El marido soñado - Cheryl St.John - E-Book

El marido soñado E-Book

Cheryl St.John

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Beschreibung

Él le ofrecía la familia que siempre había deseado. Cuando Mariah se encontró embarazada y soltera a los dieciocho años, decidió marcharse del pueblo de Colorado donde vivía. Un año después, regresó de Chicago con un bebé y con la historia de un marido ficticio que se había marchado convenientemente a Alaska a probar suerte con las minas de oro. Pero entonces, el atractivo aventurero llamado Wes Burrows apareció en su casa afirmando ser el marido que Mariah se había inventado. Sus mentiras habían tomado forma humana... y sus sueños más alocados se empezaban a hacer realidad.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2009 Cheryl Ludwigs

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El marido soñado, n.º 454 - diciembre 2021

Título original: Her Colorado Man

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-219-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Uno

 

 

 

 

 

 

Ruby Creek, Colorado

Mayo de 1882

 

—¡Cuidado!

Mariah Burrows se agachó y corrió antes de girarse y alzar la mirada hacia la caja que se tambaleaba en lo alto del oscuro almacén. Los tres hombres jóvenes que estaban junto a los carromatos y encaramados a las escalerillas, reaccionaron con rapidez para evitar que cayera; dos de ellos eran sobrinos de Mariah, y el tercero, un primo lejano.

—No amontonéis tanto esas cajas —ordenó ella—. Malgastar el espacio es preferible a perder ochenta y cinco dólares en la cabeza de alguien. Construimos específicamente este lugar para almacenar la cerveza de la exposición… aprovechemos sus posibilidades.

Roth, uno de sus sobrinos, saltó desde el montón de cajas y la saludó con un gesto burlón.

—El abuelo nos habría dado una buena somanta si se nos llega a caer —declaró.

—Y yo le habría dicho a tu madre que esta noche no sirviera ese apfelstrudel que tanto te gusta.

Roth rió, se sacó la gorra del bolsillo y se la puso en la cabeza.

—Eres una jefa tiránica, tía Mariah.

En ese momento se oyó una voz familiar que resonó en el interior del almacén.

—¡Mariah! ¡Mariah Burrows!

—Estoy aquí, Wilhelm…

Wilhelm era el hermano menor de Mariah. Tenía veintidós años, dos menos que ella, y siempre que podía la llamaba por su nombre y apellido para tomarle el pelo; a fin de cuentas, Mariah era una de las pocas personas, entre los más de cien empleados de la Cervecera Spangler, que no tenía nombre alemán.

—¿Qué haces aquí a estas horas? —preguntó ella.

—El abuelo quiere verte ahora mismo.

Mariah buscó un lapicero en el bolsillo de los pantalones de hombre que se ponía diariamente para trabajar.

—Iré a verlo en cuanto termine con el inventario del cargamento de anoche.

—No, tiene que ser ahora mismo. Ha dicho que es urgente.

Ella se metió el libro de contabilidad debajo del brazo, avanzó hacia él y preguntó:

—¿John James está bien?

—Sí, tú hijo está perfectamente.

—¿Y el abuelo?

—También. Pero quiere verte de inmediato; no se por qué.

Aliviada, Mariah se giró hacia Roth.

—Vuelvo enseguida. Seguid con el trabajo y poned esas cajas cerca de la cinta transportadora. Sólo faltan siete días para la inauguración de Denver.

La Cervecera Spangler ocupaba algo menos de media hectárea de terreno situado a tres kilómetros de la localidad de Ruby Creek. Los almacenes se encontraban a pocos metros de la vía del tren, cada uno con propia plataforma; en cuanto a los edificios donde se producía la cerveza, estaban cerca de los arroyos de agua helada que descendían de la cordillera y desembocaban en el río que daba nombre al pueblo.

Las montañas del noreste todavía tenían nieve en las cumbres, pero las colinas cercanas ya estaban plagadas de nomeolvides y adelfillas. Mariah respiró a fondo y notó el aroma acre a lúpulo fermentado.

—Esta mañana oí a madre en la cocina —dijo Wilhelm con un tono solemne muy impropio de él.

Mariah miró a su hermano.

—¿Y qué decía?

—Que a veces, el abuelo olvida en qué día vive.

Mariah ya lo había notado con anterioridad. En cierta ocasión, se refirió a un hecho de veinte años antes como si acabara de ocurrir; pero luego siguió trabajando con normalidad absoluta.

—A mí me parece que está en plena forma —dijo ella—. No es extraño que de vez en cuando se dé un viajecito por el pasado.

Su hermano se encogió de hombros.

—Sí, supongo que tienes razón.

Entraron en el edificio de ladrillo, de cuatro pisos de altura, donde estaban las oficinas de la empresa y las habitaciones de su abuelo. Sus zapatos de trabajo no hicieron el menor ruido cuando avanzaron por la alfombra que atravesaba el vestíbulo.

Mariah se despidió de Wilhelm con una sonrisa y abrió una de las puertas de nogal para entrar en los dominios de Louis Spangler. Adoraba aquellas habitaciones desde niña, cuando él la invitaba a sentarse en alguno de los sillones de cuero, colocados frente a la chimenea de piedra, y le contaba historias sobre su juventud en Baviera y sobre sus primeros tiempos en Estados Unidos, cuando su padre, sus tíos y él mismo construyeron la cervecera familiar.

Louis Spangler era el único de ellos que seguía con vida. Durante años, cuando estaba a solas con su esposa, hablaban en un dialecto bávaro del que sus hijos y sus nietos sólo conocían unas cuantas palabras y frases; pero su mujer ya había fallecido y Mariah llevaba mucho sin oírlo.

—Debe de ser algo muy importante —dijo Mariah—, porque llevas tres meses advirtiéndome de que no debo malgastar un solo segundo hasta que todo esté preparado para la exposición.

Louis, que estaba contemplando las vistas desde la ventana, se apartó de ella y le dedicó una mirada algo indecisa.

—En efecto. Es importante.

—¿Es sobre la exposición?

—No, no tiene nada que ver.

Él la invitó a sentarse con un gesto y ella se acomodó en una mecedora, contempló el brillo de preocupación en sus ojos azules y esperó. Lo conocía lo suficiente como para saber que no debía meterle prisas. Diría lo que tuviera que decir cuando estuviera dispuesto.

—Tengo noticias —declaró—. Noticias que te afectan a ti y a John James.

Mariah se enderezó un poco. Cuatro años antes, Louis le había dado un puesto en la dirección y la había convertido en la primera mujer que ocupaba un cargo relevante en los casi cuarenta años de existencia de la empresa. Además, Mariah sabía que tanto su hijo como ella misma gozaban de su favor, y que algún día heredaría parte de las propiedades de la familia.

—¿De qué se trata? —preguntó.

—De Wes Burrows. Estará aquí dentro de unas semanas.

Mariah se quedó tan sorprendida que tardó unos momentos en comprender. Nunca hablaban de él; y no hablaban de él por la sencilla razón de que no existía. Oír su nombre en boca de Louis fue tan desconcertante como si hubiera usado el dialecto bávaro con el que se dirigía a su esposa en los viejos tiempos.

—¿Qué… ? ¿Qué quieres decir?

—Lo que has oído. El padre de John James va a venir.

—Pero eso es imposible…

—Me temo que no. Me he puesto en contacto con él y sé que ya ha salido de Juneau. Estará aquí a principios del mes que viene.

Mariah se levantó de la mecedora como empujada por un resorte; pero tuvo la sensación de que la habitación daba vueltas y se sentó en uno de los sillones.

—¿Podrías explicármelo, por favor? ¿Cómo es un posible que un hombre ficticio, el hombre que tú inventaste, aparezca de repente y diga que viene?

—No me inventé a Wes Burrows. Existe.

—No entiendo nada. Siempre había creído que las cartas que recibíamos de él las escribía tu amigo de Forchheim…

—Otto falleció. Te lo dije en su día.

—No, no me lo dijiste.

Mariah pensó en las cartas que su hijo había recibido recientemente.

Le había parecido que la letra y el estilo eran algo distintos, pero de un modo tan sutil, que no sospechó que pudieran ser de otro hombre.

Se llevó las manos a la cara e intentó tranquilizarse. Aún cabía la posibilidad de que su abuelo sufriera una de sus típicas confusiones seniles.

—Si Otto está muerto, como dices… ¿quién ha estado escribiendo a John James? ¿Quién va a venir el mes que viene?

—Nunca imaginé que pudiera ocurrir esto. Nunca, ni en un millón de años —afirmó él, en tono de disculpa—. Pero deja que me explique.

Mariah asintió.

—Muy bien, te escucho.

—Otto Weiss llevaba una buena temporada en Alaska cuando le pedí que nos ayudara. Necesitábamos a alguien que no comprobara su correo de forma habitual, alguien cuyo nombre pudiéramos usar y que nunca llegara a saber lo que pasaba.

—Sí, eso ya lo sé.

Siete años atrás, cuando Mariah le confesó que iba a tener un hijo y que no pensaba casarse, Louis la envió a Chicago a pasar el embarazo.

Al volver a casa, se llevó la sorpresa de que su abuelo se había inventado un marido ficticio; todo el mundo, desde la familia hasta los vecinos de Ruby Creek, pensaba que se había casado en Chicago y que había regresado sola porque su esposo se había marchado a trabajar en las minas de oro del norte.

Louis pensó acertadamente que el estigma de un esposo poseído por la fiebre del oro sería mejor para la reputación de Mariah que la verdad. Era la solución perfecta. Nadie haría preguntas y nadie murmuraría a su costa; además, la artimaña la libraría de posibles pretendientes y podría llevar la vida que deseara.

Cuando su abuelo le enseñó la primera carta de su marido ficticio, le dijo que era importante para que John James creyera tener un padre que lo quería. Mariah estuvo de acuerdo con él y nunca reveló el secreto.

—Pero yo creía que Otto se había inventado el nombre… —dijo ella.

—Habría sido mejor. Deberíamos haber alquilado un apartado postal, a nombre falso; o haber dicho que tu marido había muerto. Pero ya sabes que a John James le encantan esas cartas. Habría sido muy duro para él, y como no hacíamos mal a nadie…

—No te sientas culpable, abuelo. Soy tan responsable de lo sucedido como tú —dijo ella—. Pero entonces, el apellido que he estado usando es el de un hombre real…

—En efecto.

Mariah no salía de su asombro. Volvió a pensar en las cartas y cayó en la cuenta de que en los últimos tiempos las leía con más frecuencia porque las historias de su autor habían despertado su curiosidad.

—¿Y quién es el autor las cartas?

—El propio Burrows. Como ayudo a John James a responder, me escribió a mí y me preguntó por qué recibía cartas de un niño al que no conocía. Me disculpé, le conté lo sucedido y le expliqué que lo habíamos hecho porque el niño necesitaba un padre; pero dejé caer que nadie saldría perdiendo si seguíamos un poco más con la farsa… y empezó a escribir las cartas él mismo.

Mariah se pasó una mano por los ojos, como si así pudiera borrar su confusión.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Te lo dije —contestó, frunciendo el ceño—. Bueno, o estaba convencido de habértelo dicho…

Mariah sintió una angustia profunda al pensar que a su hijo se le rompería el corazón cuando supiera la verdad; incluso era posible que la odiara por haberle mentido.

Un segundo después, le asaltó la sombra de una sospecha.

—¿Por qué viene aquí? —preguntó, preocupada—. ¿Qué pretende ese hombre?

Louis abrió un cajón, sacó un sobre y dio golpecitos con él, pensativo, antes de dejarlo sobre la mesa y empujarlo hacia Mariah.

Ella lo alcanzó con dedos temblorosos. Reconoció el nombre de su abuelo en el remite, sacó la carta y empezó a leer.

 

Señor Spangler:

No estoy seguro de que entienda lo que estoy a punto de hacer. Ni yo mismo estoy seguro, pero saldré de Juneau a finales de semana y me dirigiré a Colorado.

Durante los últimos seis años, mi vida ha sido un viaje constante entre campamentos y oficinas de correo. En estas tierras se podía ganar dinero, y he dedicado mi juventud a conseguirlo; pero a veces, cuando alguien recibía cartas de sus familiares, me preguntaba qué se sentiría al tener una familia propia, al tener un sitio al que volver.

Antes de trabajar como mensajero, fui marinero y buscador de oro. He viajado por medio mundo y nunca me sentí especialmente ligado a ningún lugar. Pero cuando leí las cartas de John James, en las que hablaba de su madre, de usted y de su familia, me sentí como si Ruby Creek formara parte de mi historia.

Aunque parezca un sinsentido, últimamente extraño un lugar donde no he estado nunca y a un niño a quien no conozco. La añoranza de las cartas de John James es la misma añoranza que siento desde que nací, la necesidad de ser importante para alguien. Y estoy dispuesto a ser ese alguien para él.

He estado pensando mucho durante las últimas semanas y me he dado cuenta de que lo que más quiero, por encima de todo, es hacer algo bueno, que deje huella. Creo que puedo ejercer una influencia positiva en su bisnieto.

Cuando reciba esta carta, ya habré salido de Juneau y no podrá ponerse en contacto conmigo; pero de todas formas, no habría conseguido que cambiara de opinión. Voy a ver a John James.

Le doy mi palabra de que no haré nada que pueda dañar o avergonzar al niño, y de que no pretendo perturbar la vida de su nieta ni la de usted. Simplemente, es necesario; quiero que su bisnieto tenga lo que todo niño merece: un padre que lo quiera.

Atentamente, Wesley T. Burrows

 

Los ojos de Mariah se llenaron de lágrimas de temor y resentimiento. Parpadeó, dobló la carta y la guardó en el sobre.

—Esto es absurdo —dijo con vehemencia—. No conocemos a ese hombre. ¿Qué derecho tiene a meterse en nuestras vidas y presentarse aquí como si fuera un caballero andante en un corcel blanco?

Se levantó, tiró el sobre en la mesa y se aferró al respaldo de cuero del sillón en un intento por detener el temblor de sus manos.

—¿Qué vamos a hacer?

—No podemos hacer nada —respondió su abuelo—. Usamos su dirección de correo durante muchos años sin pedirle permiso. Nos ha pillado en una mentira.

—¡Pero eso no justifica que se presente y nos arruine la vida! —exclamó—. ¿Qué pasará si intenta extorsionarnos? No se me ocurre mejor motivo que ése para cruzar medio país y meterse en las vidas de otras personas.

—¿Extorsionarlos? No, lo dudo mucho. He leído todas las cartas que ha escrito a John James y creo que es sincero. Pero no adelantemos acontecimientos, Mariah. Afrontaremos el problema cuando se presente.

—No, no… —dijo, presa del pánico—. No puede ser. Envía a alguien para que le salga al paso.

—¿A quién? ¿A tus hermanos? ¿A tus sobrinos? —preguntó—. ¿Y qué les diríamos? No, sería mucho peor. Además, no podemos impedirle que venga; no está violando ninguna ley —le recordó.

Mariah odiaba sentirse atrapada y bajo el control de otras personas. Desgraciadamente, Wes Burrows tenía la sartén por el mango.

—Nadie lo ha visto nunca —alegó—. Cuando llegue, diremos que es un impostor…

—Mariah, eso levantaría…

—Sí, lo sé, lo sé —lo interrumpió—. Eso levantaría sospechas y pondría a John James en una situación muy desagradable.

Mariah se alejó unos cuantos pasos y volvió junto a su abuelo.

—De momento, daré por buena su palabra —dijo Louis—. Sólo pretende que John James sepa que tiene un padre y que lo quiere.

—¡Pero no tiene padre! —protestó.

Le puso una mano en el brazo y añadió, más tranquila:

—No te culpo, abuelo. Al volver de Chicago con el niño, me sentí muy aliviada al saber que habías inventado una historia para protegerme. Me ahorraste la vergüenza de tener que dar explicaciones y acepté la mentira porque era lo más conveniente. Cuando Otto empezó a escribir a John James, debí pedirte que no le dieras las cartas a mi hijo… pero no lo hice. Quería que tuviera un padre.

Mariah se detuvo un momento.

Le temblaban las piernas.

—Ese hombre ha llevado la mentira demasiado lejos —continuó—. Aunque sus intenciones sean buenas y efectivamente quiera ser un padre para él, se marchará en algún momento. Al final, le hará más mal que bien.

Louis tomó su mano.

—Digamos que sólo va a estar unas semanas; así evitaremos que John James se haga ilusiones. Las cosas volverán a la normalidad cuando se marche y el niño sabrá que tiene un padre como todo el mundo.

—Pero no dejará de ser mentira.

Mariah habló con un hilo de voz porque su angustia no le permitía otra cosa. Al aceptar la mentira, tal vez se había dejado llevar por la fantasía de que el padre de John James no era una invención, sino alguien que existía y que volvería en algún momento.

Louis la soltó y miró por la ventana; su cabello adquirió un brillo plateado bajo la luz del sol. Después, se giró hacia ella, la miró a los ojos y dijo:

—Es demasiado tarde para decir la verdad. ¿O todavía crees posible que el padre real del niño aparezca algún día?

Ella le devolvió la mirada y sacudió la cabeza con todo el dolor de su corazón. Louis estaba en lo cierto; la verdad sólo serviría para destrozar su familia.

—No, no aparecerá.

—Mariah, sabes que nunca te he presionado. Lamento que nunca hayas querido contarme lo que pasó… pero confío en ti.

Mariah se sintió culpable.

—Lo sé. Y yo confío en ti, en mi padre y en mis hermanos. Pero no en un desconocido.

Louis se acercó a su nieta y la abrazó contra su chaleco de seda. Olía a jabón y a todas las cosas que a Mariah le resultaban queridas y familiares. De hecho, tuvo que contenerse para no romper a llorar.

—Sea quien sea ese hombre, no voy a darle la bienvenida ni a tratarlo con cortesía —sentenció ella—. Aunque verdaderamente fuera mi marido, que no lo es, nadie esperaría que lo recibiera con los brazos abiertos después de tantos años.

—Haremos lo que tengamos que hacer —puntualizó Louis—. Haremos lo que sea mejor para John James.

—Wes Burrows no sabe qué es mejor para John James. Ni siquiera nos conoce —replicó, con voz rota por la tensión—. Descubriré lo que se trae entre manos. E impediré que haga daño a mi hijo.

Mariah quería a su abuelo con toda su alma y sabía que sus intenciones eran buenas. Los dos estaban convencidos de que salvaguardar su reputación y dar un apellido a su hijo era lo mejor que podían haber hecho. Gracias a una mentira, John James y ella misma se habían librado de la condena social.

Pero la situación había cambiado.

Dos

 

 

 

 

 

 

Aquella tarde, cuando el sol empezaba a ocultarse en el horizonte, Mariah se acercó a una carreta que salía para que la llevara a casa. Su hermano Arlen le tendió una mano; ella aceptó su ayuda y se encaramó al pescante.

Arlen vivía en la casa de la familia con el abuelo y sus padres, al igual que ella y John James, sus dos hermanas menores, una tía que había enviudado y la familia de su primo Marc. Mariah y los suyos habían vivido en otra casa hasta que su madre empezó a perder la vista y se mudaron a una mayor para que Henrietta no estuviera sola durante el día; pero Wilhelm y su familia permanecieron en el domicilio antiguo, que estaba a poca distancia.

Todos los Spangler vivían en un radio de medio kilómetro; así estaban cerca del trabajo y de los demás. Su abuelo decía que era como tener su propio barrio bávaro, pero mantenían una relación estrecha con los habitantes de Ruby Creek.

Mariah estaba tan sumida en sus pensamientos y preocupaciones que no prestó atención a la conversación agradable ni a las bromas de rigor. Poco después, la carreta se detuvo. Arlen ayudó a bajar a su hermana mientras Marc saltaba a tierra y hacía lo propio con Faye, su esposa, que se alisó las faldas rápidamente.

Al llegar al patio trasero de la casa, los hombres y las mujeres se separaron. Ellos se marcharon para asearse un poco y Mariah y Faye cruzaron el porche y se dirigieron a la enorme cocina, llena de aromas que hacían la boca agua. Ina, su tía, se apartó un momento de los cacharros y las saludó con una sonrisa. La madre de Mariah estaba sentada en un taburete de madera, pelando patatas.

—Hola, madre —dijo.

Henrietta alzó la cabeza para que le diera un beso y preguntó:

—¿Qué tal tu día de trabajo?

—Largo… bajaré a ayudaros con la cena cuando me lave y me cambie de ropa.

Las dos jóvenes ya estaban saliendo de la cocina cuando se encontraron con Hildy, una de las primas de Mariah, con quien estuvieron a punto de chocar.

—¡Ah, estás aquí! John James te estaba esperando.

Hildy no vivía con ellos. Había trabajado en la cervecera durante un par de años, pero últimamente se dedicaba a hacer compañía a Henrietta porque la madre de Mariah se había quedado ciega. Prefería las labores de la casa y el cuidado de los niños, lo cual resultaba conveniente para todos; además, no tenía hijos propios.

—Los chicos comieron al salir del colegio —les informó—. Les preparé unos huevos, aunque habrían preferido las galletas de tu madre…

Mariah miró a su prima, de cabello oscuro y ojos de color avellana. No podían ser más distintas; Hildy había salido a los antepasados irlandeses de su padre y ella había heredado el cabello rubio de los Spangler.

—Eres una bendición, Hildy.

En lugar de usar la escalera de atrás, Mariah se dirigió a la parte delantera de la casa y subió por la principal, que daba a una sala de uso común. Los cuatro niños tenían allí sus pupitres, pizarras y libros, además de juegos variados y rompecabezas para pasar las tardes cuando llovía.

John James se levantó al verla y corrió hacia su madre.

—¡Mamá! Hoy he hecho una cuenta sin usar los dedos ni la pizarra…

—Si sigues así, tu tío Wilhelm querrá que lo ayudes con la contabilidad de la empresa.

Mariah le acarició el cabello y se arrodilló a su lado para darle un beso.

Al notar su olor a jabón y a tiza, el corazón se le encogió con la posibilidad de que le hicieran daño.

—Oh, no… —dijo él, con la seriedad posible en un niño de seis años—. No quiero trabajar con las cuentas, sino con las máquinas. Me gustan los sonidos de la planta embotelladora. Además, desde la entrada se ven las montañas…

—Cuando te hagas mayor podrás ser lo que quieras y dedicarte a lo que quieras, cielo mío —afirmó su madre.

—¿Incluso presidente? —preguntó Emma, la hija de Marc y de Faye.

Mariah retorció la coleta a la pequeña, de siete años de edad.

—Por supuesto. A no ser que tú te le adelantes…

—¡Emma no puede ser presidente! —protestó su hermano, Paul, que tenía cinco años—. ¡Es una niña! Los presidentes tienen barba..

Mariah soltó una carcajada y los niños rieron. Emma los miró con perplejidad.

Tras ordenar a John James que terminara sus deberes antes de cenar, Mariah se alejó por el pasillo y se dirigió a su habitación.

La cena fue tan ruidosa y agradable como siempre. Cuando estaba en casa, Mariah dejaba de ser jefa o compañera de trabajo y se convertía en madre, tía, prima, hermana e hija. Sus familiares charlaban tranquilamente y se pasaban platos de patatas y de schweinsbraten, un plato tradicional de cerdo asado, mientras degustaban una cerveza espumosa y oscura.

Cuando terminó su jarra, Mariah soltó un suspiro y pensó que el producto de los Spangler era el mejor del mundo. Pero su padre, Friederick, notó que le pasaba algo y la miró con intensidad.

—¿Te encuentras bien, hija?

—Sí, no te preocupes. Es que ha sido un día largo y estoy un poco cansada.

Después de cenar, fregaron los platos y todos se retiraron a sus habitaciones. Mariah llevó a John James a la habitación que compartía con Paul. El pequeño cerró los ojos en cuanto se tumbó, y ella le acarició el cabello.

Le vinieron a la cabeza las palabras de Wesley Burrows: «quiero que su bisnieto tenga lo que todo niño merece, un padre que lo quiera». Nadie lo deseaba más que ella, pero nunca lo tendría. Los hermanos de Mariah eran maravillosos y cuidaban de él como si fuera hijo suyo; Arlen lo llevaba a jugar a la pelota con el resto de los niños e incluso le había enseñado a pescar, pero no era lo mismo.

Se tumbó junto a John James, con la cara cerca de su cuello, y notó su respiración lenta y tranquila contra la sábana de algodón. Por suerte, nunca estaba solo. Tenía una familia que le daba cariño y sentido de pertenencia a un lugar, una familia a la que ella le estaría eternamente agradecida.

La que estaba sola era ella. La que miraba a las parejas con curiosidad y envidia era ella. La que permanecía en vela por las noches, sabiendo que nunca tendría más de lo que ya tenía, era ella.

No se casaría, no tendría más hijos, no conocería el amor de un hombre. Aunque por otra parte, casi estaba convencida de que nunca querría a un hombre que no fuera sangre de su sangre.

A veces, consideraba la posibilidad de embellecer la mentira en la que vivían diciendo que su esposo había sido asesinado. Había imaginado cientos de muertes para él; porque si estaba muerto, podrían cortejarla. Pero no quería añadir más mentiras a la historia. Además, John James era lo único importante; creía que su padre existía y que vivía en un lugar remoto; si le decía que había muerto, sufriría mucho.

La puerta se entreabrió en ese momento. Era Faye. Evidentemente, Paul ya se había dormido y pasaba a comprobar si John James estaba bien. Al verla, le hizo un gesto y se marchó.

Mariah pensó que todas sus elucubraciones sobre el padre de su hijo estaban fuera de lugar. Wesley Burrows iba a entrar en sus vidas. Y cuando llegara, no tendría más remedio que contarle la verdad a John James.

Se levantó, abrió la cómoda donde guardaba la ropa del niño y abrió el cajón de abajo. En su interior había una caja de puros, que abrió para sacar un montón de cartas atadas con un trozo de cordel. Después, salió de la habitación y cerró la puerta en silencio.

Su dormitorio estaba al otro lado del pasillo, frente al de su hijo y pegada a la de Arlen. Era un lugar agradable y cómodo, con espacio suficiente para albergar un escritorio, un sillón junto a la chimenea y la cama de cuatro postes en la que dormía desde la infancia. Bajo la ventana, triple, había puesto un banco almohadillado desde el que podía admirar el huerto y las montañas cubiertas de bosques.

Encendió una lámpara y la dejó en el escritorio. Desató el cordel de las cartas, las comprobó una a una y las separó en dos montones, según la letra; era muy parecida, pero cualquier buen observador habría notado que pertenecía a dos personas diferentes. No eran todas las cartas que John James había recibido; sólo estaban las más recientes, las del último año.

Leyó las más antiguas y las fue apartando hasta que llegó a la primera donde cambiaba la letra. Decía así:

 

Querido John James:

En cuanto el tiempo mejore y el deshielo de los ríos permita que las canoas y los barcos vuelvan a llevar paquetes, te enviaré el libro que te he estado guardando. Tiene muchas ilustraciones de máquinas de vapor, y creo que te gustarán. Como ahora estamos en pleno invierno, el único correo que se puede enviar son cartas.

Una de mis perras ha tenido cachorros. Son audaces bolitas de pelo que no dejan de ladrar. Uno de ellos tiene un círculo negro alrededor del ojo y será un buen perro de trineo, porque le encanta la nieve. Te lo he dibujado para que lo veas. Se llama Jack.

 

Mariah miró la segunda hoja de la carta y sonrió al ver el dibujo de un cachorro de apariencia juguetona. Pero su sonrisa desapareció al ver la despedida de Wes Burrows: Tu padre, que te quiere.

El libro le había gustado tanto a John James que se pasaba la vida mirándolo; con demasiada frecuencia, Mariah debía recordarle que las máquinas de vapor no eran los deberes del colegio.

La segunda carta hablaba de una tormenta invernal y de la evolución de los cachorros; la tercera, de cómo pescaba salmón en ríos helados y de una acampada con un grupo de indios que comerciaban con pieles. Mientras las leía, se preguntó qué niño no estaría encantado con un padre cuyas cartas estaban llenas de aventuras.

Ella misma empezaba a estar fascinada. Aunque tuviera muchas y graves dudas sobre las intenciones de aquel hombre, no podía negar que Wes Burrows hablaba con gran cariño y atención. Lo único que verdaderamente la incomodaba era su forma de despedirse, que siempre era la misma: Tu padre, que te quiere.

Mariah había pensado en la posibilidad de esconder la última carta, en la que anunciaba su llegada inminente; pero al final, le había dicho a su abuelo que se la entregara al niño. Si Wes Burrows se iba a presentar de todas formas, habría sido absurdo que le negara esa carta.

Al cabo de unos minutos, ya había llegado a la conclusión de que Louis estaba en lo cierto; las intenciones de Burrows parecían buenas. Pero seguía sin entender por qué lo hacía, qué ganaba él con todo eso.