La particular memoria de Rosa Masur - Vladimir Vertlib - E-Book

La particular memoria de Rosa Masur E-Book

Vladimir Vertlib

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Rosa Masur tiene noventa años. Acaba de llegar a un pequeño pueblo alemán desde Rusia. Alguien le pide a Rosa que rememore su vida, y ella tiene la anécdota del siglo. En el fondo sigue siendo la misma joven judía procedente de un pueblo en Bielorrusia célebre por sus pogromos. La chica emancipada en el Leningrado de los años veinte, en plena «fase de construcción» del comunismo, obrera textil y traductora del alemán, que sufrió el brutal asedio de la ciudad en la que la gente sobrevivía haciendo caldo con la cola del empapelado, comiéndose al canario o devorándose los unos a los otros. Brujas, apparatchiks, soldados, contrabandistas y chismosas desfilan en una epopeya protagonizada por una mujer extraordinaria, divertida, inteligente y que no le tiene miedo a nadie. Ni siquiera a Stalin. CRÍTICAS «Esta novela es un increíble soplo de vida.» —Livres Hebdo «Vladimir Vertlib no tiene que temer la comparación con Roth o Singer, ni con sus personajes dañados por la vida y torturados por sus sentimientos de culpa.» —Frankfurter Allgemeine Zeitung «Una novela que describe la sociedad soviética, las sospechas, las denuncias, el miedo permanente. Rezuma verdad.» —Transfuge «Vertlib maneja lo tragicómico con brillantez. Un libro impregnado del aliento ruso y del humor desencantado de la literatura judía centroeuropea.» —Libération «Una obra infinitamente graciosa, infinitamente conmovedora. El autor logra una gracia metafísica.» —France Culture, La Dispute «La historia de esta familia, vivida en yiddish, en ruso, en hebreo, en alemán, ha encontrado en esta mezcla una lengua única que le permite hablar de la aventura humana, más allá de sí misma.» —Le Monde des Livres «Una bella articulación entre la historia íntima y la historia universal que adopta la forma de un gran fresco clásico.» —La Petite Revue «Una mujer de 92 años, llena de energía y con espíritu crítico, cuenta con un humor negro por momentos y una claridad que no retrocede ante el horror, cerca de un siglo de historia.» —Dernières Nouvelles d'Alsace «Una travesía épica que transmite con habilidad la forma en que la literatura reconstruye mundos que han desaparecido.» —Le Matricule des anges «Rosa Masur tiene una voz y una presencia tan inolvidables como su destino.» —Lire

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PREMIO ADELBERT VON CHAMISSO, PREMIO ANTON WILDGANS. Una gran novela rusa, enérgica, fascinante, que destila la historia europea en la época de sus grandes convulsiones.

 

 

 

 

 

«Vladimir Vertlib no tiene que temer la comparación con Joseph Roth o Isaac Singer, ni con sus personajes dañados por la vida y torturados por sus sentimientos de culpa y exceso.»

Frankfurter Allgemeine Zeitung

 

«Vertlib maneja lo tragicómico con brillantez. Su libro está impregnado tanto del aliento ruso como del humor desencantado de la literatura judía centroeuropea.»

Frédérique Fanchette, Libération

En memoria de

mi padre, Gregori Vertlib,

mi abuela, Mira Bregman,

y mi tío, Isaak Vaisman.

1

En la cocina de un piso comunal de Leningrado, ciudad que desde hacía poco volvía a llamarse San Petersburgo, aunque todo el mundo seguía diciendo Leningrado, la prostituta Svetlana narraba a sus vecinos sobre el lejano y fabulosamente hermoso Aix-en-Provence. Les hablaba de vastas avenidas y plátanos ancestrales, de cálidas veladas al sereno, de parejas que se abrazaban a la sombra de fachadas barrocas, de bares y de cafés repletos de gente, de los placeres de la vida y del arte de no hacer nada, de opulentas frutas y de platos con nombres de impronunciable belleza. En sus relatos, Svetlana evocaba la figura del último conde de Provenza, Renato el Bueno, a cuya vera ella había deambulado por las calles, cruzando ante edificios de estampa burguesa y ante suntuosos palacios nobles…

Los vecinos, trasteando con las ollas, apenas soltaban palabra. Sus miradas se prendían en los pechos orondos de Svetlana. ¿Qué les había de importar a los demás que pasara sus tardes en la asfixiante cocina? ¿Acaso no era lo suficientemente terrible que, por la noche, vendiera su trasero embutido en cuero negro a la puerta de la casa? Solo Kóstik, el viejo ingeniero, permanecía sentado cierto rato en la silla junto a la nevera. Sus ojos iban de los senos a los labios de Svetlana.

Antes de que la penuria generalizada la encauzara hacia una ocupación más lucrativa, Svetlana había sido profesora de Historia y de Lengua Francesa en una escuela de cadetes de Marina. Sus exalumnos se ganaban la vida como chóferes, guardaespaldas o marineros de las flotas pesqueras escandinavas, mientras los restos de las fuerzas navales soviéticas se oxidaban en los puertos militares de Múrmansk, Sebastopol o el antiguo Königsberg, que continuaba llamándose Kaliningrado.

—Dentro de poco, estimado Konstantín Naúmovich, se encontrará usted en la envidiable situación de poder ver con sus propios ojos Aix-en-Provence, Arles, Aviñón y Orange, sitios con los que yo solo podré soñar hasta el fin de mis días —dijo Svetlana.

—El futuro, querida Svetlana Osipovna, es tan imprevisible como una lluvia de tormenta en verano —replicó el ingeniero en un tono que hacía sospechar que aquella conversación parecía más un ritual que un diálogo.

—Pero hay hechos que, por desgracia, son demasiado obvios, Konstantín Naúmovich —explicó Sveta—. Los sueños sueños son, por eso se llaman así. Los franceses, manifiestamente, no se merecen Francia. ¿Qué saben ellos de la vida real? Pero son franceses. ¿Y qué somos nosotros? Quod licet Iovi non licet bovi.[1]

—No soy tan culto como usted, querida Svetlana Osipovna, no sé ni latín ni francés, pero comprendo a lo que se refiere.

A ojos de los demás, vecinos, residentes del distrito y trabajadores de la cercana fábrica de bombillas, Svetlana no dejaba de ser una puta con título. Para muchos, su particular encanto consistía precisamente en eso: en poder enseñarle a esa dama culta quién era el amo y señor. Y si ella se extasiaba con la ciudad francesa cuyo nombre sabía pronunciar correctamente, mejor que mejor.

Los relatos sobre Aix-en-Provence no ejercían sobre Kóstik ningún estímulo erótico. Él era el único del edificio que se dirigía a la puta con su patronímico y nombre completo, en vez de llamarla simplemente «Sveta», «la puta» o, aún peor, «la Sveta del colchón». Svetlana, por su parte, era la única que no llamaba al ingeniero «Kóstik» a secas o por el mote, «Levántate Kóstik». Todos los días, a las siete de la mañana, la voz de la madre de este atravesaba las paredes: «¡Levántate Kóstik, es la hora!». Entonces Kóstik, murmurando algo, se cubría la cara con el antebrazo derecho, como ya hacía de niño, cuando su madre lo despertaba para que fuera a la escuela, y como hizo también luego, en su época de estudiante, cuando lo llamaba para que no llegara tarde a la universidad, y como siguió haciendo después, durante los cuarenta años de su vida profesional, cuando la buena mujer siguió despertándolo con el fin de que entrara a trabajar puntualmente. Ahora, la llamada de preocupación de su madre solo resonaba los miércoles, un jueves de cada dos y el último día del mes. Y es que Kóstik, tras jubilarse, continuaba como empleado de su empresa. La exigua pensión a duras penas habría alcanzado para sobrevivir.

«Levántate Kóstik», en calzoncillos largos y camisa de algodón gris claro, arrastraba los pies por el pasillo del piso hasta el lavabo, golpeaba con timidez en la puerta —cada vez que necesitaba ir al retrete se lo encontraba indefectiblemente ocupado, como obedeciendo a una férrea ley del azar— y preguntaba angustiado: «¿Va a tardar mucho? Tengo una urgencia…». La respuesta que salía de dentro era invariable: «¡Aquí ni siquiera se puede cagar en paz! Buenos estamos». Kóstik esperaba con paciencia, cerrando los ojos y apoyando el hombro en la puerta, como si buscara la prolongación de sus sueños.

* * *

Svetlana sabía que la madre de Kóstik no la quería. Siendo niña, su propia madre la había sentado en sus rodillas para explicarle quiénes eran sus vecinos. Durante tres meses, la pequeña Sveta no había saludado al ingeniero de la nariz aguileña ni a los de su familia. Su madre había dicho que era una cruz tener que convivir con gente así: Losaberidse, Abduloyedov, Masur, Schwarz, Abramovich y Rosenbaum. Ella misma, la madre, procedía de Samara, ciudad ribereña del Volga, más tarde llamada Kúibyshev (la ciudad había recuperado su viejo nombre hacía un tiempo, pero para entonces la madre de Sveta ya había pasado a mejor vida).

A menudo, la progenitora de Kóstik venía a la cocina con cualquier excusa y se sentaba al lado de su hijo. En cuanto pisaba el umbral, Kóstik cambiaba de tema. Un año atrás, su propio hijo, Sasha, se había trasladado a Alemania en calidad de «refugiado de cupo», y ahora vivía en una ciudad centrogermana, donde trabajaba de diseñador gráfico para un consorcio. Existía el plan de reagrupar a los padres y a la abuela.

—Realmente es una gran suerte, querida Svetlana Osipovna, que los alemanes tengan tan mala conciencia después de habernos sacrificado como cerdos. Por eso, ahora, algunos de los nuestros pueden mudarse a Alemania. Así, ellos vuelven a tener a sus judíos; y nosotros, una vida más agradable.

Lo dijo con una mueca de casi alborozo, y Svetlana se acordó de las veces que su madre le había explicado que los judíos siempre acertaban a componérselas. «Los echas de casa por la puerta, y vuelven a entrar por la ventana», solía decir.

—Pero la cosa no es tan sencilla —se apresuró a añadir Kóstik—. A mi hijo todo le resulta más fácil. Él es joven. Con treinta y cuatro años, tienes el mundo a tus pies. Te vas adaptando al país, aprendes el idioma, te casas, tienes hijos. En cambio, los viejos siempre hemos vivido en este país, en esta ciudad y, casi toda la vida, en la misma casa. ¿Qué hacemos en Alemania? Por otra parte, hay muchas razones favorables al traslado. Si examinamos el problema en detalle…

—Kóstik —dijo su madre en voz baja—, ¿dónde crees que está el límite de mi paciencia?

Su hijo era implacable. No paraba de colocar pesas sobre una balanza imaginaria. En un platillo descansaban los argumentos a favor de abandonar el país; en el otro, los que abonaban la permanencia en Rusia. Los dos platillos mantenían un balanceo incesante.

—Usted, querida Svetlana Osipovna, pronto se habrá formado su opinión —dijo Kóstik. Mientras hablaba, notaba que se iba poniendo eufórico. La balanza invisible se mecía como un columpio ante sus ojos y los de sus oyentes. Parecía que proyectaba una larga sombra en la pared de la cocina, que esa sombra crecía y crecía, y que en breve embargaría el espacio y terminaría por oscurecer primero sus caras y después sus pensamientos.

—Todos, literalmente todos los judíos, se van del país. Incluso la vieja Rahil Méndelevna, la que está mala del estómago, se ha marchado a Israel para reunirse con su hija. Es natural que queramos estar cerca de nuestro hijo. Aunque el tuerto Vládik, el del edificio vecino, siempre diga que no hay que ser una carga para los hijos.

Se limpió con la manga el sudor de la frente.

—Nuestra jubilación apenas da para llegar a fin de mes. Mi mujer y yo tenemos que seguir trabajando a pesar de que los dos hayamos superado los sesenta. Pero mi amiga Dora, que ahora vive en Münster, me ha escrito que el subsidio asistencial alemán tampoco da para tirar cohetes.

Escrutó los rostros serios de las dos mujeres.

—La seguridad es un argumento importante, quizá decisivo. —Levantó el dedo índice—. No necesito contaros cuál es la situación que reina en nuestras calles. A Shúrochka, la chica del piso doce, dos hombres la empujaron la otra noche al interior de una cabina telefónica, la violaron y le robaron… Historias así se oyen a diario.

—¿Cómo se le ocurre salir sola a esas horas? —rezongó la madre de Kóstik—. Además, ¿qué tiene que ver eso con nosotros? No tenemos nada que puedan robarnos. Y para violarme a mí hay que estar ciego.

—Vamos camino de un apocalipsis —prosiguió Kóstik sin hacer caso del comentario de su madre—. Los tiroteos de los mafiosos supusieron el comienzo, luego se vio a los jubilados en los vertederos, después vino la guerra de Chechenia y ahora se avecina una guerra civil. En Rusia, cuando se desatan las cosas, no queda títere con cabeza. Esto no es Francia, querida Svetlana Osipovna, aquí no se actúa de forma tan civilizada. No construimos guillotinas pulcras y bonitas para enemigos selectos. A nosotros nos arrancan el corazón a dentelladas y luego lo pisotean.

—No te exaltes de esta manera, Kóstik —le rogó su madre—. Ya te has puesto todo colorado. Esta noche vamos a tomarte la tensión.

Kóstik le lanzó una mirada seria y reanudó sus cavilaciones.

—Por otra parte, Alemania tampoco pinta color de rosa. Hay noticias de agresiones a extranjeros y de centros de acogida en llamas. «En lo más íntimo de su corazón, los alemanes deben de ser los de siempre», escribe Dora desde Münster.

—¿Por qué entonces no emigra usted a Israel? Al fin y al cabo, es judío —zanjó Svetlana.

—No hay que ignorar los atentados terroristas —gritó Kóstik—. Ni las turbulencias políticas ni el clima caluroso, una mezcla de sauna y horno y, a veces, una combinación de ambos. Estos problemas se multiplican y las cartas desde Israel se van apilando. Cada carta es un gran signo de exclamación; cada línea, un gran interrogante…

Svetlana guardó silencio. Pero sus cejas fueron convergiendo hasta casi tocarse. Sobre el dorso de la nariz se le formaron dos surcos que, en la frente, se ramificaron en varias arruguillas. La balanza de Kóstik las percibió como una ofensa. También los trabajadores de la fábrica, muchos de los cuales figuraban entre los clientes de Sveta, sostenían a menudo que los judíos eran un pueblo privilegiado. En habilidad y en capacidad de sufrimiento nadie les llegaba a los talones. ¡Cuánto habría dado ella por una noche en la Kurfürstendamm! Al día siguiente, habría tenido el dinero necesario para viajar en tren al sur de Francia. En vez de eso, cada tarde ocupaba el mismo lugar que su madre había ocupado antaño, caminando de acá para allá bajo la luz mortecina del alumbrado público. En aquel entonces las personas aún eran gigantes y los tejados de los edificios rascaban el cielo. Los tipos que la madre se llevaba al cuarto se apresuraban a darle caramelos a la niña. Tenían una mirada extrañamente ansiosa. «Levántate Kóstik», cuyo pelo en aquel tiempo todavía era castaño y le cubría la cabeza entera, servía a Sveta té en la cocina, mientras la cama crujía en la habitación de la madre.

Un día, Svetlana invitó a Kóstik a su cuarto. Los vecinos sonreían con gesto sabedor. Uno tras otro llamaron a la puerta de Kóstik y susurraron al oído de su mujer palabras de fingida indignación. Pero Svetlana solo le enseñó su arca de los tesoros, una caja de cartón marrón oscuro que sacó de debajo del sofá. Contenía unos folletos amarillentos que, años atrás, una compañera le había traído del sur de Francia. Coloridas imágenes de personas guapas. El sol radiante sobre sus cabezas las envolvía en una luz que solo existía en Occidente.

—Mi mujer piensa que deberíamos marcharnos —Kóstik repetía cada día lo mismo—, pero yo nunca he querido marcharme. Me quedé consternado cuando nuestros primeros amigos emigraron a Israel en los años setenta. Aquí estoy en casa, adoro esta ciudad, el olor de sus canales, la nieve sobre los tejados en invierno, las noches blancas. Sí, lo confieso: soy un sentimental. ¿Quién habría podido sospechar que tendríamos que volver a temer los pogromos? Pero ¿qué haría yo en Alemania? Allí todos son alemanes. Ni siquiera se los puede insultar como Dios manda. Como no comprenden nuestros tacos…

—Márchese, Konstantín Naúmovich —dijo Svetlana—, márchese, ¿qué se le puede perder aquí todavía? En nuestro país, todo se está yendo a pique. ¿Qué le queda a usted? Unos cuantos años bonitos y, sobre todo, unos momentos inolvidables. —Pero captó la mirada de Kóstik y, al bajar la suya, observó que sus manos arrugadas pellizcaban la tela del pantalón.

Sabía que enseguida le hablaría de sus conocidos, Oleg, Misha y el tuerto Vládik, y de lo que estos habían manifestado al respecto. «Soy tonta —pensó—. Dios, qué tonta soy.» Sin embargo, Kóstik no dijo palabra. Volcó la cabeza hacia delante, como si su peso fuese excesivo para aquel cuello suyo, tan delgado, y Sveta tuvo la impresión de que las orejas del ingeniero se alargaban y llegaban a rozar el suelo.

Una gélida mañana de abril, Sveta coincidió con su vecino en la estación. Ignoraba por qué había ido a parar allí precisamente. Se desabotonó el abrigo. Su blusa hecha trizas atrajo las miradas de los transeúntes que se precipitaban hacia el centro urbano tras bajarse de los trenes de cercanías.

La atmósfera olía a colillas, alcohol y vómito. A lo lejos, oscilaban las puertas del vestíbulo. Poco a poco iban menguando de tamaño. Le pareció que se habían desprendido del suelo, que saldrían volando por los aires.

De pronto, comprendió que era ella la que despedía aquel olor pestilente. Ante sus ojos desfilaron escenas de la noche pasada: el piso de la avenida Nevski abarrotado de cursilerías caras; el muchacho del recibidor con la metralleta en ristre y cara de bachiller aburrido; el dueño del piso, de barba trigueña y carrillos de hámster. Luego, el peso de la barriga del hombre sobre la cabeza y el sabor a orines y esperma en la garganta. La voz aguda, tomada por el humo de tabaco, de un compinche del dueño: «Esta es la vieja puta que estudió y sabe francés». Y las risitas de las dos chicas del sofá, vestidas únicamente con ropa interior de seda, y las palabras: «¡Pero hoy no solo lo haremos a la francesa!». Después: «Esperemos que haya estudiado también otra cosa». Las botellas vacías en el rincón, los cristales rotos en el suelo. Ella tiene que inclinarse y le meten billetes de dólar y de rublo en el culo.

Buscó a tientas el dinero en su bolso. Ahí estaba. En ese instante, vio a Kóstik cruzando el vestíbulo. Caminaba con la cabeza encogida. Los hombros y la espalda encorvada lo protegían del mundo exterior. Fue en ese momento cuando Sveta se enfureció con el judío. ¿No había soberbia en aquellos ojos de sacos lagrimales hinchados y pestañas impertinentemente largas, tanto como las postizas que ella se ponía cada noche antes de salir a trabajar? ¿Había firmado aquel judío un contrato de alquiler con la desgracia? Lo agarró por la manga del abrigo marrón oscuro que ya llevaba cuando ella era niña.

—¡Eh, vecino! ¡Kóstik! ¿De paseo, tan temprano? —¿Era esa su voz de verdad?—. No vendrá de visitar en secreto a alguna dama, ¿no?

Kóstik la miró con sobresalto y empezó a dar explicaciones. Svetlana no entendió palabra, y la enfadó que el ingeniero se comportara como un colegial pillado en falta y haberlo llamado «Kóstik» por primera vez en su vida. Seguía sujetándolo por la manga, pero aflojó la presión y deslizó la mano tela abajo hasta tocar el dorso velludo de la de su vecino.

—Dios mío, Svetlana Osipovna, ¡tiene usted un aspecto espantoso!

Sveta retiró la mano rápidamente.

—¿Pues qué cree que he estado haciendo esta noche?

Kóstik se ruborizó.

—Venga, la acompaño a casa —masculló—. Le prepararé una buena taza de té, un plato de papilla de alforfón y un par de salchichas.

Ella lo siguió al exterior. En la plaza, el monumento acicular conmemorativo de una guerra ganada hacía mucho tiempo seccionaba el sol matinal en dos mitades. El aire frío le inundó los pulmones. La sacudió un ataque de tos. Escupió flema cenicienta sobre la nieve.

Cuando se apearon del tranvía, Sveta no tomó la dirección de casa.

—¡Svetlana Osipovna, Svetlana Osipovna!

No había manera de quitarse de encima a Kóstik, que respiraba con dificultad. Sveta se detuvo y señaló la tienda de bebidas espirituosas de la acera de enfrente.

—Después de esta noche necesito un antídoto —dijo—. Vaya a buscarlo usted, ya que tanto se preocupa por mí. —Introdujo la mano en el bolso y sacó un billete—. A mí no me quedan fuerzas para entrar ahí.

—Pero, Svetlana Osipovna, eso es lo último que necesita ahora. —La cogió por los hombros—. Venga conmigo. ¡Venga de una vez!

—¿Qué hace? —dijo tajante—. ¡Suélteme! Sé mejor que usted lo que me sienta bien.

Kóstik retrocedió unos pasos.

—¿Entonces qué? ¿Va a buscarme un cuarto de litro o no? —preguntó Sveta, suavizando de nuevo el tono—. Hágame el favor, Konstantín Naúmovich, sea usted bueno. Tenga compasión de mí.

Kóstik tomó el billete sin comentarios y se dirigió a la tienda.

Pocos minutos después, estaba frente a ella de nuevo con la preciada botellita oprimida contra el cuerpo, con gesto de querer resguardarla de Svetlana. Pero esta se la arrancó de las manos y bebió con trago ávido. Más mareo aún. El frío helado. Y los ladridos rabiosos de unos chuchos callejeros. «Que Dios me ayude», murmuró. Entonces, efectivamente, ocurrió el milagro: el suelo vacilante bajo sus pies se inmovilizó, la nieve de las ramas recobró un brillo amistoso; podía oler la primavera que se acercaba, el putrefacto hedor a algas del agua, un olor tan propio de aquella ciudad como sus magníficos puentes y palacios. Ya no le dolía la cabeza, ni sentía amargura, ni rabia, ni vergüenza, sino solo alegría por los numerosos billetes de dólar que llevaba en el bolso. Era más de lo que nunca había poseído, y de repente volvió a tener la firme convicción de que todo seguiría como había sido hasta entonces. Su madre solía decir: «Cuando tu carreta de desollador se enfangue y amenace con hundirse, no te bajes, no desesperes, que la abuela del diablo volverá para sacarte…».

En casa, Svetlana se limpió el cuerpo de la suciedad de la noche. Cuando entró en la cocina, el té estaba preparado. En la olla, la papilla despedía ya su aroma.

—Cuénteme algo sobre Aix-en-Provence, estimada Svetlana Osipovna —le rogó Kóstik sin volverse a mirarla—. ¿Cómo fue para la población cuando, tras la muerte de Renato, Francia se anexionó el condado de Provenza? Y, sobre todo, ¿qué significó eso para los judíos?

Svetlana no contestó. Sorbió el té, extrañada de que se hallaran solos en la cocina a esa hora de la mañana.

—Hoy todavía no he visto a su esposa ni a su madre —dijo.

—Han salido a dar su paseo por el parque —explicó Kóstik.

Este puso el plato con la papilla humeante sobre la mesa, pero se quedó de pie, mirándola cruzado de brazos. La imagen volvía a ser la misma que décadas atrás, cuando la madre de Sveta mandaba a la niña salir del cuarto para quedarse a solas con sus clientes. La cocina no había cambiado. El grifo nuevo también goteaba, una nueva generación de ratones y cucarachas anidaba en los rincones y, por la estrecha ventana, se veía la silueta de la fábrica, de ladrillo rojo oscuro, las chimeneas y, a lo lejos, el campanario puntiagudo de una iglesia que antaño fue despojada de su función y donde desde hacía poco volvían a congregarse los fieles.

Svetlana cerró los ojos. Veía resurgir en su mente escenas de mucho tiempo atrás.

—Come, hija mía, come, que tu organismo en desarrollo necesita calorías.

—Sí, Konstantín Naúmovich.

—¿Qué quieres ser cuando seas mayor, Sveta?

—No lo sé, Konstantín Naúmovich.

—Tienes una cara muy bonita, seguramente serás actriz.

—Entonces también seré cantante, Konstantín Naúmovich.

—Entonces no debes comer helado.

—Si los helados no me gustan, Konstantín Naúmovich.

—Actuarás por todo el país y, cuando vengas a Leningrado, nosotros estaremos entre el público y te aplaudiremos.

—En la escuela no tengo más que sobresalientes, Konstantín Naúmovich.

—¿Qué le ocurre, Svetlana Osipovna? ¿No tiene ganas?

Ella negó con la cabeza, apartó el plato y le pidió que se sentara. Kóstik se dejó caer sobre la silla como si fuera él quien llevara toda la noche sin dormir. El aliento le emanaba con un leve silbido. Sus manos descansaban sobre la mesa en una posición antinatural, con las palmas vueltas hacia arriba, como si representaran aquella balanza invisible que no se sacaba de la mente.

De súbito, Svetlana tumbó la balanza. Le atenazó la mano derecha, la atrajo hacia sí por el borde de la mesa y, sin soltársela, escudriñó sus ojos en busca de aquellas chispas de picardía que tanto había adorado en el pasado y que llevaba tiempo echando de menos.

—Las preguntas cruciales de nuestra vida no pueden resolverse con la razón —dijo.

Kóstik no reaccionó, solo aumentó el ruido sibilante de su respiración.

—Yo, por mi parte, hace tiempo que he perdido la fe en la razón. En la escuela, nos sermonearon mucho sobre la factibilidad de las cosas, y poco se nos enseñó acerca de las leyes de la probabilidad.

Kóstik la miraba con fijeza, concentrado e inexpresivo. No, no sacaría nada bueno de sus planes.

—Tengo una solución para su problema. —No debía dudarlo más—. Marcharse o no marcharse, marcharse o no marcharse. Cada argumento, por fuerza, acarrea un contrargumento. La síntesis es imposible. Es la antidialéctica perfecta. A no ser que usted no se marche, pero sueñe que se marcha, o que se marche soñando que se queda, o que haga un alto a mitad de camino, por ejemplo, en una ciudad de provincias bielorrusa.

—Mi madre es de un pueblo bielorruso, Vichí —murmuró Kóstik—. Yo daría un gran rodeo a la zona, que está contaminada desde la catástrofe nuclear de Chernóbil.

Svetlana meneó la cabeza con impaciencia.

—Lo que quiero decir es sencillo. Cuantos más argumentos ponga usted en juego, más tiende a cero coma cinco la probabilidad de poder decantarse por una de las dos soluciones. Es el clásico empate.

De repente, volvió a aparecer: el destello pícaro de sus ojos.

—Ha dado usted en el clavo, querida Svetlana Osipovna. Las leyes de la estadística me son familiares.

Entonces ella le tomó la otra mano.

—Por este motivo, debería conceder al azar ese poder que hace tiempo ejerce sobre usted. —Kóstik se encogió de hombros—. ¡Traiga papel y lápiz! —ordenó Sveta.

Momentos después, Kóstik le alcanzó una cuartilla cuadriculada y un bolígrafo.

—Quizá no deberíamos… —sugirió con tristeza—. Quién sabe, quizá…

Pero ella ya había doblado la hoja y la había partido en dos. Mientras escribía, se inclinaba sobre el papel tapándolo con el brazo izquierdo, como una alumna que dibuja algo indecente. Cuando hubo acabado, formó dos bolas blancas de tamaño casi parejo, las depositó en la palma de su mano derecha y se las tendió a Kóstik.

—No se lo piense mucho —dijo.

Kóstik acercó la mano a la bola izquierda, pero la retiró en el último momento.

—Ay, Svetlana Osipovna, ¿a qué me está sometiendo usted?

—No importa, Konstantín Naúmovich. Piense en la probabilidad del cero coma cinco.

—No puedo, Svetlana Osipovna, no puedo —gimió Kóstik—. Da igual qué papel elija, porque, en cuanto lo hago, pienso que debería elegir el otro.

—Simplemente cierre los ojos, querido Konstantín Naúmovich.

Kóstik apretó los párpados como el niño que juega al escondite y tiene que contar hasta diez antes de poder buscar a los demás. Después, alargó el brazo y tocó en vacío. Entonces Svetlana tomó una de las bolas y trazó un círculo con la mano —órbita de un ignoto planeta del destino y la cocina—, determinó el punto de encuentro con aquellos dedos y llegó a este oportunamente para que Kóstik sintiera entre el pulgar y el índice las agudas aristas del papel estrujado. Abrió los ojos, el silbido de su respiración se transformó en suspiro y en jadeo y, finalmente, depositó la bolita frente a él, sobre la mesa.

—Aún existe la posibilidad de que todo… —dijo él tras un breve silencio.

—¡Konstantín Naúmovich! ¡Haga el favor!

—Está bien, Sveta. Tienes razón. Pero te pido que no me grites.

Era la primera vez que la llamaba Sveta desde su época escolar. A ella le sobrevino una sensación de tristeza. De pronto, Kóstik tomó la otra bola en lugar de la que su vecina le había dado, la abrió y leyó lo que estaba escrito. Volvió a leerlo una segunda y una tercera vez. La cara se le puso del color de la ceniza. «Como pergamino de pellejo de un burro viejo», se dijo Sveta recordando un refrán provenzal.

Kóstik permaneció largo rato sin poder despegar la mirada del papel.

—Así sea, pues —decretó al cabo en voz baja—. Tiene usted razón, Svetlana Osipovna. Quizá sea la mejor solución.

Ese día, la prostituta Svetlana no contó nada sobre Aix-en-Provence, y el viejo ingeniero judío Kóstik no hizo más preguntas. Guardaron silencio juntos. En un momento dado, Kóstik se puso de pie y salió, mientras Sveta se quedaba sentada. Miraba por la ventana. Su vista vagaba por los tejados, allende la ciudad, hacia el mar y la lejanía, hasta Estocolmo, Berlín y Aix-en-Provence, y, tal vez, aún mucho más allá. Más tarde se levantó para lavar los platos. Era casi mediodía. Los rayos del sol se reflejaban en el metal del grifo goteante proyectando un sinfín de haces de luz en el empapelado verde mate. Del pasillo llegaba ruido de voces y de pasos, se oyó la puerta del piso. Al parecer, la mujer de Kóstik y su madre habían regresado del paseo por el parque. El volumen de las voces fue en aumento. «Comprendo perfectamente las razones por las que están tan exaltadas, yo en su lugar también lo estaría», pensó Svetlana mientras extendía el paño de la cocina. Las voces de preocupación se convirtieron en exclamaciones, en gritos. Un mueble cayó al suelo. «¡Qué teatrales! —pensó Sveta—. Los judíos no dejan de ser un pueblo mediterráneo; de cada acontecimiento hacen un drama. No me extraña que los mejores actores sean judíos. Vaya unos tuercemuecas… Y Kóstik que decía que yo iba a ser actriz…»

Fuera, en el pasillo, descolgaron el auricular del teléfono y marcaron un número.

—Fabríchnaya úlitsa 99, piso 15, ¡vengan rápido, por favor! —Era la voz de la mujer de Kóstik—. ¡Mi marido se encuentra mal! Creo que le está dando un infarto… ¿Cómo?… Konstantín Naúmovich Schwarz,[2] sesenta y siete años… Sí, sí, soy su mujer. Frieda Bérkovna Kogen… Acabo de llegar a casa, me lo he encontrado en la cama gimiendo, me ha dicho que se encuentra muy mal, que el pecho y el estómago y… Ya no se mueve… ¿Qué?… Fabríchnaya úlitsa 99, piso 14. ¡Una ambulancia, por favor! ¡Lo más rápido posible!

Svetlana salió al pasillo. Frieda Bérkovna había entrado de nuevo en su cuarto, de donde, de repente, ya no llegaban voces. Antes de que el médico y los dos enfermeros tocaran el timbre de la puerta y preguntaran rudamente: «¿Konstantín Naúmovich Schwarz?»; antes de que aparecieran los vecinos para enterarse de lo sucedido; antes de que el ruido la envolviera, la arrebatara y la arrastrara, Svetlana estuvo sola en el silencio del pasillo oscuro. Y a pocos pasos de allí, sobre la mesa de la cocina, descansaban dos hojas de papel arrugadas, con la misma palabra escrita: MÁRCHESE.

[1]. «Lo que es lícito para Júpiter no es lícito para todos.» (Todas las notas son del traductor.)

[2]. Apellido que significa «negro».

2

Antes de acceder al edificio, Rosa extrajo de su bolso una fotografía amarillenta con las esquinas ligeramente dobladas hacia dentro. Cuando se acercó el retrato a un palmo de la nariz, los dedos empezaron a temblarle. Con la otra mano empuñaba el bastón. En un breve acto de equilibrismo que le exigía gran esfuerzo, contempló la cara de Masha como si la viera por primera vez. Los ojos gris oscuro de la foto, que en realidad habían sido verdes, brillaban fríos y severos, efecto atenuado únicamente por una chispa burlona.

«¡Hazlo! —decía Masha—. ¡Hazlo por tu hijo! ¿Qué esperas todavía del futuro?»

La anciana guardó la foto con cuidado y masculló unas palabras de agradecimiento. Tras varios meses de negativas, Masha volvía a hablarle. Quizá había callado durante todo ese tiempo porque, después de abandonar San Petersburgo, Rosa ya no podía llevarle flores a la tumba, y la amiga se le había enfadado.

El edificio era una de aquellas construcciones de hormigón erigidas con tanta desidia que daba la sensación de que se podía ver el interior a través de los resquicios. La sala de espera, angosta y alargada como un pasillo, tenía un aire de hospital soviético o de puesto de guardia de la milicia, combinado con la limpieza de las dependencias públicas germanas. Las paredes estaban blanqueadas y solo algunas esquinas se encontraban levemente invadidas por la grisura de tupidas telarañas, goteras y manchas de suciedad. La puerta de formica marrón claro que conducía a la oficina no se podía abrir por fuera.

Rosa Abrámovna Masur paseó la mirada. Había ya algunas personas mayores esperando. Una mujer corpulenta de baja estatura; con su pañuelo de nailon azul oscuro y su vestido floreado parecía una campesina de provincias de la Rusia central. A su lado, en el banco, el matrimonio Rotschwants, natural de Odesa. Rosa los conocía a ambos de su estancia en la residencia de inmigrantes de Sajonia-Anhalt. Afortunadamente no habían tratado de entablar conversación con ella al instante.

Rosa se dejó caer sobre el banco. La caminata desde el apartamento hasta allí la había cansado. ¡Ojalá la hubiera acompañado su hijo! Pero de Kóstik nunca había esperado apoyo, ni mucho menos se lo había reclamado, de modo que a él no se le ocurrió ayudarla. Rosa, de noventa y dos años, seguía siendo para este la mujer enérgica de cuya mano había atravesado a salvo la guerra y otros tiempos aciagos. Su buena salud era sensacional. Ni siquiera llevaba gafas. A primera vista, aparentaba setenta años; a lo más, setenta y cinco. La vejez era una enfermedad pesada, pero nada seria, que podía combatirse con voluntad y medicamentos. La mayoría de los de su edad habían muerto, llevaban años encamados, estaban ciegos o sordos o lo uno y lo otro, sufrían incontinencia, farfullaban majaderías, confundían a sus biznietos con sus hijos y a estos con sus hermanos o habían retrocedido a la infancia. Para Rosa, en cambio, el tiempo parecía haberse estancado. A los setenta había decidido que o dejaba de envejecer o se moría. Y no se había muerto. Cada mañana, al despertar, se admiraba de esta circunstancia. Hacía solo una semana había ido a ver al doctor Feiermann.

—Querida señora Masur —le había dicho el médico—, el corazón le funciona como un reloj suizo, y tiene la mente igual de ágil que si tuviera veinte años. Si sigue así, sobrevivirá a sus nietos.

—¡Que se le pudra la lengua, hombre estúpido! —había gritado Rosa—. Si no fuera por mi hijo, que me necesita, hace tiempo que me habría suicidado para no ser una carga para los jóvenes.

El médico se quedó asombrado ante su contundente reacción. Su voz retomó un tono profesional, y la estuvo molestando durante casi media hora con la jerga de su especialidad. «Una señal más de que los alemanes son un pueblo feliz —pensó Rosa—: tienen una psicología simple. Incluso los que son judíos.»

Desde el infarto de Kóstik, Rosa había experimentado cierta regresión al papel de madre. Cada mañana, untaba pedazos de pan con mantequilla y mermelada, vertía té en el termo, envolvía en un paño de cocina una fuente de albóndigas o un cuenco de papilla caliente y lo acomodaba todo en la mochila de cuero color caramelo que treinta y cinco años atrás, con motivo de su jubilación, había recibido como regalo de despedida por parte de la editorial en la que trabajaba. Después, tomaba el metro y dos autobuses para ir a visitar a su hijo. Desde que los hospitales de San Petersburgo se habían quedado sin dinero para minucias tales como la alimentación, los familiares de los enfermos tenían que hacerse cargo de esta. Rosa pasaba la mayor parte del día en el hospital. Por las noches la relevaba Frieda. Los médicos la tranquilizaron explicando que había sido un infarto leve, una señal de alarma del cuerpo, y que una vida sana, un régimen alimenticio estructurado y «más serenidad ante los mazazos de nuestro día a día» ayudarían a «dominar el problema cardíaco». También le dijeron que lo conveniente sería una operación, pero, dada la falta de recursos, ese tipo de intervenciones solo se practicaban en casos de emergencia extrema.

Aunque, en realidad, Rosa tenía motivos para preocuparse, lo cierto era que Kóstik ya había superado una docena de enfermedades mortales: la grave neumonía justo después de nacer, la intoxicación con penicilina tras la guerra, la apendicitis aguda, la tuberculosis… Todas y cada una de las veces los médicos lo habían desahuciado. Pero mientras Rosa viviera, su hijo seguiría con vida. Ella no creía en Dios; en lo que sí creía era en la fuerza del destino.

En el hospital, Kóstik comunicó a su madre que había decidido emigrar a Alemania; invocó la probabilidad matemática, a Sveta y un trozo de papel que, por lo visto, había dirimido el asunto. Sonaba un tanto confuso. Rosa solo esperaba que la decisión de su hijo fuera realmente firme. Tener que escuchar sus disertaciones sobre los pros y los contras de una mudanza a Alemania se había ido volviendo más insoportable cada semana que pasaba. Hasta hacía pocos años, la perspectiva de irse a vivir a un país extranjero (y encima a Alemania) habría provocado miedo y resistencia en ella. Ahora estaba dispuesta a aceptarlo todo, siempre que los suplicios que Kóstik se infligía a sí mismo y a su familia acabaran de una vez. Frieda, la nuera, desde el principio había abrazado la idea de marcharse. Deseaba reunirse con su hijo. Su opinión, sin embargo, no pesaba mucho.

La puerta se abrió desde dentro. Salió un hombre mayor con una chaqueta descolorida. Era escuálido y caminaba ligeramente inclinado hacia delante; parecía un signo de exclamación garrapateado sobre un papel. Se detuvo a los pocos pasos y torció la boca en una mueca. Acto seguido, se arremangó el brazo derecho y lo alargó como un trofeo hacia los que esperaban. Desde el codo hasta el dorso de la mano discurría en zigzag una cicatriz roja oscura.

—Aquel año, el cuarenta y ocho, me dieron una paliza que duró una hora —dijo con una voz que casi se le quebró en un gallo—. En los interrogatorios no se andaban con chiquitas.

Quienes aguardaban lo miraron perplejos, sintiéndose más violentados que intrigados.

—Pero a esta gente no le basta. Quieren sal y pimienta, además de sexo y los diez negritos.

—¡Qué me dice, Moiséi Márkovich! ¿De entrada ya le han dicho que no? —preguntó la mujer del pañuelo que iba con el vestido de flores.

—¡Ay! —El hombre hizo un gesto despreciativo con la mano—. No me quieren en este país, eso es lo que intuyo. Una breve conversación y un frío «aguarde notificación por escrito». Hay ahí una jovenzuela que podría ser mi nieta. ¡Qué sabrá ella! Se pavonea porque tiene estudios. ¿Y qué? ¡Qué va a entender alguien como ella de la vida!

—El siguiente, por favor —resonó una voz de mujer joven tras la puerta.

Los Rotschwants se levantaron del banco. Él, presuroso; ella, dos pasos por detrás, con la sonrisa benigna de la más fuerte.

—Ven, vieja. La lentitud es condición de las tortugas y no de las personas.

Era su frase favorita. En la residencia de inmigrantes, solía repetirla por lo menos diez veces al día.

Rosa se acordó de su llegada a Gigricht seis meses atrás. De la primera mirada que lanzó desde la autopista a la ciudad de mediano tamaño. Un río indolente. Una catedral del medievo tardío. Un casco antiguo con zona peatonal. En un islote fluvial, el castillo recién reformado, con cuerpo principal de estilo barroco y torre cuadrangular, donde hasta las postrimerías del siglo XVIII residieron los duques de Gigricht y Patsch. Un paseo ajardinado a lo largo de la orilla, una carretera de circunvalación; por detrás, el parque al pie de las históricas murallas. El monumento a un general en la plaza mayor, frente al ayuntamiento, montado a caballo y esgrimiendo el sable. Rosa siempre se olvidaba de su nombre y del de aquel a quien había derrotado.

Era una tarde soleada de otoño. Las colinas boscosas que rodeaban la ciudad parecían cubiertas de herrumbre. Una autovía bajaba hasta el río describiendo una amplia parábola.

«Así que este es el lugar donde moriré», pensó. Viajaba en el asiento del copiloto de un coche que, en ese momento, pasaba al carril derecho. En el panel indicador decía «Centro urbano Norte». Kóstik, Frieda y su nieto Sasha iban sentados en los asientos de atrás. Si se estiraba, podía ver sus caras por el retrovisor. Los tres conversaban a media voz. No podía oír lo que decían. ¡Ojalá no le hubieran puesto el cinturón como en los aviones!

Al volante iba un alemán, Günter Huber, compañero de trabajo de Sasha y su único amigo en Gigricht. Era muy amable de su parte haber recogido a la familia de su amigo en el centro de acogida de Sajonia-Anhalt. Como contrapartida, esperaba de Rosa respuesta a sus numerosas preguntas. Estas, por lo general, se movían en el perímetro de la perseverancia que desarma por su talante cortés y su ápice de candor y que es difícil de contrarrestar.

—Señora Masur, no se me enfadará si le hago una pregunta muy personal… —Hizo una pausa—. Señora Masur, ¿cómo es para un judío ruso trasladarse precisamente a Alemania, quiero decir, después de todo lo que los alemanes les han hecho a los judíos?

—Bueno, yo ya soy muy vieja —murmuró Rosa—, hable con mi nieto al respecto. Él es quien se va a pasar la mitad de su vida en este país.

Mientras salían de Sajonia-Anhalt, Rosa todavía se alegraba del interés que le demostraba aquel joven; tres horas después, casi se arrepentía de haber estudiado Filología Alemana hacía sesenta años y de haber traducido libros de no ficción del alemán al ruso más tarde, para una editorial soviética.

Sasha había eliminado todos los obstáculos administrativos que se oponían al traslado de sus padres y de la abuela a Gigricht. No había sido tarea fácil.

—Si los alemanes fuesen lo suficientemente inteligentes como para administrar su país de forma centralizada —había explicado Sasha—, estos problemas relacionados con la mudanza de un Estado federado a otro no existirían.

En cualquier caso, Rosa, Kóstik y Frieda estaban contentos de poder salir del centro de acogida, un antiguo cuartel de la época soviética. El equipamiento de aquel inmueble, rehabilitado de forma precaria como hogar para decenas de miles de inmigrantes, seguía siendo espartano. Las paredes lucían sabias sentencias de épocas pasadas. «¡Mantente alerta y siempre preparado!» era, tal vez, la que mejor predisponía el ánimo de los nuevos residentes para lo que les esperaba. Y los vecinos del pequeño pueblo donde se ubicaba el cuartel se cambiaban de acera cada vez que se cruzaban con un grupo de «rusos»; como probablemente lo hacían ya en los tiempos de la RDA cuando veían a soldados soviéticos. Los rusos eran los rusos.

El pesado del conductor no daba tregua.

—¿Es cierto, señora Masur, que muchos judíos rusos que llegan a nuestro país no son judíos y que los alemanes de Rusia no son alemanes de verdad, sino rusos que se han conseguido papeles falsos? ¿Ha oído usted historias de ese tipo en el centro de acogida?

—No he preguntado a los residentes por su origen étnico —gruñó Rosa—. No soy experta en estudios raciales.

Günter se sonrojó, balbuceó que lo había entendido mal, y se quedó en silencio. Pocos minutos después, pararon en un aparcamiento situado entre dos bloques de viviendas y un césped con arriates. Atravesaron la zona verde por una senda hollada que pasaba por delante del cartel «Prohibido pisar el césped».

La casa distaba escasos metros de la autovía.

—Es un tanto ruidosa —comentó Sasha—, pero era la mejor de las que la Oficina de Bienestar Social me ofrecía para vosotros.

Era una tercera planta de una sola habitación, con cocina americana y cuarto de baño. Cama doble, armario, mesa y tres sillas, además de una cama individual para Rosa. El rincón previsto para ella estaba separado del resto por un biombo. Por la ventana, se veía una vieja fábrica con chimenea y el campanario de la iglesia de un pueblo incorporado al municipio tiempo atrás.

* * *

El matrimonio Rotschwants permaneció poco más de un cuarto de hora en aquellas dependencias misteriosas. Al salir, la señora Rotschwants iba delante, mientras el señor Rotschwants, pegado a sus talones, parecía empujarla.

—¡Cómo se te ocurre contarle semejantes cosas a esa chica! —graznaba él—. ¿Acaso no te he dicho muchas veces lo de primero pensar, después hablar? Cuando las mujeres no saben cerrar la boca…

—¿Qué pasa? —protestó ella—. Si no he dicho nada. Has sido tú quien ha hablado todo el rato. ¡Y qué sandeces, Dios mío! Hace ya más de cincuenta años que te conozco, pero esta vez te has superado.

—¡Cómo no! —exclamó él—. La culpa es mía, por supuesto. Cincuenta años lo mismo.

En ese momento, la señora Rotschwants miró a Rosa y se impuso una sonrisa.

—Buenos días, Rosa Abrámovna. No la había visto antes. ¿O es que acaba de llegar?

—Buenos días, Moira Jáimovna, buenos días Isaak Davídovich. Llevo más de media hora esperando.

—Muy buenos los tenga usted, cara Rosa Abrámovna —dijo el señor Rotschwants con voz cantarina y discreta reverencia—. ¿Cómo va la salud?

—Aún estoy viva, Isaak Davídovich. Al menos, de momento.

El señor Rotschwants forzó una media sonrisa.

—No hay que ser agorero, cara Rosa Abrámovna. Ya sabe lo que ocurre con los espíritus que uno evoca.

«Lárgate de una vez, monigote», pensó Rosa, pero dijo:

—Ha sido un gran placer volver a coincidir con usted, Isaak Davídovich.

—El placer ha sido mío, Rosa Abrámovna.

Entonces la señora Rotschwants le hizo a Rosa el favor de empujar a su marido hacia la puerta de entrada.

—¡El siguiente, por favor!

Rosa notó que aquella voz de mujer desconocida había adquirido un deje ronco. La mujer con pinta de campesina rusa se levantó, escarbó nerviosamente en su bolso y, al cabo de un rato, sacó un espejo de mano redondo y un peine.

—¡El si-guien-te!

La anciana dejó caer el peine y el espejo en el interior del bolso, farfulló displicente unas palabras ininteligibles y dio una serie de pasos en semicírculo, como si por un momento hubiese perdido la orientación. Luego, se precipitó en dirección a la puerta.

La Oficina de Bienestar Social pagaba a la familia «Kogen/Masur/Schwarz» (como figuraba en el expediente) mil trescientos ochenta y cuatro marcos en concepto de subsidio mensual, así como el alquiler del piso sin gastos asociados. El dinero daba justo para la compra de alimentos y ropa. Todo lo demás, incluso la peluquería, suponía un lujo. Una emigrante rusa aficionada a las tijeras visitaba a la familia de forma habitual y por diez marcos les cortaba a Frieda y a Rosa el pelo al estilo fregona. Treinta años atrás, habría sido un look moderno. Kóstik se hacía cortar por Frieda el ralo cabello.

Cada sábado, por la mañana, había mercado en la plaza mayor. Desde las cinco de la madrugada, los campesinos de los alrededores venían a montar sus tenderetes en torno al monumento. A las ocho, parecía que medio vecindario de la urbe se aglomeraba en los estrechos corredores formados por las cajas de tomates, cebollas, patatas, manzanas y lechugas. Rosa había visto mercados parecidos en los años veinte, cuando era niña, pero en Gigricht la oferta era más variada que en la provincia bielorrusa de la que ella provenía. Además, nadie pregonaba a voz en cuello su mercancía, nadie retenía a los clientes potenciales por la manga ni regateaba el precio. En efecto, los alemanes eran un pueblo educado, unos auténticos europeos, y, por consiguiente —en eso Sasha debía de tener razón—, algo pánfilos. De niña, Rosa había aprendido que el capitalismo obedecía a leyes semejantes a las de la jungla; en la escuela, esa lección recibió sus fundamentos teóricos, y en el San Petersburgo de los años noventa volvió a demostrarse en la práctica.

—Hemos comprado arándanos rojos —explicó Frieda a su hijo—, aunque han sido bastante caros, pero a Kóstik le gustan; además, cuatro kilos de melocotones, ciruelas y tres kilos y medio de tomates. Habríamos podido comprar más, pero nuestra nevera es muy pequeña, por eso algunos días comemos mucho y luego hay que reponer yendo a los supermercados. Allí, todo es caro y no tiene la misma calidad que en el mercado. Nos hemos vuelto exigentes, compramos en varias tiendas. En unas las cosas saben mejor, en otras son más baratas. Aquí en Alemania los precios…

—Mamá, te he dicho más de una vez que no tienes que ahorrar —la interrumpió Sasha—. Os giro una parte de mi sueldo, digamos quinientos marcos al mes. Y la semana que viene te compro una nevera nueva…

—¡Ni hablar! —le atajó la palabra Kóstik—. Necesitas el dinero. Tienes que montarte tu vida en este país. Sácate el carnet de conducir y cómprate un coche. Hablas de eso todo el tiempo. Entonces podrás salir al campo con nosotros e incluso hacer un viaje por Europa. Cuando sea. Por lo pronto, nos las arreglamos.

—No necesitamos nada —se apresuró a remachar Frieda.

—No necesitamos nada —insistió Rosa a modo de eco.

—Yo estoy feliz aquí —manifestó Kóstik.

Frieda no reveló a su hijo que la familia se alimentaba básicamente de patatas. Sabían bien, eran saludables y económicas.

Todas las mañanas, Kóstik daba un paseo por el cálido invierno alemán. Para ello se hacía despertar por su madre a las siete cada día. La consabida llamada de «¡Levántate, Kóstik!» resonaba ahora también en el piso de Gigricht. Rosa ya estaba despierta a las seis. Según su reloj interno, era dos horas más tarde.

En las alamedas de la ribera, los fines de semana se veían parejas de enamorados cogidos de la mano. En la zona peatonal centelleaba la iluminación de Navidad. Y cuando alguien estaba frente a una pared dando la espalda a la calle, se podía tener la certeza de que se trataba de un emigrante ruso orinando. Solo en los suburbios, donde comenzaban los bloques de viviendas, seguía oliendo a la vieja patria.

Los viernes por la noche, los judíos de Gigricht se congregaban en la sinagoga, un edificio de ladrillo al estilo bizantino que databa del siglo xix y que había salido indemne de la Noche de los Cristales Rotos, porque a principios de noviembre de 1938 el río había inundado esta parte de la ciudad. Los SA se negaron a vadear las aguas. Más de cincuenta años después del final de la guerra, la cúpula dorada del templo seguía adornando el barrio del ensanche. Sin embargo, en la gran nave con bóveda azul oscuro ya no se celebraban cultos. Los pocos miembros de la comunidad se reunían en el antiguo archivo de la sinagoga. En las primeras filas se sentaban los varones; detrás de una celosía de madera, las mujeres. Casi todos procedían de Rusia. Los menos tenían idea de religión. La cháchara antes y después de la ceremonia era más importante que las oraciones del rabino.

—Estoy feliz —repetía Kóstik cinco veces al día. Pero en las noches yacía despierto horas y horas.

—¿Qué te pasa, Kóstik?

—Nada.

—¿En qué piensas?

—En nada. Sigue durmiendo.

Rosa oyó cómo su hijo y su nuera conversaban a media voz.

—No me engañes, Kóstik. —La voz de Frieda oscilaba entre la preocupación y el disgusto—. No eres capaz de engañarme.

—No es mi intención.

Breve silencio.

—¿Entonces?

—Si no duermes, estarás de mal humor todo el día y volverás a pagarlas conmigo —replicó Kóstik, nervioso—. Antes te quejabas de que no dormías suficiente. Ahora estás jubilada, así que duerme lo que te pida el cuerpo.

—Deja de preocuparte por mi sueño. Quiero saber lo que te atormenta.

Fue el instante en que Rosa consideró necesario inmiscuirse.

—No puedes obligarlo a hablar —dijo tratando de imaginarse la cara de la nuera en ese momento.
La profesora escribió con tiza en la pizarra: die Mutter, der Mutter, der Mutter, die Mutter. Der Tisch, des Tisches, dem Tisch, den Tisch. Das Haus, des Hauses, dem Haus, das Haus. Ich gehe, ich ging, ich bin gegangen… Kóstik y Frieda asistían a un curso de lengua alemana que la comunidad israelita había organizado para los emigrantes venidos de Rusia. La gramática se comprendía con facilidad. Pero en lo cotidiano las palabras no les salían.

—Tengo la impresión de olvidar cada día más de lo que he aprendido —dijo Frieda a Rosa—. Usted tuvo la suerte de aprender esta lengua de joven. Sin usted estaríamos completamente perdidos.

—Tampoco es tan importante —opinó Kóstik—. En este país, no vamos a hacer carrera ni a trabar muchas amistades nuevas.

Kóstik levitaba en alguna parte situada más allá de la realidad. Rosa observaba que su nuera era su brazo derecho, y el izquierdo también, y que él estaba dejando de oponerse a su tutelaje. Parecía un ritual ensayado el que su mujer le llevara el té a la cama por la mañana o, en varias ocasiones del día, le recordara que se tomara los medicamentos. Él le contestaba que no era tan olvidadizo como ella a todas luces creía. Pero solo se tragaba las pastillas después de que Frieda se lo hubiera pedido por enésima vez.

—Los sanos siempre son culpables ante los enfermos —decía Frieda—, de igual manera que los vivos nunca podrán saldar su deuda con los muertos.

Kóstik se resignaba a todo sin protestar. No terminaba el día delante de la televisión, como hacía Frieda, sino por lo general en la cama, rara vez con un libro entre manos. Daba la impresión de haberse encerrado en un espacio interior al que los demás no tenían acceso.

Un día, Rosa lo encontró inclinado sobre algo que escondió en la mesilla de noche en cuanto ella se aproximó. En otra ocasión lo vio tomar notas. Sobre la mesa había un cuaderno de colores. A Kóstik le faltó tiempo para hurtarlo de su vista. Le dijo con tono irritado que detestaba que se le acercara tan furtivamente. Rosa le contestó que no se le había acercado de modo furtivo, que vivía en ese piso y tenía derecho a moverse con libertad. Además, no comprendía por qué le ocultaba cosas. No tenía ningún sentido. De joven, ni siquiera había conseguido ocultarle las láminas guarras que recortó de aquel libro. Ella las había tirado todas a la estufa. Y esperaba que ahora, a sus sesenta y ocho años, no siguiera teniendo la necesidad de mirar esa suerte de ilustraciones. Kóstik torció el gesto en una sonrisa agridulce.

—No estaría mal que todavía las tuviera —murmuró.

A continuación, deslizó la revista hasta dejarla al alcance de su madre. Los bordes de las hojas estaban amarillentos y desflecados. La portada mostraba un paisaje del sur con olivos, una iglesia románica y colinas rocosas al fondo. Sobre la estampa estaba escrito en letra mayúscula: provenza.

—Nunca vamos a poder permitirnos el lujo de viajar a ese lugar —masculló Kóstik con pesar—, y eso que estamos tan cerca. A poco más de una noche en tren, apenas la distancia Leningrado-Minsk.

Pasado algo más de media hora, la mujer del vestido floreado abandonó la oficina. Sin decir palabra, atravesó la sala de espera, cruzó frente a Rosa, se volvió y la miró un breve instante. Su barbilla acusaba un leve temblor. Se paró, dubitativa; luego, se giró y se marchó renqueando.

—¡El siguiente, por favor!

Al franquear el umbral, el tufo de los años sesenta daba paso al sabor del cambio de milenio, con su zumbido de ordenadores y su mobiliario de diseño. Al otro lado del escritorio estaba sentada una joven que producía la sensación de haber sido elegida como un mueble más, uno que no desentonara con aquel decorado de interiores de oficina.

—Buenos días, mi nombre es doctora Karoline Wepse —dijo el mueble, tendiéndole a Rosa su gordezuela mano diestra. Las uñas brillaban rojas, rosadas y lila oscuro—. Siéntese, por favor. ¿Desea un café?

—Un vaso de agua, si no es molestia —contestó Rosa, pensando que frau Wepse no era tan joven como ella había supuesto al oír las palabras del hombre de la cicatriz y del señor Rotschwants. En cualquier caso, no se la podía definir como chica.

FrauWepse salió del despacho casi deslizándose y volvió con una botella de agua mineral y un vaso en la mano. Junto con ella, entró un hombre joven al que presentó como señor Silbermann, un colega suyo y traductor al ruso. Rosa, que hablaba el alemán con acento, pero sin errores, se quedó un poco sorprendida. El joven le causó una impresión simpática. Mediaba los veinte años y su aspecto no podía ser más contrario al de la aseada Wepse. El pelo azabache ondulado estaba sin peinar, y la barba de varios días tenía el largo justo para no ser interpretado como señal de descuido.

—Me llamo Dmitri —dijo en ruso, sonriendo—. Voy a traducir. Yo también soy de Rusia. Llegué a Alemania de niño con mis padres.

—Mucho gusto en conocerlos —dijo Rosa en alemán—. Mi nombre es Rosa Masur. Leí su anuncio en el Gigrichter Tagblatt…

—Su nombre es Rosa Masur —tradujo Dmitri Silbermann del alemán al alemán— y…

Enmudeció en mitad de la frase. Wepse lo miró primero a él, luego a Rosa. Entonces los tres se echaron a reír.

—Habla usted el alemán mejor que yo. Esto es realmente estupendo —exclamó frauWepse—. ¿Dónde lo aprendió tan bien, si me permite la pregunta? Nunca he visto algo parecido en la gente que llega aquí.

—No nos criamos en la selva —aclaró Rosa.

La joven puso cara seria.

—Perdone, no fue mi intención. De veras que no. Quería decir que los otros rusos o judíos rusos que han pasado por aquí no lo dominan del todo… Para que no me entienda mal: me consta que en las escuelas de la Unión Soviética apenas se enseñaban lenguas extranjeras. Lo dije en ese sentido.

—Ya lo sé —dijo Rosa.

Estaba acostumbrada. Cuando acompañaba a Kóstik y a Frieda a la Oficina de Bienestar Social o la Oficina de Extranjería solían darse situaciones similares.

Wepse miraba de reojo y con gesto perplejo en dirección a Silbermann. Pero este callaba, se sentó a la mesa y encendió un cigarrillo.

—Estudié Filología Alemana hace setenta años y después trabajé como traductora —puntualizó Rosa. Y añadió—: No soy un caso típico.

—Nadie lo es realmente —dijo Silbermann.

Breve silencio. A continuación, Wepse contó lo que Rosa ya sabía por el artículo del periódico:

—El año próximo, la ciudad de Gigricht celebra un aniversario conmemorativo. Hará entonces exactamente 750 años que, a esta antigua aldea, que en aquella época figuraba a la sombra de la mucho más importante ciudad de Patsch, se le otorgara el título de ciudad. Por este motivo, se han programado festejos, eventos y una exposición en el castillo, que tendrán lugar durante ese período. Por otra parte, el concejal de Cultura ha encargado una serie de publicaciones, entre las cuales se considera de especial relevancia un proyecto de libro destinado a la integración y a la mejor comprensión del mundo vivencial de los inmigrantes, un tomo que contendrá un valioso material fotográfico. Saldrá a luz a finales del año próximo y será de edición limitada.

Rosa iba asintiendo con la cabeza según escuchaba.

—¿Posee usted fotos interesantes? —deseó saber Wepse.

—Toda persona tiene fotos que le parecen interesantes. ¿Usted no? —preguntó Rosa.

Wepse prosiguió sin contestarle, explicando que el libro se titularía Extranjera patria. Patria en el extranjero. En él, y en nombre de su respectiva comunidad, se presentaría a un miembro de cada una de las minorías residentes en Gigricht, con su biografía detallada y la descripción de las circunstancias de su vida en Alemania. En concreto, se daría voz a un turco, un kurdo, un croata, un serbio, un bosnio (por razones económicas, la ciudad habría preferido tomar a un solo «yugoslavo», pero, naturalmente, eso hoy en día era ya imposible), un albanokosovar, un norteafricano (en este caso, por el contrario, no se distinguía según los diferentes países, de manera que un marroquí tenía que hacer las veces de todos los argelinos, tunecinos, libios y egipcios), un rom o sinti, un judío nacido en Gigricht (un superviviente del Holocausto había tenido la gentileza de colaborar en el proyecto), un chino, otra persona «que representará a todo el resto de pequeñas minorías» (en este caso resultaba particularmente difícil ponerse de acuerdo sobre el candidato idóneo) y, obviamente, un judío ruso, ya que varias familias procedentes de la extinta Unión Soviética se habían establecido en Gigricht en los últimos años. Se mantendrían prolongadas conversaciones con todos los aspirantes. Estaba previsto que cada uno de ellos cobrara dietas diarias de cincuenta marcos por cita y que, una vez publicado el libro, participara en una recepción del alcalde y recibiera unos honorarios finales de cinco mil marcos.

—Ya ve usted, la ciudad es generosa —sentenció Wepse—. El Instituto de Investigaciones Históricas del municipio de Gigricht ha sido el encargado de llevar a cabo este proyecto. Colabora con las facultades de Historia de algunas universidades. Yo, por mi parte, tengo que hacer una preselección y proponer a la presidencia de nuestro instituto un número adecuado de candidatos. La presidencia, en un plazo aún por determinar (todavía tardará unas semanas), adoptará la resolución definitiva…

—En resumidas cuentas —intervino Silbermann en ruso—, primero eliminamos a todos los chulos, a los sosos y a los psicópatas, después los de la presidencia deciden quiénes comulgan con su rollo para tener contentos al alcalde, al concejal de Cultura y a la gente que quizá lea el librito. En definitiva, ha de ser una obrita exigente, crítica, pero, con todo, amena. Usted me entiende…

Sonrió entre dientes y Rosa correspondió a su sonrisa, lo que por lo visto disgustó a Wepse, ya que la sonrisa de ella fue bastante forzada.

—¿Qué has dicho? —preguntó a Dmitri—. ¿Qué sucede con el alcalde?

—Ah, nada. Solo le he explicado el gran interés que nuestro burgomaestre pone en el proyecto.

Wepse frunció el ceño y continuó hablando. El mayor problema estribaba en que el instituto quería retratar a personas absolutamente corrientes, representativas del promedio de cada uno de los grupos étnicos, mientras que el concejal de Cultura buscaba a gente fuera de lo común para mostrar qué vecinos más interesantes tenía la ciudad.

—Es decir —puntualizó Wepse—, deben impresionar tanto por los llamados rasgos típicos de su grupo como por algo que los caracterice individualmente y que los haga superiores a la media.

—El alcalde también quiere que sean precisamente las biografías judías las que permitan captar la tragedia, las vicisitudes y las esperanzas del siglo xx —agregó Silbermann, esta vez en alemán—. O sea, las cumbres y las simas de la época, ilustradas con el ejemplo de la experiencia personal, donde lo universal se refleje en lo singular. Además, el cambio de milenio es inminente, por lo que semejante planteamiento encaja a la perfección. Por lo menos fue así como se expresó el alcalde. A grandes rasgos.

De su boca emanó una voluta de humo particularmente grande y gruesa. Luego aplastó el cigarrillo.

—Nuestro alcalde es él mismo historiador —apostilló Wepse.

Rosa entonces comprendió por qué el artículo del periódico titulado 5000 marcos para testigos de época