La mujer enmascarada - Elena Cabrera - E-Book

La mujer enmascarada E-Book

Elena Cabrera

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El confinamiento. La casa como refugio y jaula a la vez. Una mujer, un hombre, su hija de ocho años, cuatro paredes, un número de días que se alarga cada vez más sin saber hasta cuándo.Esto es lo que narra Elena Cabrera en La mujer enmascarada, una recopilación de artículos publicados en elDiario.es a lo largo de 2020. Como un espejo, las páginas reflejan la realidad cotidiana de una familia, con sus peculiaridades y su propia identidad, en el escenario concreto del barrio madrileño de Prosperidad. Pero, a la vez, nos muestran una realidad colectiva con la que es imposible no sentirse identificado, porque cuentan la historia de todos en un momento que siempre supimos histórico y que todavía tenemos muy reciente.

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Primera edición: julio 2022 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Ilustración de cubierta: Isa Ibaibarriaga Maquetación: Eva M. Soria Primera corrección: María Luisa Toribio Revisión: Maite Lecue Santovenia

Versión digital realizada por Libros.com

© 2022 Elena Cabrera © 2022 Libros.com

[email protected]

ISBN-e: 978-84-18769-52-8

Elena Cabrera

La mujer enmascarada

Para Eleonor, la verdadera protagonista de esta historia, la niña que me enseñó a sobrevivir en esta pandemia y en la vida en general.

Índice

 

Parte 1. Diario del confinamiento

1. Un diario del confinamiento

2. La escuela en casa no está hecha para nosotras

3. Hemos dado positivo en piojos

4. El virus sigue y Wallapop también

5. Bailes palaciegos en el supermercado

6. Necesitamos al Ejército para que nos organice los deberes

7. «¡Viva el coronavirus!»

8. Se fastidió el plan de la azotea

9. Esta noche vemos Pandemic

10. La teniente Ripley no tendría miedo

11. En la casa se exacerban los sentimientos

12. En peligro de contagio de ERTE

13. La mujer enmascarada

14. Medicina contra el terribilismo

15. La amenaza fantasma

16. Arden los móviles

17. Todos los días olerán a fin de semana

18. Elogio de la lentitud

19. La paciencia infinita de la perra Kira

20. Mi piso en el hoyo

21. El mundo de las segundas primeras veces

22. Europa está todavía a oscuras

23. Confieso haber hecho unlive

24. Vuestra carencia de fe resulta molesta

25. Distancia de rescate

26. Tren con destino a ninguna parte

27. El matrimonio más cool del mundo

28. Si rompemos los eslabones, todo se desmorona

29. Poca harina para tanta España

30. El regreso a la normalidad anormal

31. El ángulo doméstico

32. El peso que no pesa

33. Salvoconducto para ratones

34. Cumpleaños en cautiverio

35. Inundación en la farmacia

36. La gran escapada

37. Atrapada en el tiempo

38. Fast-forward al verano

39. Cuentos por teléfono

40. La puerta de Mr. Hyde

41. Las tres normas del club de la calle

42. La cárcel más grande de todas las cárceles

43. Virus de barrio

44. ¿Cuándo abrirán los escape rooms?

45. Postcataclismo

46. Mi plan bajo demanda

47. Cincuenta y dos días de viaje submarino

48. La fase 0 huele a tinte para el pelo

49. Las mascarillas son sexy

50. La otra guerra era más emocionante

51. Fábulas de Iriarte

52. Bronca policial

53. Un final abierto

54. Una idea loca: nuestra resistencia es limitada

55. Sexo en confinamiento: ¿fenomenal o fatal?

56. Mascarillas para siempre

57. No hay que hacer caso a las mareas negras

58. Los dos extremos de la misma calle

59. Librería encapuchada

60. La tecnología que no salva la distancia

61. «Mamá, despiértame a tu hora»

62. En la víspera de la fase 1

63. No me beses, por favor

64. Fase abuelos

65. Vis-à-vis en la residencia

66. Vete tú a saber

67. Los primeros turistas en la ciudad

68. El miedo a caer sin red

69. Nosotros somos la herencia

70. Abrazar un hospital

71. Terrazas con estrés

72. Hasta el colodrillo y más allá

73. Todas las fiestas del mañana

74. Un hospital para cada historia

75. Nostalgia de colegio

76. Invitados en casa en la segunda fase

77. Películas que nos montamos

78. Rarísima normalidad

79. La arquitectura del buen vivir

80. Avada Kedavra, se acabó el curso escolar

81. Asciende la curva de la excitación

82. Recuerdo aquel 2020

Parte 2. El verano del coronavirus

1. Lo que necesita la gente

2. El verano de las películas no existe

3. Ancha es Castilla

4. Madrileños por el mundo

5. Topless con mascarilla

6. De la tortura como una de las bellas artes

7. La cara oculta de la playa

8. El miedo de la gente

9. Soy una de esas

10. Preparada para el chasco

11. Qué son las tormentas de verano

12. Nunca iré a rehabilitación

13. Este año hay amor o qué

14. Carreteras secundarias de la memoria

15. Aquí no hay postales

16. La puntualidad de un tren descabellado

Epílogo

Agradecimientos

Parte 1. Diario del confinamiento

1. Un diario del confinamiento

 

No tengo coronavirus. Si lo tuviera (¿cómo sé que realmente no lo tengo?), mi vida tampoco sería tan diferente. En realidad, el coronavirus se ha convertido en un virus social, político y económico del que ya estamos infectados.

Nunca he visto un nivel de impacto semejante. Salvo quizás en el 11-M. No es lo mismo, ya lo sé. El atentado nos dejó en shock, y en muy poco rato se generó una reacción total. La onda expansiva del coronavirus es diferente: es como si el estallido no llegara nunca.

Ayer por la noche, mientras volvía de la oficina, se anunció que a partir de mañana se suspenderán las clases en los colegios durante dos semanas. Empezaron a saltar las notificaciones de mensajes en el móvil. De repente, el virus era real y tenía forma de niña en casa, de colegio cerrado, de vida patas arriba.

Desde hace un mes, trabajo en una editorial. En la oficina hoy hemos organizado el trabajo (que será teletrabajo) para los próximos quince días. A partir de mañana tengo que traducir un libro de 300 páginas, así que da igual donde esté la silla en la que me siente. El problema de la empresa para la que trabajo no es ese. Tiene preocupaciones mayores, como la producción que se fabrica en China, parada desde hace semanas, y las ventas, que previsiblemente harán un roto a las previsiones de marzo y abril. Cuando pienso que hay miles de empresas como esta, afectadas de igual manera, me doy cuenta de que lo que está ocurriendo va a tener consecuencias más graves que las que imaginé en un principio.

Hay conversaciones de todo tipo, pero prácticamente todas tienen al coronavirus como sujeto o como complemento directo o indirecto. Hay teorías conspiranoicas, hay hipótesis y proyecciones más o menos aventuradas, hay datos saltando de mano en mano. Hay mucha ansiedad por saberlo todo, por ser un experto en el tema.

En el metro hoy había más mascarillas que los días anteriores, pero aun así es anecdótico: habré visto unas diez o quince en un trayecto de una hora.

Lo que no descansa es el humor, no paro de recibir audios y memes. A falta de otra vacuna, con esta vamos tirando.

En el momento de escribir estas líneas, de iniciar este diario, hay 1.639 casos confirmados en España (101 ingresados en UCI y 36 fallecidos), 15.651 en Europa y 114.600 en el mundo. De todos esos, conozco dos. No sé si a Ortega Smith lo podemos sumar como un tercero. En Madrid, además de las clases, se han cerrado los polideportivos y las competiciones municipales (adiós al partido del equipo de baloncesto de mi hija contra un colegio rival), se han cancelado ferias y encuentros de todo tipo ¡y hasta la excursión de la AMPA que teníamos este domingo!

El encuentro que hemos preparado con el activista contra el armamento nuclear Carlos Umaña para este viernes en la Escuela de la Prospe, por ahora, sigue en pie. Del concierto de The Sisters of Mercy del 4 de abril me temo lo peor, pues se realiza en un lugar con aforo para más de mil personas y entra dentro del periodo de suspensión.

Se han cancelado las Fallas. Ahora sí que se hunde España.

2. La escuela en casa no está hecha para nosotras

 

Albergaba mis sospechas sobre las imágenes de las colas del Mercadona y sus estanterías arrasadas. Creía que eran falsas o, al menos, ligeramente forzadas. Pero ayer Alberto fue por la noche al Carrefour y, aunque no había gente esperando en la puerta, vio una desolación similar en los pasillos de productos. Vivió la experiencia como si estuviera metido en un juego VR de Walking Dead y volvió a casa sin pan de molde.

En cambio, otra de mis sospechas (esta ya venía de antes) se ha confirmado: el homeschooling no es para mí. Ni para mi hija. Ni aunque lo diga en inglés.

Desde el lunes por la noche le insistí en que cuarentena no significa vacaciones, pero ni mis severas advertencias consiguieron chafarle su inmensa alegría al saber que pasaría dos semanas sin ir al colegio. Le dije que habría deberes, estudio, lectura y todo lo demás, incluidos los recreos (ahí, bien). Lo que no recibió con tanta alegría fue mi intención de darle de comer (si nos lo permiten los supermercados esquilmados) lo mismo que en el comedor del colegio. Ahí sí que se echó a llorar. Ella quería «la comida de las cenas». Nada de ensaladas, pescados ni coliflores. Pues bien. Hoy Alberto (que libraba) ha cocinado crema de calabaza, boquerones fritos y fresas de postre. Resultado: Eleonor ha terminado de comer a las cinco.

Mañana, que estaré sola, veremos a ver cómo me las apaño para trabajar, hacer la comida y devolverla a sus deberes cada vez que invente una treta para escaquearse.

Aunque no teníamos que estar en el colegio a las ocho ni yo tenía que empezar a trabajar hasta las nueve, las dos nos hemos despertado a las siete y hemos dejado a Alberto descansar un poco más. Y no es porque no me hubiese acordado —¡increíble!— de quitar las alarmas de los despertadores. Era el reloj biológico. Así que hemos desayunado, he limpiado un poco la casa y he repasado todo lo que le han mandado del colegio para ir armando un horario de estudio. Le he escrito en una hoja lo que le tocaba para hoy.

A las nueve, ambas nos hemos puesto a trabajar, cada una en su habitación. Todo bien. Hasta que a las diez menos cuarto se presenta en mi estudio y me dice: «¡Ya he terminado!». Miré el reloj, no entendí cómo era eso posible. A partir de ahí fui improvisando, atendiendo sus demandas y peleando con ella. Perdí la guerra en la primera hora de batalla, y lo peor es que ella se había dado cuenta, quizás mucho antes que yo.

A las once, con Alberto ya a pleno rendimiento, ha llegado la hora del recreo, que decidimos respetar. Han bajado a la calle a jugar al baloncesto con dos compañeros del colegio. En un grupo de chat de madres, ante el amago de una quedada en el parque, nos hemos preguntado: «¿Cuántos niños hacen grupo de riesgo?». La verdad es que hay un contagio que nos preocupa más, ahora mismo, que el de la COVID-19: los piojos. En los chats de la clase de Eleonor se valora altamente este periodo de cuarentena para acabar con la plaga de una vez. Tengo alguna amiga que se está dejando el sueldo en Bye Piojitos porque ese «bye» es generalmente un «hasta el mes que viene».

Eleonor se rasca, esta noche toca lendrera.

Tenemos, oficialmente, una pandemia. Hoy los casos confirmados son de 2.128 en España, 18.484 en Europa y 118.223 en el mundo. Y, al final, después de darle mucha vueltas y vencer algunas reticencias, hemos decidido cancelar el encuentro con Carlos Umaña en la Escuela de la Prospe. Han cerrado las bibliotecas de Madrid, pero el promotor todavía no ha anunciado la cancelación del concierto de The Sisters of Mercy, algo es algo.

3. Hemos dado positivo en piojos

 

¿Cuántas semanas llevamos sin colegio? Ah, no, que son solo dos días. Pues ya estoy agotada. Eleonor y yo nos hemos vuelto a levantar a las siete de la mañana. Mi plan era el de ayer: desayunar rapidito y empezar el día con alegría, pero, a la que me he descuidado, mientras me desembarazaba de mi propia pereza, me he encontrado a Eleonor con la Play encendida y enganchadísima al Horizon Chase Turbo. No eran ni las ocho. Mientras le lanzaba los primeros reproches del día, me ha enseñado un menú en el que podía escoger diferentes circuitos de coches ubicados en su lugar correspondiente en el globo terráqueo. «Guau —me dice—, no sabía que Hawai era una isla en medio del océano». Entonces me he callado y he pensado que con esto convalidábamos la lección de Geografía del día.

Un colacao, cinco galletas, una punzada de culpabilidad porque hoy en el desayuno del cole habría tomado tostada con tomate, y una partida de Horizon Chase Turbo, más tarde le metí prisa para pasar por el baño antes de las nueve y abordar, antes de que me ponga a trabajar, la importante epidemia de la que hablábamos ayer: los piojos. En el grupo de WhatsApp de la clase se han mandado advertencias serias para que este confinamiento se convierta en la tumba de la población volante de estos bichos. Estaba bastante segura al respecto de la inocencia de Eleonor, confiaba en que se rascaba el cuero cabelludo porque no consigue aprender a aclararse bien los restos de champú. Mentira. Nueve. Nueve piojos me sonrieron desde la lendrera hoy por la mañana.

En cuanto encendí el ordenador y me senté en mi silla, me llegó el primer «¡¡mamá!!» desde el otro lado de la casa. Al ordenador no le había dado tiempo a arrancar el sistema operativo. Me levanto. Resulta que (ella) no entendía nada de los deberes que le habían puesto (yo tampoco), y a las nueve y treinta y siete minutos ya nos estábamos gritando la una a la otra. Mucho.

El colegio está usando un blog para mandar ejercicios y soluciones. También sugieren vídeos de flauta, fichas de Social Science y Natural Science (las llamo así porque en Madrid estamos sometidos a la tiranía del bilingüismo en los colegios), páginas de lectura y un dictado diario. He visto todo lo que había pendiente y he querido gritar «¡¡mamá!!» yo también. Un rato después le he pedido disculpas por chillarle y me ha perdonado a cambio de ajustar el compás, cambiar y afilar la mina y no sé cuántas cosas más que no hago desde hace treinta años.

Cuando pensaba que se había cancelado todo lo cancelable y que lo demás era intocable, una nueva crisis se desata en el chat familiar a las nueve y cuarenta y tres minutos de la mañana: se toma la decisión de suspender los cumpleaños que estaban previstos para este fin de semana y el siguiente. ¡Los cumpleaños! Jamás pensé que llegaríamos a ese extremo. Si las Fallas se han suspendido seis veces desde 1886, los cumpleaños de mi familia política no se habrían pospuesto ni en tiempos de guerra. No hay, para ellos, nada más sagrado que la celebración de un cumpleaños. Con la confirmación de la cancelación de los grandes fastos ya en mi WhatsApp, no me atrevo a decírselo a Eleonor, que va de disgusto en disgusto.

Hoy Alberto no está en casa, así que a las once (el recreo, como en el cole, no se perdona) bajo a mi hija al patio de la casa de su compañero de clase, donde, como ayer, se juntan solo tres para echar unas canastas, saltar a la comba y comerse una barrita de cereales. Aun así, mantienen las distancias, pero yo sé que es por los piojos. El padre del compañero, que se está ocupando de sus hijos estos días, acepta que la deje con ellos e incluso, ante mi cara de agobio, que se quede en su casa a hacer el obligado dictado diario. Casi dos horas después me la traen de vuelta. Eleonor agita una hoja escrita a mano con letra bonita y cien faltas de ortografía que le perdono porque le han hecho redactar una cuartilla con la biografía de Rita Levi-Montalcini, la cual empieza diciendo: «Cuando la niñera de Rita murió de cáncer, esta decidió que quería ser médica».

Nos han regalado un paquete con seis mascarillas desechables y no sé muy bien qué hacer con ellas. Eleonor rápidamente ha tenido una idea: ha sacado su maletín rojo y se ha puesto a jugar a ser médica, como Rita Levi-Montalcini. En este momento ella debería estar haciendo los ejercicios de Geometría y yo traduciendo un libro de 300 páginas, pero me tumbo en el sofá y dejo que me ausculte: «Te vas a morir —me dice—, tienes coronavirus». No sé si reír o llorar y hago las dos cosas.

Lo que tengo esta tarde es una cita con el médico y otra con el fisioterapeuta. A lo loco. Todos los audios que me mandan (y todos acaban siendo falsos) dicen que no atienden consultas en los centros de salud. En cambio, mi médico de cabecera tenía un amplio abanico de horas disponibles y yo tengo el colon tan irritado que me creo lo que me dice mi Rita Levi-Montalcini. Esta tarde voy a poner a prueba el sistema de salud, a ver qué pasa.

Hoy los casos confirmados son de 2.950 en España, 22.328 en Europa y 124.519 en el mundo. En Madrid parece que estamos confinados, pero no es cierto: por mi WhatsApp me sigue entrando de todo. Me pica la cabeza, no sé si ya lo he comentado por aquí.

4. El virus sigue y Wallapop también

 

Y vosotras, ¿cuántos mamá a la hora aguantáis? ¿Y vosotros? Yo, cada día menos. Voy perdiendo energía, como un coche viejo. Los tres primeros días de confinamiento han sido muy poco productivos, plagados de distracciones, tanto para mi trabajo como para las Matemáticas de Eleonor, que siguen estancadas en los mismos polígonos que antes de ayer. Afortunadamente, llega el fin de semana y no cambiará el escenario, pero podremos entregarnos al ocio sin remordimientos.

Ayer lo dejamos en que tenía que ir al médico. Alguien me había dicho que estaban llamando de los centros de salud para cancelar las citas, así que pasé la tarde nerviosa, ensayando en mi cabeza cómo explicar a la persona que me llamara que necesitaba ver a mi médico sí o sí. No me llamó nadie. Llegué al centro de salud y, por un momento, me asusté al ver la chapa bajada. Al acercarme, me di cuenta de que habían cerrado las puertas de doble hoja que se empujan con las manos, para habilitar como única salida y entrada las automáticas. Se abrieron a mi paso, y antes de llegar a la zona de consultas me detuvo un simpático auxiliar protegido con mascarilla y guantes. Destaco que era simpático porque mi centro de salud es conocido por el carácter agrio de sus auxiliares, lo que me hizo pensar que lo acababan de contratar o de traer de otro lado. Le habían puesto un despachito en el pasillo y detenía a todo el que pasaba por allí. Me preguntó mi nombre y el de mi doctor y comprobó que aparecía en la lista. Pensé, fugazmente, en una discoteca en la que en una ocasión no me dejaron entrar. Tachó mi nombre con un marcador y me preguntó qué me pasaba. Como lo tenía ensayado, le solté del tirón lo del colon irritable, lo del abdomen, lo del costado y lo de otras cosas que no comentaré aquí por ahorraros la molestia. «Vale, vale, ¿pero tose o tiene fiebre?», me interrumpió. «¡No, no!». «Pues p’adentro», me dice.

Otra cosa que nunca había visto allí era tan poca gente. Tan tan poca gente. Tampoco lo había visto tan limpio, con tan buen olor, tan brillante y fresco. Es extraña esta imagen del colapso del sistema sanitario, que está sucediendo en las UCI pero que no ves en un centro de salud porque se trata de eso: de mover los recursos a donde se necesitan y de aislar para evitar contagios. Esperé de pie, agarrándome un costado, a que mi médico abriera la puerta de su consulta. Cuando lo hizo, me disculpé con un «de verdad que he hecho todo lo posible por no venir», antes incluso de decir «hola, buenas tardes». Me miró con ojos serios. Tenía mala cara, se le veía cansado, ojeroso y algo despeinado. Me conoce bien; lleva tiempo capeando (muy eficazmente) mis siete males. «Es que no hay que venir, Elena, o lo menos posible, tal y como estamos», me regaña. Me disculpo otra vez, le cuento todo lo que me pasa, me pide que me tienda en la camilla y, mientras se me arruga la cara cuando me presiona el abdomen, me suelta: «¡Si es que habría que haber venido antes!». Me disculpo de nuevo.

Antes de irme, como siempre, me desea que me mejore. Este es el momento en el que habitualmente me da la mano para despedirse. Esta vez no. A mi vez, le deseo ánimos. «Pues sí, porque esto va a ir a peor, estamos muy mal», me contesta. Nunca le he visto tan taciturno ni tan preocupado. Por un lado, salgo de allí más tranquila, con mi receta en el bolso. Por otro, siento un temblor, un pinchazo extraño, y esta vez no son mis tripas.

Chapan los cines, los bares, los museos y los colegios, pero hay algo que no cierra: Wallapop. ¿Ha pensado en ello el Gobierno? Me parece que no. Hoy he bajado a la esquina tres minutos a vender un par de figuritas de Star Wars (sé que está mal, pero necesitamos el dinero). El wallapopero anuncia que llegará con mascarilla. La verdad es que es raro el proceso de inserción de la mascarilla en nuestras relaciones sociales. Aún es necesario advertirlo, explicarlo, casi pedir disculpas por adelantado. Me pregunto si debería ponerme una de las mías, pero al final no lo hago. Le espero en la esquina de mi casa, y cuando llega se detiene a más de un metro de mí. Nos sonreímos (o al menos yo; a él no le veo la boca, pero me parece que también). Le doy las figuritas extendiendo la mano sin moverme. Él hace lo mismo con el billete. Nos despedimos, un poco azorados, es evidente, con una inclinación de cabeza y tronco que recuerda a un torpe saludo oriental. Subo a casa, me quito los zapatos, me lavo bien las manos.

A todo esto, he dejado sola a Eleonor en casa cinco minutos. Cuando regreso, está mirando por la ventana. «¿Qué haces?», le pregunto. «Mirando la obra». Mi hija de ocho años se ha convertido en una jubilada en cuestión de horas. Le pido que me haga un hueco y juntas contemplamos los apasionantes trabajos de retirada de un contenedor de escombros. Toneladas de ladrillo y cemento de los tabiques rotos en la obra del hospital privado que tenemos enfrente. El mismo hospital en el que una vez dijo el rey: «Lo siento mucho, no volverá a ocurrir».

De repente, me doy cuenta: «¡Eleonor, otra vez te has vuelto a distraer!». «¡Tú también!», me contesta, con razón. Y, claro, no puedo reprimirlo: «Lo siento mucho —le digo—, no volverá a ocurrir».

5. Bailes palaciegos en el supermercado

 

«¿Hace cuánto tiempo que no sales de casa?», me pregunta Alberto, mientras bajamos las escaleras hacia el mundo exterior. Sin contar el encuentro con el wallapopero y la rápida visita al centro de salud, cuatro días. «¡Qué emoción!», le digo. Salimos con el carro y las bolsas para hacer una incursión en el supermercado y en la farmacia. Somos como Rick Grimes y Glenn Rhee dejando el campamento para buscar víveres en el pueblo más cercano. Al pisar la calle comprobamos que no hay personas a un lado ni a otro, tampoco zombis. Nos miramos en silencio y asentimos, con nuestras armas en alto: podemos proceder.

Camino de la farmacia, el sol nos acaricia con fuerza, el cielo está terriblemente azul y el tráfico es tan leve que me recuerda los maravillosos agostos madrileños, en los que siempre pensamos: «¡Ojalá fuera así todo el año!». Pues aquí lo tenéis: agosto en marzo. Coronavirus, gracias. Está todo tan tranquilo que no puedo evitar pensar en todas esas amenazas invisibles: la radiación, la contaminación, el polen, el capitalismo salvaje. Por un segundo me monto una película en la que nos lo estamos inventando todo, pero al llegar a la farmacia sí que hay algo muy raro.

«Ojito con el pomo de la puerta», le digo a Alberto, innecesariamente porque le han puesto un tope para que se quede siempre abierta. Pegado al cristal, un cartel advierte de que solo se puede entrar de dos en dos. Metemos la cabeza para echar un vistazo y, como no hay nadie, entramos. Pero tampoco podemos adentrarnos mucho. Los farmacéuticos han levantado una barricada de un metro de alto entre ellos y nosotros con todos los displays publicitarios que han podido encontrar. «¡Bonita exposición de carteles nos habéis puesto aquí!», les dice Alberto, un poco a voz en grito por si no nos oímos bien. El farmacéutico se ríe y contesta: «No sabemos ni lo que ponen, pero oye». «Pero oye» quiere decir que cumplen bien su función, que está claro que esa es su línea de defensa, su línea roja. Mientras Alberto pide sus pastillas, miro los carteles, o más bien los carteles me miran a mí, pues son siete u ocho caras más grandes del tamaño real que sonríen ampliamente porque se les revierte la alopecia, no se les despega la dentadura postiza y la piel se les va a poner suavecita.

Misión cumplida, vamos a por la batalla final: el supermercado. Estamos mentalizados para hacer cola un buen rato, pero al final no hay que esperar mucho. Lo que sí es extraño es el curioso baile palaciego que nos traemos con los otros clientes al cruzarnos por los pasillos. Mantener siempre un metro de seguridad me hace dar pasos adelante, atrás, a derecha, a izquierda, un poco sin ton ni son, según viene la cosa. A veces, la otra persona y yo lo hacemos a la vez y se crea un abismo enorme, que rápidamente es ocupado por alguien que empuja un carrito, así que otra vez otro paso a un costado, y así, sin quererlo, me voy alejando de los yogures, a los que me está costando llegar en línea recta.

Esta vez conseguimos pan de molde sin dificultad. El problema ahora era la carne (yo soy vegetariana, pero mi familia guarda una distancia de seguridad conmigo en ese aspecto). Las estanterías estaban vacías y apenas quedaban algunas bandejas con opciones exóticas. Como una de esas cosas raras que la gente no se lleva es la hamburguesa vegana, me fui de allí contenta. Por otro lado, me alegré de tener suficiente papel higiénico en casa. De alguna manera, me daba vergüenza comprarlo hoy, después de los mil memes que hemos recibido y compartido a lo largo de estos días.

Al volver a casa, comunico en mis grupos de WhatsApp la experiencia. Estos días, los chats son nuestros bares, más que nunca. En mi grupo de amigas Aquí Esperando (abierto un día que tardaban), la tranquilidad de mi barrio contrasta con la de Lavapiés, donde la policía ha mandado a una amiga a casa cuando esta pretendía ir a hacer la compra al supermercado. En mi grupo familiar se está siguiendo con atención la trayectoria de un vuelo Lima-Madrid que mi hermano ha podido coger de regreso a casa, tras un viaje absurdo en el que no le dejaron entrar a una fábrica a hacer su trabajo y le mandaron de vuelta a España, con el cierre de las comunicaciones aéreas entre Perú y España a punto de dejarle tirado al otro lado del océano. Mi grupo de amigas denominado Acción Mojitos (no hace falta dar más explicaciones de por qué se creó) se ha convertido en una especie de Consejería de Sanidad. Se preguntan cosas tipo «¿creéis que se puede hacer esto o lo otro?». Una de nuestras amigas está encerrada en casa, con su marido y sus dos hijas, con una cuarentena de verdad, debido a un positivo en su equipo de trabajo. No puede ni bajar al súper. Quizás es ella la que nos ha hecho tomarnos más en serio algunas cosas. El marido de otra amiga ha pensado irse de escalada este fin de semana. Mientras miro el móvil tengo la radio puesta y justo se está hablando de que el parking de La Pedriza, en la sierra de Guadarrama, está hoy hasta los topes y el director técnico de un hospital está echando pestes de la gente que precisamente ahora se le ocurre hacer alpinismo y exponerse a un esguince. Después de escuchar estas noticias, parece que el escalador ha desistido. Otras dos componentes de este grupo nos traen noticias frescas del mundo adolescente: las medidas de seguridad no son de aplicación a los más jóvenes y el virus no les afecta, parece ser. Es una evidencia científica; si no, no se explica por qué el bar del pueblo de la sierra madrileña, a cuya plaza da la ventana de su habitación, estuvo hasta las tantas llena de locos menores de veinte años. Les debe ir mal el WhatsApp.

Lo que no me para de llegar, por esa vía, son chistes sobre madrileños que, en algunos casos, exacerban cierta tirria vestida de humor. Me reí mucho con el primer tuit que decía que se habían avistado hordas de madrileños disimulando sus ejque y sus laísmos al desembarcar en su segunda residencia en la playa. Ese fue el primero, después vinieron muchos más. Entonces, Alberto me advirtió de que, en sus propios grupos, está notando que hay una corriente haciéndose fuerte de cierto… odio quizá es exagerado…, pero sí aprovechamiento de la situación para tirar contra los madrileños. «Es injusto, Madrid es una ciudad acogedora y solidaria como hemos demostrado en muchas ocasiones», me dice Alberto mientras limpiamos y acomodamos la compra en la cocina, en un arranque de madrileñismo y amor por la humanidad inédito en él. «Igual nos lo merecemos —le contesto— por tantos años de comentarios, también injustos, sobre los catalanes…, o quizá es algo del carácter español, que disfruta metiéndose con el vecino». Yo que sé. Abro otra vez WhatsApp mientras digo esas últimas palabras, para ver por dónde va el vuelo de mi hermano, que está siendo muy comentado en mi grupo de primos gallegos. No hay novedades, pero sí un meme con una foto de zombis («madrileños llegando a Galicia») encima de una de Rick, Glenn y los demás protagonistas de Walking Dead (los «gallegos»).

Hoy los casos confirmados son de 5.753 en España, 35.851 en Europa y 142.320 en el mundo, pero como los casos débiles no se contabilizan, ya todos sospechamos que son muchos más.

6. Necesitamos al Ejército para que nos organice los deberes

 

En aquella inconsciencia de los primeros días hubo un momento en el que pensamos: «Esto nos va a venir fenomenal para volver al gimnasio». Hacía un par de semanas que no nos veían el pelo por allí. Eso sí, nos dijimos: «Con precauciones; de sauna, nada». Tuvimos un momento de duda: «¿Seguro que sauna no? Si nunca hay nadie». «Por si las moscas», nos respondimos en voz baja. Al rato, añadimos: «¿Y las clases de pilates?». «Hombre, las clases…». Después de pensarlo unas horas, convinimos en que quizá el aula de las clases colectivas era demasiado pequeña y en ella se sudaba mucho. Quedaban, pues, medio descartadas, pero no del todo. «¿Bicicleta sí que sí, verdad?». «¡Claro! Las bicis sí… Bueno, igual intentando no tocarlas mucho».

Sí, así éramos en aquellos tiempos en los que nos cuesta hoy reconocernos, y no han pasado ni seis días. De tanto imaginar los gimnasios como no lugares ballardianos, nos hemos acabado creyendo que son lugares de excepción, donde el tiempo ha quedado detenido en una realidad musculosa alternativa. El viernes 13 por la mañana el gimnasio se ponía en contacto con nosotros: «Debido a la situación de Madrid», había decidido reducir el horario y suspender las clases. El caso es que, entre la pereza y la precaución, no habíamos llegado a ir. No fue hasta bien entrada la tarde de ese mismo día que recibimos un nuevo comunicado hablando de «la situación» y avisando de que se veían «obligados» a cerrar las instalaciones. En su universo de brillantes teles de plasma sin sonido, reguetón a volumen de discoteca y elípticas a pleno rendimiento, la situación esa que no se atreven a nombrar es inconcebible.

Que sepáis que vamos a engordar. Esto es así (y no hablo solo de nosotros, vosotros también). Tampoco estoy diciendo que hubiéramos ido mucho al gimnasio sin «esta situación», pero, en fin, supongo que dentro de unos días acabaremos sacando las esterillas de yoga de debajo de la cama y haciendo caso de alguno de los mil vídeos e imágenes que nos envían para mantenerse en forma durante el confinamiento. Como nosotros, habréis recibido muchísimas sugerencias sobre qué hacer para no aburrirse estos días. Una cosa os digo: ojalá tuviera tiempo para aburrirme. El trabajo, los deberes, la limpieza de la casa, la comida, los grupos de WhatsApp… Estoy agotada. Para colmo, Alberto se ha suscrito a una plataforma digital que antes no teníamos… Vamos a explotar.

En sustitución de la clase de abdominales y caderas, el domingo me marqué una limpieza de baño, nivel dios, con tanto amoniaco que aún me raspa la garganta. Suelo y descansillo fueron desinfectados con lejía. Pomos, manillas y pestillos, con alcohol. No hay virus que exterminar en esta casa, sino que hacía tiempo que no se limpiaba. Al venir de la calle, le pido a Alberto que por favor se quite los zapatos antes de entrar al salón. Me dice que los zapatos no transmiten el virus. Le miro con cara de «si sabré yo, con todo lo que he leído estos días». Ni quince segundos después, oímos en el telediario: «No es necesario desinfectar la suela de los zapatos». Alberto me mira. No doy mi brazo a torcer: no es por el virus, es por lo limpio que me ha quedado todo.

El otro tema de agobio en estos últimos días es la cantidad de deberes que están poniendo a los niños. Realmente, el mismo tema del que nos quejamos todo el año. Pero, ahora, en teledeberes. He pasado veinte minutos para encontrar dónde tenía que introducir unos códigos para bajar unos libros digitales, para encontrar unos ejercicios, para localizar unas canciones. Mientras estábamos en ello, se ha colado en el salón una portentosa voz varonil amplificada por megáfonos: «Permanezcan en sus casas». Hemos corrido hacia las ventanas y nos hemos sumado a las decenas de cabecitas tímidas que se veían asomar a lo largo de la calle. Estaba pasando un vehículo verde militar (a medio camino entre un coche SUV de estos exagerados que se ven por la Castellana y un minitanque de combate). Esta ha sido la primera vez que me he estremecido con verdadero mal rollo desde que comenzó la crisis. Los albañiles de la obra de enfrente se han quedado observando con descaro, alguno ha sacado el móvil. Las cabezas nos hemos girado para mirarnos entre nosotras, para constatar que era real. Era superreal.

Vuelvo al WhatsApp. En el grupo Acción Mojitos se habla de los deberes y de la tanqueta. «Acaba de pasar un vehículo del Ejército por mi calle con la megafonía a tope —dice Rosa— y he creído entender que decían “bienvenidos al estado de alarma nacional”». «Han pasado por nuestra calle —le contesta María—, pero no se les entendía nada, tienen que mejorar esos megáfonos». «Yo voy a bajar a la calle por si me encuentro un militar de esos, a ver si quiere subir a mi casa a organizar los deberes», dice Pepa. «Me los imagino en plan: “Agradecidas y emocionadas, bienvenidos al estado de alarma nacional”», añade María, colocando al final el emoticono de la bailaora. Y de los ejercicios de Matemáticas, qué. «De las Matemáticas, pues hemos pasado por el ladito como si tuvieran coronavirus», contesta Rosa.

Dos y cincuenta y seis minutos de la tarde, titular en mi WhatsApp: «Ayuso ha caído». La empresa en la que trabaja mi informante celebró una reunión, no hace mucho, a la que asistió la presidenta de la Comunidad de Madrid. De los que estuvieron allí, ya han dado positivo unos cuantos. «Si mueren todos los que estuvieron allí, sabemos que ella será la paciente cero». Aquí se nota que muchos hemos leído a Max Brooks y estamos puestos en lenguaje técnico apocalíptico. La verdad es que hoy todo es bastante extremo. En el pueblo soriano en el que vive mi padrino ha caído una nevada como la que no ha visto en todo el invierno. La Guardia Civil recorre la carretera y le pide a la gente que no salga a la calle. ¡Pero si hace un frío del carajo y el pueblo tiene veinte habitantes! En Madrid ha llovido, ha salido el sol, ha pasado la tanqueta, ha granizado, ha salido el sol, ha pasado el camión de la basura del amarillo, ha llovido, nuestro amigo Xavi Quero ha retransmitido por Instagram una sesión de dj desde su casa en Barcelona a la hora de la siesta, hemos merendado (dos veces) y ha salido el sol.

Hoy los casos confirmados son de 9.191 en España, 51.777 en Europa y 153.648 en el mundo. El concierto de The Sisters of Mercy en Madrid, que sé que os tiene preocupados, finalmente se celebrará en septiembre. Espero no perder las entradas hasta que llegue ese día. Me cuesta pensar cómo será la vida cuando todo esto haya pasado.

7. «¡Viva el coronavirus!»

 

Hoy me he pintado los labios, ha sido emocionante. «¿Adónde vas?», me pregunta Eleonor. «¿Yo? A ningún lado», le contesto, encogiéndome de hombros. Habrá pensado que su madre está loca por pintarse los labios para no salir de casa o que está más loca aún por salir a la calle a saltarse el toque de queda. Mientras me mira silenciosa en el reflejo del espejo del baño, y yo decido añadirle a mi cara macilenta un toque de colorete, noto que su cabecita está valorando una opción o la otra. Sin añadir nada más, sale de allí para dirigirse a su habitación. Cinco minutos después, vuelve. Se ha puesto uno de sus mejores vestidos, una fina chaqueta granate y las medias de nylon con dibujos de Totoro sin estrenar que le había regalado su padre. Apunto estoy de regañarla un poco, vaticinando una más que probable carrera en las medias nuevas, pero decido contenerme y, en lugar de eso, por primera vez en muchos días, abro el cajón de los peines y le digo: «Quizá hoy sí es el día para cepillarte el pelo».

Paso la mañana dedicándole ratos al trabajo y ratos al seguimiento de sus deberes, como los días anteriores. En una peripecia circense, que a ella le encanta, hacemos las dos cosas a la vez. Como la pantalla del ordenador es grande, puedo ponerle los ejercicios que le han mandado en un tercio y, en los otros dos, un PDF que necesito ver y un documento en el que tengo que escribir. Ponemos dos sillas juntitas en la mesa del estudio y, al final, acabo dedicándole más tiempo a la reproduction of the plants que a lo mío. Yo ya sabía que esto iba a ser así, pero hoy no tengo fuerzas para decirle que no a casi nada. Atención, que aquí llega la narración del momento más edulcorado de este diario. «¡Viva el coronavirus!», grita, de golpe, mi hija. «¿¡Pero qué dices, niña!?», le contesto. El ratón se me cae al suelo del susto. «Viva el coronavirus, porque así puedo pasar un montón de rato con mi mami. No quiero que la cuarentena se acabe jamás, jamás, jamás». Os lo advertí.

A las dos de la tarde le digo que ya es suficiente, que la diferencia entre tree, bush y grass ha quedado clara, y que será mejor levantarse para hacer la comida. Me refería a mí, que en realidad buscaba un poco de aislamiento en la cocina ante este intenso ataque de mamitis, pero ella lo ha tomado como una invitación. El pescado que saqué esta mañana del congelador estaba listo y podía proceder a enharinarlo. Eleonor me manifiesta su intención de ayudar habiendo metido, con la rapidez del erizo Sonic, las manos de lleno en el plato del polvo blanco, dejando caer a plomo el lomo de merluza empapado en huevo, provocando en consecuencia un pequeño hongo nuclear cuya onda se expande por su fina chaqueta granate.

Argh. Pero dije que hoy no me enfadaría.

Le pongo un delantal y le digo: «Enharinar, ¿a que no conoces ese verbo?». Extraescolar de vocabulario. Mientras pelamos patatas, la radio, como siempre en mi cocina, cuenta cosas. En esta ocasión hay una noticia de última hora: Sanidad respalda el plan de la Comunidad de Madrid para que las familias beneficiarias con becas comedor puedan recibir los menús para los niños en los Telepizza y los Rodilla. Eleonor sube la antena. Se ha dado cuenta de que es un tema que le interesa. No está muy conforme con las comidas que estoy cocinando. Me acordé de que, cuando me pidió «la comida de las cenas», en referencia al sándwich mixto, tortilla francesa o pizza casera, yo le contesté: «En qué cabeza cabe eso». La locutora dijo que el Gobierno de Madrid había aclarado que a los niños y niñas de comedor becado no se les daría solo pizza, sino también wraps, hamburguesas, ensaladas y croquetas. Eleonor realiza su baile de alegría por la cocina, celebrando algún tipo de victoria moral. «¿Ves?, ¿ves? —me dice—, ¡yo también quiero eso!».

Por la tarde, Eleonor juega a Minecraft en la Play y yo puedo concentrarme en el trabajo. Me quedo un rato mirando en la pantalla la casa que se ha construido, que es enorme, y no puedo evitar pensar que estaríamos superbién ahí pasando la cuarentena, con nuestras ovejas y nuestros conejos. Miro el amanecer brillante y azul en el videojuego, las colinas de pasto infinitas y un lago que se abre a lo lejos.

—Eleonor —le digo—, ¿juegas a Minecraft para hacerte a la idea de que en realidad estás al aire libre y que no estamos metidas en casa por el confinamiento?

Me mira perpleja, como cuando me descubrió maquillándome por la mañana. Pero esta vez se ríe antes de contestarme.

—Claro que no, juego porque me gusta.

Maldición, yo esperaba una respuesta que pudiera contar aquí y que quedara así como muy intensa. Quizás nota mi decepción y añade:

—Lo que sí hago es jugar a Los Sims para ver a gente y hablar con ellos imaginándome que son personas de verdad.

Eso sí da miedo y no los monstruos que le atacan en Minecraft.

Nuestro contacto más directo con la humanidad sucede a las ocho de la tarde, cuando salimos a aplaudir al balcón y nos encontramos con voces, gritos y palmadas de nuestras vecinas y vecinos. Hemos llegado a sacar también sartenes y bengalas, para hacernos notar a los que están más lejos. He visto unas manos que asomaban entre unas rejas. He oído vuvuzelas o bocinas de gas. Me han llegado aplausos que se arrancan con ritmo cuando otros más cansados se apagan. He visto a una mujer paseando un perro y alzando las manos, sonriendo con la boca muy abierta, repentinamente muy feliz.

No solo estoy deseando que sean las ocho, sino que, además, hoy me toca bajar la basura y estoy por pintarme otra vez los labios.

Hoy hay 11.178 casos confirmados en España, 58.425 en Europa y 173.344 en el mundo. Nos hemos armado de gel hidroalcohólico y paciencia.

8. Se fastidió el plan de la azotea

 

Después de escuchar las empáticas declaraciones institucionales del presidente Sánchez, me he dado cuenta de que he fracasado como presidenta de mi comunidad de vecinos. Me temo que les he abandonado en estos duros momentos. Tomando nota de su tono firme pero esperanzador, propositivo pero agradecido, emocionado pero contenido, he decidido hacer una declaración institucional y pincharla en el tablero del portal.

Me enfrenté al folio en blanco con la misma inquietud con que lo hago en este diario: ¿qué debería decirles que sirva para algo? Alberto me ayudó en eso. Me dijo que sería bueno que nos ofreciéramos a hacer recados a los que no se atrevieran a bajar a la calle. Me he dado cuenta de que en eso llevamos una semana de retraso con otras comunidades, y que, de haber alguien en esa situación, se estaría comiendo las cortinas desde hace días. Pero no estaba de más. Junto al piso y letra de mi casa, dejé un espacio en blanco para que otros vecinos solidarios apuntaran los suyos. «Por otro lado, quizá sería bueno saber —dije con tacto y educación— si hubiera algún positivo en la finca, para redoblar la limpieza y desinfección de las zonas comunes».

Dudé si firmar el escrito con un «¡unidas podemos!», pero temí que fuera interpretado de manera partidista, y a fin de cuentas yo estaba ahí por turno y no por designación popular. Finalmente, me decidí por un escueto «¡mucho ánimo!», muy lejos de las grandes consignas épicas con las que riega el presidente sus últimos discursos. Cuando bajé a tirar la basura, dicté mi bando publicándolo en el tablón con una chincheta verde. Un rato después, Alberto me preguntó: «Pero una cosa, ¿queda alguien en el edificio?». La verdad es que hemos tenido muchos abandonos desde que empezó el confinamiento. Bastantes vecinos se han esfumado o permanecen muy silenciosos, arrinconados y quietos. De todas formas, he cumplido con mi deber y puntualmente seguiré informando a mi comunidad (me lean o no) de las novedades en materia de infraestructuras, sanidad y cuidados que nos atañen.

He escuchado en la radio que el presidente de una comunidad de vecinos ha tenido que bajar él mismo al jardín privado común para poner una cinta roja y evitar que fuera utilizado para hacer ejercicio físico y tomar el fresco. Ha amenazado con denunciar a sus propios vecinos a la policía si les vuelve a ver utilizando el patio. No sé si se le ha subido el cargo a la cabeza, pero, por si acaso, tomo nota. Mi amiga Pepa, del chat Acción Mojitos, me manda un vídeo en el que sus hijas pegan unos brincos en la azotea de su edificio. ¡Buenísima idea! Mañana subo a mi azotea yo también. Mientras busco la noticia del colérico presidente de la comunidad en la prensa digital, me encuentro con un artículo que dice: «Ni patios, ni azoteas, ni los columpios de la urbanización: la policía multará a los vecinos que salgan a las zonas comunes». Lo mismo mañana busco una cinta roja que diga «no pasar» y la pego en la puerta de la azotea para prevenirme a mí misma de salir por ahí.

La verdad es que hay una curva de contagios y una curva de humor ante el coronavirus que no van parejas. Ya se lo leí a Mauro Entrialgo en un hilo de Twitter hace unos días. Hablaba del termómetro social del humor y decía: «En el momento en que nos empiece a parecer mal hacer chistes sobre el coronavirus es que estaremos percibiendo de verdad esta amenaza como algo real que nos afecta. Todavía no es el caso». Actualizó el hilo cinco días después para decir que ya empezaba a ser el caso. Seis días después, a día de hoy, el meme no para pero ha aflojado, y es posible que nos riamos mucho más amargamente hoy que ayer. Hay situaciones ante las que no cabe broma. Por ejemplo, llegan a mi grupo de chat familiar las condiciones, de primera mano, en el Centro de Calificación Postal de Correos en el Aeropuerto de Barajas: está trabajando la plantilla de carteros al completo, sin protección (ni mascarillas, ni guantes, ni gel hidroalcohólico) ni medidas de seguridad en los vestuarios. Por eso, cuando a mi hija Eleonor se le ha gastado esta mañana el boli azul de tinta borrable, y después de explicarle que la papelería no es un comercio de primera necesidad (ella piensa lo contrario), me ha pedido que se lo compremos en Amazon, y yo le he dicho que no iba a poder ser.

No hay ningún chiste que compense esa situación laboral: solo la adopción urgente de medidas de seguridad, que llegan tarde. Hoy no me he pintado los labios ni he salido a la calle. Lo que sí he hecho, por la tarde, es bajar a mirar el cartel que colgué anoche en el portal y he descubierto que un par de pisos más se han ofrecido a los recados. Además, alguien había escrito a mano, bajo mi despedida, un «gracias». Esta noche tengo dos citas en el balcón: la de las ocho para seguir aplaudiendo a quien lo merece, en este caso a los carteros y carteras, en especial los del Barajas, que cada día mueven y clasifican paquetes en primera línea de guerra (espero que no de bolis azules de tinta borrable), y la de las nueve, con las cacerolas afinadas, durante el discurso de Felipe VI.

Hoy los casos confirmados son de 13.716 en España, 74.399 en Europa y 188.976 en el mundo. El día en el que se decidan a hacer las pruebas a los casos leves, como recomienda la OMS, nos vamos a reír.

9. Esta noche vemos Pandemic

 

Una amiga me ha dejado una clave de Netflix y casi nos da algo al abrirlo por primera vez y ver que el contenido más popular en la plataforma es una docuserie titulada Pandemic. «¡Cómo es la gente!», ha gritado entre risas mi hija de ocho años, «¡para qué quieren ver en Netflix lo que tienen en la calle!». «Ya, ya, cómo es la gente», le he contestado, mientras la risa se evaporaba y yo aprovechaba la distracción para añadirlo a favoritos y desear que esta noche no se acueste muy tarde, a ver si me la pongo.

Eleonor está muy contenta con Netflix y ha empezado a ver con su padre un anime de voleibol. Yo he visto dos capítulos de El vecino y da gracias, porque la verdad es que me sigue sin sobrar el tiempo: necesito traducir veinte páginas diarias de un libro y siempre intento terminar antes de los aplausos, pero no siempre lo consigo. Veo a mi hija navegar alegremente por los menús de series y películas y yo la miro de lejos, como una diabética que apoya la frente en el cristal de una pastelería. Los aplausos de las ocho en el balcón siguen siendo emocionantes, no me canso. La vida empieza a organizarse alrededor de ellos: el baño, antes; la cena, después. Ayer salimos dos veces, puesto que participamos también en la cacerolada contra el rey durante su discurso televisado a las nueve de la noche. Y luego un poco más, porque nuestras vecinas del bloque de al lado nos hicieron cantar a todos el Cumpleaños feliz a su amiga Sandra, que estaba sola en casa.

Lo mejor de este jueves (octavo día de confinamiento) ha sido que ha salido el sol y hemos recuperado el balcón. Eleonor se ha instalado en él para hacer los deberes, vestida con su capa de Harry Potter y, junto al estuche, la varita de Ginny, por si tiene que lanzar algún hechizo a algún paseante sin compra ni perro que justifique su presencia en la calle. Lo más reseñable que ha ocurrido ha sido que se le ha caído el lápiz a la calle. Lloró porque quería bajar a por él. Le dije que bajar a por un lápiz caído no era causa de primera necesidad, mientras tuviera otros. Y que si se encontraba con un policía, ¿qué le diría? (me paro un momento y me parece delirante que esté teniendo esta conversación). Una hora después, regresó del supermercado el vecino del primero y nos habló desde abajo. «¡Se os ha caído un lápiz!». «Pues sí», le asentimos desde el balcón. «Os lo dejo en la escalera». Al final son otros vecinos los que nos acaban haciendo recados a nosotros. Y esa ha sido nuestra gran aventura del día.

Por la tarde, Eleonor ha recordado que, si estuviera yendo al cole, le tocaba música. Nos acordamos del vídeo de flauta que pusieron en el blog de clase la semana pasada y se lo puso, para practicar un rato después. Los que tenéis hijos e hijas en Primaria, los que los tenéis por vecinos o los que sencillamente habéis tenido infancia, recordaréis que siempre hay un niño, a la hora de la siesta, tocando estridentemente la flauta dulce. La de hoy era mi hija. Dad gracias que no lo ha hecho en el balcón, como una versión low cost de ese saxofonista sevillano que ha salido en todos los telediarios. Ahí ya no nos íbamos a querer tanto.

Hablando de risas, tengo tres cosas que decir. La primera es que he escuchado a cuatro personas riendo en la calle y he salido alarmada a mirar por la ventana. La segunda es que ayer me reí tanto que me dio un ataque de flato en el costado intentando contenerme. Eché un último vistazo a Twitter antes de dormir, ya metida en la cama, y acabé enredada durante una hora en el hilo de Stéphane M. Grueso, conocido en la red como Fanetin, que recoge muchísimos memes relacionados con la COVID-19. Verlos todos juntos es explosivo. Y la tercera, es que hoy estoy de mejor humor que ayer, será por las dos anteriores.

La situación actual: 17.147 casos confirmados en España, 89.696 en Europa y 207.868 en el mundo. Ya nos están advirtiendo de que nos preparemos psicológicamente para el salto que va a dar el número de casos en España cuando contabilicen los débiles. Creo que dará igual, los datos se vuelven irrelevantes cuando nos llegan las historias: la enfermera vasca del Osakidetza que ha fallecido, las treinta personas sin hogar deambulando por culpa del descontrol, el explosivo foco de contagio en la residencia Monte Hermoso, el vídeo grabado desde la unidad de diálisis del hospital de Xàtiva pidiendo a la gente que se cuide y que se queda en casa, los trabajadores de los call centers en sus pequeños cubículos contagiándose los unos a los otros, sanitarios de Talavera vestidos con bolsas de basura, y así miles más.

10. La teniente Ripley no tendría miedo

 

Para saber cuándo fue el último (y único) día que había salido de casa durante el estado de alarma, he tenido que buscarlo en las páginas de este diario. Cuando quise contarle al charcutero que llevaba no sé cuántos días sin salir, me di cuenta de que era literal: no sabía cuántos eran. En el confinamiento, todos los días parecen iguales.

Probé un número al azar: «Siete u ocho», dije. Y qué va, estaba exagerando. Eran seis, ahora que los cuento. Como Alberto sale todos los días para ir a trabajar, es él el que hace una parada rápida en el supermercado cuando lo necesitamos. Pero en su día de libranza, dije que yo me encargaría. «Es bueno que salgas, así ves por ti misma cómo están las cosas», me dijo Alberto, aunque en esas palabras yo creí escuchar un «a ver si cuentas en tu diario algo que hayas visto por ti misma en lugar de rajar de lo que te cuentan tus amigas por los chats». Alberto me había mandado una imagen con los protocolos de salida y entrada de casa, que me estudié el día antes de acometer mi misión. Cosas importantes que dice el protocolo en cuestión de vestuario: chaqueta de manga larga (ok), no llevar aretes ni pulseras (sería raro en mí) ni anillos (vale) y recogerse el pelo (en el dibujo sale una señora con moño, así que yo hago lo mismo). Luego está el asunto de la mascarilla. No dejo de recibir informaciones contradictorias. Seguimos teniendo seis mascarillas quirúrgicas en casa, pero ya me han dicho en varias ocasiones que no evitan el contagio. El protocolo añade también llevar «paños desechables para cubrir los dedos al tocar superficies». Me cuesta hacerme a la idea de qué es exactamente un «paño desechable»…, quizá podría haber llevado un paquete de pañuelos de papel…, pero me olvidé. Lo ideal habría sido tener guantes, pero no es el caso. Ahora que los guantes están agotados en las farmacias, cuánto he lamentado no tener una caja. Lo que me lleva a pensar en las toneladas de residuos que debe estar generando esta crisis.

Cuando estoy preparada, con el moño y la chaqueta de manga larga, me doy cuenta de que me da miedo salir. De que no quiero hacerlo.

Cojo la bolsa, respiro profundamente, me pinto los labios (¿no lo pone en el protocolo?) y salgo a la calle, sin mascarilla. Lo más impresionante es el silencio. La ausencia. Como si algo estuviera equivocado. Son las dos de la tarde. Me cruzo únicamente con dos personas en el trayecto al supermercado. Nos guardamos tres, cuatro metros de seguridad. Son las primeras personas diferentes que veo en días y las miro con torpeza, con un amago de sonrisa, esperando que me la devuelvan, o que saluden como se saludan los desconocidos en los pueblos. No lo hacen, no lo hacemos, y eso también se siente raro.

El súper está vacío, pero los pasillos están llenos de cajas que entorpecen el paso. Cuatro metros más allá encuentro al frutero, reponiendo. Me alegro mucho de verlo. Le pregunto qué tal están por allí y me dice: «Ya ves, ¡muy atareados!». Me río. Él no lo hace. «Pensé que era una broma», le digo. «No, no, estamos muy liaos». «Pero si está esto vacío», le insisto, a ver si de verdad sí que estamos bromeando. «Eso es ahora. Porque vienen todos por la mañana, apelotonaos, y luego nos pasamos la tarde reponiendo, que se queda esto vacío». Me indica que a partir del día siguiente adelantarán dos horas el cierre y que otros comercios también lo están haciendo. Me cuenta, también, que por la tarde viene la gente que no se cuida, que estornudan al aire, que no guardan las distancias, que cogen una cerveza y se van. Intento salvar la brecha rara que hemos creado (una distancia excesiva en la que no se mantienen más que las conversaciones que se quieren atajar) mirándole a los ojos con atención, como si eso la recortara. Al hacerlo, me doy cuenta de que tiene mala cara: tiene ojeras y se le ve cansado; más que antes, quiero decir.

Recorro el estrecho pasillo e intento no tocar nada, únicamente lo que voy a coger. No curioseo los valores nutricionales de posibles alternativas, no rebusco para encontrar la fecha de caducidad más lejana, no coloco un paquete de pan de molde que parece fuera de sitio. Me doy cuenta, también, de que intento respirar sin hinchar los pulmones, lo cual es una ridiculez, como si inspirar poco me hiciera más inmune. Imagino que mis manos están cubiertas de pintura para evitar tocarme la cara o los ojos. Meto los productos directamente en mi propia bolsa. Me acerco a la charcutería: le pido una cuña de mi queso favorito. Coge la pieza y marca por donde le digo, pero al final corta un poco más. «Si esto no se estropea», me dice. «Ya, hombre ya, si no es por eso», le contesto, pensando en el precio, «si es por mí, me llevaba el queso entero». «Pues yo —me dice— me voy a llevar un jamón entero. Para estos días, es lo mejor. Mucha gente se lo está llevando. De eso siempre haces apaño». Creo que no se acuerda de que soy vegetariana, como le he indicado siempre que me quiere hacer probar algún embutido nuevo. «Un jamón en casa —continúa—, un cacho de pan y un buen vino tinto ¡es todo lo que necesitas para pasar la cuarentena!». Le digo que tiene razón y, según le doy la espalda, paso por la sección de vinos y me llevo un Ribera del Duero, absolutamente inspirada por su menú para el apocalipsis.