La razón perfecta - Heidi Betts - E-Book
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La razón perfecta E-Book

HEIDI BETTS

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Beschreibung

No era el regalo de Navidad que había esperado A Trevor Jarrod, un exitoso empresario de Aspen, le costaba creer que tuviera un hijo. Pero la atractiva mujer que lo había visitado le había asegurado que era el padre de su sobrino. Antes de que pudiera pedir una prueba de paternidad, Trevor descubrió que era cierto. Pero siempre había sido un soltero empedernido y no sabía cómo ser un buen padre. Y Haylie Smith no estaba dispuesta a entregar ese precioso bebé a un hombre que no conocía de nada. Si Trevor quería reclamar la custodia de ese heredero tan inesperado, iba a tener que elegir entre ir a los juzgados… o al altar.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

LA RAZÓN PERFECTA, N.º 72 - diciembre 2011

Título original: Inheriting His Secret Christmas Baby

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-114-8

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

Trevor Jarrod se limpió bien las botas en el felpudo para quitarse la nieve y entró en el edificio principal del complejo hotelero Jarrod Ridge por un acceso privado. Desde allí, fue por el largo pasillo hasta su despacho.

Gruesas y elaboradas alfombras orientales cubrían los brillantes suelos de madera. Pasó frente a las oficinas de sus hermanos sin entrar. Unas puertas estaban cerradas y otras abiertas. Pudo oír el sonido de voces, el repiqueteo en los teclados y teléfonos sonando.

Frente a los despachos, varias mesas altas y estrechas decoraban el pasillo con bellos arreglos florales. Allí colocaban rosas frescas y hortensias en verano y otros ornamentos según la estación. Esos días, eran las hojas carmesíes de las flores de Pascua las que marcaban el comienzo de las fiestas navideñas, ya que sólo faltaban unas semanas.

La piedra natural y la madera estaban presentes en la arquitectura y diseño de esa parte del hotel, como ocurría en el resto del edificio. Se trataba de la estructura original del Jarrod Ridge, puesto que ese edificio no había cambiado demasiado desde que fue construido cien años antes.

Pero durante ese tiempo, el complejo había crecido mucho, se había ampliado ese edificio y se habían construido cabañas cerca de allí, al igual que apartamentos y tiendas. Parecía un pequeño y aislado pueblo de montaña, lleno de encanto y muy pintoresco.

A pesar de los cambios, las oficinas de la familia seguían estando en el edificio principal y también estaban allí, en la planta superior de ese hotel, las viviendas de algunos de sus hermanos, los que habían decidido no mudarse a otro sitio.

Trabajaban y vivían juntos. Les gustara o no, para bien o para mal, los Jarrod estaban siempre cerca los unos de los otros.

Llegó a su propio despacho y saludó a Diana, su extraordinaria secretaria, antes de guardar los esquíes en el amplio armario de su oficina.

–¿Cómo están las pistas esta mañana? –le preguntó ella inclinando la cabeza a un lado y dejando que su pelo largo, negro y rizado, cayera sobre uno de sus hombros.

–Bien, pero podrían estar mejor –contestó él mientras se quitaba su ropa de esquí y se ponía unas botas.

Sabía que unos vaqueros y un jersey de lana no conformaban el atuendo habitual de trabajo de muchos hombres, pero el suyo no era un trabajo normal. No todo el mundo podía esquiar antes de comenzar su jornada laboral.

Después de todo, aquello era una estación de esquí, además de balneario, lugar de vacaciones en verano y la sede de uno de los acontecimientos más importantes de todo Colorado, el Festival anual de vino y gastronomía. Creía que era importante que los huéspedes vieran a los propietarios y a los empleados disfrutando de todas las actividades y servicios que ofrecía el Jarrod Ridge.

–Creo que he perdido mi talento especial –se quejó él.

–No es eso. Es que últimamente no has tenido tanto tiempo para jugar… Quiero decir, para practicar –se corrigió ella con un guiño cómplice.

Sabía que Diana tenía razón. Habían pasado cinco meses desde que murió su padre y había estado muy ocupado con dos trabajos a tiempo completo. El testamento de Donald Jarrod había obligado a sus seis a regresar al completo turístico para dirigirlo si no querían perder su participación en la empresa familiar.

Aunque se había visto obligado a convertirse en el director comercial de Jarrod Ridge, no había sido difícil aceptar su nuevo puesto. Después de dirigir con éxito su propia empresa de marketing en el centro financiero de Aspen, no le estaba costando adaptarse a su nuevo trabajo en el hotel de su familia.

Pero, por desgracia, tenía tanto trabajo que apenas le quedaba tiempo para hacer lo que más amaba, estar al aire libre y disfrutar de todo tipo de deportes. Durante el verano, solía pasar cada momento que tenía libre escalando, haciendo senderismo o dando paseos con su bicicleta de montaña. Durante los meses de invierno, no había quien lo sacara de las pistas de esquí cuando no estaba trabajando.

Le encantaba la naturaleza como a cualquier persona. Pero, para él, era la sensación de aventura lo que le atraía. Le encantaba sentir la adrenalina recorriendo sus venas. Creía que no había nada en el mundo comparable a bajar por una pendiente nevada a toda velocidad, esquivando rocas y árboles, mientras sentía el gélido aire de la montaña en la cara. O la sensación de tirarse desde una avioneta a cuatro mil metros de altura con la única compañía de un paracaídas y su capacidad para abrirlo y salvarse.

Sabía que iba a tener que adaptarse cuanto antes a su nueva situación para poder compaginar sus grandes pasiones: su amor por el trabajo y su necesidad de aventura. Tendría que sacar horas de donde pudiera para pasar más tiempo en las pistas de esquí. Pero no iba a poder hacerlo hasta que encontrara a alguien de su confianza que pudiera encargarse de la publicidad y las campañas promocionales del complejo hotelero Jarrod Ridge.

–¿Tengo algún mensaje? –le preguntó a su ayudante mientras se sacudía su oscuro pelo para tratar de secarlo más rápidamente.

Diana se puso en pie y le dio un montón de papelitos rosas. Eran demasiados mensajes. No estaba de humor para encargarse de todos en ese momento.

–Antes de que entres en tu oficina… –comenzó ella algo nerviosa.

Vio que se mordía el labio inferior. Parecía preocupada.

–¿Sí?

Ella respiró profundamente y lo miró a los ojos.

–Hay una joven esperándote. Ha estado llamándote, quería verte en persona. Cuando vino, se me pasó por la cabeza tratar de convencerla para que se fuera, pero no pude hacerlo… Creo que deberías hablar personalmente con ella.

Frunció el ceño. Diana era una mujer menuda, pero él la había visto cuando se ponía en actitud protectora y podía llegar a ser tan dura como un portero de discoteca. Imaginó que la mujer que lo esperaba en su despacho debía de ser muy valiente para haber logrado pasar a pesar de los esfuerzos de su secretaria por mantenerla lejos de allí. O valiente o muy convincente.

–¿Quién es? –le preguntó–. ¿La representante comercial de alguna empresa que quiere vendernos sus productos para que los usemos en el hotel o se trata de algún huésped?

Diana se encogió de hombros.

–Tendrás que preguntárselo tú mismo. No me lo ha dicho, pero… Bueno, ya lo verás, no acepta un «no» por respuesta.

Con un suspiro, Trevor dobló el montón de mensajes que Diana acababa de darle y los metió en el bolsillo de sus pantalones.

–De acuerdo, me encargaré de atenderla –repuso de mala gana.

Abrió las pesadas puertas de roble que separaban su despacho de la antesala donde estaba su secretaria. Durante un segundo, contempló su oficina. La gruesa y lujosa moqueta, la chimenea construida con piedras lisas de río en la pared frente a él. Y en el centro, su gran mesa de madera labrada con la lámpara a un lado, su ordenador al otro y montones de papeles en el centro.

Pero no había ninguna mujer en los sillones que tenía frente a la mesa.

Cerró las puertas y entró. Fue entonces cuando su sillón de piel se movió y giró. Vio que en él estaba sentada una bella mujer rubia con ojos azules. Y sostenía en su regazo a un bebé que parecía muy entretenido mordisqueándose la mano.

Frunció el ceño al ver la escena. No le había sorprendido ver a la mujer. Ya se lo había comentado Diana, pero a su secretaria se le había olvidado mencionar que la joven tenía un niño con ella.

Le costaba imaginar qué tipo de mujer sería capaz de asistir a una reunión de negocios con su hijo. Aunque fuera para una reunión improvisada como era aquélla, no le parecía serio ni profesional. Decidió entonces que esa reunión no iba a durar mucho tiempo.

–Me ha comentado mi secretaria que quería hablar conmigo –dijo él mientras iba hacia el sillón con la intención de recuperar su lugar y relegarla a una de las sillas que tenía dispuestas al otro lado de las mesas para sus invitados.

Esperaba que ella se levantara rápidamente y corriera a sentarse donde debía, pero no fue así. Se quedó donde estaba, en su sillón de suave piel. El mismo que había pedido especialmente y por el que había tenido que esperar durante todo un mes a que llegara. Le había costado otro mes más adaptarlo a su cuerpo y ya se amoldaba perfectamente a su anatomía. Era lo que necesitaba para aguantar allí sentado las largas jornadas de trabajo desde que se hizo cargo de ese puesto en la empresa familiar. La miró mientras ella balanceaba al niño sobre sus rodillas.

–Soy Trevor Jarrod –le dijo al ver que ella no llenaba el silencio que se había hecho en el despacho durante esos últimos segundos.

–Sé quién es. He estado intentado hablar con usted durante dos meses.

Su tono era tranquilo, pero parecía algo molesta. Su voz era brillante y muy femenina. Levantó una mano y se colocó un mechón de cabello rubio tras la oreja. Vio entonces que llevaba un sencillo pendiente de rubí a juego con el suéter rojo.

El bebé que sostenía en su regazo llevaba un peto vaquero con un tren bordado sobre el bolsillo delantero y debajo, una camiseta con muchos más trenes. Imaginó que se trataba de un niño. De otro modo, habría tenido mariposas rosas en vez de trenes.

Como si pudiera sentirse observado, el bebé gorjeó mientras lo miraba sonriente y comenzó a agitar las piernas.

Miró de nuevo a la mujer que llevaba tanto tiempo tratando de hablar con él, pero que de repente parecía no saber qué decir.

Trevor se cruzó de brazos y levantó una ceja sin dejar de mirarla.

–¿Y usted es?

Consiguió por fin que se levantara. Vio que apoyaba al niño en una cadera. Siempre le había sorprendido eso en las mujeres. Parecían haber nacido sabiendo cómo sostener a un bebé, cambiar pañales y distinguir qué le pasaba a un pequeño sólo por su forma de llorar.

De los seis hermanos Jarrod, él era el cuarto. Melissa y Erica eran más pequeñas, pero no había tenido mucha experiencia con bebés y se sentía algo incómodo cerca de ellos. Le estaba pasando en ese instante. Y eso que el pequeño estaba con su madre y él no tenía que ocuparse de nada.

Le entraron ganas de dar un paso atrás para alejarse del bebé y de la mujer. Esperó a que se presentara y le explicara por qué estaba allí. Tenía mucho trabajo pendiente y poco tiempo para ese tipo de interrupciones.

–Me llamo Haylie Smith.

Esperó a que le dijera algo más, pero vio que no lo hacía. La mujer inclinó la cabeza y se quedó callada. Era como si estuviera pendiente de su reacción, pero su nombre no le decía nada.

–Haylie Smith –repitió ella más firmemente esa vez y deletreando con cuidado cada sílaba.

–Ya lo he oído la primera vez –murmuró él mientras trataba de controlarse para no sonreír.

Nadie solía tratarlo como si fuera tonto, muy pocos se habrían atrevido a hacerlo.

Porque, aunque todos sabían que era un tipo relajado y divertido, incluso dado al coqueteo con las mujeres, se sentía siempre respetado. Después de todo, era un Jarrod. Uno de los herederos de la enorme fortuna de Donald Jarrod y un empresario de éxito por sus propios méritos.

Era rico y poderoso. Y, aunque costaba sacarlo de quicio lo suficiente como para que se enfadara, nadie solía arriesgarse a provocarlo hasta ese punto.

Por eso le extrañaba que esa desconocida se riera de él y a mirarlo a los ojos de esa manera.

Le extrañaba y, muy a su pesar, le excitaba.

Era una mujer atractiva. Comparada con él, no era muy alta, pero sí lo suficiente. Tampoco estaba demasiado delgada, tenía curvas en los sitios adecuados, en la parte delantera de su suéter y en las caderas que resaltaban sus pantalones negros. Casi podía imaginar lo suave y cálido que sería un cuerpo como ése contra su musculoso torso y sus muslos.

Su pelo, largo y liso, brillaba como el sol. Su rostro era una mezcla de inocencia y sensualidad. Se fijó también en su sonrosada boca, el azul de sus ojos y en la manera en la que sostenía al bebé, con seguridad y cariño.

Sabía que no debía sentirse atraído por ella. Después de todo, estaba a punto de echarla de su oficina. Pero, muy a su pesar, empezaba a sentir calor en la sangre y cierta tirantez en los pantalones.

Por suerte o por desgracia, no lo tenía muy claro, ella no parecía estar sufriendo el mismo tipo de respuesta fisiológica.

–He estado llamándolo durante dos meses –le dijo entonces ella–. Le he dejado mensajes, pero parece que estaba demasiado ocupado para molestarse en devolver mis llamadas.

Trevor asintió con la cabeza y fue a sentarse a su sillón.

–Ya me lo ha comentado mi secretaria. Aunque no entiendo qué puede ser tan urgente como para llamar tantas veces sin estar dispuesta a comentar al menos sobre qué quiere hablar conmigo.

Tal y como había previsto, su movimiento hizo que la mujer fuera al otro lado de la mesa, pero no se sentó. Se quedó de pie mientras movía la cadera de manera rítmica para tranquilizar al bebé.

–Algunas cosas es mejor decirlas en persona. Y pensé que preferiría que no le comentara a su secretaria algo que afecta a su vida personal.

Sus palabras consiguieron atraer toda su atención. La miró con el ceño fruncido.

–Lo siento, pero no la conozco de nada, nunca la había visto. ¿Qué tipo de asunto personal querría tratar conmigo? –le preguntó tratando de no reírse.

Cada vez le parecía más absurda la situación y temió que la mujer pudiera estar ligeramente trastornada. Pensó que a lo mejor creía que era otra heredera del imperio Jarrod o algo así. También cabía la posibilidad de que hubiera visto sus fotografías en la prensa del corazón y hubiera imaginado que era una de sus muchas conquistas femeninas.

Pensó en levantarse y abrir las puertas de su despacho para protegerse. También podía llamar a la seguridad del hotel. Pero la mujer cambió al niño de cadera y se acercó de nuevo a él con pasos lentos y decididos.

–Es verdad, usted no me conoce. Nunca nos habíamos visto. Pero conoció hace un año a mi hermana y, por lo que he oído, se lo pasaron muy bien juntos.

Se detuvo frente a él, mirándolo de una manera que no le gustó nada. Se preparó para ponerse en pie y apartarse si llegaba el caso, pero sus siguientes palabras lo dejaron inmóvil.

–Si se tomara la molestia de devolver sus llamadas, no habría tardado dos meses en localizarlo y presentarle a su hijo.

Y sin más, le dejó al bebé en su regazo. Después, se enderezó y se cruzó de brazos, mirándolo con una sonrisa de satisfacción.

Capítulo Dos

Haylie sabía que no debería estar disfrutando tanto con la reacción de Trevor Jarrod, pero no podía evitarlo. El hombre abrió mucho los ojos y también la boca. Sujetaba a Bradley como si fuera una granada a punto de explotar en cualquier momento y no un bebé de cuatro meses de edad.

Tenía que reconocer que al menos había sujetado al pequeño en cuanto lo dejó en su regazo y se apartó de él. Era un alivio ver que tenía los instintos correctos y no iba a dejar que el niño se cayera.

Se quedaron unos segundos en silencio. Después, Trevor pareció haberse recuperado lo suficiente como para cerrar la boca y ponerse en pie. Vio que sujetaba a Bradley a cierta distancia. El pequeño no tardó en darse cuenta de que algo no iba bien y agitó nervioso las piernas. Arrugó su carita y se puso rojo.

Se acercó rápidamente y lo tomó en sus brazos. Sus instintos, aunque no fueran maternales, no habían tardado en hacerle reaccionar al ver que Bradley estaba a punto de echarse a llorar. Lo acunó contra su pecho y le frotó suavemente la espalda mientras se movía con él para tranquilizarlo. No tardó mucho tiempo en conseguirlo.

Trevor, en cambio, no parecía encontrar consuelo. Apretaba los labios con fuerza y la miraba furioso.

–No sé qué clase de broma es ésta –le dijo Trevor Jarrod con frialdad–, pero no me hace ninguna gracia. Me temo que voy a tener que pedirle que se vaya a de aquí. Si no lo hace, no me quedará más remedio que llamar a la seguridad del hotel.

Ella vio que iba hasta las puertas del despacho. No le había sorprendido su reacción, no había esperado otra. No iba a necesitar llamar a nadie para que la echara de allí. Haylie estaba dispuesta a irse por su propio pie.

Después de todo, aquello tampoco era agradable para ella. Si estaba allí, si había ido a Aspen, era porque pensaba que un padre tenía derecho a saber que lo era y ese niño tenía también derecho a conocer al único progenitor que le quedaba. Habría preferido estar en su casa de Denver, viviendo su vida mientras intentaba criar a su sobrino de la mejor manera posible.

Una vez más, lamentó que su hermana hubiera tenido siempre una naturaleza tan inconsciente y relajada. Creía que ella debería haber sido la que localizara a Trevor Jarrod después de su breve aventura de una noche para decirle que estaba embarazada y comunicarle unos meses más tarde que había tenido un niño al que iba a llamar Bradley.

Pero su hermana no lo había hecho, eso habría sido lo correcto y lo más maduro y responsable. Habría probado así que sí estaba preparada para criar ella sola a un niño.

No sabía qué se le podría haber pasado a su hermana por la cabeza durante esos meses de embarazo. Pensó que quizás Heather no hubiera llegado a aceptar en ningún momento el hecho de que iba a ser madre y lo que eso implicaba. Había seguido adelante con su vida como si nada hubiera cambiado, sólo el tamaño de su barriga.

Creía que al menos había sido lo bastante inteligente como para dejar de beber y fumar. También había dejado de salir cada noche cuando su barriga se hizo evidente. Imaginó que no le habría gustado nada que el embarazo la coartara tanto como para dejar de divertirse unos meses. Pero, por lo demás, no había cambiado su actitud en absoluto tras saber que estaba a punto de tener un hijo.

La realidad la había golpeado con fuerza. Recordó la reacción de sorpresa de su hermana al ver que estaba de parto. Durante las dos primeras semanas tras el nacimiento de Bradley, había llegado a pensar que su hermana había madurado de verdad y que iba a cambiar su modo de vida para convertirse en una madre afectuosa y responsable.

Pero, tal y como había hecho siempre su hermana, ese cambio a mejor fue muy breve. Antes de que Bradley cumpliera un mes, Heather había vuelto a los mismos hábitos de siempre. Salía cada noche y no volvía hasta la madrugada. Después, dormía hasta la hora de la comida. No se ocupaba de nada, no pagaba las facturas y, lo peor de todo, ignoraba por completo a Bradley.

A pesar de todos los problemas que habían tenido, Haylie había querido mucho a su hermana, pero aquello le había parecido imperdonable.

Bradley no era su hijo, pero lo había querido desde el primer momento y con una gran intensidad. Esos sentimientos le habían hecho entender el instinto de protección que tenía una osa hacia sus crías, capaz de cualquier cosa por protegerlos. Le parecía inconcebible que su hermana, la madre biológica de Bradley, no compartiera esos mismos sentimientos tan profundos por su propio hijo.

De un modo u otro, ya no tenía sentido darle más vueltas a lo que había pasado. Bradley era su responsabilidad. Lo quería mucho, creía que se merecía lo mejor y sabía que tenía derecho a saber quién era su padre. Y también a él debía darle la oportunidad de conocer a su hijo. Por eso estaba en el hotel de Jarrod Ridge en esos momentos y en el despacho de Trevor Jarrod, mirando a un hombre que podía llamar a la seguridad del hotel en cualquier momento para echarla de allí y que tenía suficiente poder como para impedir que volviera a acercarse a él.

–Puede llamar a quien quiera –le dijo ella con más tranquilidad y calma de las que sentía en esos instantes–. Pero eso no va a cambiar en nada la razón por la que estoy aquí.

Llevó a Bradley hasta una de las sillas que había frente a la mesa. Mientras lo sujetaba con una mano, buscó algo en su bolso con la otra. Se incorporó después con unos papeles en la mano.

Se acercó hasta donde estaba Trevor, que aún sostenía el picaporte de bronce en la mano, aunque aún no había abierto la puerta. Buscó entre los papeles hasta encontrar la fotografía y se la enseñó.

–Es mi hermana, Heather –murmuró entonces.

No podía hablar de ella sin emocionarse. Tenía un nudo en la garganta y se le llenaron los ojos de lágrimas.

Fue un alivio ver que al menos se dignaba a mirar la fotografía y que parecía estar estudiando con detenimiento el rostro de su hermana. Pero cuando levantó la vista y se miraron a los ojos, se dio cuenta de que no recordaba haber conocido a Heather ni haberse acostado con ella.

Tragó saliva y respiró profundamente antes de hablar de nuevo.

–Al parecer, la conoció cuando estaba en Denver durante un viaje de negocios. Fue en un bar de copas del centro de la ciudad. Heather era muy joven y bella, pero le gustaba demasiado salir por las noches. Y cuando por fin decidía volver a casa, prefería hacerlo acompañada –le dijo ella entonces.

Vio que sus palabras habían conseguido despertar algo en la mirada de ese hombre.

–¿Era? ¿Por qué habla en pasado de su hermana? –repitió Trevor Jarrod.

Se quedó sin respiración y asintió con la cabeza. Le costaba mucho hablar de ello. Buscó entre los papeles hasta encontrar un recorte de periódico.

–Murió en un accidente de tráfico hace dos meses.

Vio que Trevor parecía mirarla compasivamente al oír lo que había pasado. Al parecer, no recordaba haber estado con Heather y cabía la posibilidad de que tuviera ciertas sospechas sobre lo que acababa de contarle, pero al menos no era tan frío y despiadado como podía haber sido.

–Puede que piense que todo esto forma parte de algún elaborado engaño para sacarle dinero, pero le aseguro que no es así –le dijo ella.

Bradley comenzó a quejarse y lo movió para que se tranquilizara mientras lo cambiaba de cadera.

–Si estoy aquí es porque Heather me contó que usted era el padre y, como ella no llegó a comunicárselo, me pareció que debía venir yo para decirle que ella ha fallecido y que tiene un hijo del que no sabía nada –le explicó–. Pero la principal razón que me empujó a venir fue mi propio sobrino. Creo que tiene derecho a saber quién es su padre y conocer a su familia paterna.

Al ver que Trevor se quedaba callado, recuperó la fotografía y el recorte de prensa y volvió a guardarlos.

–Investígueme si quiere y elabore todos los documentos legales que crea convenientes para proteger sus bienes, pero no castigue a su hijo por los errores de su madre.

Trevor apretó con más fuerza aún el picaporte mientras miraba a la mujer que tenía frente a él. Había conocido a unas cuantas damas que sólo se interesaban por su dinero y se acercaban a él con el objetivo de conseguir hacerse con parte de la fortuna de los Jarrod, pero esa joven parecía distinta.

Había algo en Haylie Smith que le decía que estaba siendo sincera. Aunque estuviera equivocada sobre la paternidad del bebé, tenía claro que creía lo que le estaba contando o al menos lo que su hermana le había dicho antes de morir.

Miró la fotografía que sostenía Haylie en sus manos y trató de recordarla. Según su hermana, había pasado una noche inolvidable con esa joven. Recordaba haber ido a Denver un año antes y también haber salido por algunos bares del centro de la ciudad. Después de un largo día de trabajo y duras negociaciones, le había apetecido tomarse un par de copas para olvidar un trato que no había salido como esperaba. Recordó cómo se había sentido entonces, frustrado y cansado.

Entró en un bar con la música muy alta y demasiada gente, pero se había quedado allí el tiempo suficiente como para beberse unas cuantas copas. Había visto a muchas mujeres con provocativas faldas y tacones muy altos. Unas bailaban en la pista, otras estaban sentadas en las butacas de los reservados. Algunas habían flirteado con él, pero no había estado de humor esa noche para nada más.

Eso había creído, pero había terminado bebiendo más de la cuenta y quizás al final le hubiera apetecido tener una breve aventura con alguna de esas mujeres.

No recordaba nada. Lo único que le resultaba algo familiar en el rostro de la mujer de la fotografía era la cara de la señorita Smith. Tenían los mismos ojos azules y el mismo cabello rubio, labios carnosos y espesas pestañas. Pero no había más similitudes entre las dos.

Heather llevaba en la foto un peinado algo extravagante y elaborado, con algunas mechas de color rojo. Haylie, sin embargo, lo llevaba suelto y natural. Le entraron unas ganas enormes de tocarlo, parecía muy sedoso.

Los labios de Heather estaban pintados de fucsia. Su hermana, en cambio, sólo llevaba un poco de brillo transparente. También eran distintas sus miradas. La mujer que tenía delante transmitía calidez con sus ojos.

No entendía cómo dos mujeres, que eran hermanas y tenían tantos rasgos en común, podían parecerle tan diferentes.

También le extrañó que una mujer pudiera pasar los nueve meses de embarazo sin que se le ocurriera que el padre del hijo que estaba esperando tenía derecho a saber que iba a ser padre. La hermana, en cambio, había tratado de localizarlo por teléfono durante dos meses y, al no conseguirlo, había decidido conducir durante cuatro horas desde Denver a Aspen con el bebé a cuestas para informarle de que era el padre de ese niño. O eso era al menos lo que esa mujer aseguraba.

Esa fue la razón por la que quiso saber si lo que decía era verdad. Necesitaba saber si esa mujer tenía razón y el niño que sostenía en sus brazos en esos instantes era hijo suyo.

No sabía qué estaba sintiendo en esos momentos. Le bastaba con pensar en la posibilidad de que tuviera un hijo para que se le hiciera un nudo en el estómago y le costara respirar. Nunca había sentido instinto paternal ni le entusiasmaba la idea de tener hijos. Creía que lo que estaba sintiendo se parecía más a un ataque de pánico que a cualquier otra cosa.

Tenía veintisiete años y no le atraía en absoluto la idea de casarse ni formar una familia. Era algo en lo que no pensaba. Y mucho menos en la posibilidad de que apareciera de repente un hijo en su vida sin que él hubiera sabido nada al respecto hasta ese instante.

Había estado demasiado ocupado disfrutando de su vida de soltero y poniendo en pie una empresa. Además, durante los últimos meses, todo había cambiado bastante y se había convertido en el director comercial de Jarrod Ridge. Ni siquiera tenía tiempo para esquiar o hacer alpinismo. Y mucho menos para atender él solo a un bebé.