La novia tras el velo del desierto - Abby Green - E-Book

La novia tras el velo del desierto E-Book

Abby Green

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Beschreibung

La mujer que había subido al altar... ¡era la misma mujer a la que quería olvidar! Sharif Marchetti era reflexivo y sabía por qué le convenía, estratégicamente, esa esposa. Por eso, después de haberse dejado arrastrar por una misteriosa mujer, tenía que borrar de la memoria aquel encuentro en un oasis. Hasta que volvieron a encontrarse unos minutos antes de darse el «sí, quiero». La princesa Aaliyah Mansour no podía creerse que su matrimonio concertado fuese con el hombre que la había excitado tanto. Estaba preparada para casarse con alguien que respetara su independencia, no para llevar una vida por todo lo alto con un marido que era... irresistible.

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Seitenzahl: 235

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Abby Green

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La novia tras el velo del desierto, n.º 179 - septiembre 2021

Título original: Bride Behind the Desert Veil

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-929-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

SU esposa ya podrá mostrar su rostro.

El jeque Sharif Bin Noor Al Nazar esperó con impaciencia mientras las ayudantes de su reciente esposa se acercaban para quitarle el velo bordado que le había cubierto el rostro durante la ceremonia de la boda. No había podido verle ni siquiera los ojos.

A Sharif no podía importarle menos su aspecto, no pensaba consumar el matrimonio, que duraría el menor tiempo posible, pero si era aceptablemente atractiva, eso facilitaría mucho las cosas.

Se oyó el tintineo de las cadenas y las medallas de oro mientras le quitaban el velo de la cara. Lo primero que vio, aunque desapasionadamente, fue que no tenía que preocuparse por su atractivo porque era increíblemente guapa.

Lo segundo fue una reacción mucho más visceral. Pasmo seguido de furia. Su esposa no era la desconocida que había esperado. En realidad, no tenía nada de desconocida, la conocía… íntimamente.

Una palabra le retumbó en la cabeza y no supo si la había dicho en voz alta. «¡Tú!»

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Dos semanas antes

 

–¿Estás diciéndome que no sabes cómo es tu futura esposa?

La expresión de espanto de Nikos Marchetti fue casi cómica. El medio hermano pequeño de Sharif hablaba por videollamada desde su casa en Irlanda, pero Sharif podía ver a su esposa Maggie, embarazada otra vez, que iba de un lado a otro por detrás con Daniel, su hijo de ocho meses, en brazos. Por algún motivo desconocido, esa escena tan doméstica estaba llegándole muy dentro, donde no debería llegarle.

–No –contestó Sharif intentando concentrarse en su hermano–, no sé cómo es. Ni sé nada de ella ni me interesa. Voy a casarme porque tengo que cumplir un pacto diplomático entre Al-Murja y Taraq… y porque parece que sentar la cabeza es favorable para la empresa –añadió él con cierto aire de despreocupación.

Eso era decir poco. La cotización de las acciones del Grupo Marchetti estaba por las nubes desde que sus dos hermanos menores se habían casado; Maks, el menor, se había casado en Londres, poco antes de Navidad. Sharif, sin embargo, sabía que podían subir más todavía y alcanzar una estabilidad y un valor que lo acercaría mucho a lo que se había propuesto conseguir cuando murió su padre, cuando por fin renunció al control de la empresa que había levantado gracias a las fortunas de otras personas, concretamente, de sus tres esposas, las madres de Maks y Nikos y su madre.

Las caras de Maggie y Daniel aparecieron por detrás del hombro de Nikos.

–¿Al-Murja y Taraq? ¿Un matrimonio concertado? Todo suena muy exótico…

Sharif volvió a centrarse en el presente.

Nikos había tomado en brazos a su hijo y su esposa se le había sentado en las rodillas.

–Sharif no es como el común de los mortales –comentó Nikos con ironía a Maggie–. En esta parte del mundo es Sharif Marchetti, uno de los multimillonarios más prósperos del mundo, pero en Al-Murja, la tierra de su madre, es un jeque de la familia real e, incluso, tiene otro nombre.

–Ah… –Maggie abrió como platos los inmensos ojos azules–. No lo sabía. ¿Cuál es tu otro nombre?

Llamaron a la puerta del despacho de Sharif en Manhattan. Él lo agradeció porque no le gustaba esa confianza. Sus hermanos y él se habían acercado durante los últimos meses, pero seguían sin ser una familia de verdad, ni mucho menos.

–Ha llegado mi coche. Te llamaré en cuanto vuelva.

–¿Por qué haces esto otra vez? –le preguntó su hermano sacudiendo la cabeza.

–Porque me da envidia lo que tenéis Maks y tú –contestó Sharif con una sonrisa forzada–. Quiero ser tan feliz como vosotros.

Cortó la llamada ante la carcajada de incredulidad de Nikos, pero algo se le desgarró por dentro. Algo que solo dejaría de desgarrarlo cuando redujera a polvo el legado de su padre, el Grupo Marchetti.

Sintió remordimiento de conciencia unos minutos más tarde, cuando se sentó en el asiento trasero de la limusina y pensó en cómo reaccionarían sus medio hermanos si supieran los planes que tenía. Sin embargo, lo sofocó al instante. No sentían más gratitud hacia su padre que la que sentía él. Además, aunque hubiesen llegado a tenerse cierta simpatía, no le contaba a nadie sus planes. Se lo contaría cuando llegara el momento y se separarían con una fortuna incalculable.

¿Qué más podían querer?

 

Una semana antes en Taraq

 

–¿Por qué iba a dejar que ocuparas el lugar de tu hermana en este matrimonio?

Aaliyah Binte Rashad Mansour hizo un esfuerzo para no perder la calma, pero no había dormido y le escocían los ojos después de haber vuelto deprisa y corriendo desde Inglaterra a su país en medio de la península arábiga porque su adorada hermana pequeña la había llamado medio histérica.

–Porque soy tu hija mayor. Samara solo tiene diecinueve años.

Además, estaba enamorada del hijo del asesor jefe del rey.

El padre de Liyah se quedó un momento en silencio y ella lo aprovechó.

–Samara ni siquiera ha visto al hombre con el que quieres que se case. Evidentemente, no se conocen. ¿Qué importa que sea yo y no ella?

Su hermana le había contado que él solo quería una esposa, que le daba igual quien fuera siempre que fuese de esa familia.

Su padre dejó escapar un sonido poco claro. No era un hombre muy alto. Ella, que medía un metro y setenta y siete centímetros, era casi más alta, y siempre le había parecido que a él no le gustaba que fuese tan poco delicada, entre otras muchas cosas que ella no había entendido nunca.

Su madre había sido su primera esposa y había fallecido cuando Liyah era muy pequeña. Recordaba vagamente que la acunaba y le cantaba nanas, pero también se había convencido de que eso solo era una fantasía para compensar que la hubiesen dejado a un lado cuando su padre volvió a casarse y tuvo otros hijos.

Samara era el único integrante de la familia al que había permitido acercarse. La había seguido como una sombra desde que era pequeña y había derribado todas las barreras que había levantado.

No se lo había pensado dos veces cuando supo que Samara estaba pasándolo mal y por qué. Había vuelto y se había ofrecido a ocupar el lugar de su hermana, pero en ese momento, cuando estaba delante de su padre, una sensación de pánico se había adueñado de ella.

–En cualquier caso, ¿quién es él? –siguió Liyah–. Además, ¿por qué está dispuesto a casarse con una mujer a la que no conoce? Creía que ya se habían acabado los matrimonios concertados.

–No seas ingenua, Aaliyah. Los mejores matrimonios siguen siendo los que se acuerdan en beneficio de las dos partes, en este caso, dos reinos que tienen una historia muy larga de enemistad.

–Pero hace años que no…

–Es el primo del rey de Al-Murja y, al casarse con esta familia y aportar una dote, está cumpliendo un pacto diplomático que se hizo hace décadas –le interrumpió su padre–. Su madre tenía que haberse casado con tu tío, pero se fugó a Europa y se casó con un playboy italiano. El matrimonio se deshizo y ella volvió deshonrada y con un hijo. Ella se murió cuando su hijo todavía era joven y su padre se ocupó de él.

Esa historia le sonaba de algo, pero su padre dejó de ir de un lado a otro y la miró con un brillo en los ojos negros, muy distintos a los verdes de ella.

–La madre de él se largó a Europa como hiciste tú, Aaliyah. Tenéis el mismo espíritu rebelde.

Liyah se puso tensa por la indignación.

–No tiene nada de rebeldía querer…

Su padre levantó una mano y volvió a interrumpirle.

–No, la verdad es que creo que esto saldrá muy bien. El jeque Sharif Bin Noor Al Nazar tiene el control de un grupo inmenso del sector del lujo en Europa. No tolerará que su esposa sea rebelde, es justo lo que necesitas para aprender lo que es el control y el respeto, Aaliyah.

Un millón de cosas hicieron que le hirviera la sangre, sobre todo, un daño que ya conocía muy bien y las ganas de defenderse, pero hizo un esfuerzo para tragárselo todo.

–¿Significa eso que me permitirás ocupar el lugar de Samara?

Su padre la miró un rato sin la más mínima calidez en los ojos, solo con ese desdén gélido con el que la miraba siempre.

–Sí, te casarás con el jeque Sharif Bin Noor Al Nazar y, de paso, te redimirás a los ojos de esta familia.

El alivio se le mezcló con el pánico por lo que acababa de hacer, pero ya no podía echarse atrás cuando la felicidad de Samara estaba en juego… y haría cualquier cosa por su hermana.

Su padre ya estaba alejándose y ella no pudo contenerse por la impresión que le produjo que pudiera entregarla con esa facilidad a un desconocido, y para el resto de su vida.

–¿Por qué te importo tan poco, padre?

Él se detuvo y se dio la vuelta. Liyah, por primera vez en su vida, vio algo de vida en sus ojos e, increíblemente, no supo que era un dolor agudo hasta que hubo hablado.

–Porque tu madre era la única mujer a la que he amado y tú eres exactamente igual que ella, cada día que pasa es como un recordatorio de lo que he perdido.

 

 

El día anterior

 

Sharif vio el halcón. Era un halcón peregrino imponente de unos diez años. Los rayos dorados del sol del atardecer se le reflejaban en las plumas y los elegantes círculos que trazaba en el aire no le engañaban. Estaba buscando una presa y se lanzaría sobre ella en cuestión de segundos. Oyó los cascos de un caballo.

Se ocultó entre las sombras de los árboles que rodeaban la poza natural del oasis donde había acampado para pasar la noche en su viaje hasta el palacio de Taraq. Su séquito había seguido por delante. Él necesitaba pasar algún tiempo solo en el desierto. Era algo que le daba fuerza e iba a necesitarla las semanas siguientes.

Un caballo con su jinete irrumpieron ruidosamente en el pequeño y exuberante oasis. Sharif supo al instante que el joven era un jinete consumado. Su cuerpo se movía al unísono con el del enorme caballo, que se paró bruscamente con solo un levísimo tirón de las riendas. Tenía el cuerpo cubierto con una película de sudor y se notaba que había sido una cabalgada exigente.

El joven desmontó con agilidad, dio una palmada en el cuello del caballo, lo llevó a la poza para que bebiera con avidez y ató las riendas a un árbol.

Sharif no supo por qué se quedó entre las sombras, pero la intuición le decía que tenía que quedarse escondido. Notó que el desconocido también quería estar solo. Además, supuso que volvería a marcharse en cuanto el caballo hubiese bebido y descansado un rato.

No podía ver la cara del hombre, del muchacho más bien. Tenía que ser un muchacho. Era alto, pero demasiado liviano para ser un hombre, y tenía la cabeza cubierta con un turbante.

El halcón empezó a descender de repente y Sharif vio que el jinete levantaba el brazo derecho. El pájaro se posó sobre el brazo con un guante de cuero. Era un halcón adiestrado…

El desconocido dio de comer al ave con lo que le parecieron trozos de carne que iba sacando de una bolsa que llevaba colgada de las caderas hasta que agitó un poco el brazo y el halcón echó a volar otra vez.

El muchacho estaba al borde de la poza, suspiró y todo su esbelto cuerpo se estremeció. Entonces, levantó las manos para deshacer el turbante.

Sharif se movió para que lo viera, pero se paró en seco cuando él se quitó el turbante y le cayó una enmarañada melena de rizos oscuros por la estrecha espalda. Espalda estrecha… Melena de rizos…

No era un muchacho, era una muchacha. Entonces, se quedó mudo y sin poder moverse cuando ella empezó a desvestirse.

 

 

La galopada hasta el oasis solo había aplacado una parte mínima de su agitación, una mezcla explosiva de rabia e impotencia. Era la víspera de su boda y estaba irremediablemente atrapada. Además, se encontraba en esa situación por su hermana, lo que hacía que se sintiera más impotente todavía. Nadie la había obligado a hacerlo, podría haber hecho caso omiso de la llamada de su hermana y haberse quedado en Europa.

Sin embargo, no habría podido. Adoraba a su hermana, la única de su familia que la había aceptado y querido. Haría cualquier cosa por garantizar a Samara su felicidad, incluso eso.

Además, le había sacado a su padre la promesa de que no impediría que Samara se casara con su querido Javid y su sacrificio no sería en vano.

Aun así, lo que más vueltas le daba en la cabeza no era ese sacrificio. Seguía pensando en lo que le había dicho su padre hacía una semana, en que había a amado a su madre y que le recordaba a ella. No le agradaba especialmente saber por qué la había rechazado, solo complicaba un poco más su sensación de excluida y aislada. El amor le había hecho eso a su padre, lo había amargado.

En cierto sentido, haberlo descubierto confirmaba lo que ya creía, que no se podía confiar en el amor, porque te debilitaba.

Si acaso, ella, más que nadie, debería acceder a un matrimonio que se basara en lo pragmático y lo necesario.

Haber vivido dos años en Europa le había dado una sensación falsa de libertad. Esa libertad había sido una ilusión. Aunque no hubiese vuelto para ocupar el lugar de su hermana, el rechazo de su familia siempre habría sido como una sombra que le habría recordado que no la querían.

Desde que su padre le había comentado que su futuro marido sería el consejero delegado de un grupo muy importante del sector del lujo, ella se lo había imaginado como el tipo de hombre que se había hartado de comida exquisita, mujeres guapas y placeres frívolos.

No quería estropear los últimos días de libertad pensando en un futuro que no podía cambiar y ni siquiera había buscado a ese hombre en Internet.

El agua de la poza parecía fresca y tentadora y ella se sentía acalorada y tensa, al borde del pánico.

Dejó caer el turbante y empezó a desvestirse. Podía estar tranquila porque no iba nadie allí. Se desabotonó la camisa y le cayó con suavidad por los brazos. Se le puso la carne de gallina por la brisa del atardecer. Se desabrochó el sujetador y también lo dejó caer. Se soltó el botón de los suaves pantalones de cuero, unos pantalones que su padre censuraría porque no eran femeninos y que, precisamente por eso, le encantaban a ella, se los bajó con la ropa interior y se lo quitó todo. Ya estaba desnuda.

El caballo relinchó ligeramente. El cielo tenía un tono morado y estaba lleno de estrellas. La luna, en cuarto creciente, estaba empezando a asomar y sintió que la emoción le atenazaba el pecho. ¿Volvería alguna vez allí? Le encantaba ese sitio, era donde se encontraba más en paz. Le encantaba galopar por la arena con su ave en el cielo, libre, despreocupada.

Se metió en el agua, que seguía templada después de varios días con un calor intenso. Su reflejo le resplandeció en la piel mientras se metía hasta la cintura antes de sumergirse en unas profundidades más frías y oscuras.

No volvió a salir hasta que le pareció que los pulmones iban a estallarle. Tomó unas bocanadas de aire y se aclaró los oídos al oír la voz de un hombre.

–¿Puede saberse qué está haciendo? He estado a punto de lanzarme para rescatarla.

Liyah se dio la vuelta para mirar hacia la orilla, pero volvió a hundirse en el agua al ver a un desconocido muy alto y ancho y muy moreno. Tenía barba incipiente, pero Liyah, a pesar del susto, pudo ver que era increíblemente atractivo y poderoso.

Los ojos eran oscuros y los pómulos, prominentes. También tenía los labios apretados con firmeza.

Ese gesto de censura la sacó del estupor. Ya la habían censurado bastante en su vida y, además, había invadido su tranquilidad, su última noche de soledad.

–No necesito que me rescaten –entonces, cayó en la cuenta de su desnudez–. ¿Cuánto tiempo lleva ahí?`

–Lo bastante –contestó él en tono sombrío–. Tiene que salir.

Ese tono autoritario le indignó y le recordó la poca autonomía que había tenido en su vida.

–No tengo que hacer nada –replicó ella.

–¿Va a quedarse ahí toda la noche? Se congelará.

Eso era verdad. El calor abrasador del desierto se convertía en frío gélido por la noche y ella ya notaba que le llegaba a los huesos.

–No puedo salir, no llevo nada de ropa.

Asombrosamente, no se sentía amenazada aunque ese hombre fuera un completo desconocido.

–Lo sé.

–Me ha espiado –afirmó Liyah dejando de moverse en el agua.

Asombrosamente otra vez, la idea de que la hubiese visto desvestirse y meterse en el agua no le indignaba, le… excitaba.

No estaba segura de que no estuviera soñando. Habría jurado que no había nadie cuando llegó, pero tampoco había comprobado los alrededores.

Entonces, cuando miró detrás del hombre, pudo ver una tienda de campaña entre los árboles que había al otro lado del oasis. También vio un caballo, que relinchó suavemente.

–¿Ha acampado?

–Sí, para pasar esta noche.

Tenía una voz grave, tan grave que le retumbó en el fondo del estómago, y un acento que ella no pudo reconocer. Era una mezcla de acento británico y americano con algo de esa zona. Era una mezcla intrigante. No lo había visto antes, era un desconocido absoluto.

Debería preguntarle quién era, pero, por algún motivo, las palabras no le salían de la boca. Además, él tenía razón, no podía quedarse toda la noche metida en el agua.

–Tengo que ponerme algo.

Su ropa estaba repartida por la orilla, pero él, en vez de recogerla, se quitó la túnica por encima de la cabeza. Liyah se quedó sin respiración al ver su torso. Era un torso musculoso con rizos oscuros en los pectorales y una línea también oscura que descendía entre los abdominales para desaparecer por debajo de unos pantalones anchos que le colgaban de las estrechas caderas.

–Tome.

Él le tendió la túnica desde la orilla y ella se acercó nadando hasta que sintió el suelo debajo de los pies. Entonces, vio que tenía el bajo de los pantalones dentro del agua.

–Se le están mojando los pantalones.

–Ya se secarán.

Liyah volvió a preguntarse si estaría soñando, pero ningún sueño se había parecido a eso. Empezó a caminar y notó la resistencia del agua en el cuerpo.

Se paró cuando el agua le llegó a los pechos. Esperó que el hombre se diera la vuelta, que mostrara algún respeto, pero no lo hizo. Además, ya la había visto, aunque rezaba para que hubiese sido de espaldas.

Una vez más, no se sentía violentada en ningún sentido, se sentía… emocionada.

Si fuese mínimamente racional, debería sentirse cualquier cosa menos emocionada. Debería sentirse asustada, insultada, temerosa e indignada, pero no se sentía nada de todo eso.

También debería estar pidiéndole que se diese la vuelta. Sin embargo, las palabras seguían sin salirle de la boca. Tenía una llamarada por dentro que hacía que quisiera rebelarse. Tenía que ser una reacción a todo lo que estaba pasándole, a todo lo que se esperaba de ella, pero tenía la sensación de que estaba recuperando el control de una vida que se le había descontrolado por completo.

También tenía unas ganas incontenibles de acercarse a ese desconocido tal y como estaba, desnuda.

Dio otro paso y el agua se le quedó justo por encima de los pechos. Al siguiente paso, los pechos quedaron expuestos a la mirada de ese hombre. Lo vio con más claridad. Tenía los ojos negros y una mandíbula muy definida y en tensión. Bajó la mirada. Ella ya tenía los pezones duros por al agua.

Siguió moviéndose y sintió el agua por el abdomen, por las caderas, por los muslos y entre las piernas, donde el centro de su cuerpo le palpitaba con ardor.

En algún rincón remoto de su cerebro, estaba horrorizada por estar comportándose con ese descaro. Jamás habría permitido que un desconocido la viera desnuda, pero allí, en ese sitio que siempre había sido como un refugio sagrado para ella, se sentía al margen de los límites de un comportamiento normal.

Además, ese hombre era algo más que un desconocido cualquiera. Lo había sabido nada más verlo. Tenía la arrogancia y la seguridad en sí mismo de un líder innato.

Tomó la túnica que estaba ofreciéndole y se la puso mientras notaba cómo miraba él la tela que se le pegaba al cuerpo. La túnica conservaba la calidez de su cuerpo y sintió un cosquilleo y que se le abultaban los pechos.

–Gracias…

–De nada.

Curiosamente, aunque ya estaba tapada de los pies a la cabeza, no se sentía más protegida ante su penetrante mirada. Se dio cuenta de que, de cerca, era más imponente todavía, de su virilidad, de su estatura, de la piel morena que brillaba a la luz de la luna por la tensión de los músculos…

Él le tendió una mano y ella la miró un rato. El aire echaba chispas alrededor de ellos.

Nunca jamás se había encontrado con nadie allí, pero esa noche, la víspera de que fuera a casarse con un hombre al que no había visto siquiera, se encontraba con ese desconocido cautivador. Normalmente, no era supersticiosa, pero eso le parecía… una predestinación.

Su vida cambiaría irreversiblemente al día siguiente, pero todavía quedaba toda una noche, una noche de libertad, el último resquicio de libertad.

Le tomó la mano antes de que pudiera pensarlo. Era una mano grande y ligeramente callosa. Él la sacó del agua y se quedaron en la arena.

 

 

Sharif se había preguntado si estaría alucinando, si se habría imaginado a esa diosa que había desaparecido en las profundidades de la poza. Hasta que emergió como Afrodita y su piel resplandeció como satén.

No era una estatua de mármol fría y rígida, era una mujer de carne y hueso, con las extremidades largas y esbeltas… y la mano que tenía sujeta le parecía muy de verdad. Notó el pulso en su muñeca, un pulso tan acelerado como el de él.

–Eres de verdad… –comentó él casi para sí.

Aunque ya estaba tapada otra vez, su imagen desnuda se le había quedado grabada en el cerebro… y se temía que sería para siempre. Había visto cómo se desvestía y se había quedado tan extasiado que se había quedado mudo. Su cuerpo estaba sacado de una fantasía erótica. Las caderas eran anchas y la cintura, estrecha, el trasero redondeado y los pechos… Más grandes de lo que se había imaginado, firmes, con una forma perfecta y unos pezones oscuros que le hacían la boca agua. También tenía unos rizos tupidos entre las piernas y quería separárselas para ver el brillo de…

–Soy de verdad.

La voz ronca de ella se abrió paso en su cabeza, la agarró con más fuerza de la mano y la atrajo hacia sí. Captó su olor a rosas, arena, calor…

Entonces, al tenerla tan cerca, vio que era increíblemente guapa y bastante alta. Su coronilla le llegaba a la barbilla. Unas cejas oscuras enmarcaban unos ojazos almendrados. No sabía su color con esa luz, pero no eran tan oscuros como los de él. Tenía la nariz recta, unos pómulos prominentes y la piel morena. Anhelaba acariciársela y comprobar si era tan sedosa como parecía.

Sin embargo, su boca…

La mirada devoradora se detuvo ahí. Era una boca más que provocativa, una invitación descarada para que la besara y desvelara todos sus secretos.

Sintió vértigo. Había conocido y se había acostado con algunas de las mujeres más hermosas del mundo, pero ninguna le había alterado como esa. Sabía, en un sentido visceral y primitivo, que si no tenía a esa mujer…

Ni siquiera pudo terminar lo que estaba pensando. La tendría, tenía que tenerla.

Tenía mojado el pelo tupido y alborotado, pero ya estaba rizándosele otra vez.

–¿De dónde has salido?

Era el hombre menos proclive a las supersticiones y las fantasías, pero, por primera vez en su vida, tenía la sensación de que lo que lo rodeaba no era real del todo.

–Yo podría… preguntarte lo mismo.

Le consolaba un poco saber que ella tampoco sabía muy bien cómo explicar lo que estaba pasando.

–¿Acaso importa?

Sharif supo, nada más preguntarlo, que era una pregunta retórica. Estaban allí y eso era lo único que importaba.

–No, no importa, como tampoco importa quiénes seamos.

Sharif no captó casi el tono de angustia en su voz, no lo recordó hasta mucho tiempo después, pero, en ese momento, notó que se le quitaba un peso de encima, que, por primera vez, estaba con alguien que no sabía quién era él. No había ni ideas preconcebidas ni ideas falsas ni prejuicios ni expectativas.

–¿Quieres comer algo?

–Sí… –ella parpadeó–. De acuerdo, me encantaría.

Sharif la llevó a su tienda de campaña sin soltarle la mano.

 

 

La tienda, levantada debajo de unos árboles, era más grande de lo que se había imaginado, pero él tuvo que bajar la cabeza para entrar. Tenía que medir casi dos metros, tanto que ella se sentía baja y estaba acostumbrada a sentirse más alta que la mayoría.

Los hombres, sobre todo, solían considerar que su estatura era una provocación, pero no ese. La miraba con una intensidad… El corazón no se le había apaciguado desde que lo vio.

Los ojos se le acostumbraron al resplandor dorado de infinidad de velas. Había una mesa con comida y un sitio preparado para una persona. También había una cama en un rincón. Era una cama enorme y con una colcha bordada con joyas.

Liyah desvió la mirada cuando le asaltó el recuerdo de todo lo que sintió al salir desnuda del agua con los ojos de él clavados en su cuerpo. No quería que la viera mirando la cama. Él ya había traspasado toda una serie de límites que no habría traspasado nadie si la cabeza le funcionara bien, y mucho menos un desconocido.

Él le soltó la mano y sacó una silla.

–Siéntate, por favor.

–Solo hay una silla –comentó Liyah mirando alrededor.

–Ya encontraré algo.

Liyah rodeó la mesa para sentarse. Lo notaba detrás de ella con las manos cerca de los hombros. Todavía tenía el pelo mojado. También lo tenía demasiado largo e indomable, pero cada vez que decidía cortárselo pensaba en las fotos que tenía de su madre, con esa misma melena, y se le quitaban las ganas.

Todos los recuerdos de su madre eran tenues y muy valiosos.

Él había desaparecido detrás de un biombo que, al parecer, separaba la zona de lavado.

Entonces, reapareció y a ella se le cortó la respiración.

Se había puesto una camiseta blanca que contrastaba con la piel morena, que le resaltaba la musculatura del pecho y que resultaba más provocativa que cuando no llevaba nada.

Puso un taburete de madera enfrente de ella. Lo vio por primera vez a la luz y se quedó hipnotizada.