La dureza del diamante - Heidi Betts - E-Book

La dureza del diamante E-Book

HEIDI BETTS

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Beschreibung

¿Había ido desde el principio detrás de su fortuna? Para el magnate de las joyas Alexander Bajoran no había retos imposibles... hasta que se encontró un bebé en su oficina con una nota diciendo que era su hijo. Solo había una mujer que pudiera ser la madre: Jessica Taylor, con quien un año antes había mantenido una breve aventura. Poco después Jessica se presentó en su casa, desesperada y arrepentida por haber abandonado a su hijo. Alex no estaba dispuesto a dejarla marchar con quien tal vez fuera su legítimo heredero. Pero al descubrir que Jessica estaba emparentada con su mayor rival en el negocio de las joyas, se preguntó si su embarazo habría sido realmente un accidente.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Heidi Betts. Todos los derechos reservados.

LA DUREZA DEL DIAMANTE, N.º 1919 - junio 2013

Título original: Secrets, Lies & Lullabies

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3105-6

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo Uno

Alexander Bajoran abrió la pesada puerta de roble de su suite. Se había alejado casi medio kilómetro del Mountain View Lodge, un hotel de lujo de estilo rústico, antes de darse cuenta de que había olvidado unos papeles muy importantes para la reunión que tenía en el centro de Portland. Por culpa de aquel inesperado retraso no podría llegar a tiempo.

Dejó que la puerta se cerrara tras él mientras se dirigía a la gran mesa de cerezo que había en el extremo del salón. Se detuvo al oír un ruido. Se giró hacia el dormitorio y vio a una mujer que estaba retirando las sábanas mientras movía el trasero al ritmo de una canción que solo ella oía.

Llevaba un sencillo e insípido uniforme gris de camarera que disimulaba sus formas. Tenía el pelo recogido y sujeto en lo alto de la cabeza con una gran horquilla de plástico. Era de color rubio, pero se adivinaban mechas de color aquí y allá: negro, castaño rojizo… y azul. Sí, aquella mujer tenía cabellos azules.

Estaba tarareando una canción en voz baja, y de vez en cuando se le trababa la lengua al levantar la sábana bajera del colchón. La sábana encimera y la colcha ya estaban en el suelo.

Mientras seguía contoneándose alrededor de la cama, completamente ajena a la presencia de Alexander, él se fijó en los pendientes, aretes y zarcillos que adornaban su oreja derecha. Debía de llevar siete u ocho, mientras que en la izquierda solo contó cuatro: tres junto al lóbulo y uno más arriba, cerca de la sien. Parecían de oro y plata, pero sin duda eran falsos. Una camarera de hotel no podía permitirse joyas auténticas. Una lástima, porque a aquella joven le sentarían muy bien los diamantes. Alexander lo sabía muy bien… Por algo se dedicaba al negocio de los diamantes.

La joven recogió el montón de sábanas en sus brazos, se giró hacia la puerta y al verlo dejó escapar un fuerte chillido al tiempo que saltaba hacia atrás. Alexander levantó las manos rápidamente para tranquilizarla.

–Lo siento, no quería asustarla –se disculpó.

La joven se arrancó la bisutería de las orejas y se la guardó en el bolsillo del delantal blanco, donde también debía de llevar un reproductor MP3. Alexander oyó la música mientras ella intentaba bajar el volumen.

Al verla de frente observó que no llevaba maquillaje, lo cual era extraño con aquel pelo teñido y aquella abundancia de joyas. Llevaba incluso un pequeño aro dorado con motas de circonita en la ceja derecha.

–Lo siento –murmuró ella, lamiéndose el labio–. No sabía que había alguien en la habitación. No he visto el cartel en la puerta…

–No había ningún cartel. Había salido, pero he olvidado algo que necesito para una reunión.

No sabía por qué le daba tantas explicaciones. Pero cuando más tiempo pasara hablándole más podría verla. Y le gustaba lo que veía.

Aquello también era raro. Las mujeres con las que salía eran sofisticadas y elegantes y procedían de familias adineradas. Mujeres que se pasaban el tiempo en un exclusivo club social sin hacer otra cosa que planear la próxima recaudación de fondos para la obra benéfica de turno. Nunca antes se había sentido atraído por alguien con el pelo multicolor y la cara llena de piercings. Pero aquella joven ejercía en él una fascinación inexplicable, exótica, casi salvaje.

Ella también parecía ligeramente desconcertada por su presencia, y lo miraba como si temiera que fuese a morderla.

–¿Necesita alguna cosa? –le preguntó, lamiéndose otra vez los labios–. ¿Toallas, vasos…?

–No, gracias.

No se le ocurrió qué más decir ni ningún otro motivo para permanecer allí, de modo que fue hacia la mesa para recoger la carpeta olvidada. La mujer se quedó en la puerta del dormitorio.

–Bueno… –murmuró–. Me marcho.

Ella asintió, sin dejar de mirarlo con recelo.

Alexander caminó hasta la puerta y la abrió, pero antes de salir no pudo resistirse y se giró para mirar por última vez a la intrigante joven que ya seguía cambiando las sabanas.

–Era Alexander Bajoran –le susurró Jessica a su prima por encima de la mesa del restaurante.

–¿Me tomas el pelo? –replicó Erin en una voz igualmente baja, abriendo los ojos como platos.

Jessica negó con la cabeza, se cruzó de brazos y se echó hacia atrás en la silla para que su prima se inclinara hacia delante. Los sándwiches permanecían intactos en la mesa y el hielo de los refrescos empezaba a derretirse en los vasos de plástico.

–¿Te ha reconocido?

–No lo sé. No me dijo nada, pero me miraba de un modo muy raro.

–¿Raro? ¿Qué quieres decir?

–Bueno… –sonrió–. Como me suele mirar la gente.

–La verdad es que no pasas desapercibida. En realidad, tu estilo puede jugar a tu favor. No te pareces en nada a como eras hace cinco años. Bajoran no sospechará quién eres.

–Espero que no. Pero de todos modos voy a intentar cambiar de planta con Hilda. Así no correré peligro de volver a tropezarme con él.

–¡No, no hagas eso! –exclamó Erin rápidamente–. Tenemos que aprovecharnos de la situación. Si no te reconoce significa que puedes moverte libremente por su habitación sin levantar sospechas.

–¿Sin levantar sospechas? –repitió Jessica–. ¿Quién te crees que soy… James Bond?

–Si pudiera hacerlo yo, lo haría… Pero eres tú a quien él ha tomado por una camarera.

–¿Y eso qué importa?

–Importa, ya que puedes moverte por el hotel sin que nadie se fije en ti. Ya sabes cómo son los hombres como Bajoran. Tan arrogantes y pagados de sí mismos que nunca se fijarían en una humilde camarera. Para él serás invisible.

Su voz estaba cargada de desprecio, y no le faltaba razón. Cincuenta años antes, el abuelo y el tío abuelo de Alexander Bajoran habían creado Bajoran Designs. Poco después formaron una sociedad con los abuelos de Jessica y Erin, propietarios de Taylor Fine Jewels. Ambas empresas se encontraban en Seattle, Washington, y juntas habían diseñado las joyas más hermosas y valiosas del mercado. Los famosos y la realeza ostentaban sus collares, brazaletes y pendientes de oro y diamantes por todo el mundo.

La sociedad se mantuvo durante décadas e hizo inmensamente ricas a las dos familias. Hasta que un día, cinco años atrás, Alexander heredó Bajoran Designs de su padre y su primera medida fue apropiarse de Taylor Fine Jewels.

Sin previo aviso, compró un gran número de acciones de Taylor Fine Jewels, obligó a los padres de Jessica y de Erin a abandonar la junta directiva y absorbió la empresa para hacerse con el mercado de joyas.

Consecuentemente, la familia Taylor se vio arruinada y tuvo que dejar Seattle de la noche a la mañana. No cayeron en la indigencia, pero los Taylor no sabían vivir modestamente. La madre de Jessica no se acostumbraba a su estilo de vida de clase media, y para la madre de Erin era aún más duro.

A Jessica, en cambio, no le iban mal las cosas. Cierto, a veces echaba de menos el lujo y las comodidades de su vida anterior, pero al trabajar de camarera y llevar una vida normal y corriente disfrutaba de una libertad que nunca había tenido.

Cuando era rica no podía teñirse el pelo ni llevar piercings, y cuando asistía con su madre a los almuerzos en el club de campo tenía que soportar a los fotógrafos y paparazzi. El dinero estaba bien, pero el anonimato podía estar aún mejor. Al menos para ella. Para Erin, la austeridad era poco menos que un suplicio.

–¿Por qué tengo que ser invisible? –preguntó Jessica–. Es una suerte que no me haya reconocido la primera vez. Debería cambiar de piso y también de turno…

–¡No! –volvió a explotar Erin–. ¿Es que no lo ves? ¡Es nuestra oportunidad para vengarnos por lo que nos hizo!

–¿De qué estás hablando? –sacudió la cabeza con gran confusión–. ¿Cómo vamos a vengarnos de él? Es el director de una empresa multimillonaria. Nosotras no somos nadie. No tenemos dinero, ni poder, ni ningún tipo de influencia.

–Eso es. No somos nadie. Y él es el director de una empresa multimillonaria que antes era nuestra… Y que tal vez vuelva a serlo.

Antes de que Jessica pudiera responder, Erin siguió hablando.

–Está aquí por negocios, ¿no? Eso significa que tiene información importante con él: informes, contratos, documentos… Cualquier cosa que pudiéramos usar para recuperar Taylor Fine Jewels.

–Taylor Fine Jewels ya no existe. Fue absorbida por Bajoran Designs.

–¿Y?

–No puedo registrar sus cosas. No está bien. Es peligroso y va contra la política del hotel. ¡Podría perder mi empleo! Se trata de espionaje industrial…

–Solo sería espionaje industrial si trabajaras para una empresa rival. Y no es así, porque Alexander Bajoran se quedó con nuestra empresa y nos echó a todos a la calle. Además, ¿qué más da si pierdes ese estúpido empleo? Seguro que puedes limpiar los retretes en cualquier hotel.

A Jessica la sorprendió amargamente el desprecio que mostraba su prima por su trabajo. Sí, se encargaba de limpiar retretes, hacer camas y pasar la aspiradora en vez de doblar pañuelos y vestir maniquíes en una boutique de lujo como Erin, pero en cierto modo le gustaba lo que hacía. Podía pasar casi todo el tiempo sola, se llevaba bien con el resto del personal y las propinas eran muy generosas. Y libres de impuestos. El trabajo la ayudaba a mantenerse ocupada y no pensar en el pasado. A diferencia de su prima, quien vivía dominada por un profundo rencor hacia un viejo enemigo.

–Vamos, Jess, por favor –le suplicó Erin–. Tienes que hacerlo. Por la familia. Esta es nuestra oportunidad para averiguar qué se propone Bajoran y si hay algún modo, el que sea, de recuperar nuestras vidas.

Jessica quería negarse. Y debería hacerlo. Pero la angustia que expresaban los ojos y la voz de Erin le hicieron titubear.

–¿Qué tendría que hacer? –preguntó con cautela–. ¿Qué cosa tendría que buscar?

–Tan solo unos papeles. En su mesa o en su cartera. Informes, memorandos internos o quizá algún documento que explique su próxima absorción secreta.

Jessica asintió a regañadientes.

–De acuerdo, lo haré. Mantendré los ojos bien abiertos, pero no voy a hurgar en sus pertenencias como si fuera una vulgar ladrona.

Erin asintió con mucha más vehemencia que ella.

–Muy bien, lo entiendo. Pero mira a tu alrededor, ¿quieres? Y podrías demorarte ahuecando los cojines mientras él está al teléfono… y escuchar su conversación.

–No te hagas ilusiones, Erin. Ya sabes cómo acaban estos enredos. No voy a ir a la cárcel por ti. Una Taylor con antecedentes sería más apetitosa para la prensa que una que tuviera que trabajar de nueve a cinco limpiando cuartos de baño.

Aquello era una locura.

Ella era una antigua miembro de la alta sociedad convertida en camarera de hotel, no una espía entrenada para robar información clasificada. Ni siquiera sabía lo que estaba buscando, y mucho menos cómo encontrarlo.

Había dejado el carrito en el pasillo con todo lo que necesitaba para limpiar de esa manera parecería estar más ocupada y tendría una excusa para moverse por toda la suite en caso de que alguien, especialmente Alexander Bajoran, entrara y la sorprendiera fisgoneando.

El problema era que la suite estaba en un estado impecable, como correspondía a las estrictas normas de mantenimiento del hotel Mountain View. A eso había que añadir que Alexander Bajoran parecía ser un tipo bastante pulcro y ordenado y no dejaba a la vista ningún objeto personal.

No importaba lo que le hubiera hecho creer a su prima; bajo ningún concepto iba a registrar la habitación. Echaría un vistazo a la mesa, bajo la cama, las mesitas de noche, en el armario tal vez, pero no iba a rebuscar en el cajón de la ropa interior cuando ni siquiera sabía lo que estaba buscando.

¿Qué tipo de documentos? ¿Qué clase de información comprometedora?

Entendía a su prima por querer encontrar algo que sirviera para incriminarlo. Cualquier cosa para vengarse del hombre que había destruido el estilo de vida de los Taylor y también a algunos miembros de la familia. Pero habían pasado cinco años desde la opa hostil de Bajoran. Él había seguido con sus negocios y en la actualidad debía de tener otros muchos proyectos de los que ocuparse. Y aunque esos negocios no fueran del todo transparentes, Jessica no creía que fuera por ahí dejando pistas de sus chanchullos.

Después de quitar las sábanas y dejarlas en el suelo, aprovechó para abrir rápida y silenciosamente uno de los cajones de la mesilla. Las manos le temblaban. Estaba sola, pero la política del hotel exigía dejar la puerta abierta y en cualquier momento alguien podría entrar.

No sabía qué sería peor, si que la sorprendiera Alexander Bajoran o su supervisor. Uno podía hacer que la despidieran, el otro podía despedirla en el acto.

El cajón estaba vacío. Cerró el cajón sin hacer ruido y apartó las sábanas sucias del suelo para colocar la sábana limpia sobre el colchón. Rodeó la cama mientras ajustaba las esquinas y abrió los cajones de la otra mesilla y el corazón le dio un vuelco al pensar que tendría que hurgar en las pertenencias del archienemigo de su familia.

En el cajón inferior había una licorera llena de un liquido ambarino, seguramente whisky escocés, y un juego de vasos largos. El superior contenía una gruesa carpeta forrada de piel y una pluma Montblanc azul oscura.

Tragó saliva y abrió la carpeta. Lo estaba haciendo… Estaba violando la intimidad de Alexander e infringiendo el contrato que firmó al empezar a trabajar en el hotel.

Respiró hondo, cerró brevemente los ojos y agarró la pluma. Abrió la carpeta e intentó concentrarse en el contenido. Examinó rápidamente las dos primeras hojas, sin encontrar nada interesante o útil. El resto solo eran fotos de joyas y bocetos de diseños.

Las mismas joyas que su familia había creado y a las que ella soñaba dedicarse algún día. Lo que ella había anhelado todos esos años era trabajar para Taylor Fine Jewels. O mejor dicho, para su socio, Bajoran Designs.

Como a cualquier joven, le encantaban las joyas. Pero mientras que la mayoría de sus amigas solo deseaba lucirlas, ella quería hacerlas. Cortar y labrar gemas hasta dar con la piedra perfecta que ella misma hubiera diseñado.

Los márgenes de sus cuadernos y apuntes del instituto estaban llenos de intrincados garabatos con los que plasmaba sus ideas. Su padre usó algunos para varias piezas que se vendieron por millones de dólares. Y para su decimosexto cumpleaños la sorprendió con un anillo de perlas y diamantes cuyo diseño siempre había sido uno de los favoritos de Jessica.

Y lo seguía siendo, aunque ya no se le presentaban muchas oportunidades para lucirlo y lo tenía guardado en su joyero, escondido entre las baratijas que encajaban mejor con su actual nivel de vida.

Los diseños que veía en aquella carpeta eran preciosos, pero no perfectos. El tamaño de un zafiro eclipsaba la joya del centro. Las filigranas de otra pieza eran excesivamente exquisitas para los diamantes que la rodeaban.

Podría corregir aquellos errores con un simple lápiz, y cuando se sorprendió pasando los dedos sobre una de las brillantes fotografías ahogó un gemido de horror. ¿Cuánto tiempo había permanecido ensimismada con aquella carpeta en las manos y la puerta abierta a sus espaldas? Devolvió la carpeta al cajón y colocó la pluma encima, exactamente como se la había encontrado. O al menos eso esperaba…

Dejó el dormitorio listo y limpió el baño, pero no lo reabasteció y volvió al salón. Pasó la aspiradora por toda la alfombra, como debía hacer, pero lo hizo más despacio que de costumbre e incluso aspiró el interior del armario cercano a la puerta. Lo único que encontró allí, sin embargo, fue la caja fuerte. Imposible de abrir, naturalmente.

El único lugar que podría contener algo de interés para su prima era la gran mesa junto a la pared del fondo. La había evitado hasta el momento porque, en el fondo, no quería encontrar nada comprometedor que pudiera poner a Erin en una situación aún más delicada. No quería remover el pasado y reabrir las heridas que, en su opinión, ya empezaban a sanar. Se había convencido de que todos seguían adelante con sus vidas, pero al parecer estaba equivocada.

Dejó la aspiradora cerca y examinó rápidamente la superficie de la mesa. Había unos folios del hotel con algunas notas sin importancia, la guía telefónica, el menú del servicio de habitaciones y poco más.

En el interior, sin embargo, encontró unos sobres de papel manila y un ordenador portátil. Se lamió los labios e intentó calmar los acelerados latidos de su corazón. No iba a encender el portátil, de ningún modo. Sería demasiado, y además le llevaría demasiado tiempo iniciar el sistema y explorar los archivos y documentos. El supervisor no tardaría en aparecer y preguntarle por qué estaba aún en aquella suite cuando tenía que ocuparse de toda la planta.

Erin tendría que conformarse con lo que encontrara en los sobres. Los abrió uno a uno y examinó su contenido lo más rápidamente posible, sin que nada le llamara la atención. Claro que tampoco sabía lo que estaba buscando. Todo era jerga empresarial pero en cualquier caso allí no se hacía mención de Taylor Fine Jewels.

Estaba soltando una exhalación de frustración y alivio cuando oyó un crujido y supo que alguien estaba entrando en la suite. El corazón casi se le salió del pecho, pero intentó conservar la calma y cerró el cajón lenta y silenciosamente para no dar una imagen sospechosa. Agarró el trapo que había dejado en la mesa y se puso a quitar el polvo, sin volverse, aun sabiendo que tenía a alguien detrás de ella. El truco estaba en fingir sorpresa cuando se diera la vuelta y descubrir que no estaba sola.

«Actúa con naturalidad», se dijo así misma, confiando en que sus mejillas no la delataran. La suerte estaba de su lado, porque cuando terminó de pasar la bayeta y se giró hacia la aspiradora, quienquiera que estuviese tras ella, observando en silencio todos sus movimientos, carraspeó para hacer notar su presencia.

Y era él. Lo supo sin necesidad de verlo, por aquel débil murmullo que alcanzó sus oídos y descendió por su espalda.

Por unos instantes se quedó sin respiración y se reprendió por tener una reacción tan visceral a algo tan simple. Aquel hombre era un desconocido. El enemigo de su familia. Y un huésped del hotel donde ella trabajaba. Demasiadas razones por las que no se le debería acelerar la respiración ni hervirle la sangre.

Sin soltar el mango de la aspiradora, se enderezó y se dio la vuelta.

–¡Oh! –exclamó, abriendo mucho los ojos con fingido asombro–. Hola otra vez.

–Hola –respondió Alexander Bajoran con una pequeña sonrisa.

A Jessica le dio un vuelco el corazón. Nervios, se dijo a sí misma. Solo eran nervios. Pero tenía que admitir que aquel hombre, enemigo o no, era endiabladamente atractivo. Su pelo, negro como el carbón, estaba impecablemente peinado, aunque en algunos sitios lo llevaba lo suficientemente largo como para dar una imagen informal y despreocupada. Sus ojos, de un brillante azul claro, contrastaban con una piel sorprendentemente bronceada. Toda la familia Bajoran tenía la piel oscura, el pelo oscuro… y un carácter despiadado.

Más le valdría recordarlo y no dejarse afectar por su arrebatador aspecto, vestido con unos pantalones negros y una chaqueta blazer azul marino, digno de aparecer en la portada de la revista GQ… o en la revista Forbes, gracias a su fortuna ilícitamente adquirida.

–Parece que nuestros horarios chocan esta semana –dijo él en un tono ligero y divertido. Le echó una mirada y bajó la voz a un tono sugerente y sensual–. O quizá debería decir que… coinciden.

El calor que desprendía su voz le desató una corriente abrasadora en el estómago.

Oh, no, no, no. Para ella se habían acabado los hombres encantadores y peligrosos. Y Alexander Bajoran era el más peligroso de todos.

Muchos huéspedes habían intentado seducirla desde que trabajaba en el Mountain View. Hombres de negocios, maridos de vacaciones, mujeriegos ricos e idiotas que se creían con derecho a todo… Pero a pesar de las generosas propinas, de los simples halagos o incluso de los pellizcos en el trasero, Jessica nunca había sentido la menor atracción por ninguno de ellos.

Y sin embargo allí estaba, cara a cara con el hombre que había hundido a su familia y a quien se suponía que debía espiar, sintiendo un creciente hormigueo por toda la piel.

Él dio un paso hacia ella y Jessica apretó los puños, uno alrededor del mango de la aspiradora y el otro cerca de la cadera derecha. Pero lo único que él hizo fue dejar el maletín en la mesita de centro y sentarse en el sofá.

Jessica dejó escapar el aire que estaba conteniendo y desenchufó la aspiradora para recoger el cable. Cuanto antes saliera de allí, mejor.

–Lo dejaré para que pueda trabajar en paz –dijo, principalmente para romper el agobiante silencio que la asfixiaba.

–Acaba lo que tengas que hacer –repuso él tranquilamente mientras sacaba unos papeles de la cartera–. Tengo que revisar un par de cosas, pero no me molestas. Es más, el ruido de fondo me ayudará a relajarme.