La prodigiosa vida del libro en papel - Juan Domingo Argüelles - E-Book

La prodigiosa vida del libro en papel E-Book

Juan Domingo Argüelles

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Contra toda evidencia, y contra toda lógica, los profetas y evangelistas digitales siguen empeñados en que esto (internet) acabará con eso (el libro), y ya cantan el réquiem (¡pero desde hace cuánto!) por un difunto que aún no es y que, quizá, nunca sea. La verdad es que, para muchísimas personas (tal vez cientos de millones), el libro (y especialmente el libro en papel) siempre ha estado muerto, pues nunca fue para ellas necesidad ni gozo: no se hicieron lectoras habituales de libros ni siquiera por entretenimiento. Esos profetas se cuidan de admitir que ni siquiera el audiolibro sustituyó al libro en papel, del mismo modo que el avión no mató a los trenes ni los automóviles a las bicicletas. Cada cual tiene la vida que se merece ¡Y hoy los trenes vuelan o, al menos, levitan, a velocidades cada vez mayores! Aquí se confirma que se siguen publicando más libros y que las mejores obras de todos los tiempos siguen ampliando nuestros horizontes y dando profundidad a nuestra existencia.

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La prodigiosa vida del libro en papel

Leer y escribir en la modernidad digital

Juan Domingo Argüelles

Índice

El fracaso de las profecías apocalípticas

I. LA INFORMACIÓN NO ES FORMACIÓN

El paraíso digital puede esperar

Lectoescritura y redes sociales

El libro como unidad indivisible

La sociedad de los lectores muertos

Leer para entender la vida Pequeña gran biblioteca: Cien autores indispensables que pueden acompañarnos siempre

II. BANALIDAD Y VENALIDAD

Más allá del entretenimiento

Pape Satán aleppe

¿Un vicio impune?

El “lector mexicano”

Leer para entender la vida Pequeña gran biblioteca: Cien libros inmortales que no deberíamos ignorar

III. EL NUEVO ANALFABETISMO CULTURAL

La era del parloteo

¿Ganar o perder lectores?

La banalidad como mercancía

Más allá de la decodificación textual

Leer para entender la vida Pequeña gran biblioteca: Cien libros indispensables para niños y jóvenes

Tres palabras más

Bibliografía

Aviso legal

Índice onomástico

Para Rosy, Claudina y Juanito

Los lectores de la palabra impresa suelen escuchar que sus herramientas son anticuadas, sus métodos obsoletos, que deben conocer las nuevas tecnologías o sufrir el abandono de la manada que galopa. Quizá. No obstante, si bien somos animales gregarios que deben seguir los preceptos de la sociedad, también somos individuos que aprenden sobre el mundo al reimaginarlo, al ponerle palabras, al recrear nuestra experiencia a través de esas palabras. Al final, quizá sea más interesante y más iluminador concentrarse en aquello que no cambia en nuestro oficio, en aquello que define de manera radical el acto de la lectura, el vocabulario que usamos para intentar entender, como seres autoconscientes, esta habilidad única nacida de la necesidad de sobrevivir gracias a la imaginación y la esperanza.

ALBERTO MANGUEL

El fracaso de las profecías apocalípticas

DESDE QUE, EN 1995, NICHOLAS NEGROPONTE, PROFESOR e investigador del Instituto Tecnológico de Massachussets, profetizó la inminente muerte del libro en papel (¡en su libro en papel Ser digital!), no han cesado los augurios sobre el fin de la era del libro en su soporte tradicional, y, sin embargo, las grandes, medianas y pequeñas editoriales siguen publicando libros en papel, porque quienes son ávidos lectores practican el ejercicio de leer, preferentemente, en este soporte.

Ni el libro en papel está en peligro de muerte ni los dispositivos digitales (por excelentes que sean) han conseguido desplazar la lectura del libro tradicional. Ésta es la realidad simple y llana. Leen libros, en papel y en pantalla, los lectores irredentos, y no los leen, ni en uno ni en otro soporte, quienes sólo se dedican a picar migajas y fragmentos en internet, y quienes creen, además, que información e hiperconexión equivalen a formación educativa y cultural.

Es obvio que los alumnos de preparatoria (y aun los universitarios) que, tratando de adivinar, afirman que la capital de Alemania es Rusia, que los sitios arqueológicos de Palenque y Bonampak se encuentran en Yucatán y Quintana Roo y que la flor del naranjo se llama manzanilla (respuestas que dan a preguntas que les formulan en concursos de la televisión), están hiperconectados y superinformados en trivialidades y banalidades, pero carecen de conocimientos culturales y de la sólida formación que se obtienen, especialmente, en los libros y con buenos maestros facilitadores del aprendizaje cultural.

La lectura tiene un presente y un futuro en las tecnologías digitales, pero, en especial, la lectura de libros en los dispositivos electrónicos no ha despegado demasiado. Si ejemplificamos con el caso de México, veremos que la oferta y la demanda del ámbito editorial están casi plenamente en los volúmenes impresos. La facturación no miente, hoy cada casa editorial contrata a sus autores lo mismo para la obra impresa que para el formato digital, pero mientras la obra impresa se vende bien, el formato electrónico fluye a cuentagotas. Los sellos editoriales de lengua española (y en muchas otras lenguas) siguen funcionando gracias a los lectores en papel.

Si la situación del libro en papel fuese realmente crítica, ningún sentido tendría poner en papel libros de arte voluminosos y de gran formato, bastaría con la edición en e-book. Pero lo cierto es que los lectores y coleccionistas siguen leyendo y comprando libros en su soporte tradicional, en todos los géneros y materias. Los profetas digitales, al menos por hoy, deberían ocuparse en otras profecías, pues el libro en papel sigue prodigiosamente vivo. Por lo demás, no es para nada sorprendente que los pocos libros electrónicos que más se venden en México sean títulos como El arte de la guerra para ejecutivos y Las siete leyes espirituales del éxito. Muchos universitarios, que no han leído ni a Platón ni a Montaigne, ni mucho menos a Séneca, quedan deslumbrados al leer (en trocitos y a saltitos) a Donald Krause y a Deepak Chopra. Tal es la solidez de su cultura.

Cabe señalar que lo importante de la lectura no reside en las formas o soportes en que se encuentra la expresión, sino en la solidez de los contenidos y en lo que hacemos con ella. Somos los seres humanos los que creamos el universo simbólico y no a la inversa, es decir no son los símbolos los que nos crean a nosotros (aunque con la creación de los símbolos nos humanicemos más), y por ello seremos siempre los seres humanos los que vayamos transformando ese mundo simbólico de acuerdo con nuestras necesidades y nuestras exigencias.

Una máquina es una máquina, y un programa informático es eso exactamente, creados ambos por seres humanos, con todas las potencias y las deficiencias humanas. Y, si lo vemos bien, incluso un libro tradicional, en papel, es una máquina: la “máquina de pensar”, que imaginaron Lulio y Borges, o bien, casi la misma cosa, la “máquina de cantar” inventada por Juan de Mairena, alter ego de Antonio Machado. Y, además de todo, como dijera Zaid, ¡sin necesidad de baterías ni instructivos de instalación!

Hay optimismos informáticos que no resisten un análisis serio. Pero tampoco, en un sentido inverso, hay que creerse el cuento un tanto previsible, y ya bastante fastidioso, de que algo indispensable en la lectura se perdería para siempre si los libros son únicamente electrónicos: en especial (dicen los tradicionalistas a ultranza), el dulce o amargo olor de la tinta que desprenden los libros impresos y sin el cual el verbo leer no sabe igual. Pues bien, para estos lectores ansiosos de aroma libresco, podemos estar seguros de que un día (si no es que ya hoy) los fabricantes de dispositivos digitales habrán de venderles el grado de olor que quieran, incluso el doble del que hoy tienen los libros impresos. Si lo que buscan en los libros es el rasca-huele, no será difícil satisfacerlos, pero es de llamar la atención el hecho de que los adolescentes que están leyendo libros en lengua española lo estén haciendo aún (y principalmente) en papel, más allá por cierto de que estén al margen del canon.

Hay algo que también llama la atención y que, asimismo, es un dato duro, porque desmiente uno de los grandes optimismos de la lectura en internet. Hoy, quienes no están leyendo libros en papel, prácticamente tampoco los están leyendo en pantalla. Es decir, no están leyendo libros en absoluto, aunque todos los días estén conectados a internet. Esto revela que la lectura de libros requiere de una buena iniciación y de una formación, constante y efectiva, que aún son muy precarias para el caso de la pantalla y que, para el caso del libro tradicional, es decir, del soporte en papel, han funcionado a lo largo ya de más de cinco siglos y medio y siguen funcionando –pese a todas las limitaciones y deficiencias que también conocemos–, desde que el primer libro salió (oloroso a tinta) de la imprenta de Gutenberg, en 1449, en Maguncia.

La cultura, en general, y la cultura escrita, en particular, no tienen nada que lamentar y sí mucho que celebrar con el advenimiento de las tecnologías digitales. No podemos culparlas de nuestra pereza, pues la pereza es anterior a las tecnologías de la información y la comunicación (TIC). Lo cierto es que hoy, con el facilismo que brindan las tecnologías digitales, abundan los que, equivocadamente, quieren “pantallas impresas” y que son incapaces de leer no digamos un libro sino tan sólo un par de páginas de una revista impresa. Se fatigan a tal grado con la letra impresa que quieren que las publicaciones sobre el papel se parezcan a las publicaciones de la pantalla: sumarios, bullets y pies de fotos para no tener que leer, dicen, “demasiado”. Este tipo de lector no es necesariamente el fruto de internet, aunque internet haya facilitado su expansión, sino el resultado del desgano, la indolencia y la falta de aplicación y disciplina en todo tiempo y lugar y, sobre todo, del fracaso de la educación (de la formación morosa, amorosa y humanística) que les ha hecho creer que el libro y cualquier otra publicación deben leerse sólo en vísperas del examen o para presentar una tarea. Tampoco hay que moralizar al respecto, pero lo que sí debe decirse, y en esto no existe la menor duda, es que la más profunda y perdurable cultura no se ha hecho jamás, ni se hará nunca, únicamente con sumarios, bullets y pies de fotos. El PowerPoint es sólo un juguetito.

Sea en papel o sea en pantalla es imposible que tengamos una cultura duradera y sustantiva sin leer las grandes creaciones escritas. No deja de ser ridículo que hoy existan junguianos que no hayan leído jamás un libro completo de Jung, o marxistas que ni siquiera conozcan, íntegro, el brevísimo Manifiesto comunista. Es muy simple: creen que los fragmentos o los comentarios en internet equivalen a la obra íntegra. La expresión “salvarse de los libros” (porque ya existe internet) es (tristemente) reveladora, incluso en profesionistas o, sobre todo, en ellos. Tal como afirma Gabriel Zaid, así como hay gente que cree que posee cultura porque tiene biblioteca en casa (aunque no la lea y ni siquiera la consulte), también hay quienes creen que saben y conocen, y pueden hablar de algo con autoridad, únicamente porque tienen tabletas, iPhone y otros dispositivos electrónicos potentes e “inteligentes” y están conectados todo el día a internet.

Entre las muchas personas que hoy hablan con “gran conocimiento” sobre los libros de moda más comentados, al tono para la conversación y para brillar en las reuniones sociales, están quienes saben todo sobre esos libros aunque no los hayan leído y, posiblemente, jamás los vayan a leer, lo cual prueba la tesis central de Pierre Bayard en Cómo hablar de los libros que no se han leído: la no lectura es de lo más común, socialmente, y en especial entre quienes viven rodeados de libros y de comentarios sobre los libros que marcan la “actualidad”.

Para Bayard, “hay más de una manera de no leer, siendo la más radical de ellas no abrir ningún libro”. Esta manera radical se da, sobre todo, en los sectores económicos y educativos más precarios, lo cual es comprensible, en tanto que hablar y parlotear sobre lo que se ojea y se hojea (sustituyendo el ejercicio de la lectura por el ojeo y el hojeo) son propios de los ámbitos cultivados, ilustrados e informados, con buen poder adquisitivo, pero con falta de tiempo para leer todos los libros de la comentada “actualidad”, lo cual también es comprensible y obvio. Se tiene dinero para comprar libros, se tiene noción de que leer libros es importante y recomendable, se posee, más o menos, un buen nivel educativo para comprenderlos o para disfrutarlos, pero se carece de tiempo para, realmente, leerlos; sobre todo, cuando el tiempo que sobra, después de las obligaciones laborales (académicas o no), se emplea en mandar mensajes por internet para comentar, con otros distinguidos mentirosos, las grandes lecturas que deben hacerse ya, sin admitir, por supuesto, que quien mensajea no las ha hecho y que, muy probablemente, no las hará jamás.

La siguiente anécdota es significativa: a tres personas que me hablaron, con mucho entusiasmo y conocimiento, del libro El capital en el siglo XXI, del economista francés Thomas Piketty (que hasta hace un par de años aparecía en todas las conversaciones “informadas” y de caché intelectual), les pregunté si ya lo habían leído y me respondieron que no, pero que estaban por hacerlo. La pregunta lógica es: ¿Y para qué querrían leerlo si sabían todo sobre él, puesto que hablaban como si ya lo hubieran leído? En poco tiempo (cosa de meses) se dejó de hablar de ese libro como algo novedoso, porque otras novedades emergieron y dejó de estar de moda Piketty hasta para los franceses. Los adictos a internet, incluso en el tema de los libros que no han leído, viven del inmediatismo.

Esto me recuerda otra anécdota, una que refiere Gabriel Zaid en su libro El secreto de la fama (en su ensayo “Organizados para no leer”): “Una [cosa] notable (porque revela cómo el mundo académico se ha vuelto burocrático, y tiende a modelarse en la figura del ejecutivo, no del lector) empieza con la extrañeza de un director de tesis ante cierta afirmación: ¿Cómo puede usted decir tal cosa, si su bibliografía incluye tal libro? ¿Lo ha leído realmente? Breve respuesta ejecutiva: No personalmente”. ¿No personalmente? ¿Qué debemos entender por semejante barbaridad? ¿Cómo podemos leer un libro si no es personalmente? ¡Ah, claro, alguien (el asistente, el asesor, el chalán en turno) lo puede leer y luego pasarle al no lector tarjetitas o un resumen! A esto se le llama “leer” no personalmente.

Los lectores sabemos una cosa que, hasta hace poco, era código universal: comenzamos a hablar con desdén o con entusiasmo de un libro sólo después de haberlo leído o en tanto hemos avanzado considerablemente en la lectura. A ninguno de los lectores literarios se nos hubiera ocurrido hablar, disertar, pontificar o siquiera elucubrar de Guerra y paz, de Tolstói, o de Madame Bovary, de Flaubert, antes de haberlos leído, porque seguíamos la plegaria que Chéjov tenía como divisa y que nos dejó en su Cuaderno de notas: “Dios mío, no me permitas juzgar aquello que no comprendo o no conozco. No me dejes siquiera hablar de ello”. Únicamente después de nuestra lectura y relectura nos permitíamos, y nos seguimos permitiendo, el entusiasmo o el desdén.

Esto que digo se ha ido modificando con los recursos de internet, porque la gente tiene más interés en “estar informada” de inmediato (con sólo ver el rabo del perro) que tener realmente conocimiento de las cosas (con la apreciación completa del animal). Este paroxismo por la información inmediata e inmediatista, que va aparejado a la hiperconexión digital, conduce a la gente no al ansia y al placer de leer, sino a la angustia de no haber leído, es decir al apuro, y más exactamente al pánico, de que otros hablen de lo que uno aún no ha leído. Y por ello, internet, que es el paraíso de lo fragmentario, ha cobrado tanto auge en analfabetos funcionales (aunque sean profesionistas o, sobre todo, profesionistas) que creen que ya conocen perfectamente todo sobre el perro con sólo haberle visto el rabo.

Pero hay algo peor (siempre hay algo peor): no deja de ser gracioso (y temerario) que quienes escriben y publican libros que tienen como evidentes referencias a otros libros, tampoco los hayan leído. Es el caso del propio Piketty cuyo best seller de la economía alude sin duda a la obra fundamental de Marx, El capital; de ahí que un periodista le haya preguntado: “¿Podría decirnos algo sobre el impacto de Marx en su pensamiento y cómo empezó a leerlo?”. Y he aquí su respuesta (para el repertorio de lo insólito y lo estulto): “En realidad nunca lo he leído. El capital creo que es muy difícil de leer y no fue mi influencia”. El periodista se sorprende ante tal respuesta e insiste: “Porque por el título de su libro, parecía que le rendía tributo”, ante lo cual Piketty reitera: “No, no, ¡para nada! La gran diferencia es que mi libro es sobre la historia del capital, y en el libro de Marx no hay datos”. Y aunque Piketty no haya leído El capital, esto no le impide afirmar, en otra entrevista, que ¡“Marx estaba equivocado”!

Yo tampoco he leído el libro capital de Marx (ni, por cierto, el de Piketty), aunque en mi adolescencia preparatoriana me enfrasqué, con muy poco éxito, en las páginas del primer tomo, pero ni soy economista ni he escrito un libro que aluda o tenga como referencia esa obra que, por lo demás, uno supone que todo economista conoce al dedillo. Esta es otra de las cosas que ha delatado internet: que hay gente que escribe libros y que no lee siquiera los que tendría que haber leído para escribir los suyos: tan sólo los conoce de oídas.

En este escenario, ¿cuál es el futuro de la lectura, más allá de sus soportes y formatos? Transcribo y suscribo, textualmente, las palabras de Carlos Monsiváis: “El futuro de la lectura depende del futuro de los lectores”. Y creo, que ya sea en el papel o en la pantalla, la cultura formativa tiene que ser morosa y no inmediatista, y que el verdadero conocimiento (al igual que el auténtico placer) no es cosa de pedacitos (ni de lecturas de veinte minutos), porque ni el conocimiento ni el placer pueden prescindir de la totalidad, de la obra íntegra, en aras de “saber” más prontamente las cosas. Sería como aspirar a orgasmos sin pasar previamente por todo aquello que desemboca en el orgasmo. No dudo que esto último también las modernas tecnologías lo hagan realidad y que el sexo se resuelva sin siquiera meter las manos en el teclado (no digamos ponerlas en otra cosa), pero cuando confundimos la realidad virtual con la realidad real (“el cibersexo con el amor”) es porque ya estamos listos para el psiquiatra, como muy bien concluye a este respecto Han Magnus Enzensberger en Los elíxires de la ciencia.

Si no somos capaces de distinguir entre el mundo simbólico y la realidad, es decir entre la “pipa” y la imagen de una “pipa” (como muy bien nos alertó René Magritte en su célebre cuadro), es obvio que no sólo no sabemos leer, sino que más nos vale no salir a la calle: no sea que confundamos un veloz automóvil que se nos aproxima, y ya casi nos embiste, con una imagen virtual de un automóvil a toda velocidad.

Es verdad que no podemos saber cómo serán los soportes de la lectura dentro de treinta años o al final del siglo XXI, pero lo que sí podemos saber es que Guerra y paz y Madame Bovary seguirán siendo los mismos libros que apelarán, como hasta ahora lo han hecho, a la misma disposición del auténtico lector: al ejercicio de la lectura completa, apasionada y paciente, morosa y amorosa, y no a la lectura de síntesis, imágenes aisladas o retazos, a partir de los cuales creamos que ya hemos leído esas obras. Todos podemos saber, más o menos, porque esto está en las enciclopedias (y en internet), quiénes y cómo son el príncipe Hamlet, Alonso Quijano y Emma Bovary, aun sin haber leído una sola página de las obras maestras de Shakespeare, Cervantes y Flaubert, pero esto no sirve para nada, o bien sólo sirve para mentir (en un corrillo de mentirosos) al decir que hemos leído Hamlet, el Quijote y Madame Bovary. Lo importante de la lectura está en la lectura misma y no en la información, además de que la información no equivale al conocimiento, sin olvidar que toda información tiene el sesgo de quien la emite.

En cuanto a la muerte del libro en papel, ésta, ya se vio, es una falsa profecía de brujos digitales que necesitan una bola virtual adivinatoria más efectiva. Pero más allá de los fracasos adivinatorios del poder digital, el futuro de la lectura está sin duda en los lectores y no depende, por cierto, ni siquiera de la “inmoderada devoción por lo impreso”, como la denominó irónicamente Charles Asselineau para el caso de los bibliófilos. Si los lectores se conforman con tuits y con las anotaciones de los muros de Facebook no dejarán desde luego de ser lectores, y, sin embargo, es obvio que esa forma de leer está muy lejos de lo que Fernando Savater ha denominado “la perdición de la lectura”, perdición que, paradójicamente, nos lleva a la recuperación de la cultura y del más profundo espíritu humano.

El mayor peligro del libro, lo mismo tradicional que electrónico, no está en que vaya a ser sustituido por las diversas plataformas de internet, sino en la avasallante banalización de la cultura, ese tsunami de frivolidad que arrasa todo a su paso, lo mismo en los dispositivos digitales que en el libro impreso; esa puerilidad y esa ñoñez de los adultos que han reducido la cultura al simplismo del entretenimiento, en una sociedad del espectáculo que posterga, o ignora, los grandes libros, las obras maestras formativas, no sólo conformándose, sino enorgulleciéndose, de consumir lo insustancial, lo fútil.

Esto no lo trajo internet; ya existía, pero internet lo ha amplificado. Siempre, los seres humanos, en general, hemos optado por el facilismo y por lo epidérmico, pero hoy una parte considerable de la industria editorial, y de la cultura del libro, conspira contra la lectura más profunda e intelectual que, a lo largo de los siglos, ha educado nuestro pensamiento y nuestra sensibilidad. Los mejores lectores saben que el canon de la cultura está vivo, recreándose permanentemente: es el combustible del más formidable desarrollo intelectual y emocional, y no hay nada que lo sustituya, porque una gran obra de creación escrita se suma a otras, pero no las reemplaza. En cuanto a los libros intrascendentes y banales, éstos han estado siempre, en todo momento y en cada país, en la periferia de la galaxia Gutenberg, aunque hoy las herramientas digitales las han catapultado mayormente, en abundancia, para ocupar una centralidad que no les corresponde.

En su Elegía a Gutenberg, Sven Birkerts ofrece el siguiente diagnóstico:

Como cultura y como especie, nos estamos convirtiendo en seres superficiales; que hemos huido de la profundidad –de la premisa judeocristiana del misterio insondable– y nos estamos acostumbrando a la seguridad prometida de una vasta conectividad lateral. Estamos renunciado a la sabiduría, cuya consecución ha definido durante milenios el núcleo mismo de la idea de cultura; a cambio nos estamos adhiriendo a la fe en la red. [...] Sería un error echar toda la culpa a la tecnología, pero un error mayor sería ignorar el gran impacto transformador de los nuevos sistemas tecnológicos comportándonos como si nada hubiera cambiado.

Así como cambian la lectura y sus herramientas, los lectores también cambiamos. Podemos comprender mejor los grandes libros gracias a nuestra memoria lectora de otros grandes libros que, más que sumar, multiplican e intensifican la experiencia de leer: nuestro conocimiento lector se amplía, se expande, exponencialmente, con cada libro que nos atrapa e influye en nuestra existencia y cambia nuestro modo de pensar. Birkerts lo dice espléndidamente: “Abrir voluntariamente un libro consiste, en cierto sentido, en subrayar la insuficiencia de nuestra vida o de nuestra actitud hacia ella”, y concluye: “Los libros que me importan –libros de todas clases– son aquellos que provocan en mí una sacudida interna. Leo libros para poder conocerme a mí mismo.”

Jorge Luis Borges advirtió que escribir un libro con el único propósito de escribir un libro es el peor motivo para escribirlo, pues “los libros deben escribirse solos, por medio del autor o a pesar de él”. En el caso de la lectura se puede decir algo parecido, tal como lo formuló Stephen Vizinczey: “Leer un libro para poder charlar sobre él no es lo mismo que comprenderlo”, y, a fin de cuentas, es el peor motivo para leerlo. Por otra parte, escribir y leer libros pueden ser dos divertidos pasatiempos, pero, mientras más lo sean, menos conducirán a un proceso transformador de la existencia. Los lectores deben saber, como también afirmó Vizinczey que “ningún escritor ha logrado jamás complacer a lectores que no estuvieran aproximadamente en su mismo nivel de inteligencia general, que no compartieran su actitud básica ante la vida, la muerte, el sexo, la política o el dinero”.

Y, sí, en general, el futuro de la lectura depende del futuro de los lectores, depende, especialmente (mejor dicho, sobre todo), de la universidad y los universitarios, y esto no es cosa menor, pues, según lo ha visto Zaid, “los graduados universitarios tienen más interés en publicar libros que en leerlos”. No exagera. Uno de los mayores problemas que enfrenta la lectura es el analfabetismo funcional universitario: el analfabetismo de los que no quieren leer, sino haber leído, de los que no quieren lectura formativa, sino tan sólo información rápida y trivial. Es decir, de los que están ansiosos de “leer”, pero no personalmente.

De esto trata este libro, cuya lectura tan sólo exige una sincera disposición, antaño quizá muy poca cosa, pero algo que, para muchos, hoy, puede ser demasiado. Siendo así, también debo aclarar y precisar dos cosas más. El libro y la lectura en la modernidad digital plantea recuperar la biblioteca personal como herencia indispensable del saber, ante el pavoroso abaratamiento de las temáticas y los géneros que ofrece la gran industria editorial a un público cada vez menos exigente; todo ello como consecuencia de un mercado que fueron deformando las editoriales de nulo interés cultural, y no se diga educativo, abocadas a la oferta de lo más epidérmico, pero de mayores ganancias comerciales. Quienes aún confiamos en los libros como extensión de la cultura, no debemos desvalorizar nuestra capacidad intelectual.

Por lo que a mí respecta, siempre pienso que estoy escribiendo, y publicando, para dos mil lectores que todavía leen en serio, porque sé que todavía los hay. Los demás, muchísimos, que devoran esas cosas derivadas de YouTube, Facebook, etcétera, que se venden a pasto, siempre he sabido que no son ni serán mis lectores. No escribo para ellos, porque no tengo nada que decirles que realmente les interese. Reflexionar sobre la lectura y el libro es una necesidad más apremiante hoy que ayer, aunque sólo lean reflexiones sobre el libro y la lectura los lectores que no han perdido la confianza en el mayor invento del ser humano para alimentar la imaginación y la inteligencia.

Por último, reivindico dos certezas. La primera: No estamos ante una crisis del libro (¡y ni siquiera del libro en papel, cuya facturación en México es del 99%, y en España del 96!), sino ante una crisis del pensamiento: una crisis de generaciones (de autores y lectores) cada vez más banales, pues a peores autores, peores lectores, y viceversa. “De generación en generación, nos vamos degenerando”, me dijo alguna vez José Emilio Pacheco, con maravilloso sarcasmo. La segunda: Hoy más que nunca debemos esforzarnos en no perder a los lectores serios y exigentes que todavía existen y de los cuales depende el futuro de la lectura como extensión educativa y cultural.

I. La información no es formación

El paraíso digital puede esperar

EN OCTUBRE DE 2008, EN LA FERIA DEL LIBRO DE FRÁNCfort, en Alemania, los expertos vaticinaron que, en diez años, el libro electrónico acabaría con el libro físico. Ya transcurrió esa década y es obvio que los adivinos deberían buscar otra profesión, cualquier otra, menos la de profetas. El libro en papel no sólo no ha desaparecido, sino que recobra fuerza frente al e-book, cuya producción mundial oscila hoy entre un 3 y un 30%; este máximo, únicamente en Estados Unidos, frente a porcentajes marginales en el resto del mundo, porque, como ha señalado Carmen Ospina, de Penguin Random House (El País, 14/10/2018), “el e-book no ha mejorado la experiencia lectora, no ha aportado nada más allá de la compra inmediata”.

En el Informe mundial de libros electrónicos 2017, Estados Unidos ocupa el primer lugar con 30% del total de su mercado, y le siguen China, con 17%; Alemania, con 8%; Japón, con 5%; Reino Unido, con 4%, y Francia, con 3%. España no llega siquiera al 3%, y en América Latina es tan insignificante que México, por ejemplo, no alcanza ni el uno por ciento. Hay que decir, además, que, en general, en todo el mundo, el crecimiento del libro digital es más bien lento, y en los países donde tenía más impulso, éste se ha estancado, siendo el caso paradigmático el estadunidense en donde no ha conseguido pasar de su techo del 30%.

Sin satanizar a las tecnologías de información y comunicación es necesario decir la verdad en relación con ellas, luego de que se han ido extendiendo y adentrando en el mundo acompañadas del discurso del mayor beneficio intelectual y cultural y el menor daño para el planeta. Pasada la euforia, y asentados en la realidad, podemos saber hoy que los libros en papel son menos contaminantes, más durables y más fácilmente reciclables que los dispositivos digitales, en particular, e internet en su conjunto. Que todavía los gobiernos y las empresas (en muchas ocasiones con auxilio de la academia y de los intelectuales) se jacten en mantener en su discurso la cualidad “inocua” de las TIC tiene que ver más con negocio, con dinero y con ideología que con ciencia y con conciencia.

Quienes no leen sino lo que se escribe hoy y, además, ni siquiera en los libros, sino tan solo en las pantallas, muy probablemente ignoren lo que escribió Thorstein Veblen en su Teoría de la clase ociosa, libro publicado en el penúltimo año del siglo XIX:

Las instituciones –es decir, los hábitos mentales– bajo la guía de las cuales viven los hombres, se reciben transmitidas desde un pasado remoto; más o menos remoto, pero en cualquier caso han sido elaboradas y transmitidas por el pasado. Las instituciones son producto de los procesos pasados, están adaptadas a las circunstancias pasadas y, por tanto, no están de pleno acuerdo con las exigencias del presente. Por su propia naturaleza este proceso de adaptación selectiva no puede alcanzar nunca a la situación progresivamente cambiante en que se encuentra la comunidad en cualquier momento dado, ya que el medio, la situación, las exigencias de la vida que imponen la adaptación y realizan la selección, cambian de día en día; y cada situación sucesiva de la comunidad tiende, a su vez, a quedar en desuso tan pronto como se ha producido.