La música no es lo más importante - Javier Becerra - E-Book

La música no es lo más importante E-Book

Javier Becerra

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Beschreibung

"Lo que él hace es muchísimo más difícil y enriquecedor que escribir una crítica de un grupo de culto en una revista especializada. [...] La música tal vez pueda volver a ser lo más importante si establecemos una relación más natural con ella". Del prólogo de David Saavedra. Marzo de 2020. Coronavirus, confinamiento y miedo al futuro. Una canción,  Resistiré , del Dúo Dinámico, se erige como un himno al que se abraza todo el país. Pronto surge un rechazo muy particular. Los que saben de música se empeñan en ridiculizar el gusto popular para exhibir el suyo, el correcto. Y todo ello en medio de una pandemia que tiene al mundo en vilo. Ese es el punto de partida de  La música no es lo más importante , una mirada crítica a la relación sentimental que los melómanos establecen con ella, que muchas veces deriva en lo patológico, ridículo e infantil. Una reflexión con tintes autobiográficos sobre cómo el conocimiento paradójicamente se puede convertir en el obstáculo para el disfrute.

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Primera edición: julio 2021 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Imagen de la cubierta: Irene Pin Maquetación: Patricia Escolar Corrección: Juan F. Gordo Revisión: Maite Lecue Santovenia

© 2021 Javier Becerra © 2021 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-17643-40-9

Javier Becerra

La música no es lo más importante

Contradicciones de un melómano con su pasión

A Sabela.

Este libro se escribió, en su mayoría, durante el confinamiento que se decretó durante el estado de alarma que hubo en España entre los meses de marzo, abril y mayo de 2020. En junio se dejó reposar y en agosto se concluyó. En la revisión final, realizada entre noviembre y diciembre, se añadieron tres entradas. Son la 39, 57 y 73. Las disonancias temporales tienen ahí su explicación

Índice

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Dedicatoria 2

Collage

Prólogo

Introducción

1

2

3

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5

6

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Epílogo

Mecenas

Contraportada

«Ourense, 2002»

Prólogo

 

«La gente que no quiere epatar ni hacerse notar.

Existen, por algún sitio, en algún lugar.

Algunos creen haber oído hablar de Slavoj Žižek

casi ninguno cree haber oído hablar de Mark Kozelek

y alguno afirma que incluso ha visto toda la saga de Star Trek.

Pero no desde una puta perspectiva irónica y postmoderna

y no saben nada sobre la última polémica

en la que todos estáis participando,

pero ellos no, porque no saben nada de eso».

Hazte Lapón, «Yo los he visto».

Puede que no fuera exactamente así como llegó a mis oídos en algún momento de mi adolescencia, pero así es como yo recuerdo la anécdota. Un grupo de amigos se montó en un coche. El dueño del vehículo puso una cinta de los Rolling Stones y, el amigo de su amigo que había sido invitado, le comentó que no le gustaban. Acto seguido, el propietario paró el automóvil y le dijo: «¿Que no te gustan los Stones? ¡Si no te gustan los Stones, bájate de mi coche!», y lo dejó tirado en medio de la calle. Aquella historia se me quedó marcada. No solo por lo más obvio: cómo el fanatismo musical te puede llevar a comportarte de un modo que viola el sentido más básico de la decencia social sin sentir —aparentemente— ninguna culpa por ello. Pero lo que más me llamó la atención es que allí aprendí que había otra forma de nombrar a los Rolling, que era hasta entonces como creía que todo el mundo los conocía. Aquella frase me hizo dar cuenta automáticamente de que había dos tipos de fans de la banda de Jagger y Richards. El vulgo decía los Rolling, pero los fans auténticos, los que verdaderamente sentían al grupo y esgrimían su orgullo, los llamaban los Stones. Y quien no estuviese de acuerdo con esa fe quedaba automáticamente excluido. Creo que muchos de nosotros, o al menos los que hemos pretendido vivir la afición musical de un modo más intenso que la media de la población general, nos hemos acercado en algunos momentos a ese modelo de comportamiento. De alguna manera, el libro que vas a leer a continuación trata básicamente sobre esto.

Al contrario del popular dicho atribuido a Cicerón, sobre gustos hay mucho escrito. Supongo que me di cuenta cuando cursaba la carrera de Sociología en A Coruña y, junto a un grupo de amigos, hicimos un trabajo de clase sobre el gusto musical, repasando la historia de diferentes tribus urbanas. La primera en la frente nos la dio el profesor, cuando nos dijo que leyéramos el ensayo La distinción, de Pierre Bourdieu, y nos dimos cuenta de que no quedaban más mediterráneos por descubrir. Todo lo que había que saber sobre el tema ya estaba en aquella obra escrita en Francia a partir de una investigación empírica realizada en los años sesenta. Bourdieu hablaba de la posesión del denominado capital cultural (básicamente, un mejor acceso a la educación) para establecer las bases de lo que se consideraba buen gusto. Quienes poseían ese capital cultural se diferenciaban de los estratos sociales menos cultivados, de quienes despreciarían su gusto vulgar. Eso creaba una situación de hegemonía cultural y de violencia simbólica ejercida por la clase dominante sobre la dominada. En el medio siglo transcurrido desde entonces, no han sucedido muchas cosas que puedan contradecir esta tesis, incluso a pesar de la creciente asimilación de la cultura popular por parte de la alta cultura. Se puede advertir en otros éxitos editoriales y obras más o menos recurrentes a la hora de hablar del gusto musical, desde el ensayo Música de mierda, de Carl Wilson a la novela Alta fidelidad, de Nick Hornby o el controvertido panfleto (así definido por su propio autor) Indies, hípsters y gafapastas. Crónica de una dominación cultural, de Víctor Lenore. Con todos estos títulos tiene bastante que ver, conscientemente o no, La música no es lo más importante. ¿Cuál sería, entonces, el factor diferencial que aporta la obra de Javier Becerra? Fundamentalmente, la experiencia autobiográfica. De lo que nos habla el autor es sobre cómo vivió eso un chaval de un barrio coruñés, de familia de clase trabajadora, que fue adolescente a finales de los 80 y comienzos de los 90. Su testimonio personal, sus recuerdos y sus observaciones puede que no sean estrictamente científicas a la hora de extrapolarlas en tesis sólidas, pero tampoco creo que él pretenda eso. Su obra responde a un impulso, a una necesidad de comunicar algo que para él, sí, es importante. Y en base a ello detecta una patología social y teje una crónica generacional con la que me siento bastante identificado.

Porque yo también estuve allí. Muchas de las cosas que él cuenta las viví con él o muy de cerca. Soy unos años mayor que Javi, procedo de un barrio cercano al suyo, llegamos a estudiar en el mismo colegio e incluso mi padre le dio clase de Educación Física. Pero yo no sabía nada de eso cuando contesté a un anuncio en una revista especializada, allá por 1990 o 1991. Solía cartearme entonces con gente con la que tenía afinidades musicales para intercambiar impresiones y material. De repente, encontré que había un tío de Coruña que tenía ciento y pico de grabaciones pirata de mi grupo favorito en aquel momento, U2, así que quise quedar con él. Aquellos ciento y pico conciertos me los acabó pasando poco a poco y fueron también míos gracias a mi doble pletina, que en aquella época trabajaba a un rendimiento casi industrial. Pero, desde el principio, las quedadas con Javi no se redujeron al fanatismo por U2. Creo que ya fue en el primer encuentro cuando él me prestó el disco del plátano de la Velvet y el Rank de los Smiths. Yo a él, probablemente, un recopilatorio de R.E.M., el Psychocandy de los Jesus & Mary Chain y el Doolittle de los Pixies. Recuerdo bien la pequeña habitación de Javi cargada de grandes tesoros y las sucesivas visitas, de las que yo siempre salía con bolsas cargadas de descubrimientos que me proporcionaban la felicidad más absoluta. Gran parte de la cultura musical que obtuve entre 1990 y 1997 —el año en que dejé mi ciudad por primera vez para irme a Londres— se la debo a él. Javi era el chico de Coruña que tenía «los discos que hay que tener», todos los fanzines guays del indie español, los primeros números de Spiral, los discos, los EP’s, la primera maqueta de Le Mans, la de Los Planetas, la de Family, la de El Inquilino Comunista. Ya en 1992 estaba editando su fanzine, Feedback, y allí fue donde publiqué mis primeros escritos sobre música y mis primeras entrevistas (Silvania, otras hechas a pachas a Surfin’ Bichos y 091…). También viví con él viajes más o menos iniciáticos a Benicassim y a otros conciertos (recuerdo uno de Blur en Barcelona, por ejemplo). Esto os lo cuento yo porque él no os lo va a contar en el libro. Todo aquel capital cultural que él atesoró durante los años puede ser poco relevante para la línea argumental que él esgrime, pero es sumamente relevante para mí.

Hay un aspecto que nos diferencia levemente. Becerra ha terminado por dedicarse al periodismo local generalista —aunque siga escribiendo mucho sobre música— y yo, por circunstancias de la vida, he acabado viviendo del periodismo especializado en música. Creo no exagerar si yo digo que a mí la música me salvó la vida. O, más concretamente, el escribir sobre música. Durante los vaivenes de la postadolescencia, no solo me hizo vislumbrar el camino adecuado para tener las amistades que quería tener, para entablar relaciones y encontrar una vocación y un prestigio social. Para empoderarme y dejar atrás al adolescente apocado y acomplejado, pésimo en los deportes, que puntuaba en lo más bajo del molódromo y que sufría bullying antes incluso de saber que ese término existía. Al final, incluso, me dio un puesto de trabajo. Pero la asunción de que escribir sobre música era lo que me conectaba con el mundo, lo único que sabía hacer un poco bien en la vida, también me llevó a acomodarme en esa posición, construir una especie de burbuja protectora y meterme lo menos posible en el barro de la vida real. Llegué a darme cuenta de que, durante muchos años, mi visión de la vida era la filtrada a través de las canciones. Incluso utilizaba muchas de ellas como guías sentimentales cuando, a lo mejor, no eran las más adecuadas para ser una persona emocionalmente inteligente y no un individuo autodestructivo o tóxico.

Todo esto ha hecho que resonase en mí otro libro: Todos te quieren cuando estás muerto. Viajes al interior de la fama y la locura, de Neil Strauss. Se trata de una recopilación de entrevistas realizadas por un afamado periodista que ha escrito para Rolling Stone y The New York Times, entre otras publicaciones. Para mí, lo más impactante del libro no son sus conversaciones con grandes estrellas de la cultura pop, sino sus semblanzas de otros colegas de profesión, críticos de altísimo prestigio cuyas vidas personales, sin embargo, eran un completo desastre precisamente porque escribir sobre música era lo único importante para ellos y, por tanto, descuidaron todo lo demás: sus relaciones sociales, sus matrimonios, sus hijos… Y desencadenó algunos finales extremos: acabar viviendo en soledad, con alcoholismo o síndrome de Diógenes. Incluso quitarse la vida. Ojo. Esto es más frecuente de lo que parece y, de hecho, un artículo recientemente publicado en ABC («Muerte de un periodista cultural») hablaba sobre cómo una combinación entre factores de este tipo, el devenir de la crisis económica y la propia pérdida de valor y relevancia del oficio habían llevado a cometer suicidio al prestigioso escritor estadounidense Scott Timberg, despedido del LA Times en 2008.

Recuerdo también, en 2015, el obituario de Jesús Arias (escritor, periodista y músico granadino, que fue miembro de TNT, amigo de Joe Strummer y hermano de Antonio Arias, de Lagartija Nick), firmado en El País por Diego Manrique. En su último párrafo, Manrique afirmaba que, después de su despido en 2012, el abismo se abrió bajo los pies de Arias y finalizaba con una reflexión sobre la decadencia y muerte profesional a la que habían sometido a los críticos de su estirpe. No hay una relación directa entre La música es lo más importante y estos sucesos que tanto me conmocionaron, pero, de algún modo, su lectura me ha llevado recurrentemente a eso. Tal vez como un mensaje de alarma que me dice: «No renuncies a tener una vida personal. No la descuides. No te lo juegues todo a una sola carta. No hagas de tu afición a la música el sentido único de tu vida».

Los comportamientos que disecciona Javier Becerra son sintomáticos de una sociedad inevitablemente infantilizada. Retratos de unos modernos Dorian Grays que, en su ansia de alargar su juventud, esconden en el armario un retrato deforme que va más allá de la venganza del nerd y el refugio del inadaptado social, sino que explican también nuevas formas de narcisismo contaminadas por el advenimiento de las redes sociales como forma hegemónica de mostrar la personalidad con la que te quieres presentar ante el mundo. Lo que vas a leer a continuación se puede entender como un ensayo autobiográfico o un tratado moral, un ajuste de cuentas del autor con su propia juventud o unas memorias de la época en que su vida estuvo más ligada a la música, o en que la música era más importante que la propia vida. Desde mi impresión, es un acto que, con la pandemia como catalizadora, responde de modo más bien visceral a una necesidad y una urgencia. Si en los años 90 su afición a la música le sirvió como rito de paso hacia la juventud, el posicionamiento que esgrime en el libro plasma cómo se tejió su rito de paso a la edad adulta.

A algunos nos ha sucedido de un modo más o menos similar, incluso viviendo una especie de duelo, el de asumir que la música ya no puede ser tan central en tu vida. Te das cuenta de que con cuarenta y pico años queda un poco ridículo que vayas por ahí con camisetas de grupos, que tienes que vaciar la casa de tus padres y desprenderte de tus colecciones de cintas, vinilos y revistas antiguas porque en tu casa actual no caben, o que tienes un hijo pequeño que requiere toda tu atención y positividad permanente, y quizás ese vinilo tan caro de Swans que te acababas de comprar no te lo vayas a poder poner nunca. Es un proceso generalmente traumático, en el caso de Becerra puede que lo esté plasmando en este libro, que sea como una especie de testimonio de despedida a su yo adolescente visto desde la perspectiva de la distancia. También el acto de apuntalar una nueva reafirmación musical. No obstante —y esto tampoco os lo va a contar él— creo que el autor lo ha asumido con naturalidad y coherencia. El papel de la música en su vida lo ha trasladado ahora a otro lugar. Yo hace años que no tengo contacto con él en persona, ya solo a través de las redes sociales, pero lo veo feliz y renovado con las performances de «¡Esto es pop!» y el entusiasmo con el que se ha reconvertido en divulgador de la música pop para el público infantil. Lo veo en su salsa y me alegro mucho por él. Porque, además, lo que él hace es muchísimo más difícil y enriquecedor (personal y socialmente) que escribir una crítica de un grupo de culto en una revista especializada. Tal vez por eso acabe tentado a finalizar este prólogo diciendo que la música tal vez pueda volver a ser lo más importante si establecemos una relación más natural con ella.

David Saavedra

Introducción

 

—Tienes que ir a verla, te vas a sentir muy identificado.

Supongo que casi todos los que tenemos cierta edad y una relación más o menos intensa con la música recibimos algún mensaje de este estilo cuando se estrenó la película Alta Fidelidad, en 2000. Basada en la novela homónima de Nick Hornby, en ella se narra la cómica vida de Rob Gordon, el propietario de una tienda de discos obsesionado con la cultura pop y aquejado de un grave problema de inmadurez, pese a contemplar ya la cuarentena desde sus treinta y cinco años. Deambula entre el romanticismo del fan mitómano, el cinismo sentimental y lo puramente grotesco. Acompañado de otros dos inadaptados sociales, dotados del mismo amplio y absorbente conocimiento de la música, ve cómo el mundo avanza a su vera. Mientras él sigue viviendo en círculos, como la espiral de un disco de vinilo que no va a ninguna parte.

En un momento del filme Rob critica a sus padres, porque le dicen que prefieren ver una película en casa que en el cine. Supongo que afilaría el verbo conmigo si supiera que esperé a su salida en dvd para darle el zarpazo a su historia en la comodidad de mi sofá. Y me eché a ella, además, sin la lectura previa del libro, algo que se supone que un fan comprometido con la causa debería haber hecho con anterioridad. La verdad es que la peli me gustó muchísimo y, sí, me vi muy reflejado en muchos momentos. Era algo «muy de melómano», ya sabes. No es que resultase imprescindible, pero lo entendías todo mucho mejor con el respaldo de una amplia colección de discos, poniéndole banda sonora a tu vida. Vamos, que Rob era uno de los nuestros.

En el piso que compartía entonces con tres compañeros que rondábamos los veinticinco se convirtió en mítica. La vimos un montón de veces. Nos partíamos de risa. Teníamos localizados a tipos exactamente iguales que los que salen en la película. Desde el arrogante e inaguantable Barry, que agredía al mundo con sus conocimientos musicales, al tímido patológico Dick, que hablaba para los botones del cuello de su camisa. También conocíamos a mujeres como Charlie, infinitamente más guapa que los chicos «interesantes» con los que se enrollaba y eclipsaba totalmente. Y como Laura, esa novia sensata de paciencia infinita que nadie sabe muy bien qué hacía con un tipo así de infantil. Al final, terminaba por irse con otro o lo empujaba definitivamente a la madurez. Quizás ambas cosas.

Supongo que, en el fondo, nos sentíamos un poco como Rob, tíos girando en el surco cerrado del elepé de la postadolescencia sin una dirección muy clara, pero sintiéndonos a ratos especiales. Porque escuchábamos a Primal Scream, descubríamos nuevos grupos como The Beta Band, de los que casi nadie hablaba, y creíamos que teníamos la llave de un conocimiento supremo que nos otorgaba un poder especial. Sentíamos la música de un modo más intenso que aquellos amigos de tu novia, anodinos y previsibles, que te invitaban a cenar como a Rob. En el mejor de los casos, tenían recopilatorios de Supertramp y el Alchemy (1984) de Dire Straits. Los mirábamos a veces con ridícula condescendencia. Cuando en realidad tenía que haber sido al revés. Y seguramente lo fue.

Recientemente, me tropecé con el filme en el canal TCM y un contexto radicalmente diferente al de entonces: en mi hogar familiar, con cuarenta y tantos años en el DNI y dos críos durmiendo en sus habitaciones. El visionado me impactó mucho, haciéndome pensar. Especialmente, en lo poco identificado que ahora me siento con ella y con ese Rob que aparecía en la pantalla: un hombre taciturno con problemas de sociabilización, acomplejado con el mundo que lo rodea y con un pavor atroz al compromiso. Clasifica novias como discos, adora vinilos como si se tratasen de sus hijos y es capaz de cosas tan macabras como fantasear en el funeral de su suegro oficioso con las canciones que desearía que sonasen en el suyo. Una auténtica caricatura.

Cuesta encontrar el enganche con todo ello en la actualidad y me sorprende haberlo hallado tan claramente entonces. Quizá se deba a que éramos un poco así, fans enfermizos que pensamos que la música era lo más importante de todo y que se podía vivir eternamente en ese mundo de ediciones limitadas, rupturas sentimentales maceradas en temas de Bruce Springsteen y cintas recopilatorias con lujuriosas intenciones encartadas entre baladas de terciopelo. Entonces, cuando alguien me decía que había pensando en mí viendo el filme, me sentía secretamente halagado. Hoy, horrorizado, seguramente preguntaría: ¿de verdad que soy así? Y, ojo, que nadie saque conclusiones equivocadas: la música sigue ahí, sonando maravillosa y embelesando de manera constante. Pero de otra manera. Creo que bastante mejor. Me apuesto a que Rob, de seguir el camino que parecía marcar al final de la película, pensaría hoy en día algo parecido.

1

Finales de marzo de 2020. Nos encontramos en pleno confinamiento por la crisis sanitaria del coronavirus, sin saber muy bien qué ocurrirá cuando todo termine, si es que termina algún día. Como todos, creo, intercalo estados de aparente normalidad con episodios de miedo, mientras la incertidumbre se ha convertido en el pegamento de este vaivén emocional recluido en el hogar. Pienso en las situaciones dramáticas de los mayores de mi familia, sin poder siquiera visitarlos. Pienso en mi futuro y el de mi mujer, en la mitad de nuestra vida con mucho por hacer y bastante por deber. Pienso, por supuesto, en mi hija y mi hijo, los que mejor lo están llevando para sorpresa de todos. Supongo que lo mismo que la gran mayoría.

Pero, una vez más, me tropiezo en las redes sociales con un comportamiento común a todas las últimas crisis que he vivido. Veo que ha asomado la cabeza, entre mis contactos ligados a la música, uno de esos grandes problemas que solo existen ahí, en el submundo de los melómanos. Muchos lamentan que el «Resistiré» del Dúo Dinámico se haya convertido en el himno del encierro. Se quejan de la «pésima banda sonora» que va a quedar de esta crisis. En la mayoría de los casos chorreando ironía, la que aspira a certificar una mayor agudeza en quien la repudia que en los que entregan su corazón a la canción. Algunos incluso lo extienden más allá, comparando el poso cultural de otras tragedias con lo que quedará de esta en el futuro. Pienso para mí, un poco avergonzado, que nos queda mucho para tocar fondo, si estamos con estas historias en un momento así.

Ayer, en el supermercado, estuve hablando con Rosa, una de las empleadas. Me contaba tras la mascarilla y un panel de protección cómo está viviendo todo esto. Yo le expuse mis miserias particulares. Ella las suyas. «Hay que ir tirando, no queda otra», me decía. Como siempre, apelé a una fórmula que me suele dar resultado a nivel psicológico en tiempos de crisis: «Los que estuvieron antes lo pasaron bastante peor y espero que los que vengan vivan mejor que nosotros». Me contó que su padre había ido al mar con once años. El mío estaba en una mina con quince. Quejarse por estar encerrado en una casa con calefacción, Netflix y comida suficiente en la nevera nos parecía una frivolidad. Ya no digo nada si el problema radica en la canción que espontáneamente se convirtió en el símbolo sonoro de esta locura en la que estamos metidos y que, vaya, va a emborronar la estética de la pandemia.

Pero llegas a casa, pones el Facebook y te encuentras el gran debate en plena ebullición. De lo penoso que va a ser pasar a la historia con el Dúo Dinámico de sintonía oficial. De que había que usar «Victoria», de The Kinks, «Autosuficiencia», de Parálisis Permanente o, cómo no, el «I Will Survive» de Gloria Gaynor, piezas que se supone quedarían mejor. Algo «de más calidad», en definitiva. Algo digno del autoproclamado «buen gusto», por resumir. ¡Como si se pudiera elegir! Aparte de lo absurdo que resulta pretender convertir una pieza en inglés en una canción emblema para un tema que nos afecta a todos (a mi hijo y a mi padre, separados por más de ochenta años), el hecho de estar discutiendo por esas cosas pide que alguien abra la mano y nos dé un bofetón a todos. Pero grande. A mí también, que al final, pese a intentar resistirme, he participado en el debate dando mi «valioso» punto de vista.

Nadie sabe ahora, encerrados en casa, cómo será lo que venga. Seguramente, hayamos aprendido unas cuantas lecciones de vida y nos hayamos convertido en mejores personas. O no, puede que nos encontremos varios pasos adelante en nuestra carrera a la meta de la idiotez total. Mientras, la música habrá sonado y sonado. Aunque no se trate de lo más importante, siempre estará ahí, envolviéndolo todo. Incluso el absurdo. Y qué bueno que así sea. Pese a que suene todo tan contradictorio.

2

Ocurrió el 15 de noviembre del 2015. Ese día, por la noche, tuvo lugar el atentado de la sala Bataclan de París. Murieron 137 personas y 415 resultaron heridas. No se trataba de la primera acción del terrorismo islámico en Francia. Para nada. De hecho, en enero del mismo año tuvo lugar la masacre de Charlie Hebdo, con doce víctimas mortales y provocando la oleada de apoyo en todo el mundo con la frase «Je suis Charlie». Sin embargo, en mi micromundo musical aquello se había visto de un modo muy particular. Se percibía como una suerte de atentado cualificado. Afectaba «al mundo de la cultura», «a la gente que simplemente estaba disfrutando de un concierto» y «a los que no se meten en política». Indirectamente, se venía a decir que no, que aquellas víctimas no eran como las del 11S o el 11M, que estos «eran del rock». O algo así.

Esa misma noche hubo un periódico que metió la pata. Supongo que se trataba de un redactor al que le cogió la noticia en el cierre. Asoció equivocadamente dos ideas cazadas al vuelo pensando, quizás, que tenía el titular definitivo. Por un lado, el nombre del grupo que estaba tocando: Eagles Of Death Metal. Por otro, el subgénero metalero del death metal. El periodista, que ligó el estilo a la formación aunque no tuviera nada que ver y apeló al satanismo que a veces florece en él, tituló: «Música satánica para una carnicería». Y subtituló: «Un grupo de “death metal” tocaba cuando entraron los terroristas cargados de armas y bombas». Una cagada en toda regla. De esas que cualquier profesional desearía morir cuando, una vez publicada, se da cuenta de que no hay marcha atrás.

La noticia se difundió en la misma noche, cuando aún se contaban los cadáveres y se intentaba atar cabos de lo que había ocurrido. Obviamente, aquel error surgía como algo totalmente secundario en una situación así. Pero no, en mis redes sociales contemplé atónito un estupor muy particular. La gente, enfurecida, estaba indignada con el periodista, acusándolo de falta de rigor y de desprecio «a la gente del rock». Se sacaba toda la artillería pesada. Entraba en escena la sobreactuación típica de quien procede de un submundo y ve, ofendido, que en el mundo oficial se habla de lo suyo sin conocimiento. Muchos decían que eso evidenciaba la falta de especialistas en los medios generales e, incluso, en el río revuelto alguno se postulaba como plumilla adecuado. En algunos casos, se llegó a buscar una fotografía del redactor para publicarla en Twitter diciendo: «¡Es este!». Todo eso cuando, insisto, el contador de muertos seguía añadiendo víctimas y más víctimas.

Muchas veces me había sentido así, en una burbuja musical donde el resto no importaba. Generalmente, a eso le atribuía algo positivo y especial, una especie de refugio romántico de un mundo que no me terminaba de gustar y en el que no terminaba de sentirme cómodo. Sin embargo, llevaba ya tiempo cambiando totalmente de postura, viendo a mi alrededor comportamientos casi patológicos en unos fans de la música totalmente infantilizados y con posturas intransigentes, que solo vivían para esa música que empezaba a parecer un peligroso agujero negro. Parecían verdaderos lisiados emocionales y sociales. Y lo peor: muchas veces me parecía a ellos.

Aquel día lo tuve más claro que nunca: yo no quería ser así. La música, esa que me ha acompañado toda la vida y siempre lo hará, no es lo más importante. Desde luego que no. Nunca lo fue. Nunca podrá serlo. Aunque, insistimos, siempre esté sonando por ahí.

3

Ir al Festival de Benicassim en la segunda mitad de los 90 lo era todo para mí. El viaje del año. En marzo ya empezaba a ahorrar para él. No hacía ninguna otra salida. Debuté en 1996. Aquello me pareció el paraíso. Al año siguiente repetí en pareja. Íbamos junto a un grupo de amigos. Cruzamos España en coche de una punta a otra escuchando a The Smiths, Lloyd Cole y Go-Betweens. Supuraba felicidad. Tenía veinte años. La dimensión que estaba tomando el indie (aquel año se hablaba ya de quince mil personas en el FIB) permitía no verse a uno mismo como un perro verde yendo a la aventura. Me había ocurrido el año anterior. Aquella vez tomé un bus en Santiago y fui solo a Castellón, a la aventura. Mi padre, tras leer una nota en el periódico que decía algo así como que «miles de hippies y moteros se reúnen en Benicassim», me dijo que le daba vergüenza. Que, por favor, no le dijese nada al resto de la familia. No, en mi casa no gustaba mucho el rock and roll.

Ahora todo cambiaba. No en mi hogar, claro. Pero sí en el mundo. El cartel acogía a Blur, Suede, Chemical Brothers y Pavement. Lo indie empezaba a molar. La idea de acudir con la chica con la que salía entonces y «enseñarle todo aquello» me atraía mucho. Pero, al mismo tiempo, para mí el FIB suponía el gran banquete de quien pasaba bastante hambre durante el año. En Galicia todavía mandaba el garage modelo Ruta 66 y el rock derivado a Los Suaves de manera bastante excluyente. Los Planetas apenas habían impactado. En esas circunstancias, viajaba al FIB con la intención de verlo todo. Eso generaba una especie de tensión preventiva. Le advertía a mi pareja que yo no iba de fiesta, que iba a ver conciertos, que lo que allí se podría ver no se podía ver en ningún lado, que para mí eso era lo más importante de todo… Tras ello había un mensaje subliminal: si me acompañas debes adherirte al doscientos por ciento a esa filosofía.

En la primera jornada las letras más gordas del cartel correspondían a The Chemical Brothers. Previamente Diabologum nos había deslumbrado con su rompedora propuesta. Y The Divine Comedy, que ofrecieron un gran concierto con Neil Hannon enfundado en traje de pana en el caluroso verano mediterráneo, me permitieron presumir de que yo ya conocía Casanova(1996) antes de que explotara comercialmente. Con The Chemical Brothers se produjo una ruptura. A mi grupo de colegas no solo les disgustaba la electrónica, sino que lucían actitud de resistencia y abierto desprecio hacia ella y el creciente protagonismo que estaba adquiriendo en el festival. A mí, que el año anterior podía estar en una situación parecida, aquello me estaba empezando a enganchar.

Tenía mucho interés en esa actuación en concreto. Antes, mi novia había dado muestras de estar incómoda y saturada de tantos conciertos. Normal: los habíamos visto todos. Quería irse a la tienda. Quedaba a unos diez o quince minutos caminando. Le dije que lo hiciera sola, pero que yo me quedaba allí. Que no había hecho mil kilómetros para esas cosas. Que me dejase ver el concierto. Que me daba igual todo. Que yo eso no lo discutía. Que ya se lo había advertido. Se quedó, resignada y con mala cara. Pero pronto volvió a insistir con lo de irnos al camping. No aguanté más. «Lo siento, pero lo dejamos». «¿Me estás dejando? ¿Lo dices en serio?», preguntó ella incrédula casi buscando la cámara oculta que justificase que aquello era una broma.

Sí, estaba cortando mientras el grupo disparaba las canciones de Dig Your Own Hole(1997). Era el modo de resolver el tema dañando lo menos posible la actuación. Así de grotescamente importante resultaba para mí todo aquello. Tanto que no dudé en romper una relación de cuajo para poder disfrutar de un concierto en esas circunstancias: en la otra esquina de la península y donde íbamos a estar tres días más. No solo eso. Con ridículo orgullo, puse luego ese acto como ejemplo de mi compromiso como fan y de que la música estaba por encima de todo. En darme cuenta de que me había portado como un absoluto cretino tardé unos cuantos años.

Perdón.

4

Todo empezó, creo, con «Moonlight Shadow» de Mike Oldfield. Me crié en un bar. A finales de los 70 resultaba muy común que en ellos hubiera una máquina de discos. En los 80, con el empuje de las tragaperras, empezaron a languidecer poco a poco. En 1984 ya se había convertido en una tacha para el establecimiento. Si tenías una en el local suponía que te habías quedado totalmente desfasado. Hoy se le llama jukebox con agradables resonancias vintage pero, entonces, a nadie se le ocurriría denominar aquel cacharro de esa manera. La mayoría terminaron desguazadas.

En perspectiva, me doy cuenta de que crecer con uno de esos artefactos resultó una maravilla. De niño, me familiarizó con la música pop de verdad, la popular y en formato single. Entonces se vendían muchos. En mi familia la compra se hacía de manera casi semanal. Por ejemplo, cuando ya se conocía el candidato español del festival de Eurovisión o la OTI adquiríamos el single, fuera este Francisco con «Latino» o Paloma San Basilio con «La fiesta terminó». Luego, una vez celebrado el certamen, entraba con todos los honores en la máquina el sencillo del ganador. Pero también llegaban los de Tequila, Tina Charles, Juan Pardo, Tito y Tita, Fernando Esteso, los Rolling Stones o Gary Glitter. Eso sonaba constantemente al antojo de los clientes. Echaban monedas y elegían su favorita.

Había una canción entre todas que me gustaba especialmente: «Moonlight Shadow», de Mike Oldfield. Su magnífico arranque me atrapaba. Pero, sobre todo, lo hacía la voz de Maggie Reilly y esa espléndida melodía sobre la que se deslizaba con total soltura. Todo me movía algo por dentro. Vapor. Melancolía. Y una hermosura que fluye entre las sílabas con soltura, como una cinta dibujándose en el aire.

Escuchar esa canción te hacía sentir el mismo placer que montar en bici sin ruedines y ver que no te caías. Nadar en la piscina sin tabla y comprobar que flotabas. O driblar a un compañero jugando al fútbol y sentir que la jugada, ahora sí, salía. Todo sin apenas esfuerzo. Sin cara de sacrificio. Sin apenas una gota de sudor. Sin músculo contraído, ni garganta rota. El no-feeling. Exactamente lo que muchos rockeros no soportan, ni soportarán jamás. Se trataba de esa belleza serena que más tarde encontrarías en muchos otros rincones del mapamundi del pop.

En la idea de la música que estaba formando en mi subconsciente aquel «Moonlight Shadow» marcó una línea de tez blanca, mirada lánguida y pómulos de cristal. Caminé por ella miles y miles de veces. Desde los primeros pinchazos con Mecano hasta los vuelos sin motor de Beach House. Desde la neblina que envolvía a los U2 de The Unforgettable Fire (1984) hasta las ensoñaciones en espiral de My Bloody Valentine en Loveless (1991). Hubo un tiempo en el que lo llamaron dream-pop, establecieron conexión directa con Brian Eno y le dieron incluso su correspondiente justificación intelectual, no fuera a ser que el placer se activara libre y sin muletas teóricas. Pero para mí esa sensibilidad, que tirando para atrás llevaría a The Supremes, nace allí, en los primeros ochenta, jugando con hacer construcciones de Tente, corchos de botellas y palillos de madera mientras Maggie Reilly estiraba y contraía las sílabas de aquella preciosa canción. «I stay, I pray / See you in heaven one day». Sí, tal cual está sonando ahora mismo en tu cabeza. Así de maravillosa.

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En teoría, yo no debería estar disfrutando entonces de Mike Oldfield. O el «Baile de los pajaritos» de María Jesús y su Acordeón. La banda sonora de mis memorias infantiles tendrían que haberla puesto Aviador Dro, La Mode o Kaka Deluxe. Supuestamente, en la primera mitad de los ochenta todo el país se dedicaba a ello con aire de sofisticación, el corazón en un puño y los ojos mirando a Londres y Berlín. ¿A qué me refiero? A la ensoñación colectiva del gran mito perenne de la música española: la Movida.

Tanto da que se cumplan veinte años de algo referencial en ella. Tanto da que se produzca el fallecimiento de alguno de sus grandes iconos. Tanto da que algún político sin ideas (a veces incluso desde ideologías derivadas de quienes la repudiaban en tiempo real) acuda allí en busca de legitimidad cultural sobre seguro. Lo cierto es que, de manera cíclica, nos toca un ensalzamiento de aquel movimiento que, por lo general, suele eclipsar parte de lo que realmente ocurrió en el pop de la época. Todo ese relato parcial tiene un curioso efecto secundario: desdibujar el pasado de muchos hasta convertirlo en una mera fantasía.

Lo digo porque yo, nacido en 1975, no aprecié mucho la Movida cuando el movimiento respiraba. Normal, era un niño totalmente inconsciente de su existencia. Aparecían por La bola de cristal algunos de sus personajes. Confieso que, desde mi mentalidad infantil, ahí se encontraban los momentos más aburridos del programa: el equivalente a Rosa León en los espacios para niños de la semana. A mí lo que me tiraba era La Pandilla y los electroduendes, no Loquillo o Santiago Auserón interpretando sus temas.

Ya en la adolescencia, un poco harto del llamado pop-rock español de los 80 (que sobrevivió en los 90), me abracé al underground casi como un acto de rechazo a la música nacional de la época. Esa incluía mi idea un tanto indefinida de la Movida. A mí lo que me ponía a cien en 1991/1992 eran Los Flechazos, Sex Museum, Lagartija Nick o Surfin’ Bichos. De lo que había por arriba, apenas me interesaba Mecano, Loquillo, alguna cosa suelta de Los Rebeldes, 091 y…, mmm, ya no se me ocurre nada más, sinceramente.

¿Era yo un bicho raro? Si uno hace caso a las revisiones, semeja que sí. Al parecer, la gente de mi edad recuerda a Parálisis Permanente y a Golpes Bajos como grupos referenciales, con sus pósters pegados en la pared y todo. A ambas formaciones las considero hoy magníficas e imprescindibles en la historia del pop español. Que nadie se equivoque: esto no va de mostrarse como un enfant terrible