El marido soñado - Baile en venecia - Cheryl St.John - E-Book

El marido soñado - Baile en venecia E-Book

Cheryl St.John

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Beschreibung

El marido soñado Cheryl St. John Cuando Mariah se encontró embarazada y soltera a los dieciocho años, decidió marcharse del pueblo de Colorado donde vivía. Un año después, regresó de Chicago con un bebé y con la historia de un marido ficticio que se había marchado convenientemente a Alaska a probar suerte con las minas de oro. Pero entonces, el atractivo aventurero Wes Burrows apareció en su casa afirmando ser el marido que Mariah se había inventado. Sus mentiras habían tomado forma humana... y sus sueños más alocados se empezaban a hacer realidad. Baile en Venecia Miranda Jarrett La antigua institutriz Jane Wood tenía poco tiempo; no quería que terminase su cuento de hadas en el continente. Por eso esperaba la llegada de su jefe, Richard Farren, duque de Aston, con miedo. Para el viudo Richard, la imagen de la tímida y mansa señorita Wood le parecía irreconciliable con la de la apasionada y despreocupada Jane. Ver Venecia a través de sus ojos le abrió la mente y el corazón a la vida y sus placeres. Sin embargo, una siniestra amenaza pendía sobre su felicidad; para proteger a Jane, Richard tendría que superar los demonios de su pasado y persuadirla para que se convirtiera en su esposa.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 65 - noviembre 2021

 

© 2009 Cheryl Ludwigs

El marido soñado

Título original: Her Colorado Man

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

© 2010 Miranda Jarrett

Baile en Venecia

Título original: The Duke’s Governess Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2010 y 2012

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-228-3

Índice

 

Créditos

Índice

El marido soñado

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

 

Baile en Venecia

Nota de los editores

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Veintitrés

 

Si te ha gustado este libro...

Uno

 

 

 

 

 

 

Ruby Creek, Colorado

Mayo de 1882

 

—¡Cuidado!

Mariah Burrows se agachó y corrió antes de girarse y alzar la mirada hacia la caja que se tambaleaba en lo alto del oscuro almacén. Los tres hombres jóvenes que estaban junto a los carromatos y encaramados a las escalerillas, reaccionaron con rapidez para evitar que cayera; dos de ellos eran sobrinos de Mariah, y el tercero, un primo lejano.

—No amontonéis tanto esas cajas —ordenó ella—. Malgastar el espacio es preferible a perder ochenta y cinco dólares en la cabeza de alguien. Construimos específicamente este lugar para almacenar la cerveza de la exposición… aprovechemos sus posibilidades.

Roth, uno de sus sobrinos, saltó desde el montón de cajas y la saludó con un gesto burlón.

—El abuelo nos habría dado una buena somanta si se nos llega a caer —declaró.

—Y yo le habría dicho a tu madre que esta noche no sirviera ese apfelstrudel que tanto te gusta.

Roth rió, se sacó la gorra del bolsillo y se la puso en la cabeza.

—Eres una jefa tiránica, tía Mariah.

En ese momento se oyó una voz familiar que resonó en el interior del almacén.

—¡Mariah! ¡Mariah Burrows!

—Estoy aquí, Wilhelm…

Wilhelm era el hermano menor de Mariah. Tenía veintidós años, dos menos que ella, y siempre que podía la llamaba por su nombre y apellido para tomarle el pelo; a fin de cuentas, Mariah era una de las pocas personas, entre los más de cien empleados de la Cervecera Spangler, que no tenía nombre alemán.

—¿Qué haces aquí a estas horas? —preguntó ella.

—El abuelo quiere verte ahora mismo.

Mariah buscó un lapicero en el bolsillo de los pantalones de hombre que se ponía diariamente para trabajar.

—Iré a verlo en cuanto termine con el inventario del cargamento de anoche.

—No, tiene que ser ahora mismo. Ha dicho que es urgente.

Ella se metió el libro de contabilidad debajo del brazo, avanzó hacia él y preguntó:

—¿John James está bien?

—Sí, tú hijo está perfectamente.

—¿Y el abuelo?

—También. Pero quiere verte de inmediato; no se por qué.

Aliviada, Mariah se giró hacia Roth.

—Vuelvo enseguida. Seguid con el trabajo y poned esas cajas cerca de la cinta transportadora. Sólo faltan siete días para la inauguración de Denver.

La Cervecera Spangler ocupaba algo menos de media hectárea de terreno situado a tres kilómetros de la localidad de Ruby Creek. Los almacenes se encontraban a pocos metros de la vía del tren, cada uno con propia plataforma; en cuanto a los edificios donde se producía la cerveza, estaban cerca de los arroyos de agua helada que descendían de la cordillera y desembocaban en el río que daba nombre al pueblo.

Las montañas del noreste todavía tenían nieve en las cumbres, pero las colinas cercanas ya estaban plagadas de nomeolvides y adelfillas. Mariah respiró a fondo y notó el aroma acre a lúpulo fermentado.

—Esta mañana oí a madre en la cocina —dijo Wilhelm con un tono solemne muy impropio de él.

Mariah miró a su hermano.

—¿Y qué decía?

—Que a veces, el abuelo olvida en qué día vive.

Mariah ya lo había notado con anterioridad. En cierta ocasión, se refirió a un hecho de veinte años antes como si acabara de ocurrir; pero luego siguió trabajando con normalidad absoluta.

—A mí me parece que está en plena forma —dijo ella—. No es extraño que de vez en cuando se dé un viajecito por el pasado.

Su hermano se encogió de hombros.

—Sí, supongo que tienes razón.

Entraron en el edificio de ladrillo, de cuatro pisos de altura, donde estaban las oficinas de la empresa y las habitaciones de su abuelo. Sus zapatos de trabajo no hicieron el menor ruido cuando avanzaron por la alfombra que atravesaba el vestíbulo.

Mariah se despidió de Wilhelm con una sonrisa y abrió una de las puertas de nogal para entrar en los dominios de Louis Spangler. Adoraba aquellas habitaciones desde niña, cuando él la invitaba a sentarse en alguno de los sillones de cuero, colocados frente a la chimenea de piedra, y le contaba historias sobre su juventud en Baviera y sobre sus primeros tiempos en Estados Unidos, cuando su padre, sus tíos y él mismo construyeron la cervecera familiar.

Louis Spangler era el único de ellos que seguía con vida. Durante años, cuando estaba a solas con su esposa, hablaban en un dialecto bávaro del que sus hijos y sus nietos sólo conocían unas cuantas palabras y frases; pero su mujer ya había fallecido y Mariah llevaba mucho sin oírlo.

—Debe de ser algo muy importante —dijo Mariah—, porque llevas tres meses advirtiéndome de que no debo malgastar un solo segundo hasta que todo esté preparado para la exposición.

Louis, que estaba contemplando las vistas desde la ventana, se apartó de ella y le dedicó una mirada algo indecisa.

—En efecto. Es importante.

—¿Es sobre la exposición?

—No, no tiene nada que ver.

Él la invitó a sentarse con un gesto y ella se acomodó en una mecedora, contempló el brillo de preocupación en sus ojos azules y esperó. Lo conocía lo suficiente como para saber que no debía meterle prisas. Diría lo que tuviera que decir cuando estuviera dispuesto.

—Tengo noticias —declaró—. Noticias que te afectan a ti y a John James.

Mariah se enderezó un poco. Cuatro años antes, Louis le había dado un puesto en la dirección y la había convertido en la primera mujer que ocupaba un cargo relevante en los casi cuarenta años de existencia de la empresa. Además, Mariah sabía que tanto su hijo como ella misma gozaban de su favor, y que algún día heredaría parte de las propiedades de la familia.

—¿De qué se trata? —preguntó.

—De Wes Burrows. Estará aquí dentro de unas semanas.

Mariah se quedó tan sorprendida que tardó unos momentos en comprender. Nunca hablaban de él; y no hablaban de él por la sencilla razón de que no existía. Oír su nombre en boca de Louis fue tan desconcertante como si hubiera usado el dialecto bávaro con el que se dirigía a su esposa en los viejos tiempos.

—¿Qué… ? ¿Qué quieres decir?

—Lo que has oído. El padre de John James va a venir.

—Pero eso es imposible…

—Me temo que no. Me he puesto en contacto con él y sé que ya ha salido de Juneau. Estará aquí a principios del mes que viene.

Mariah se levantó de la mecedora como empujada por un resorte; pero tuvo la sensación de que la habitación daba vueltas y se sentó en uno de los sillones.

—¿Podrías explicármelo, por favor? ¿Cómo es un posible que un hombre ficticio, el hombre que tú inventaste, aparezca de repente y diga que viene?

—No me inventé a Wes Burrows. Existe.

—No entiendo nada. Siempre había creído que las cartas que recibíamos de él las escribía tu amigo de Forchheim…

—Otto falleció. Te lo dije en su día.

—No, no me lo dijiste.

Mariah pensó en las cartas que su hijo había recibido recientemente.

Le había parecido que la letra y el estilo eran algo distintos, pero de un modo tan sutil, que no sospechó que pudieran ser de otro hombre.

Se llevó las manos a la cara e intentó tranquilizarse. Aún cabía la posibilidad de que su abuelo sufriera una de sus típicas confusiones seniles.

—Si Otto está muerto, como dices… ¿quién ha estado escribiendo a John James? ¿Quién va a venir el mes que viene?

—Nunca imaginé que pudiera ocurrir esto. Nunca, ni en un millón de años —afirmó él, en tono de disculpa—. Pero deja que me explique.

Mariah asintió.

—Muy bien, te escucho.

—Otto Weiss llevaba una buena temporada en Alaska cuando le pedí que nos ayudara. Necesitábamos a alguien que no comprobara su correo de forma habitual, alguien cuyo nombre pudiéramos usar y que nunca llegara a saber lo que pasaba.

—Sí, eso ya lo sé.

Siete años atrás, cuando Mariah le confesó que iba a tener un hijo y que no pensaba casarse, Louis la envió a Chicago a pasar el embarazo.

Al volver a casa, se llevó la sorpresa de que su abuelo se había inventado un marido ficticio; todo el mundo, desde la familia hasta los vecinos de Ruby Creek, pensaba que se había casado en Chicago y que había regresado sola porque su esposo se había marchado a trabajar en las minas de oro del norte.

Louis pensó acertadamente que el estigma de un esposo poseído por la fiebre del oro sería mejor para la reputación de Mariah que la verdad. Era la solución perfecta. Nadie haría preguntas y nadie murmuraría a su costa; además, la artimaña la libraría de posibles pretendientes y podría llevar la vida que deseara.

Cuando su abuelo le enseñó la primera carta de su marido ficticio, le dijo que era importante para que John James creyera tener un padre que lo quería. Mariah estuvo de acuerdo con él y nunca reveló el secreto.

—Pero yo creía que Otto se había inventado el nombre… —dijo ella.

—Habría sido mejor. Deberíamos haber alquilado un apartado postal, a nombre falso; o haber dicho que tu marido había muerto. Pero ya sabes que a John James le encantan esas cartas. Habría sido muy duro para él, y como no hacíamos mal a nadie…

—No te sientas culpable, abuelo. Soy tan responsable de lo sucedido como tú —dijo ella—. Pero entonces, el apellido que he estado usando es el de un hombre real…

—En efecto.

Mariah no salía de su asombro. Volvió a pensar en las cartas y cayó en la cuenta de que en los últimos tiempos las leía con más frecuencia porque las historias de su autor habían despertado su curiosidad.

—¿Y quién es el autor las cartas?

—El propio Burrows. Como ayudo a John James a responder, me escribió a mí y me preguntó por qué recibía cartas de un niño al que no conocía. Me disculpé, le conté lo sucedido y le expliqué que lo habíamos hecho porque el niño necesitaba un padre; pero dejé caer que nadie saldría perdiendo si seguíamos un poco más con la farsa… y empezó a escribir las cartas él mismo.

Mariah se pasó una mano por los ojos, como si así pudiera borrar su confusión.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Te lo dije —contestó, frunciendo el ceño—. Bueno, o estaba convencido de habértelo dicho…

Mariah sintió una angustia profunda al pensar que a su hijo se le rompería el corazón cuando supiera la verdad; incluso era posible que la odiara por haberle mentido.

Un segundo después, le asaltó la sombra de una sospecha.

—¿Por qué viene aquí? —preguntó, preocupada—. ¿Qué pretende ese hombre?

Louis abrió un cajón, sacó un sobre y dio golpecitos con él, pensativo, antes de dejarlo sobre la mesa y empujarlo hacia Mariah.

Ella lo alcanzó con dedos temblorosos. Reconoció el nombre de su abuelo en el remite, sacó la carta y empezó a leer.

 

Señor Spangler:

No estoy seguro de que entienda lo que estoy a punto de hacer. Ni yo mismo estoy seguro, pero saldré de Juneau a finales de semana y me dirigiré a Colorado.

Durante los últimos seis años, mi vida ha sido un viaje constante entre campamentos y oficinas de correo. En estas tierras se podía ganar dinero, y he dedicado mi juventud a conseguirlo; pero a veces, cuando alguien recibía cartas de sus familiares, me preguntaba qué se sentiría al tener una familia propia, al tener un sitio al que volver.

Antes de trabajar como mensajero, fui marinero y buscador de oro. He viajado por medio mundo y nunca me sentí especialmente ligado a ningún lugar. Pero cuando leí las cartas de John James, en las que hablaba de su madre, de usted y de su familia, me sentí como si Ruby Creek formara parte de mi historia.

Aunque parezca un sinsentido, últimamente extraño un lugar donde no he estado nunca y a un niño a quien no conozco. La añoranza de las cartas de John James es la misma añoranza que siento desde que nací, la necesidad de ser importante para alguien. Y estoy dispuesto a ser ese alguien para él.

He estado pensando mucho durante las últimas semanas y me he dado cuenta de que lo que más quiero, por encima de todo, es hacer algo bueno, que deje huella. Creo que puedo ejercer una influencia positiva en su bisnieto.

Cuando reciba esta carta, ya habré salido de Juneau y no podrá ponerse en contacto conmigo; pero de todas formas, no habría conseguido que cambiara de opinión. Voy a ver a John James.

Le doy mi palabra de que no haré nada que pueda dañar o avergonzar al niño, y de que no pretendo perturbar la vida de su nieta ni la de usted. Simplemente, es necesario; quiero que su bisnieto tenga lo que todo niño merece: un padre que lo quiera.

Atentamente, Wesley T. Burrows

 

Los ojos de Mariah se llenaron de lágrimas de temor y resentimiento. Parpadeó, dobló la carta y la guardó en el sobre.

—Esto es absurdo —dijo con vehemencia—. No conocemos a ese hombre. ¿Qué derecho tiene a meterse en nuestras vidas y presentarse aquí como si fuera un caballero andante en un corcel blanco?

Se levantó, tiró el sobre en la mesa y se aferró al respaldo de cuero del sillón en un intento por detener el temblor de sus manos.

—¿Qué vamos a hacer?

—No podemos hacer nada —respondió su abuelo—. Usamos su dirección de correo durante muchos años sin pedirle permiso. Nos ha pillado en una mentira.

—¡Pero eso no justifica que se presente y nos arruine la vida! —exclamó—. ¿Qué pasará si intenta extorsionarnos? No se me ocurre mejor motivo que ése para cruzar medio país y meterse en las vidas de otras personas.

—¿Extorsionarlos? No, lo dudo mucho. He leído todas las cartas que ha escrito a John James y creo que es sincero. Pero no adelantemos acontecimientos, Mariah. Afrontaremos el problema cuando se presente.

—No, no… —dijo, presa del pánico—. No puede ser. Envía a alguien para que le salga al paso.

—¿A quién? ¿A tus hermanos? ¿A tus sobrinos? —preguntó—. ¿Y qué les diríamos? No, sería mucho peor. Además, no podemos impedirle que venga; no está violando ninguna ley —le recordó.

Mariah odiaba sentirse atrapada y bajo el control de otras personas. Desgraciadamente, Wes Burrows tenía la sartén por el mango.

—Nadie lo ha visto nunca —alegó—. Cuando llegue, diremos que es un impostor…

—Mariah, eso levantaría…

—Sí, lo sé, lo sé —lo interrumpió—. Eso levantaría sospechas y pondría a John James en una situación muy desagradable.

Mariah se alejó unos cuantos pasos y volvió junto a su abuelo.

—De momento, daré por buena su palabra —dijo Louis—. Sólo pretende que John James sepa que tiene un padre y que lo quiere.

—¡Pero no tiene padre! —protestó.

Le puso una mano en el brazo y añadió, más tranquila:

—No te culpo, abuelo. Al volver de Chicago con el niño, me sentí muy aliviada al saber que habías inventado una historia para protegerme. Me ahorraste la vergüenza de tener que dar explicaciones y acepté la mentira porque era lo más conveniente. Cuando Otto empezó a escribir a John James, debí pedirte que no le dieras las cartas a mi hijo… pero no lo hice. Quería que tuviera un padre.

Mariah se detuvo un momento.

Le temblaban las piernas.

—Ese hombre ha llevado la mentira demasiado lejos —continuó—. Aunque sus intenciones sean buenas y efectivamente quiera ser un padre para él, se marchará en algún momento. Al final, le hará más mal que bien.

Louis tomó su mano.

—Digamos que sólo va a estar unas semanas; así evitaremos que John James se haga ilusiones. Las cosas volverán a la normalidad cuando se marche y el niño sabrá que tiene un padre como todo el mundo.

—Pero no dejará de ser mentira.

Mariah habló con un hilo de voz porque su angustia no le permitía otra cosa. Al aceptar la mentira, tal vez se había dejado llevar por la fantasía de que el padre de John James no era una invención, sino alguien que existía y que volvería en algún momento.

Louis la soltó y miró por la ventana; su cabello adquirió un brillo plateado bajo la luz del sol. Después, se giró hacia ella, la miró a los ojos y dijo:

—Es demasiado tarde para decir la verdad. ¿O todavía crees posible que el padre real del niño aparezca algún día?

Ella le devolvió la mirada y sacudió la cabeza con todo el dolor de su corazón. Louis estaba en lo cierto; la verdad sólo serviría para destrozar su familia.

—No, no aparecerá.

—Mariah, sabes que nunca te he presionado. Lamento que nunca hayas querido contarme lo que pasó… pero confío en ti.

Mariah se sintió culpable.

—Lo sé. Y yo confío en ti, en mi padre y en mis hermanos. Pero no en un desconocido.

Louis se acercó a su nieta y la abrazó contra su chaleco de seda. Olía a jabón y a todas las cosas que a Mariah le resultaban queridas y familiares. De hecho, tuvo que contenerse para no romper a llorar.

—Sea quien sea ese hombre, no voy a darle la bienvenida ni a tratarlo con cortesía —sentenció ella—. Aunque verdaderamente fuera mi marido, que no lo es, nadie esperaría que lo recibiera con los brazos abiertos después de tantos años.

—Haremos lo que tengamos que hacer —puntualizó Louis—. Haremos lo que sea mejor para John James.

—Wes Burrows no sabe qué es mejor para John James. Ni siquiera nos conoce —replicó, con voz rota por la tensión—. Descubriré lo que se trae entre manos. E impediré que haga daño a mi hijo.

Mariah quería a su abuelo con toda su alma y sabía que sus intenciones eran buenas. Los dos estaban convencidos de que salvaguardar su reputación y dar un apellido a su hijo era lo mejor que podían haber hecho. Gracias a una mentira, John James y ella misma se habían librado de la condena social.

Pero la situación había cambiado.

Dos

 

 

 

 

 

 

Aquella tarde, cuando el sol empezaba a ocultarse en el horizonte, Mariah se acercó a una carreta que salía para que la llevara a casa. Su hermano Arlen le tendió una mano; ella aceptó su ayuda y se encaramó al pescante.

Arlen vivía en la casa de la familia con el abuelo y sus padres, al igual que ella y John James, sus dos hermanas menores, una tía que había enviudado y la familia de su primo Marc. Mariah y los suyos habían vivido en otra casa hasta que su madre empezó a perder la vista y se mudaron a una mayor para que Henrietta no estuviera sola durante el día; pero Wilhelm y su familia permanecieron en el domicilio antiguo, que estaba a poca distancia.

Todos los Spangler vivían en un radio de medio kilómetro; así estaban cerca del trabajo y de los demás. Su abuelo decía que era como tener su propio barrio bávaro, pero mantenían una relación estrecha con los habitantes de Ruby Creek.

Mariah estaba tan sumida en sus pensamientos y preocupaciones que no prestó atención a la conversación agradable ni a las bromas de rigor. Poco después, la carreta se detuvo. Arlen ayudó a bajar a su hermana mientras Marc saltaba a tierra y hacía lo propio con Faye, su esposa, que se alisó las faldas rápidamente.

Al llegar al patio trasero de la casa, los hombres y las mujeres se separaron. Ellos se marcharon para asearse un poco y Mariah y Faye cruzaron el porche y se dirigieron a la enorme cocina, llena de aromas que hacían la boca agua. Ina, su tía, se apartó un momento de los cacharros y las saludó con una sonrisa. La madre de Mariah estaba sentada en un taburete de madera, pelando patatas.

—Hola, madre —dijo.

Henrietta alzó la cabeza para que le diera un beso y preguntó:

—¿Qué tal tu día de trabajo?

—Largo… bajaré a ayudaros con la cena cuando me lave y me cambie de ropa.

Las dos jóvenes ya estaban saliendo de la cocina cuando se encontraron con Hildy, una de las primas de Mariah, con quien estuvieron a punto de chocar.

—¡Ah, estás aquí! John James te estaba esperando.

Hildy no vivía con ellos. Había trabajado en la cervecera durante un par de años, pero últimamente se dedicaba a hacer compañía a Henrietta porque la madre de Mariah se había quedado ciega. Prefería las labores de la casa y el cuidado de los niños, lo cual resultaba conveniente para todos; además, no tenía hijos propios.

—Los chicos comieron al salir del colegio —les informó—. Les preparé unos huevos, aunque habrían preferido las galletas de tu madre…

Mariah miró a su prima, de cabello oscuro y ojos de color avellana. No podían ser más distintas; Hildy había salido a los antepasados irlandeses de su padre y ella había heredado el cabello rubio de los Spangler.

—Eres una bendición, Hildy.

En lugar de usar la escalera de atrás, Mariah se dirigió a la parte delantera de la casa y subió por la principal, que daba a una sala de uso común. Los cuatro niños tenían allí sus pupitres, pizarras y libros, además de juegos variados y rompecabezas para pasar las tardes cuando llovía.

John James se levantó al verla y corrió hacia su madre.

—¡Mamá! Hoy he hecho una cuenta sin usar los dedos ni la pizarra…

—Si sigues así, tu tío Wilhelm querrá que lo ayudes con la contabilidad de la empresa.

Mariah le acarició el cabello y se arrodilló a su lado para darle un beso.

Al notar su olor a jabón y a tiza, el corazón se le encogió con la posibilidad de que le hicieran daño.

—Oh, no… —dijo él, con la seriedad posible en un niño de seis años—. No quiero trabajar con las cuentas, sino con las máquinas. Me gustan los sonidos de la planta embotelladora. Además, desde la entrada se ven las montañas…

—Cuando te hagas mayor podrás ser lo que quieras y dedicarte a lo que quieras, cielo mío —afirmó su madre.

—¿Incluso presidente? —preguntó Emma, la hija de Marc y de Faye.

Mariah retorció la coleta a la pequeña, de siete años de edad.

—Por supuesto. A no ser que tú te le adelantes…

—¡Emma no puede ser presidente! —protestó su hermano, Paul, que tenía cinco años—. ¡Es una niña! Los presidentes tienen barba..

Mariah soltó una carcajada y los niños rieron. Emma los miró con perplejidad.

Tras ordenar a John James que terminara sus deberes antes de cenar, Mariah se alejó por el pasillo y se dirigió a su habitación.

La cena fue tan ruidosa y agradable como siempre. Cuando estaba en casa, Mariah dejaba de ser jefa o compañera de trabajo y se convertía en madre, tía, prima, hermana e hija. Sus familiares charlaban tranquilamente y se pasaban platos de patatas y de schweinsbraten, un plato tradicional de cerdo asado, mientras degustaban una cerveza espumosa y oscura.

Cuando terminó su jarra, Mariah soltó un suspiro y pensó que el producto de los Spangler era el mejor del mundo. Pero su padre, Friederick, notó que le pasaba algo y la miró con intensidad.

—¿Te encuentras bien, hija?

—Sí, no te preocupes. Es que ha sido un día largo y estoy un poco cansada.

Después de cenar, fregaron los platos y todos se retiraron a sus habitaciones. Mariah llevó a John James a la habitación que compartía con Paul. El pequeño cerró los ojos en cuanto se tumbó, y ella le acarició el cabello.

Le vinieron a la cabeza las palabras de Wesley Burrows: «quiero que su bisnieto tenga lo que todo niño merece, un padre que lo quiera». Nadie lo deseaba más que ella, pero nunca lo tendría. Los hermanos de Mariah eran maravillosos y cuidaban de él como si fuera hijo suyo; Arlen lo llevaba a jugar a la pelota con el resto de los niños e incluso le había enseñado a pescar, pero no era lo mismo.

Se tumbó junto a John James, con la cara cerca de su cuello, y notó su respiración lenta y tranquila contra la sábana de algodón. Por suerte, nunca estaba solo. Tenía una familia que le daba cariño y sentido de pertenencia a un lugar, una familia a la que ella le estaría eternamente agradecida.

La que estaba sola era ella. La que miraba a las parejas con curiosidad y envidia era ella. La que permanecía en vela por las noches, sabiendo que nunca tendría más de lo que ya tenía, era ella.

No se casaría, no tendría más hijos, no conocería el amor de un hombre. Aunque por otra parte, casi estaba convencida de que nunca querría a un hombre que no fuera sangre de su sangre.

A veces, consideraba la posibilidad de embellecer la mentira en la que vivían diciendo que su esposo había sido asesinado. Había imaginado cientos de muertes para él; porque si estaba muerto, podrían cortejarla. Pero no quería añadir más mentiras a la historia. Además, John James era lo único importante; creía que su padre existía y que vivía en un lugar remoto; si le decía que había muerto, sufriría mucho.

La puerta se entreabrió en ese momento. Era Faye. Evidentemente, Paul ya se había dormido y pasaba a comprobar si John James estaba bien. Al verla, le hizo un gesto y se marchó.

Mariah pensó que todas sus elucubraciones sobre el padre de su hijo estaban fuera de lugar. Wesley Burrows iba a entrar en sus vidas. Y cuando llegara, no tendría más remedio que contarle la verdad a John James.

Se levantó, abrió la cómoda donde guardaba la ropa del niño y abrió el cajón de abajo. En su interior había una caja de puros, que abrió para sacar un montón de cartas atadas con un trozo de cordel. Después, salió de la habitación y cerró la puerta en silencio.

Su dormitorio estaba al otro lado del pasillo, frente al de su hijo y pegada a la de Arlen. Era un lugar agradable y cómodo, con espacio suficiente para albergar un escritorio, un sillón junto a la chimenea y la cama de cuatro postes en la que dormía desde la infancia. Bajo la ventana, triple, había puesto un banco almohadillado desde el que podía admirar el huerto y las montañas cubiertas de bosques.

Encendió una lámpara y la dejó en el escritorio. Desató el cordel de las cartas, las comprobó una a una y las separó en dos montones, según la letra; era muy parecida, pero cualquier buen observador habría notado que pertenecía a dos personas diferentes. No eran todas las cartas que John James había recibido; sólo estaban las más recientes, las del último año.

Leyó las más antiguas y las fue apartando hasta que llegó a la primera donde cambiaba la letra. Decía así:

 

Querido John James:

En cuanto el tiempo mejore y el deshielo de los ríos permita que las canoas y los barcos vuelvan a llevar paquetes, te enviaré el libro que te he estado guardando. Tiene muchas ilustraciones de máquinas de vapor, y creo que te gustarán. Como ahora estamos en pleno invierno, el único correo que se puede enviar son cartas.

Una de mis perras ha tenido cachorros. Son audaces bolitas de pelo que no dejan de ladrar. Uno de ellos tiene un círculo negro alrededor del ojo y será un buen perro de trineo, porque le encanta la nieve. Te lo he dibujado para que lo veas. Se llama Jack.

 

Mariah miró la segunda hoja de la carta y sonrió al ver el dibujo de un cachorro de apariencia juguetona. Pero su sonrisa desapareció al ver la despedida de Wes Burrows: Tu padre, que te quiere.

El libro le había gustado tanto a John James que se pasaba la vida mirándolo; con demasiada frecuencia, Mariah debía recordarle que las máquinas de vapor no eran los deberes del colegio.

La segunda carta hablaba de una tormenta invernal y de la evolución de los cachorros; la tercera, de cómo pescaba salmón en ríos helados y de una acampada con un grupo de indios que comerciaban con pieles. Mientras las leía, se preguntó qué niño no estaría encantado con un padre cuyas cartas estaban llenas de aventuras.

Ella misma empezaba a estar fascinada. Aunque tuviera muchas y graves dudas sobre las intenciones de aquel hombre, no podía negar que Wes Burrows hablaba con gran cariño y atención. Lo único que verdaderamente la incomodaba era su forma de despedirse, que siempre era la misma: Tu padre, que te quiere.

Mariah había pensado en la posibilidad de esconder la última carta, en la que anunciaba su llegada inminente; pero al final, le había dicho a su abuelo que se la entregara al niño. Si Wes Burrows se iba a presentar de todas formas, habría sido absurdo que le negara esa carta.

Al cabo de unos minutos, ya había llegado a la conclusión de que Louis estaba en lo cierto; las intenciones de Burrows parecían buenas. Pero seguía sin entender por qué lo hacía, qué ganaba él con todo eso.

En cualquier caso, lo descubriría pronto; más pronto de lo que habría querido, porque el trayecto de Juneau a Colorado, aun siendo largo, no lo era lo suficiente para ella.

 

 

Principios de junio, 1882

 

John James llevaba una semana en estado de frenética anticipación. Cada vez que se cruzaba con alguien, le decía que su padre estaba a punto de llegar; y cada vez que Mariah lo escuchaba, añadía otra plancha de acero rígido a la capa protectora de su corazón.

Aquella tarde, cuando fueron a la oficina de correos de Ruby Creek, el niño le dijo al cartero, lleno de orgullo:

—Mi padre vuelve a casa.

Mariah mantuvo la calma y pasó una hoja del catálogo de Montgomery Ward.

—Ven a ver estos abrigos, John James. Necesitas uno nuevo.

Delia Renlow, que estaba mirando una pieza de terciopelo azul, oyó la conversación y se acercó a Mariah.

—¿Tu esposo vuelve? Es la noticia más interesante que he oído en mucho tiempo.

La esbelta pelirroja, que llevaba una falda verde y una blusa con encajes, miró los pantalones marrones de Mariah y sus botas desgastadas.

Mariah le dedicó una sonrisa tensa. Se conocían desde la infancia, pero nunca habían sido amigas. De hecho, Lucas Renlow, el hombre con el que Delia se había casado, había coqueteado con Mariah años atrás.

—Sí, el señor Burrows llegará en cualquier momento.

—¡Dios mío! ¿Cuánto tiempo ha estado lejos? Tendréis que volver a conoceros…

—No, me escribe a menudo —alegó, algo a la defensiva.

—Pero las cartas no sustituyen a un esposo de carne y hueso. ¿Cuánto tiempo ha sido? ¿Seis años? ¿Siete? —preguntó, lanzando una mirada a John James—. Me sorprendería que recordaras su aspecto.

—En fin, discúlpame, tenemos que marcharnos. Esta noche celebramos el cumpleaños de mi abuelo.

—Dale un saludo de mi parte…

Mariah llevó al niño hacia la puerta. La campanilla sonó cuando salió del establecimiento.

El sol de última hora de la tarde proyectaba las sombras largas de los edificios de dos pisos en la calle de tierra. A lo lejos se oyó el silbato de una locomotora, un sonido al que Mariah no había prestado atención hasta hacía poco. Ni siquiera sabía si Wes Burrows llegaría en tren, en una diligencia o a caballo. Pero tras comprobar el libro de geografía de John James, había llegado a la conclusión de que viajaría en un vapor hasta la costa oeste de Estados Unidos; de ser así, el tren sería el transporte más rápido.

—Mamá, no has encargado mi abrigo…

—Tenemos tiempo de sobra.

Tomó al niño de la mano y lo llevó hacia la calesa, que había dejado a pocos metros de distancia.

La fiesta del cumpleaños de su abuelo empezó antes de la cena, a medida que todos llegaban con platos de comida. Wilhelm y Arlen habían puesto un barril de cerveza sobre la mesa de hierro forjado que llevaba cien años en la familia de Louis; la habían instalado en el enorme salón que estaba en la parte delantera de la casa, cerca de la entrada y del pasillo que llevaba a la cocina y al comedor.

Como la abuela había fallecido diez años atrás y la madre de Mariah era la mayor de sus hermanas, se encargaba de supervisar las comidas y las celebraciones. En circunstancias normales, su ceguera le habría complicado las cosas; pero los Spangler llevaban tantos años juntos que todos sabían lo que debían hacer.

—¿Dónde está el rotkohl? —preguntó su madre—. Todavía no ha llegado a la mesa.

Mariah alcanzó unos saquitos de harina para levantar con ellos la humeante y ardiente cacerola de repollo estofado.

—Está aquí, madre.

Faye y Mariah se miraron con humor. Faye llevó la pasta con salsa de champiñones y Hildy la siguió con las croquetas de patata. Las mujeres habían estado cocinando desde el día anterior, así que la casa estaba llena de aromas exquisitos.

Últimamente, Mariah no tenía demasiado apetito; pero aquella noche estaba hambrienta y se alegró cuando su madre dio permiso para empezar.

Las familias se acomodaron y permanecieron extrañamente silenciosas hasta que Henrietta exclamó:

—¡Por los Spangler!

Todos se sumaron al brindis. Las madres sirvieron la cena a los niños, que comían en la cocina, y los adultos llevaron sus platos al comedor o al salón.

Mariah sentó a John James entre Paul y el hijo de Wilhelm, August, antes de alejarse. Pero no pudo servirse de inmediato; la cola había crecido tanto que tuvo que esperar junto a Wilhelm y su esposa, Mary Violet.

—¿Cuántos años cumple tu abuelo? —preguntó Mary Violet.

Mariah y Wilhelm intercambiaron una mirada.

—¿Setenta? —preguntó Wilhelm.

—Sí, en efecto —respondió.

Cuando por fin se sirvió la comida, decidió sentarse en el salón. Todos charlaban y reían. Uno de los grandes perros de su abuelo eructó de repente y se tumbó bajo la silla de su amo, para hilaridad de los presentes.

Al cabo de un rato, sonó la campanilla de la puerta y Mariah vio que Marc se levantaba y se marchaba discretamente a abrir. Pocos segundos después, el nivel de ruido bajó tanto que sólo se oía el sonido de los tenedores en los platos y las voces que llegaban desde el comedor.

Marc apareció en el salón con un desconocido.

Mariah sólo había dado unos cuantos bocados, pero la comida le pesó en el estómago. El hombre que estaba junto a su primo era alto y de hombros anchos; llevaba pantalones negros, una chaqueta marrón sobre un chaleco rojo y camisa. Marc le pidió el sombrero y la chaqueta y lo invitó a pasar.

—Allí la tiene, señor Burrows.

Mariah se quedó helada, aterrorizada.

Wes Burrows había llegado.

Tres

 

 

 

 

 

 

La piel de Burrows estaba tan morena, excepto en las arrugas de sus bonitos ojos marrones, como si hubiera pasado toda una vida bajo el sol. Tenía el cabello de color rojizo y estaba bien peinado, pero uno rizo le caía obstinadamente sobre la sien.

Miró a los congregados con una intensidad sorprendente. Mariah cayó en la cuenta de que no la reconocería, porque no se habían visto nunca, y se levantó.

Normalmente, sólo se ponía vestidos en ocasiones especiales como aquélla; se sentía extraña, casi desnuda, y su incomodidad aumentó de forma notable al sentir la mirada de su supuesto esposo.

Dio unos pasos hacia él y se detuvo. Las piernas le temblaban bajo las enaguas.

Wesley Burrows era más alto que la mayoría de sus hermanos, pero no tan fornido. Tenía una frente lisa y atractiva, una nariz bonita y unos labios tan bien definidos que los ojos de Mariah se clavaron inmediatamente en ellos.

Cuando se acercó un poco más, notó la curva de sus cejas oscuras y las líneas rectas de su mandíbula cuadrada. Era un hombre muy atractivo, pero Mariah sacó fuerzas de flaqueza. No quería sentirse intimidada. Aquél era el canalla que amenazaba la felicidad de John James.

—Mariah… —dijo él, sin romper el contacto visual.

Mariah estuvo en un tris de dirigirse a él, delante de media familia, como señor Burrows; pero se corrigió a tiempo.

—Hola, Wesley.

Louis se levantó de su silla y se acercó a ellos.

—Bienvenido a Colorado, joven Wes —declaró, extendiendo una mano—. Bienvenido a nuestra casa. Teníamos muchas ganas de conocerlo.

Wesley miró a Louis y estrechó su mano.

—Gracias, señor.

Los perros de Louis olisquearon las botas de Burrows, que se inclinó y les acercó los dedos para que se acostumbraran a su olor. Tras un reconocimiento cuidadoso, uno de los canes lo lamió y él le acarició la cabeza detrás de la oreja. Varios de los presentes retomaron las conversaciones que habían interrumpido, y unos cuantos saludaron al recién llegado con curiosidad.

Las noticias llegaron rápidamente a la cocina, y Mariah notó el momento en que John James apareció en el salón. No podía estar más preocupada. De todos los momentos posibles, Wesley Burrows había elegido una reunión familiar para presentarse en su casa.

Si hubiera podido, se habría llevado al pequeño a algún lugar donde estuviera a salvo, lejos de todo peligro. Pero no podía; estaba condenada a aceptar los hechos y afrontar sus consecuencias.

John James caminó hasta ella y se agarró a sus faldas. Él también estaba asustado, pero intentaba ser valiente.

Wesley Burrows se agachó hasta quedar a la altura del niño. Sus ojos marrones, que parecían de obsidiana, confundieron a Mariah un poco más; por su expresión, no había duda de que sentía un gran cariño por John James.

—¿John?

—El niño asintió.

—¿Usted es mi padre?

Mariah sintió un nudo en la garganta. Nunca se había desmayado y no iba a hacerlo entonces. Aunque ese hombre no fuera su padre, pero guardaría el secreto.

—Soy Wes Burrows —respondió—. Y tengo todas tus cartas, todas. Las he leído cien veces.

—¿Cien?

—Puede que más.

La cara de John James se iluminó de alegría.

—Leí el libro que me envió, señor. Mi madre me ayudó con las palabras… tiene muchas…

El hombre miró a Mariah con una sonrisa. Ella apartó la vista, pero volvió a mirarlo cuando retomaron la conversación.

Su voz sonaba profunda y baja, con un acento más suave del que estaba acostumbrada a oír.

—Eres más alto de lo que imaginaba —dijo Wes.

—Usted también.

—No me llames de usted —declaró, sonriendo.

—Mi madre dice que crezco como la mala hierba…

Mariah se giró un poco para evitar otra mirada de Wes.

—¿Has cruzado el mar? —preguntó el niño.

—Sí, en un camarote del White Star. Atracamos en Seattle.

—He estudiado el mar en mi libro de geografía —dijo John James, con los ojos muy abiertos—. Algunos barcos naufragan.

—Sí, me temo que sí.

A Mariah no se le había ocurrido que su hijo estuviera preocupado por la posibilidad de que el barco de Wes Burrows naufragara. Pero pensándolo ahora, era lógico; a fin de cuentas, aquello era muy importante para él.

Justo entonces, notó que Wilhelm, Arlen y sus dos hermanos mayores, Gerd y Dutch, habían formado un semicírculo protector detrás de John James y de ella. Su expresión era solemne y preocupada; era evidente que habían notado la tensión de Mariah.

Decidida a mejorar la situación, relajó los hombros y la cara y dijo:

—Wesley.

Wes Burrows se puso en pie.

—¿Sí?

—Permíteme que te presente a mis hermanos. Gerd, Dutch, Arlen y Wilhelm.

Wes estrechó sus manos uno a uno, con detenimiento; y ellos, a su vez, lo observaron con intensidad, como calculando el tipo de hombre que era.

Terminadas las presentaciones, Wes se giró hacia John James.

—Te he traído una cosa.

Los ojos de John James brillaron.

—¿Qué es?

—Espera aquí.

Wes se giró y caminó hacia la puerta principal. Mariah, el niño y todos los demás notaron que cojeaba ligeramente.

Regresó en seguida, pero nadie volvió a fijarse en su cojera porque llevaba un cachorro precioso de color blanco y gris. Al verlo, John James y los dos perros enormes de Louis se acercaron.

—¡Me has traído un cachorro! —exclamó John James, encantado—. ¿Cómo se llama? ¿Ha venido en el barco contigo? ¿Qué ha comido?

En esta ocasión, cuando Wes se agachó de nuevo para estar a la altura del niño, Mariah notó que la posición le causaba dolor.

—Va a ser tu perro, así que debes ser tú quien le ponga el nombre. Y sí, ha viajado conmigo y con Yuri… han comido carne y bastante pescado.

—Pero éste no es Jack, el perrito que me dibujaste…

—No, Jack se ha quedado en el norte. Es un perro de trineos y aquí no sería feliz.

El cachorro ya tenía buen tamaño, y unos ojos extrañamente azules. Su cabeza era ancha, de orejas triangulares, hocico fuerte y cuello ancho, con zonas blancas que parecían una máscara sobre su pelo gris. Mariah nunca había visto un cachorro como aquél; pero por las cartas, sabía que era de la camada de uno de sus perros de tiro.

—¿Quién es Yuri? —preguntó John James.

—Yuri es mi perro —respondió—. Vendí todos los demás, pero de Yuri no me pude desprender.

—¿Y dónde está?

—Afuera.

El cachorro y los perros de Louis se olieron y movieron las colas. Wes sonrió al ver que John James intentaba acercarse al perrito y que éste retrocedía.

—Está acostumbrado a los perros de los trineos, no a los humanos —explicó—. Deja que te huela primero. Acércale el dorso de la mano.

El cachorro olisqueó la mano de John James, la lamió y le puso las patas delanteras en el pecho. El niño apartó la cara, entre risas, mientras el animal intentaba lamérsela.

En ese momento se acercaron Henrietta y Friederick.

—Debe de tener hambre… —dijo la primera.

—Te presento a mis padres, Wes.

Henrietta se acercó a Wesley Burrows y le puso una mano en el pecho y, a continuación, en el hombro.

—Es alto…

Wes dejó que lo examinara.

Henrietta le tocó el pelo, soltándole otro rizo, y pasó los dedos por su frente y por su nariz.

—Vaya, es muy atractivo, Mariah… —sentenció.

Mariah se ruborizó a su pesar. Aunque Wes Burrows era un hombre ciertamente atractivo, no lo habría admitido en ninguna otra circunstancia. Pero estaba atrapada; no tenía más opción que sumarse al comentario de Henrietta.

—Sí, es muy atractivo, madre.

Cuatro

 

 

 

 

 

 

Todos rompieron a reír.

Henrietta tomó a Wesley del brazo.

—Venga, deje que le sirva un plato. Es el cumpleaños de mi padre y lo estamos celebrando con nuestra comida tradicional. ¿Le gustan las schweinswurst?

—No sé si lo has probado, pero huele bien.

Mariah se quedó en el sitio mientras las conversaciones volvían a la normalidad. Sus hermanos volvieron a sus sitios y su madre llevó a Wesley a donde estaba la comida.

Roth sirvió una jarra de cerveza del barril y se la dio al recién llegado, que asintió en agradecimiento.

John James los siguió con el perrito pisándole los talones y alimentó al animal con trocitos de salchicha, cuando nadie lo miraba.

Annika, la hermana de Mariah que se acababa de casar, la tomó de la mano y la llevó hacia el comedor.

—Es un día muy emocionante —declaró.

Mariah asintió.

—Sí.

—Y John James parece muy feliz.

Wes se sentó en la mesa grande, y Henrietta pidió a Sylvia, la hermana pequeña de Mariah, que le rellenara la jarra. Le habían servido un plato enorme, cuyo contenido intentaba degustar mientras los demás lo acribillaban a preguntas.

Annika la llevó a la silla que estaba junto a él y no le dejó más remedio que aceptarla.

—¿Dónde has dejado tu plato? —preguntó Annika.

Mariah no se acordaba, así que Sylvia le llevó otro y una jarra de cerveza.

Wesley miró a su alrededor y pensó que los Spangler bebían cerveza como si fuera agua. Hasta los niños la tomaban, aunque en pequeñas cantidades.

Nunca había visto que alguien sirviera cerveza fuera de un bar.

La comida, muy especiada, le supo a gloria. Normalmente, él llevaba una dieta de salmón y ciervo, aunque de vez en cuando compraba verduras en el pueblo y tal vez un pedazo de tarta, que siempre costaba una fortuna. Pero aquellas mujeres sabían cocinar de verdad y lo hacían maravillosamente.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Son nuestras croquetas de patata —explicó Mariah.

Wes notó que Mariah jugaba con la comida y que casi no la había probado. Era evidente que su presencia la incomodaba, lo cual le pareció lógico.

John James se acercó enseguida y se sentó frente a ellos.

Su madre le preguntó si quería comer más y él sacudió la cabeza.

Cuando vio que el niño lo observaba, Wes se puso más recto y empezó a comer más despacio.

Se sentía un poco culpable, pero había tomado una decisión y la iba a mantener hasta las últimas consecuencias: sería el padre que John James necesitaba.

Wesley Burrows había crecido solo y conocía por experiencia propia la situación del niño. Pero John James tenía a su madre, una mujer cuyos ojos se encendían cada vez que lo miraba.

Una mujer preciosa.

Terminó de comer y se bebió otra jarra de cerveza. Estaba verdaderamente buena; tenía un sabor intenso que no se parecía al de ninguna de las cervezas que había probado hasta entonces.

—Es la mejor cerveza que he probado en mi vida —afirmó.

Mariah asintió sin mirarlo con sus ojos azules.

—La cervecera Spangler produce la mejor cerveza del país.

—He observado que los niños también la toman.

Esta vez, Mariah lo miró a los ojos. Y con cierta irritación, como si el comentario le hubiera molestado.

—Sí, hay gentes de otras culturas que lo encuentran escandaloso. Pero para nosotros, es perfectamente normal —dijo.

Wes contempló su cabello rubio, recogido en un moño, y su piel pálida y de apariencia suave, como la de las mujeres chinas que trabajaban en los campamentos auríferos.

Era obvio que estaba enfadada, y lo comprendía. Ni él mismo sabía por qué se había presentado en aquel lugar para ser el padre de John James. Pero no lo lamentaba en absoluto; al ver la felicidad del niño, supo que había hecho lo correcto.

—¿Puedo ir a ver a Yuri? —preguntó John James.

—Por supuesto. Si a tu madre le parece bien, te acompañaré más tarde.

—¿Cuántos perros tenías?

—Ocho.

—¿Y donde dormían?

—Bajo las estrellas, conmigo —respondió Wes—. Aunque normalmente dormían dentro de mi tienda de campaña, para no quedarnos atrapados bajo la nieve.

—¿Dormías en el campo, no en una casa?

—Entre los campamentos y los pueblos del Yukon no hay casas.

Dos niños se acercaron a John James para escuchar a Wes. Eran una niña y un chico más pequeño que ella.

—Estos son mis primos Emma y Paul —le informó John James—. Os presento a mi padre… es mensajero; lleva el correo por Alaska. Pero, ¿qué comías allí?

—Encantado de conoceros —dijo Wes, antes de responder la pregunta—. A veces, hacía un agujero en el hielo y pescaba salmones. También comía carne curada; y en primavera, huevos de pato y conejos.

—¿No tenías miedo de los coyotes y los leones?

—En Alaska no hay leones, pero debía tener cuidado con los lobos y los osos.

—¿Disparaste alguna vez a un oso? —preguntó Paul.

—Sí, en cierta ocasión estaba a punto de cazar un alce cuando oí ramas que se movían a mi espalda. El alce salió corriendo y yo me giré y vi que un oso enorme corría hacia mí… Era dos veces más alto que yo, o me lo pareció desde donde estaba.

—¿Y qué hiciste?

El grupo de niños se había vuelto bastante más grande, y hasta los adultos empezaban a escuchar su historia.

Uno de los primos de Mariah se apoyó en el marco de la puerta; otros se quedaron cerca, escuchando con tanta atención como los pequeños.

—Corrí hacia un árbol y me escondí detrás para ganar tiempo. El oso me siguió y me soltó un zarpazo —explicó—. No sabía si podría disparar a esa distancia, pero lo hice…

—¿Y lo mataste? —preguntó John James.

—No, no lo maté. Se levantó sobre sus patas traseras y se abalanzó sobre mí, de modo volví a disparar. Debí de alcanzarlo en una arteria, porque manó un chorro de sangre que tiñó de rojo la nieve. Después, se puso a cuatro patas e intentó huir; pero cayó a unos veinte metros y murió.

Dutch, el hermano mayor de Mariah, preguntó:

—¿Dónde estaban sus perros?

—A buen recaudo. Hay que enseñarlos a estarse quietos y esperar —contestó—. Los perros de tiro son muy valiosos en esas tierras. Sin ellos, no podrías sobrevivir.

—¿Qué hiciste con el oso? —preguntó John James.

—Cambié su piel por café y leche.

—¿Lo desollaste tú? —se interesó Paul.

—Qué horror —dijo Emma, arrugando la nariz—. El abuelo tiene una piel de oso en su cuarto. Es repugnante.

—En el Yukon, la gente usa las pieles de oso como mantas, alfombras y hasta para tapar las puertas. Su grasa se aprovecha en todo tipo de cosas.

—Niños, se terminó la diversión —intervino entonces Henrietta—. Venga conmigo, Wesley. Nos sentaremos junto al fuego. Hildy le traerá el postre.

—Preferiría esperar un poco… Estoy tan lleno que podría estallar.

—Tenemos que ir a ver a tu perro —le recordó John James.

Wes miró a Mariah.

—Si a tu madre le parece bien…

Mariah asintió.

Wes dio las gracias a Henrietta cuando ésta se acercó con restos de comida para su perro. John James se dio una palmadita en la pierna, para llamar la atención del cachorro, y se dirigieron a la salida.

Yuri los recibió meneando la cola, pero no olisqueó a John James ni la comida hasta que Wes le dio su permiso con un chasquido de la lengua.

—¿Qué significa ese sonido? —preguntó el niño.

—Que puede acercarse y oler. Puedes acercarte con toda tranquilidad; no intentará saltar sobre ti… Es importante que los perros de trabajo sean obedientes, sobre todo cuando son tan fuertes y grandes.

Era obvio que el animal intimidaba un poco al niño, porque ese tipo de perros no eran comunes fuera de los territorios septentrionales de Estados Unidos.

—¿Dónde va a dormir?

—Está acostumbrado a dormir fuera y con cualquier clima. Además, vuestras noches son mucho más cálidas que las del Yukon… estará perfectamente.

—¿Y dónde va a dormir mi perrito?

—También está acostumbrado a dormir fuera. Los perros de tiro duermen juntos, para darse calor —respondió—. Pero ha sido un buen compañero de camarote durante el viaje en barco… así que depende de ti. Tú decides dónde quieres que duerma.

Wes puso los restos de comida en el suelo y Yuri empezó a comer.

—Le preguntaré a mi madre si puede dormir conmigo. Los perros del abuelo duermen con él…

Wes asintió.

—Como quieras.

—¿Vas a atar a Yuri?

—No, es mejor que esté suelto.

—¿No se escapará?

—Seguro que inspeccionará los alrededores, pero volverá después.

De vuelta en la casa, Wes se dirigió al salón. Henrietta le buscó asiento e hizo un gesto a Mariah para que se sentara con él.

John James dejó al perrito en la alfombra.

—¿Puede dormir mi perro conmigo?

Mariah miró a su hijo.

—Podemos ver lo que pasa —contestó—. Tendrás que darle una vuelta antes de que acuestes, y sacarlo fuera a primera hora de la mañana. Porque si encuentro algo feo en el suelo de tu habitación, tendrá que dormir fuera.

—Te lo prometo… —dijo el niño, sonriendo de oreja a oreja.

—Bueno, ahora que estamos juntos, háblenos de las mujeres de Alaska —intervino Henrietta.

—La mayoría de las mujeres son de las tribus indias. Incluso hay esquimales cerca de la costa —explicó.

Emma se abrió camino entre el grupo de niños, que se había vuelto a congregar junto a Wes.

—¿Qué ropa llevan los esquimales?

—Suelen llevar ropa de piel de foca y botas de piel de conejo.

—Parece un lugar fascinante —comentó Henrietta.

—Y muy bello a su manera. Los paisajes son tan interesantes que mucha gente va a Alaska y al Yukon sólo para disfrutar de ellos. Son los que pagan los precios más altos por la comida y por el correo.

La mirada de Wes se desvió hacia Mariah, que tenía las manos sobre el regazo y no había hecho ninguna pregunta.

Su falta de interés por las historias del norte contrastaba con la atención que dedicaba a su hijo.

Faye dio a Wes un café solo que olía maravillosamente y sabía aún mejor.

—Niños, marchaos de una vez —ordenó Henrietta—. Dejad en paz a nuestro invitado.

Los niños se alejaron sin protestar y se pusieron a jugar con sus cosas mientras los adultos seguían con sus conversaciones.

Wes no tenía experiencia con familias tan grandes, y le costaba asumir que Mariah estuviera relacionada con todas las personas de aquel lugar.

Por lo que sabía, tenía cuatro hermanos y dos hermanas, además de todo un ejército de primos, tíos y sobrinos de ambos sexos.

Era algo tan completamente nuevo para él que se preguntó qué se sentiría al mirar la cara de una madre, reconocer las manos de un padre y saber que se era amado y que se formaba parte de una familia y de una historia común.

Miró a su alrededor, para asegurarse de que nadie escuchaba, y preguntó:

—¿Trabaja en la cervecera?

Mariah asintió.

—¿Y qué hace?

Ella también echó un vistazo y comprobó que no los oían.

—Superviso la producción y me encargo de las promociones. Ahora nos estamos preparando para una exposición que se inaugura en Denver el 17 de julio.

—Sí, he oído hablar de ella. El New York Times decía que las empresas mineras financian exposciones como ésa. También estarán presentes las ferroviarias y muchas compañías de artistas. El día de la inauguración van a presentar una locomotora de doscientos cincuenta caballos… al parecer, los hoteles de Denver ya están al completo.

Wes había leído mucho durante los dos meses anteriores; primero, durante su recuperación y, más tarde, durante el viaje en barco. Por la expresión de sorpresa de Mariah, supo que no lo imaginaba tan bien informado.

—El año pasado reservé un piso entero en un hotel. Hemos construido un edificio en los terrenos de la exposición, donde cocinaremos, almacenaremos la cerveza y mostraremos la historia de la cervecera. En el exterior se instalará una carpa.

—Debe de llevar mucho trabajo…

—Estamos acostumbrados a estas cosas. Además, hemos tenido todo un año para prepararnos —explicó—. Algunos permaneceremos en Denver para cerrar los acuerdos comerciales que puedan surgir. La exposición es una oportunidad magnífica para extender nuestros productos y nuestra fama por todo el país.

El entusiasmo de Mariah no pasó desapercibido a Wes.

—Fabricar cerveza es una ocupación poco común en una mujer —observó.

—No en una Spangler —puntualizó ella—. Mi madre y mi abuela también trabajaron en la cervecera. Es un negocio familiar.

Wes inclinó la cabeza.

—Me parece admirable —comentó.

Mariah lo miró a los ojos como si intentara averiguar si era sincero. A Wes le pareció una mujer encantadora, aunque sus ojos azules brillaban con rabia.

Su resentimiento era comprensible. Él se había metido en la vida de su familia y Mariah no podía decir nada sin contar la verdad. Pero Wes intentó no sentirse culpable; estaba allí por el bien del niño.

Justo entonces, John James rió. Mariah se giró hacia él y su expresión cambió radicalmente y se llenó de dulzura.

Louis se acercó y estuvo hablando con Wes sobre su amigo Otto.

Wes lo había conocido cuando se encargaba del correo en Juneau, así que compartieron el dolor por su pérdida.

Al final, los niños empezaron a tener sueño y llamaron la atención de sus padres. Un trío de mujeres se plantó ante Mariah y Wes.

—Os hemos preparado una habitación —dijo Annika—. ¿Queréis que me encargue de preparar a John James para la cama?

Annika era de la misma altura que Mariah, pero de pelo más claro y cara llena de pecas.

—No, no te preocupes. Ya lo hago yo —respondió Mariah.

John James miró a Wes con expresión esperanzada.

—¿Me vas a acostar?

Wes miró a Mariah, que pareció disgustada y asintió a regañadientes.

—Por supuesto —contestó.

—Danos diez minutos —dijo Mariah, tomando al niño de la mano—. Annika, por favor, ¿puedes enseñar el camino a Wesley?

—Claro…

Annika se sentó en el espacio que Mariah acababa de dejar libre.

—Ardíamos en deseos de conocerlo —le confesó—. John James no ha dejado de hablar de su padre durante las últimas semanas.

Wes sonrió.

—Yo también deseaba conocerlos —replicó, educadamente.

—¿Encontró oro?

—Un poco, pero al final acepté un trabajo que era tan valioso como el oro y más estable.

—Sólo si sobrevivía a los osos —comentó Dutch desde su asiento.

—En efecto.

Varios de los presentes rieron.

—No os metáis tanto con él —intervino Louis con buen humor.

Al cabo de un rato, Annika llevó a Wes al vestíbulo y lo acompañó por una escalera ancha y sinuosa que terminaba en una sala grande, llena de pupitres y estanterías con juegos y libros.

—Los niños hacen sus deberes y juegan aquí cuando no pueden salir al exterior —explicó ella—. El dormitorio de John James está por ese pasillo, a la izquierda. Sígame.

Annika se detuvo frente a una puerta abierta. Wes le dio las gracias y entró.

John James estaba tumbado en una cama estrecha con una manta ancha. Paul descansaba a su lado, en una cama similar.

Mariah se apartó de su hijo para dejar espacio al recién llegado.

—Hola, amigo —dijo Wes.

—Hola… ¿por qué cojeas?

—Porque el invierno pasado metí la pierna en un cepo para osos. Pero ya se me ha curado —contestó.

—Me alegra que estés aquí…

Wes sintió una punzada en el corazón.

—Y yo me alegro de estar a tu lado.

—He soñado contigo un millón de veces.

—¿En serio?

—Sí. Y eres como te imaginaba.

—¿También cojeaba en tus sueños?

—Eso no me importa nada…

Wes se sintió más seguro que nunca de su decisión; el chico necesitaba un padre.

Pero al mismo tiempo, se sintió inseguro; si ni siquiera sabía cómo darle las buenas noches, tampoco sabría cómo darle el cariño y los conocimientos necesarios para que se convirtiera en un buen hombre.

Al final, optó por la despedida más fácil:

—Buenas noches, John James.

—¿Padre?

—¿Sí?

—Mi madre dice que aún no soy tan mayor como para que no me abracen…