Hermanos de armas - Larrie D. Ferreiro - E-Book

Hermanos de armas E-Book

Larrie D. Ferreiro

0,0

Beschreibung

A finales de 1776, apenas seis meses después de la histórica Declaración de Independencia de los Estados Unidos, la Revolución americana agonizaba. Nueva York había caído y el Ejército Continental de George Washington se batía en retirada. Filadelfia, sede del Congreso Continental, parecía tener las horas contadas. La recién nacida nación norteamericana carecía de marina, de artillería que se preciara, de preparación militar, de pólvora… y de posibilidades reales de derrotar a Gran Bretaña; al menos por sí sola. Hermanos de armas. La intervención de España y Francia que salvó la Independencia de Estados Unidos es un exhaustivo y apasionante ensayo, finalista del premio Pulitzer, en el que su autor, Larrie D. Ferreiro, demuestra que sin el apoyo diplomático, financiero, militar y naval de España y Francia, la causa estadounidense nunca hubiera triunfado. Una intervención que trocó un conflicto doméstico en una guerra global que se libró en tres continentes, de la Luisiana y la Florida españolas a las costas de Francia, de Gibraltar a la India, que en la pluma de Ferreiro abandona el tradicional relato aislacionista para ganar una dimensión internacional, la de una coalición de hermanos de armas, países enfrentados a un enemigo común.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 947

Veröffentlichungsjahr: 2020

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



HERMANOS DE ARMAS

Hermanos de armas

Ferreiro, Larrie D.

Hermanos de armas / Ferreiro, Larrie D. [traducción de Joaquín Mejía Alberdi].

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2020. – 464 p., 8 p. de lám. il; 23,5 cm – (Historia de España) – 2.ª ed.

D.L: M-30220-2019

ISBN: 978-84-120798-1-4

94(73)

325.83

HERMANOS DE ARMAS

La intervención de España y Francia que salvó la Independencia de Estados UnidosLarrie D. Ferreiro

Título original:

Brothers At Arms. American Independence and the Men of France & Spain Who Saved It

First Published by Alfred A. Knopf

This translation published by arrangement with Alfred A. Knopf, an imprint of The Knopf

Doubleday Group, a division of Penguin Random House, LLC.

All rights reserved

Derechos de traducción concertados con Alfred A. Knopf, sello de The Knopf Doubleday Group, una division de Penguin Random House, LLC

Todos los derechos reservados

© 2016 by Larrie D. Ferreiro

ISBN: 978-8-41222-130-5

© de esta edición:

Hermanos de armas

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12, 1.º dcha.

28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-120798-1-4

Traducción: Joaquín Mejía Alberdi

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Coordinación editorial: Mónica Santos del HierroProducción del ebook: booqlab

Primera edición: noviembre 2019

Segunda edición: marzo 2020

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2020 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

 

A mi familia, Mirna, Gabriel y Marcel.Una familia estadounidense que,como su propia nación,debe su existencia a Francia y a España.

ÍNDICE

Agradecimientos

Notas del autor a la edición original

Introducción

No solo la Declaración de Independencia, sino además una Declaración de que Dependemos de Francia (y También de España)

 

1 EL CAMINO A LA GUERRA

2 LOS COMERCIANTES

3 LOS MINISTROS

4 LOS SOLDADOS

5 LOS MARINOS

6 LAS PIEZAS CONVERGEN

7 EL FINAL DE LA PARTIDA

8 EL CAMINO HACIA LA PAZ

9 EL LEGADO

 

Bibliografía

AGRADECIMIENTOS

En primer lugar, y ante todo, a Keith Goldsmith, mi editor en Knopf, que guio este trabajo con visión y elegancia.

Después, a mi agente, Michelle Tessler, que aportó el empuje necesario para poner en marcha este trabajo y lo condujo hasta el editor más indicado.

Estoy agradecido a numerosas personas e instituciones por su ayuda durante mi investigación y por sus comentarios a las primeras versiones del texto. Enumero a continuación las más significativas, ordenadas por orden alfabético y por países. A pesar de su colaboración, todos los análisis y los errores que pueda haber en los hechos o en las traducciones son solo míos.

BÉLGICA

Marion Huibrechts.

FRANCIA

Château de Versailles, École navale de Brest, Musée de l’Armée de Paris, Société des Cincinnati de Paris.

Pascal Beyls, Olivier Chaline; Raynald, duque de Choiseul Praslin; Patrice Decencière; Jean-Marie Kowalski; Jean Langlet; Pierre Lévêque; Élisabeth Maisonnier; Christophe Pommier; Charles-Philippe Gravier, marqués de Vergennes; Laurent Veyssière y Patrick Villiers.

GRAN BRETAÑA

Robert Gardiner, Peter Hore, Andrew Lambert, Munro Price y Sam Willis.

MÉXICO

Iván Valdez-Bubnov.

PAÍSES BAJOS

Alan Lemmers.

ESPAÑA

Asociación Bernardo de Gálvez, Málaga; Museo Naval, Madrid; Patrimonio Nacional, Madrid.

José María Blanco Núñez, Reyes Calderón Cuadrado, José Luis Cano de Gardoqui, Francisco Fernández González, Agustín Guimerá Ravina, Juan Hernández Franco, Sylvia Hilton, Lorena Martínez García, Valentín Moreno Gallego, Manuel Olmedo Checa, Gonzalo Quintero Saravia, Agustín Ramón Rodríguez González, José María Sánchez Carrión, Juan Torrejón Chaves y José Yaniz.

ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA

Army Center of Military History, Washington, DC; Daughters of the American Revolution, Washington, DC; Fred W. Smith National Library, Mount Vernon, Virginia; Naval History and Heritage Command, Washington, DC; National Park Service; Regimiento Fijo de la Luisiana Española; Smithsonian Institution, National Museum of American History, Washington, DC; Society of the Cincinnati, Washington, DC y Sons of the American Revolution, Louisville, Kentucky.

Joshua Beatty, Eliud Bonilla, Michael Carroll, Thomas Chávez, Ellen Clark, John Cloud, Douglas Comer, Dennis M. Conrad, Michael Crawford, James Delgado, Héctor Díaz, Richard Doty, Jonathan Dull, James Garner, Martha Gutiérrez-Steinkamp, John Hattendorf, John T. Kuehn, Karen Lee, Cliff Lewis, Darren Lickliter, John R. Maas, Albert «Durf» McJoynt, David Miller, Brian Morton, Sarah Myers, Charles Neimeyer, Julia Osman, Elaine Protzman, Ray Raphael, Eric Schnitzer, Emily Schulz, Robert A. Selig, Donald Spinelli, Albert «Skip» Theberge, Anthony Tommell, Samuel Turner, Robert Whitaker y Glenn F. Williams.

NOTAS DEL AUTOR A LA EDICIÓN ORIGINAL

NOMBRES, TÍTULOS Y GRAMÁTICA

Me he servido de la Biblioteca Nacional de España y de la Bibliothèque nationale de France como fuentes de referencia para la ortografía de los nombres propios. Cuando el título nobiliario de un personaje varía con los años (por ejemplo, si pasa de marqués a duque), en general he intentado emplear la designación por la que se le conoce de forma más habitual.

He seguido las normas de la Académie française y de la Real Academia Española en cuanto a estilo y gramática. El caso más notorio es la recomendación de la Académie française que pide incluir el «de» en los apellidos de una sola sílaba, pero no en los de dos o más sílabas. Por ejemplo, Joseph Paul, conde de Grasse,* aparece como «De Grasse»; mientras que Charles Gravier, conde de Vergennes, aparece como «Vergennes».

La mayoría de las Marinas de la época eran todas «reales», no solo la británica (por ejemplo, la Royale francesa y la Real Armada española), así que las distingo por su nacionalidad.

Igual que he traducido los textos originales franceses y españoles al inglés moderno, también he modernizado la ortografía y la puntuación para hacerla legible al lector.**

UNIDADES MONETARIAS

A menudo traslado el valor de las monedas de la época a equivalentes modernos para que los lectores lo comprendan mejor. Este procedimiento es más complicado de lo que pudiera parecer, dado que las economías de finales del siglo XVIII eran completamente distintas de las de principios del XXI –caballos en lugar de automóviles, por ejemplo– y al hecho de que el coste relativo de algunas mercancías, como los alimentos, era mucho mayor entonces que hoy.

No obstante, los economistas han desarrollado varias formas para comparar el valor del dinero a lo largo del tiempo. He optado entre dos fórmulas generales de comparación de valor distintas, según qué se esté valorando en cada caso. Si se trata del precio de bienes privados, gastos y salarios, he usado un comparador de precios reales que mide el coste de los bienes de consumo y los servicios y se basa en el índice de precios de consumo de la llamada «cesta de la compra». En cambio, cuando hablamos de grandes gastos nacionales, como proyectos, préstamos y grandes compras de armas de los gobiernos, uso un comparador del coste de dicho gasto según su valor porcentual en el conjunto de la economía de ese país –este comparador se basa en el deflactor del producto nacional bruto a lo largo del tiempo–. Los dos métodos resultan en valores modernos muy distintos, ya que el producto nacional bruto ha crecido mucho más que el índice de precios al consumo a lo largo de los últimos 240 años.

Para terminar, todos los precios modernos usan como referencia el año 2010 y después se convierten a dólares estadounidenses con el empleo de índices de paridad de poder adquisitivo.

Tabla de conversión de los valores monetarios históricos a dólares estadounidenses de 2010:

PAÍS

MONEDA ORIGINAL

EQUIVALENCIA SEGÚN EL PRECIO REAL

EQUIVALENCIA SEGÚN SU COSTE PORCENTUAL EN LA ECONOMÍA DEL PAÍS EN CUESTIÓN

Estados Unidos

1 dólar ($)

29,40 $

77 500 $ (con 1790 como base)

Gran Bretaña

1 libra esterlina (£)

149,00 $

13 127 $

Francia

1 libra

6,30 $

560 $

España

1 peso

24 $

2083 $

FUENTES

McKusker, J. J., 1978: Money and Exchange in Europe and America, 1600-1775: A Hand-book, Chapel Hill, University of North Carolina Press.

Maddison, A.: «Historical Statistics for the World Economy: 1-2003 AD» [http://www.ggdc.net/maddison/oriindex.htm].

Measuring Worth [www.measuringworth.com].

Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo (OCDE): índices de paridad de poder adquisitivo [http://www.oecd.org/std/prices-ppp/purchasingpowerparitiespppsdata.htm].

CT: Connecticut

NH: Nuevo Hampshire

MA: Massachusetts

PA: Pensilvania

VA: Virginia

DE: Delaware

NJ: Nueva Jersey

MD: Maryland

RI: Rhode Island

 

GA: Georgia

NY: Nueva York

NC: Carolina del Norte

SC: Carolina del Sur

 

________________ 

* N. del T.: Grasse es fonéticamente monosílabo en francés.

** N. del E.: De igual modo se ha procedido en la traducción y edición de los textos en francés e inglés al castellano.

INTRODUCCIÓN

No solo la Declaración de Independencia, sino además unaDeclaración de que Dependemos de Francia (y También de España)

Un cálido día de verano de 1776, en Filadelfia, durante los primeros y difíciles pasos de la Revolución estadounidense, Thomas Jefferson escribía las frases iniciales de un documento dirigido a los reyes Luis XVI de Francia y Carlos III de España, con el que el Segundo Congreso Continental* esperaba obtener la ayuda que las sitiadas colonias británicas de Norteamérica tanto necesitaban. Dichas colonias ya llevaban entonces más de un año en guerra con Gran Bretaña y la situación militar era desesperada. El Ejército Continental acababa de sufrir derrotas desastrosas en Canadá y Long Island y había sido expulsado de la ciudad de Nueva York, ahora ocupada por el general William Howe. A menos que hubiera una intervención directa de los adversarios de Gran Bretaña –Francia y España– a favor de las colonias, estas no tenían posibilidad alguna de sobreponerse a la superioridad de la Marina y el Ejército británicos y alcanzar la plena independencia.

La Revolución había comenzado a gestarse bastantes años antes. Tras la aplastante victoria británica sobre Francia y España en la Guerra de los Siete Años, en 1763, Londres había impuesto a sus colonias norteamericanas una subida cada vez más sofocante de los impuestos y de las restricciones a la exportación para sufragar el aumento del gasto empleado en la protección de dichas colonias. Los colonos protestaron porque se implantasen esas medidas sin consultar su opinión al respecto, como les correspondía por ser súbditos británicos. La violencia de las protestas aumentó progresivamente hasta que, en 1775, la guerra estalló con las batallas de Lexington, Concord y Bunker Hill, así como con el subsiguiente asedio de Boston. Incluso entonces, la mayoría de los habitantes de las colonias aún tenía la esperanza de que hubiera algún tipo de reconciliación con la Corona. Pese a ello, a principios de 1776, el rey Jorge III rechazó los ofrecimientos de paz de los colonos, los declaró rebeldes y contrató regimientos en los Estados alemanes1 de Hesse-Kassel, Hesse-Hanau y Brunswick para someter la insurgencia. El Congreso Continental, horrorizado en especial por la amenaza de los hessianos, a los que consideraba mercenarios, comenzó a clamar por una emancipación completa del dominio británico y a favor de «declarar las colonias en un estado de soberanía independiente».2 Muchos de los gobiernos individuales de las colonias comenzaron a enviar delegados al Congreso con instrucciones de «sacudir de inmediato el yugo británico»3 y abandonar la fidelidad a la Corona. La lucha que había comenzado un año antes para obligar a la madre patria a reconocerles sus derechos como súbditos británicos se había convertido en una guerra por la independencia.

El problema era que la nueva nación había comenzado su guerra contra la autoridad británica con una asombrosa incapacidad de defenderse a sí misma, como un adolescente rebelde que abandona a su familia sin un céntimo en el bolsillo. Su Marina era inexistente, su artillería escasa y su desastrado Ejército y milicias carecían hasta del ingrediente más básico de la guerra moderna: pólvora. Poco después de la batalla de Bunker Hill, Benjamin Franklin escribía: «[…] el Ejército no tenía ni cinco cartuchos de pólvora por hombre. Todo el mundo se preguntaba por qué casi nunca disparábamos los cañones: no nos lo podíamos permitir».4 El nuevo país, en resumidas cuentas, necesitaba con desesperación atraer a Francia y a España a la guerra, las únicas naciones con poder suficiente para llevar sus fuerzas a combatir directamente contra el Ejército británico y capaces de engolfar a la Armada británica en un conflicto de mayores dimensiones que la distrajera de las costas de Norteamérica y minara su fuerza.

Tanto Francia como España permitieron, desde antes que comenzara la contienda, el flujo de ayuda clandestina hacia los rebeldes, pero esto se demostró insuficiente dadas las dimensiones del conflicto. Ni Luis XVI ni Carlos III estaban dispuestos a tomar parte de forma abierta en una guerra civil británica: el nuevo país tenía que demostrar que era una nación independiente que luchaba contra el enemigo común, Gran Bretaña. El documento que salió de la pluma de Jefferson afirmaba con claridad: «[…] estas Colonias Unidas son y deben ser, por Derecho, Estados Libres e Independientes». Se trataba de una invitación solemne a Francia y a España para que fueran a la guerra de la mano del nuevo país. Es conocido que el documento que acordó el 4 de julio el Segundo Congreso Continental se denominó Declaración de Independencia, pero además era, en cierto modo, una «Declaración de que Dependemos de Francia (y También de España)».

SENTIDO COMÚN

Hoy, los estadounidenses celebran la fiesta del 4 de julio dando por sentadas algunas cuestiones falsas. El relato habitual acerca de la Declaración de Independencia viene a decir: los colonos ya no podían tolerar que el gobierno británico aprobara leyes injustas e impuestos sin permitir una representación adecuada de las colonias en el gobierno, así que el Segundo Congreso Continental votó para redactar un documento que le explicara al rey Jorge III las razones de la independencia y para justificar ante los propios colonos y el resto del mundo los motivos de su rebelión contra la Corona.5 La verdad es que la intención de este documento era muy distinta. La Declaración no estaba dirigida al rey Jorge III.6 El monarca británico ya había comprendido la situación, como demuestran sus palabras al Parlamento en octubre de 1775, cuando dijo que la rebelión «se realiza con el propósito manifiesto de establecer un imperio independiente».7 Tampoco era su objetivo aunar a las colonias a la causa de la independencia, puesto que estas ya habían ordenado a sus delegados en el Congreso que votaran a favor de la separación. La verdad es que la Declaración se escribió para pedir ayuda a Francia y España.

La idea misma de que se redactara un documento para declarar la independencia nacional era algo casi inaudito. Hasta entonces, las naciones que se separaban de sus gobernantes no se preocupaban de poner sus intenciones por escrito, ya que sus acciones hablaban con mayor claridad que cualesquiera palabras. El ejemplo más reciente había sido la rebelión de la República de Córcega contra la República de Génova en 1755. El jefe de la rebelión, Pasquale Paoli, se había limitado a anunciar que Córcega era una nación soberana y a establecer un gobierno independiente; no se imprimió nunca una declaración formal. Los colonos estadounidenses estaban bien informados de estos sucesos, e incluso le dieron el nombre de Paoli a una población de Pensilvania donde se libró una cruel batalla contra los británicos. Con anterioridad, la épica lucha de ochenta años de la República de Holanda por independizarse de España también se había librado sin que mediaran declaraciones escritas, salvo un único documento conocido como Acta de Abjuración (1581), el cual había sido más bien una proclamación del rompimiento de la fidelidad debida a la Corona española por parte de sus firmantes que una afirmación formal de la existencia de una nueva nación independiente.8

Aunque carecía de precedentes como proclamación formal de la soberanía nacional, la Declaración de Independencia no fue, desde luego, la primera declaración escrita por los norteamericanos durante el proceso que llevó a la guerra. Las declaraciones, que nacían de la tradición legislativa británica, se habían usado desde hacía mucho para expresar intenciones o para aplicar nuevas políticas nacionales e internacionales.9 No eran meros anuncios al mundo ni se limitaban a dar fe de una resolución. Cada una de ellas se redactaba con gran celo para influir en una audiencia particular y obtener un propósito específico. Como respuesta a las Leyes Coercitivas [Coercitive Acts] de 1774, que habían impuesto severas medidas económicas y punitivas en Massachusetts, el Primer Congreso Continental había aprobado una serie declaraciones y resoluciones, mensajes al pueblo de Gran Bretaña y sus otras colonias y peticiones al rey que, en conjunto, tenían la intención de que se cambiaran las leyes aborrecidas y exhortaban a que se eligiera un nuevo Parlamento más comprensivo con las demandas de los colonos, o a que el monarca interviniera para eliminar dichas leyes.10

Al fracasar los intentos de cambiar las leyes o el Parlamento y estallar la guerra en 1775, el Segundo Congreso Continental echó todas las culpas al Parlamento y a los ministros del rey y encargó a un comité de tres miembros, entre los que se encontraba Thomas Jefferson, que redactara la Declaración de las Causas y Necesidad de Tomar las Armas [Declaration of the Causes and Necessity of Taking Up Arms]. Esta declaración era una explicación de por qué los colonos veían necesario defender sus libertades mediante la fuerza de las armas y también una llamada final a la reconciliación. Aunque los autores declaraban que habían redactado el documento «por respeto al resto del mundo», su claro destinatario era Jorge III, con el objetivo de que Gran Bretaña cambiara de política. La declaración afirmaba que, solo si el monarca ordenaba a sus ministros negociar con los colonos «en términos razonables», podrían evitarse las «penalidades de la guerra civil». Esta solicitud, junto con la Petición de la Rama de Olivo [Olive Branch Petition] que pedía al rey encontrar la forma de «establecer la paz […] en nuestros territorios», fue rechazada de plano por Jorge III. Al acabar 1775, las colonias estaban en un punto muerto político armado: la reconciliación ya no era una opción viable, pero no eran capaces de ver un camino que les permitiera separarse de Gran Bretaña.11

Este impasse se rompió a primeros de 1776, pero no por la enorme altura intelectual que alargaba sin fin los debates de los congresistas en la Pennsylvania State House (actual Independence Hall), sino por un desconocido editor de periódico que, casi arruinado, había emigrado de Londres a Filadelfia apenas un año antes. En aquel breve lapso, Thomas Paine había escuchado suficientes rumores de café y divagaciones tabernarias como para llegar a una conclusión que algunos políticos debatían en privado: las distintas declaraciones y peticiones emitidas hasta entonces por el Congreso eran un planteamiento equivocado. Era Jorge III, no sus ministros ni el Parlamento, el responsable de las desgracias que padecían las colonias; por tanto, de nada servían las peticiones al monarca para que cambiara las leyes: para asegurar la prosperidad de las colonias era necesario romper del todo con Gran Bretaña, no una reconciliación. Los claros y sencillos razonamientos de Paine lo llevaron también a una segunda conclusión, aún más radical: la separación solo se podría alcanzar por la vía militar y esta solo sería posible con el apoyo de Francia y España. Dicho apoyo dependería por completo de que las colonias, de manera formal y por escrito, se declararan una nación soberana independiente de Gran Bretaña.

Con la ayuda de Benjamin Rush, un médico por entonces activo en los círculos políticos, Paine publicó un panfleto de cuarenta y seis páginas intitulado Sentido común [Common Sense] que exponía estas opiniones y planteaba pasos que seguir para que las colonias alcanzaran la independencia. Las librerías de Filadelfia comenzaron a venderlo el 10 de enero de 1776, el mismo día en que llegó la noticia del discurso de Jorge III que denunciaba la rebelión de las colonias como un intento de fundar «un imperio independiente». La publicación de Paine llegó en el momento más apropiado: su llamada a la independencia, que habría podido parecer disparatada solo unas semanas antes, fue impulsada de forma involuntaria por la propia acusación del rey en el mismo sentido. El panfleto tuvo una gran difusión y, en unos pocos meses, la idea de la independencia ya se debatía abiertamente a lo largo y ancho de las colonias.12

Sentido común comenzaba planteando la forma ideal de una república en la que los ciudadanos participaran en su propio gobierno y explicaba que los sistemas británicos de la monarquía y la aristocracia eran la antítesis de dicha forma gubernamental. Las colonias, si permanecían ligadas a una Gran Bretaña separada por 3000 millas náuticas de distancia y que demostraba poco interés y comprensión por sus problemas, estaban abocadas a padecer más «daños y perjuicios». Paine continuaba entonces con una declaración que resonó en los salones del Congreso, en las cámaras locales y en las asambleas coloniales desde Nuevo Hampshire a Georgia: «Todo lo que es justo o natural pide la separación […] ES HORA DE SEPARARSE».13

Las páginas finales de Sentido común dejaban clara la relación directa entre la idea de la declaración de independencia y la necesidad de asegurar la ayuda de Francia y España:

Nada puede resolver nuestros problemas de forma tan expeditiva como una declaración de independencia clara y decidida.

Primero.—Es costumbre entre las naciones, cuando dos están en guerra, que algunas otras potencias no implicadas en la disputa intercedan como mediadoras y que preparen los acuerdos preliminares para la paz: sin embargo, mientras América se declare Súbdita de Gran Bretaña, ninguna potencia, por muy bienintencionada que sea, puede ofrecerle mediación. Por tanto, en nuestro estado actual podríamos seguir en una disputa perpetua.

Segundo.—Es iluso suponer que Francia o España nos proporcionarán algún tipo de ayuda si para lo único que deseamos dicha ayuda es para solucionar el conflicto y reforzar la conexión entre Gran Bretaña y América […].

Tercero.—Mientras nos profesemos súbditos de Gran Bretaña, debemos, a ojos de las naciones extranjeras, ser considerados como rebeldes […].

Cuarto.—Si se publicara un manifiesto y se despachara a las cortes extranjeras […] [este] tendría mejores efectos para este Continente que si un barco zarpara repleto de peticiones a Gran Bretaña.

Mientras conservemos la denominación de súbditos británicos, no podremos ni ser recibidos ni escuchados en el exterior: los usos de todas las cortes van contra nosotros y así será hasta que, por medio de la independencia, ocupemos un lugar entre las demás naciones.14

El público de las colonias no necesitaba ninguna explicación para comprender el plan de Paine de solicitar ayuda directamente a Francia y España. Igual que él, sabía que las dos naciones llevaban tiempo deseosas de medirse de nuevo con Gran Bretaña. Habían salido mal paradas de la Guerra de los Siete Años, un conflicto global que había comenzado en las colonias norteamericanas de Francia e Inglaterra en 1754, apenas como una batalla fronteriza entre ambos imperios, pero que había absorbido con rapidez a todas las grandes potencias europeas. La guerra acabó en 1763: Francia había tenido que entregar Canadá al Imperio británico y España había perdido su posición dominante en el golfo de México al ceder Florida a Gran Bretaña. Era sabido que ambas naciones buscaban ahora recuperar los territorios y el prestigio perdidos y que el creciente conflicto en las colonias británicas podía ofrecerles la oportunidad de venganza, deseada durante tanto tiempo.

DECLARAR LA INDEPENDENCIA E INCORPORARSE A LA ESCENA MUNDIAL COMO UNA NACIÓN SOBERANA

El efecto de Sentido común en el estado de ánimo de los colonos fue electrizante, un concepto, por cierto, ya popular entonces debido a los experimentos científicos de Benjamin Franklin, muy divulgados.15 Este había vuelto a Filadelfia tras pasar una década en Londres en defensa de la causa de las colonias. Si antes de enero de 1776 solo se hablaba de reconciliación, ahora solo se hacía de separación. Las llamadas a la independencia llenaban los periódicos, algo que no pasó desapercibido a los gobiernos de las colonias. En febrero y marzo, Carolina del Sur reescribió su Constitución y se convirtió en «independiente de la autoridad real». En abril, el condado de Charlotte, en Virginia, adoptó una resolución que rechazaba cualquier intento de reconciliación. En mayo, el Congreso Continental envió a todas las colonias instrucciones que exhortaban a sustituir los gabinetes favorables a la reconciliación por otros más inclinados a la independencia. Al acabar el mes, John Adams certificaba: «[…] cada carta y cada día nos trae “independencia” como un torrente».16

Esas mismas cartas que se enviaron a los representantes de las colonias dejaban claro que sus autores habían abrazado, sin vacilación, la conexión formulada por Paine entre efectuar una declaración de independencia y recibir ayuda de Francia y España. Uno de los primeros en suscribir dicha conexión fue Richard Henry Lee, delegado de Virginia en el Congreso y miembro de una de las familias más influyentes de las colonias. Mucho antes de que se publicara Sentido común, él ya había recibido esas ideas gracias a su hermano Arthur Lee, quien, durante su misión de representante de las colonias en Londres junto con Benjamin Franklin, en 1774 le había dicho que, en caso de guerra con Gran Bretaña, «América tal vez tenga que deberles [a potencias europeas] su salvación, en caso de que la lucha sea seria y continuada».17 Dicha idea se vio reforzada, desde luego, por una carta que le remitió en abril de 1776 John Washington, uno de los sobrinos de George Washington: «Soy de la firme opinión de que, a menos que declaremos abiertamente la Independencia, no hay ninguna opción de recibir ayuda exterior».18 Ese mismo mes, Richard Henry Lee le explicaba a su paisano virginiano Patrick Henry, residente en Williamsburg, que el Congreso debía considerar pronto la independencia, puesto que el actual «peligro […] puede evitarse mediante una alianza a tiempo con las potencias adecuadas y favorables de Europa», y que «ningún estado de Europa tratará o comerciará con nosotros mientras nos consideremos súbditos de Gran Bretaña».19

En abril, las delegaciones de las colonias en el Congreso comenzaron a recibir instrucciones de votar a favor de la independencia. El condado de Cumberland de Virginia ordenó a sus representantes en el Congreso «declarar la independencia [y] buscar ayuda exterior». Carolina del Norte, por su parte, pidió a sus delegados «acordar con los delegados de las otras Colonias la declaración de la independencia y formar alianzas exteriores».20 En mayo, la Convención de Virginia acordó en pleno adoptar una resolución que ordenaba a sus delegados «declarar las colonias unidas estados libres e independientes […] y aprobar las medidas que se consideren apropiadas y necesarias para la formación de alianzas exteriores».21 Estas directrices de los gobiernos de las colonias a sus delegados en el Congreso dejan claro que, al hacerse eco de las ideas de Paine, veían en la declaración de independencia el único medio de obtener ayuda de Francia y de España.

A medida que el movimiento favorable a la independencia ganaba impulso, incluso el delegado de Massachusetts John Adams, alguien, por lo general, opuesto a cualquier enredo exterior, admitía a su pesar:

Debemos llegar a la Necesidad de Declararnos Estados independientes y ahora tenemos que dedicarnos a preparar […] Tratados que ofrecer a Potencias extranjeras, en especial a Francia y España […] Que no podemos esperar que las Potencias extranjeras Nos reconozcan hasta que Nosotros nos hayamos reconocido a nosotros mismos y hayamos ocupado un Puesto entre ellas como Potencia soberana y Nación Independiente; que ahora estábamos afligidos por la Falta de Artillería, Armas, Munición, Vestimenta e incluso Pedernal.22

A primeros de junio, Richard Henry Lee ya estaba preparado para seguir las instrucciones de la Convención de Virginia y pedir a las claras al Congreso que declarara la independencia. Repitiendo las ideas de John Adams, le explicaba a un terrateniente virginiano: «No es, pues, el deseo sino la necesidad lo que pide la independencia, puesto que es la única forma de obtener una alianza exterior».23 Estas palabras las escribió el domingo 2 de junio. La semana siguiente seguro que la pasó reflexionando acerca de la redacción de un conjunto de resoluciones que pondría en marcha al Congreso. El viernes 7, el Congreso se reunió como de costumbre a las 10 de la mañana. Se abordaron cuestiones urgentes relativas a informes de la guerra, así como un asunto más banal, la compensación a un comerciante por bienes confiscados por la Marina Continental. Alrededor de las 11, Richard Henry Lee solicitó intervenir y, entonces, presentó tres resoluciones relacionadas entre sí para su aprobación:

Que estas Colonias Unidas son, y por derecho deben ser, Estados libres e independientes; que están liberadas de fidelidad alguna a la Corona británica y que toda conexión política entre ellas y el Estado de Gran Bretaña está, y debe ser, disuelta por completo.

Que desde ya es urgente tomar las medidas más efectivas para formar Alianzas con el exterior.

Que se prepare un plan de confederación y se transmita a las Colonias respectivas para su consideración y aprobación.24

Las resoluciones fueron secundadas por John Adams, pero el Congreso retrasó su toma en consideración hasta el día siguiente. El sábado, y de nuevo el domingo, el Congreso debatió las tres resoluciones. Aunque los representantes de las colonias del sur y de Nueva Inglaterra eran favorables a las mismas, muchas de las colonias del Atlántico Medio* preferían retrasar la decisión. Los contrarios a la independencia ponían en duda que Francia o España fueran a proporcionar alguna ayuda, debido a sus propios intereses coloniales en América, y afirmaban que Francia estaría más inclinada a formar una alianza con Gran Bretaña para repartirse Norteamérica entre ambas. Los favorables a las resoluciones, como demuestran las anotaciones de Thomas Jefferson, respondían que «solo una declaración de independencia podría complacer al gusto europeo para que las potencias europeas traten con nosotros», que no había que perder tiempo y que era necesario pedir, cuanto antes, la ayuda que podían ofrecer Francia y España. Los argumentos en uno y otro sentido se cruzaban sin que se llegara a un consenso claro.

En lugar proceder a votar la resolución de independencia, el Congreso pospuso los debates hasta el 1 de julio y ordenó a un comité que redactara un borrador de declaración en previsión de que la cámara fuera favorable a dicha opción. Se formaron también comités para encargarse de la segunda y tercera resoluciones: uno para redactar un proyecto de tratado con Francia y otro para redactar un borrador de plan de confederación de los trece estados que se crearían a partir de las trece colonias, una vez que se declarase la independencia. El comité encargado del plan de confederación fue el mayor de los tres y contaba con un representante de cada colonia. Debido a lo difícil que resultó el acuerdo entre estos, fue el comité que más tardó en cumplir su encargo: hasta dieciocho meses después, en noviembre de 1777, no presentó los Artículos de Confederación (además, dichos artículos no fueron ratificados por todos los trece estados hasta 1781). El segundo comité, que debía escribir un proyecto de tratado con Francia, solo tenía cinco miembros, encabezados por John Adams. Este insistió en que el tratado fuera solo de naturaleza comercial y que no implicara ninguna alianza política o militar que pudiera «enredarnos en futuras guerras europeas».25 El Plan de Tratados [Plan of Treaties] final, que se atuvo en todo a los requisitos de Adams, se presentó el 18 de julio y el Congreso lo aprobó el 17 de septiembre. Un mes más tarde, Benjamin Franklin tomó un barco hacia Francia con el proyecto de tratado de Adams en la cartera y la misión de obtener la ayuda que su nación necesitaba de forma tan acuciante.

El comité de cinco miembros encargado de escribir el borrador de la Declaración de Independencia también estuvo presidido por John Adams, pero la tarea de la redacción se confió a Thomas Jefferson. Ya era un consumado escritor y estaba trabajando, con sus paisanos virginianos y políticos James Madison y George Mason, en una Constitución y en una Declaración de Derechos para el estado de Virginia que pronto crearían. Jefferson escribió con rapidez, tomó préstamos de dicho documento y de otros, de modo que, en pocos días, ultimó el primer borrador. Primero se lo enseñó a Franklin y a Adams, que hicieron solo unas pocas revisiones, y luego al comité en pleno, el cual lo debatió durante dos semanas. Para entonces, el Congreso ya había acordado el nombre de la nueva nación: el 24 de junio de 1776, su presidente, John Hancock, empleó por vez primera de forma oficial la denominación «los Estados Unidos» al nombrar a un nuevo voluntario francés, Antoine Félix Wuibert, oficial del Ejército Continental.26

El borrador revisado de la Declaración se presentó ante el Congreso el 28 de junio; para entonces, las colonias del Atlántico Medio ya habían autorizado a sus delegados que votaran a favor de la independencia, también con la asunción de que era el camino para obtener ayuda exterior.27 La moción para que se aprobase la resolución de Richard Henry se presentó el 2 de julio. Entonces, el Congreso debatió y revisó el borrador durante dos días, antes de aprobar la versión final del texto el día 4, que caía en jueves. Aquella tarde, se tipografió una hoja apaisada de la que se imprimieron unas doscientas copias que se enviaron a las colonias y al cuartel general del Ejército Continental. La intención del Congreso de que la declaración fuera leída por Luis XVI y Carlos III queda de manifiesto por el hecho de que el lunes 8 de julio, primer día laborable después del fin de semana, se envió una copia de la misma en un barco que zarpaba hacia Francia, junto con instrucciones para Silas Deane, comerciante de Connecticut que entonces estaba en París como delegado para negociar compras de armas.28 Dicho delegado debía «comunicar de inmediato el texto a la Corte de Francia y enviar copias del mismo a las demás Cortes de Europa».

Aunque las resoluciones de Richard Henry Lee y de todos los subsiguientes debates del Congreso –como había advertido con tanta claridad el propio Jefferson– ligaban la Declaración de Independencia a la solicitud de ayuda exterior, en ninguna parte del texto aparecían las palabras «Francia» o «España». Incluso, en el párrafo inicial, Jefferson afirmaba que la única razón de ser del documento era que «un respeto decente de lo que opinara la humanidad» los obligaba a justificar sus acciones. Esta afirmación, igual que el razonamiento similar esgrimido en la Declaración de las Causas y Necesidad de Tomar las Armas, ocultaba la verdadera razón y el auténtico destinatario de la Declaración de Independencia. Aunque la intención del Congreso fuera pedir ayuda a Luis XVI y a Carlos III, lo más probable es que Jefferson no estuviera pensando en ambos monarcas en el propio momento de la redacción del texto. Lo que empleó para justificar la causa de la independencia fueron los sentimientos más elevados de los pensadores de la Ilustración –Locke en lo referente al derecho natural, Voltaire en cuanto a la opresión y Montesquieu acerca de la libertad–.29 La inclusión de cualquier súplica expresa dirigida a una potencia extranjera habría rebajado la dignidad y envilecido la Declaración a la que con tanto celo había dado forma. La idea era que la propia existencia del documento sirviera como toque de corneta para pedir ayuda.

La Declaración se convirtió en un documento de gran importancia histórica. Tras la apología inicial que ocultaba su verdadera intención, Jefferson desplegaba su prosa más elevada:

Mantenemos que estas verdades son obvias, que todos los hombres son creados iguales, que son dotados por su Creador con ciertos Derechos inalienables, que entre estos están la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad. Que para asegurar estos derechos se han instituido los Gobiernos entre los Hombres, derivando sus justos poderes del consentimiento de los gobernados.30

Continuaba lo anterior con una letanía de acusaciones al monarca británico por no haber cumplido con estos ideales. Se le imputaban desde ofensas generales contra las colonias a otras concretas como interferencia en procesos judiciales, secuestro, pillaje y saqueo. Jefferson no libraba de culpas a los británicos y los llamaba «Enemigos en la Guerra, en la Paz Amigos». Al declarar a los Estados Unidos miembro del conjunto de las naciones soberanas, Jefferson recordaba a sus anhelados aliados que ahora la nueva nación tenía «pleno Poder para emprender la Guerra, ultimar la Paz, entablar Alianzas, establecer el Comercio y hacer todos los demás Actos y Cosas a las que tienen derecho los Estados Independientes».

Solo al final del texto de la Declaración de Independencia Jefferson incluyó un pasaje que podría llamar la atención de los reyes de Francia y España de un modo especial: «Y en apoyo de esta Declaración, con una firme confianza en la protección de la divina Providencia, comprometemos todos nuestras Vidas, nuestras Fortunas y nuestro sagrado Honor». Es decir: para llegar a ser una nación independiente, autogobernada, hemos arriesgado todo lo que tenemos para ganar esta guerra con Gran Bretaña. Sin alianza militar, no existe la esperanza de que podamos seguir adelante. Por favor, venid en nuestra ayuda.

Al otro lado del Atlántico, Francia y España sopesaban sus opciones. Apenas habían transcurrido trece años desde que habían librado una guerra desastrosa con Gran Bretaña en la que habían perdido comercio, colonias e influencia. Una nueva contienda, del lado de los rebeldes norteamericanos, podía revertir las anteriores humillaciones –o llevar a ambos países a la ruina–.

___________________ 

NOTAS

1. Phillips, K., 2012, 387-391.

2. Citado en Ferling, J., 2009, 114.

3. Citado en Ketcham, R., 1990, 70.

4.PBF, vol. 23, 237-238.

5. Resumo aquí textos de mi currículo de escuela primaria y secundaria, libros de texto de la Commonwealth of Virginia y de las Department of Defense Dependents Schools, libros de texto universitarios y varias enciclopedias en internet.

6. Wills, G., 1978, 325, expone argumentos análogos.

7. Bobrick, B., 1997, 156.

8. Armitage, D., 2007, 41-45; Lucas, S. E., 1994.

9. Maier, P., 1997, 51; Armitage, D., ibid., 31.

10.Vid. en Shain, B. A., 2014, 190-250 un relato y análisis a fondo.

11.Ibid., 274-293.

12. Liell, S., 2003; Ferling, J., 2011, 217-223. Gracias adicionales a Ray Raphael por señalarme la coincidencia con la llegada del discurso de Jorge III.

13. Liell, S., ibid., 174.

14.Ibid., 196.

15. Shachtman, T, 2014, 47-63.

16. Ferling, J., 2011, 258-277; Shain, B. A., op. cit., 438-459.

17. Potts, L. W., 1981, 148.

18. Wills, G., op. cit., 328.

19. Lee, R. H., 1911-1914, vol. 1, 176-179.

20. Alden, J. R., 1957, 211.

21. Shain, B. A., op. cit., 462-464.

22. Adams, J., 1850-1856, vol. 2, 503.

23. Lee, R. H., op. cit., vol. 1, 198.

24. Shain, B. A., op. cit., 461-462; Maier, P., op. cit., 41-46; Ferling, J., 2011, 3-7; Wills, G., op. cit., 325-333.

25. Adams, J., op. cit., vol. 2, 505.

26. Nettles, C. P., 1946, 36-37.

27. Ellis, J. J., 1999, 15-21.

28. Kite, E. S., 1928, 410.

29. Bailyn, B., 1967, 26-27.

30. Shain, B. A., op. cit., 490-493. Vid. en Raphael, R., 2014, 125-129 una comparación del texto de Jefferson con la Declaración de Derechos de Virginia de George Mason, que le sirvió de modelo.

___________________ 

* N. del T.: Al lector hispánico puede chocarle el empleo del adjetivo «continental» en denominaciones como Congreso Continental y Ejército Continental, cuya área de actuación, obviamente, no abarcaba todo el continente americano. Esto se debe, en parte, a que, en la tradición de habla inglesa, América del Norte y América del Sur son continentes distintos.

* N. del T.: El Atlántico Medio (Mid-Atlantic) es un área geográfica que entonces abarcaba las colonias de Nueva Jersey, Pensilvania, Nueva York y Delaware (las llamadas Middle Colonies).

1

EL CAMINO A LA GUERRA

Era la tarde, curiosamente cálida, del 10 de febrero de 1763.1 Un carruaje que transportaba a dos representantes oficiales, uno de Francia y otro de España, traqueteaba calle abajo por la rue Saint-Dominique, en la orilla izquierda del Sena, a solo unas manzanas del río. Después de pasar entre filas de imponentes edificios, entró bajo el arco redondo y a través de la puerta de doble hoja de un sencillo pero digno hôtel particulier [palacete] y se detuvo en el patio. Los funcionarios descendieron del vehículo, se dirigieron a la derecha, hacia la entrada principal, atravesaron una serie de estancias decoradas con papel azul y blanco a la inglesa y entraron en un distinguido salón de rojas cortinas donde colgaba un retrato no del rey galo, Luis XV, sino de Jorge III de Gran Bretaña. En aquel breve recorrido, aquellos dos hombres habían salido del confortable mundo francés al que estaban acostumbrados y ahora estaban, de hecho, en territorio británico.

Eran César Gabriel de Choiseul-Praslin, ministro galo de Exteriores; y Pablo Jerónimo Grimaldi y Pallavicini, embajador español en Francia. La imponente residencia parisina en la que se encontraban era la vivienda y embajada de facto de John Russell, duque de Bedford, que los recibió sentado debido a un ataque de gota. Apenas cinco meses antes había llegado a Francia como ministro plenipotenciario –como embajador, en la práctica– para negociar la paz. Juntos, los tres estaban a punto de firmar un tratado que daría fin de manera formal a la ruinosa guerra que había envuelto no solo a sus tres países, sino también a la mayor parte de Europa y lugares tan lejanos como la India y Norteamérica.

La Guerra de los Siete Años, según la denominación que se popularizó más tarde, había comenzado en 1754 con una serie de escaramuzas entre fuerzas británicas y francesas en el valle del Ohio. En dos años, ya se había extendido a la Europa continental y por todo el orbe. El momento de inflexión del conflicto sucedió en 1759; entonces, Gran Bretaña acumuló un rosario de impactantes victorias por tierra y por mar que acabaron diezmando las flotas francesas y españolas y le dieron el control de enclaves que iban desde Canadá y el Caribe hasta Asia.

En 1762, Francia y España ya no tenían más alternativa que pedir la paz. Choiseul-Praslin encabezó las negociaciones por la parte francesa. España envió a Grimaldi a petición de los ministros galos; ya habían negociado tratados antes con él y lo consideraban «excelsamente dotado en el arte de conciliar el acuerdo y la amistad entre los bandos enfrentados».2 El gabinete británico eligió al duque de Bedford, de riqueza astronómica, cuya red de contactos sociales y su firme posición a favor de la paz facilitarían que se ganara la confianza de los franceses. Los tres hombres eran de temperamentos muy distintos. Se ha descrito a Choiseul-Praslin como «sensato, trabajador […] seco de carácter, de una reserva casi impenetrable [...] del todo carente de gracias».3 En cambio, Grimaldi, nacido en Italia, impresionó de manera favorable al historiador británico Edward Gibbon –entonces inmerso en su Grand Tour* por Europa–. Este lo describió como un acaudalado hombre de mundo que «daba bailes todas las semanas, cuya magnificencia solo se ve superada por su cortesía y elegancia»4 (de hecho, los diplomáticos mencionados acababan de asistir, la noche anterior a la firma del tratado, a una de las famosas veladas de Grimaldi, la cual había acabado a las 10 de la mañana). Gibbon no tenía tan buena opinión de Bedford, de quien decía que su «gravedad y avaricia5 lo convertían en el hazmerreír de París». El ministro francés, por su parte, vio en Bedford «un hombre muy bueno, muy educado, bienintencionado, deseoso de ultimar la paz».6

Aunque es seguro que Bedford estaba «ansioso por cerrar el tratado de paz», se cuidaba de actuar solo dentro de los límites marcados por su gobierno. La cierto es que se lo podía permitir, dado que Gran Bretaña gozaba entonces de una posición inmejorable, tanto en sentido literal como metafórico. Durante el curso de varios meses, los tres hombres elaboraron un tratado que reconocía su supremacía y alteraba la escena internacional a su favor. Bedford, mientras se negociaban los detalles, también se ocupó del amueblamiento de su vivienda urbana en la rue Saint-Dominique con los últimos lujos de Londres, que iban desde una exquisita cubertería de plata a los primeros inodoros que hubo en París. Esta suntuosa redecoración no se debía a la «rigidez y avaricia» del embajador británico, sino que se trataba, más bien, de una afirmación política. Cuando Choiseul-Praslin y Grimaldi cruzaron el umbral de la residencia de Bedford en la tarde del 10 de febrero, aquel ambiente londinense sirvió para recordarles que entraban en un nuevo mundo dominado por los británicos.

LA GUERRA DE LOS SIETE AÑOS:UN CONFLICTO GLOBAL

La Guerra de los Siete Años fue un conflicto distinto de todos los que aquellos experimentados diplomáticos habían conocido hasta entonces. Desde alrededor de 1625, a Europa la habían asolado, cada década, guerras en las que se debatían sus grandes potencias: Francia, España e Inglaterra (Gran Bretaña tras la unión con Escocia de 1707). Aunque las causas concretas de cada lid eran variables e iban desde el control del comercio marítimo hasta la simple expansión territorial, todas tenían su origen en el sistema de relaciones internacionales imperante, conocido como el «equilibrio de poderes».7 Una enciclopedia dieciochesca lo define como «un sistema de equilibrio que se usa en la política moderna en el que las potencias se contienen unas a las otras, de modo que ninguna predomine en Europa hasta el punto de que todo lo invada y domine el mundo». Dicho de otro modo, en el momento en que cualquier nación llegaba a ser demasiado poderosa (por ejemplo, Gran Bretaña), las potencias más débiles como Francia y España se aliarían para contenerla. Aliados y enemigos cambiaban con frecuencia de bando entre una guerra y la siguiente, según oscilase el equilibrio de fuerzas.

Durante la mayor parte del siglo y medio anterior, las contiendas resultantes de estas alianzas cambiantes rara vez habían sido decisivas y, en general, habían preservado el equilibrio en Europa e impedido que ninguna nación dominara el continente. Una de las de mayores repercusiones había sido la Guerra de Sucesión española (1701-1714). Al morir el monarca español Carlos II de la dinastía de Habsburgo sin descendencia, en 1700, dejó en testamento su corona a su sobrino nieto, el príncipe Borbón Felipe de Anjou (que se convirtió en Felipe V). Aquello dio comienzo a una lucha que enfrentó a Gran Bretaña, la República Holandesa y Austria contra Francia y España por la herencia del trono español. Francia y España salieron victoriosas, con el resultado de que el Imperio español pasó a la dinastía Borbón y no a la Habsburgo que apoyaba Gran Bretaña. A pesar de todo, España perdió a manos de esta última dos enclaves vitales del Mediterráneo, Menorca y Gibraltar, si bien conservó sus valiosas posesiones americanas y las Filipinas. Más recientemente, la Guerra de Sucesión austriaca de 1740-1748, en la que muchos de aquellos beligerantes repitieron más o menos las mismas alianzas, y en la que ambos bandos habían obtenido victorias y derrotas, acabó en líneas generales en el mismo statu quo ante bellum: se dice que Luis XV declaró que devolvería todos los territorios conquistados «ya que deseaba llegar a la paz no como un comerciante, sino como un Rey».8

La Guerra de los Siete Años, que, en realidad, duró casi nueve, comenzó, en parte, justo porque aquellos conflictos previos no habían alterado mucho el equilibrio de poderes y no habían resuelto las disputas territoriales subyacentes, en especial en Norteamérica.9 España fue la primera potencia europea en fundar una colonia permanente en Norteamérica, en Puerto Rico, en 1508, a la que siguió en 1533 el virreinato de Nueva España, que, con el tiempo, llegó a abarcar lo que hoy es México, Florida y gran parte del área occidental de Estados Unidos. Francia fundó su virreinato de Nueva Francia en 1534, aunque no estableció asentamientos fijos en Canadá y Luisiana hasta 1608 y 1686, respectivamente. El primer asentamiento británico tuvo lugar en 1607, en Jamestown, y fue el origen de las trece colonias que, en 1733, ya llegaban desde la costa oriental hasta los montes Apalaches. En el proceso de expansión de los territorios de las tres potencias coloniales a lo largo de dos siglos, hubo choques inevitables entre ellas y también con los pueblos nativos norteamericanos, cuyas tierras usurpaban sin cesar.

La causa inmediata de la Guerra de los Siete Años fue un conflicto en el valle del Ohio, parte entonces de la imprecisa frontera entre Nueva Francia y las colonias británicas que había quedado sin resolver por las prisas en concluir la Guerra de Sucesión austriaca. Aunque la región estaba habitada por las tribus iroquesas, Francia la veía como un pasillo estratégico que unía Canadá y Luisiana, mientras que para Gran Bretaña era un territorio de expansión natural de sus colonias hacia el oeste que se podía vender a granjeros y especuladores.

La Compañía del Ohio de Virginia [Ohio Company of Virginia] fue creada en 1748 por propietarios de plantaciones, como Lawrence y Augustine Washington, para sacar provecho de esa expansión hacia el oeste. El vicegobernador de Virginia, Robert Dinwiddie, que también era uno de los accionistas principales de la citada compañía, le concedió 200 000 hectáreas en el valle del Ohio. En 1752, la compañía firmó un tratado con las tribus iroquesas que le concedía el acceso y el derecho a construir un fuerte en la estratégica confluencia de los ríos Allegheny y Monongahela, en la actual Pittsburgh. El único problema era que el adversario de Dinwiddie, Michel-Ange, marqués de Duquesne y gobernador de Nueva Francia, también había planeado construir fortificaciones en la misma área.

Para tomar el control de la región, tanto Duquesne como Dinwiddie comenzaron a promulgar una serie de órdenes cada vez más belicosas a sus tropas que aumentaron las tensiones. Las instrucciones que le llegaban a Duquesne de Francia le pedían detener a los británicos e «impedir que acudan allí a comerciar confiscándoles sus mercancías y destruyendo sus puestos avanzados».10 Cuando comenzó a construir fuertes para evitar que fueran los británicos quienes lo hicieran, Dinwiddie le envió una carta para exigirle su retirada. La entrega del mensaje la encomendó a un nuevo miembro de la Compañía del Ohio, el hermanastro de 21 años de Lawrence y Augustine Washington. George Washington, que por entonces ya era un experimentado agrimensor y tenía el rango de mayor en la milicia de Virginia, dirigió un pequeño grupo que se abrió paso a través del paisaje invernal hasta el fuerte Le Boeuf, a orillas del lago Erie. El comandante francés despachó a Washington de vuelta con una breve nota que afirmaba: «No pienso que esté obligado a obedecerlo».11

A principios de 1754, Dinwiddie envió otra vez a Washington, ascendido a teniente coronel del recién creado Regimiento de Virginia, a proteger a los trabajadores que la Compañía del Ohio había enviado a construir un fuerte en la confluencia de los ríos Allegheny y Monongahela. Washington pronto comprobó que dichos trabajadores habían sido expulsados por una guarnición francesa que ya estaba construyendo su propio fuerte Duquesne en aquel lugar. Las órdenes que Dinwiddie le había dado para los galos eran bastante claras: «[…] en caso de resistencia, tomar prisioneros o matarlos y destruirlos».12 Washington decidió emboscar al grupo de reconocimiento que los franceses habían enviado en su búsqueda. El 28 de mayo, con ayuda de algunos guerreros iroqueses, sus tropas cayeron sobre el campamento galo y, en quince minutos, mataron, hirieron o capturaron a todos los soldados excepto uno.

La batalla de Jumonville Glen (así llamada por el jefe de las tropas francesas, que cayó en el combate) se ha reconocido más tarde como la chispa que encendió la Guerra de los Siete Años y precipitó la Guerra de la Independencia de Estados Unidos. Pero, por entonces, era imposible que Washington pudiera entrever las dimensiones globales del primero de estos conflictos y aún más imposible que imaginara su papel de dirección en el segundo. Su única preocupación debió ser regresar al cercano fuerte Necessity para preparar la defensa ante el previsible contraataque francés. Cuando este sucedió, el 4 de julio, Washington (entonces ya coronel) se vio obligado a rendirse a la fuerza gala, muy superior, y volvió a Virginia. La noticia de las batallas llegó a Europa al acabar aquel verano. Gran Bretaña y Francia comenzaron a enviar buques y soldados para reforzar sus colonias: un millar de soldados británicos comandados por el general Edward Braddock al valle del Ohio y 3600 franceses a Canadá. Lo que había comenzado como escaramuzas fronterizas ampliaba con rapidez su alcance para convertirse en una guerra entre las dos superpotencias europeas.

La decidida defensa francesa de su colonia de Nueva Francia tenía más que ver con la política europea que con el interés económico por la colonia. Los ingresos que se recibían por el comercio de pieles en Canadá y la pesca de bacalao en Acadia palidecían en comparación con las plantaciones de caña de azúcar caribeñas de la colonia francesa de Saint-Domingue,** mucho más rentables, y de las islas de Granada, San Vicente, Martinica y Guadalupe. La temporada de cultivo en Canadá era tan breve que apenas daba para dar de comer a sus habitantes y del todo insuficiente para sostener un contingente significativo de tropas que pudiera llegar desde Francia. El acceso marítimo a la región estaba protegido por la base naval de Luisburgo, en Nueva Escocia, una de las fortificaciones navales más caras de las construidas hasta entonces en Norteamérica. El autor y polemista francés Voltaire, siempre atento a la opinión del momento, hablaba con frecuencia despectivamente de Canadá como «unos pocos acres de nieve»13 que no merecían las enormes inversiones que Francia gastaba allí sin cesar.

No obstante, Nueva Francia servía de contrapeso frente a las ricas colonias británicas con las que limitaba al sur y convertía a Francia en una gran potencia a ojos de sus aliados europeos y también de sus adversarios. Su pérdida, desde la óptica del gobierno galo, minaría la posición de Francia en Europa y amenazaría su seguridad. El gabinete británico también pensaba que necesitaba detener las incursiones francesas en Norteamérica para mejorar su propia posición en Europa.

En las escaramuzas de 1754 solo habían participado fuerzas coloniales. En 1755, en cambio, chocaron los propios ejércitos de las dos potencias europeas. El mayor general Edward Braddock avanzó hacia el fuerte Duquesne, en julio, con regulares británicos y tropas coloniales, entre las que figuraba su edecán George Washington. Braddock sufrió una derrota aplastante y sangrienta en la batalla de Monongahela, a manos de un contingente francés muy reforzado con guerreros nativos (los colonos británicos se referían a la Guerra de los Siete Años como la «Guerra Franco-India»,*** debido a que en ella franceses e indios fueron sus adversarios principales). Las fuerzas galas y nativas también hicieron retroceder a los británicos en el norte de la colonia de Nueva York. Por su parte, efectivos británicos expulsaron a la población francesa de Acadia y de Nueva Escocia.

En 1756 ya estaba claro, tanto en Londres como en París, que la, hasta entonces no declarada, guerra de Norteamérica podía desencadenar un ataque de Francia sobre un Estado del norte de Alemania –Hannover, que gozaba de la protección del rey Jorge II de Gran Bretaña, nacido allí– con la intención de usarlo como moneda de cambio en la disputa territorial americana. Los preparativos políticos de esta eventualidad acabaron recibiendo varias denominaciones: «Revolución Diplomática»,14 «Reversión de las Alianzas» o, de forma más poética, «la Cuadrilla de los Estados», en alusión a la danza de la cuadrilla, popular por entonces, en la que se encadenaban varios intercambios de pareja. Las alianzas previas, que se habían mantenido a lo largo de las dos guerras de sucesión anteriores, pronto se rompieron y se sustituyeron por otras. En enero de 1756, Gran Bretaña firmó un tratado con su antigua enemiga, Prusia, para que esta protegiera Hannover. Prusia, a cambio, conseguía el apoyo de Gran Bretaña ante a la amenaza, cada vez mayor, de Rusia. Unos meses después, la Francia de los Borbones se aliaba con su tradicional némesis, la Austria de los Habsburgo, de modo que las fuerzas galas y austriacas pudieran amenazar Hannover y para que Austria contara con la ayuda francesa para recobrar la región de Silesia, rica en recursos mineros, que Prusia le había ganado en la última contienda. Al tomar cuerpo estas nuevas alianzas, Francia se apoderó de Menorca, que Gran Bretaña había arrebatado a España cincuenta años antes. Gran Bretaña declaró la guerra a Francia en mayo de 1756; Francia hizo lo propio al mes siguiente. En aquel punto, el conflicto se transformó en una lucha global en la que se distinguían dos pugnas separadas: una primera entre Gran Bretaña y Francia, en alta mar y en sus colonias; y una segunda, sobre todo entre Prusia y Austria, en la Europa continental.

Las hostilidades comenzaron primero en Europa, apenas unas semanas tras la declaración de guerra. En las etapas iniciales, las tropas francesas derrotaron a las alemanas y británicas y ocuparon Hannover –para gran disgusto del rey Jorge II– al tiempo que Austria lograba tomar Breslavia, en Silesia. En el transcurso de la guerra, Prusia no solo tuvo que luchar contra Francia y Austria, sino también contra Rusia y Suecia. El rey de Prusia, Federico II (el Grande) demostró ser un brillante y práctico estratega, así como un comandante innovador. De la Prusia de Federico se ha señalado, más tarde, que «no era un país con un ejército, sino un Ejército con un país».15 Durante su reinado, Prusia se convirtió en una sociedad muy militarizada –había un soldado por cada catorce habitantes, mientras que en Francia y Gran Bretaña la proporción era de solo uno por cada cien–.16 Los soldados prusianos estaban muy bien entrenados, empleaban tres meses al año en maniobras militares y su precisión y disciplina rara vez tenían rival en el campo de batalla. Una y otra vez, durante la Guerra de los Siete Años, Prusia fue capaz de superar situaciones de gran desventaja e inferioridad numérica y, al final, pudo conservar Silesia y llegar a un empate con Austria.

En cambio, la lucha entre Gran Bretaña y Francia tomó un cariz del todo favorable para la primera, pese a algunas victorias iniciales de la segunda. En 1757, Francia rechazó con éxito un importante ataque británico sobre Luisburgo, construyó el fuerte Carillon en una posición de gran importancia estratégica, en el extremo sur del lago Champlain, en Nueva York, y destruyó el fuerte William Henry en el lago George, a solo unos kilómetros de distancia. Aquel mismo año cambió el gobierno británico, que pasó a estar dirigido por el primer ministro y primer lord del Tesoro Thomas Pelham-Holles, duque de Newcastle, con William Pitt el Viejo, conde de Chatham, en el puesto de secretario de Estado del Departamento Sur, entonces encargado de la defensa y la política en relación con las colonias americanas. En las cuestiones referentes a la guerra, Pitt llevaba las riendas y Newcastle controlaba la bolsa del dinero.

Pitt era partidario de llevar la lucha directamente donde estaba el enemigo. Primero ordenó una serie de descents [asaltos anfibios] sobre puertos y astilleros franceses, pero resultó un fracaso. En 1758, la lucha comenzó a tornarse a favor de los británicos gracias a la toma de Luisburgo (en Canadá) y a desembarcos en los lucrativos asentamientos esclavistas franceses de África Occidental. La Marina británica capturó con audacia buques de guerra y mercantes franceses, lo que privó de muchos marinos experimentados a la flota gala. En Norteamérica, Gran Bretaña comenzó a recuperar con denuedo el territorio que había perdido durante los dos años anteriores. La firma de un tratado de paz con los lenapes (en Delaware), los shawnees y otros pueblos nativos norteamericanos llevó a que retirasen su apoyo a los franceses en el valle del Ohio. Comandados por el general de brigada John Forbes, una fuerza de soldados británicos y un enorme contingente de tropas coloniales, entre las que estaba el 1.er