las expectativas y la realidad ya se estaba convirtiendo en un rasgo alarmante de la misión. Planes que habían parecido ideales en un primer análisis se veían azotados por problemas insuperables cuando llegaba el momento de ejecutarlos. Estos problemas iban mucho más allá de los reveses normales previsibles en cualquier expedición científica. Era casi como si la propia Tierra se negara a revelar su auténtica medida.
Sin embargo, descubrir la medida de la Tierra era la razón por la que habían viajado miles de kilómetros. Bouguer era uno de los tres miembros de la Academia de las Ciencias de Francia que, con el acuerdo y la protección del rey de España, habían sido enviados al virreinato del Perú con vistas a efectuar mediciones precisas de la Tierra. Viajando con varios ayudantes y dos médicos, y acompañados por dos jóvenes oficiales de la Armada española, los científicos habían llegado a Quito en mayo de 1736, tras dos años de planificación y otro de viaje desde Europa. Sus órdenes eran determinar la medida de un grado de latitud en el ecuador para luego compararla con el grado de latitud que ya se había medido en Francia. Esta comparación permitiría conocer con certidumbre, por vez primera, la forma y las dimensiones de la Tierra.
La verdadera forma y las dimensiones exactas del globo –lo que llamaban «la figura de la Tierra»– venían siendo objeto de debate desde hacía unos años. No mucho antes había resultado patente que nuestro planeta no es una esfera perfecta. Según algunos científicos, el centenario sistema del filósofo francés René Descartes implicaba que la Tierra se alargaba hacia los polos como un huevo. Respaldaban esta afirmación con los resultados de algunas observaciones que parecían demostrar un claro alargamiento del planeta a lo largo de su eje. En contra, las teorías más recientes desarrolladas por el matemático británico Isaac Newton sugerían que la rotación de la Tierra causaba su abultamiento en el ecuador y el aplanamiento de los polos, como una bola de pan que una mano gigante hubiera presionado desde arriba. Esta teoría explicaba por qué algunos experimentos de gran precisión mostraban que la fuerza de la gravedad parecía reducirse cerca del ecuador.
La Academia de las Ciencias de Francia se encontraba en el centro del debate sobre la forma de la Tierra. En el continente, científicos como Johann Bernoulli apoyaban la teoría cartesiana y la forma alargada de la Tierra. Al otro lado del canal de la Mancha, junto a la Fleet Street londinense, los miembros de la Royal Society defendían con vigor la Tierra achatada de Newton. La Academia francesa, dividida más o menos por igual entre cartesianos y newtonianos, era el refugio para la conversación entre ambas comunidades polarizadas. Los académicos protagonizaban encendidas discusiones en su sede (sita en el interior del palacio del Louvre) y fuera de ella, en los cafés y salones parisinos. Si la cuestión iba a tener una solución, parecía garantizado que tendría que ser allí.
El debate sobre la forma de la Tierra no habría pasado de ser un oscuro debate científico de no haber entrado en escena el creciente interés de Jean-Frédéric Philippe Phélypeaux, conde de Maurepas, un joven, aunque poderoso, ministro de la corte de Luis XV. Maurepas había sido presidente y vicepresidente de la Academia de las Ciencias y continuaba siendo su principal apoyo, pero su interés en este debate obedecía a razones prácticas. Como ministro de Marina y de las Colonias sabía que, sin un conocimiento exacto del tamaño y forma de la Tierra, la navegación en alta mar continuaría siendo siempre algo impreciso. Maurepas comprendía el alcance de las consecuencias políticas y militares de este conocimiento geodésico: la nación que pudiera localizar la posición de sus barcos en el mar con precisión sería capaz de controlar un imperio.
Para Francia y Gran Bretaña, las razones de la expansión imperial tenían tanto que ver con la seguridad como con la economía. Aunque ambas naciones se encontraban entonces en un periodo de relativa paz, estaba claro que no duraría; su centenario conflicto por la expansión imperial iba entonces al ralentí, eso era todo. Mientras los científicos de la Academia debatían sobre los detalles de la geodesia, Maurepas se preparaba ya para batallas futuras con los británicos. En Gran Bretaña, los científicos también estaban intentando resolver cuestiones relacionadas con la navegación por ver en ella un elemento necesario para la dominación global. Durante los veinte últimos años, Gran Bretaña había patrocinado el célebre Premio de la Longitud, dotado con 20 000 libras esterlinas, pero que todavía permanecía desierto. La guerra por el conocimiento se libraría en los salones del Louvre, en las salas de reunión aledañas a Fleet Street y también a través de los océanos.
Preocupado por sus adversarios del otro lado del canal, Maurepas había acogido con entusiasmo las propuestas que la Academia presentó en 1734 para enviar una misión científica a medir un grado de latitud en el ecuador. Sin embargo, la costa ecuatorial africana era todavía hostil y las islas tropicales asiáticas estaban demasiado lejos. Así pues, el único lugar accesible en el ecuador era Perú, la principal fuente de riqueza del imperio español, y España estaba estrechamente ligada a Francia por la alianza de la familia Borbón. Además de la promesa de revelar la verdadera forma de la Tierra, la misión también serviría a dos propósitos estratégicos de Maurepas: como ministro de Marina deseaba reforzar la alianza militar con España que servía de contrapeso a Gran Bretaña, y como ministro de las Colonias ansiaba, con afán parejo, inspeccionar de cerca las famosas riquezas de la América española, tal vez incluso con vistas a una apertura del comercio entre las colonias hispanas en ese continente y Francia.
La que vino a llamarse Misión Geodésica al Ecuador era algo completamente nuevo: fue la primera expedición científica internacional de la historia, necesitó de la cooperación oficial de dos naciones y contó con la participación de miembros de ambas. Maurepas se había entregado a fondo a la planificación de la misión: consiguió el transporte y las provisiones de la Marina francesa y el dinero del Tesoro, obtuvo del rey de España los pasaportes y eligió personalmente a los integrantes franceses de la empresa, entre ellos a Bouguer, quien ahora, mientras padecía el sol ecuatorial, tal vez se preguntaba por qué Maurepas lo había elegido a él y por qué había aceptado.
El científico que ahora trabajaba junto a Bouguer no podía ser más distinto de este. Charles-Marie de La Condamine era un relativo recién llegado al mundo científico y uno de los miembros más noveles de la Academia de las Ciencias. Ya se había labrado un nombre, pero como aventurero y no como científico. Antes había luchado contra España como soldado y, más recientemente, había sido corsario y explorador en el Mediterráneo. La Condamine era el polo opuesto del estudioso Bouguer, un antiguo niño prodigio que había llegado a profesor titulado de navegación con dieciséis años y cuya vida había consistido en trabajar sin descanso en el ámbito científico y matemático en un rincón solitario de Francia.
Partiendo del extremo sur de la línea de base fundamental, un segundo grupo de científicos medía la misma línea que Bouguer y La Condamine, pero en dirección opuesta. Los encabezaba Louis Godin, el académico que había propuesto originalmente la misión y que formalmente era su jefe global. Al ser Godin el miembro con más años en el seno de la Academia de las Ciencias, la antigüedad le aseguraba el mando, por más penosamente obvias que fueran su inexperiencia y su carencia de la habilidad necesaria para dirigir a otros hombres. En contraste, La Condamine era un hombre de la milicia y Bouguer había tenido muchas veces bajo su cargo a estudiantes que lo doblaban en edad; ambos sabían que el liderazgo era algo más que limitarse a dar órdenes y a los dos les escocía la inepta autoridad de Godin.
A pesar de sus diferencias, los tres hombres tendrían que trabajar juntos para que su tarea pudiera llegar a buen puerto. En teoría, medir el arco de un grado de latitud parecía una labor sencilla (recordemos que la latitud indica la posición angular en la esfera terrestre y que se indica en grados al norte o al sur del ecuador: París, por ejemplo, está a unos 49º N; el polo norte está en 90º N). Sin embargo, en la práctica entrañaba una enorme complejidad. Se hacía con mediciones topográficas de larga distancia a través de triangulaciones, una técnica cuyos principios se habían formulado un siglo antes y que se había usado para levantar los primeros mapas exactos de Francia. La premisa se remontaba a Euclides: dada la longitud de un lado de un triángulo (la línea de base o simplemente base) y la medida de dos ángulos, es posible reconstruir la totalidad del triángulo empleando fórmulas de trigonometría.
Esto significaba que era posible conseguir una medición topográfica sobre una gran distancia construyendo una «cadena» de triángulos que podía llegar a medir docenas o incluso cientos de kilómetros de largo. Proyectando estos triángulos en el terreno y midiendo sus ángulos con un instrumento preciso llamado cuadrante o cuarto de círculo, gracias a señales visibles de gran tamaño situadas en cada uno de los vértices, los agrimensores o topógrafos podían luego calcular la medida global (en toesas) de la cadena de triángulos. Los miembros de la expedición, una vez hubieran efectuado ese género de mediciones, realizarían observaciones astronómicas para determinar la latitud en la que se encontraba cada extremo de la cadena. La diferencia entre las dos latitudes daría la medida angular (en grados) de la cadena. Entonces, dividiendo la distancia lineal entre el número de grados, obtendrían la distancia comprendida en un grado de latitud.
El plan concebido en la Academia de las Ciencias francesa era utilizar las cumbres de los Andes, la doble cadena de montes volcánicos del Perú, como vértices principales de los triángulos, y trazar al menos una línea de base fundamental en una llanura. Una vez llegaron al país, los miembros de la expedición decidieron que la meseta de Yaruquí era el lugar más apropiado para trazar la línea de base fundamental de doce kilómetros de longitud, y ahora se encontraban midiéndola laboriosamente para poder proyectar la enorme serie de triángulos que acabaría extendiéndose por más de trescientos kilómetros hacia el sur, siguiendo los Andes. La medición exacta de la citada base fundamental era crucial; en esta triangulación, los científicos buscaban un nivel de precisión nunca alcanzado antes.
Godin, Bouguer y La Condamine se habían preparado para el viaje en calidad de científicos, no como exploradores; este planteamiento casi iba a llevarlos al desastre. Eran capaces de prever los problemas que podrían tener sus instrumentos, los rigurosos cálculos, los esfuerzos físicos de la misión; todo esto era conocible, calculable y soluble por la razón y la aplicación del método científico. Pero también estaban totalmente desprevenidos ante las catástrofes aleatorias y a menudo crueles que los iban a acosar a cada paso.
Los expedicionarios llegaron al Perú sin llegar a comprender que, incluso después de dos siglos de dominio español, aquel era un territorio hostil y potencialmente peligroso. Los forasteros fueron recibidos con tanta inquietud como fascinación. La población del país, acostumbrada a ahuyentar contrabandistas y piratas, prestó oídos sordos a las protestas francesas sobre el objeto puramente científico de la misión y, pensando que los extranjeros iban en realidad en busca de un tesoro, convirtió el acto más sencillo en una pesadilla burocrática. Esta hostilidad podía deslizarse con celeridad, de una mera obstrucción, hacia la brutalidad más cruda: los científicos llegaron allí con armas para defenderse de los ataques de las bestias y los bandidos, pero acabarían usándolas contra una turba que trató de matarlos. El propio territorio les arrojó sin cesar obstáculos a su paso; habían previsto junglas ardientes y acabaron ateridos en las cumbres de las montañas.
Muchos de los escollos encontrados por los viajeros los prepararon ellos mismos a través de su inepto liderazgo, su codicia, su deseo de venganza y un desprecio apenas disimulado hacia los lugareños y sus costumbres. Los europeos no vieron necesidad de adaptarse al territorio ni a su cultura. Pensaban que, como mucho, la misión duraría tres años: seis meses de ida, dos años para la medición y seis meses de viaje de vuelta. No podían prever que la misión geodésica los retendría en el Perú casi una década, que algunos de ellos no volverían en casi cuarenta años y que otros no lo harían nunca.
En octubre de 1736, dieciocho meses después de su partida, los científicos estaban todavía midiendo la línea de base fundamental. Según los planes iniciales, para entonces ya tenían que haber llegado a la mitad del recorrido previsto por el bulevar de volcanes que se extendía ante ellos. Mirando hacia el sur, cuando se despejaban las nubes, sin duda observaban admirados aquellos viejos volcanes de nombres antiguos: el Pichincha, el Pambamarca, el Guamaní y el majestuoso Cotopaxi, con su perfecto cono de nieve que se alzaba a cincuenta kilómetros del suelo que pisaban. Sin embargo, para poder completar la gran cadena de triángulos que iba a revelar la verdadera forma de la Tierra, todavía tendrían que ascender, junto con sus ayudantes, a cada una de esas montañas y volver de cada cima con mediciones perfectas. La distancia hasta el Cotopaxi les debía parecer de una lejanía terrible, pero no se les ocultaba que habrían de cubrir un recorrido ocho veces mayor antes de acabar la labor, e incluso esa distancia palidecía si se comparaba con el largo viaje de vuelta. De todos modos, también sabían que ahora iban a ser los primeros en completar la medición de la línea de base fundamental de Yaruquí, sus más de doce kilómetros, avanzando a pasitos de veinte pies una y otra vez. De momento seguían en su pequeño mundo de perchas de medición y tocaba colocar la siguiente en su lugar.
________________
NOTAS
1. Las descripciones de las operaciones en Yaruquí provienen de los informes publicados por los miembros de la Misión Geodésica: Bouguer, P., 1748-1751, 279-282; Bouguer, P., 1749, 37-44; Juan y Santacilia, J. y Ulloa y de la Torre-Guiral, A. de, 1748, vol. 1, 302-305; Juan y Santacilia, J. y Ulloa y de la Torre-Guiral, A. de, 1748b, 144-155; La Condamine, C.-M. de, 1751, 19-20; La Condamine, C.-M. de, 1751b, 80-85. Vid. también Bouguer, P., 1752, 8; La Condamine, C.-M. de, 1752-1754, vol. 1, 36; Bouguer, P., 1754, 3.
__________
* N. del T.: En agrimensura y topografía, línea recta medida con toda exactitud sobre el terreno, la cual se toma como base para las operaciones de triangulación.
* N. del T.: La toesa era una unidad de medida francesa equivalente a 1,946 m. Las tres «perchas» o listones de medición puestos en fila debían medir, teóricamente, 10 toesas (60 pies franceses).
La Misión Geodésica al Ecuador fue la culminación de dos mil años de esfuerzos para determinar la medida exacta de la Tierra. Desde los primeros días de Grecia y Roma, las ciencias gemelas de la astronomía (la medida del sol, las estrellas y el cielo) y la geodesia (la medida de la Tierra) habían estado al servicio de la geografía de los imperios. A medida que las conquistas ampliaban el poder de los soberanos en tierras lejanas, les era necesario un conocimiento físico preciso de sus territorios que posibilitara su explotación. Asimismo, necesitaban un arte de navegación precisa a larga distancia que les permitiera despachar fuerzas militares donde fuera necesario y asegurar un comercio marítimo ininterrumpido.
Las mediciones más tempranas de la Tierra se utilizaron para la cartografía y la navegación de los imperios. En el 240 a. C., el matemático griego Eratóstenes ya había estimado el tamaño del globo y utilizado sus hallazgos para crear un atlas detallado del imperio heleno construido por Alejandro Magno y sus sucesores. Los filósofos griegos tempranos ya sabían que la Tierra era esférica (puesto que siempre proyecta una sombra circular sobre la luna durante los eclipses lunares), pero sus estimaciones acerca de su tamaño no pasaban de la especulación. Los métodos que Eratóstenes empleó para calcular el tamaño del planeta fueron rudimentarios, pero de una lógica sagaz. Sabía que, durante el solsticio de junio, la imagen del sol llegaba al fondo de un pozo que se encontraba en la actual Asuán, en Egipto. Ese mismo día, él podía observar que, en su casa de Alejandría, un palo vertical proyectaba una sombra que medía alrededor de 7º (la quincuagésima parte de un círculo). Como sabía que la distancia entre ambas ciudades era de unos novecientos kilómetros, calculó la circunferencia de la Tierra en unos cuarenta mil kilómetros, acercándose mucho a la cifra real. En el siglo II, el geógrafo romano Claudio Ptolomeo amplió los cálculos de Eratóstenes y sus sucesores para confeccionar un atlas actualizado que tituló Geografía y en el que daba un paso más: incorporó líneas de latitud y de longitud para localizar concretamente las rutas de navegación romanas y los depósitos comerciales, llegando hasta China.1
Cuando el Imperio romano se extinguió en el 476, lo mismo sucedió con los avances europeos en geografía y navegación. El interés europeo en la navegación a larga distancia tuvo que esperar hasta el siglo XV para despertar de nuevo, estimulado por el progresivo estrangulamiento de las Rutas de la Seda terrestres que durante siglos habían conectado Europa con las riquezas de Asia. Al convertirse el viaje en algo peligroso por la desintegración del Imperio mongol y el fin del orden que este había impuesto a lo largo de las rutas comerciales, los mercaderes necesitaron llegar a Asia por mar. Exploradores con bandera portuguesa se abrieron camino poco a poco, primero hacia el sur y luego hacia el este, rodeando África para llegar al océano Índico. Cristóbal Colón, bajo bandera española (y con una confusión tan grande como el tamaño de la Tierra, que era mucho más grande de lo que él pensaba), optó por una solución nueva: navegar hacia el oeste para llegar a Asia. Pero llegó a América. Los viajes oceánicos europeos del siglo XV contaron con la ayuda y el estímulo del renacimiento intelectual y de las ciencias. La Geografía ptolemaica, copiada una y otra vez a lo largo de los siglos, se convirtió en la piedra de toque de los cartógrafos de la Edad Moderna, que poco a poco llenaron sus cartas con los relatos de los exploradores para crear un retrato más preciso del mundo conocido. A la vez que los mapas se hacían más sofisticados, las técnicas astronómicas de navegación iban mejorando. Es sabido que Colón, por ejemplo, llevó consigo un novedoso cuadrante marítimo para observar el sol o las estrellas. El cuadrante, precursor del moderno sextante, permitía al navegante establecer con seguridad la latitud al medir el ángulo entre Polaris y el horizonte. Como esa estrella está casi directamente sobre el polo norte, el citado ángulo es, en la práctica, el mismo que la latitud del observador al norte del ecuador. Sin embargo, no era fácil tomar mediciones precisas de pie en un barco que se balanceaba y cabeceaba. El propio Colón recurría a métodos de navegación más tradicionales, leyendo la latitud en una tabla que la indicaba según variara el número de horas diarias de luz a lo largo del año. De todos modos, tener el cuadrante a bordo les daba a su tripulación y a sus monarcas patrocinadores la confianza de que Colón llegaría a su destino y volvería a salvo.2
La exploración no tardó en ceder el paso al imperio. Después de que Colón regresara de explorar el área en 1493, España comenzó a instalarse sin pérdida de tiempo en la cuenca del Caribe. En 1494, el Tratado de Tordesillas separó el globo en dos mitades, una española y otra portuguesa, «entregando» en la práctica la mayor parte de América a España, donde continuó la colonización de enormes franjas de territorio. En 1503, España creó la Casa de Contratación para regular la totalidad del tráfico marítimo y el comercio con sus colonias. Los nuevos territorios, en un primer momento, solo proporcionaron una modesta producción de algodón y tabaco, pero no tardaron en aportar al reino riquezas inauditas. El descubrimiento de enormes yacimientos de plata en México y Perú, a mediados del siglo XVI, convirtió con celeridad el imperio colonial hispano en una empresa de enormes beneficios, llegando a aportar, en su momento de apogeo, un cuarto de los ingresos del Estado. El éxito de España en el Nuevo Mundo despertó pronto la envidia de otras potencias europeas, algunas de ellas, por entonces, en la fase inicial del establecimiento de sus propios imperios coloniales marítimos. Las primeras colonias americanas de Inglaterra, Francia y los Países Bajos no producían oro ni plata, pero para el siglo XVII las tres naciones ya habían hallado el modo de lucrarse en el Caribe, donde crearon plantaciones de caña de azúcar que reponían sus respectivas arcas a costa del trabajo de millones de africanos esclavizados. Estos competidores europeos también atacaban las flotas de galeones españoles que de forma regular zarpaban de México y Panamá con minerales preciosos hacia Sevilla y Cádiz en convoyes escoltados.3
Además de poner de manifiesto las riquezas del continente americano, la expansión ultramarina de las potencias europeas transformó la guerra naval. Grandes buques de guerra oceánicos reemplazaron a las embarcaciones de cabotaje y se crearon Marinas de Guerra permanentes para proteger las rutas marítimas y los territorios coloniales, así como para escoltar a los buques de carga que transportaban mercancías y metales preciosos hacia y desde las colonias. El control de las rutas comerciales lejanas adquirió una importancia capital para las naciones cuyos ingresos tenían una dependencia creciente de las importaciones y exportaciones coloniales, y las batallas por esas rutas se ganaban o se perdían, a menudo, en el mar. Francia, dándose cuenta de que el océano Atlántico se había convertido en el campo de batalla principal, estableció la fortaleza naval de Luisburgo en Nueva Escocia para proteger sus pesquerías y disponer de una base desde la que atacar los intereses ingleses. Por su parte, Inglaterra convirtió Jamaica en una base de operaciones análoga en el Caribe.
El conflicto naval entre Francia e Inglaterra fue la tónica durante este periodo, aunque en un contexto volátil: el Atlántico, los aliados y los adversarios podían cambiar de bando de un año para otro. En 1672, por ejemplo, la Marina francesa de Luis XIV colaboró con la flota inglesa en la Tercera Guerra Anglo-Holandesa, librada, en parte, por disputas de acceso a mercados. En 1689, en cambio, Francia fue a la guerra contra la alianza de las fuerzas inglesas y holandesas e intentó organizar una invasión de Irlanda, pero no lo consiguió. De 1701 a 1714, Francia combatió de nuevo a Inglaterra y Holanda en la Guerra de Sucesión española, cuyo fin fue favorable a Francia y por la que Felipe V, nieto de Luis XIV, conservó el trono de España. En 1716, Francia e Inglaterra, exhaustas de luchar una contra la otra, resolvieron crear una alianza para mantener a raya a una España resurgente que reclamaba territorios perdidos en el conflicto anterior. Esta alianza entre las dos superpotencias consiguió casi dos décadas de relativa paz.
La Marina francesa, tanto en tiempo de guerra como de paz, se encontraba generalmente en inferioridad numérica. Francia era sobre todo una potencia terrestre, con adversarios en todas sus fronteras que la obligaban a mantener un Ejército numeroso y oneroso a costa de sus fuerzas navales. En cambio, Inglaterra (luego Gran Bretaña, a partir de la unión con Escocia en 1707), rodeada de agua, dedicaba casi todo su presupuesto a las «murallas de madera» de sus buques de guerra para estar protegida. La Marina francesa, para contrarrestar esa desventaja numérica, buscó en la ciencia un multiplicador de la fuerza militar, un modo de aumentar el poder combativo de cada buque. Igual que en el pasado, las ciencias gemelas de la astronomía y la geodesia se convocaron para mejorar la navegación oceánica y garantizar que todos los barcos llegaran a su destino más rápido y con menor posibilidad de extraviarse. La ciencia se había convertido, como la guerra, en la continuación de la política por otros medios.
La ciencia era la piedra de toque de la Ilustración, que había comenzado en el siglo XVII como un movimiento general que buscaba en la razón, no en la fe, la vía de acceso al conocimiento. Hubo un estadista francés que vio en la búsqueda del conocimiento científico un componente más de la competición despiadada que se libraba con los ingleses por el comercio, los territorios y la influencia alrededor del mundo. Jean-Baptiste Colbert, el hiperactivo ministro de Finanzas y también de Marina de Luis XIV, observaba con envidia los avances científicos del otro lado del canal de la Mancha, fijándose mucho en la Real Sociedad Londinense para Mejorar el Conocimiento de la Naturaleza (Royal Society of London for Improving Natural Knowledge), fundada en 1660. Esta sociedad era «Real» solo en el nombre, puesto que no recibía apoyo directo de la Corona. Sus miembros, en su mayoría ricos, algunos de ellos más bien aficionados entusiastas, pagaban cuotas para el alquiler de la sede y la publicación de libros y de una revista científica, Philosophical Transactions. Colbert no tardó en enmendarles la plana a los británicos y en 1666 fundó –con una generosa financiación gubernamental– la Real Academia de las Ciencias de París, más comúnmente conocida como Academia de las Ciencias de Francia.
Con la fundación de la Academia, Colbert elevó la ciencia a la categoría de brazo institucional del Estado francés, pero su proyecto iba más allá de las necesidades básicas de las fuerzas armadas y la industria. Colbert buscaba atar la ciencia al Estado
por sólidas razones políticas […]. Sabía que las ciencias y las artes bastan para dar gloria a un reino, que extienden la lengua de una nación, tal vez, incluso más que las conquistas, que le otorgan el imperio del espíritu y de la industria, tan prestigioso como útil, [y] que atraen al país a multitud de extranjeros que lo enriquecen con su curiosidad, adoptan su carácter y se sienten ligados a sus intereses.4
Para Colbert, la Academia francesa sería un multiplicador de la fuerza política, un modo de garantizar que las inversiones científicas beneficiarían al Gobierno en el ámbito nacional y también en el internacional.
El ministro no escatimó gastos para cubrir los puestos de su nueva Academia. En un rechazo declarado del modelo inglés, que en su opinión era un grupo disperso de aficionados entusiastas, quería –y estaba dispuesto a pagar– científicos del máximo nivel, capaces de conseguir descubrimientos concretos en astronomía, matemáticas y física en pro de la navegación, las artes militares y el comercio. Su prioridad principal fue construir un observatorio astronómico con los últimos avances en las afueras de París, sin madera que pudiera alimentar un incendio, ni metales que pudieran provocar perturbaciones magnéticas. También gastó grandes sumas para atraer talento del extranjero, entre otros el renombrado astrónomo italiano Giovanni Domenico Cassini y su colega holandés Christiaan Huygens, que dieron lustre a la Academia.5
A los pocos años de su fundación, la Academia ya había comenzado a patrocinar misiones científicas internacionales dirigidas a la mejora de las técnicas de navegación francesas. En 1671, Colbert envió al joven astrónomo Jean Richer a Cayenne, en la colonia gala de Guayana, cerca del ecuador sudamericano. Se le ordenó llevar a cabo un repertorio completo de observaciones astronómicas que incluían el trazado de un mapa exacto del cielo en el sur, cada vez más importante a medida que los barcos de guerra y los mercantes franceses ampliaban sus viajes por el globo y dependían más de las estrellas para guiarse. Richer estuvo en Cayenne dos años realizando observaciones astronómicas y experimentos de refracción atmosférica. Contó al efecto con algunos de los instrumentos más precisos de entonces, entre ellos dos relojes de péndulo afinados con precisión, un invento bastante reciente de Christiaan Huygens.6
Los relojes de péndulo que Richer se llevó debían ayudarle en sus observaciones astronómicas, pero acabaron revolucionando el debate sobre la forma de la Tierra. Un reloj de péndulo puede medir el tiempo con precisión porque el brazo de su péndulo está ajustado para desplazarse un pulso (un movimiento individual de derecha a izquierda) en un intervalo preciso, en general de un segundo. Ese intervalo tiene una relación directa con la longitud del péndulo. Como sabe cualquier pianista, el metrónomo va más rápido según se reduce la longitud práctica del péndulo al mover hacia el eje el peso corredizo. Los relojes de péndulo de Richer habían sido calibrados finamente en París haciéndolos coincidir con el paso de estrellas concretas a lo largo de muchas noches. Al llegar a Cayenne, Richer puso en funcionamiento los relojes como un preludio necesario a sus investigaciones, pero descubrió con horror que, en comparación con un reloj confeccionado en la región, se retrasaban alrededor de dos minutos y veintiocho segundos al día, una desviación que después corroboró observando las estrellas. Para que su «reloj de segundos» midiera correctamente el tiempo, tenía que acelerar su oscilación acortándole el péndulo –que medía alrededor de 90 cm– en aproximadamente dos milímetros.7
Cuando Richer volvió a París en 1673, ningún científico de la Academia francesa fue capaz de explicar la discrepancia entre el comportamiento de los relojes de péndulo en la Guayana y en Francia. La diferencia era demasiado grande para achacarla a la dilatación del péndulo por el calor y, aunque se sabía que la fuerza de la gravedad podía afectar a la oscilación del péndulo –ya Huygens había descrito que, si la gravedad era inferior, la oscilación se ralentizaba–, no parecía lógico que la gravedad fuera en Cayenne distinta de la parisina.8
Al otro lado del canal de la Mancha, un científico inglés llamado Isaac Newton tuvo una reacción muy diferente a la noticia del descubrimiento de Richer. Newton, profesor de matemáticas en la Universidad de Cambridge, pensaba que la oscilación retardada del péndulo se debía, de hecho, a que la fuerza de la gravedad era menor en París que en el ecuador. También postuló que esa gravedad disminuida era resultado directo de la fuerza centrífuga de rotación que provoca que la Tierra se ensanche en el ecuador. Una anomalía científica relativamente menor generaba así una concepción completamente nueva de la forma de la Tierra. Cuando Newton se enteró de los descubrimientos de Richer, llevaba cavilando sobre la gravitación una década. Había deducido, como es sabido, que la caída de una manzana se debe al mismo principio de atracción universal que mantiene a la luna en su órbita. La gravedad, pensaba, es una propiedad intrínseca de todo objeto, que atrae a los demás objetos con una fuerza proporcional a sus masas, y esa fuerza se reduce por el cuadrado de la distancia que los separa. La Tierra y la manzana se atraen una a otra: esto provoca que parezca que la manzana cae a la tierra (en realidad, ambas se precipitan una contra la otra). De acuerdo con ese mismo mecanismo, la atracción de la gravedad mantiene a la luna en su órbita alrededor de la Tierra; sin esa atracción, la inercia de la luna la arrojaría en línea recta por efecto de la fuerza centrífuga. El principio de la atracción universal era para Newton su Teoría del Todo, y el inglés esgrimió los descubrimientos de Richer como una prueba adicional que venía a corroborar sus ideas.9
Aunque Newton se diera por contento con su propia explicación de la gravedad, otros no lo veían tan claro. Cuando publicó los tres volúmenes de su enorme Principia mathematica en 1687, la obra fue recibida, en palabras del historiador de la ciencia I. Bernard Cohen, por «un público al que pilló por sorpresa, que no estaba preparado y que, de hecho, durante algún tiempo no supo cómo interpretarla o qué uso darle».10 En concreto, el principio de atracción universal de Newton exigía un considerable acto de fe que muchos de los grandes físicos de la época no aceptaron. Según las ideas predominantes en la física, todo movimiento tenía que ser resultado del contacto entre cuerpos distintos. Muchos científicos no podían admitir la idea de la existencia de una fuerza fantasmagórica e invisible que ni siquiera Newton era capaz de definir y que atraía a cuerpos distantes sin medios de comunicación visibles. El matemático suizo Johann Bernoulli, uno de los pocos que podía rivalizar entonces con el genio matemático de Newton, tachó el principio de la atracción universal de «incomprensible».11
En Principia mathematica, Newton desveló su tesis sobre la forma de la Tierra. Situó los resultados anómalos de Richer en un lugar preeminente del primer volumen, los presentó como la demostración más clara de su teoría de la atracción universal y proclamó que esa atracción le había dado al planeta una forma esférica. La esfera, sin embargo, no era perfecta. Newton calculó meticulosamente que la rotación de la Tierra generaba una fuerza centrífuga que provocaba un ligero abultamiento en el ecuador, de modo que su diámetro medía 3984 millas en el ecuador y solo 3966 a través de los polos. Es decir, estaba aplanada por los polos en una proporción de 1 parte de 230 (1/230). La fuerza centrífuga, al actuar en sentido opuesto a la atracción de la Tierra, también provocaría que la gravedad fuera mensurablemente inferior en el ecuador, según había demostrado Richer.12
Los colegas de Newton en la Royal Society fueron receptivos desde el principio a la filosofía de base matemática que desprendía la obra, aunque a veces no lograran comprender las fórmulas. Los científicos británicos abrazaron en especial el concepto de la atracción como guía para el estudio general de la materia. Trabajando con obstinación en la complejidad de las densas matemáticas de Newton, trataron de hallar aplicaciones prácticas a las leyes de la atracción.13
En cambio, gran parte de la comunidad científica del continente europeo recibió con escepticismo las tesis de Newton, sobre todo en Francia. Allí, los científicos vieron en este novedoso concepto de la atracción –y en su corolario, una Tierra aplanada con gravedad variable– la negación del modelo derivado del sentido común que había expuesto medio siglo antes su compatriota René Descartes. Según su monumental trabajo, sus Principia philosophiae de 1644, la Tierra, su luna, los planetas y las estrellas están inmersos en un vasto fluido invisible que llamó «éter», cuyo movimiento circular fue puesto en marcha por Dios durante la Creación y cuyos grandes vórtices o remolinos continúan girando. En el sistema de Descartes, los planetas se mueven por estos vórtices cósmicos, los cuales también causan la gravedad al empujar los objetos hacia la tierra (vid. figura pág. 9). Descartes evitó cuidadosamente ofrecer cualquier justificación matemática detallada de su razonamiento y optó por emplear una serie de analogías con los remolinos acuáticos y el magnetismo para explicar su teoría.
Dos generaciones antes de Newton, Descartes había aportado su propia Teoría del Todo. Esta se basaba en el contacto entre los objetos y en la transferencia de momento para explicar tanto la órbita de la luna como la caída de la manzana. Era una idea sensata, tanto desde el punto de vista de la mecánica como de la teología: el universo, puesto en movimiento en un primer momento por la mano de Dios, continuaba girando de modo predeterminado. Y, sobre todo, Descartes no violaba la doctrina de la Iglesia acerca de la inmutabilidad del universo, puesto que sus vórtices no eran más que los movimientos originales de Dios continuados en el tiempo.14 El propio Descartes no propuso para la Tierra otra forma que la esférica, pero científicos franceses y del resto del continente utilizaron después su teoría para asignarle al globo una forma alargada en un intento de contraponerse a las ideas de Newton.
La teoría cartesiana de los vórtices tuvo muy buena acogida en los años posteriores a la publicación de sus Principia philosophiae. Contribuyó mucho a su difusión la labor del dramaturgo Bernard de Fontenelle, quien llegaría a ser secretario de la Academia de las Ciencias de Francia y a tener un papel fundamental en el debate entre cartesianos y newtonianos. En 1686, justo cuando se preparaba la publicación de los Principia newtonianos, Fontenelle salió a la palestra con su novela dialógica Conversaciones acerca de la pluralidad de los mundos, en la que exponía los descubrimientos científicos recientes con un lenguaje sencillo. Desde una visión teatral de la astronomía, describía los vórtices cartesianos como las máquinas que mueven los decorados por el escenario del universo. Incluso las estrellas, decía Fontenelle, demostraban la teoría de Descartes. «Los habitantes de un planeta de uno de estos vórtices infinitos –explicaba– ven, en todas direcciones, los soles de los vórtices que los rodean».15
Gracias a defensores como Fontenelle, la teoría de Descartes había penetrado en la opinión pública mayoritaria en ambas orillas del canal, cosa que dificultaba bastante la aceptación de las ideas de Newton. En tanto que una de las primeras obras de divulgación científica de la historia, las Conversaciones tuvieron un éxito inmediato y se tradujeron con rapidez a todas las lenguas europeas principales. Los vórtices estaban en el programa de cada tertulia de salón y de cada lección vespertina de París a Ámsterdam. La falta de rigor matemático de Descartes venía de perlas, ya que ni los aristócratas ni los comerciantes ricos querían que las ecuaciones y los números les estorbaran su acercamiento a la física. Además, cuando el sistema de la física newtoniana (basado en las matemáticas y llamativamente secular), en especial su teoría de la Tierra abultada y achatada en los polos, surgía en las conversaciones de esos mismos salones, era recibida con un escepticismo generalizado, indignación religiosa e incluso abierta hostilidad. El dogmatismo intelectual y espiritual no era la única razón por la que las ideas de Newton recibieron una acogida tan fría en Francia y otros lugares del continente europeo. En el preciso momento en que Newton presentaba su teoría en sus Principia, la Academia de las Ciencias francesa encabezaba una nueva línea de investigación que no tardaría en suponer un nuevo reto para Newton. La Academia, además de apoyar la astronomía para el progreso de la navegación oceánica, había efectuado mediciones geodésicas de Francia para levantar mapas de más calidad, de gran utilidad para el Ejército y los tasadores fiscales. Estas mediciones pretendían demostrar que la Tierra estaba alargada en los polos, en contradicción directa con la Tierra achatada de Newton. Las primeras mediciones, efectuadas en 1670 por el astrónomo Jean Picard, fueron de un alcance demasiado limitado para poder demostrar esta idea. Después, una serie de guerras y hambrunas asoló el país e impidió que la Academia, desprovista de fondos y desarbolada, pudiera emprender trabajos más completos durante más de veinte años.
A mediados de la década de 1690, la situación política y económica de Francia había mejorado y la fortuna de la Academia volvía a brillar. La poderosa familia Phélypeaux tomó el control de la institución y puso fin a su prolongada decadencia. Uno de los miembros de la citada familia, Jean-Paul Bignon, se convirtió en su presidente, mientras que Fontenelle era nombrado secretario por su habilidad para explicar la ciencia con claridad a un público cada vez más leído e interesado, y que incluía nada menos que a los miembros de la corte real. Mientras que científicos y matemáticos se escribían unos a otros prolijos y densos artículos en las Memoirs anuales de la Academia, Fontenelle redactaba sumarios de fácil comprensión en la sección de historia de esa misma publicación. También escribía elegías dedicadas a los académicos fallecidos recientemente, las cuales se convirtieron en una especie de tesoro nacional por los retratos cálidos y a menudo ingeniosos que ofrecían de los homenajeados.
La Academia francesa, ahora bajo una jefatura fuerte y popular, también se benefició de un cambio de decorado antes del cambio de siglo. En 1699 la Academia se mudó desde la pequeña casa que la albergaba al palacio del Louvre. Este ya había dejado de ser una residencia real –Luis XIV se había trasladado a Versalles veinte años antes– y se parecía más bien a un enorme taller, lleno del polvo de mármol, las virutas de madera y el olor de la pintura de la Real Academia de Pintura, de la Academia de Arquitectura y de las Reales Fábricas que también albergaba. La Academia de las Ciencias estaba situada en la pequeña antecámara de un dormitorio –hoy la sala 33 del ala Sully– y sus sesiones estaban a menudo atestadas de público.16
Ahora que la Academia había recobrado fuerzas, se propuso ampliar las mediciones de Picard empleando las mismas técnicas geométricas, aunque con instrumentos más modernos. El método que se usaba para efectuar las mediciones de grandes distancias tenía ya varios siglos y partía de un principio euclidiano básico: dados dos ángulos de un triángulo y el largo de uno de los lados de este, es posible calcular la longitud de los otros lados y el tercer ángulo. Esto podía emplearse para medir grandes distancias estableciendo una cadena geodésica entre dos puntos prefijados (vid. figura pág. 13). Un equipo de agrimensores, partiendo de un extremo de la citada cadena, debía trazar una línea de base (AB) de varios kilómetros de longitud y medirla con exactitud utilizando largos listones o perchas de medir. Como la línea base tenía que ser perfectamente rectilínea, debía trazarse sobre un terreno despejado y lo más llano posible. A continuación, utilizarían un cuarto de círculo de agrimensor (de mayor tamaño y más preciso que los cuadrantes marítimos) para medir los ángulos que se formaban desde cada extremo de la línea de base con el vértice (C) del triángulo, el cual era una señal visible situada a muchos kilómetros de distancia, tal que un peñasco, un árbol o la aguja de una iglesia. Entonces se servían de la trigonometría para calcular cuánto medían las patas del triángulo. Después de haber empleado las medidas de los ángulos para calcular el largo de cada lado del triángulo, el equipo de agrimensores repetía el proceso hasta tener una cadena de triángulos que abarcara la distancia total que deseaban medir. Trabajando a partir del primer triángulo, elegían otra señal visible para que fuera el vértice (D) de un segundo triángulo. Medían entonces los ángulos que se formaran desde los puntos B y C al mirar hacia D, luego desde los puntos C y D hacia el vértice E del triángulo siguiente, y así sucesivamente ampliaban la cadena de ángulos. Cuando los agrimensores llegaban al final de la cadena, a veces medían también físicamente la línea de base del triángulo final para cerciorarse de la precisión del trabajo efectuado. De este modo, empleando sucesivos cálculos trigonométricos, podían calcular la distancia que separaba los extremos de la cadena de triángulos (C y L).
Esquema del método de triangulación, usado para determinar la distancia entre dos puntos.
Además de medir la distancia entre dos puntos, la triangulación geodésica también se empleaba para determinar la latitud de cualquier lugar, una información esencial para situar su posición correctamente en un mapa. Con este fin, los agrimensores de entonces ladeaban sus grandes cuadrantes o cuartos de círculo, emplazándolos en vertical, para medir la distancia entre Polaris y el horizonte. Era un método más fácil y preciso que usar los pequeños cuadrantes marítimos, puesto que el terreno no cabecea ni se balancea. Esto también permitía determinar la distancia abarcada por un grado de latitud en cualquier lugar concreto, dividiendo la medida total de la cadena de triángulos entre la diferencia angular existente entre las latitudes de sus dos extremos.
El afamado astrónomo italiano Giovanni Domenico Cassini, que Colbert había atraído a la Academia cuando se fundó, pero que ahora ya contaba casi setenta años, dirigió la nueva medición. Le fueron de gran ayuda su hijo, Jacques Cassini, y Claude-Antoine Couplet, ingeniero y miembro fundador de la Academia de las Ciencias. Los tres efectuaron sus triangulaciones siguiendo el meridiano de París, empezando en la capital y avanzando hacia el sur, hasta los Pirineos, a lo largo de más de seiscientos kilómetros. En 1701 reportaron a la Academia sus resultados. Al acabar las mediciones y comenzar los cálculos, descubrieron que el largo del grado de latitud que habían medido, situado en el sur de Francia, parecía sensiblemente mayor que el medido por Picard en el norte en 1670. Cassini informó sobre este hecho sin darle mucha importancia.17
Bernard de Fontenelle, veterano partidario de Descartes, esgrimió el mayor tamaño del grado de latitud de Cassini contra la Tierra achatada de Newton. En su opinión, Cassini había demostrado con claridad que la Tierra se alargaba hacia los polos. Fontenelle basaba su argumento en el reconocido principio de que, para determinar si la figura de la Tierra es alargada o achatada, basta comparar qué distancia abarca un grado de latitud en dos puntos muy separados del globo, uno cerca del ecuador y el otro más cercano a los polos (vid. figura pág. 15). Si la Tierra fuera achatada, el largo de un grado de latitud sería mayor en los polos; si la forma del globo fuera alargada, un grado de latitud mediría más en el ecuador y menos hacia los polos. Según Fontenelle, como Cassini había demostrado que la medida septentrional de la latitud era menor que la meridional, la Tierra tenía que ser alargada y Newton estaba equivocado.18