La mente ausente - Marilynne Robinson - E-Book

La mente ausente E-Book

Marilynne Robinson

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¿Puede la ciencia explicar cabalmente la experiencia de la mente? ¿Debería tratar de hacerlo? ¿O basta con tratar de localizarla en algún punto del cerebro? ¿Es ciencia el discurso que niega la vida sentida de la conciencia, o es paraciencia?   En La mente ausente. La desaparición de la interioridad en el mito moderno del yo, Marilynne Robinson polemiza con una vertiente del pensamiento moderno que, al proponerse como explicación totalizadora del origen y la naturaleza de nuestra especie, excluye o reinterpreta en clave evolucionista aspectos esenciales de la condición humana, en particular nuestra vida interior. De Sigmund Freud a Daniel Dennett, de Edmund O. Wilson a Steven Pinker, Robinson repone contextos históricos, detecta inconsistencias, desarma supuestos y, contra la idea de que hemos superado ya esa etapa de nuestra evolución, reincorpora al debate sobre la naturaleza humana fenómenos como la fe, el altruismo, la capacidad única de pensar nuestro lugar en el mundo y de elaborar imaginativamente nuestra condición. Aguda, certera y convincente, Marilynne Robinson invita a reconsiderar el poder y la función de la ciencia, así como del arte, la creencia, la emoción.

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LA MENTE AUSENTE

LA DESAPARICIÓN DE LA INTERIORIDAD EN EL MITO MODERNO DEL YO

MARILYNNE ROBINSON

TraducciónTADEO LIMA

FIORDO

ÍNDICE

Sobre este libro

Sobre la autora

Otros títulos de Fiordo

Introducción

1. Sobre la naturaleza humana

2. La extraña historia del altruismo

3. El yo freudiano

4. Pensando de nuevo

SOBRE ESTE LIBRO

¿Puede la ciencia explicar cabalmente la experiencia de la mente? ¿Debería tratar de hacerlo? ¿O basta con tratar de localizarla en algún punto del cerebro? ¿Es ciencia el discurso que niega la vida sentida de la conciencia, o es paraciencia?

En La mente ausente. La desaparición de la interioridad en el mito moderno del yo, Marilynne Robinson polemiza con una vertiente del pensamiento moderno que, al proponerse como explicación totalizadora del origen y la naturaleza de nuestra especie, excluye o reinterpreta en clave evolucionista aspectos esenciales de la condición humana, en particular nuestra vida interior. De Sigmund Freud a Daniel Dennett, de Edmund O. Wilson a Steven Pinker, Robinson repone contextos históricos, detecta inconsistencias, desarma supuestos y, contra la idea de que hemos superado ya esa etapa de nuestra evolución, reincorpora al debate sobre la naturaleza humana fenómenos como la fe, el altruismo, la capacidad única de pensar nuestro lugar en el mundo y de elaborar imaginativamente nuestra condición. Aguda, certera y convincente, Marilynne Robinson invita a reconsiderar el poder y la función de la ciencia, así como del arte, la creencia, la emoción.

SOBRE LA AUTORA

Marilynne Robinson nació en Sandpoint, Idaho, en 1943. Estudió en Pembroke College y se doctoró en la Universidad de Washington. Enseñó literatura y escritura creativa en la Universidad de Iowa durante veinticinco años, mientras publicaba su primera novela, Housekeeping (1980), y la serie conformada por Gilead (2004), Home (2008), Lila (2014) y Jack (2020). Además de ficción, Robinson publicó ensayos sobre literatura, medioambiente, política y religión, y colaboró en medios como Harper’s, The Paris Review y The New York Review of Books. Ganadora del Premio Pulitzer de ficción, recibió también el Orange Prize for Fiction y la National Humanities Medal, así como dos veces el premio del National Book Critics Circle. Actualmente vive en Iowa, y es considerada una de las grandes escritoras vivas del mundo angloparlante.

OTROS TÍTULOS DE FIORDO

Ficción

El diván victoriano, Marghanita Laski

Hermano ciervo, Juan Pablo Roncone

Una confesión póstuma, Marcellus Emants

Desperdicios, Eugene Marten

La pelusa, Martín Arocena

El incendiario, Egon Hostovský

La portadora del cielo, Riikka Pelo

Hombres del ocaso, Anthony Powell

Unas pocas palabras, un pequeño refugio, Kenneth Bernard

Stoner, John Williams

Leñador, Mike Wilson

Pantalones azules, Sara Gallardo

Contemplar el océano, Dominique Ané

Ártico, Mike Wilson

El lugar donde mueren los pájaros, Tomás Downey

El reloj de sol, Shirley Jackson

Once tipos de soledad, Richard Yates

El río en la noche, Joan Didion

Tan cerca en todo momento siempre, Joyce Carol Oates

Enero, Sara Gallardo

Mentirosos enamorados, Richard Yates

Fludd, Hilary Mantel

La sequía, J. G. Ballard

Ciencias ocultas, Mike Wilson

No se turbe vuestro corazón, Eduardo Belgrano Rawson

Sin paz, Richard Yates

Solo la noche, John Williams

El libro de los días, Michael Cunningham

La rosa en el viento, Sara Gallardo

Persecución, Joyce Carol Oates

Primera luz, Charles Baxter

Flores que se abren de noche, Tomás Downey

Jaulagrande, Guadalupe Faraj

Todo lo que hay dentro, Edwidge Danticat

Cardiff junto al mar, Joyce Carol Oates

Sobre mi hija, Kim Hye-jin

Todo el mundo sabe que tu madre es una bruja, Rivka Galchen

El mar vivo de los sueños en desvelo, Richard Flanagan

Un imperio de polvo, Francesca Manfredi

No ficción

Visión y diferencia. Feminismo,

feminidad e historias del arte, Griselda Pollock

Diario nocturno. Cuadernos 1946-1956, Ennio Flaiano

Páginas críticas. Formas de leer y

de narrar de Proust a Mad Men, Martín Schifino

Destruir la pintura, Louis Marin

Eros el dulce-amargo, Anne Carson

Los ríos perdidos de Londres y El sublime topográfico, Iain Sinclair

La risa caníbal. Humor, pensamiento cínico y poder, Andrés Barba

La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche, el sueño y los sueños, Al Alvarez

Los hombres me explican cosas, Rebecca Solnit

Una guía sobre el arte de perderse, Rebecca Solnit

Nuestro universo. Una guía de astronomía, Jo Dunkley

El Dios salvaje. Ensayo sobre el suicidio, Al Alvarez

Islas del abandono. La vida en los paisajes posthumanos, Cal Flyn

Legua

Al borde de la boca. Diez intuiciones en torno al mate, Carmen M. Cáceres

El viento entre los pinos. Un ensayo acerca del camino del té, Malena Higashi

ELOGIO DE MARILYNNE ROBINSON

«La obra de Robinson es amplia y seria, pero también asombrosa y cargada de misterio; como el cielo nocturno, merece nuestra atención».

Casey N. Cep, The New Republic

«Marilynne Robinson es una de nuestras más grandes autoras vivas».

Oprah’s Book Club

«La prosa de Robinson es encantadora y maravillosamente precisa».

People

«La indomable Marilynne Robinson irradia genialidad en sus ensayos».

Vanity Fair

«Robinson es sin duda una escritora espléndida: erudita, muchas veces sabia y astutamente jocosa».

Kirkus

COPYRIGHT

Título de la edición original: Absence of Mind.

The Dispelling of Inwardness from the Modern Myth of the Self

Primera edición en inglés por Yale University Press, 2010

Los ensayos que conforman este volumen forman parten de la Terry Lectures Series, una serie publicada por la Universidad de Yale que recoge las conferencias dictadas

en el marco de la Dwight Harrington Terry Foundation.

© 2010 by Marilynne Robinson

© de la traducción, Tadeo Lima, 2022

© de esta edición, Fiordo, 2023

Tacuarí 628 (C1071AAN), Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.fiordoeditorial.com.ar

Dirección editorial: Julia Ariza y Salvador Cristofaro

Diseño de cubierta: Pablo Font

ISBN 978-987-4178-64-0 (libro impreso)

ISBN 978-987-4178-70-1 (libro electrónico)

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra

sin permiso escrito de la editorial.

Robinson, Marilynne

La mente ausente: la desaparición de la interioridad en el mito moderno del yo /

Marilynne Robinson. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Fiordo, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

Traducción de: Tadeo Lima.

ISBN 978-987-4178-70-1

1. Ensayo Filosófico. 2. Neurociencias. 3. Filosofía de la Religión. I. Lima, Tadeo,

trad. II. Título.

CDD 126

INTRODUCCIÓN

Estos ensayos examinan un lado de la venerable controversia conocida como el conflicto entre ciencia y religión con el propósito tanto de cuestionar la legitimidad de la pretensión que formulan sus exponentes de hablar con la autoridad de la ciencia como de plantear dudas sobre la calidad de pensamiento que subyace a esta pretensión. Propongo que el modelo del que parten estos escritores es la ciencia tal como entendieron esa palabra ciertos pensadores influyentes en la temprana edad moderna, a fines del siglo xix y en la primera mitad del siglo xx. Si bien es cierto que en el mismo período y la misma cultura estaban emergiendo una física y una cosmología nuevas y modernas de verdad, ambas están conspicuamente ausentes, ayer como hoy, de los argumentos de estos autoproclamados defensores de la ciencia, la razón y la ilustración. Los términos muy estrechos que consideran adecuados para abordar el asunto en torno al cual ha girado siempre la controversia, el origen y la naturaleza de nuestra especie, arrojan inevitablemente una concepción de la humanidad que es ella misma muy estrecha, puesto que excluye por fuerza virtualmente toda la observación y especulación que sobre este tema han aportado a lo largo del tiempo aquellos que están fuera de ese círculo cerrado llamado pensamiento moderno.

Es claro que hay un generoso elemento de arbitrariedad en la postura que adoptan estos autoproclamados racionalistas. Si una dijera: «O bien Dios creó el universo, o bien el universo es producto y consecuencia de las leyes de la física», podría objetarse que estas dos afirmaciones no son incompatibles, que no se excluyen mutuamente. Pero lo convencional es considerar que la segunda excluye la primera. A los efectos de la argumentación, supongamos que lo hace, y que los orígenes del universo pueden ser considerados desprovistos de cualquier implicación teológica. De igual modo, si la evolución no debe ser reconciliada con la fe, como creen muchas personas religiosas y también muchos científicos, supongamos, nuevamente a los efectos de la argumentación, que la vida compleja es simplemente otra instancia más en la que la materia elabora las permutaciones que tiene a disposición.

Concedidos estos dos puntos, ¿hay algo más que decir aparte de que la existencia, expurgada de mito, desconsagrada y desembrujada, es simplemente ella misma? ¿Hay otras implicaciones? Este mundo iluminado por las estrellas sigue siendo el mundo, es de suponer, y cada parte de él, incluida la humanidad, permanece inmutable en su naturaleza, encarnando aún la historia que es también su ontogénesis. Creo que ningún racionalista disputaría esto. Algunos podrían argumentar que la vida, ausentado el mito, se vería librada de ciertas graves ansiedades e ilusiones, así como también de hostilidades, pero esos cambios no llegarían a tocar nuestros yoes esenciales, formados como lo han sido a través de la adaptación biológica.

No hay razón para suponer que llegar a la verdad hubiera de empobrecer la experiencia, por mucho que pueda cambiar las maneras en que se despliegan nuestras dotes y energías. De modo que nada relativo a nuestra ascendencia común con el simio puede concebirse como capaz de alterar el hecho de que los seres humanos son los creadores de la historia y la cultura. Si «mente» y «alma» no son entidades por derecho propio, son al menos términos que han resultado útiles para describir aspectos de la expresión y experiencia de sí de nuestro altamente complejo sistema nervioso. Los datos de nuestra naturaleza, el hecho de que somos tan brillantemente creativos como brillantemente destructivos, por ejemplo, persistirían como hechos con los que habría que lidiar incluso si considerásemos que la palabra «primate» nos describe de manera exhaustiva. Estoy al tanto de que ciertos escritores han esgrimido el argumento, o al menos la aseveración, de que el conflicto surge de la religión y más especialmente de la diferencia religiosa. Harían bien en consultar a Heródoto, o en repasar la carrera de Napoleón Bonaparte. Las extrapolaciones a partir de sucesos contemporáneos parten de una base demasiado estrecha como para sustentar una afirmación global de este tipo. Y esta tesis sobre los orígenes del conflicto es novedosa en la larga historia del debate acerca de los orígenes humanos, que típicamente ha argumentado que el conflicto es natural en nosotros, como lo es en los animales, y que si no es bueno en ningún sentido corriente, es al menos necesario para nuestro mejoramiento biológico. Pero si atribuir el conflicto a la religión —y sustraer, al hacerlo, la hostilidad y la violencia de un marco de interpretación darwinista o incluso freudiano— constituye un desvío respecto de la tradición, sí resulta familiar como estrategia para preservar una conclusión preferida reclutando cualquier racionalización que parezca sustentarla. La religión ha sido siempre el antagonista para esta tradición, que la deplora ya en cuanto fomentadora de una compasión disgenésica, ya como instigadora de la opresión y la violencia.

Los argumentos modernistas o racionalistas no son armónicos entre sí, excepto en su conclusión, que claramente preexiste a sus diferentes justificaciones. Esta conclusión sostiene, dicho muy sucintamente, que el positivismo está en lo correcto al excluir del modelo de la realidad todo aquello que la ciencia no sea (o haya sido) competente para verificar o falsificar. Aunque esta perspectiva tiene sus méritos en determinadas circunstancias, se ha enquistado dentro de una vieja polémica, y pese a su influencia profunda y continua en el moldeamiento de la posición que en la controversia es llamada moderna o científica, no supo desarrollarse y se ha convertido de hecho en el gemelo malogrado de la ciencia moderna. El positivismo se propuso desterrar el lenguaje de la metafísica como carente de significado, y en lugar de este suministró un vocabulario conceptual sistemáticamente reduccionista, en particular en las diversas interpretaciones de la naturaleza humana que pareció suscribir. Sencillamente no hay manera de reconciliar las visiones del mundo de Darwin y Freud, o cualquiera de ellas con las teorías de Marx o Nietzsche o B. F. Skinner. Lo único que tienen en común es el supuesto de que la concepción occidental de lo que es el ser humano ha sido fundamentalmente errónea. Es (además) una concepción basada en gran medida en narrativas y doctrinas religiosas, y la religión ha sido objeto de su explícito rechazo. Pero las tradiciones clásica y humanista, también ellas profundamente influyentes en el pensamiento occidental, quedan del mismo modo excluidas de estos modelos diversamente deterministas y reduccionistas de la naturaleza y la motivación humanas.

Consideremos la noción del ser humano como microcosmos, como un pequeño epítome del universo. La idea persistió desde los inicios del pensamiento filosófico hasta el inicio del período científico moderno. En el pensamiento de Heráclito somos de la misma sustancia que el fuego, que es la esencia del cosmos. Dado que para Leibniz las mónadas son los componentes fundamentales del universo, dentro de su esquema somos una clase de mónada cuyo carácter especial es reflejar el universo. A través de sus múltiples variaciones, la idea del microcosmos afirmó un profundo parentesco entre la humanidad y la totalidad del ser, parentesco que el sentido común debería alentarnos a creer que existe de hecho. Sería más que milagroso, efectivamente un argumento a favor de algo así como una creación especial, si nos distinguiéramos en algún sentido del ser en su conjunto. Nuestras energías solo pueden derivar de, y expresar, el fenómeno más amplio de la energía. Luego está esa inquietante compatibilidad entre nuestros medios de conocimiento y el universo de las cosas por conocer. Sin embargo, mientras que nuestra capacidad para describir el tejido y las dimensiones de la realidad ha experimentado una asombrosa profundización y expansión, nos hemos apartado de la antigua intuición de que somos una parte del todo. Es difícil decir qué podría implicar tal reconocimiento, de ensayarse sobre la base del conocimiento actual, pero los extraños comportamientos de los quarks y los fotones podrían ensanchar nuestro sentido de la naturaleza misteriosa de nuestra propia existencia. La tracción del reduccionismo podría ser equilibrada por una fuerza compensatoria.

El modelo sumamente trunco del ser humano que ofrecen los escritores de la tradición que ha dominado el debate desde el inicio del período moderno es una clara consecuencia del rechazo positivista de la metafísica. Es cierto que la especulación filosófica era el único medio que tenía a disposición la antigua tradición que ponderó ideas como la del alma humana como microcosmos. No obstante, la percepción de que, junto con los simios, participamos de una realidad vastamente más amplia que el mundo sublunar de la caza, la recolección, el apareamiento, el territorialismo y demás es indisputable. Si damos por sentada la evolución, sus materiales solo pueden haber sido la sustancia a la que le sería inherente una brillante complejidad desde mucho antes de la primera generación de estrellas, por elegir una fecha al azar. No cabe imaginar que el carácter de la materia no haya afectado profundamente las formas en las que ha emergido nuestra realidad.

Es históricamente accidental que la metafísica que se ocupó de nuestro ser en esta escala fuera la teología, o se le pareciera, y que la religión fuera considerada el adversario del verdadero entendimiento. Un intento de reintegrarnos en nuestro marco cósmico podría parecer teología, o misticismo. Si ese fuera el caso, sería en gran parte consecuencia del hecho de que se ha permitido que el sujeto se atrofie, y sería de esperar que quienes lo recogen se vieran encauzados hacia un vocabulario viejo. Es posible que esto sea un poco vergonzoso, después de la larga cruzada de desmitificación. Pero este tipo de consideraciones no deberían determinar el curso de la ciencia.

Hay otro sentido en el que ha quedado trunca la conversación moderna. Si la naturaleza humana es el asunto que aflora cuando están en discusión nuestros orígenes, entonces todo lo que podamos saber acerca de nuestro pasado es sin duda pertinente y las generalizaciones infundadas son en el mejor de los casos una distracción contra la que hay que precaverse. Que debamos dejar fuera de consideración los datos históricos, el registro que hemos llevado de nuestra estadía en este planeta, puede reflejar el cisma en la vida intelectual occidental que alienó a la ciencia de los estudios humanistas. Pero el cisma mismo tiene sus orígenes en el rechazo por parte del positivismo y de voces influyentes de la temprana ciencia moderna de los términos en los que se interpretó y registró una parte tan grande del pensamiento y la memoria colectiva.

Un fenómeno asociado es la noción de que sabemos todo lo que necesitamos saber por habernos familiarizado con unas pocas fórmulas simples. Hemos sido optimizados por la competencia y el ambiente, estamos determinados por fuerzas económicas y medios de producción, somos herederos de una culpa originaria, somos moldeados por experiencias de frustración y reforzamiento. Todas estas son afirmaciones que han dado forma al pensamiento moderno. Pero no pueden ser reconciliadas entre sí. El neurasténico freudiano no es el primate darwiniano, que tampoco es el proletario marxista, que tampoco es el organismo al que el conductismo puede moldear mediante un régimen de experiencias sensoriales positivas y negativas. Reconocer un elemento de verdad en cada uno de estos modelos es impugnar las pretensiones de suficiencia descriptiva que formulan todos ellos. Lo que sí tienen en común, además de la pretensión de suficiencia, es una exclusión de los testimonios de la cultura y la historia. Sus afirmaciones fundamentales hacen irrelevante cualquier otra información, o la subordinan a la clase de explicaciones que se avienen con la teoría preferida. ¿Qué es el arte? Un medio para el cortejo sexual, aunque los artistas puedan haber sentido que era una exploración de la experiencia, de las posibilidades de la comunicación y de la extraordinaria colaboración entre el ojo y la mano. Los antiguos conquistadores pueden haber tenido la intención de arrojarse contra las murallas del destino y la mortalidad, pero en realidad, por medio de toda esa miseria y disrupción, solo estaban tratando de cortejar a las hembras. El yo freudiano se ve necesariamente frustrado en sus deseos, y por lo tanto genera arte y cultura como una suerte de ectoplasma, una sublimación de impulsos prohibidos. Parecería entonces que lo primero que hay que saber sobre el arte, cualquiera sea la explicación de sus motivos y orígenes, es que sus creadores obran bajo los efectos del autoengaño. Leonardo y Rembrandt pueden haber pensado que eran investigadores competentes por derecho propio, pero nosotros los modernos somos más entendidos.

No hace mucho leí a una clase de jóvenes escritores un pasaje de «The American Scholar» («El escolar americano») de Emerson que dice: «En silencio, con determinación, en su severa abstracción, el escolar se sostiene solo; añade una observación a otra, a pesar del descuido, a pesar del reproche, y espera su oportunidad, feliz por sentir la satisfacción de haber visto hoy verdaderamente algo. (…) El instinto lo lleva a decirle a su hermano lo que piensa. Se da cuenta de que al descender a los secretos de su mente, ha descendido a los secretos de todas las mentes».1 Estas palabras causaron una cierta turbación. El yo ya no es considerado algo a lo que quepa acercarse con optimismo, ni en lo que se pueda confiar que sea capaz de ver algo verdaderamente. Emerson describe la gran paradoja y privilegio de la individualidad humana, un privilegio que se ve impedido cuando se trivializa a la mente o se cree haberla desacreditado. Es hartamente necesario examinar de nuevo el manojo de certezas que, juntas, trivializan y desacreditan.

1Se cita, ligeramente modificada, la traducción de Javier Alcoriza y Antonio Lastra, Ralph Waldo Emerson, «El escolar americano», en Naturaleza y otros escritos de juventud, Madrid, Biblioteca Nueva, 2014 [1837].

1

SOBRE LA NATURALEZA HUMANA

Sea lo que sea por añadidura, la mente es una constante de la experiencia de todas las personas, y de más maneras de las que conocemos, es la creadora de la realidad en, por y pese a la cual vivimos, y de la que bastante a menudo también morimos. Nada es para nosotros más esencial. En este capítulo quiero llamar la atención hacia el carácter del pensamiento que aplican al asunto los autores contemporáneos, así como hacia una primera premisa del pensamiento moderno y contemporáneo: la idea de que como cultura hemos cruzado uno u otro umbral de conocimiento o comprensión que otorga al pensamiento que le sigue una pretensión especial al estatus de verdad. Las instancias que he elegido para presentar este caso son por necesidad pocas, pero en esta literatura notablemente reiterativa pueden con justicia ser llamadas típicas.

Existe actualmente una asertiva literatura popular que describe la mente como si lo hiciera desde la posición de la ciencia. Para los propósitos de estos autores, es como si una objetividad científica casta y racional certificase el valor de sus métodos y la verdad de sus conclusiones. El antagonista para la controversia que entablan, a veces implícito pero por lo general explícito, es ese viejo mito romántico del yo que la religión todavía promueve o que subsiste en su estela como una suerte de residuo cultural que es necesario barrer. No tengo opinión sobre la probabilidad de que la ciencia, en la cima de sus capacidades, pueda llegar finalmente a formular explicaciones sobre la conciencia, la identidad, la memoria y la imaginación que resulten suficientes desde el punto de vista de la investigación científica. Tampoco tengo objeciones a que en el muy limitado estado actual de nuestro conocimiento se ofrezcan hipótesis con la conciencia de que, en la honorable tradición de la ciencia, quedan expuestas a que se demuestre que estaban burdamente erradas. Lo que quiero cuestionar no son los métodos de la ciencia, sino los métodos de una clase de argumento que se arroga la autoridad de la ciencia o el conocimiento altamente especializado, que adopta una coloración protectora que le permite pasar por ciencia, pero sin practicar la autodisciplina y la autocrítica por las que se distingue la ciencia.

Estos sociólogos, psicólogos evolucionistas y filósofos continúan una tradición honorable, aunque en una forma radicalmente disminuida. En efecto, gran parte del entusiasmo que cobró la vida en el período posterior a la Ilustración vino de la mano del pensamiento de que la realidad podía ser concebida de nuevo, de que el conocimiento emanciparía a la humanidad si tan solo pudiera hacerse accesible para todos. Estas grandes cuestiones, los orígenes humanos y la naturaleza humana, tienen en el público un teatro apropiado, puesto que el cambio que proponen es cultural. Y como ese es el caso, seguramente será incumbencia de los autores que asumen la tarea de moldear la opinión resistirse a la tentación de popularizar en el sentido negativo del término. La psicología, la antropología y la sociología tienen detrás literaturas vastas y contenciosas. Los popularizadores de estos campos hoy son figuras de gran prestigio, y alguien que no fuera especialista podría confiar razonablemente en que tratarán de manera competente los grandes asuntos que abordan sus libros, que incluyen la naturaleza y la conciencia humanas, y con llamativa frecuencia, la religión. El grado de consenso fundamental entre estos autores es un factor importante de su influencia.

Un modelo que informa la escritura contemporánea en una gran variedad de campos es aquel del cruce del umbral. Esta idea afirma que el mundo del pensamiento, recientemente o en algún momento identificable del pasado cercano, experimentó un cambio epocal. La historia ha sufrido la intervención de una comprensión súbita y de eficacia milagrosa, y todo se ha transformado. Es un patrón que se repite de manera muy extendida en el mundo contemporáneo de las ideas. Tomo un escueto volumen de filosofía y leo lo siguiente: «En la condición posmoderna la fe, que ya no está basada en la imagen platónica de un Dios inmóvil, absorbe estos dualismos [teísmo y ateísmo] sin encontrar en ellos ninguna razón de carácter conflictivo».1 Aquí tenemos noticias de la explosión de un supuesto: la religión occidental habría estado modelada sobre una concepción pagana de Dios como «inmóvil», hasta que intervino la hermenéutica posmoderna.