La piel del lagarto - Rafael Ruiz Pleguezuelos - E-Book

La piel del lagarto E-Book

Rafael Ruiz Pleguezuelos

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Beschreibung

PREMIO TIFLOS DE NOVELA 2021 Miguel Ángel Almagro vive retirado del mundo en una zona rural de Granada, dedicado por completo a una serie de cuadros de gran formato, cuando, de repente, se ve sorprendido por la noticia de que en la sala de subastas londinense Christie's, la más influyente del mundo, acaban de pagar una fortuna por una pintura suya de juventud. El problema es que ese cuadro no es suyo… Esa atribución errónea lo conducirá de vuelta a Londres, ciudad en la que se educó como artista. Y a partir de ese momento, todo se complica: el reencuentro con su primera y única mujer, la investigación de lo sucedido y, sobre todo, el mirar cara a cara a un pasado que creía olvidado. La vida se convierte entonces en una carrera obsesiva de ida y vuelta que trastoca su existencia. Con pluma ágil y vívida, casi periodística a la vez que mágica, Rafael Ruiz Pleguezuelos toma la agitada biografía de un pintor hiperrealista para especular sobre una de las grandes luchas del arte contemporáneo: la batalla eterna entre el arte figurativo y el conceptual. Una novela espejo del propio autor y de la sociedad que nos ha tocado vivir. Una novela, sin duda, divertida y espectacular.

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Un jurado presidido por

Andrés Ramos Vázquez,

vicepresidido por

Ángel Luis Gómez Blázquez y Ana Díaz Alonso,

y compuesto por:

Luis Mateo Díez Rodríguez,

Manuel Longares Alonso,

Ángel Basanta Folgueira,

Pilar Adón,

Penélope Acero Cayuela, editora,

y María José Sánchez Lorenzo,

que actuó como secretaria,

otorgó a la presente obra el

XXIII PREMIO TIFLOS DE NOVELA

convocado por la

En nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Diseño de la sobrecubierta: Edhasa

Ilustración de la cubierta: istockphoto

Primera edición: mayo de 2021

Primera edición en e-book: mayo de 2021

© de la edición: Rafael Ruiz Pleguezuelos, 2021

© de la presente edición: Edhasa (Castalia), 2021

Diputación, 262, 2º 1ª

08007 Barcelona

Tel. 93 494 97 20

España

E-mail: [email protected]

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita descargarse o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com; 91 702 1970 / 93 272 0447).

ISBN: 978-84-9740-882-0

Producido en España

Cuando dibujo me olvido de todo.

Cuando escribo sucede todo lo contrario:

me acuerdo de todo.

John Berger

Amad el arte. Entre todas las mentiras

es la menos mentirosa.

Gustave Flaubert

LA PIEL DEL LAGARTO

AÑO 2005

1

El artista debe colocarse entre el objeto

y la imagen, o prescindir de ambos.

La noticia me pareció tan dolorosa y extraña como si las letras del diario estuvieran formadas por pequeñas gotas de sangre. Tuve que leer el titular varias veces para llegar a comprender su mensaje, y tardé mucho en asimilar que aquel artículo realmente se refería a mí. Si uno hacía caso a aquel diario, la galería Christie’s de Londres –¿y por qué Christie’s?– había subastado una obra mía de juventud por un precio que contenía muchos ceros. Lo extraño no era solamente la cotización, bastante alta para una obra de mi firma, sino que se trataba de una pieza que yo no había pintado. Aquel era un cuadro falso que se reía de mí y de mi pintura desde la fotografía imprecisa del offset del periódico.

Pasados unos instantes, dejé de pensar en aquello de las letras como gotas de sangre, pues la escena parecía irreal de principio a fin, como si formara parte de uno de esos sueños en los que todo está equivocado. Por una de esas casualidades que, a falta de una explicación lógica, atribuimos a ese sustantivo vacío que es la palabra azar, estaba leyendo una noticia falsa sobre mí en el bar de un pueblo que no visitaba casi nunca. Y no lo frecuentaba porque solo había dos circunstancias bajo las que saldría de mi reclusión voluntaria en el cortijo que había hecho mi estudio: la primera, más improbable, que echara de menos eso que algún cursi llamó calor humano; la segunda, que Esther y yo hubiéramos discutido y necesitara alejarme de la casa durante unas horas. Como imaginarán, la única explicación de que yo desayunara aquel día en un bar de Gor –así se llama esa joya de la montaña y el llano en el que había decidido encerrarme a pintar– era la segunda.

También añadía sensación de irrealidad a la noticia que un periódico como aquél la hubiera recogido. Por muy trascendente que pudiera ser para mí, la venta de ese cuadro no parecía el tipo de información para publicar, a dos columnas y con fotografía, por un medio local para lectores aún más locales. Estamos hablando de un diario que despacha la cultura en un par de hojas, normalmente describiendo las hazañas intrascendentes de alguna gloria cercana, en cualquier caso incluyendo una sección de cultura más por el qué dirán –¡un periódico sin cultura, dónde vamos a llegar!– que por verdadera convicción. Para completar el resto de las páginas, este diario, como todos los medios pequeños, recurre a trucos vergonzantes como el de fotografiar grupos grandes de gente en cualquier evento de la provincia con la intención fundamental de asegurar una venta decente de cada edición. Las matemáticas del método son una estrategia sencilla de supervivencia para los medios locales en estos tiempos en los que nadie compra prensa: a todo el mundo –al menos, a todo el mundo normal, y hay un buen número de gente así– le gusta verse en el periódico. Por tanto, cuantos más individuos aparezcan en la edición, más personas la comprarán, aunque después no lean una letra y se limiten a recortar la instantánea y guardarla en un cajón para que comience a amarillear entre el resto de recuerdos. En cualquier caso, dicha noticia era lo suficientemente lejana y poco interesante para la comarca que lo normal es que hubiera sido descartada. Pero ahí estaba: un cuadro falso que se vendía por una buena cifra. Nada nuevo en el mercado del arte contemporáneo, como imaginan, pero el fraude es un negocio que solamente duele cuando la persona engañada eres tú.

Intenté olvidarme del texto y centré mi atención en mirar el cuadro con tanta atención como si alguien me hubiera contratado para copiarlo. No resultaría demasiado exagerado afirmar que contemplé cada pequeño punto del offset, con mi cerebro intentando acostumbrarse a la idea de que aquella era una obra mía. Pero se negó en rotundo. Yo no había pintado aquello. Me pelearía con quien tuviera que hacerlo pero no permitiría que aquel Polichinela 2-A –¿Qué tipo de nombre es ese, de cualquier forma?– me fuese atribuido. Respiré hondo. Tomé un sorbo de café. Dejé que el líquido me ardiera en la boca y continué observando la diminuta reproducción del cuadro. El ruido del bar se alejó de mí, todo lo que ocurría a mi alrededor se apartó tanto como pudo de mi pensamiento. Estaba seguro de que ni aquellos brochazos verticales que parecían huesos amarillentos puestos en línea, ni aquella boca movida, arrancada de la proporción, ni aquellos ojos asimétricos, como alineados por un loco, habían salido de mi pincel.

Es cierto que en la primera época de mi pintura trabajé mucho, demasiado, como todos los jóvenes que quieren estar en todas partes y avanzar demasiado deprisa. Admito que no tengo memoria cierta de todo cuanto pinté y vendí hasta que llegó el éxito y con él los catálogos, las exposiciones, el camino llano. El oficio del pintor que vende rápido, como yo lo hago, es el del padre al que le arrancan sus hijos tan pronto aprenden a comer por sí solos. Llegué a vender algunos cuadros sin tomarme la molestia de fotografiarlos, cierto. En aquel camino de principiante hice muchas bobadas, decenas de lienzos abominables que ojalá hubiera quemado tras la primera pincelada. Pero no algo como ese polichinela. No era mi forma de dar color, ni mis volúmenes. Yo no pinto un rostro como si fuera una calavera. Pinto un rostro tal y como es, porque para empezar dibujando un perfil y acabar obteniendo una calavera ya están Bacon, y Diego Rivera, y tantos otros.

El periódico seguía en mis manos y yo necesitaba gritar a todo el mundo que no perdería un minuto en pintar un polichinela torpemente cubista, enmarañadamente cubista, de una fantasía sin talento. Siempre he odiado esa pintura de fracciones imposibles, innecesaria en sus laberintos geométricos. Aquello del cubismo le funcionó a quienes hicieron dinero con él, y me alegro mucho por ellos, pero nunca lo he visto como un campo para mí. Ni antes ni ahora. No existe una droga en la tierra ni una noche de alcohol lo suficientemente intensa para hacerme pintar un rostro como si fuese una calavera, y dotar a la persona de unos labios de marfil tan retorcidos y rígidos que parecen dos tibias puestas en paralelo. Yo no he tenido nunca que parcelar la realidad ni dividirla en fracciones, como hacen los cubistas. A mí me basta con conocerla y presentársela al espectador.

La rabia con la que escribo esto está sustentada en el veneno que corre por las venas de cualquier artista cuando peligra su obra. Como todo personaje público, estoy acostumbrado a encontrar cualquier cosa en los periódicos asociada a mi nombre. Hace ya mucho tiempo que asumí la sentencia jocosa de un amigo fotógrafo al que le gustaba decir que con los periodistas da igual lo que digas, porque al final ellos van a escribir lo que quieran. Pero esto era diferente. Necesitaba que alguien me explicara quién había certificado que aquel cuadro cadavérico que parecía pintado por un Picasso desahuciado era mío.

Pagué el café, y creo que dejé la tostada sobre la barra del bar sin probarla siquiera. Tomé mi bicicleta para volver al cortijo que, como ya he dicho al principio, me servía de vivienda, estudio y sepulcro. La había dejado en esa fuente de siete caños que es corazón líquido del pueblo y memoria de toda la comarca. Cada surtidor de agua me devolvía una conversación acuática distinta, como si por el fluido circularan mis problemas y de pronto en lugar de una de las fuentes más bellas de Granada fuesen siete consejeros de mi conciencia que intentaban opinar sobre la noticia del cuadro falso. Bebí el agua verdadera que ofrecen, pero la sed del alma no se apaga ni siquiera con ese néctar de la sierra. Cuando comencé a pedalear por la calle Percheles, ya había decidido que viajaría a Londres, me presentaría en la oficina de Christie’s y les pediría explicaciones sobre la venta de aquel cuadro falso.

Durante mi trayecto en bicicleta hasta el cortijo, el paisaje del campo pasó frente a mí como una especie de praxinoscopio cuyo dibujo hubiera cambiado de manera súbita; normalmente disfrutaba de mis paseos entre aquellas viñas y almendros, mis ojos recorriendo cada rincón del lugar para llenarse de la luz honda del verano. La cuesta del Matuete, que es una lengua árida que conecta la montaña y el llano. Esa curva en la que un Sagrado Corazón descansa sobre los cimientos de un viejo puente de ferrocarril, una imagen que siempre me ha fascinado, por tener a un mismo tiempo algo de piadosa y futurista. Pero aquella mañana, colmado de nervios por la noticia, el camino se me hizo insufrible y largo.

Julio del año dos mil cinco fue un mes inusualmente caluroso, hasta para la España más cálida de mi Andalucía. En los días en que comenzó mi aventura, el calor era tan sofocante que cuando caminabas por el campo todo tenía la tristeza yerma de lo calcinado. Las chicharras zumbaban su dolor en la rastrojera, mientras yo pedaleaba con la imagen del polichinela en mi cabeza, habiéndose convertido la imagen del cuadro en una súbita aparición obsesiva y dolorosa. Siete kilómetros separan el cortijo del pueblo, que con mi enfado y el calor pareció todo un viaje.

Necesitaba hacer alguna llamada para comenzar a desenmarañar aquel enredo del cuadro atribuido, así que tenía que pedirle a Esther, mi compañera, que me prestase su teléfono. No tengo móvil, o al menos no tenía cuando esto sucedió. Prescindía de la tecnología porque en aquella época me gustaba vivir a la defensiva, protegiendo mi intimidad por encima de todo. No estoy especialmente orgulloso de ello ni me parece heroicidad alguna; simplemente quería hacerlo así. Sentía que necesitaba vivir desconectado porque era bueno para mi pintura.

No sabría decir si por aquella época Esther había comenzado a cansarse de mi vida, o de mi pintura –no hay diferencia entre una y la otra, y ahí es donde puede empezar el problema–, o simplemente había dejado de disfrutar nuestro aislamiento. El caso es que durante los meses previos al descubrimiento del cuadro falso, las cosas estaban francamente mal entre nosotros. Desde Semana Santa, nuestra relación parecía una prórroga innecesaria de lo que en algún momento vivimos. Yo me había convertido en una especie de monje pintor que necesitaba de un ostracismo enfermizo para producir, en tiempos en los que ni los monjes quieren vivir así. No debe resultar fácil compartir la vida con alguien que no tiene nada que ofrecer a los demás. Esther me había explicado esto muchas veces, de esta u otra forma, y yo me negaba a darle la razón solamente por el miedo que me producía que llegase el momento en que hiciese las maletas.

Era por tanto consciente de lo difícil que debía resultar estar a mi lado, de modo que no llegaba a reprochar a Esther que no fuese feliz, y cuando lo hacía, mi defensa de nuestra vida común era débil como el pulso de un moribundo. Vivíamos evitando mirarnos a los ojos, la mayor parte del tiempo hablando de nada para evitar discutir, porque si cometiéramos en algún momento el error de hablar detodo uno de nosotros tendría que marcharse. En aquellos días yo pensaba que Esther y yo éramos como unos Tolstoi sin hijos, más vacíos que ascéticos, más perdidos que metafísicos.

Dejé la bicicleta donde siempre, junto a la cancela. La apoyé mal y se cayó, pero no me molesté siquiera en recogerla. Por primera vez en meses, tenía prisa por hacer algo. Tenía que pedir a Esther su móvil y llamar a mi representante. En aquel instante, imaginé una pequeña broma sin gracia: si en algún momento decidiera pintar el rostro de un polichinela como el del cuadro mal atribuido, este tendría el cuerpo y las facciones de Marcos Haffter, el más ladino de los representantes que había conocido en tantos años de dedicación a la pintura. Era el más sinvergüenza de todos, así que sobra decir que era el mejor vendedor que uno puede tener.

Encontré a Esther frente al ordenador, como cada mañana. Una de las paradojas de nuestra vida en común era que su trabajo se basaba en la modernidad –ingeniera de software– y el mío en una de las formas más sencillas de expresión del ser humano: pintar para los demás. Algo que el hombre de las cavernas ya había descubierto. Bajo el mismo techo vivían una persona instalada en el siglo XXI y una rareza vital –todos los artistas verdaderos lo somos, de una manera u otra– que tenía una forma de ver la vida más cercana a los bisontes de Altamira que a las pantallas de los nuevos dispositivos. El talento de Esther para lo que fuera que hiciese exactamente un ingeniero de software provocaba que no tuviera que dedicar más de cuatro o cinco horas diarias a su trabajo. Ese tiempo le bastaba para ser una de las mejores en su campo. Yo admiraba muchas cosas de ella, pero de manera particular esa eficacia, pues yo sentía que malgastaba al menos diez horas diarias en mi estudio y sin embargo el resultado no era ni mucho menos excelente. Bueno a lo sumo. Parece que en software en algún momento se puede tener la certeza de que la cosa funciona y se está trabajando bien, algo que en arte no se alcanza nunca. Yo no dejaba de fantasear con la tranquilidad que una sensación así debe producir, y envidiaba en secreto la certeza de los números frente a la fantasmal movilidad de la pintura.

Cuando entré a la habitación en la que Esther trabajaba frente al ordenador, debí mostrar una expresión tan grave como si alguien muy cercano hubiera muerto. Ella despegó los ojos un momento de la pantalla y me preguntó al instante qué me ocurría. Me concedió apenas una parte de su atención, y su voz sonaba distraída, como la de uno de esos vendedores telefónicos que mantienen una conversación contigo al tiempo que leen una revista. Su expresión aún era la de una persona enfadada. Yo había vuelto demasiado pronto del pueblo y tenía que haber una buena explicación para ello.

–He leído en un periódico que ayer vendieron un cuadro mío en Londres. En Christie’s, por alguna razón –dije.

–Creí que Christie’s era solamente para pintores muertos –añadió ella, sin que yo supiera muy bien si había intentado hacer una broma o hablaba en serio.

–Ellos venden cualquier cosa, como todos. Si les das una vaca muerta y les dices que alguien está dispuesto a pagar dinero por ella, comenzarán a hacerle fotografías para el catálogo.

Ni siquiera hablando de pintura y de vacas muertas había conseguido acrecentar el interés de Esther por la cuestión, y además era sencillo percibir que aún había mar de fondo en esa especie de guerra fría entre la que serpenteaba nuestra relación. Volvió a fundirse con la pantalla al instante, sus ojos perdidos en una trama de signos incomprensibles. La arranqué de su apatía añadiendo una frase, que articulé en un tono marcadamente teatral:

–El problema es que el cuadro no es mío.

Aquello sí sacó a Esther de su desinterés, o al menos yo prefiero recordarlo así. Giró la silla de oficina, dando por fin la espalda al ordenador y concediendo más atención a mi problema:

–¿Qué quiere decir que el cuadro no es tuyo? ¿Nadie comprueba esas cosas?

Ahí se encontraba la pregunta perfecta de una mente técnica: alguien debería comprobar esas cosas, y hacerlo bien, realizar un buen trabajo de identificación en cada cuadro. Pero lo que ocurre en el mundo del arte es que normalmente comprueban esas cosas personas que solo ganarán mucho dinero si afirman que es auténtico.

Antes de hacer la primera llamada de mi aventura en pos del cuadro falso, Esther y yo divagamos algo sobre el tema, e intenté explicarle por qué me enfadaba tanto. Le expliqué lo torpe que era aquella imagen, y cómo ensuciaba mi obra, dicho así, «mi obra», como si estuviésemos hablando de Leonardo da Vinci. Solicitó verla. Abrimos internet en su ordenador. Google en la página de inicio, como el resto de la humanidad. Tecleó Christie’s y el nombre del cuadro. Hasta que aparecieron las primeras búsquedas, yo tenía la remota esperanza de que el periódico local hubiera mezclado por error un par de notas de prensa, produciendo un engendro informativo que resultara falso de principio a fin. Pero no hubo suerte. La primera imagen del buscador ya me mostraba la mueca del personaje del cuadro como un fondo desenfocado, y en primer plano la imagen del hombre de la maza durante la subasta, una celebración de ese anacronismo del subastador que deleita a los compradores de arte y que a mí me parece que provoca que se parezca cada vez más al mercado de las reses. La cuestión había generado ya miles de entradas en Internet. Ahí estaba cada detalle. No cabía duda: Christie’s había subastado la víspera un supuesto cuadro mío de juventud, que según pudimos leer «Se trata de un balbuceo cubista anterior a la obsesión por el hiperrealismo posterior, en el que la geometría lucha por mostrar una sensualidad». Leí muchas veces la frase, hasta que pude recitarla de memoria, y de todo lo que ahí se decía solamente había una palabra que pudiera adscribirse a mi obra con propiedad: obsesión.

Por alguna razón, Esther perdió todo interés en el tema una vez que realizamos la comprobación de la noticia, no sé si porque en algún momento había decidido que lo mejor para nuestra relación era dejar de interesarse por lo que ocurriese en mi pintura. Mi única relación de pareja estable en los últimos diez años agonizaba, y sin embargo en aquel momento a mí solamente me preocupaba gritar al mundo que un cuadro que se había vendido por un montón de dinero jamás había conocido el calor de mis manos.

Quise buscar en mi agenda el teléfono de Marcos Haffter, pero Esther me recordó que ya estaba grabado en su propio aparato. Entonces me pregunté cómo iba a contactar con mi representante cuando Esther se marchara. Aguardé cinco tonos. Descolgó. Los representantes siempre descuelgan, siempre están ahí. Interrumpen un orgasmo si hace falta cuando es el dinero quien les llama. Y, para Marcos Haffter, una llamada de Miguel Ángel Almagro es dinero. Las personas como Marcos son una raza que devora y crea riqueza, como una especie de mito de Saturno descontrolado. Al otro lado del auricular su voz sonaba pegajosa, adormilada:

–Dime, Miguel.

–¿Qué es eso del Polichinela en Christie’s?

Tardó un momento en contestar. Rumió algo la respuesta antes de ofrecerla:

–No sé mucho, la operación nos pilla lejos. Pero son buenas noticias, de todas formas. ¿Has visto la cantidad? Toda tu obra va a subir entre un diez y un quince por ciento con un cierre así. Aunque no tengamos nada que ver. Nosotros ahora tenemos que exponer pronto, lo antes que puedas. Dime cuando tengas listos siete u ocho lagartos.

–¿No ibas a decírmelo? –Por un momento me pareció que discutía de amor con mi representante en lugar de con Esther.

–Tú también recibes el catálogo de Christie’s.

–Lo mando al fuego en cuanto llega.

Hubo otro momento de silencio. Haffter se había distraído. Yo era consciente de que mi llamada no era para anunciarle que una nueva serie de mis pinturas sobre lagartos ya estaba lista, de modo que la cuestión simplemente no le interesaba. Su educación de hombre de negocios pareció infundirle la necesidad de añadir algo antes de colgar:

–Aunque no nos llevemos un euro de esa venta, celébralo y disfruta. A la gente le gusta lo que haces. Esa es una razón para estar contento.

–Esa obra no es mía. Yo solo pinto figurativo. Parece mentira que te esté diciendo esto después de tantos años... ¿De dónde han sacado ese cuadro...?

Haffter rio. Instantáneamente, como si ya le hubiera hecho gracia mi frase antes de que yo la dijera. En mitad del enfado pensé que era la primera vez en mucho tiempo que le oía reír.

–Ha vendido un coleccionista privado. No tengo ni idea de quién. Oye, olvídate del tema. A la gente le encanta el cuadro. A mí me gusta. Tenemos que planear la exposición de la primera serie de los lagartos. Ven a Madrid. Sal del campo unos días. Yo te recojo en Atocha.

Agoté mi insistencia cuanto pude. Intenté obtener más información. Ya me había ocurrido más de una vez que Haffter solamente dijese lo que se le pedía después de rogar mucho.

–¿Quién ha certificado eso? Esa obra no es mía.

Marcos solamente parecía buscar una forma de acabar aquella conversación. Estaba seguro de que él sabía perfectamente quién había vendido y comprado. No hay un papel en el que aparezca mi nombre que él no estudie y revise. Pero simplemente no quería hacer nada al respecto, o temía mi reacción. Quiso aburrirme espaciando sus respuestas, provocando que la conversación muriera. Finalmente ofreció algo parecido a una respuesta:

–Muchos pintores no recuerdan una obra cuando han pasado muchos años y muchas sustancias por su cuerpo. No tengo yo que recordarte cómo fue Londres...

Quise decir algo al respecto, pero no supe qué. La idea de Londres, de aquellos años en Inglaterra, inundó mi cabeza como una riada de la memoria. No dejaba de ser una paradoja que aquella pieza falsa se hubiera vendido allí, donde todo comenzó. Era una especie de justicia poética malinterpretada. Marcos Haffter aprovechó mi silencio para acortar la llamada.

–Oye..., tengo que dejarte, es que estoy ocupado. Ya hablamos. No le des vueltas a lo del cuadro. No eres el primero que no recuerda haber hecho algo, o que desearía no haberlo hecho. Eres un genio, Miguel. Te quiero. Me ha gustado que me llames.

Fin de la conversación. Devolví el móvil a Esther, y ni siquiera sé si dijimos algo más después de aquello. Pasé el resto del día encerrado en el estudio, aunque incapaz de trabajar. Deambulé por él como un tigre en su jaula del zoológico, paseando sin ningún motivo. Tomando los pinceles y volviendo a dejarlos en su sitio. Limpiando, ordenando, moviendo cajas. Observé durante minutos el lienzo en el que trabajaba. Un precioso lagarto sobre una roca, de ojos tan profundos que parecían contener la historia de la humanidad.

Esther vino a buscarme en algún momento para que almorzáramos juntos, y contra todo pronóstico tuvimos una charla tan animada que ofreció el espejismo de que alguna vez habíamos sido una pareja de verdad. Estaba hermosa, y durante la comida habló de su padre, de Ciudad Real, de los años de universidad. Compartió conmigo recuerdos que yo desconocía. Fue un almuerzo tan bonito después de la tormenta permanente en que se había convertido nuestra relación que yo interpreté que Esther la había preparado como una especie de despedida. Me ayudó a comprar un vuelo Málaga-Londres.

Después de tanto tiempo de ostracismo voluntario, volvería a la sociedad. Me sentía como una especie de protohumano que acabara de descongelarse y se dispusiera a entrar en una civilización más avanzada. El mundo había virado hacia lo digital, las pantallas estaban ya en todas partes, y en ese tiempo yo solo había contemplado la posibilidad de hacer un dibujo perfecto sobre la superficie de una tela sin usar nada que no fueran mis manos y la pintura.

Esther también me ayudó a que hiciera la maleta para mi viaje en busca del cuadro falso, y la situación me pareció extraña, porque parecía una metáfora de lo que tendríamos que hacer antes o después uno de los dos. No me pareció una maleta de búsqueda del cuadro, sino de final de nuestra relación. El resto de la tarde transcurrió en la alegre conversación del mediodía. No hablamos de lo nuestro, naturalmente, pero me alegra recordar que nos despedimos con una charla animada; nos hicimos otras preguntas más profundas, difíciles de contestar, cuestiones entre absurdas y filosóficas que deberían darnos igual, pero nos parecían importantes en aquellos días. Hablamos de la vida en letras mayúsculas, del futuro, del tiempo. Quizá también hablamos de la muerte y el final de las cosas. También recuerdo que dormimos abrazados, y que yo luchaba todo el tiempo por pensar en nosotros, en lo que Esther y yo representábamos, y me avergonzaba que me resultara imposible y no pudiera dejar de pensar en la imagen grotesca de aquel cuadro falso.

2

Nada puede ser convencional si está en movimiento.

El nuevo arte debe ser cinético, más que plástico.

El pasado es como una de esas serpientes asesinas que la gente cría en casa de manera ilegal: el día que menos lo esperas, te ataca. Cuando emprendí mi viaje a Londres para arreglar aquel asunto del cuadro, yo tenía un pasado abierto, tan abierto que todavía hay momentos en los que pienso que aquella aventura del polichinela falso sucedió para que yo viajara allí y continuara mi historia con Tracey de la manera en que suelo prolongar las cosas: mal.

El pensamiento de la gente como yo es un viento caprichoso: sopla hacia donde quiere y cuando quiere. Quizá por ello no tomé plena conciencia de lo que suponía volver a Londres diez años después de mi escándalo y huida hasta que me encontré en esa especie de limbo vaporoso que es un vuelo a diez mil metros. Solo en el avión –así de lento fui en reaccionar– me di cuenta de que un problema mayor se sumaba a mi preocupación inicial sobre aquel cuadro falso. La nueva cuestión que ocupaba mi mente y desplazaba la trama del lienzo mal atribuido era si yo sería capaz de pasar unos días en Londres sin llamar a Tracey, evitando quedar con ella para saber cómo estaba o al menos hacerme una idea precisa de si había llegado a odiarme tanto como la gente decía. En definitiva, y poniéndome filosófico, quería comprobar por mí mismo esa teoría del pasado como una serpiente dormida que puede atacarte en cualquier momento.

Cuando una pareja rompe, muchos amigos comunes se convierten en Celestinas de las historias malsanas que siempre se generan en torno a la separación, normalmente tomando parte por uno de ellos o, en los peores casos, confundiendo a ambos. La gente que te rodea no duda en contar a uno qué tal le va al otro, y cuando lo hacen deslizan pequeñas anécdotas rencorosas, noticias que deberían ser privadas porque incluyen maldades de algún tipo. El rencor es un veneno que necesita cómplices, y para eso están los amigos.

Antes he contado que cuando emprendí el viaje llevaba diez años apartado de la sociedad, pero ahora que me paro a pensarlo debo admitir que no es verdad del todo, porque en el siglo XXI el aislamiento total es una utopía inalcanzable. En esta época de conexión permanente la información te traspasa, rompe paredes y hace añicos las ventanas, penetra cualquier material. Desde el desembarco de las tecnologías y la movilidad permanente, se necesita estar muerto para no saber qué ocurre a tu alrededor. Ya hay tantos caminos de información que lo verdaderamente difícil es no saber nada de nadie. De modo que por más que viviera en un cortijo de la Granada secreta, concentrado solamente en mi pintura y alimentando mi obsesión por la serie de los lagartos, mentiría si no dijera que me llegaron muchas noticias de Tracey, algunas profesionales, la mayoría chismes malintencionados. Antes de llegar a Londres, yo sabía que ella continuaba vendiendo bien sus obras, lo que fuera que estuviese haciendo en esos días. Para que la fiesta de nuestro resentimiento continuara, más de un amigo común me había deslizado la idea de que su obra cotizaba más que la mía, de modo que hasta el momento yo perdía la carrera de egos que supuestamente comienza cuando una pareja artista se distancia. Los críticos que permanecieron fieles a Tracey, la gran mayoría, seguían escribiendo todo tipo de interpretaciones elogiosas sobre su trabajo, hecho que por otra parte debía de ser la razón por la que se vendían bien. Huelga decir que, cuando Tracey y yo nos separamos –noticia que constituyó una especie de desagradable volcán rosa en el mundo del arte, con el que jugó la prensa durante meses–, los críticos también se dividieron en dos bandos, con sus plumas preparadas para apoyar a uno u otro, los menos defendiéndome a mí y la gran mayoría amando ciegamente a Tracey.

El trabajo de ella es ese tipo de arte conceptual que a mí siempre me ha parecido una especie de cuento del traje del emperador sostenido, un artefacto vacío que necesita tanto de la palabra –o más– que de los materiales que se emplean para fabricarlo. Como si se tratase de un chiste que acaba mal, desde hace ya un siglo ese carrusel enfermo que es el arte contemporáneo necesita para sostenerse de más literatura que la propia literatura, y se comporta como uno de esos mentirosos compulsivos que fabrican un engaño para tapar una mentira anterior, hasta caer en una espiral de falsedad permanente. Nadie ha tenido que explicar nunca el Cristo de Velázquez, que yo sepa, y quien lo ha hecho es porque ha querido. Pero aquella cama llena de condones que Tracey vendió por cien mil libras obligaba a los galeristas a contar algo, a decir algo, a intelectualizar y celebrar la cosa, para que el tipo acabara sacando el talonario de cheques.

En el tiempo de mi retiro voluntario, también supe que Tracey se había presentado borracha a un programa de televisión, montando uno de esos escándalos que te hacen más grande en el mundo del arte, porque al final a la gente le gusta –incluso podríamos decir que espera– que un artista pasado de rosca grite a un presentador cosas como que nunca lleva bragas, como ella hizo, algo que yo mismo puedo certificar que no es cierto, al menos algunos días. Por lo visto, en esta retransmisión gloriosa que yo aún no he tenido el placer de ver, también desafió al regidor del programa, y estuvo a punto de pegarle cuando quiso echarla del plató. Tracey, como tantas otras personas, se vuelve desagradable cuando está borracha. Yo he vivido con ella muchos momentos así, y me imagino la cara del presentador cuando viera que toda una dama del arte contemporáneo levantaba el brazo para sacudirle. Tracey tiene un corazón de hooligan encerrado en su precioso contorno de fruta exótica: madre griega y padre libanés, hagan la cuenta de la maravillosa extrañeza de su físico. Incluso es posible que sea ya una alcohólica incapaz de distinguir cuándo está ebria y cuándo no, porque llevaba buen camino de ello, y la estadística biográfica de los artistas está más que a favor de las adicciones. Aunque también es posible que el escándalo en el programa estuviese preparado de principio a fin, porque Tracey es cualquier cosa menos estúpida, y cuanto hace, hasta lo más necio, está calculado de alguna forma; Ella conoce muy bien el episodio de Bukowski en la televisión francesa, aquel programa de Apostrophes en 1979. Cuando éramos estudiantes, Tracey leyó un artículo de periódico sobre el escándalo de un Bukowski borracho, enfrentándose a cada invitado y disparando barbaridades ante la cámara, y desde entonces disfrutaba contándoselo a todo el mundo, a veces adjudicándose incluso haberlo visto en televisión, hecho que era totalmente falso. Lo que más le seducía de la historia del escándalo de Bukowski en la televisión francesa era que las ventas de sus libros se habían disparado al día siguiente de su borrachera en antena, de modo que no me extrañaría nada que hubiera caído en la tentación de protagonizar la versión inglesa de aquello, preparando a conciencia una buena escena a los relamidos de la BBC y cumpliendo con su sueño privado de protagonizar un Bukowski en antena. Al episodio hay que añadir que ella siempre ha sentido un odio irracional por la cadena BBC, a la que achaca todos los males de Inglaterra, el eterno conservadurismo y todo eso.