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Basándose en investigaciones sobre biología evolutiva, genética y psicología, además de en los avances en la neurociencia molecular, Jordan Smoller redefine la biología de lo normal. La variación genética, la selección natural, el entorno y las experiencias singulares contribuyen a moldear nuestro yo social y emocional. El autor considera las bases neuronales del aprendizaje social, la empatía, e incluso el amor, tanto el romántico como el maternal, y cartografía la biología del rechazo, de la resistencia y del miedo para relacionar estos fenómenos con determinadas zonas anatómicas del cerebro (la corteza, el hipocampo y la amígdala cerebral respectivamente).
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Seitenzahl: 730
Título original: The Other Side of Normal
© Jordan Smoller, 2012.
© de la traducción: Roc Filella, 2013.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2014.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
REF.: OEBO722
ISBN: 9788490563182
Composición digital: Víctor Igual, S. L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Dedicatoria
Prólogo
1. «Estamos todos locos»
2. Los genes y la regulación del cerebro: la biología del temperamento
3. Gatos ciegos y pequeños Einstein: la biología de la crianza
4. Perros, póquer y autismo: la biología de la lectura de la mente
5. Almas gemelas: la biología del apego y la confianza
6. El cerebro del observador: la belleza y la atracción sexual
7. Acordarse de olvidar: la biología del miedo y la memoria emocional
8. Un nuevo concepto de «normal»
Agradecimientos
Fuentes
Notas
El intelecto permite que pasen desapercibidas esas consideraciones que son demasiado evidentes y palpables por sí mismas.
EDGARALLANPOE, La carta robada
Todos los días miramos cosas que tenemos ante nuestros propios ojos y, sin embargo, no las vemos. La retina, la parte del ojo que recoge la información visual, se aloja detrás de la red de vasos sanguíneos que se hallan en la parte posterior del ojo. La presencia de esta persiana es tan obvia y permanente, que el cerebro la ha tenido que hacer invisible, creando para ello un punto ciego parecido a una lenteja que la mente se encarga de llenar. Como ocurre en el cuento de la carta perdida de Poe, muchas de las características fundamentales de la mente normal han quedado ocultas a primera vista. Son tan básicas, que pensamos que no merece la pena fijarse en ellas, y no les prestamos atención. Y hasta hace poco han sido relativamente invisibles para los científicos que se ganan la vida estudiando la mente.
Este libro versa sobre lo oscuro y sobre lo evidente. Trata de fenómenos que son tan complejos, que pueden parecer indescifrables, pese a que nos son muy familiares y por esto mismo vivimos inmersos en ellos todos los días. Es un libro que explora cómo la mente nace del cerebro y cómo de ella nace, a su vez, todo lo que nos importa. También trata de lo universal y de lo singular. Todos disfrutamos de las experiencias y los frutos de la vida mental: los pensamientos, los sentimientos, los deseos, las relaciones. Y sin embargo, cada uno tenemos una mente propia y privada, una configuración particular de la cognición, la emoción y el funcionamiento social, reflejo de una mezcla exclusiva de genes, experiencia y circunstancias ambientales.
La autoconciencia, una de las características universales de la mente humana, también nos ha dado una curiosidad eterna por cómo y por qué hacemos lo que hacemos. Pocas cosas poseen esta misma irresistible cualidad. Un antiguo editor de un semanario informativo me decía en cierta ocasión que hay dos tipos de temas de portada de los que siempre se puede esperar un éxito de ventas: las historias sobre el cerebro y las historias sobre Jesucristo. «Lo ideal sería encontrar la forma de montar una portada sobre el cerebro de Jesús», me decía.
Desde la antigüedad, filósofos y científicos han intentado comprender la mente humana. Algunas de las teorías antiguas sorprenden por su actualidad —los griegos pensaban que el desequilibrio de cuatro humores corporales era la causa de trastornos del temperamento y de la mente, una idea similar a las actuales sobre los «desequilibrios químicos»—. Y durante el siglo pasado, vimos el ascenso, la caída y el fuerte impacto de los debates sobre la naturaleza y crianza, el psicoanálisis y el conductismo.
Hasta hace poco, dos obstáculos —uno tecnológico y otro psicológico— han limitado nuestro intento de comprender la mente. Para empezar, carecíamos de las herramientas necesarias. El cerebro es el órgano que nos interesa para comprender cómo pensamos, sentimos y nos comportamos, pero con anterioridad a los últimos años del siglo pasado, los científicos que querían estudiar cómo el cerebro da lugar a la mente tenían que arreglárselas con unos medios bastante rudimentarios. Podían estudiar los animales —observar su comportamiento o diseccionar su cerebro—, o hacer preguntas a las personas y observar sus actos. A principios del siglo XX, con la introducción del electroencefalograma (EEG), pudieron empezar a estudiar el cerebro en acción, midiendo, mediante electrodos colocados en el cráneo, las corrientes eléctricas que fluyen a través de las neuronas. Pero si querían estudiar la estructura del cerebro de personas vivas, para ver cómo están conectados los circuitos del cerebro y observarlos en funcionamiento en tiempo real, no podían hacerlo. Pero ya no es así.
En los últimos veinte años se han abierto las compuertas de la tecnología. De la combinación de la física aplicada y la computación de gran potencia ha surgido una imponente diversidad de máquinas para observar el cerebro. El campo de la neuroimaginería, cuyos primeros grandes pasos se iniciaron en la década de 1970 con la introducción del TAC, constituye hoy una sopa de letras de sofisticadas técnicas para el estudio de la estructura del cerebro: TC (tomografía computerizada), RM (resonancia magnética), DTI (imágenes con tensor de difusión); de su funcionamiento: RMf (resonancia magnética funcional), PET (tomografía por emisión de positrones), ASL (marcado arterial espinal), MEG (magnetoencefalografía), SPECT (tomografía computerizada por emisión de fotones individuales), NIRS (espectroscopia por infrarrojo cercano); e incluso de su química: MRS (espectroscopia por resonancia magnética). Y el nuevo campo de la neurociencia molecular ha introducido métodos para el estudio del nanomundo del cerebro: las sinapsis y las señales emitidas entre las células y en su interior.
También sabemos desde hace tiempo que los rasgos mentales son cosa de familia. El debate naturaleza/crianza preocupó a filósofos, teólogos y científicos durante siglos antes de que supiéramos de los genes y, no digamos, dispusiéramos de los medios para estudiarlos. Y aun cuando los investigadores entendieran que los genes influyen en el desarrollo y el funcionamiento del cerebro, no contaban con medios para estudiar cómo actuaban. Ya no es así.
Hoy conocemos la secuencia de todos los genes humanos y podemos determinar si las variaciones en cualquier parte del genoma se corresponden con rasgos neuronales o conductuales. Podemos estudiar cómo influye la crianza en la activación y desactivación de los genes. Y podemos empezar a relacionar estos descubrimientos con la información que la neurociencia y la imaginería cerebral nos proporcionan. Queda aún mucho por recorrer, pero por lo menos disponemos de un buen mapa de carreteras.
El segundo obstáculo para desmitificar el cerebro, el psicológico, está relacionado con lo que yo denomino «el efecto de la carta robada». Muchas de las preguntas cruciales sobre el cerebro normal son las que, hasta hace muy poco, no se nos ocurrió formular. Tienen que ver con aspectos de la mente que son tan evidentes, que es muy fácil que nos pasen desapercibidos. ¿Cómo entendemos los pensamientos y los sentimientos de otras personas? ¿Por qué unas cosas nos dan miedo y otras no? ¿De dónde obtenemos la capacidad de confiar? ¿Por qué nos atrae una persona y otra no? ¿Cómo cambia la experiencia el cerebro? En realidad, algunas de estas preguntas no son nuevas, pero hoy los científicos las pueden plantear con las herramientas de la neurociencia y la genética en la mano. Y las respuestas han empezado a desvelar que detrás de la mente que conocemos existe una biología inadvertida: una biología de lo normal.
Este libro surgió de mis propias experiencias en la investigación psiquiátrica. Durante los últimos quince años, he estudiado la base genética y cerebral de trastornos como el bipolar, los de personalidad, la depresión, la ansiedad, la esquizofrenia y la dependencia de sustancias. Pero cuanto más averiguaba sobre ellos, más me convencía de que la única forma de entender realmente cómo se desbaratan el cerebro y la mente es saber primero cómo fueron diseñados para que funcionaran. Las disfunciones mentales existen porque hay funciones que se pueden perturbar. Los trastornos de ansiedad existen porque tenemos unos mecanismos cerebrales diseñados para detectar la amenaza y reaccionar ante ella. Cuando estos mecanismos se distorsionan o exageran, el miedo y la ansiedad pueden arruinarnos la vida. Pero estos mecanismos son manifiestos en las primeras expresiones del temperamento infantil normal: la tendencia de los niños a evitar situaciones o acercarse a personas que no les son familiares. Mi propio esfuerzo por determinar los genes que hacen que la persona sea susceptible a los trastornos de ansiedad ha evolucionado hacia la búsqueda de los genes que influyen en el temperamento y la actividad de los circuitos cerebrales que resuelven el miedo normal.
Existe la crítica popular de que la psiquiatría lo patologiza todo, pero la realidad es que solo reconocemos como desordenadas determinadas variantes de la conducta humana. La razón es que hay una cantidad limitada de cosas que nuestra mente puede manejar para que podamos sobrevivir y reproducirnos: evitar el daño, establecer relaciones, evaluar los riesgos, elegir pareja y conseguir recursos, por nombrar solo algunas de las más importantes. Cuando todo esto no funciona, surgen los problemas. No existe ningún «trastorno de la capacidad atlética» porque la condición de buen atleta no figura en la lista (afortunadamente para mí). Hay determinados dominios en los que la idea de lo normal tiene gran importancia, y muchos más donde no tiene ninguna. Cartografiar el territorio de lo normal es un trabajo fundamental para la psiquiatría y todos los demás campos —de la psicología a la economía— que se ocupan de interpretar la conducta humana. La cuestión es que la mejor forma de entender muchos trastornos es como perturbaciones de sistemas y mecanismos normales. Cuando esta idea empezó a asentarse como punto de referencia de mis investigaciones, descubrí que donde convergen las ciencias sociales, biológicas y de la conducta se iba formando una imagen de la mente humana normal de una coherencia asombrosa. No está completa, ni mucho menos, pero da una idea fascinante de aquello que nos mueve.
En los capítulos siguientes, expongo este campo emergente: la biología de lo normal. En esa exposición me baso en los estudios más recientes de diversas disciplinas —la psicología y la psiquiatría, la neurociencia evolutiva y cognitiva, la genética, la biología molecular, la economía, la epidemiología, la etología y la biología evolutiva— para tratar de explicar cómo funciona el cerebro. Confío en que, al concluir el libro, el lector empiece a comprender cómo encajan las complejas características de la mente, un conocimiento que a su vez le aporte una nueva visión de la forma que tenemos de adaptarnos a los retos que la vida nos plantea.
Permítame también el lector que diga desde el principio de qué no trata el libro. En primer lugar, no me propongo hacer un repaso exhaustivo de lo que sabemos sobre el funcionamiento normal del cerebro; sería un trabajo enciclopédico que el lector, créame, no querría leer. Al contrario, me centro en cómo los genes, las experiencias e incluso la casualidad configuran nuestra naturaleza emocional y social. Es un libro sobre lo que nos importa y sobre las personas que nos importan. En segundo lugar, no pretendo convencer al lector de que todo lo significativo que tenga la mente se puede reducir a la biología. Sería absurdo afirmar que podemos explicar o describir debidamente todos los fenómenos mentales en términos materiales. La mente surge del cerebro, efectivamente, pero esto no significa que exista una correspondencia exacta entre el disparo de las células nerviosas y lo que entendemos por mente. La explicación exclusivamente biológica del amor, la empatía y otras experiencias humanas nunca podrá ser totalmente adecuada, del mismo modo que la explicación detallada de las longitudes de onda de la luz que refleja cada uno de los pigmentos del Guernica de Picasso no podría captar la fuerza del cuadro.
Además, cuando hablo de «normal» no me refiero a «recto» o «correcto», ni en su sentido antiguo ni en el más actual. Hasta más o menos la década de 1820, «normal» era un término propio de la geometría que significaba «en ángulo recto» o «perpendicular». Como dice el filósofo Ian Hacking, posteriormente adquirió otra connotación de «correcto», es decir, el «estándar» y el cómo «deberían ser» las cosas.1 No me refiero a ninguno de los dos significados, sino a otro más cercano al que en el siglo XVIII acuñó el fisiólogo François-Joseph-Victor Broussais, el primero en concebir lo normal como un espectro de la variabilidad. Como explica Hacking, Broussais pensaba que «la patología no es de otro orden que lo normal; “la naturaleza no da saltos”, sino que pasa continuamente de lo normal a lo patológico».
Así pues, y para dejarlo claro, empleo la expresión «biología de lo normal» para referirme de forma sucinta a la arquitectura subyacente del cerebro y la mente. La explicación completa de esa arquitectura exige, dependiendo de lo que queramos explicar, múltiples perspectivas y lenguajes: la neurociencia, la psicología, la biología evolutiva, la antropología cultural y la experiencia social. Unos lenguajes de los que nos serviremos en los capítulos que siguen.
LANATURALEZAHUMANA, LADIVERSIDADHUMANAYLASTRAYECTORIAS
En el libro se entretejen tres temas. El primero determina el alcance de nuestra exploración de la biología de lo normal: todos somos producto de la naturaleza y de la diferencia individual. Estos dos ámbitos —lo universal y lo particular— son primos hermanos científicos y, por una paradoja casi poética de la historia, sus adalides intelectuales también eran primos.
La teoría de la selección natural de Charles Darwin supuso la herética declaración de que la naturaleza humana no deriva de la imagen de Dios, sino que es el resultado de la «lucha por la existencia» de nuestros antepasados. La mente humana no es una tabla rasa, sino que lleva preinstalados unos circuitos neuronales que fueron configurados por los retos adaptativos a los que nos enfrentamos en nuestro pasado evolutivo. Como consecuencia de este legado común, el cerebro dispone de unos mecanismos para la resolución de problemas que determinaron el éxito de nuestros antepasados para dejar descendientes. En conjunto, este legado establece las fronteras de la «naturaleza humana»: las funciones compartidas que la mente emplea para desenvolverse frente a los retos de la vida.2
Si Darwin sentó la base para comprender los componentes universales de la naturaleza humana, su primo Francis Galton fue pionero en el estudio de las diferencias individuales.[1] Acuñó la expresión «naturaleza contra crianza», e inventó el uso de los estudios sobre hermanos gemelos para desentrañar su realidad. En el proceso de preguntarse por las causas de la variación, generó herramientas y principios estadísticos fundamentales, entre ellos el concepto de correlación estadística y el campo de la biometría, por los que sigue siendo ampliamente reconocido. La actual disciplina de la genética conductual, que se dedica a estudiar cómo las variaciones de los genes (y del entorno) provocan diferencias individuales en la conducta humana y animal, desciende del trabajo pionero de Galton.3,4 Estas diferencias individuales y su base genética son el otro eje de lo normal. Contribuyen a la diversidad del temperamento, la personalidad y la inteligencia humanos.
El tema segundo y afín es el desarrollo de lo que denomino «trayectorias». La mente refleja la influencia tanto de nuestra dotación evolutiva compartida como del conjunto particular de variaciones genéticas que heredamos. Pero cada persona es única. Nuestra singular trayectoria por la vida es el resultado de dos fuerzas complementarias: el conjunto exclusivo de circunstancias medioambientales con que nos encontramos, y la naturaleza estocástica de los sistemas biológicos. En otras palabras: la experiencia y el azar. Y aquí entra en la ecuación el elemento tiempo. Dentro del terreno de la posibilidad humana, cada uno de nosotros habita en un riachuelo evolutivo cuya trayectoria depende de los accidentes secuenciales de nuestra exclusiva historia personal. Todos salimos a escena con un determinado reparto de actores: una madre distante, un hermano acosador, un profesor especial, un primer amor. Cada uno nos hacemos con un portafolios particular de experiencias: el momento del nacimiento, el primer día de colegio, los golpes de suerte, las humillaciones y los traumas. Y nuestra vida depende no solo de lo que ocurre, sino también de cuándo ocurre. Como veremos, el cerebro en desarrollo pasa por períodos sensibles en que las experiencias pueden fijar o redirigir el curso de nuestra vida. Por ejemplo, el hecho de que en los primeros años de vida nos cuiden o nos abandonen puede situarnos en la trayectoria de la resiliencia o en la de la vulnerabilidad.
El tercer tema recurrente es cómo incide la biología de lo normal en la interpretación que hacemos de la enfermedad mental. Muchos de los misterios de la enfermedad psiquiátrica se empiezan a entender cuando se los sitúa sobre el telón de fondo de cómo la mente y el cerebro hacen aquello para lo que fueron diseñados.[2] En cada capítulo consideraremos no solo lo que la mente hace de forma normal, sino qué pasaría si estas funciones normales fracasaran.
ELCONTENIDODELLIBRO
Empezaremos con una pregunta que un libro en cuyo título aparezca la palabra «normal» no puede soslayar. ¿Qué entendemos por «normal»? En el primer capítulo veremos que se trata sin duda de una pregunta compleja, que se ha intentado responder sobre todo definiendo lo que no es normal. La psiquiatría en particular ha batallado con este tema, a menudo con resultados insatisfactorios. Es muy difícil trazar la línea divisoria entre lo normal y lo anormal, un empeño en el que a veces se han empleado más los sesgos culturales que las pruebas científicas. La búsqueda de las fronteras de lo normal nos llevará a través de una epidemia de personalidades múltiples y penes encogidos, hasta la controvertida historia de la clasificación psiquiátrica y la psicología evolutiva de la disfunción mental.
Después de considerar la definición de «normal», pasaremos a lo que la ciencia nos enseña sobre su biología. Una vez analizadas las raíces genéticas del temperamento y la personalidad (capítulo 2), entraremos en el debate sobre la influencia formativa de la experiencia temprana (capítulo 3). En los capítulos siguientes, hablaremos del desarrollo de las funciones mentales fundamentales en la infancia y la madurez, entre ellas la cognición y la empatía (capítulo 4), la biología del apego y la confianza (capítulo 5), las raíces de la atracción sexual (capítulo 6), y cómo la emoción y el miedo configuran el aprendizaje y la memoria (capítulo 7). En todo este proceso, veremos la luz que los descubrimientos realizados en estas áreas pueden arrojar sobre los que llamamos «trastornos mentales». Y por último, en el capítulo 8, volveremos a la pregunta de qué nos puede enseñar la «biología de lo normal» acerca de nuestra humanidad compartida, de las trayectorias singulares de nuestra vida, y de cómo podemos entender el sufrimiento mental.
Pero advierto al lector al que pudiera interesarle el cerebro de Jesucristo de que nada tengo que decir al respecto.
Una última nota: a lo largo del libro utilizo diversas historias de casos basadas en mi experiencia como médico para ilustrar algunos posibles fracasos de la biología y la psicología de la mente normal. Todas ellas son ficticias y no se refieren a ninguna persona en particular.
«ESTAMOS TODOS LOCOS»
Según las estimaciones más recientes, más de la mitad de los estadounidenses reúnen en algún momento de su vida los criterios que definen un trastorno psiquiátrico.1 El sistema actual de diagnosis de los trastornos mentales tiene cientos de etiquetas, que van desde situaciones perfectamente conocidas, como la esquizofrenia, hasta otras que lo son menos, como el trastorno de deseo sexual hipoactivo. ¿Pero qué es un trastorno psiquiátrico? ¿Deja de tener sentido hablar de «normal» si la mayoría tenemos alguna anormalidad de la mente? ¿Dónde trazamos la línea divisoria entre lo normal y lo anormal?
En 2007, se publicaron dos informes que documentaban un incremento alarmante de diagnósticos de trastornos psiquiátricos infantiles que anteriormente se consideraban raros. Ambos informes provocaron un enorme revuelo social. Pero la naturaleza de ese revuelo en cada caso fue completamente distinta.
El primer informe, de los Centers for Disease Control (COC, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos, analizaba la prevalencia del autismo entre niños de ocho años en el año 2002. Basándose en datos procedentes de catorce lugares distintos, los CDC descubrieron que 1 de cada 150 niños (el 0,66 %) tenía un trastorno del espectro del autismo. La cifra sobrepasaba más de diez veces los cálculos de prevalencia del autismo de la década de 1980, y parecía justificar la creciente preocupación de que el país pudiera estar en medio de una epidemia.
La reacción de las familias, los grupos de presión y los medios de comunicación fue de intensa alarma, algo muy comprensible. Alison Singer, portavoz de la organización Autism Speaks, supo resumir la urgencia que muchos sentían de dar solución al problema: «Los datos que hoy conocemos indican que vamos a necesitar más servicios de intervención primaria y más terapeutas, y que los responsables políticos federales y de los estados defiendan a estas familias».2 Singer y otros exigieron un enorme aumento de los presupuestos para la investigación «para que podamos encontrar la causa y entender qué es lo que provoca esta elevada prevalencia».3
Algunas familias, y determinadas celebridades, insistieron en que había que culpar a la vacunas; otros no estaban tan seguros, y les preocupaba más la posibilidad de que alguna toxina medioambiental tuviera algo que ver con el aumento de la prevalencia. Muchos científicos y educadores advirtieron de que lo que parecía una epidemia pudiera no ser más que la consecuencia de una mayor conciencia y una ampliación de la definición de autismo (que incluiría un «espectro autista» mayor). Pero pocos dudaban de la apremiante necesidad de ayudar a los niños afectados y a sus familias.
La polvareda que levantó el segundo informe tuvo la misma intensidad pero un tono completamente distinto. El estudio, publicado en los Archives of General Psychiatry, analizaba las tendencias que se observaban en los diagnósticos del trastorno bipolar infantil y juvenil utilizando datos procedentes de una gran encuesta realizada por el National Center for Health Statistics. Los autores descubrieron que, entre 1994 y 2003, la tasa de diagnósticos de trastorno bipolar en niños y jóvenes de hasta diecinueve años se había multiplicado por 40, pasando de un 0,025 % a un 1 % de la población (aproximadamente la mitad de la tasa de trastorno bipolar entre los adultos).4 Esta vez, el salto de la prevalencia se interpretó ampliamente no como una emergencia de salud pública, sino como un escándalo. Para muchas personas, las conclusiones de aquel estudio confirmaban la sospecha de que la propia psiquiatría estaba gravemente desencaminada. La blogosfera ardía de críticas a una psiquiatría que, se decía, estaba patologizando el comportamiento normal, medicalizando la infancia, e incluso en connivencia con las compañías farmacéuticas para crear una oportunidad de mercado para niños dependientes de los fármacos. Además, muchos profesionales de la medicina sospechaban que había mucho error de diagnóstico.
Dos cifras, dos reacciones muy diferentes. Al cotejar los dos episodios, se observa que ambos exageran el empeño complicado y polémico de definir los trastornos psiquiátricos. Existen algunos paralelismos notables: en el mismo año, la opinión pública se enteró de que dos trastornos infantiles normalmente graves y que en su día se consideraban raros se diagnosticaban ahora a casi el 1 % de los niños. En los dos casos, parecía que tenía que ver en parte con una mayor conciencia pública de la situación y la ampliación de las etiquetas diagnósticas. Los nuevos cálculos sobre el autismo incluían el espectro más amplio de este trastorno, también el síndrome de Asperger. Y las estimaciones sobre el trastorno bipolar reflejaban también un espectro más amplio. Desde mediados de la década de 1990, algunos investigadores y médicos defendían la ampliación de la diagnosis más allá de los síntomas clásicos de la euforia maníaca y la depresión, para incluir a los niños que mostraban cuadros crónicos y explosivos de ira e irritabilidad.
Pero había diferencias importantes. El autismo siempre había sido un trastorno infantil; en cambio, antes de la década de 1990, muchos psiquiatras pensaban que el trastorno bipolar no existía en los niños. La ampliación del espectro autista quizá fue menos polémica porque tenía una trayectoria más larga. Pero había otra diferencia fundamental. Cuando se publicaron los informes, existían muy pocos, por no decir ninguno, tratamientos farmacológicos para el autismo. Por otro lado, los medicamentos son una de las piedras angulares del tratamiento del trastorno bipolar. Y muchas de estas medicinas —el litio, el valproato y los antipsicóticos— pueden provocar graves efectos secundarios. Era evidente que la idea de que se iban a emplear cada vez más estos fármacos tan fuertes para tratar el trastorno bipolar en niños pequeños era una de las razones de la alarma de muchas personas. Algunas veían en la ampliación de la diagnosis un imperialismo psiquiátrico y un «comadreo sobre enfermedades». Se acusó a los investigadores que colaboraban con las empresas farmacéuticas de simular conflictos de intereses, lo que equivalía a decir que los estudios psiquiátricos se regían por intereses económicos.
No sabemos aún exactamente por qué había ido aumentando la prevalencia del autismo y del trastorno bipolar, pero la polémica obliga a plantear una pregunta importante: ¿cómo trazamos la línea de separación entre lo normal y lo anormal en lo que se refiere al funcionamiento de la mente? ¿En qué punto pasamos a patologizar lo normal, como arguyen algunos críticos de la psiquiatría? Para responder a estas preguntas es necesario que antes contestemos a otra: ¿qué entendemos por «normal»?
Determinar qué es normal es una tarea extrañamente difícil, lo que tal vez explique por qué la ciencia académica pocas veces se ha ocupado de ello. En cambio, se ha investigado y debatido una y otra vez la definición de «anormal», tal vez debido en parte a una idea que articuló hace un siglo el gran psicólogo estadounidense William James, quien decía que «la mejor manera de comprender lo normal es estudiar lo anormal».5
La psiquiatría moderna ha intentado en gran medida definir lo anormal con escasa referencia a lo normal, una realidad que, como veremos, ha generado algunos problemas. De forma casi generalizada, hemos descrito los desórdenes partiendo de los extremos de la experiencia humana: identificando los síndromes a partir de los síntomas más espectaculares y dramáticos que las personas presentan. Y en el proceso de introspección a partir de esos extremos, lo normal aparece como algo en lo que previamente no se había pensado: un residuo mal definido.
Pero sin una referencia básica de cómo funcionan la mente y el cerebro, nuestras definiciones de anormal y normal dependen mucho de qué conductas decidamos que son inusuales, extrañas o problemáticas. Y en estas decisiones pueden influir fácilmente las modas culturales, la tradición histórica y las opiniones «autorizadas».
UNAREVOLUCIÓNENLAPSIQUIATRÍA
Hace unos años, un colega mío planteó una pregunta durante una comida de trabajo de nuestro Departamento de Psiquiatría: «¿Quién creéis que fue el psiquiatra más influyente de los últimos cincuenta años?».
La respuesta parecía obvia: Robert Spitzer. ¿Robert Spitzer? Un nombre probablemente desconocido para muchos, pero la revolución que Spitzer abanderó transformó la forma de entender la enfermedad mental.
Hasta nada menos que la década de 1970, los psiquiatras no disponían de criterios fiables para realizar un diagnóstico. Al paciente que decía tener alucinaciones y mostraba un comportamiento extraño un psiquiatra le podía diagnosticar esquizofrenia, otro un trastorno de personalidad límite, y un tercero una enfermedad maníaco-depresiva. Al mismo tiempo, el campo de la psiquiatría empezó a reconocer que los trastornos de que se ocupaba a veces se basaban en visiones arcaicas de la conducta humana. En 1973, el consejo de administración de la American Psychiatric Association decidió por votación eliminar la homosexualidad de su manual de trastornos psiquiátricos oficial.
Aquel mismo año, la prestigiosa e influyente revista científica Science publicó un artículo en que se cuestionaban los fundamentos de la «cordura» y la «demencia».6 Su autor, el psicólogo David Rosenhan, pidió a siete personas que lo ayudaran a tender una trampa. Cada una tenía que acudir a un hospital psiquiátrico y decir que oía voces. Los ocho «pseudopacientes» fueron ingresados en hospitales psiquiátricos y permanecieron en ellos varias semanas. Su misión consistía en conseguir que les dieran de alta. «Se les dijo a esas personas que tenían que arreglárselas para salir del hospital —explicaba Rosenhan—, fundamentalmente convenciendo a los médicos de que estaban cuerdos» (p. 252). Resultó ser un objetivo muy difícil, y a los falsos pacientes les costó casi tres semanas que les dieran el alta. Aunque durante su estancia en el hospital no mostraron ningún síntoma psiquiátrico, a los ocho se les diagnosticó inicialmente esquizofrenia, y su conducta «normal» se interpretó como prueba de que estaban enfermos.
A principios de la década de 1970, otra crítica a los diagnósticos psiquiátricos subrayaba la necesidad de que los psiquiatras cambiaran su sistema de trabajo. Un estudio de los informes de ingresos hospitalarios revelaba que un paciente que ingresara en un hospital de Nueva York tenía muchas más probabilidades de que le diagnosticaran esquizofrenia (y no algún trastorno afectivo, por ejemplo depresión o trastorno maníaco-depresivo) que otro que acudiera a un hospital de Londres.7 ¿Era posible realmente que la enfermedad mental en Estados Unidos fuera tan distinta de la del Reino Unido?
Una forma evidente de responder a tal pregunta es mostrar un mismo grupo de pacientes a psiquiatras de ambos países y ver si coinciden en el diagnóstico. Como parte del U.S./U.K. Cross-National Project, los investigadores mostraron vídeos de entrevistas a pacientes a grupos de psiquiatras de Estados Unidos, el Reino Unido y Canadá.7 Los resultados demostraron claramente que la explicación de las diferencias de diagnóstico transoceánicas se debía a los psiquiatras, no a los pacientes. Ante un mismo paciente, los psiquiatras americanos eran muchísimo más propensos que los británicos a hacer un diagnóstico de esquizofrenia. Si pequeñas diferencias culturales podían tener efectos tan grandes en la clasificación de los síntomas, ¿qué esperanza había de poder definir las fronteras entre lo normal y lo anormal?
La falta de fiabilidad de la diagnosis psiquiátrica llevó a Robert Spitzer y sus colegas a revisar el sistema. En 1980 sacaron la tercera edición del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales), más conocido como DSM-III. En sus dos ediciones anteriores (publicadas antes de 1970) habían influido fuertemente las ideas freudianas de psicopatología, y la definición de enfermedad mental resultaba bastante ambigua.
La tercera edición establecía, por primera vez, una serie explícita de criterios para diagnosticar los trastornos, además de un montón de enfermedades que hoy forman parte de la cultura popular: el trastorno de déficit de atención, el trastorno de pánico, el trastorno de estrés postraumático, el trastorno de personalidad límite y otros. Con las sucesivas ediciones del manual, la psiquiatría ha vivido un ciclo de resúmenes y divisiones de sus diagnósticos. Entre la publicación del DSM-I en 1952 y la última revisión importante, el DSM-IV de 1994, el número de etiquetas diagnósticas del libro ha pasado de poco más de 100 a más de 350.
Hoy, el DSM es el libro de psiquiatría más influyente. Es el manual de referencia que todo futuro psiquiatra debe aprender a utilizar para que se le considere preparado para la práctica profesional. Entre otras cosas, da las definiciones de los trastornos mentales que las compañías de seguros utilizan para determinar si cubren el tratamiento psiquiátrico. El DSM-III y sus sucesores también espolearon en muchos sentidos la era moderna del tratamiento farmacológico de la enfermedad mental. Con unos trastornos claramente definidos para su estudio, investigadores y compañías farmacéuticas pudieron ensayar nuevos compuestos para el tratamiento de estas enfermedades. En efecto, antes de que un laboratorio lance un medicamento psiquiátrico normalmente ha de demostrar que es eficaz para algún trastorno de los «definidos en el DSM». Más que cualquier otro psiquiatra, Spitzer (y sus colegas) determinó cómo nos referimos hoy a la enfermedad mental.
Pero no es ningún secreto que el DSM tiene sus limitaciones. En él mismo se advierte ya de entrada de que «ninguna definición especifica adecuadamente los límites exactos del concepto “enfermedad mental”».8
El objetivo primordial del DSM, desde 1980, ha sido ofrecer un conjunto práctico y útil de criterios —un lenguaje común— para la diagnosis de los trastornos mentales en la práctica y la investigación clínicas. En esencia, ofrece una descripción —basada en el acuerdo unánime de especialistas— de los síndromes que van asociados a la angustia, la discapacidad o «un riesgo significativamente elevado de muerte, dolor, discapacidad o una pérdida importante de libertad». Sin embargo, pese a las acusaciones de algunos críticos, el DSM nunca aspiró a ser la voz autorizada que determinara qué es normal y qué no lo es. Como señaló el propio Spitzer: «No pretende señalar las fronteras precisas entre el “trastorno” y la “normalidad”».9
El DSM, deliberadamente, tampoco pretende relacionar los trastornos con el funcionamiento básico de la mente y el cerebro. Por esto, y con todo lo útil que ha sido para disponer de un lenguaje común con el que trazar la línea que separa la salud de la enfermedad mental, la aplicación de las categorías del DSM puede estar sometida a los caprichos de las modas culturales cuando nos ponemos a etiquetar las conductas. Así lo constaté yo mismo en el transcurso de mi formación como psiquiatra.
DEUNAEPIDEMIAAUNARAREZA
«Su siguiente ingresado está en la habitación 314».
De camino a la habitación 314, me detuve en el puesto de enfermeras y tomé una copia del historial clínico de Sarah Crane. Eran las 2:30 de la madrugada, y era mi cuarto paciente de la noche; necesitaba un resumen rápido de su caso. Ojeé una ficha que se le había abierto en un ingreso anterior de hacía un mes, y repasé por encima una historia que ya me era familiar.
—Hola, señora Crane. Soy el doctor Smoller.
Una mujer que rondaría los treinta años, con la mirada perdida, estaba sentada en el rincón de la sala de entrevistas, envuelta en una manta de lana de color azul claro. No establecía contacto visual.
—¿Me cuenta qué la ha traído hoy por aquí?
—Uno de mis otros ha intentado matarme —respondió sin vacilar.
—¿La intentó matar?
—Sí.
—¿Quién la intentó matar?
No respondió.
—Señora Crane, ¿quién ha intentado matarla?
Seguimos sentados en silencio dos o tres minutos.
Después entrecerró los ojos, frunció el entrecejo y se puso muy seria; habló con voz áspera y apagada.
—Yo.
A finales de la década de 1980, en Estados Unidos empezó a adquirir proporciones de epidemia una enfermedad mental alarmante pero hasta entonces poco conocida. Para atender a los enfermos, se aconsejó a los hospitales psiquiátricos que abrieran «unidades» especializadas en el tratamiento de ese trastorno. Se lo llamó «trastorno de personalidad múltiple» (TPM), cuya causa se pensó que eran los abusos sexuales traumáticos durante la niñez, que a su vez se iban considerando mucho más comunes de lo que anteriormente se sospechaba.
Más sorprendente aún era que el TPM se estaba convirtiendo en una epidemia no solo a escala nacional sino, podría decirse, a nivel individual. Es posible que Eva tuviera tres caras, pero la víctima del TPM podía tener más de cien «otros», cada uno con su propia personalidad, su propio nombre, su propia inflexión de voz y sus propios recuerdos. Antes de 1970 se habían registrado menos de 200 casos, pero entre mediados de la década de 1980 y la de 1990, se diagnosticaron más de 20.000.10 Y entonces, en 1994, la etiqueta de TPM se eliminó del DSM.
En su lugar apareció el diagnóstico de trastorno de identidad disociativo (TID). Los criterios diagnósticos del TPM y del TID son casi idénticos, pero el cambio de nombre indicaba un abandono de la idea casi sobrenatural de coexistencia de múltiples personalidades. Cuando el TPM se eliminó de la lista oficial de diagnósticos psiquiátricos ya se había convertido en objeto de una gran polémica en la que participaron grupos feministas, defensores de los derechos del enfermo, abogados y profesionales de la salud mental.
En los trastornos como el TPM o el de estrés postraumático desempeñaba un papel fundamental la idea de «memoria recuperada». Parecía que de ella vivía una industria familiar de terapeutas que propiciaban y ayudaban a pacientes con síntomas muy diversos a «recuperar» recuerdos de abusos sexuales y físicos sufridos durante la infancia.
Tomando como ejemplo (y tal vez inspiración) la historia de Sybil, de la década de 1970, de quien se dijo que había desarrollado múltiples personalidades después de sufrir horribles abusos sexuales en su niñez, la explicación imperante del TPM era que las víctimas de abusos adquirían personalidades independientes para poder manejar recuerdos insoportables y eliminarlos de la conciencia. Se enseñó a los médicos a sacar esos recuerdos, a veces mediante hipnosis o hablando con los pacientes mientras estaban bajo los efectos de Amytal (un barbitúrico que se vendía como «suero de la verdad»). De repente, pacientes que nunca habían sabido de abusos descubrían que habían sido víctimas de los más horribles en su infancia.
Se rompían las familias y, en un número de casos cada vez mayor, los pacientes denunciaban a los supuestos culpables (normalmente un miembro de la familia). En la década de 1980, el fenómeno de la memoria recuperada provocó un creciente pánico cultural sobre los abusos infantiles, cuyo punto culminante fueron las denuncias contra el personal de diferentes centros de educación preescolar y de atención de día. En su actuación contra las acusaciones de abusos, los responsables de la justicia y los médicos obtenían historias cada vez más estrafalarias e increíbles de abusos rituales y satánicos. En el caso del Little Rascals Day Care Center, su director fue condenado a doce cadenas perpetuas consecutivas basadas en el testimonio de niños que describían abusos que incluían asesinatos rituales de bebés a bordo de una nave espacial.
A medida que aparecían estudios que demostraban que la memoria recuperada de traumas graves era un fenómeno raro (cuando no inverosímil), se produjo una violenta reacción, con una oleada de denuncias a los médicos que habían estimulado e incluso inducido recuerdos falsos de abusos sexuales y rituales. Paul McHugh, por entonces director de psiquiatría de la Universidad Johns Hopkins, comparaba las frenéticas declaraciones sobre la memoria reprimida y recuperada y el trastorno de personalidad múltiple con la histeria social que a finales del siglo XVII causaron los juicios por brujería de Salem. Investigadores de la psiquiatría escépticos retaron a los defensores de la memoria recuperada a que verificaran sus afirmaciones. El psiquiatra de Harvard Harrison «Skip» Pope y sus colegas del Hospital McLean preguntaron por qué era tan difícil encontrar ejemplos documentados de memoria reprimida anteriores al siglo XX si se trataba de un mecanismo natural o innato del cerebro ante traumas graves.
Rebuscaron en libros históricos de literatura y ensayo, y no consiguieron encontrar descripciones de casos de memoria traumática reprimida. Y a continuación hicieron algo insólito en un grupo de académicos: ofrecieron una recompensa de 1.000 dólares «a quien encuentre un caso de amnesia disociativa debida a algún suceso traumático en cualquier obra de ficción o no ficción, escrita en cualquier lengua, anterior a 1800». Publicaron su desafío, y lo colgaron en webs y grupos de debate de Internet y en múltiples idiomas. Fue un sistema extraordinario de resolver un debate muy polémico, politizado y al parecer interminable.
Hablé con Pope del reto a la memoria reprimida en su despacho del Hospital McLean, donde dirige el Laboratorio de Psiquiatría Biológica. Es un hombre que sabe explicarse muy bien, con un entusiasmo adolescente que no es habitual en los profesores de Harvard, y una erudición propia de un descendiente de Alexander Pope (otro erudito al que le interesaban la memoria y el olvido: «Le enseñó todas las aflicciones del amante, sin embargo, el olvido “es sin duda la ciencia más difícil de olvidar”»).
Siempre me había extrañado —dijo— el hecho de que no hubiera ningún caso de memoria reprimida en Shakespeare, Esquilo, Eurípides, Sófocles, la Eneida ni la Odisea, la Biblia u otros, y me preguntaba si tal vez sería que yo no poseía suficientes conocimientos de literatura, o si era una señal de que no se trataba de un fenómeno humano.
En la década de 1990 pidió a miembros del Departamento de Inglés de la universidad si podían buscar algún ejemplo de memoria reprimida en la literatura anterior al siglo XIX, y no encontraron ninguno. Asombroso pero no concluyente. Pero diez años después se dio cuenta de que los avances tecnológicos habían creado una oportunidad sin precedentes. El alcance de Internet y los recursos online significaban que podía lanzar una prueba exhaustiva de su hipótesis. «Mi estudio es ante todo un estudio que pretende demostrar una negación y sostiene que lo ha conseguido porque utiliza una tecnología que no existió hasta los últimos diez años de la humanidad. En concreto, la posibilidad de hacer una pregunta a todas y cada una de las personas del mundo y, a continuación, si nadie responde a la pregunta, poder decir que esta no tiene respuesta».
En 2006, Pope y sus colegas lanzaron su reto a la memoria reprimida en más de treinta de las webs más visitadas y de mayor prestigio de Internet, desde las de intereses amplios, como Google Answers, hasta otras más especializadas, como Great Books Forums. Tradujeron el reto al francés y el alemán y lo colgaron en webs albergadas en los respectivos países, y los lectores pasaron el reto a otras webs.
En 2007, publicaron los resultados de su indagación en una revista médica: ni ellos ni nadie habían encontrado ningún caso de memoria reprimida.11 Su conclusión fue que «la amnesia disociativa» (de la que se pensaba que era un componente básico del trastorno de personalidad múltiple) se explica mejor como lo que la psiquiatría denomina «síndrome vinculado a la cultura», es decir, un ente construido por una cultura histórica particular y limitado a ella, en este caso, la cultura de las sociedades occidentales del siglo XX.
La historia tiene un epílogo. Poco después de que se publicara el artículo, se presentó una respuesta que sí parecía describir un ejemplo de memoria reprimida anterior a 1800. Se refería a una escena de Nina, una ópera francesa de un acto de Nicolas Dalayrac que se estrenó en 1786. En ella, Nina se desvanece al ver a quien es su verdadero amor, Germeuil, en un charco de sangre, al parecer asesinado por un pretendiente con quien su padre quiere casarla. Cuando el padre entrega la mano de su hija al asesino, Nina entra en delirio. La mandan a recuperarse a una propiedad de su padre en el campo, donde desarrolla una amnesia sobre el asesinato de Germeuil, de quien piensa que está de viaje y va a regresar pronto. Cuando por fin, después de haber sobrevivido milagrosamente, Germeuil vuelve, Nina poco a poco recupera su memoria. Para ser estrictos, tampoco este caso supera el reto de Pope, porque el olvido de Nina parece que implicó una amnesia debida al delirio, y no hay indicio alguno de que recuperara un recuerdo del suceso traumático. No obstante, Pope y sus colegas concedieron el premio a ese caso, que trasladó el origen de la «memoria reprimida» a catorce años antes de la fecha límite de 1800.
Los recuerdos reprimidos se consideran fundamentales en la etiología del TPM. La idea de memoria reprimida no aparece con anterioridad a 1786, por lo que tal vez no quepa sorprenderse de que el primer caso de personalidad dual no se registrara como tal hasta 1791. Eberhard Gmelin, médico alemán, expuso el caso de una mujer local que, mientras se recuperaba de una enfermedad infecciosa, desarrolló ataques de movimientos compulsivos de asentimiento con la cabeza seguidos de un paso repentino a la identidad de una vivaz mujer francesa que (en perfecto francés) decía ser una refugiada de la Revolución que había huido a Alemania.12 En ese estado, no recordaba a su familia alemana, pero, igualmente de súbito, volvía a su verdadera identidad, sin recordar a su alter ego francés. El segundo caso, y más famoso, de «personalidad múltiple» fue el de Mary Reynolds, que en 1816 registró como tal el médico neoyorquino S. L. Mitchell. Como en el caso anterior, la mujer tenía una segunda personalidad llena de vida que aparecía a consecuencia de una enfermedad que al parecer provocaba graves ataques.13 Es probable que en realidad estos casos representen una alteración neurológica de la personalidad que se puede producir después de diferentes ataques, o una variedad de insulto cerebral. El concepto más moderno de TPM, con su énfasis en la memoria reprimida, no apareció hasta finales del siglo XIX o principios del XX.
La historia del trastorno de personalidad múltiple es uno de los muchos ejemplos de diagnósticos psiquiátricos que han pasado del favor al rechazo a medida que han cambiado las ideas sobre qué es normal y qué es patológico. Como ocurrió antes con la «histeria» y la «fuga», el trastorno de personalidad múltiple realizó el viaje que lo llevó de lo epidémico a la rareza.14 En este sentido, la cuestión es que las definiciones que hacemos de trastorno pueden cambiar, incluso en una misma generación, a veces debido más a la preocupación cultural que a la reflexión científica. Y, en mi opinión, es más probable que así ocurra cuando construimos descripciones de síndromes sin basarlas en cómo funcionan la mente y el cerebro, es decir, la biología de lo normal.
VINCULADOALACULTURA
Algunos críticos de los criterios que el DSM emplea para distinguir entre «trastorno» y «normal» apuntan a la influencia de las preocupaciones sociales como prueba de que todo el empeño es un constructo social basado en un modelo médico mayoritariamente occidental de la enfermedad mental. Para algunos trastornos, parece que la afirmación es exagerada. Por ejemplo, el trastorno psicótico que la psiquiatría occidental llama esquizofrenia está reconocido en todo el mundo, con unas tasas que se repiten en las diferentes culturas, de entre 2 y 5 casos por cada 1.000 habitantes.15
Pero no hay duda de que los factores sociales y culturales afectan a cómo las personas expresan la angustia, experimentan los síntomas e intentan curarse. También es verdad que todas las definiciones de enfermedad mental implican algún tipo de juicio de valor sobre los límites de lo normal. Es decir, la definición del reino de lo anormal o el trastorno depende de cómo un grupo (por ejemplo, una sociedad o una clase dirigente profesional) juzgue las fronteras de lo normal y el concepto de desviación.
En su agudo libro Crazy Like Us, el periodista Ethan Watters plantea la interesante tesis de que la clase dirigente sanitaria occidental ha exportado sus ideas sobre la enfermedad mental y el trastorno psiquiátrico a todo el mundo, con lo que ha infectado a las culturas no occidentales y ha provocado epidemias de enfermedades mentales definidas por el DSM donde nunca antes habían existido. Documenta ejemplos de trastornos —anorexia, trastorno de estrés postraumático, depresión— que han arraigado en culturas de todo el mundo como consecuencia de la arrogancia de la cultura occidental, una ingenuidad bienintencionada, o incluso la maquinaria comercial de la industria farmacéutica.
Al mismo tiempo, las culturas de todo el mundo han construido sus propios conceptos de enfermedad mental, y algunos comportamientos que nosotros podríamos considerar anormales no encajan del todo en ninguna de las categorías del DSM.
PENESQUESEENCOGEN
Consideremos el siguiente caso que en 1965 exponía un psiquiatra taiwanés:
En agosto de 1957, T. H. Yang, un cocinero chino, soltero, de treinta y dos años, de Hankow, en China Central, acudió a la clínica psiquiátrica quejándose de ataques de pánico y de diversos síntomas somáticos, como palpitaciones, dificultad para respirar, insensibilidad en los miembros y mareo. En los meses anteriores a su primera visita, había acudido a varios médicos naturistas, que le diagnosticaron que padecía shenn-kuei, o «deficiencia de vitalidad», y le recetaron que bebiera orina de niño y comiera placenta humana para que le aportaran chih (energía o esencia vital) y shiueh (sangre). Esta vez, el paciente empezó a observar también que el pene se le encogía y se le metía en el abdomen, por lo general un día o dos después de tener relaciones sexuales con una prostituta. Ese trastorno del pene producía mucha ansiedad al paciente, que comía en exceso para aliviar repentinos dolores insoportables que el hambre le producía. Cuando se sentía un poco mejor, lo asaltaban unos deseos sexuales casi irresistibles, pero cuando mantenía relaciones sexuales experimentaba un extraño sentimiento de «vacío» en el estómago. Decía que a menudo el pene se le ocultaba en el abdomen, cosa que le causaba una gran ansiedad y hacía que, aterrorizado, se lo sujetara. Al hacerlo se mareaba, con un agudo vértigo y palpitaciones del corazón. Estuvo tomando una taza de torn-biann (orina de niño) todos los días por la mañana durante cuatro meses, y le iba muy bien. Creía también que el ano se le escondía en el abdomen con frecuencia. Por la noche se encontraba con que el pene se le había encogido hasta solo un centímetro de largo; se lo estiraba y así se relajaba y conseguía conciliar el sueño.16
La mayoría convendríamos en que se trata de un caso no «normal», ¿pero qué es? Si ese hombre fuera a la consulta de un psiquiatra occidental que estuviera imbuido del lenguaje del DSM-IV, es posible que recibiera un diagnóstico grave: trastorno de pánico (un trastorno de ansiedad), depresión grave con características psicóticas (un trastorno del humor), trastorno ilusorio, tipo somático (un trastorno psicótico), hipocondría (un trastorno somatoforme), o cualquiera de otros muchos, aunque los detalles del caso dificultarían asignarlo con precisión a alguna de las categorías del DSM. De hecho, el diagnóstico que le dieron al paciente es más antiguo que cualquiera de las etiquetas del DSM que acabo de mencionar. Se trataba de un caso de koro.
Hace siglos que el koro se reconoce como enfermedad en China,17 pero en la literatura occidental no apareció hasta finales del siglo XIX.18 El cuadro clásico del koro es un estado agudo de pánico en los varones debido a que piensan que el pene se les encoge o incluso desaparece, y que la retracción completa les provocará la muerte.18 No es extraño que los primeros casos de koro registrados como tales en la psiquiatría occidental se interpretaran en términos freudianos como una manifestación de la «ansiedad de castración». Pero el koro tiene otro aspecto que lo distingue de la neurosis estándar: alcanza la categoría de epidemia.
En octubre y noviembre de 1967 se produjo un brote epidémico de koro sobre todo entre la población china de Singapur. Se extendió el rumor de que lo provocaba el consumo de carne de cerdo de animales vacunados contra la gripe porcina.19, 20 Avivados por los medios de comunicación, los rumores desencadenaron una epidemia de koro que se tradujo en cientos de personas que acudían a urgencias porque temían morir por culpa de la retracción genital.20 La epidemia se produjo en un momento en que los chinos, para quienes el cerdo es un alimento básico, se sentían amenazados por los musulmanes malayos, que no comen cerdo.18 En 1976 se desencadenó una epidemia aún mayor en Tailandia después de que se extendiera el rumor de que inmigrantes vietnamitas habían envenenado productos y cigarrillos tailandeses con unos polvos que provocaban retracción genital.18, 20 Una vez más, parecía que las tensiones étnicas estaban en la raíz del brote epidémico, debido al miedo generalizado a una invasión de los vietnamitas comunistas.
Aunque el koro se suele considerar un síndrome vinculado a la cultura asiática, se han registrado casos similares en Europa, África y Estados Unidos.
En Jartum se produjo un brote de koro después de que se extendiera el rumor de que los extranjeros infectaban a quienes daban la mano, y les provocaban encogimiento del pene.21 Parece que el pánico se inició en Nigeria y Camerún en 1996, pero en pocos años se extendió a numerosos países.22 En la literatura occidental, ha ido aumentando el número de casos registrados en que predominaba el miedo a la retracción genital. En algunos de ellos, parece que el síndrome es una complicación de alguna enfermedad médica o neuropsiquiátrica oculta, un fenómeno denominado «koro secundario». De modo que se ha registrado la enfermedad similar al koro como un síntoma de enfermedades que van desde los tumores cerebrales, la epilepsia y el derrame cerebral a las enfermedades urológicas, la infección por VIH e incluso el abuso de las drogas.20
En la literatura etnopsiquiátrica está abierto el debate sobre cómo clasificar las diversas formas de koro. ¿El koro esporádico, que afecta a individuos aislados y se parece al síndrome de ansiedad o psicótico, es realmente el mismo que el de la versión epidémica que a menudo provocan las creencias tradicionales o las tensiones étnicas? ¿Hay que considerar como subtipos distintos el «koro secundario» y el «koro crónico»? ¿En qué difieren los síndromes de retracción genital de otros síndromes culturales como el dhat (un síndrome de la India) y el shen k’uei (un síndrome chino), que presentan ansiedad y pánico por la «pérdida de semen»?23 Podemos imaginar, y así lo han hecho los expertos, una clasificación minuciosa de los síndromes de retracción genital y sus síntomas. Sin embargo, la realidad es que, hace unos minutos, el lector no sabía que existiera el koro. Pero sí comprenderá ahora lo complejo que es intentar dibujar las fronteras del trastorno. Cuando clasificamos los trastornos basándonos sobre todo en síndromes descriptivos, y no en una guía detallada de cómo funciona la mente, es fácil caer en el tipo de categorías abultadas o fraccionadas que muchos critican al DSM.
¿UNALÍNEAENLAARENA?
Como vemos, las definiciones de normal y anormal pueden depender mucho del tiempo y el lugar. Pueden prosperar o remitir según sean el momento histórico o el cultural. ¿No hay forma de cimentar la relación entre funcionamiento normal y anormal? Una de las tesis que defenderé en este libro es que sí se puede hacer. Pero para ello hay que invertir la estrategia que la psiquiatría ha empleado durante la mayor parte del siglo pasado. En lugar de construir trastornos mediante el etiquetaje de los extremos —la mente perturbada y el corazón roto—, debemos empezar por comprender lo normal. ¿Para qué se construyeron la mente y el cerebro? ¿Cómo se desarrollan las funciones mentales y neuronales? ¿Cómo están organizadas? Al entender la arquitectura básica de la mente y el cerebro, y cómo interpretan el entorno y las experiencias con que se encuentran, podemos empezar a ver dónde es probable que se produzcan las disfunciones y cómo surgen del espectro normal de la experiencia humana. Nuestras definiciones de enfermedad mental se hacen menos arbitrarias. Esto no significa que ya no importen las influencias culturales. En efecto, al conocer mejor la estructura fundamental de la mente, podemos entender mejor de qué forma la cultura configura nuestra experiencia y nuestros juicios sobre la conducta.
Uno de los intentos más influyentes de desentrañar la organización básica de la mente ha buscado las respuestas en la evolución. El funcionamiento de nuestro cerebro, como el del resto del cuerpo, evolucionó como respuesta a los retos a los que nuestros antepasados se enfrentaron en su lucha por la supervivencia y la reproducción. Nuestros procesos mentales más fundamentales están organizados en torno a los más importantes de estos desafíos: evitar el daño, hacer planes y tomar decisiones, seleccionar a la pareja sexual, negociar la jerarquía del dominio social, etc. Jerome Wakefield, profesor de trabajo social y psiquiatría de la Universidad de Nueva York, propone una definición sencilla pero contundente de trastorno mental: un trastorno es una «disfunción dañina».24 Se cruza la línea que separa la salud mental del trastorno mental cuando un estado conductual o psicológico provoca daño a la persona y supone una disfunción de algún mecanismo mental seleccionado de forma natural. La solución de Wakefield propició un perfecto acuerdo en el antiguo y controvertido debate que ocupó las últimas décadas.
Por un lado estaban quienes decían que los diagnósticos psiquiátricos y las distinciones entre conducta normal y anormal eran inherentemente unos juicios de valor. El experimento con falsos pacientes de Rosenhan y la decisión de la American Psychiatric Association de despatologizar la homosexualidad ilustraban claramente que la línea divisoria entre lo normal y lo anormal se trazaba de acuerdo con juicios de valor culturales. Un ejemplo de la versión extrema de esta crítica fue el de Thomas Szasz y el llamado movimiento antipsiquiátrico que surgió a finales de la década de 1960. Szasz, cuyo libro El mito de la enfermedad mental, publicado en 1961, probablemente fue la manifestación más influyente de sus ideas, sostenía que las etiquetas de diagnóstico de la psiquiatría no eran sino herramientas que se utilizaban para excluir y subordinar a las personas. Una opinión menos radical es que los diagnósticos psiquiátricos pueden ser útiles, pero en última instancia solo son constructos sociales. En el otro extremo del debate estaban quienes sostenían que las enfermedades mentales son trastornos biomédicos que se pueden definir con la misma objetividad que la diabetes o la cirrosis.
Pero tanto los valores «estrictos» como las posturas biomédicas «estrictas» son en última instancia insuficientes. En primer lugar, la idea de que los trastornos psiquiátricos solo son mitos o construcciones sociales no tiene en cuenta las muchísimas pruebas de la base biológica de la enfermedad mental. Lo que sabemos de tal base biológica de los trastornos psiquiátricos es limitado, sin duda, pero investigaciones científicas realizadas durante décadas establecen que las personas que cumplen los criterios que definen a estos trastornos poseen unos perfiles de riesgo genético y una estructura y una función cerebrales que difieren de los de quienes no cumplen esos criterios, aunque las diferencias normalmente sean de grado. Más aún, como psiquiatra he visto el dolor y la desesperación que han de sufrir las personas y sus familias cuando la psicosis, la manía, la depresión o el pánico se apoderan de su mente. He visto a personas tan angustiadas por este dolor, que preferían acabar con su vida a enfrentarse a un futuro dominado por estos síntomas. También he visto cómo los fármacos y las psicoterapias transformaban el sufrimiento y salvaban vidas. Y la idea de que definir estas situaciones como enfermedades no es sino un ejercicio de mitificación trivializa el sufrimiento de quienes las padecen.
Al mismo tiempo, es difícil rebatir la afirmación de que la definición de los trastornos psiquiátricos implica cierto juicio normativo sobre la conducta. La timidez y la inhibición social agudas se pueden diagnosticar como trastorno (fobia social) cuando dificultan el funcionamiento (por ejemplo, impiden que la persona progrese en su profesión). Pero esa dificultad se debe en parte a que los empleadores y la cultura en general devalúan la inhibición social.
El concepto de Wakefield del trastorno social como una «disfunción dañina» satisface por igual a los valores y a la biología.25 La primera condición básica de un trastorno mental es que implique unos estados mentales o unas conductas que sean dañinos para la persona según las normas sociales. Los síndromes que llamamos esquizofrenia, trastorno bipolar, depresión y demás cumplen claramente este criterio. Pero el «daño» no basta para definir un trastorno mental. Muchas conductas son dañinas pero no se nos ocurre llamarlas trastornos, por ejemplo, el analfabetismo o dejarlo todo para más tarde.
El otro requisito es que los estados mentales o las conductas sean consecuencia del fracaso de una función diseñada biológicamente. Nuestro cerebro existe para realizar determinadas funciones. La selección natural ha perfilado el contorno de esas funciones mejorando los éxitos reproductores de los primeros seres humanos cuyo cerebro superaba mejor los retos a que les enfrentaba la vida. Algunas de estas funciones son obvias: detectar el peligro y evitarlo, aparearse y reproducirse. Otras son más sutiles: evitar la infidelidad de la pareja, reconocer las intenciones de los demás, cooperar y competir con eficacia, y sacar el máximo provecho de los recursos disponibles. En nuestros tiempos, hemos bautizado estas funciones como confianza, atracción, empatía, egoísmo, etc.
LACARANORMALDELADEPRESIÓN
Una implicación importante del modelo de la «disfunción dañina» es que el sistema psiquiátrico que propicia el DSM puede estar diagnosticando una enfermedad mental sin que exista un trastorno. Muchos diagnósticos psiquiátricos se basan casi por completo en grupos de síntomas, con escasa atención a las circunstancias en que estos síntomas se producen. Tomemos el ejemplo de la depresión. El diagnóstico de depresión del DSM-IV (conocida oficialmente como «trastorno depresivo mayor») exige mostrar dos semanas o más por lo menos cinco síntomas, entre ellos, un estado de ánimo deprimido persistente y/o pérdida de interés o placer por la actividad diaria y casi a diario. Los otros síntomas son adelgazar o engordar considerablemente, dormir mucho o poco, agitación o apatía físicas, pérdida de energía, sentimientos de desmerecimiento o de culpa excesiva, dificultad para concentrarse o indecisión, e ideas recurrentes de muerte y suicidio.
Para alcanzar el nivel de diagnóstico, los síntomas han de provocar una angustia importante o dificultar el funcionamiento, y no han de ser consecuencia de los efectos de una droga ni de otra enfermedad mental. Y, además, no se pueden deber al dolor por la pérdida de alguien querido, una exclusión importante, porque en el proceso del duelo normalmente intervienen la mayoría de los síntomas de la depresión. Pensemos en la madre cuyo hijo acaba de morir de leucemia. Durante un mes llora a diario, pierde interés por el sexo, le cuesta dormir y es incapaz de reunir en tres semanas fuerzas para volver al trabajo. ¿Hay que diagnosticarle una depresión a esta mujer? Claro que no. Experimenta una reacción normal de duelo por esa funesta pérdida.
Pero ¿solo hay que considerar normales los síntomas depresivos en este tipo de pérdidas? ¿Y los de otras pérdidas igualmente dolorosas, traumas y situaciones de mucho estrés que muchos vivimos a lo largo de la vida?