La perla del Oriente - Javier de Pedro - E-Book

La perla del Oriente E-Book

Javier de Pedro

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Beschreibung

San Josemaría eligió a tres ingenieros, dos economistas y dos sacerdotes para comenzar el trabajo apostólico del Opus Dei en el Sudeste Asiático. Hoy, su labor está presente en Hong Kong, Macao, Singapur, Kuala Lumpur, Taipei y Surabaya, y trabaja establemente en Yakarta, Shanghai, Beijing, y otras ciudades de China y Corea. Al hilo de los recuerdos del autor, este libro describe los comienzos en Filipinas, iniciados en Manila, La perla del Oriente.

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JAVIER DE PEDRO

LA PERLA DEL ORIENTE

Recuerdos del inicio del Opus Dei en Filipinas

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2023 by Fundación Studium

© 2023 by EDICIONES RIALP, S. A.

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Preimpresión / eBook: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-6327-2

ISBN (versión digital): 978-84-321-6328-9

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

ÍNDICE

1. UNA LLAMADA TELEFÓNICA

PREHISTORIA

ORDENACIÓN SACERDOTAL

EL EQUIPO

UNOS DÍAS JUNTO A SAN JOSEMARÍA

2. UN HOGAR EN FILIPINAS

LA SOCIEDAD QUE NOSOTROS ENCONTRAMOS

LA CIUDAD

LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA

ERRORES DE NOVATOS

3. PRIMEROS TIEMPOS

UN AMIGO DE LA PRIMERA HORA

VISITANTES INESPERADOS Y CURIOSOS

LA VIDA EN C. AYALA

UN SUEÑO RAZONABLE Y UN ENCARGO FUERA DE NUESTRO ALCANCE

LA NUEVA SEDE DE MAYNILAD CULTURAL CENTER

UN CURSO DE RETIRO DE ESTUDIANTES

FR. JOE CREMADES

INOLVIDABLES DÍAS ROMANOS

APOSTOLADO

4. PRIMEROS TIEMPOS DE FR. JOE CREMADES

APOSTOLADO CON UNIVERSITARIOS

UNA CONVIVENCIA EN SAN JOSÉ, MINDORO

LA PROPIEDAD SOÑADA

CALLADO CRECIMIENTO DEL TRABAJO APOSTÓLICO

5. EL CENTER FOR RESEARCH AND COMUNICATION (CRC)

LATAG STUDY CAMP

CURSOS DE VERANO, CRECIMIENTO Y CONFLICTOS EN EL MUNDO EN QUE VIVÍAMOS

UNA SEDE PARA EL CRC

UNA NOCHE DIGNA DE RECUERDO

COLINAS ENTRE BATANGAS Y LAGUNA

6. LOS PROYECTOS SE VAN HACIENDO REALIDAD

BANAHAW STUDY CENTER

REFUERZOS

EL PROGRAMA MÁSTER EN ECONOMÍA INDUSTRIAL

LA CASA DE CONVIVENCIAS Y RETIROS

AGUA, TERRAZAS Y ÁRBOLES

LA PRIMERA FASE DEL PROYECTO

EL ÁRBOL CRECE, CRECE ENTRE MIS MANOS

UN TIFÓN EXCEPCIONAL

VISITANTES

LA HACIENDA DE CALAUAN

7. 1970-1972: DOS AÑOS MÁS

EL TALLER DE JOSÉ ANTONIO ORTOLL

LA CONSTRUCCIÓN DEL EDIFICIO; CONVIVENCIAS Y OTROS MEDIOS DE FORMACIÓN ESPIRITUAL

IMÁGENES Y VASOS SAGRADOS RECUPERADOS PARA EL CULTO

UN NUEVO MAYNILAD STUDY CENTER

APOSTOLADO EN TIEMPOS DE TORMENTA

KULYAWAN, UN CLUB DE CHICOS DE BACHILLERATO

8. MAKILING CONFERENCE, SACERDOTES, Y LAUAN

COMIENZO DE LA LABOR CON SACERDOTES DIOCESANOS: UN GRAN AMIGO

EL PRIMER CURSO DE RETIRO ESPIRITUAL PARA SACERDOTES

UNOS DÍAS ROMANOS

LAUAN STUDY CENTER, UN NUEVO CENTRO

THE PHILIPPINE SCIENCE HIGH SCHOOL

UNA GRAN IDEA

MÁS HISTORIAS DE HERNAN

9. ESTUDIANTES UNIVERSITARIOS

EDIFICIOS Y TERRENOS

EL 26 DE JUNIO DE 1975

LABOR CON SACERDOTES

LADRILLOS

FR. RAMÓN DODERO Y OTROS ARQUITECTOS

LOS PRIMEROS SACERDOTES FILIPINOS DEL OPUS DEI

UN RECUERDO AISLADO

TIEMPO DE MADURAR

10. HONG KONG

VIAJES A HONG KONG

EL CATHOLIC CENTER

LA IGLESIA DE HONG KONG

CONTINUARÁ

ARCHIVO FOTOGRÁFICO

AUTOR

1. UNA LLAMADA TELEFÓNICA

YA CON NOVENTA AÑOS —y salvando las distancias— siento, como el apóstol Juan, el impulso interior de escribir «lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos» (1 Jn 1,1) con un corazón agradecido, para pasar a los más jóvenes un valioso legado familiar.

Estos recuerdos, en los que mi anciana memoria se permite idas y venidas en el tiempo que procuro explicar para que el lector no se pierda, me han salido extensos y ocupan dos libros de razonable tamaño: en el primero hablo de nuestras andanzas en Filipinas a partir de 1964, y en el segundo de la expansión apostólica que desde esas islas realizamos a partir de 1977 por Hong Kong, Macao, Kuala Lumpur, Singapur, Johor Bahru, Taipéi, Colombo, Surabaya, e incluso Shanghái, Beijing, Cantón, Ho Chi Minh, Guam y Hawai; siempre empujados por la gracia de Dios y el constante desvelo de san Josemaría y sus sucesores al frente del Opus Dei; aunque me permito en este primer libro iniciar el segundo al poner ya un pie en Hong Kong en el último capítulo…

En el momento en que escribo estas líneas estoy aliviado por haber conseguido finalizar mi labor de cronista antes de terminar mis días en la tierra, con cierta ilusión de verlas convertidas en libro y con la preocupación de no haber sabido transmitir al lector al menos un poco del entusiasmo con el que tuve la inmensa suerte de vivir en primera persona todo lo que cuento. Soy un testigo agradecido, he disfrutado —y disfruto— como un chaval al contemplar las maravillas que ha hecho Dios con mi pobre aportación y me considero un afortunado con todas las letras. Espero que se note.

Es poco lo que tengo que decir de mí mismo: nací en una familia profundamente cristiana, me eduqué en un colegio centenario de los padres escolapios, a los que debo mucho, comencé en Bilbao los estudios de ingeniería industrial y recibí allí mi vocación al Opus Dei; más tarde marché a Barcelona para cursar los últimos años de carrera e implicarme hasta las cejas en el apostolado con jóvenes obreros y empleados. Luego me trasladé a Sevilla como director del Colegio Mayor Guadaira, una etapa de mi vida de la que conservo entrañables recuerdos y donde me uní a un grupo de arquitectos e ingenieros en torno a una sociedad profesional que tomó el nombre de ARQUINDE.

En Sevilla conocí personas de extraordinaria valía de las que aprendí mucho; entre ellas estaba Jesús Arellano, catedrático de Metafísica en la universidad, dotado de una incomparable profundidad y capacidad de diálogo, que amaba la verdad, la libertad y la belleza... Y en Sevilla comenzó mi aventura oriental.

A mediados del año 1961, cuando yo tenía 31 años, me avisaron: «Te llama don Amadeo de Fuenmayor desde Madrid»; descolgué el teléfono y después de los saludos, me preguntó si podría pasarme un día por la capital: «Tengo algo importante que hablar contigo». Respondí que sí. Don Amadeo era entonces el delegado de España en el Consejo general del Opus Dei[1], con sede en Roma; persona de exquisita corrección y de sonrisa amable, sacerdote y catedrático de Derecho Civil.

Ya en Madrid me dijo: «Me ha dicho el Padre[2] que te pregunte si estás dispuesto a recibir la ordenación sacerdotal e ir con un pequeño grupo a comenzar la labor de la Obra en Filipinas». El Padre, como acostumbramos a referirnos al que hace cabeza en el Opus Dei, era en ese momento el fundador, san Josemaría. Sin dudarlo un momento, respondí que estaba dispuesto.

Me indicó que debía completar los estudios eclesiásticos que tenía ya avanzados. Dejé entonces los proyectos en marcha en manos de mis colegas y me trasladé a Madrid a vivir en un centro situado en la calle Conde de Peñalver. Pronto escogí como tema para la tesis la seguridad social del clero secular.

PREHISTORIA

Detrás del plan de san Josemaría de comenzar la labor apostólica en Filipinas existía una larga historia. A menudo mostró un notable conocimiento de temas filipinos, debido en parte a su antigua amistad con el padre dominico Silvestre Sancho. Se conocieron en 1935. En febrero de 1936, el padre Sancho había sido nombrado rector de la Universidad de Santo Tomás de Manila y marchó a Filipinas, pero hacia el final del año 1941 hizo un viaje a España, donde tuvo que permanecer por una década a resultas de las hostilidades del Pacífico; residía en Madrid y visitaba con frecuencia a san Josemaría en un centro situado en la calle Diego de León n.º 14, para charlar con él. San Josemaría le confió las clases de Teología Moral de los primeros fieles de la Obra que se preparaban para recibir la ordenación sacerdotal. Esta intensa relación duró hasta 1946, año en que san Josemaría trasladó su domicilio a Roma; pero cinco años más tarde, el padre Sancho fue nombrado Maestro de la Provincia dominicana del Lejano Oriente que comprendía, además de Filipinas, los territorios de misión de Hong Kong, Taiwán y el Fukien, y varias regiones españolas, tarea que le obligaba a hacer viajes periódicos a Roma. Esa circunstancia les permitió a ambos renovar sus encuentros, hasta el comienzo de los años setenta. Estos contactos debieron proporcionar a san Josemaría abundante información sobre la vida de las Islas, tanto acerca de cuestiones profundas como de detalles anecdóticos, que sacó a relucir en sus conversaciones con nosotros: peculiaridades del clima tropical, los tifones, el calor, los cocodrilos, los muebles engastados en madreperla o las conchas gigantescas.

Por mi parte, con ocasión de un curso de retiro en Pozoalbero, en las afueras de Jerez de la Frontera, conocí a Antonio Beteré. Antonio, ya de avanzada edad, había creado una empresa de ámbito nacional que producía camas, colchones, somieres, almohadas, etc. En otras palabras, artículos de dormir. Me contó que en su lejana juventud dormía en la banca de la cocina y, por ser pobre, no podía ir a la escuela, razón por la que sabía poco de muchas cosas, aunque la vida le había enseñado mucho de dormir. Me comentó que las camas que habíamos instalado en Pozoalbero eran elegantes, pero excesivamente bajas —era la moda del momento— para las personas mayores y las señoras en estado de buena esperanza, que necesitaban sentarse en la cama antes de acostarse; él estaba dispuesto a cambiárnoslas, corriendo con todos los gastos, oferta que agradecimos de corazón.

Poco más tarde, en los días finales de mi preparación para recibir la ordenación sacerdotal, Antonio me habló de Fausto Santaolalla. La familia de su esposa era propietaria de una considerable finca arrocera en Porac, un pueblo de la provincia de Pampanga, en Filipinas. Como otras familias de origen semejante, habían sufrido las consecuencias de la segunda guerra mundial en sus personas y en sus propiedades, y no habían recibido del gobierno japonés la reparación de guerra que los aliados vencedores les habían impuesto, con la excusa de que España había permanecido neutral en la contienda. Para colmo de males se había introducido en la provincia una insurrección de carácter agrario e inspiración marxista, que el gobierno encontraba difícil controlar.

Desmoralizados, decidieron regresar a la madre patria, dejando atrás generaciones de profundas raíces filipinas, y en España conocieron la Obra. Hacia 1954, Fausto y su esposa pensaron que las tierras de ultramar podrían proporcionar un buen futuro a su extensa familia joven y al mismo tiempo ofrecer una oportunidad para comenzar la labor apostólica de la Obra en el archipiélago. En 1954, diez años antes de que la Obra comenzara su labor estable en el país, Fausto hizo un viaje exploratorio a Manila, llevando consigo una maleta repleta de ejemplares de Camino, El valor divino de lo humano, y otras publicaciones que de algún modo expresaban el espíritu que el Señor había entregado a san Josemaría. Regresó a España entusiasmado y dispuesto a llevarse la familia a Filipinas, pero una inesperada enfermedad le llevó a la tumba. En ese viaje habló de la Obra con mucha gente —Dios se lo habrá pagado—, en su mayoría criollos y mestizos, entre ellos Ramón Cuervo, los hermanos Claparols, Alberto Balcells, y Beni Toda; parte de esta información se la debo a Ramón, uno de los primeros supernumerarios filipinos; el resto, sin embargo, viene de una fuente más directa.

Al pasar yo por Roma camino de Manila, en diciembre de 1964, san Josemaría pidió que pusieran a mi disposición un cartapacio que contenía datos de Filipinas, entre los que me encontré un par de cartas que san Josemaría había escrito a Alberto Balcells —hermano de Alfonso y de Santiago, dos de los primeros que conocieron la Obra en Barcelona en los años 40—. Alberto había contraído matrimonio dentro de una familia de terratenientes de Bacolod, en la Isla de Negros, y sentía afecto por la Obra y por san Josemaría, a quién había tratado años antes. Animado por Fausto, escribió una carta a san Josemaría en la que le decía que, junto con un grupo de amigos, estaba dispuesto a colaborar para que la Obra instalara en Filipinas una residencia de estudiantes universitarios. San Josemaría respondió agradecido, y les propuso que pensaran no en una sino en dos, porque sus hijas irían también pronto a Filipinas. Años más tarde, Fr. Joan Portavella se hizo amigo de Alberto, y cuando le sugirió que contemplara la posibilidad de ser supernumerario, él le respondió con una expresión del más puro sabor catalán: «Ayudamos, pero no entramos»; su lugar en la Obra era cooperar.

Dentro del cartapacio encontré también cartas de un grupo de intelectuales católicos indonesios que, convencidos de la importancia del quehacer intelectual en los años del nacimiento de su joven nación, habían fundado una universidad católica, que proponían que dirigiera el Opus Dei. San Josemaría agradeció su oferta, pero les contestó que, de momento, no estábamos en condiciones de aceptarla; medio siglo más tarde se iniciaría la labor de la Obra en Indonesia.

Comenzar en el archipiélago parecía, sin embargo, un proyecto sine die, hasta que desde los Estados Unidos comunicaron a san Josemaría que había varios filipinos que hacían estudios de posgrado en la Universidad de Harvard y participaban en los medios de formación, y que tres de ellos habían pedido la admisión en la Obra gracias al trato con el capellán del club católico de la Universidad, Guillermo Porras.

Don Guillermo, Fr. Bill en América, era un mexicano que gozaba del raro privilegio de la doble nacionalidad mexicana y estadounidense, ya que su familia poseía un inmenso rancho que se extendía en ambas riberas del Río Grande. Cuando los caprichos de la guerra fijaron la nueva frontera internacional en el Río Grande, se encontró con un pie en México y el otro en los Estados Unidos. Historiador de profesión, Guillermo viajó a Sevilla a trabajar en el Archivo de Indias, fuente indispensable de documentos de la historia americana colonial; allí conoció la Obra y pidió la admisión como numerario; años después fue ordenado sacerdote y se trasladó a Boston, donde el apostolado de la Obra estaba todavía en sus comienzos. Fr. Bill no solo era un sacerdote piadoso y de buena doctrina sino que, con su elegancia, calibre intelectual y sentido del humor, encajaba bien en el ambiente de Harvard. Eso debió mover al cardenal Cushing a nombrarle capellán del Club Católico de la Universidad. Allí conoció a muchos estudiantes, de entre los que salieron varios de los primeros norteamericanos del Opus Dei.

En 1958, Plácido Mapa, mientras preparaba su doctorado en Economía, comenzó a participar en los medios de formación espiritual que se impartían en Tremont House, una residencia de estudiantes promovida por el Opus Dei en Cambridge, próxima la Universidad de Harvard. Pronto se convirtió en el primer supernumerario filipino. El año siguiente llevó por Tremont a Bernie Villegas, que sería el primer numerario filipino. Una vez obtenido su doctorado en Economía, Plácido regresó a Manila para trabajar en Citibank y casarse con Chona, su novia de siempre. El día en que dejaba Boston se tropezó en la calle con un joven de rasgos filipinos, nacido en Cebú, llamado Jess Estanislao, que acababa de llegar a la ciudad y andaba en busca de un lugar donde alojarse. Le dijo Plácido que la habitación que había ocupado hasta aquel día podría estar vacante, y así Jess vio resuelto su problema. Plácido se ocupó de presentarle a Bernie. Jess también pidió la admisión como numerario en Boston. Entre los tres pusieron en contacto con la Obra a un buen número de estudiantes de posgrado, varios de los cuales llegaron a ser hombres de importancia en el país. Uno de ellos, Ben Ilano, recibió la vocación religiosa y se quedó en América.

Plácido había invitado a cuatro filipinos a asistir a un curso de retiro predicado por Fr. Dick Rieman, el primer sacerdote estadounidense de la Obra: de entre ellos, Tony Ozaeta recibió siete u ocho años más tarde la vocación como supernumerario y otro, Tony Ayala, estudiante de Georgetown y gran amigo de Plácido, fue desde entonces un cooperador tan implicado y entusiasta que hasta su propia esposa se imaginaba que era miembro de la Obra. También León González, un filólogo amable y sonriente que tradujo Camino al tagalog, había conocido la Obra en una breve estancia en Harvard y pidió la admisión como supernumerario tan pronto como los primeros llegaron al país.

ORDENACIÓN SACERDOTAL

En el verano de 1962 dediqué unos meses al estudio de la Teología en la gris y verde calma de Santiago de Compostela. Compartí cinco semanas con un grupo de hombres maduros de la primera y segunda generación del Opus Dei, que habían convivido con san Josemaría. Las largas conversaciones de sobremesa fueron casi siempre un intercambio de recuerdos personales de los tiempos vividos junto al Padre. Era poco lo que hasta aquel entonces se había publicado sobre la historia de la Obra, pero lo que escuché en aquellos días corresponde fielmente a lo que pertenece ya al dominio público. Aquel intercambio de experiencias personales me hizo consciente de la importancia de la tradición oral como fuente de verdad; pero como la memoria puede desvanecerse por el paso del tiempo me di cuenta igualmente de la necesidad de ponerla por escrito.

Para la preparación próxima de la ordenación sacerdotal, un grupo de 26 numerarios del Opus Dei nos concentramos en un centro situado en el número 3 de la calle Vitruvio, en Madrid, donde a lo largo de un par de meses recibimos la necesaria preparación inmediata, además de cumplir con los días de retiro por entonces prescritos en el Derecho Canónico; mientras tanto, leía todo lo que caía en mis manos sobre mi nuevo país. Durante el verano del 1963 pasé unos días en Molinoviejo (Ortigosa del Monte, Segovia), echando una mano en la atención de una convivencia especial de sacerdotes de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz procedentes de varias diócesis de España que se preparaban para ir a la prelatura de Yauyos, en las alturas de los Andes. La Santa Sede había encomendado su atención al Opus Dei.

Recibimos las órdenes menores y el diaconado de manos de José María García Lahiguera, viejo amigo y confesor de san Josemaría. Era por entonces obispo auxiliar de Madrid y más tarde fue arzobispo de Valencia. Nos las administró en la capilla de las Oblatas de Cristo Sacerdote, una congregación femenina que él había fundado y que tenía su sede en la Ciudad Lineal. Casimiro Morcillo, arzobispo de Madrid y amigo de san Josemaría desde los años treinta, nos administró la ordenación sacerdotal en la basílica pontificia de San Miguel, una bella iglesia barroca en el corazón del Madrid de los Austrias, puesta bajo la jurisdicción del nuncio. Los nuevos sacerdotes nos esparcimos pronto por el mundo: Argentina, Australia, Bélgica, España, Estados Unidos, Filipinas, Francia, Italia, Japón, Nigeria... Apenas volvimos a vernos, excepto en unas pocas ocasiones.

Durante las semanas de Vitruvio conocí a Chema Estrada, un filipino que veintitantos años más tarde pediría la admisión como supernumerario en Filipinas; y a través de él me puse en contacto con toda su familia. Su abuelo había sido uno de aquellos hombres de Cantabria que el marqués de Comillas, fundador de la Compañía de Tabacos de Filipinas, llevó al valle de Cagayán, al norte de Luzón, para supervisar las plantas de tabaco. Su padre fue funcionario del cuerpo diplomático —pienso que agregado cultural en Roma— y se casó con una respetada profesora de filosofía: tuvieron cinco hijos varones, y tras la temprana muerte del marido doña Josefa tuvo que gobernar su familia con la entereza de la mujer fuerte del Libro de los Proverbios. El mayor, Alberto, estudió medicina en la Universidad de Navarra y emigró a los Estados Unidos; el segundo, Antón, fue presidente del Asia Institute of Management. Venía luego Ángel, hispanista y poeta; detrás Chema; y por fin Francis, que entonces terminaba su bachillerato: ellos también aparecerán más adelante. Chema había conocido en Barcelona a Bernie Villegas, que le habló de la futura labor apostólica en las Islas y le animó a que me visitara en Madrid, algo que hizo puntualmente; tuvimos una breve conversación que sirvió de punto de partida para mi primera amistad con una familia filipina.

Celebré mi primera Misa solemne el día de la Asunción de Nuestra Señora en la parroquia de Santa María de Tolosa, mi villa natal, y unos días después otra en Sevilla, rodeado de amigos y colegas. Estos se percataron de que al comienzo de mi aventura asiática íbamos a necesitar muchas cosas, y decidieron adquirir lo necesario para instalar el primer oratorio de la Obra en Filipinas. Hasta ahora conservo una larga lista de los que colaboraron, a los que siempre he estado agradecido.

Particularmente conmovedora es la historia de la pintura que se instaló en el primer retablo del país. Antonio, que en su juventud había sido adicto al opio —aunque en su madurez consiguió desengancharse—, participó en un curso de retiro que prediqué en Pozoalbero. Me dijo que en su finca tenía varios cuadros de motivos religiosos de la Escuela Sevillana, me llevó a verlos y me pidió que escogiera el que más me gustara: escogí una Inmaculada Concepción del siglo XVII. No era obra de autor y estaba algo deteriorada, pero era una buena pintura e inspiraba devoción.

Al llegar el cuadro a Filipinas, como era de buenas dimensiones, necesitaba un marco, y lo encargamos en una tienda especializada del distrito de Ermita. Pasaban los días sin que el encargo estuviera terminado, hasta que uno de nosotros decidió pasarse por la tienda para investigar la causa del retraso... en el preciso momento en el que el dueño del establecimiento intentaba venderlo a un turista. El cuadro presidió nuestro primer oratorio en la calle de María Y. Orosa, y más tarde pasó a un oratorio de un centro de mujeres de la Obra.

EL EQUIPO

El Padre había nombrado consiliario (vicario regional) a José Morales Marín, nacido en las Islas Canarias en una familia relacionada con la exportación de plátanos. Abogado de profesión, doctor en Teología e inclinado al trabajo intelectual, era más bien reservado y mesurado en el gesto, y en aquellos años del Concilio Vaticano II compartía con otros muchos el deseo de renovar el lenguaje y los métodos de la Teología; se comprende que, al erigirse la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, fuera llamado a ocupar una cátedra; a partir de entonces publicó un buen número de libros, y en el entorno de habla castellana es una autoridad sobre la vida y obra de san John Henry Newman. Además de los dos sacerdotes vendrían dos jóvenes ingenieros, uno de ellos agrónomo, José Rivera, que aparecerá frecuentemente en estos recuerdos, y el otro, Nando, ingeniero de minas, que murió joven en un accidente de aviación.

Bernie llevaba a Jess una ventaja académica de un par de años y, como parecía oportuno que ambos regresaran juntos al país, san Josemaría le sugirió que pasara un tiempo en Barcelona trabajando en el IESE, para familiarizarse con el funcionamiento de las obras corporativas del Opus Dei. Bernie había adquirido un compromiso con De La Salle College, que había facilitado sus estudios en Harvard, y debía regresar al comienzo del curso escolar de 1964 para poner en marcha un nuevo departamento de ciencias económicas; por eso, y con su tesis doctoral todavía inacabada, Jess regresó con él a la espera de que el grupo que venía de España —que nos incluía a los dos sacerdotes— obtuvieran los visados.

Los de Madrid solíamos reunirnos en un centro situado en la calle Gurtubay y visitábamos cada semana el Consulado filipino, en el que una empleada sonriente nos decía que aún no había llegado nada en la valija diplomática sobre nuestra solicitud. Quien llevaba de ordinario la voz cantante en aquellas reuniones de Gurtubay era José Rivera, el más antiguo de la Obra nacido y educado en Filipinas; tanto su padre como su abuelo habían sido directores residentes en Manila de la Compañía de Tabacos de Filipinas, aunque al tiempo de nuestra llegada al país, habían regresado definitivamente a España.

José había nacido en el Hospital de Santiago de los Españoles de Makati, una ciudad adyacente a Manila. Estudió bachillerato en un colegio internacional, y en Filipinas se encontraba como en su casa. Hoy es ciudadano filipino. En nuestras reuniones recordaba su niñez y adolescencia en Manila; cuando era niño, las fuerzas japonesas de ocupación internaron a toda la familia en un improvisado campo de concentración en el campus de la Universidad de Santo Tomás, del que consiguieron escapar en las confusas horas finales de la ocupación; recordaba cómo, en su viaje de retorno a España, vio sumergirse a los pescadores de perlas cuando su barco hizo escala en Colombo, y pasearon por el mercado de esclavos en Djibuti.

Para preparar sus futuros estudios universitarios en España, José ingresó como interno en un colegio de Zaragoza, donde cursó su último año de bachillerato. Debió ser allí donde conoció el Opus Dei. Una vez terminada su carrera de ingeniero agrónomo, trabajo por algún tiempo en Torrealba, una escuela familiar agraria de Córdoba promovida por un grupo de personas cercanas a la Obra y dedicada a formar y enseñar a capataces a detectar y tratar las plagas. Cuando José fue invitado a retornar a su país de nacimiento respondió con generosa alegría, aunque hay que decir que sus recuerdos juveniles ya no se ajustaban a la realidad. Todo cambiaba velozmente.

José nos pasaba diapositivas de la Manila de su niñez, de la Luneta, el Puente de España, el Malecón y la Escolta, pero sobre todo de reuniones sociales, en cuidados jardines en los que camareros con chaqueta y guantes blancos servían deliciosos canapés; era la situación en que había vivido en el pasado, y no la modesta realidad, que gracias a Dios nos esperaba, y que él abrazó con alegría y fiel amor a su vocación y a su país natal.

Volare!, el título de la conocida canción de Domenico Modugno, era el ritornello de las cartas que Bernie nos escribía. Tan pronto como terminó su doctorado no pensaba sino en volar a casa para sembrar la semilla del Opus Dei en su tierra filipina. Su familia tuvo un papel importante en los tiempos iniciales de la Obra en el país. Su padre, doctor en medicina, era un caballero amable y educado, que había ocupado posiciones de responsabilidad en el Ministerio de Salud Pública; su madre, Chabeng Malvar, era dentista de profesión, que ejerció por muchos años en el Colegio de la Asunción —su alma mater—, prestigiosa institución de educación femenina regida por religiosas; fue para nosotros una segunda madre, discreta y eficaz. El abuelo materno de Bernie, Miguel Malvar, fue el último general revolucionario en rendirse a las tropas americanas que invadieron las islas, razón por la que, pocos meses después de nuestra llegada, fue declarado héroe nacional.

Medio siglo más tarde, cuando Chabeng rondaba los cien años y yo vivía en Shanghái, le envié una felicitación de Navidad, como todos los años, a la que ella respondió con una carta en letra limpia y elegante; era un texto largo y sobrenatural, un verdadero testimonio personal. Me explicaba que cuando nos recibió en su casa, lo hizo porque éramos amigos de su hijo. Pero que, poco a poco, fue contemplando el crecimiento de las labores apostólicas que íbamos acometiendo, Maynilad y Banahaw, ambos centros de estudiantes, el Center for Research and Communication (CRC), escuela de Economía industrial y centro de investigación, y sobre todo la casa de convivencias y retiros Makiling, empresa en la que colaboró en cuanto estuvo de su mano. Y en Roma, durante la beatificación de san Josemaría, comprendió que el Señor se había servido de su modesta ayuda para poner los cimientos del Opus Dei en el Oriente Asiático. Murió a los 102 años, rodeada de una numerosa familia en la que muchos forman parte de la Obra.

La familia Villegas vivía en la proximidad de De la Salle College, una de las instituciones católicas que contribuyeron a educar cristianamente a la clase media, y que tanto influyó en el desarrollo del país. Bernie había sido un alumno distinguido de aquel College, hoy universidad.

En julio de 1964, Bernie regresó a Manila a cumplir su compromiso con el College, y algún tiempo después lo hizo Jess, sin haber completado todavía su tesis doctoral. Mientras tanto, los de Madrid nos sentíamos al borde de la desesperación; en Filipinas nos esperaban con urgencia, porque ya habían conocido a varias personas que consideraban su posible vocación a la Obra. Pero en el consulado filipino la sonriente secretaria nos decía, semana tras semana, que «en la última valija no ha llegado nada»; la valija parecía ser la misteriosa causa del retraso, pero probablemente había otras razones.

La República Filipina era todavía una joven nación independiente y su gobierno sentía la necesidad de controlar la inmigración, sobre todo la de ciudadanos chinos, en un momento histórico en el que el futuro del país aparecía todavía incierto: había graves tensiones en China y en las naciones circundantes, por lo que se habían establecido medidas inmigratorias restrictivas. Existían, sin embargo, dos naciones, los Estados Unidos y España con las que, por razones históricas, las Filipinas mantenían lazos especiales; con ellas el gobierno había acordado conceder una cuota máxima de cincuenta visados anuales de residentes permanentes, número insignificante para la demanda americana, ya que tenían muchos intereses económicos que proteger. Pero para los españoles no solía completarse; la lentitud de los procesos parecía deberse, sobre todo, al intento de desanimar a los ciudadanos extranjeros que deseaban afincarse de modo permanente en el país. Quizás influyera también el hecho de que la burocracia estaba todavía en periodo de rodaje. Nos hubiera gustado obtener la ciudadanía filipina, pero, en aquel entonces, conseguirlo era un sueño.

Por fin, en noviembre de 1964, José Morales y Nando obtuvieron sus visados y volaron a Manila, donde Bernie y Jess llevaban viviendo varios meses. Al final de diciembre, José y el autor de estas líneas obtuvimos los visados, y un buen amigo nos regaló los pasajes del avión. La embajada filipina exigía que lleváramos placas torácicas de rayos X, que debían obtenerse del único doctor filipino domiciliado en Madrid. El doctor resultó ser muy amable y rápido, por lo que a mediados de diciembre los dos rezagados volamos a Manila vía Roma.

UNOS DÍAS JUNTO A SAN JOSEMARÍA

Al igual que los previos viajeros, José y yo fuimos invitados a pasar unos días cerca de san Josemaría, que nos abrumó con sus manifestaciones de afecto paternal; como ya escribí, nos entregó un cartapacio con documentos de la prehistoria de la Obra en el país, pero apenas nos dio más instrucciones, haciéndonos así sentir que depositaba en nosotros su confianza y nos animaba a abandonarnos en la providencia de Dios.

Un día, a media mañana, don Javier Echevarría nos preguntó si nos gustaría asistir a la misa que san Josemaría iba a celebrar; el Padre solía celebrar solo, con la única presencia de un ayudante. En aquel oratorio dedicado a la Santísima Trinidad, que es como el corazón del Opus Dei, a solas con Dios y con don Javier como ayudante, José y yo vivimos unos momentos de profunda intimidad con el Señor.

En otra ocasión el Padre nos llevó al oratorio de Reliquias y nos explicó en detalle el significado de varias de ellas en la historia de la Obra. Luego nos dirigimos al oratorio de Pentecostés, donde nos mostró el sagrario y las misericordias de los asientos del coro; nos dijo finalmente que las cruces de palo destinadas a cada nueva región y al primer numerario de cada país estaban guardadas en una arqueta conservada en la base del altar. Aunque José era consciente de que Bernie había recibido ya la suya, le dijo al Padre que él era el numerario más antiguo nacido en Filipinas. San Josemaría, movido por su encantadora sencillez, le entregó una segunda cruz de palo.