La muñeca rusa - Juan Miguel Contreras - E-Book

La muñeca rusa E-Book

Juan Miguel Contreras

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Beschreibung

¿Qué piensa un hombre que contempla la Tierra desde el espacio, donde va a morir sin regresar? Nunca podremos saberlo, sin embargo, la historia no se detiene, e Irina Belokoneva, hija de ese cosmonauta perdido entre la Luna y la Tierra, es parte de ella. La muñeca rusa arranca con la entrada en 1968 de las fuerzas del Pacto de Varsovia en Praga. En un psiquiátrico de la ciudad, son testigos de ella el celador Milos Meisner e Irina. Ella ha ido a parar allí porque cuenta la extraña historia de su padre, un cosmonauta abandonado a su triste suerte en el limbo espacial; un relato que nadie puede ni quiere creer, salvo Milos Meisner. La historia no se detiene y la del celador, convertido en protagonista de la narración ha de seguir en París, donde alcanza cierta notoriedad como escultor. Gracias a ello prosigue su errática carrera y va a parar a un pueblo perdido de Almería. Viaja con él la historia de Irina y la culpa de haberla abandonado por segunda vez. Se la relata al librero del pueblo y en su diálogo es donde el lector recupera la historia, esa historia que nunca se detiene…

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La muñeca rusa

Juan Miguel Contreras

 

 

 

 

Baile del Sol

Para Pablo y Celia Por todo     Gracias a Iván Pérez, Andrés Sorel, Andrea Hauer, Mercedes Fernández, Chao de Pablo, y a la gente de la Librería Muga (Ígor y Santiago) por no dejar que esta novela se perdiera en el espacio.

 

Pienso en usted, Bohumil. ¿Quién es usted? No quiero entrar en detalles.

Péter Esterházy. El libro de Hrabal

Todos desaparecemos sin dejar rastro.

Sergéi Pávlovich Korolev

Yo soy quien soy, o más bien soy los demás, todo lo que se halla fuera de mí. No soy más que una cámara fotográfica, una cinta magnetofónica. Y después, guiado por ese manual autodidáctico mío, recorto solo mis imágenes, mis palabras.

Bohumil Hrabal, Quién soy yo

Entre nosotros ha habido muertos. ¿Qué diréis a vuestras madres cuando volváis a casa?

Pintada en las calles de Praga, agosto 1968

1.

La noche en la que el ejército soviético entró en Checoslovaquia, Milos Meisner interpretaría el ruido de los tanques por las calles de Praga como la gran y estúpida ironía que definiría el resto de su vida a partir de ese momento. Le asaltó entonces el deseo angustioso de escapar de su pequeño piso de la calle Na Hrázi, del hospital psiquiátrico donde trabajaba como celador, de salir de Praga, de abandonar Checoslovaquia, de exiliarse de su vida, como si esa fuga pudiese darle la calma y el consuelo que, desde hacía varios años, creía necesitar. Se asomó despacio por la ventana y vio un tanque en su propia calle. Inmediatamente pensó en Irina, y el miedo que le asaltó hizo que volviera a oír en su cabeza las risas incontenibles de su amigo Pavel Sisak y del escritor Bohumil Hrabal cuando, un par de días antes, les contaba que se sentía culpable porque se había enamorado de una paciente rusa del hospital y que decía ser hija de un cosmonauta ucraniano perdido en el espacio cuya vida había sido borrada por las autoridades soviéticas de cualquier archivo o documento. Echaba de menos aquellas risas, la de Pavel como la de un grajo luminoso y la de Bohumil como la del hermano mayor que sabe cosas que nosotros nunca podremos saber. Se vio de nuevo junto a ellos; los tres ebrios, felices y asustados; él mirándoles y descubriendo en sus miradas ese fuego de los que no tienen miedo a nada y a la vez están aterrados por todo.

Estamos en 1968 y, por extraño que parezca, casi nadie imaginaba que la invasión de Checoslovaquia por parte de las fuerzas del Pacto de Varsovia realmente iba a ocurrir. Hacía más de un año que Irina Belokoneva había aparecido en el hospital mental de Praga y nueve meses desde que se habían iniciado las reformas democráticas de Dubček. La noche del 20 de agosto de 1968 se oyeron las explosiones de algunos obuses fortuitos a lo lejos, como si la brutalidad y la represión que se avecinaban quisieran entrar llamando a la puerta a pesar de no estar invitadas, tamborileando sobre el ruido de tanques, anunciando que, por muy cruel, injusto y desolador que pareciese, todo estaba a punto de terminar.

El día que entraron los tanques en Praga, Milos salió del hospital psiquiátrico Bohnice sintiéndose distinto, intentando no sucumbir al escepticismo, obligándose a creer en Irina, en la historia que Irina le contaba una y otra vez como una salmodia liberadora. Atardecía, las noches comenzaban a ser frescas y decidió caminar. Durante casi un año venía oyendo esa extraña historia, pero aquel día no pudo evitar sonreír sarcásticamente mientras la escuchaba, creyendo ver en todo aquello un ceniciento paralelismo hacia lo que se estaba viviendo en Checoslovaquia. Por todos lados se hablaba de reformas democráticas, se organizaban asambleas en cada barrio, en cada calle, en cada bloque; se hablaba de la abolición de la censura, de las libertades recuperadas, de todo por conseguir tras tantos años grises vividos con sorna y resignación. Sin embargo ese día sentía algo distinto, como si al alejarse de aquel sanatorio, de ese edificio mezquino y trovo, también se alejase de Irina más allá de lo puramente físico, como si la locura que él ayudaba a sobrellevar a los pacientes de aquel lugar, la fuese esparciendo por todos lados conforme entraba a Praga, dejándola entre los árboles, entre los estudiantes, las mujeres, los obreros, entre la gente que iba o volvía de las asambleas, de los restaurantes, de los bailes, de los centros culturales; desmenuzaba aquella cruel locura en la que trabajaba y la veía volverse invisible, igual que ondas de radio, rodeándolo todo como el papel de regalo de un porvenir sin la férrea sombra soviética. Pero el sonido de los obuses le hizo desear estar con ella. Aquel miedo, aquel ocultarse en una casa a oscuras, se tiñó de pronto de reservas, de escudos protectores, de cínicos prejuicios, convirtiéndolo en una especie de actor mediocre perdido en una escena clave que no sabe continuar sin leer el guión. Sentía que las explosiones le alejaban de ella, alimentando sospechas ante la rocambolesca historia de Irina, viendo perecer la historia de su pueblo, vertiendo toda aquella marea a través de sus manos como un pez robusto y lunático. Durante meses había buscado por todos los medios sacar a Irina de ese sueño que la atormentaba, separarla de la Luna, de esa Luna que la había vuelto loca. Ahora, asomado imprudentemente a la ventana de su pequeño piso, lamentó comprobar que el destino de los checoslovacos estuviese ligado obligatoriamente al de los soviéticos. Una voz le inquirió desde abajo. Un kalashnikov apuntaba hacia su ventana. Asustado de verdad por primera vez, se agazapó y corrió las cortinas. Blasfemó con rabia y se maldijo a sí mismo por sentirse responsable del destino de Irina Belokoneva.

Cuando por fin el cansancio empezó a vencerle, se quitó cuidadosamente la ropa. Al contemplarse desnudo en el reflejo del espejo del armario de su dormitorio, Milos se sintió de nuevo cerca de ella ignorando los miedos y las reservas. Al meterse al fin en la cama, buscó reírse de sí mismo, queriendo explotar como un abanico de amenazas, pero no lo consiguió. Sin embargo, en su cabeza surgió una pregunta: ¿Cómo es posible que me haya enamorado de una paciente diagnosticada de esquizofrenia paranoide que dice ser hija de un cosmonauta ruso desaparecido en el espacio tras un fracasado viaje a la Luna? ¿Cómo es posible que dude de la locura de una locuaz esquizofrénica ocasional, de una trovadora desquiciante martirizada por el recuerdo de un padre que imagina muerto, flotando inerte en el espacio, en una paradigmática imagen recurrente de película de ciencia ficción?

A pesar de todo eso, aquella noche Milos durmió plácidamente. Soñó con Irina, con cosmonautas, con caballos, con la cara oculta de la Luna y con el mar, un mar que nunca había tenido la posibilidad de ver y que creía necesitar. Soñó que escapaba, que se marchaba pero no se perdía, que amaba pero no amaba, que pisaba la Luna sin billete de vuelta y que respiraba extrañamente tranquilo bajo la escafandra de un planeta mutilado como un pez sin futuro, tal vez su país.

Todo esto yo lo sé porque Milos me lo ha contado un millón de veces, sentado en esta silla, frente a las estanterías de la sección de Literatura Hispanoamericana en una pequeña y ridícula librería de un pequeño y ridículo pueblo de la costa almeriense llamado Almarga. Hace muchos años de todo aquello y, por una razón que todavía desconozco, este lugar es el final de su viaje. Tal vez por eso haya decidido contarme su historia, una historia que en el fondo intuyo que ni es sobre él ni tampoco es suya. Lleva viviendo aquí dos años y aún tiene en su casa una maleta sin deshacer. Las veces que le he preguntado qué es lo que guarda ahí siempre me ha contestado lo mismo, ahí llevo lo único que me llevaría si tuviera que irme a otro lugar; el porqué la tengo hecha, o por qué no la he deshecho aún, es algo que vosotros nunca podríais entender del todo. ¿Quiénes?, pregunto. Y él responde, vosotros, mirándome como si le hubieran hecho la pregunta más tonta del mundo. Así que nunca vuelvo a insistir. Es entonces cuando Milos Meisner me sonríe, alza una de sus cejas y balancea levemente la cabeza, sumergiéndose de nuevo en todo aquello que lo atormenta y a la vez sé que le mantiene vivo.

2.

Alexi Belokonev, padre de Irina Belokoneva, se graduó con todos los honores en la Escuela de Pilotos Militares de Novosibirsk en 1960 y, un año después, se diplomó en el Centro de Entrenamiento Espacial de la URSS. El 17 de mayo de 1962, dos meses después de haber llegado a la treintena, fue lanzado al espacio junto a Gennedy Mikhailov en dirección a la Luna. El lanzamiento tuvo lugar en Baikonur, la base espacial que los rusos tienen a orillas del mar Aral. Durante el año que Irina vivió allí con Alexi y su madre, Margarita Belokoneva, nunca llegó a entender por qué llamaban Baikonur a una ciudad que le habían dicho que se llamaba realmente Tyuratam, puesto que en todos los mapas que miraba, la verdadera Baikonur aparecía a varios cientos de kilómetros al oeste. A no ser que aquella Baikonur tampoco se llamase realmente Baikonur.

Aunque ella nunca lo hubiera admitido, llegó a odiar ese lugar infame donde era imposible salir a pasear y, cuando lo podía hacer, solo creía ver pastores de cabras cruzándose con las plataformas móviles de lanzamientos de cohetes, pero nunca se atrevió a decirle nada a nadie por temor a defraudar a sus padres con cosas de niña egoísta. Su padre estaba a punto de entrar en la historia como el primer hombre en pisar la Luna y ella no podía irle con el cuento de que no le gustaba ese lugar en el que no tenía amigos y donde parecía que todo el mundo estaba siempre muy nervioso.

La primera vez que oyó hablar de esa ciudad fue un año antes, en Moscú, cuando su padre les comunicó a ella y a su madre que tendrían que dejar la capital y viajar hasta allí con él. Cuando Margarita le preguntó a Alexi por qué, él contestó radiante que, tras el glorioso viaje de Yuri Gagarin, había sido incluido en un grupo de diez nuevos cosmonautas para unirse a los diez que ya estaban preparándose en Baikonur en previsión de nuevos viajes espaciales, que tal vez sería enviado a la Luna, y que habían pedido a todos los que habían admitido en el proyecto que llevaran allí a sus familias.

Irina, me envían a la Luna, le dijo al oído mientras se abrazaban…

Pero es un secreto, no olvides que no puedes decirle nada a nadie.

Irina se soltó de sus brazos y comenzó a llorar de alegría; en ese momento se disiparon casi todas las dudas que asaltaban a Margarita respecto a los cambios en los que se estaban viendo envueltos. Ya, insistió su madre, pero, ¿dónde está Baikonur exactamente? No puedo decíroslo, solo puedo contaros que la verdadera Baikonur no es la ciudad a la que vamos, aunque se llama igual, respondió Alexi. Margarita e Irina no supieron qué objetar a aquello. La madre, incrédula a pesar de haber hablado y hablado con Alexi de lo que significaba dejar de ser piloto y convertirse en cosmonauta. Respecto a Irina, la pequeña sabía que aquello era algo con lo que siempre había soñado su padre, y a ella le parecía tan increíble como evocador, por lo que no sabía qué decir, les miraba a uno y a otro, nerviosa pero sonriente, imaginando muda exóticos viajes novelescos donde sus padres se erigían como intachables héroes revolucionarios y ella como una perspicaz y valiente comunista cuyo inquebrantable amor hacia la gran madre patria sería digno de figurar en los libros de historia. ¿Y por qué no podemos saber adónde vamos, camarada Alexi?, preguntó con sorna y evidente admiración finalmente Irina. Es un sitio secreto, lo llaman igual que otra ciudad para que no descubran dónde está realmente.

Aquello a Irina le pareció fascinante, al menos hasta que llegaron allí y averiguó que estaban en Kazajastán, a orillas del río Syrdanya, cerca del Mar de Aral, en mitad del desierto.

¿Cuántos años tenía Irina entonces?, le pregunté a Milos la primera vez que me contó todo esto. Doce, creo, me contestó, aunque otra vez también me dijo trece y otra once. Milos me dijo que un día intentó consultar su historial en el hospital, sobre todo para ver cómo había llegado hasta Checoslovaquia una soviética desde Kazajastán, esperando encontrar alguna explicación sobre todo aquel caos que contaba, sobre su evidente manía persecutoria, ese miedo basal a que un agente secreto la hiciese desaparecer, su obsesión por un cosmonauta perdido del que decía ser hija, flotando en el espacio lentamente, abandonado, repitiendo una y otra vez «soledad atroz, soledad atroz», una salmodia que con el paso del tiempo pasó a ser un lamento que la obsesionaba terriblemente, pero no le autorizaron y no quiso levantar suspicacias insistiendo. Milos a veces dudaba de la locura de Irina, seguramente influenciado por la atracción que sentía hacia ella o quizá por ese recelo ante los desmanes burocráticos que tienen la mayoría de los que crecieron tras la larga sombra soviética. Un día, como de casualidad, le preguntó a uno de los psiquiatras mientras pasaba consulta cuántos años tenía la rusa, pues así la conocían en el hospital, y logró la misma respuesta vaga que siempre le daba Irina.

A principios de 1967, cuando Irina apareció en Praga, ella podría tener diecisiete o dieciocho años, pero no más de veinte ni menos de dieciséis, y a veces a Milos le parecía tan hermosa como solo las rusas pueden serlo.

Ella le contó innumerables tardes cómo era el cosmódromo de Baikonur, aunque Milos dice que nunca logró hacerse una imagen concreta de aquella ciudad que miraba directamente al cielo. A veces era una bulliciosa urbe en mitad de un desolador desierto. A veces, una ciudad tranquila, con torres, andamios y maquinaria por todos lados donde no se podía hacer nada. Otras, una ciudad pequeña con gente extraña y eternamente preocupada. También una ciudad gigantesca, fantasmagórica, diseñada topográficamente por un extraterrestre demagogo y brutal, llena de gente asustada ante la posibilidad de engrandecer el destino del hombre liberándoles de las ataduras que lo alienan a la tierra. Quizá solo fuera una simple ciudad perdida para una niña perdida…

Algo que siempre era igual en todos los relatos de Irina fue que su madre era profesora y que allí se puso a dar clases en un edificio enorme donde iban todos los hijos de los trabajadores, que a su padre apenas lo veía y que le fue imposible hacer amigos; excepto eso, cada vez relataba un lugar diferente, o al menos Milos lo imaginaba diferente, y cuando él se lo hacía notar, Irina con una gran sonrisa en la cara, la sonrisa de una loca, la sonrisa de una iluminada, de una derrotada, le decía, Milos… Baikonur no es Baikonur, se llama Baikonur pero no es Baikonur, el desierto que hay a su alrededor lo convirtió en espejismo, así que no me pidas que recuerde a la perfección un lugar que llaman por un nombre que le robaron a otro lugar, no me pidas que recuerde bien un lugar que me robó la vida…

La familia Belokonev era totalmente atípica dentro del programa espacial pero a la vez era la que mejor representaba todos los valores soviéticos. A pesar de que Alexi era el cosmonauta de mayor edad de todo el programa, gracias a su entereza moral, a sus ansias de servir a su país, y sobre todo, al ser Alexi no solo un excepcional piloto sino un orgulloso soviético hijo de campesinos, casado con una brillante profesora de similares orígenes —Alexi y Margarita además se conocían desde niños— y padre de una niña típica y admirable, lo convertían en el aspirante a suceder a Yuri Gagarin. Inevitablemente todo aquello le otorgaba a él y a su familia un tentador filón en vistas a explotar su imagen tanto ante los propios soviéticos como ante todo occidente, tal y como había estado haciendo con Yuri Gagarin, cuya frustrante inclinación a la bebida y a las mujeres, acentuada desde su regreso a la tierra, ya les estaba planteando serios contratiempos. En noviembre de 1961 Alexi Belokonev se unió al segundo cuerpo de cosmonautas soviético que preparaba vuelos tripulados al espacio. Fue calificado como «sobresaliente» tanto en las simulaciones como en los exámenes escritos de enero de 1962. Solo Yuri Gagarin y Gherman Titov obtuvieron anteriormente una puntuación similar. El 8 de abril se le eligió como piloto de la Vostok 3 junto a Gennedy Mikhailov. A pesar de todas las reservas que despertaba aquella misión, la cual suponía un absurdo salto cualitativo dentro de los planes globales del Programa Espacial comandado por Sergei Korolev, Jrushchov estaba convencido de tener unos nuevos héroes soviéticos con los que deslumbrar al mundo.

Siete días después del lanzamiento de la Vostok 3 aquel 17 de mayo de 1962, se perdió todo contacto con la nave y sus dos tripulantes. A Margarita Belokoneva le esperaba un coche negro, donde se vio obligada a subir, al salir del edificio donde daba clases, el 30 de mayo. Ese mismo día, cuando Irina entraba en su casa, un reloj daba las cuatro y en la cocina la esperaban dos hombres y una mujer que nunca había visto antes; le dijeron que algo horrible le había pasado a su padre, que su madre se había tenido que ir sin despedirse de ella y que tenía que acompañarles a un sitio donde su madre iría a recogerla tan pronto como fuera posible y en donde estaría tranquila y segura. Irina pidió con una entereza grotesca que le dejasen coger algunas cosas de su habitación, y la mujer, que fue la única que se acercó a ella y le cogió la mano (una mano huesuda, fría y suave como un cuchillo), le contestó que, lamentablemente, eso no era posible, que tenía que acompañarles inmediatamente.

Obedeció.

Como siempre había hecho.

Allí comenzó su huida, su muerte, su locura.

Después de aquello, la que pudo haber sido la niña Irina pasó a no ser nadie, convirtiéndose en un fantasma, en la china de un zapato perdido dentro de un monstruoso almacén de zapatos abandonados. Solo cinco años después pudo volver a ser Irina Belokoneva, pero una Irina ligeramente distinta, una Irina tachada de loca, una Irina sin pasado que era la paciente número cuarenta del pabellón dieciséis del hospital psiquiátrico Bohnice, en Praga, una Irina diagnosticada de esquizofrenia paranoide. Cómo fue a parar de Beikonur, Kazajistán, a Praga, Checoslovaquia, es algo que Milos nunca logró entender, aunque mil veces, por boca de Irina, quisiera hacérselo saber.

Las cosas suceden así, sin más, me dijo Milos mirándome a los ojos la primera vez que me contó todo esto. En ese momento noté quebrarse la historia. No sabía si seguía contándome lo que Irina le había contado tantas y tantas veces a él o si por el contrario me estaba hablando de sí mismo, como si necesitase desprenderse de algo que le molestara. Y que eso lo diga alguien que ha crecido en un sistema comunista, me dijo muy despacio, no es lo mismo que lo diga alguien como tú, por ejemplo, un español de cuarenta años, o un francés o un inglés. Los alemanes… no sabría decirte qué sentido otorgarían a una frase así, continuó diciéndome, pero, desde luego, que lo diga alguien que creció tras el telón de acero, no tiene la misma importancia, ni significa lo mismo, que si lo dijera alguno de vosotros.

Y cuando dijo vosotros estuve a punto de interrumpirle porque no me gustó el tono en el que lo dijo, pero preferí no hacerlo. Le sostuve la mirada, esperando que continuase, con la palabra Irina entre mis dientes, esperando salir.

Las cosas suceden así, sin más —continuó Milos— aunque desde luego no es por eso por lo que olvidamos las cosas tan rápidamente. Más bien no logramos comprender que estamos delimitados por una fugacidad que nos atonta, enmudeciéndonos ante lo que deberíamos concebir como nuestro día a día. El teatro, la literatura, el cine, la escultura, la música, todo eso que llaman arte no son más que ilusiones, estados transitorios de alucinación. Las personas no pueden ser lo que se propongan, eso es, la mayor parte de las veces, imposible. Con un poco de suerte apenas podremos ser algo, quizá lo que los demás nos permitan ser. Por eso hay que discernir entre lo posible y lo imposible, entre los sentimientos verdaderos y los creados desde falsas expectativas. Que haya alguien que llegue, o que triunfe, palabra puramente capitalista, que haya alguien que pueda llegar a ser lo que desea, no implica que el sueño siempre sea factible; sí, deseable tal vez, pero bajo ningún concepto perseguible a toda costa. Además hay que contar con que todo puede en cualquier momento desaparecer, máxime si hay algo detrás, llámese policía política o cualquier otra cosa cuya magnitud no podemos comprender.

Milos se volvió hacia mí. Hacía veinte minutos que había puesto el cartel de cerrado en la puerta de la librería. Yo esperaba que siguiese hablando pero él se limitaba a mirar por el escaparate a la poca gente que pasaba por delante de la tienda. Cuando se encendieron las farolas de la calle giró la cabeza hacia donde yo estaba y siguió hablando.

 

Cuando todo acabó en Praga, no tuve más remedio que comprarme un billete de vuelta a mi corazón y con destino hacia cualquier lugar fuera de Checoslovaquia —y esa frase me sonó extraña en ese tono checo afrancesado dentro del rudo castellano que había aprendido con desoladora soltura. Se percató de mi extrañeza, me sonrió condescendientemente y continuó—. Cuando dejé todo, Praga, mis amigos, mi familia, Irina… no miré atrás, hice caso a Bohumil y no miré atrás, pero también supe que cuando Hrabal me decía que no mirara atrás, me estaba diciendo que fuese firme, pero que no los olvidara. No los olvidé, pero eso también se convirtió a la larga en una carga para mí. Estaba ansioso ante la idea de acabar de una vez con este exilio que sin ser consciente se me hizo permanente, como un laberinto en el cual no era capaz de encontrar ningún hilo que me sacase de él. Pero cuando treinta años después de salir de Praga encontré este pueblo, ya no quise ir a ningún sitio más, desapareció en mí incluso la idea de volver a Praga y morir allí. No, ya no me preocupa morir lejos de mi tierra y poder buscar a Irina, si es que sigue viva, o saber dónde está enterrada, y así comprobar que esa mujer existió de verdad.

¿Y todo lo que eres lo eres por Irina? —le pregunté.

Sí —contestó— siempre que recuerdo la historia de Irina antes de conocerme, recuerdo lo que ha sido la mía desde que la abandoné.

3.

Las tropas soviéticas se desplegaron por la ciudad de Praga el 20 de agosto de 1968 como una araña ruidosa y hambrienta. La mayoría de las unidades habían hecho la invasión por tierra desde Polonia y Alemania Oriental, pero otro número considerable había llegado por aire. Ocuparon Praga cuatro divisiones armadas, las cuales se desplegaron por la ciudad formando tres círculos más o menos concéntricos. Todos los misiles, los obuses y los morteros, apuntaban al río Moldava; los tanques y los soldados a las personas.

Los vehículos militares bloqueaban las principales carreteras. Los puentes fueron cortados, dividiendo la ciudad en dos. En las estaciones no paraban de entrar trenes de suministro llenos de armas y soldados. Los helicópteros atravesaban el cielo con el estruendo amplificado de un montón de hojas secas aplastadas por un millón de hormigas. La meseta de Letná se convirtió de pronto en un gigantesco acantonamiento. Los tanques ocuparon plazas y parques. La artillería antiaérea rodeó los principales monumentos. La policía militar supervisaba todo y a todos en incansables patrullas de coches de reconocimiento y transportes blindados. Las carreteras bloqueadas, los puestos de control en todas las arterias principales de la ciudad y los soldados apostados en los tejados, provistos de sus ametralladoras, como si siempre hubieran estado ahí, como un tumor que un día el médico te comunica que anida desde hace años en tu interior y que es imposible extirpar.

Hago lo que puedo, lo que me dejan y lo que se me ocurre, me contó Milos que le dijo Hrabal con la sonrisa del que está viendo su casa en llamas cuando se encontraron el día posterior a la invasión y este le preguntó, nervioso y desquiciado, qué podían hacer, adónde iba, si necesitaba ayuda, dónde podría comprar comida y mil cosas más. El mundo solo existe gracias a que siempre resulta demasiado tarde para retroceder, le gritó Bohumil Hrabal cuando se despidieron como se despiden dos amigos bajo un aguacero. Se desearon suerte, pero Milos no supo cual tipo de suerte prefería.

Yo no quise corregirle, pero creo que esa frase la escribió Gombrowicz, o Canetti, tampoco estoy muy seguro, aunque bien pudiera haberla dicho Hrabal, sin embargo lo pasé por alto para no interrumpir el hilo de su historia. Bohumil y él hablaron atropelladamente, y recordaba que, cuando se despidieron, él se lamentaba por haberse atrevido a pedirle consejo sobre si debía unirse a las revueltas o quedarse en el hospital. Lo único que sentía era rabia y frustración, como la que por todos lados se respiraba. Que ese fuese el estado de ánimo general tampoco le ayudaba. Por primera vez en su vida, sus sueños y ambiciones chocaban de manera brutal con el mundo.

Todos los edificios oficiales fueron ocupados. Rápidamente, los agentes de la KGB con sus colaboradores checos se deslizaban por los diversos distritos organizando redadas mientras la gente aterrorizada observaba detrás de las persianas. Se podían ver coches oficiales cruzando la ciudad velozmente, seguramente de camino hacia reuniones secretas. La radio clandestina crepitaba incansable entre interferencias, intentando mantener informada a la población. Increíblemente, Radio Praga conseguía emitir desde no se sabía qué lugares. Decían que desde sótanos, teatros y casas, e incluso se aseguraba que emitían desde la misma sede oficial de Radio Praga, en un estudio auxiliar escondido que aún no había sido descubierto para desesperación de los rusos. Finalmente se impuso el toque de queda a las diez de la noche, lo cual fue como el despertar último de la pesadilla, descubriendo que esta era real. Aquello sumió a todo el mundo en un estado beligerante, el cual no sabían cómo organizar. Milos, en cuanto oyó la noticia por la radio, comenzó a angustiarse, pensando en cómo iba a conseguir llegar al hospital para su turno de noche. Ni siquiera pensó en localizar a Pavel y a Bohumil, ni tampoco en acercarse a la taberna del Tigre Dorado para ver qué se comentaba por allí, si se podía hacer algo o si por el contrario era mejor quedarse en casa y esperar, pero no, solamente pensó en Irina, pensó en aquella terrible rusa de profundos ojos azules, y temió por ella.

4.

«¡Atención! ¡Atención! No lleven demasiado lejos los ensayos porque podría ser peligroso. He tomado las fotografías… ¡Qué maravilla!… Las baterías están estropeadas, los instrumentos ya no funcionan, ¡oxígeno!… Esto es horrible camaradas… ¡Cómo!… No puedo hacer nada… El camarada Mikhailov ha muerto… ¡Maldición!, si no lo consigo… Es imposible… Ya no puedo más, lo aseguro… Comprendan, comprendan… ¡Soledad atroz, terrible!… ¡Soledad atroz!…».

Esta fue la última transmisión que se recibió de Alexi Belokonev, tras ella no se supo más de él ni de Gennedy Mikhailov, ni tampoco de su cápsula, la Vostok 3. Perdidos. Abandonados. Deriva espacial. Y la Luna, tan cerca como inalcanzable.

Dentro de la poca certeza que puede ofrecer el relato de Irina y los papeles que Milos ha recopilado todos estos años, tanto manuscritos como buscando en Internet, se dice que son catorce los cosmonautas diplomados en el Centro de Entrenamiento Espacial de la antigua URSS que han desaparecido a lo largo de los años en alguna de las misiones espaciales que el proyecto espacial soviético realizó hasta su abandono. Todas ellas desapariciones intencionalmente no documentadas de manera oficial. Tres fueron los cosmonautas perdidos antes de la desaparición de Alexei Belokonev y Gennedy Mihailov: Tarentity Shiborin, perdido en 1959; Piort Dolgev, perdido en 1960; Vassilievich Zavadovsky, perdido en 1961.

Aunque es bien cierto que no existe ningún expediente de todos estos cosmonautas, dicha omisión, en relación al sistema soviético, puede no significar nada, pues todo depende de la veracidad de los testimonios verbales que puedan avalarlos y de la autenticidad de los escasos documentos, en su mayoría ajados, rotos o directamente fotocopiados, y por tanto sin ningún tipo de validez, los cuales han ido pasando de mano en mano como las reliquias de un hipotético álbum familiar de una dinastía extinta. Una vulgar vía muerta de la historia en una estación de tren abandonada.

Si todo esto es verdad, fueron tres los cosmonautas desaparecidos antes de Gagarin, y tres las misiones Vostok 1 antes de la Vostok 1 en la que Yuri orbitó alrededor de la tierra. Más de una vez Milos y yo divagamos sobre los sentimientos de las personas involucradas en los proyectos de la Vostok, sobre la manera como bautizaban los vuelos correlativamente solo cuando estos hubieran sido exitosos. Igual que escolares repitiendo curso, conejillos de indias, cobayas gloriosas, gladiadores cancerosos, yonkis bajo unos focos que nadie contempla, Stalin borrando a Trotsky de las fotos, clavándole un piolet desde la otra punta del mundo, misiles que provocan crisis globales, bombas atómicas que fortifican formas de vivir, todo o nada, en cualquier momento… El vértigo, permanentemente, flotando en el aire…

Si el cohete llamado Vostok 1 explota en su intento de escapar de la atmósfera o se pierde y sale de órbita, el siguiente intento también se llamará Vostok 1. La lógica de la narración de la Historia no permite errores.

Milos y yo siempre comentábamos que por muy especial y por mucho que supusiera para un piloto soviético convertirse en un cosmonauta diplomado del Centro de Entrenamiento Espacial de la URSS, verte subido a un cohete llamado Vostok 1 cuando ya ha habido tres misiones fallidas llamadas Vostok 1 antes y tres cosmonautas no ya muertos o desaparecidos, sino que de los cuales ha sido automáticamente borrada su existencia, ir al espacio debía convertirse en algo aterrador. No hablábamos de héroes o de ese sentimiento épico que acompaña a las gestas históricas, sino de hombres subidos a cacharros de hierro dispuestos a jugarse la vida en un viaje donde la probabilidad de que algo saliera mal era tan alta que la gloria debía ser solo un sueño, y como tal fue vivido por quienes salieron victoriosos de aquello.

He visto todas las fotografías de Yuri Gagarin que he podido, buscando algo que me hiciese comprender qué pudo sentir, y su mirada me parece la misma que la de cualquier enfermo de cáncer desahuciado. Victoria o muerte podría haber sido su lema, como el de cualquier gladiador romano, solo que esta vez únicamente hubo un mero luchador y su adversario un cohete que el cosmonauta sentía como una extensión de su propio cuerpo, ambos luchando contra el mundo, intentando librarse de él, de sus leyes y su lógica, de su gravedad. Sobrevivir al despegue y someterse a otras leyes, otras órbitas, tal vez todas las mismas, pero de algún modo ajenas a la tierra, y una vez hecho eso, volver a la atmósfera y contarlo, sobre todo poder contarlo. La cara de Yuri Gagarin tras haber tomado tierra lo dice todo. Un hombre agotado, al límite de sus fuerzas y, sobre todo, inmensamente feliz. Pero no feliz como un novio o un padre primerizo, sino feliz como alguien que ha hecho historia y de paso se ha burlado de la muerte y, por encima de todo, de Dios. A las 10 horas y 20 minutos del 12 de abril de 1961, después de completar una órbita en torno al planeta Tierra, Yuri Gagarin aterrizó en paracaídas sobre Tajtarova (Siberia) tras salir despedido de la cápsula de reentrada a la atmósfera. En su día se hizo famosa la anécdota que cuenta que fue una campesina la primera persona que vio a Gagarin, saliendo de aquella pelota metálica vestido con su alucinógeno mono naranja, aturdido y por fin en tierra. «¿Vienes del espacio exterior?», preguntó la mujer. «Ciertamente, sí», dijo Gagarin; y para calmar a la campesina, aseguran que se apresuró a añadir: «Pero no se alarme, soy soviético». Genial, desde luego, absolutamente genial e ingenioso, pero también sarcástico, y tan encantador como cómico. Me apuesto lo que sea a que Yuri le contestó a aquella anciana con una enorme sonrisa en el rostro, la sonrisa irónica e indescriptible que solo puede tener el que ha burlado, no a la muerte, sino a «esa» muerte.

Después de cuatro Vostok 1, hubo solamente una Vostok 2, tripulada por Gherman Titov, llegando esa vez a estar en órbita un día, una hora y dieciocho minutos. Nadie cabía en sí de gozo. Titov era mucho más frío y profesional que Yuri, y tal vez el odio latente entre ellos seguramente se debiera a la falta de complicidad que encontró Gagarin en Titov tras haber regresado a la tierra después de lo que Yuri entendía que había sido una experiencia extraordinariamente poco socialista. ¿Cómo explicar al mundo lo que solamente han sentido dos personas en toda la historia de la humanidad? ¿Y qué hacer cuando además la otra persona te mira como si estuviera hablando con un loco cuando tú intentas buscar un cómplice, un aliado, un interlocutor, un amigo? Gagarin intentó hablar de esto con Titov, pero este le miraba sin entender, y eso sumió a Yuri en una amargura difícil de explicar.

Después de esos dos éxitos, Nikita Jrushchov no pudo evitarlo. Sintió la misma euforia suicida que sentiría unos meses después cuando ordenó instalar los misiles nucleares en Cuba y estuvo a punto de iniciar algo que nos hubiera mandado a todos a la mierda. «Pongan los misiles allí, a ver si Kennedy tiene lo que hay que tener y me llama». No fue ni la primera ni la última vez que actuó así. Su carácter es uno de los más paradójicos dentro de los líderes mundiales de esos años.

Próxima parada, la Luna, y no admito negativas