La mentira. Historias de impostores y engañados - Marta Fernández Vázquez - E-Book
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La mentira. Historias de impostores y engañados E-Book

Marta Fernández Vázquez

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Beschreibung

«Si un engaño puede materializarse es porque siempre hay alguien dispuesto a creer». Es la primera ley de la mentira, y los impostores que se pasean por estas páginas lo saben a la perfección. Porque solo alguien entregado de antemano puede aceptar que un desconocido le venda la torre Eiffel. O que la Luna está plagada de seres estrambóticos. O que un pobre infeliz de la Alemania del Este le pasa a un coleccionista del otro lado del muro los diarios perdidos de Hitler. O que tras la apetitosa apariencia de una hamburguesa se oculta Satán. Marta Fernández nos ofrece un muestrario de historias en las que el engaño se eleva a obra de arte, y ante las que solo podemos reaccionar como cuando nos sentamos en una sala de cine, convencidos de la verdad de lo que vemos. Nos maravillamos, nos divertimos, nos emocionamos, nos preguntamos una y otra vez cómo es posible dejarse embaucar por tan increíbles patrañas. Y, quién sabe, quizá empezaremos a mirar de otra forma un mundo en el que las mentiras son más hermosas que la realidad de la vida. Lee este libro solo si quieres descubrir que las historias que más nos fascinan lo hacen porque son mentira. Las mentiras del terror apoderándose de las calles de Manhattan no fueron un invento de Orson Welles. «Soy neoyorquino, el miedo es mi vida», dice uno de los personajes del musical Rent. Nueva York es una presa fácil para el engaño: hace falta una enorme dosis de credulidad para vivir en esa ciudad. ¿Quién podría aceptar que Mary Shelley guardaba en una cajita con la que viajaba el corazón de su difunto esposo? ¿Quién que Pedro I el Grande mandó colocar en su dormitorio, en un tarro de cristal, la cabeza decapitada del desafortunado amante de su esposa?

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Seitenzahl: 436

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

La Mentira. Historias de impostores y engañados

© 2022, Marta Fernández Vázquez

© 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Edición de Miguel A. Delgado

Diseño de cubierta: Rudesindo de la Fuente - DiseñoGráfico

 

ISBN: 978-84-9139-774-8

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Citas

1. La ciudad que siempre cree

2. El hombre que vendió la Torre Eiffel

3. ¿Qué hay en un nombre?

4. Los britanos de Troya, la isla de los gigantes y la magia de las palabras

5. Extractos. Suministrados por un sub-sub-bibliotecario sobre la mentira

6. Idiotas con Underwoods

7. El fraude más hermoso que se ha inventado jamás

8. Seis segundos de silencio

9. De todos los hidalgos mentirosos

10. Su majestad, el príncipe de Poyais

11. El Mentiroso más grande del Pacífico

12. Los hombres de la Luna, la Tierra Hueca, los cerdos de Manhattan y una muerte sin explicación

13. Las juguetonas hadas de Yorkshire

14. El muchacho de Bisley y la reina que fue rey

15. El monje y los pergaminos

16. Más extractos. Suministrados por un sub-sub-bibliotecario sobre la mentira

17. Una falsa transacción

18. La historia no se escupe

19. El mundo se derrumba y él falsificaba

20. Lo que Hitler no escribió

21. «Nunca mentimos por equivocación»

22. In Satan we trust

23. Últimos extractos. Suministrados por un sub-sub-bibliotecario sobre la mentira

24. Crónica mentirosa de la muñeca perdida

De verdad

Bibliografía

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

A mis amigos, que me mienten cuando se lo pido y me dicen la verdad cuando lo necesito.

 

 

 

 

 

 

Lo que tenemos que hacer,

nuestro deber en cualquier circunstancia,

es resucitar el viejo Arte de la Mentira.

 

OSCAR WILDe

 

Esto es el Oeste, señor.

Cuando una leyenda se convierte en hecho,

se imprime la leyenda.

 

El hombre que mató a Liberty Valance,

JOHN FORD

 

 

El mundo desea ser engañado, luego engañémosle.

Atribuida —quizá falsamente— a PETRONIO

 

 

 

 

 

Todas las noches, la misma mentira. Vuelve insistente deslizándose en la oscuridad. Se queda atrapada en tu cabeza como una melodía pegadiza. Es una mentira benévola. Está ahí por tu bien. Si se acalla pronto, la olvidarás hasta que te metas en la cama al día siguiente. Si se repite frenética, te acompañará hasta el amanecer. Será entonces una mentira inútil que pesará sobre tu cuerpo cansado. Es una clase de mentira muy cotidiana, de las que creamos para hacernos la vida más fácil. Aunque como tantas otras, a veces, no termina de funcionar.

Has apagado la luz y te has quedado inmóvil. Porque esta mentira se hace corpórea cuando estás quieto. Estás a punto de invocarla. Quizá te des una vuelta para acomodarte antes de dejar que tu mente la formule como un pequeño conjuro. «Tengo sueño», te dices. Pero no lo tienes. O si lo tienes, tienes también demasiadas cosas en la cabeza para dejarte llevar. «Tengo sueño». Los ojos cerrados. La mejilla sobre el tacto suave de la almohada. «Todo está bien y tengo sueño». Mientras lo repites, una pierna se mueve como el rabo amputado de una lagartija. Como si se hubiera olvidado de que eres tú quien manda. «Tengo sueño. Tengo sueño». El mantra se diluye. Se queda atrapado en una maraña de pensamientos a los que nadie ha invocado. Tienes que hacerte fuerte para traer tu mentira de vuelta. Pero regresa tan débil que se hace evidente toda su tramoya. Es un velo muy fino que trata de esconder todo lo demás. Y no funciona. La mentira no se hace verdad.

Es la condenada mentira de los insomnes.

Las noches buenas, a una hora absurda más allá de las tres, la mentira terminará por hacer su trabajo. Y entonces entrarás en un reino de mentiras aún mayor. La mentira del sueño. Esa colección de irrealidades que nuestro cerebro teje cuando le damos descanso a nuestro cuerpo. Es nuestra dosis imprevisible de farsa diaria. Una farsa libre y desatada donde las cosas no necesitan ni siquiera materialidad —aunque en muy raras ocasiones tendrán el tacto inquietante de lo real—. Es la colección de mentiras que no elegimos. A la mañana siguiente, la luz nos sacará del engaño. Nos costará adaptarnos a este otro plano real donde todo tiene una lógica. Donde todo es, aparentemente, verdad. Recordaremos, quizá tan solo por unos minutos, la pirotecnia de los embustes oníricos. O, quizá, nos diremos la primera mentira de la mañana: «No he soñado nada». Pero sabemos que siempre soñamos, aunque nos cueste recordar.

La mentira está en el engranaje del día a día. Es una de sus muchas ruedas dentadas. Es una de las partes del mecanismo que nos permite vivir. Nos acompaña desde que somos pequeños. Piensa en tu primera mentira. El inocente engaño fundacional. Quizá se te venga a la cabeza una escena en plano contrapicado. Levantas los ojos buscando los de tus mayores. Te sale una disculpa espontánea, casi automática ante los añicos de un plato en el suelo de la cocina, ante la mancha de tinta sobre la alfombra o las huellas de chocolate de tus manos decorando el sillón. «No he sido yo». No te ha hecho falta ni pensarlo. Por primera vez en la vida te has agarrado a una mentira que desdibuja tu identidad.

Pero aquella mentira tan inútil como torpe, que ahora recuerdas, no es la primera. Como todos, aprendiste a mentir antes de aprender a hablar. Cuando comprendiste que llorando podías atraer la atención de los mayores. Fingiendo un problema que tus padres no sabían descifrar.

La mentira es tan antigua como nosotros mismos. Está en el corazón de eso que llamamos humanidad. Estaba ya presente en los primeros relatos. Aquellos de los cazadores remotamente humanos que narraban sus hazañas frente a animales desproporcionados, que por entonces ni siquiera tenían el nombre de mamuts. No nos cuesta maginarlos sentados alrededor del fuego. Contando la historia de cómo consiguieron llevar la presa hasta la cueva. Exagerando sus habilidades, su lucha, su proeza. Convirtiendo en gesta la persecución de un ser más fuerte que ellos mismos. Quizá el pobre bicho se había despeñado en la carrera. Quizá el cazador había sentido el maremoto de un miedo que frente al fuego no iba a reconocer.

Algunos estudiosos piensan que no fue solo el lenguaje lo que nos convirtió en lo que somos, lo que nos permitió vivir en comunidad. Ese artefacto refinado que es la mentira tuvo mucho que ver. El engaño es parte de la naturaleza: mienten los virus para hospedarse en nuestro cuerpo, mienten los insectos que se camuflan como un palo para evitar acabar en el pico de un pájaro y mentían nuestros antepasados homínidos cuando se agazapaban y tendían trampas para cazar. Pero cuando al fin fuimos sapiens y tuvimos un lenguaje para comunicarnos de forma más sofisticada aprendimos a mentir como no lo hace ningún animal. Entendimos que nuestro depredador más poderoso era alguien como nosotros: otro humano que nos podía matar. Y comprendimos que una de las mejores herramientas para sobrevivir era adaptar la realidad en nuestro beneficio. Tener a ese otro sapiens más fuerte de nuestra parte. El engaño era esencial para estrechar los lazos con el resto de la tribu, para asegurarse alianzas, para tejer intrigas contra otros clanes. En definitiva, para vivir.

El lenguaje era, como ahora, un arma de doble filo. Multiplicaba nuestra capacidad de entender el mundo, pero también de falsificarlo. Y tanto desarrollamos el arte de la mentira que llegamos a una sublimación inesperada. Aprendimos algo que no hace ninguna especie: a mentirnos a nosotros mismos. Una vez más, lo hacemos por supervivencia. Y lo más curioso es que ni siquiera nos damos cuenta. Nos ocultamos la verdad porque así es más sencillo engañar a los demás. Si parecemos sinceros cuando mentimos, el otro no tendrá más remedio que creernos. El mejor mentiroso no es consciente de su propio juego. Se miente primero a él.

Aunque hay una razón, más profunda y más dolorosa, para este jueguecito del autoengaño. Nos mentimos a nosotros mismos para soportar la vida. Para levantarnos por la mañana. Para atrevernos a hacer lo que no está en nuestra mano. Para darle sentido a un mundo caprichoso modelado por el caos. Para creer que si repetimos «tengo sueño» con la terquedad de un ensalmo, el sueño al fin vendrá.

Perfeccionamos este perverso arte del autoengaño desde que somos pequeños. Aunque en ocasiones lo llamamos imaginación o juego o esperanza. Como cuando en las últimas fronteras de la infancia, una noche de enero al escuchar pasos conocidos al otro lado de la casa, nos decimos que son los Reyes Magos y no papá y mamá.

Todavía somos demasiado niños para comprender que la sacralización de la verdad que nos han enseñado desde que nacimos es también otra mentira. Por la mañana nos dicen que no debemos mentir y por la noche nos cuentan que vendrá el Ratoncito Pérez. Nos obligan a sumarnos a la sacrosanta cofradía de la autenticidad, pero nos castigan si le decimos a ese pariente pesado que todos tenemos lo que de verdad pensamos de él. Aunque nos cuesta, claro. Las biografías familiares están repletas de hijos yéndose de la lengua delante de las visitas. Cuentan de George S. Kaufman —vitriólico dramaturgo y guionista de los hermanos Marx— que a la edad de cuatro años su madre le avisó de la visita de una tía especialmente pegajosa y besucona. «A nadie le haría daño que fueras amable con ella, ¿no?». «Eso depende del umbral del dolor», respondió. Fue el primer episodio de una vida llena de capítulos de incombustible sinceridad nunca comprendida.

Crecemos atrapados en una paradoja: decir la verdad es bueno, pero necesitamos mentir para convivir. Rodeados de mentiras aceptables y engaños descarados que parecen no tener las consecuencias apocalípticas que nos hicieron creer. Buscamos una verdad esquiva que no es tan monolítica como nos contaron de pequeños. Pero poco podemos hacer. Nuestro cerebro ha desarrollado habilidades especiales para el engaño con un virtuosismo depurado a lo largo de los siglos: la habilidad para que las palabras digan lo contrario de lo que queremos decir, el portento de las ilusiones, la capacidad para elegir nuestras propias amnesias, para maquillar nuestros recuerdos o sacarlos relucientes de la chistera de nuestra imaginación, para trazar lógicas perversas que nos ayudan a vivir.

Aunque nuestras mentiras no triunfan solo porque hayamos perfeccionado su técnica con el paso de los siglos y de los impostores. Hay una razón más profunda para su éxito. Es la primera ley de la mentira: si un engaño puede materializarse es porque siempre hay alguien dispuesto a creer.

Somos mentirosos prodigiosos. Pero, sobre todo, somos seres capaces de creer cualquier cosa que nos cuenten. Las fake news son tan antiguas como el mito de la serpiente diciéndoles a Adán y Eva que coman el fruto prohibido del árbol del conocimiento del bien y del mal. Existen desde que el primer poeta cantó la primera victoria. Desde que Ramsés II levantó monumentos para conmemorar batallas de las que no salió victorioso. Existen desde los mitos lejanos que nadie sabe quién creó. Desde que aquellos primeros hombres alrededor del fuego adornaban con detalles inventados la caza de la bestia que iban a devorar.

Allí están los mentirosos. Desde el principio. Y los crédulos. Bienaventurados unos y otros, que nos han dejado una galería de impostores y de engañados con historias asombrosas que contar.

1 La ciudad que siempre cree

 

 

 

 

 

1835 fue un gran año para la mentira. Sobre todo, en Nueva York. Todavía no se había convertido en la ciudad que nunca duerme, pero ya en aquellos tiempos había algo que nunca se tomaba un descanso: la curiosidad. Quizá era esa curiosidad la que había llevado hasta sus calles a tantos inmigrantes que llegaban desde todos los rincones de Estados Unidos. Eran tantos, que habían conseguido que aquella pequeña isla arrebatara a Boston el título de la ciudad más poblada del país.

Eran tiempos prodigiosos. Tiempos en los que todo era posible. Un siglo lleno de retos por descubrir. Los neoyorquinos miraban al cielo esperando la llegada de un cometa. Y aunque sir John Herschel había avisado desde su observatorio en Sudáfrica que no se vería hasta el final del verano, nadie se lo quería perder. Mientras esperaban a que el Halley iluminara el cielo, buscaban otras diversiones: lecturas públicas, asombrosos viajes en globo, fieras exóticas en los salones del Bowery, espectáculos de ilusionismo, dioramas gigantes de lugares lejanos, increíbles exposiciones industriales donde se podían admirar los avances que ofrecía la modernidad. La vida había cambiado y la incipiente clase media trabajadora tenía algo de tiempo para evadirse. Quien tenía un dólar quería gastarlo. Todos buscaban divertirse. Admirarse. Ser sorprendidos. Maravillarse con los secretos que el mundo podía ofrecer.

En apenas unas décadas, aquella ciudad había crecido más allá del City Hall. Los más ricos se habían ido a vivir donde Nueva York perdía su nombre, más allá de Union Square. Había quien vaticinaba que en poco tiempo no quedaría ni un centímetro de isla sin edificar. Gotham ya no era ni holandesa ni británica. Y para algunos ni siquiera era americana. En sus calles se escuchaban idiomas de la vieja Europa, dialectos imposibles de descifrar, acentos de los lugares más remotos del país. Allí se podía construir una nueva vida. Se podía prosperar. A la capital de un imperio por edificar, acababa de llegar un joven dispuesto a labrarse un nombre, un futuro y un presente. Un hombre preparado para hacerse a sí mismo. Y lo que era más importante: para definirse a sí mismo antes de que los demás le colocaran una definición.

Se llamaba Phineas Taylor y venía de un pequeño pueblo de Connecticut, Bethel. Si tuviéramos que creernos su autobiografía —que revisó, reescribió y remodeló hasta en diez ocasiones—, el niño Phineas Taylor era pobre pero feliz. Nada le gustaba más que gastar una broma y podía pasar días y días planeando cómo jugársela a los demás. Había heredado el talento para las inocentadas de su abuelo materno, al que también debía su nombre. Él le había enseñado que pocas cosas había tan placenteras en esta vida como sorprender a los otros y abochornar a los que se lo merecían con alguna travesura. De todo lo que aprendió en Bethel, ninguna enseñanza sería tan provechosa como el arte de la risa. Huérfano desde los dieciséis años, Taylor —como le llamaban en casa— aprendió pronto que para labrarse un futuro había que darle duro al cincel. A los diecinueve ya tenía su propia tienda en Bethel. Y, unos años después, crearía el primer periódico de su pequeña ciudad. Aunque sería más por necesidad que por vocación: cuando el editor del diario de la vecina localidad de Danbury rechazó sus cartas denunciando ciertos tejemanejes políticos, Taylor se vio en la obligación de empezar a publicar su Heraldo de la Libertad. Porque la libertad era para él tan sagrada como una buena carcajada.

No lo era tanto para las autoridades de Danbury, que le metieron en la cárcel durante sesenta días por llamar usurero a un mandamás local. Taylor cumplió su condena y cuando salió libre se largó en busca de una vida mejor. Y en ningún sitio se podía hacer eso como en Nueva York.

Pero las cosas no eran fáciles. La ciudad bullía con miles de recién llegados en busca de fortuna. Se hacinaban en habitaciones diminutas al sur de la isla. Cambiaban más de trabajo que de camisa. Y los pocos dólares que sacaban los mandaban a casa para ayudar. En aquellos tiempos de precariedad, Phineas Taylor solo se permitía un lujo: el centavo que costaba el periódico más popular de la ciudad, The Sun. Muchos años después diría que todo lo que había aprendido de promoción lo sacó de la prensa de penique y sus titulares arrebatados. Le fascinaban las increíbles historias que encontraba en sus páginas. Y no era el único. Por un centavo, los neoyorquinos podían hacer lo que más les gustaba: asombrarse.

Las nuevas rotativas de vapor permitían imprimir de forma masiva y barata. Pero de nada habría servido poder tirar más periódicos si se seguían vendiendo a seis centavos, como los que compraban las clases adineradas. Tenían que ser económicos, al alcance de un nuevo público que ahora sabía leer y vivía ávido de escándalos, del detalle macabro de un crimen, de los grandes avances científicos que llegaban de Europa. Un ejército de chavales que dormía en las mismas imprentas vociferaba aquellas historias a pleno pulmón en las calles de la ciudad. Para ser rentables tenían que venderse. Y para venderse tenían que captar la atención del lector. No importaba demasiado si lo que se publicaba era verdad o mentira. A los lectores les traía sin cuidado, porque aquellos periódicos a centavo no se compraban para informarse, sino para pasar el rato. Junto a las noticias, el lector podía encontrar relatos, chascarrillos, narraciones por entregas que cautivaban su imaginación.

Aunque lo que más le interesaba al joven Phineas Taylor eran los anuncios por palabras. Allí buscaba una oportunidad para hacer el negocio de su vida. El día que vio un aviso para trabajar en el Niblo’s Garden, uno de los salones de esparcimiento más famosos de la época, creyó que estaba todo hecho. Cualquier jovencito sin trabajo habría estado feliz con la oferta que le propusieron: tres años de contrato en el local de entretenimiento más sofisticado de la ciudad. Pero él quería más. Se había prometido que en tres años tenía que ser el dueño de un lugar así. O mejor. Y sabía que no lo iba a conseguir trabajando allí. Phineas Taylor dijo que no al trabajo y replegó velas. Volvió a su aburrido pueblo de Connecticut para pensar una estrategia mejor.

Como las mejores oportunidades de la vida, la de nuestro joven emprendedor llegó por casualidad: el día que un conocido entró en su pequeña tienda de Bethel ofreciéndole un negocio que le podía interesar. Era el propietario de una esclava negra de 161 años de edad que había sido niñera del mismísimo George Washington. Guardaba recuerdos de aquellos días en los que había ejercido de madre del padre de la nación: los himnos baptistas que le cantaba, los cuentos que le hacían reír. Y, por si fuera poco, el caballero que proponía el trato tenía el documento de venta original que probaba que había servido en casa de los Washington. Phineas Taylor solo tenía que viajar a Filadelfia para ser él mismo testigo del prodigio. Y si estaba interesado, la podía comprar.

Claro que estaba interesado. Joice Heth era una mujer enjuta y ciega, a la que la vejez había condenado casi a la inmovilidad. Eso fue lo que se encontró en el Masonic Hall de Filadelfia, donde los ciudadanos se admiraban de su incansable charla y de su edad imposible. Si conseguía reunir mil dólares en diez días, sería suya. Phineas Taylor vendió todo lo que tenía y pidió prestado. Y a finales de julio ya estaba en Nueva York buscando el lugar apropiado para montar una exhibición alrededor de la improbable niñera de Washington.

Aquel mes de agosto de 1835, el joven Phineas Taylor se convirtió en P.T. Barnum. Lo que no sabía es que estaba inventando una nueva forma de pasar el tiempo: el entretenimiento de masas. Un negocio en el que lo importante era excitar la curiosidad del público. Él no iba a darles la verdad. Iba a darles la duda. La posibilidad de decidir si lo que estaban viendo era real.

Barnum se estableció en el lugar que tanto le había gustado, donde estuvo a punto de ser contratado como camarero, Niblo’s Garden. Tenía su espectáculo perfectamente pensado: un poco de exaltación patriótica, un poco más de historia, una pizca de conocimiento pseudocientífico —¿cómo aquella mujer podía tener 161 años?— y un toque de entretenimiento musical. El pase comenzaba con la lectura del documento de venta de Joice Heth a Augustine Washington. La cháchara de Barnum hacía lo demás.

Los humanos somos narradores compulsivos y Barnum lo fue desde niño. Construía su discurso con cuidado, atento a las reacciones del público, trufándolo con exageraciones que se le ocurrían al ver cómo abrían los ojos sorprendidos. Su relato estaba hecho de ilusión, de la materia con la que se hacen los sueños. Eran los espectadores quienes decidían si creer o no. En cualquier caso, pasaban un buen rato: los crédulos porque se iban con la sensación de haber sido testigos de algo histórico, los escépticos porque se marchaban convencidos de que eran más inteligentes que todos los demás.

A Barnum se le ha atribuido injustamente aquello de que «cada minuto nace un idiota». Ni lo dijo nunca ni estaba en su espíritu. El público era sagrado para él. Y sabía que, para que siguieran disfrutando, tenía que ir siempre un paso por delante y una zancada más allá. Antes de que los neoyorquinos se aburrieran de Joice Heth se la llevó a Boston. Fue allí donde descubrió que si a la mentira le añades otra capa de mentira, tienes un espectáculo mucho mejor.

Quiso el destino que, en Boston, la niñera de Barnum coincidiera con uno de los espectáculos más intrigantes de la época: el legendario jugador de ajedrez de Maelzel. Maelzel era un inventor sagaz, padre del metrónomo, pero en aquel momento, en Estados Unidos, era famoso por exhibir un autómata ajedrecista que en Europa había ganado a Napoleón y al mismísimo Benjamin Franklin. La prensa había contribuido a agrandar el mito del ingenio que nunca perdía una partida. «Nada ayuda más a un hombre del espectáculo que la tinta y la imprenta», le había dicho el muy experimentado Maelzel al joven Barnum. Y no era lo único que le iba a enseñar.

Del jugador de ajedrez, Barnum aprendió que si el público disfrutaba de algo era de la intriga, de la discusión sobre si aquello que estaban viendo era un autómata perfecto o un engaño más perfecto aún. La gente se agolpaba para presenciar un espectáculo envuelto en ceremonia y ritual. Maelzel comenzaba abriendo el pedestal sobre el que descansaba el llamado Turco. Nada por aquí, nada por allá. Actuaba con el aplomo de un científico en posesión de la verdad. Aunque no hacía mucho tiempo, un antiguo colaborador había vendido su secreto por una botella de brandy: en aquel habitáculo diminuto se escondía, como si se tratara de un contorsionista, un jugador de ajedrez humano que movía las fichas gracias a un ingenioso mecanismo de imanes y espejos. Al público parecía darle igual que se hubiera revelado el engaño: quería verlo con sus propios ojos, comentarlo, intentar desentrañar el secreto. Y, sobre todo, quería creer.

En aquella sala en la que un supuesto autómata de ropajes exóticos movía peones y alfiles, Barnum comprendió que el camino del éxito era como el alambre de un funambulista en el que iba a tener que hacer equilibrios entre el ilusionismo y la realidad, entre lo que el público quiere ver y lo que el artista quiere contar. Allí se dio cuenta de que la duda y el suspense son esenciales para triunfar porque colocan al espectador en el centro del espectáculo. Es el que mira el que tiene la potestad de creer o no creer, el sagrado poder de decidir si las cosas son verdad.

Joice Heth llegó al Concert Hall de Boston precedida por su reputación. El Turco tuvo que ceder la sala más grande del recinto para dar cabida a todos los que querían ver a la decrépita niñera de George Washington, la mujer que había vivido un siglo y medio, aquel pedazo a duras penas vivo de historia. Los bostonianos pasaban ante ella, escuchaban sus canciones y sus chascarrillos washingtonianos, escrutaban el pergamino de su piel acartonada como si sus arrugas fueran un jeroglífico que se pudiera descifrar.

Pero la curiosidad tiene un límite y llegó un momento en que la estrella de Joice Heth empezó a declinar. Barnum debió recordar lo que Maelzel le había contado sobre la importancia de la prensa y filtró una sospecha a los principales periódicos de la ciudad: quizá el jugador de ajedrez no era el único autómata que se exhibía en Boston. Los periodistas no podían dejar escapar aquella revelación y los artículos se multiplicaron: aquella no era la niñera del padre de la patria, ni siquiera era humana, era poco más que un amasijo de engranajes y piel ajada capaz de contar historias y de cantar. ¿No se trataba de un espectáculo todavía más sorprendente? Sí.

Aquellos que no habían pasado por el Concert Hall se agolpaban ahora para echar un vistazo y los que ya la habían visto volvían para mirarla con otros ojos. Barnum lo había conseguido: bastaba con una capa de mentira sobre la mentira original para encender el interés del espectador. Normalmente los farsantes caen en su propia espiral de engaños, pero Barnum siempre la utilizó a su favor. Con cada bulo sobre Joice Heth estaba construyendo una realidad más atrayente, más increíble, más sugerente si uno se decidía a creer.

Si algo supo hacer Barnum toda su vida fue anticiparse a lo que los espectadores querían. Conocía antes que ellos sus deseos y sus anhelos, su horror y sus ensoñaciones. Y, sobre todo, sabía cómo había cambiado su manera de mirar. El público no era un ente inerte que aceptaba todo lo que tenía ante sus ojos. El público quería participar. En aquellos mismos años, en la vieja Europa, una nueva forma de arte estaba interpelando a los espectadores para que interpretaran la pintura de una forma activa. Se llamaba impresionismo y estaba enseñando a la gente a mirar de otro modo. Y en cierta medida, eso era lo que estaba haciendo Barnum con Joice Heth.

Cuando ya había hecho suficiente caja y no quedaba un bostoniano por visitar a la niñera de la estirpe de Matusalén, Barnum hizo las maletas, se despidió del viejo Maelzel y se marchó de gira por la Costa Este. Y pasó lo que tenía que pasar: en febrero de 1836, tras una gira extenuante, Joice Heth murió. Pero todavía quedaba un último acto de su espectáculo triunfal.

¿Qué papel involuntario le tenía reservado el destino al infortunado cadáver de Joice Heth? El único posible: la estrella de su propia autopsia. Por cincuenta centavos los neoyorquinos podían asistir al momento en el que la ciencia revelaría si aquella mujer era humana o un ingenio mecánico, si había vivido siglo y medio o no. Médicos, estudiantes, periodistas, sacerdotes, caballeros y morbosos pagaron gustosamente los cincuenta centavos de la entrada. Era un espectáculo único pero no era barato: ver a Joice Heth muerta costaba exactamente el doble de lo que había costado asistir a su show en vida. Barnum tenía claro que no quería montar una feria, quería una sesión forense para gentes respetables. Algo que quedara en la memoria de la ciudad. Y, aunque todavía era joven y relativamente inexperto, ya había aprendido cómo ofrecer lo mejor hasta en el peor de los momentos. Supo desde el principio a quién contratar para el trabajo. Confiaría en uno de los médicos más famosos de Estados Unidos, el doctor David L. Rogers, cirujano residente del New York Hospital. Fue el propio Rogers quien tiempo atrás, admirado al descubrir a Joice Heth, le había pedido a Barnum tener el privilegio de diseccionar aquel cuerpo misterioso y enjuto.

La actuación póstuma de Heth tendría lugar en el anfiteatro del City Saloon de Broadway. Un espacio majestuoso abarrotado por mil quinientos espectadores ansiosos por ser testigos de la historia. O testigos del engaño. El doctor Rogers procedía con toda la ceremonia que requería el momento. Junto a él, un ayudante le daba el escalpelo, el bisturí, las tenazas. El médico temía que el esqueleto de una mujer de 161 años se resistiera como un fósil a sus incisiones. Pero no fue así. Rogers operaba con delicadeza y lo que iba encontrando no dejaba lugar a dudas. Heth no había muerto por su increíble edad, ni por un mal constipado en su gira por Connecticut. Aquella pobre mujer tenía tuberculosis. Más allá de eso, todos sus órganos estaban perfectos.

El veredicto final fue inapelable: la señora Heth tenía, como mucho, ochenta años. Cuando la falsa niñera nació, Washington ya era comandante de las fuerzas de Virginia. Pero poco importaba ya. Barnum, el príncipe de los engaños, el embaucador, el hacedor de mitos, el inventor de mentiras a mayor gloria de la diversión, se presentó como víctima. Repitió una y mil veces y dejó por escrito que el primer engañado era él. «Creí en la veracidad del documento de venta de Joice Heth, como creo en la Declaración de la Independencia», dijo. ¿Cómo iba a sospechar que aquel papel era falso? ¿Quién iba a suponer que aquella pobre esclava que repetía con un runrún «mi-pequeño-George» no tenía 161 años? Y, sobre todo, ¿qué más daba si todo el mundo había disfrutado de la ilusión?

Con Joice Heth, Barnum había conseguido algo impensable hasta el momento: se había consagrado como el Prometeo del entretenimiento. Le había dado a la clase media el poder de convertirse en protagonista del espectáculo. No importaba lo que exhibía, lo realmente excitante era lo que la exhibición provocaba en el espectador. Les había regalado horas y horas de conversación, teorías descabelladas. Les había dicho por primera vez: es usted libre de pensar lo que quiera, es usted el crítico y el juez. Y decida lo que decida, ser testigo de nuestros prodigios le hará feliz. En una época en la que los neoyorquinos discutían sobre la necesidad del sufragio universal, P.T. Barnum llevó la democracia al espectáculo. Cuando años después abrió su museo, en sus corredores y sus salas se veía al mismísimo príncipe de Gales junto al zapatero del Bowery. Era la sublimación de algo que había tenido claro desde el principio: a los humanos solo nos igualan la muerte y la curiosidad. «Esa es la cuestión: las personas que pagan un dinero en la puerta tienen derecho a formarse su propia opinión una vez que han subido las escaleras para convertirse en público».

Con Joice Heth, Barnum cumplió las premisas que seguiría después en toda su carrera en el show business: «Todo depende de dejar a la gente pensar por ellos mismos, mantener su curiosidad y entusiasmarlos». Tan entusiasmados estaban los neoyorquinos con la niñera de Washington, que seguía siendo el tema de conversación después de muerta. La prensa de penique lo sabía y lo alimentaba. El 26 de febrero, el día después de la autopsia, el Sun se vendió como en sus mejores tiempos. Los niños que voceaban los titulares de la prensa se dejaron la garganta pregonando la exclusiva: un reportero del periódico había sido testigo de la disección. Era un periodista bien conocido en la ciudad, célebre por haberse inventado el verano anterior el famoso bulo de la Luna —una serie de artículos en los que detallaba el singular descubrimiento de la vida selenita—. Richard Adams Locke había vuelto a conseguir la exclusiva de su vida y esta vez era cierta, aunque fuera sobre una de las mayores mentiras de la historia del espectáculo. Había convencido al doctor Rogers para que le dejara actuar como asistente en la autopsia de Joice Heth. Aquel hombre callado que le ofrecía el escalpelo y las tijeras para que seccionara la carne marchita de la pobre mujer tomaba nota mental de todo lo que veía.

«No ha llegado a vivir ni la mitad de los años que se le atribuían», escribió. Aunque en su artículo se cuidó mucho de señalar a Barnum, concluía que alguien tuvo que enseñarle las salmodias que cantaba, los detalles de la vida de George Washington que repetía, el aspecto de lugares que nunca vio. No se olvidó de resaltar que los responsables de su exhibición habrían ganado como poco diez mil dólares, pero dejó a Barnum al margen del engaño. Un mentiroso le debe guardar cierto respeto a otro mentiroso aún mayor.

Al día siguiente Barnum se presentó en la redacción del Sun. Quería conocer al hombre que se había colado en su autopsia. Pero había además en él cierta admiración, aquel tipo era el mismo que había tenido en vilo a la ciudad en el caluroso verano de 1835 con sus historias sobre homínidos alados que correteaban por la superficie lunar. Aquellos artículos eran para Barnum la «impostura científica más exquisita» nunca vista. En algún momento llegó a decir que le habría gustado que se le hubiera ocurrido a él. Quizá fue ese respeto entre dos cuentistas profesionales lo que provocó que el encuentro fuera un éxito. Contaban los que estuvieron presentes que se rieron, que hablaron sin parar, que parecían disfrutar de tener sobre ellos la atención de toda una ciudad.

Le faltó tiempo a Locke para escribir un artículo más. Sabía de una fuente muy cercana que los responsables del espectáculo estaban planeando momificar a Heth y enviarla a Inglaterra en barco acompañada del cadáver embalsamado de un hombre de 180 años que en vida fue su marido. Los ingleses, que en palabras de Locke se lo creían todo, caerían sin duda en la trampa. Los lectores entendieron rápidamente que se trataba de una broma. Y pocas cosas gustaban tanto en aquel joven país como reírse de la vieja metrópoli.

Pocos dudan de que aquel artículo nació de la conversación que Barnum tuvo con Richard Adams Locke en la redacción del Sun. Lo que nadie sabía es que mientras eso sucedía, el ayudante de Barnum visitaba las oficinas del periódico rival, el Herald, para contar la verdad. Que por supuesto era mentira. Pidió audiencia con el pomposo y engreído director, James Gordon Bennett, para confesar el engaño que él y Barnum habían tramado alrededor de la autopsia. Al día siguiente, el Herald proclamaba triunfante: «Ha sido un engaño de principio a fin. Joice Heth sigue viva». El periódico estaba en condiciones de afirmar que el cuerpo diseccionado en el City Saloon no era el de la niñera de Washington, sino el de una pobre mujer de Harlem conocida como Tía Nelly. Joice Heth se había retirado a Connecticut, donde disfrutaba, según el Herald, de los últimos años de su legendaria vejez. Los editores del Sun, añadía, se habían tragado toda la patraña.

P.T. Barnum no podía estar más feliz. Un periódico contaba que la anciana estaba viva y el otro revelaba que no podía haber sido la niñera de George Washington. Y, mientras, la ciudad seguía hablando de su espectáculo y de Joice Heth. Continuaban discutiendo si lo que habían visto era o no verdad. Y se lamentaban por no poder verla con sus propios ojos una vez más. Barnum había conseguido lo imposible: había convertido a un ser humano en una mentira, había inventado para ella una historia, un ritual, un aura increíble que, sin embargo, todo el mundo creyó. Había conseguido que los americanos la adoraran, había difundido el rumor de que era un autómata para alimentar más la curiosidad, la había paseado por medio país. Y cuando murió la puso sobre una mesa de autopsias para dejar claro que todo lo que los neoyorquinos habían creído hasta ese momento no era real.

Para ser su primera mentira profesional, no estaba mal.

De aquel engaño, nuestro sofisticado engañador sacó una enseñanza que ya nunca olvidaría: hay que mantener la llama de la duda en la mente del espectador, alimentar el fuego de sus fantasías, ayudarle a creer lo que quiere creer, ofrecerle las piezas de un puzle que nunca acaba de cuadrar para que él mismo ponga las piezas que faltan. Y lo más importante: hay que dejar que la prensa haga el trabajo por ti. Que difundan tus mentiras y magnifiquen las dudas, que revelen la verdad solo en el momento exacto y solo en la medida precisa. Lo expresó magistralmente en una frase que sí es suya: «El único líquido que nunca se puede tener en exceso es la tinta de imprimir». Qué más daba si las palabras que forma esa tinta eran mentira o eran verdad. Que dejaran al público boquiabierto. Eso era lo que Barnum quería. Lo otro daba igual.

Barnum aprendió otra cosa que le serviría durante toda su trayectoria en el mundo del espectáculo: que la vida jamás sería una guionista tan entretenida como podía serlo él.

2 El hombre que vendió la Torre Eiffel

 

 

 

 

 

1935 no fue un buen año para la mentira. Sobre todo, fue nefasto para Victor Lustig. Si los estafadores hubieran tenido un santo patrón, habría sido él. Si hubiera existido un Premio Nobel para el fraude, Victor Lustig habría conseguido la unanimidad del jurado. Si hubiera habido una alfombra roja del universo del engaño, él se habría llevado todos los flashes. Por algo todos le llamaban el Conde.

Pero en 1935, aquel distinguido aristócrata austrohúngaro iba a dar con sus huesos en Alcatraz. Solo la cárcel más segura de Estados Unidos podía contener el ingenio para la fuga de Victor Lustig.

Se había convertido en el embaucador más grande de la historia por méritos propios. Con tesón, con análisis, con estudio y con mucho trabajo. Había alcanzado la gloria gracias a un lema que había iluminado su vida: piensa a lo grande. Tan a lo grande que Victor Lustig fue capaz de vender el monumento más famoso de Francia y engañar al gánster más peligroso de Chicago.

De Lustig se sabía poco más que lo que él contaba. Que tampoco era mucho. Años de experiencia le habían enseñado que era mejor dejar que los otros imaginaran lo que quisieran. Como P.T. Barnum un siglo antes, había llegado a la conclusión de que era preferible que su público rellenara los huecos de su historia. Solo que aquí el público terminaba perdiendo más dinero que el de una simple entrada para un espectáculo.

Distinguido, siempre con su manicura perfecta y su ropa cara, había comenzado su carrera en la vieja Europa. En aquellos años 20 en los que el continente estaba lleno de acaudalados turistas norteamericanos, Lustig tenía un arma secreta infalible: su capacidad de mantener una conversación cautivadora hasta en seis idiomas. Y además del don de la palabra, tenía una caja mágica. Era más bien un baúl de equipaje, cuadrado, robusto, misterioso. Con aquel artefacto se iba a embarcar en su primera aventura, los trasatlánticos que comunicaban Francia con Estados Unidos.

Aquel joven, sin duda adinerado, viajaba solo, pero le gustaba mantener largas conversaciones con otros pasajeros. Se le veía pulular por las cubiertas charlando con unos y otros. Siempre con hombres. Siempre, como él, con clase. Pasados unos días, eran los propios caballeros los que le buscaban. Querían saber de la caja.

El baúl era su posesión más preciada, por nada del mundo se desharía de él. De hecho, era su caja mágica lo que le permitía llevar su impresionante tren de vida con tan pocos años. De entre todos los caballeros con los que había trabado amistad en el barco, Lustig elegía a uno. Más confiado o quizá más codicioso, a buen seguro más acaudalado. Su nuevo mejor amigo iba a descubrir el secreto mejor guardado de Victor Lustig. Le acompañaría a su camarote para ser testigo de una revelación extraordinaria: qué escondía aquel maletón aparentemente normal, lujoso, de caoba, con buenos cantos. Dentro tenía un intrincado mecanismo de rodillos y engranajes con los que Lustig fabricaba dólares a voluntad. Billetes exactamente iguales a los de curso legal, con los mismos colores y el mismo tacto.

Con sumo sigilo, Lustig arrancaba su ritual. Metía en uno de los rodillos de entrada un billete de cien dólares y lo dejaba allí dentro. Había que esperar unas horas para que se produjera el proceso químico que obraría el milagro. Y el milagro eran dos billetes inmaculados y perfectos, exactamente iguales.

No tenía problema en repetir la prueba tantas veces como se lo pidiesen. En quedarse todo el rato que fuera necesario con su caballero pardillo mirando fijamente la caja. Le encantaba llenar esos ratos muertos con conversación. Nunca contaba demasiado de sí mismo, ni se pavoneaba de sus riquezas ni le hacía al otro preguntas demasiado personales. Sabía que su nuevo mejor amigo le terminaría contando todo por voluntad propia. Dónde iría al llegar a puerto, dónde vivía, qué zonas frecuentaba.

El desenlace era siempre el mismo: el caballero de turno, además de pardillo, era codicioso. Invariablemente llegaba un momento en el que quería quedarse con la caja mágica. Invariablemente, Lustig se negaba. Ni por todo el oro del mundo. Aunque, claro, luego se lo pensaba. En el fondo, era él quien la había fabricado y conocía el secreto. Quizá podría venderla por una suma adecuada.

Una suma adecuada para Victor Lustig era como poco de diez mil dólares. El doble o el triple si su nuevo mejor amigo era especialmente voraz y obscenamente millonario. Antes de cerrar el trato, se cuidaba de llenar los rodillos interiores de billetes verdaderos, para que el afortunado comprador probara la caja sin sospechar nada. Y siempre, siempre, esperaba hasta el último momento: les daba largas hasta que estaban ya muy cerca del destino para cerrar el trato. Entre la espera para producir los billetes y que la máquina estaba cargada, Lustig tenía tiempo para que el barco atracara en el puerto y esfumarse. Sabía, por supuesto, por dónde no tenía que pasar para no cruzarse con su víctima. A los pocos días, tomaba otro trasatlántico de vuelta a Europa con una nueva caja y repetía la jugada.

La máquina sí fabricaba dinero. Pero no el que escupían los rodillos de sus tripas, sino el que salía de los bolsillos de los incautos. Atlántico va, Atlántico viene, Lustig no hizo solo una pequeña fortuna, además, aprendió varias lecciones importantes. Primero, que era más sencillo ganarse la confianza de la gente de lo que parecía. Bastaba con las apariencias, con una elegancia evidente y sin alardes. Segundo, había que identificar bien a la víctima: un primo con una buena cartera y naturaleza avariciosa. Tercero, era esencial poner a las cosas un precio caro para que los demás las desearan ardientemente. Lustig fue todo un precursor de las estrategias comerciales de las marcas de lujo y las empresas tecnológicas. Sabía que si quería despertar la necesidad irrefrenable de poseer algo era mejor no vender barato.

El negocio iba como la seda, pero Lustig era un hombre de mente inquieta y muy pronto iba a concebir un nuevo engaño: más grande, más provechoso, más divertido. La inspiración, como suele suceder en estos casos, le vino de repente. En París, leyendo la prensa. Los medios estaban preocupados por el alarmante estado de la Torre Eiffel: se oxidaba sin remedio, corroída por el viento cargado de humedad del río, la incipiente contaminación y el paso del tiempo. En el fondo, ya había sobrevivido más de lo esperado. La habían levantado en 1889 y estaba pensada para durar veinte años. Mantener su acero en condiciones era tan costoso que se había abierto de nuevo el debate sobre qué hacer con ella.

Y Lustig lo tuvo claro. Alquiló una habitación en el Hotel Crillon y una limusina y mandó falsificar material de escritorio con el membrete del Ministère des Postes et Télégraphes. En aquel papel con su inmaculado sello oficial, escribió cartas a los chatarreros más solventes de París. La palabra ‘chatarrero’ puede llevar a equivocación: en aquellos años 20 era un negocio floreciente liderado por eso que ahora llamaríamos emprendedores, que habían comprendido que reutilizar el metal podía ser más que lucrativo.

Como siempre, Lustig pedía discreción. Lo que les contaba en aquella misiva oficial era estrictamente confidencial, porque revelarlo habría provocado un escándalo: la Torre Eiffel se iba a desmantelar y el Gobierno buscaba a un empresario para hacerlo y quedarse con todo el hierro. Tenía que ser un hombre de negocios responsable, profesional, que conociera bien su trabajo. Y tendría que pujar para hacerse con los derechos y las siete mil toneladas de hierro. Pero se aseguraría un contrato muy ventajoso.

En su suite del Hotel Crillon, un impoluto Lustig recibía a los candidatos. A todos les contaba el mismo cuento. Más de seis se mostraron interesados. Pero entre todos ellos, Lustig había encontrado al aspirante perfecto: André Poisson, un chatarrero que se acababa de instalar en París y buscaba hacerse un nombre en el negocio. Lustig le paseó en su limusina, le mostró las marcas de óxido de la torre que, no obstante, no depreciarían su valor como chatarra. Le contó su rollo de que el ayuntamiento pensaba que aquella antena gigante desmerecía el clasicismo del Arco del Triunfo o de Notre Dame. Y se ganó su confianza.

Tanto se conocían que a Poisson no le extrañó que Lustig le hiciera una confesión: él tenía el poder de decidir quién se quedaría con el contrato, pero no era más que un pobre funcionario de la administración. Al chatarrero no le hizo falta más para saber que Lustig aceptaría un soborno. Así que le pagó un millón de francos para asegurarse de que le conseguiría la concesión y doscientos mil más para la puja que el Gobierno había organizado. Victor Lustig no esperó ni una hora. Esa noche ya estaba durmiendo en Austria con el dinero.

¿Denunció André Poisson al falso funcionario que le había timado? No. Estaba demasiado avergonzado. Si lo hacía, tendría que reconocer que había intentado sobornar a un «supuesto» miembro de la administración. Pero había algo más doloroso: tendría que admitir, además, su estupidez, su lamentable simpleza, su increíble ceguera por el ansia de cerrar un buen negocio.

El plan de Victor Lustig no era tan original como parecía. A tres mil seiscientos kilómetros había otro estafador que llevaba años vendiendo los monumentos más impresionantes de Manhattan. Se llamaba George C. Parker y consiguió engatusar a millonarios europeos de paso en la ciudad contándoles que había construcciones que podían ser explotadas de forma comercial, pero como él era el arquitecto no quería hacerse cargo del negocio. Vendió el Puente de Brooklyn tantas veces que en inglés hay un dicho que recuerda la historia: «Si te lo crees, tengo un puente para venderte». Parker pasó años en la cárcel por cobrarles a los incautos por el título de propiedad de la Estatua de la Libertad, los puentes sobre el East River o el Madison Square Garden.

Lustig estuvo a punto de correr la misma suerte seis meses después de la primera venta de la Torre Eiffel. Cuando se dio cuenta de que Poisson no le denunciaría, volvió a París para repetir el fraude. Pero el primo que eligió esta vez no era tan primo y nuestro estafador tuvo que montarse en el primer barco con destino a Estados Unidos. Por suerte, se conocía todos los horarios.

Por supuesto, viajaba con su caja de hacer dinero y así se iba a ganar la vida en América. Recorrió el país de punta a punta como un vendedor de crecepelo. Cambió de nombre tanto como de estado. Para huir de la policía. Aunque no le bastó. Fue detenido en decenas de ocasiones y siempre lograba fugarse de la cárcel. Y entre tanto viaje y tanta celda, trabó amistad con la aristocracia del crimen organizado. Trabajó para Dillinger en los tiempos de la ley seca consiguiéndole vino francés. Estuvo implicado en el sangriento tiroteo de Jack «Legs» Diamond. Y tuvo su momento de gloria con Al Capone.

Se conocieron en un suburbio a las afueras de Chicago. Capone ya era el gánster más peligroso de la época y Lustig había conseguido fama en el mundo del hampa. Puede que a Capone le impresionara una historia que le habían contado. Al llegar a Nueva York, aquel noble austrohúngaro había montado una casa de apuestas en la trastienda de un restaurante chino. El juego era ilegal y el negocio, clandestino. Solo que en este caso, además, era falso: la oficina era un decorado; los apostadores y los empleados, actores; la narración de radio de las carreras de caballos era obra de uno de sus compinches escondido con un micrófono en la habitación de al lado. Era el show perfecto para engañar a jugadores con dinero que apostaban sin saber que los estaban timando. Era también el guion perfecto para una película que medio siglo después barrería en los Oscar llevándose siete estatuillas, El golpe.

Capone, que lo quería controlar todo desde Chicago, no podía perderse lo que aquel tipo tan avispado tenía que contarle. Con su don de gentes innato, Lustig convenció al capo de que invirtiera cincuenta mil dólares en un negocio que multiplicaría su dinero en tan solo dos meses. Y el gánster aceptó. Lo que no sabía es que lo único que buscaba aquel conde europeo era ganarse su confianza. No había negocio. Lustig puso los billetes en una caja fuerte a buen recaudo y esperó exactamente cincuenta y nueve días para volver a ver al más grande de todos los mafiosos. Estaba compungido y apesadumbrado. Su plan no había triunfado, pero al menos había conseguido reunir de nuevo el dinero que Capone le había prestado. Tan afligido parecía que el temible gánster le preguntó si se había arruinado por devolverle la pasta. Y como el pobre Lustig reconoció que estaba en bancarrota, Al Capone le dio cinco mil dólares en reconocimiento por su honradez. Mucho tiempo después, los dos hombres volverían a coincidir, aunque en distintas circunstancias. Sería en 1935, aquel año tan nefasto para los engaños de Victor Lustig.

El 14 de mayo de 1935 aparecía una noticia en la primera página del New York Times, justo bajo el gran titular que anunciaba la muerte de Lawrence de Arabia. Un refinado estafador había sido detenido después de siete meses de incesante persecución por el servicio secreto del Departamento del Tesoro. La narración es fascinante.

El jefe de la operación, el detective Robert L. Godby, contaba cómo habían seguido su rastro sin éxito hasta que le consiguieron localizar en Manhattan. La noche del domingo 12 de mayo se apostó con sus agentes para por fin detenerle. La ocasión parecía inmejorable: Lustig acababa de recibir un maletín de un desconocido en el cruce de la calle 74 con Broadway. Cuando se acercaron para apresarle, el conde les recibió con una enigmática sonrisa. Parecía hasta feliz con su abrigo Chesterfield de cuello de terciopelo y su traje cortado a medida. Los agentes lo entendieron al abrir el maletín: allí solo había ropa cara. No era, desde luego, lo que estaban buscando.

El Departamento del Tesoro llevaba años intentando desarticular una poderosa red de falsificadores. Alguien estaba colando tanto dinero falso que la Reserva Federal había advertido de que se corría el riesgo de un desequilibrio fatal en el sistema financiero. Los dólares eran perfectos, el papel parecía el real, la impresión idéntica a los originales. Lo que no contaba el artículo del New York Times es que los agentes jamás habrían dado con Lustig si no hubiera entrado en juego el amor despechado.

A principios de la década de los 30, Victor Lustig había conocido en Nebraska a un químico llamado Tom Shaw. No tardaron mucho en empezar a falsificar dinero. A lo largo de su carrera como estafador, Lustig había comprendido que lo único que cuenta es la apariencia y aplicó esos principios a su nueva empresa. Su dinero sería mejor y lo produciría a espuertas. Elaboró un complicado sistema de distribución con el que conseguía colocar una media de cien mil dólares al mes. Los billetes pasaban por tantos intermediarios que era imposible detectar de dónde venían. El negocio era redondo: cobraban un dólar verdadero por cada cinco falsos. Todo era perfecto, hasta que Lustig —que siempre había sido un seductor— empezó una aventura con la novia de Tom Shaw. La amante de Lustig tardó en descubrirlos, pero cuando lo hizo llamó a los federales y le delató. Lo único que tenían que hacer los agentes era pillarle en plena transacción. Pero no era sencillo. Lustig jamás pagaba nada con su propio dinero, se mantenía alejado de él como si fuera una maldición.