La niña de sus ojos - Cheryl St. John - E-Book
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La niña de sus ojos E-Book

Cheryl St.John

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Beschreibung

La experiencia le había enseñado a buscar defectos hasta en un hombre tan perfecto como aquél… Después de superar tantas tragedias, Meredith Malone tenía algo que celebrar: el haber traído al mundo a una preciosa niña. Por fin había cumplido su sueño de ser madre, aunque la pequeña Anna fuera de una raza diferente a la suya. Escapando del torbellino que había provocado el evidente error de la clínica con el donante de esperma, Meredith acabó en los brazos de Justin Weber. El atractivo abogado llenaba sus días... y sus noches con una pasión que jamás había vivido. Pero, ¿por qué tenía la sensación de que, detrás de su naturaleza reservada, ocultaba algún secreto?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Harlequin Books S.A.

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

La niña de sus ojos, n.º 138 - enero 2014

Título original: Child of Her Heart

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2007

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

™ Harlequin Oro ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4103-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Entra a formar parte deEl legado de los Logan

 

Porque el derecho de nacimiento tiene sus privilegios, y los lazos de familia son muy fuertes

 

Por una equivocación del banco de semen, la madre soltera Meredith Malone se llevó la sorpresa de su vida...

 

Meredith Malone: sobrevivió a un cáncer de pecho y al abandono de su prometido. Después, el nacimiento de su bebé provocó un escándalo en su círculo social. Meredith tenía que proteger a su hija, así que huyó de vacaciones a la costa y... se enamoró. ¿Sería capaz de confiar nuevamente?

 

Justin Weber: Justin era un conocido abogado que estaba decidido a proteger Children’s Connection, y quería saber más cosas sobre Meredith y su bebé. Y, a medida que pasaba más días con ella, comenzó a ver el futuro reflejado en sus ojos...

 

Enfermera Nancy Allen: es una buenísima profesional que acude a las autoridades a confesar sus sospechas sobre una mafia de tráfico de niños que opera en el ámbito de su hospital. ¿Sería su denuncia un error fatal?

Prólogo

 

—Si este error llega a oídos de la prensa, la reputación de la clínica está acabada.

Mientras se dirigía hacia los demás miembros de la junta directiva con su voz grave y retumbante, Oliver Pearson se inclinó hacia delante y posó una mano, cubierta de pecas y manchas que indicaban su edad, sobre la brillante mesa de caoba.

—Yo creo que deberíamos tomar una decisión hoy mismo. Ese bebé ya tiene casi tres meses y, por miedo, nosotros hemos estado posponiendo esta conversación demasiado tiempo.

Dianna March irguió aún más su rígida espalda en la silla de cuero mientras las luces del techo se reflejaban en su elegante cabello plateado.

—¡Tenemos que darle algo de tiempo a esa mujer, Oliver, por Dios! Ha tenido una niña negra cuando esperaba tener una hija que se pareciera a ella. ¿Qué imagen habríamos dado si hubiéramos entrado directamente en su habitación del hospital para pedirle que firmara un documento de descargo de responsabilidad para la clínica?

Albert Squires, un ejecutivo retirado, calvo y barrigón, se unió a la conversación.

—La señorita Malone ya ha tenido tiempo suficiente. Su abogado ha llamado para amenazarnos con una demanda. Children’s Connection tiene que ofrecer una compensación.

Era una oferta generosa viniendo de un hombre que desde mil novecientos noventa y cinco llevaba el mismo traje de color granate a todas las reuniones de la junta.

—Ofrecer una compensación sería equivalente a admitir que se ha obrado mal —señaló Miles Remington, el miembro más joven de la junta directiva—. ¿Vamos a admitir la responsabilidad?

—La clínica es responsable —respondió Dianna—. Alguien mezcló las muestras de los donantes y fecundó sus óvulos con esperma de un donante afroamericano.

—¿Y cómo podemos saber con seguridad que la señorita Malone tiene intención de demandarnos? —preguntó John G. Reynolds, en su primera intervención desde que había comenzado la junta.

—El abogado de su madre ha exigido una compensación —replicó Oliver.

—La madre no puede demandarnos sin la hija —respondió su interlocutor—. Quizá todo esto no sea más que una bravuconada para comprobar cuánto pueden sangrarnos sin hacer público el asunto.

Terrence Logan, el director general retirado de la Logan Corporation, se levantó y se acercó a la mesa donde reposaban el termo de café y varias bandejas de pastas y bizcochos. Se sirvió una taza de café humeante y volvió a sentarse.

—Hasta ahora nos hemos informado a través de su médico y de la trabajadora social de la clínica que llevaba su caso. Lo que necesitamos es que alguien hable directamente con ella. Tenemos que averiguar qué piensa y descubrir si está dispuesta a aceptar una compensación.

—Justin es nuestro hombre —dijo Miles con vehemencia, blandiendo un pedazo de dónut pinchado en el tenedor—. ¿Y por qué no ha venido, a propósito?

Miles se refería a Justin Weber, el mejor amigo de la familia Logan y abogado de Children’s Connection, una de las clínicas de reproducción asistida más prestigiosas del país.

—Esta tarde vuelve de Chicago en avión —respondió Terrence—. Ayer consiguió con la compañía de seguros un acuerdo por aquel asunto del incendio.

—Enviadlo a evaluar a la señorita Malone —dijo Garnet Kearn. Era una mujer pequeña, con el pelo escaso, mal cortado y teñido de un castaño oscuro que hacía que su cabeza tuviera aspecto de coco—. Ése es su trabajo.

—No creo que eso sea inteligente —la contradijo Terrence—. Va a tomarse vacaciones y no puedo pedirle que las posponga de nuevo. Le ha prometido a sus hijos que los llevaría a Cannon Beach.

Se refería a las suites que poseía la compañía en un elegante hotel de la costa de Oregón, donde sus ejecutivos y directivos descansaban.

—¿Y cuándo se marcha? —preguntó Albert.

Terrence le dio un sorbito a su café.

—Debería haber vuelto esta mañana, pero se quedó en Chicago para cerrar el trato.

El silencio se hizo en la sala durante unos instantes.

Wayne Thorpe se inclinó hacia delante, mientras su silla crujía bajo su considerable peso. Los demás miembros de la junta lo miraron con interés. Era un hombre que no hablaba a menudo, pero cuando lo hacía, normalmente merecía la pena escucharlo.

—Probablemente, las cosas estén tensas para Meredith Malone —dijo—. Debemos tener en cuenta sus sentimientos con respecto a todo esto. Creo que sería apropiado por nuestra parte concederle más tiempo para reflexionar sobre la situación y sobre sus opciones.

Nadie dijo nada mientras asimilaban su sugerencia y todos se preguntaban adónde quería llegar.

Dianna March asintió.

—Estoy seguro de que habrá alguna suite disponible en la Lighthouse Inn —añadió Thorpe—. Después de todo estamos en febrero, temporada baja.

Terrence se sintió incómodo.

Dianna arqueó las cejas.

A medida que comprendían su insinuación, los miembros de la junta asintieron entre miradas de reojo. Enviar a Meredith Malone al mismo hotel donde su abogado estaría pasando las vacaciones.

—Eso la mantendría apartada de los medios de comunicación un poco más —convino Albert.

—Y le daría la oportunidad de pasar más tiempo a solas con su bebé —añadió Garnet—. El principal interés de la clínica son las familias.

Terrence sacudió la cabeza, pero todos los presentes en aquella sala, incluido él, sabían que debían tomar cartas en el asunto.

—¿Quién hará la oferta? —preguntó Miles.

—¿La presidenta? —sugirió Wayne Thorpe.

—Estupenda idea —dijo Oliver, dando unas palmadas sobre la mesa entre murmullos de aprobación.

Dianna March ocupaba el cargo de presidenta durante aquel ejercicio. Y era muy apropiado que una mujer hiciera el ofrecimiento. Mientras se colocaba un mechón de pelo tras la oreja, las luces arrancaron destellos de los diamantes que lucía en su mano esbelta.

—Me ocuparé de ello esta misma tarde.

1

 

Meredith Malone salió de Portland y tomó la autopista de Sunset hacia el oeste. La carretera estaba bordeada de campos de trigo dorado, colinas verdes y montañas que daban paso a bosques de alisos, cedros y abetos. En algunos puntos, se hundía tanto en el terreno que las bases de los enormes árboles estaban al nivel de los ojos a ambos lados del coche. Aquello le producía a Meredith la sensación de que era una parte infinitesimal del bosque. Antes de ver el sol y el cielo de nuevo, estuvo conduciendo una hora bajo las espesas copas de los árboles.

Allí, de vez en cuando, aparecían una tienda de regalos a un lado de la carretera y algunos puestos de fruta que estarían muy concurridos en unos meses. Durante el verano, incluso los anticuarios exhibían sus artículos en aquella parte de la carretera, y los turistas que se paraban a mirar entorpecían considerablemente el tráfico. En aquella época del año, sin embargo, el suyo era uno de los pocos coches que discurría por allí, así que el trayecto estaba siendo ligero.

Descendió por la última colina de Saddle Mountain, satisfecha por cómo había planeado el viaje. Su hija de tres meses, después de comer, siempre dormía la mayor parte de la mañana.

Hacía años que no iba a aquella parte de la costa. Cuando empezó a bajar hacia Cannon Beach y el océano Pacífico apareció ante su vista, el paisaje le resultó familiar. A los pocos minutos, llegó al pequeño pueblecito.

Anna, que iba en su asiento en la parte trasera del coche, se despertó y comenzó a informar a Meredith de que tenía hambre con sus ruiditos y algún quejido que otro.

—Ya hemos llegado, cariño. Mamá sólo tiene que encontrar la dirección.

Miró el papel que llevaba desplegado en el asiento del copiloto y siguió las indicaciones hasta que llegó a un pintoresco hotel de ladrillos multicolores que había junto a la playa. El edificio tenía unas contraventanas blancas que le daban un aire acogedor y cada habitación tenía un balcón. Había setos bordeando la casa y el camino de entrada a la finca.

Meredith desabrochó el cinturón del asiento de la niña, tomó la bolsa de Anna y su bolso y sacó al bebé del coche. Después volvería a recoger el resto de sus cosas. Viajar con un bebé era una ardua tarea. Había que meter pañales, juguetes, ropa y sábanas en la maleta y ella se preguntaba si aun así no habría olvidado algo que necesitaría más tarde. Una vez más, le agradeció al cielo su capacidad para darle de mamar a su hija. Al menos así no tenía que preocuparse de los biberones.

Podría haber sido algo perfectamente natural para millones de mujeres, pero para ella era un don que nunca daría por sentado.

Anna tenía la carita roja y estaba llorando cuando Meredith entró al vestíbulo, dejó la sillita en el suelo a su lado y se registró en el hotel.

—Lo siento —le dijo a la recepcionista por encima del llanto de la niña—. Tiene hambre.

La mujer asintió.

—¿Quiere que la ayude a subir sus cosas a su habitación? Quizá se calme si la saca de la silla y la toma en brazos.

—Probablemente tenga razón —respondió Meredith.

Se inclinó hacia Anna, le desabrochó las correas de seguridad y la levantó. Anna se quedó callada inmediatamente, miró a su alrededor y parpadeó observando a su madre.

—Ya estabas harta de ir en esa silla, ¿verdad, cariño? —le preguntó Meredith con una sonrisa. Después se volvió hacia el mostrador para tomar la llave de su habitación.

La recepcionista estaba mirando a Anna.

Meredith sintió una punzada de dolor. Anna era un precioso bebé con el pelo y los ojos negros y la piel aterciopelada del color del café con leche. Meredith, sin embargo, tenía la piel blanquísima.

¿Alguna vez conseguiría acostumbrarse a que todo el mundo se quedara mirándolas? Permaneció inmóvil, esperando alguna pregunta. A menudo, la gente le decía lo primero que pensaba. Sin embargo, aquella mujer demostró un mínimo de tacto y no hizo ningún comentario.

Con una sonrisa forzada, salió de detrás del mostrador y tomó la sillita y la bolsa de Meredith.

—Le enseñaré su habitación.

Ni siquiera pronunció un «qué niñita más guapa», ni «¿cómo se llama?».

Meredith soportó el dolor mientras la mujer la guiaba por el pasillo y la conducía hasta unas puertas dobles. Meredith abrió la puerta con la llave tarjeta y entró. La recepcionista dejó sus cosas dentro de la habitación, junto a la puerta.

—Espero que su estancia sea agradable.

—Gracias.

Meredith cerró la puerta con el pestillo. Su primera impresión fue que aquella suite tenía el mismo tamaño que todo su apartamento, y que estaba mucho más elegantemente amueblada.

Anna estaba llorando de nuevo, así que sin perder más el tiempo, fue hacia el dormitorio, puso al bebé sobre la cama y le cambió el pañal. Después, Meredith se desabotonó la camisa, se sentó en una cómoda butaca y se colocó a Anna en el pecho.

Su hija la observaba confiadamente y su piel suave y oscura ofrecía un vívido contraste contra el blanco pecho cicatrizado de Meredith. Ella le acarició la carita al bebé y sonrió. El trayecto había sido muy bello y relajante, pero estaba cansada de hacer las maletas, conducir y seguir indicaciones. Se quitó los zapatos de sendos puntapiés y posó los pies sobre el sofá de al lado.

Los pasados meses habían sido agotadores. Más bien, los dos últimos años habían sido agotadores. Sin embargo, los meses anteriores habían sido los peores de todos, siempre en lucha con la constante desaprobación y presión de su madre. Cada vez que Meredith pensaba en las reacciones de su madre, volvía a sentir un dolor lacerante en el corazón. Respiró profundamente e intentó contener su ira antes de que Anna sintiera la tensión en sus brazos.

La madre de Meredith se había empeñado en que cediera a Anna en adopción. Meredith no había querido ni oírlo, por supuesto. Ella había querido a su bebé desde el momento de la concepción. La había adorado a primera vista y cada día la quería más.

Sin embargo, Veronica estaba avergonzada. Se había sentido mortificada cuando su hija había dado a luz a una niña mulata. Había querido que el mundo supiera que Anna no había sido engendrada por métodos naturales y había amenazado constantemente con informar del error que había cometido Children’s Connection a los medios de comunicación, con la esperanza de ganarse el favor del público.

La evidente vergüenza de Veronica hacía mucho daño a Meredith. Ella se había quedado sorprendida cuando había visto a la niña, sí, claro. Pero, ¿avergonzada? No.

Estaba cansada de luchar con su madre por todo, de tener que negarse a seguir sus indicaciones para que demandase a Children’s Connection. ¡Veronica era su madre! Debería aceptar las decisiones de Meredith y querer a su nieta.

Los ojos se le llenaron de lágrimas, y parpadeó con decisión para no derramarlas. Necesitaba pasar aquellos días alejada de todo, especialmente de su madre. Deseaba tener privacidad, paz y tranquilidad. Quería disfrutar de un tiempo a solas con Anna, sin presiones ni censura.

Durante unas benditas semanas, no tendría que cocinar ni que limpiar. Tendría ayudantes. Podría visitar el pueblo y contemplar las vistas a su antojo, y volvería al hotel cuando le apeteciera, para poner los pies en alto y no hacer nada.

Paseó la mirada por la elegante habitación.

Aquello era exactamente lo que necesitaba.

 

 

La temperatura era muy agradable y Meredith decidió aprovechar la oportunidad. Cerca del hotel descubrió una tiendecita donde alquilaban sombrillas y tumbonas y, bien equipada, se dispuso a pasar un rato en la playa.

La arena estaba deliciosamente cálida bajo los rayos del sol y, aunque el agua debía de estar helada, había unos cuantos surferos deslizándose por las olas con sus trajes de neopreno.

Anna dormía plácidamente bajo la sombrilla, tumbada en una toalla gruesa, y al final de la mañana, Meredith había llegado a la segunda parte de una novela de misterio que llevaba tiempo queriendo leer. Se sirvió un poco de café descafeinado del termo y le dio un sorbito mientras notaba cierta pesadez en los párpados.

—Creo que su bebé está dormido.

—Ella también, Lamond. No la molestes.

—Sólo estaba mirando.

Aquellas suaves voces la sacaron del sopor. Cuando abrió los ojos, se encontró con dos preciosos niños negros, vestidos con vaqueros y camisetas. Ellos estaban mirando tímidamente a Anna.

—Hola —dijo Meredith.

El mayor de los dos niños se sorprendió al oír su voz, pero el más pequeño sonrió amablemente.

—Hola. ¿Es tu bebé?

—Sí. Se llama Anna. Yo soy Meredith.

—Yo me llamo Lamond y tengo cuatro años —dijo, y alzó la mano para enseñar cuatro dedos extendidos—. Éste es mi hermano mayor, Jonah. Tiene siete años —añadió.

—Encantada de conoceros.

—¿Sabe nadar tu bebé?

Con una sonrisa, Meredith sacudió la cabeza.

—Todavía no.

—Yo he visto en la televisión que hay bebés que saben nadar —dijo Lamond—. Sus padres los ponen en el agua y por debajo hay una cámara que los graba. Se les ve nadando, con la carita estrujada —explicó. Después hizo una demostración y se rió—. Es genial.

—Sí —respondió Meredith—. Yo también había oído decir que los bebés aprenden a nadar muy rápidamente.

Lamond dio un paso atrás y señaló el mar.

—A lo mejor puedes meterla en el agua para ver si sabe nadar —sugirió.

—Me parece que a los bebés hay que enseñarles a nadar en una piscina climatizada —respondió ella con una sonrisa—. El océano está muy frío.

—Está demasiado frío para mí —dijo Jonah, y se estremeció.

—Para mí no —replicó Lamond—. Yo soy muy fuerte. Me lo ha dicho mi padre.

—Seguro que es verdad.

—Tu niña es muy guapa —dijo—. ¿Puedo acercarme a mirarla?

—Claro —dijo Meredith. Se levantó de la tumbona y se arrodilló junto al bebé. Apartó suavemente la manta de su carita y se la mostró.

Anna frunció los labios con un pequeño gesto de succión.

—Ah —dijo Lamond, y se rió—. Qué mona.

Meredith sonrió al niño, que ya se había ganado su corazón. Ella también pensaba que todo lo que hacía Anna era encantador.

—¿Vives por aquí? —preguntó Jonah.

—No, estamos de vacaciones.

—Nosotros también —respondió él—. Estamos en el hotel Lighthouse Inn, pero el único faro que hay está en el letrero.

—También hay un cuadro en el vestíbulo —le dijo Meredith—. Nosotras también nos alojamos allí.

—Vamos a ir a ver un faro de verdad —añadió Lamond.

—¡Qué divertido!

—Niños, ¿estáis molestando a la señora? —una voz masculina interrumpió la conversación.

Los dos niños se volvieron hacia un hombre alto que se había acercado y que se inclinaba para mirar bajo la sombrilla.

—No la estamos molestando, papá —respondió Lamond—. Es la señorita Meredith. Sólo estábamos mirando a su niña, Anna. ¿A que es muy guapa?

Los pantalones caqui y la camisa amarilla que llevaba el hombre contrastaban con su piel oscura. Se puso las manos sobre las rodillas al agacharse. Tenía los dedos largos y las uñas cortas y rosadas.

—Es muy guapa, en efecto —respondió con una sonrisa. Tenía una energía y una presencia masculina que Meredith casi podía sentir en la piel. Cuando él se dirigió a ella, su mirada fue casi como un roce físico.

Esperaba que tuviera una expresión de censura... una pregunta...

—¿La están molestando los niños?

No era la pregunta que ella había esperado. Y su voz le derritió los sentidos, como un helado de vainilla cubierto de caramelo caliente.

—En absoluto. Estaba contenta de tener alguien con quien hablar. Anna es muy alegre, pero no tiene mucho que decir.

Él sonrió.

—Dele un par de años más y no pensará lo mismo.

—Ellas también se quedan en Lighthouse Inn, papá —dijo Lamond.

—Entonces, somos vecinos. Al menos, temporalmente. Soy Justin Weber —dijo él, presentándose cortésmente—, el padre de estos dos granujas.

Meredith alzó la mano y él se la estrechó. Sus dedos cálidos la agarraron con firmeza y suavidad al mismo tiempo. Aquel sencillo gesto no tenía por qué provocarle un cosquilleo en el estómago, pero lo consiguió.

—Me alegro de conocerlo.

Él soltó su mano. Inmediatamente, Meredith se preguntó si existiría una señora Weber, pero no lo preguntó, porque tampoco quería responder a aquel tipo de preguntas si se las dirigían a ella.

—¿Dónde está su papá? —le preguntó Lamond.

Meredith parpadeó, pero entendió lo que quería decir el niño inmediatamente.

—Quieres decir su marido —Jonah corrigió a su hermano.

—No tengo marido —respondió ella.

Era un alivio que le hicieran una pregunta fácil para variar, una que a ella no le importara responder. La mayoría de la gente le hacía preguntas indirectas sobre la paternidad de Anna y Meredith las encontraba totalmente ofensivas y groseras.

—¿Murió? —preguntó Lamond, y su expresión se volvió triste—. Nuestra mamá murió.

La respuesta a su propia pregunta fue muy triste, y ella sintió aún más simpatía por aquellos niños sin madre.

—No, cariño. Nunca he estado casada. Siento lo de tu mamá.

Ella miró al hombre, pero no percibió ninguna emoción reflejada en sus ojos oscuros.

—Tenemos una niñera —respondió Jonah—. Es como una mamá.

Sin saber qué decir, Meredith se limitó a escuchar.

—Se llama Mauli —añadió Lamond—. Es de Hawai. Sabe hacer volteretas.

Jonah asintió.

—Y sabe multiplicar y dividir con la cabeza. Sin calculadora.

—Y sabe hacer macarrones con queso sin caja —añadió Jonah, y miró a su padre—. ¿Verdad, papá?

Justin asintió.

Meredith sonrió ante aquellas sentidas alabanzas hacia su niñera.

—Parece que es maravillosa.

—No sé cómo nos las arreglaríamos sin ella —dijo el hombre.

—¿Está con ustedes de vacaciones?

—Oh, sí —respondió Justin, mirando en dirección a la carretera que se alejaba de la playa—. Está de compras. Tiene mucho tiempo libre cuando estamos de vacaciones. Los viajes son una de las ventajas de su trabajo.

—Eso está muy bien para ella.

Él asintió.

—Bueno, niños, será mejor que dejemos a la señorita... Meredith que siga leyendo, y nosotros acabaremos nuestro paseo. Encantado de haberla conocido —le dijo a ella.

—Lo mismo digo.

—Ahora vamos a ver el faro —dijo Lamond.

—Que lo paséis muy bien.

—Podrías venir con nosotros —añadió el niño, con la inocencia de la infancia—. Sería genial.

De nuevo, Meredith se encontró con los ojos del hombre, que en aquel momento parecía un poco incómodo.

Ella sonrió.

—Gracias, pero hoy había pensado descansar. Anna y yo estamos disfrutando de la playa. Que lo paséis muy bien —repitió.

—Cuando te veamos te lo contaremos.

—Lo estoy deseando.

Después de decirse adiós, Justin se incorporó para alejarse. Lamond le tiró de la manga y él se colocó al niño sobre los hombros.

Meredith observó a la pequeña familia mientras se alejaban por la arena dorada, y no pudo evitar darse cuenta de que Justin Weber tenía un bonito cuerpo: los hombros anchos, las caderas estrechas y las piernas largas. Era una pena que hubieran perdido a su mujer y a su madre. Y qué suerte tenían de ser todos del mismo color.

¡Vaya! ¿De dónde habría salido aquella idea? Meredith no lo sabía, pero le había sorprendido pensarlo.

Anna comenzó a emitir ruiditos y Meredith miró la hora. Tenía pensado quedarse en la playa otro par de horas, así que cambió a la niña y le dio de mamar.

De vez en cuando, alguien pasaba frente a ellas y las saludaba, pero el resto del tiempo Meredith disfrutó de la soledad y del sonido de las olas rompiendo en la orilla.

Cuando volvió a su habitación, acostó a Anna en la cuna que le habían proporcionado en el hotel. Tenía cuatro mensajes en el contestador del teléfono móvil. Los cuatro eran de su madre, y en los cuatro le pedía que la llamara y que tuviera sentido común. Meredith los borró, volvió a apagar el teléfono y se acostó para dormir la siesta.

Después de descansar, le dio de comer de nuevo a la niña, se duchó y se puso unos pantalones y una blusa de seda. Tomó a la niña y salió del hotel. En el coche, estuvo buscando un restaurante en una guía de turismo que había descubierto en el revistero del hotel. Todos tenían buena pinta y, como las direcciones no le decían nada, se dirigió hacia la calle principal del pueblo.

El primer restaurante que encontró era una marisquería con una dentadura de tiburón colgada sobre la fachada de madera. A Meredith le gustó el pequeño edificio y, como tenía una buena puntuación en la guía, aparcó el coche y entró.

El maître le estaba preguntando por sus preferencias cuando oyó la voz de un niño llamándola.

—¡Señorita Meredith! ¡Señorita Meredith!

Entonces se volvió y vio a Lamond Weber atravesando el vestíbulo directamente hacia ella.

—Vaya, hola.

Justin se acercó a ella con una cálida sonrisa.

—Nos estaban dando una mesa. ¿Quieres cenar con nosotros?

Meredith miró a Justin, a Lamond y al maître, y no se le ocurrió ni una sola razón para no aceptar la invitación.

—Gracias. Me encantaría.

—Estupendo —dijo Justin.

—Ésta es la primera vez que salgo a cenar desde que tuve a Anna —comentó Meredith con una sonrisa, cuando todos se hubieron sentado. Tomó una carta y miró los platos. El salmón a la plancha, el atún y las ensaladas le hicieron la boca agua.