Novia a la fuga - Heidi Betts - E-Book
SONDERANGEBOT

Novia a la fuga E-Book

HEIDI BETTS

0,0
2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

¿Por el bien del bebé? Juliet Zaccaro debería estar caminando hacia el altar, así que ¿por qué estaba saliendo de la iglesia a todo correr? Porque acababa de descubrir que estaba embarazada, y no de su prometido. La misión del investigador privado Reid McCormack era llevarla de vuelta a casa. Pero cuando la encontrara iba a asegurarse de que no regresara con su novio; sobre todo porque el bebé que llevaba dentro podría ser suyo. Aunque Juliet negaba la química que había entre ellos, ¿conseguiría Reid convencerla de que compartían algo más que un vientre abultado por un bebé?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 181

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2014 Heidi Betts

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Novia a la fuga, n.º 1972 - abril 2014

Título original: Project: Runaway Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4275-5

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

Juliet Zaccaro miró la varita de plástico que sujetaba con dedos temblorosos.

Era uno de esos paquetes que prometían un cien por cien de eficacia. Y lo que veía ante sí era una gigantesca cruz azul que destellaba como un anuncio luminoso de Broadway.

Estaba embarazada.

Se le contrajo el estómago y después los pulmones. Se le doblaron las rodillas, dio un paso a un lado y se sentó en la tapa del váter, envuelta en una nube de gasa y tul blanco.

Una risita histérica le cosquilleó la garganta, pero la controló. Apretó los labios porque sabía que si empezaba tal vez no pararía nunca.

Era el día de la boda. Estaba en el cuarto de baño adjunto a la pequeña habitación que había en la parte de atrás de la iglesia donde se había estado retocando.

Tenía que haberse hecho la prueba días antes, en vez de esperar a estar peinada, maquillada y embutida en un exclusivo vestido de princesa de cuento, diseñado y cosido a mano por su hermana Lily. Hacía más de una semana que sospechaba que los mareos, los dolores de cabeza y los problemas de estómago eran más que nervios prematrimoniales. Pero había tenido tanto miedo de estar embarazada que no se había atrevido a comprobarlo.

Pero al mirarse en el espejo, había visto una novia a punto de caminar hacia el altar con el rostro acalorado, no ruboroso. No irradiaba felicidad sino angustia por la idea de dar el sí.

Cuando se detuvo a considerar la posibilidad de estar embarazada, sus dudas y miedos subieron de volumen hasta convertirse en una cacofonía ensordecedora dentro de su cabeza. Entonces fue cuando supo que no podía esperar más para hacerse la prueba y descubrir la verdad.

La había descubierto y no sabía qué hacer al respecto. No podía ir al altar para iniciar una nueva vida con un hombre que probablemente... No, ¿a quién pretendía engañar? Un hombre que sin duda no era el padre de su bebé.

Dios santo, su bebé. Un bebé. Estaba realmente embarazada. Así que ya no se trataba solo de ella. No iba a ser la única a quien afectaran las decisiones que tomara desde ahora en adelante. Tenía que empezar a pensar como una madre, a poner la seguridad y la felicidad de su retoño por delante de la suya.

Un golpecito en la puerta del cuarto de baño la sacó de sus pensamientos. Alzó la cabeza al oír la voz apagada de su hermana desde fuera.

–Juliet. Te estamos esperando, cielo –dijo Lily–. Es hora de convertirte en la esposa de Paul Harris.

Lo dijo alegremente, con la intención de animarla. Sin embargo, sus palabras hicieron que a Juliet se le encogiera el estómago.

No sabía si podía convertirse en la esposa de Paul Harris. Ni siquiera si debería hacerlo. Inspiró profundamente antes de hablar.

–Enseguida salgo. Dame un minutos más.

–De acuerdo. Te esperaremos en el vestíbulo.

Juliet esperó hasta que los pasos de su hermana se apagaron y la puerta exterior se cerró. Entonces se puso en pie apoyándose en el lavabo y observó su reflejo en el espejo que había encima.

No estaba mal, siempre que la gente que ocupara los bancos de la iglesia esperase ver a la Novia Cadáver. Su piel había perdido todo rastro de color, lo que hacía que la sombra de ojos, el colorete y el carmín que con tanto cuidado le había aplicado su hermana Zoe parecieran los de una geisha.

Se pasó un dedo por debajo de cada ojo para limpiar cualquier rastro de lágrimas no derramadas y se aseguró de que la línea de ojos y la máscara seguían intactas. Después se ahuecó los pliegues del vestido y dejó caer la varita de plástico en la papelera de mimbre que había junto al lavabo, se agachó y sacudió el cesto de modo que la varita cayera abajo del todo. No quería que nadie encontrara accidentalmente una prueba positiva de embarazo y se molestara en sumar dos y dos para llegar a una conclusión.

Tan lista como podía llegar a estarlo, salió del cuarto de baño y cruzó la sala principal. Giró el pomo lentamente y abrió la puerta. El vestíbulo estaba vacío, por fortuna. Eso le daba un momento más de respiro. Salió. Oyó los murmullos apagados de sus hermanas y de su padre, que la esperaban a solo unos metros.

Si giraba a la izquierda estaría al principio del pasillo que llevaba al altar, y entraría en su nueva vida con los acordes de La marcha nupcial.

Si giraba a la derecha, se encontraría frente a una de las puertas laterales de la iglesia y podría escapar. En cierto modo, también sería una nueva vida, pero una mucho más incierta.

El pecho le subía y bajaba al ritmo de la respiración agitada. El corazón le latía con la rapidez con que un galgo corre tras un conejo.

¿Derecha o izquierda? ¿Seguir adelante con la boda y cumplir su promesa con Paul, o tirarlo todo por la borda y lanzarse a lo desconocido?

El tiempo pareció ralentizarse mientras sus oídos se llenaban con un rumor de olas oceánicas. Entonces hizo lo único que podía hacer: giró a la derecha... y corrió.

Capítulo Dos

Tres meses antes

Se oyó el zumbido del interfono.

–Señor McCormack, Juliet Zaccaro está aquí para verlo.

Los dedos de Reid se detuvieron sobre el teclado. Intentó decirse que la contracción del estómago y la oleada de calor que le recorría el cuerpo se debían únicamente a la sorpresa. La visita no estaba concertada y no la esperaba. Se aclaró la garganta y pulsó el botón de respuesta del teléfono.

–Gracias, Paula. Hazla pasar.

Guardó el documento en el que había estado trabajando, y centró la atención en la puerta en cuanto el pomo giró y esta empezó a abrirse.

Como había sucedido desde el día en que la conoció, la imagen de Juliet Zaccaro lo golpeó de lleno, como un coche de carreras dando contra un muro a doscientos cuarenta kilómetros por hora.

Era una belleza clásica, impresionante. Una piel sin mácula, ojos azules enmarcados por pestañas largas y oscuras, el cabello rubio miel, que él sospechaba le caería por debajo de los hombros, recogido en un moño elegante.

Eso bastaba para que deseara introducir los dedos en los sedosos mechones y luego liberarla de su perfecto traje pantalón hecho a medida, de la blusa y la falda, o de cualquier otro conjunto recatado y elegante que llevara puesto.

Su relación siempre había sido profesional y cortés, pero desde el momento en que la había conocido sus fantasías habían estado llenas de imágenes de ella desnuda y removiéndose debajo de él. Quería rasgar su actitud de dama fina y encontrar a la mujer menos fina que había debajo, la que lo rodearía con piernas y brazos, suplicándole que la penetrara más fuerte, más rápido, más profundo. La que arrastraría las uñas por su espalda y gritaría su nombre cuando le hiciera alcanzar al éxtasis.

Lo asaltó una oleada de calor y, mientras se levantaba para saludarla, rezó para que ella no notara su intensa reacción a su presencia. Manteniéndose tras el escritorio, por poca protección que ofreciera, esperó a que ella cruzara la habitación para ofrecerle la mano. No era la primera vez que se daban la mano. Pero cuando sus grandes dedos envolvieron unos mucho más pequeños, cuando la piel áspera y morena rodeó otra pálida y delicada, deseó atraerla hacia sí, mantener el contacto, pasar el pulgar una y otra vez por la palma de su mano.

Había estado en su oficina un puñado de veces y recordaba lo que había llevado puesto en cada una de ellas. Ese día era un sencillo vestido color lavanda, de escote redondo, con un cinturón estrecho, zapatos a juego y unas piezas de oro completaban el conjunto.

Tenía un cierto aire a Audrey Hepburn o Jackie Onassis, algo que no solía atraerlo. Solía preferir mujeres más llamativas, de las que sabían de la vida, eran conscientes de su sexualidad y la utilizaban para su ventaja. Esas a las que no les parecía mal una aventura breve y tórrida.

Juliet Zaccaro, a su modo de ver, no entraba en esa categoría.

No entendía por qué, entonces, estaba tan pendiente de ella. Había accedido a ayudarla la primera vez que había entrado en su oficina, a pesar de que eso suponía un conflicto de intereses con un caso en el que ya había estado trabajando para su hermana Lily. Y a partir de ese momento no había sido capaz de sacársela de la cabeza.

La había llamado para darle informes de progresos cuando en realidad no tenía datos nuevos y se suponía que tenía que evitar el contacto debido a las circunstancias de su hermana y el trabajo que estaba realizando para Lily. Se habían reunido en su despacho, a veces por petición de ella, a veces suya, cuando no había necesidad real.

Estaba allí de nuevo, apareciendo sin avisar y por ningún motivo oficial del que él estuviera al tanto. La petición de Juliet de que encontrara a su hermana desaparecida no tenía sentido desde que Lily había vuelto de Los Ángeles y le había explicado a su familia la razón de que hubiera desaparecido varias semanas. Él seguía trabajando en el caso de Lily –acusaciones de que un empleado de una empresa rival había robado sus diseños–, pero aunque Juliet era socia propietaria de Modas Zaccaro, la investigación no requería contacto directo con ella.

Aclarándose la garganta, hizo un gesto a Juliet para que tomara asiento y él volvió al suyo.

–Señorita Zaccaro, es agradable verla de nuevo, aunque no recuerdo que tuviéramos ningún asunto pendiente.

Ella esbozó una sonrisa temblorosa y se sorbió la nariz. Entonces él notó sus ojos rojos y la palidez de su piel bajo la fina capa de maquillaje.

Se preguntó si tenía problemas. Si volvía a ocurrir algo para lo que necesitaba su ayuda. Una parte de él quería rezongar, porque lo último que necesitaba era una razón legítima para pasar más tiempo con ella, mientras que otra parte casi anhelaba lo peor.

–Solo he pasado para darle un cheque por el trabajo que hizo –dijo ella, tras lamerse los labios.

Él tuvo la decencia de sonrojarse al oír eso. No había hecho ningún trabajo. Más bien le había dado datos falsos y la había entretenido durante casi un mes solo porque había estado intentando proteger la confidencialidad del caso en el que ya había estado trabajando para su hermana.

–No me debe nada –le dijo con rudeza. De hecho, él le debía el anticipo que había recibido, y tomó nota mental de hacer que se le devolviera.

–Por supuesto que sí –lo dijo resuelta, pero seguía temblándole la voz–. Le contraté para hacer un trabajo y lo hizo. En la medida en que pudo, al menos –añadió con media sonrisa.

–Le mentí y le hice perder el tiempo –dijo él, cortante y disgustado consigo mismo.

–Solo porque ya estaba trabajando para Lily, intentando ayudarla a salvar nuestra empresa. Si no hubiera simulado buscarla, seguramente habría intentado encontrarla yo. Y ambos sabemos que no tenía ni idea de en qué dirección había ido, así que habría dado vueltas y me habría metido en problemas. Lo que hizo fue noble, y casi su única opción, dadas las circunstancias.

Él emitió un sonido poco cortés y curvó la boca hacia abajo. Esa no era su opinión sobre el asunto y oírla describirlo de forma tan positiva, casi heroica, hacía que se sintiera aún más canalla.

–Y sigue ayudándonos, lo que demuestra la confianza que tenemos en su destreza –siguió Juliet–. Pero esa destreza no sale barata, y ya lo sabía cuando lo contraté.

Abrió el cierre del bolsito que tenía en el regazo, sacó un cheque y se inclinó sobre el escritorio para dárselo.

Él, sospechando que no habría argumento capaz de disuadirla, y que romper el cheque delante de ella sería una grosería, estiró la mano para aceptarlo aunque nunca lo cobraría.

Entonces notó los cardenales. Solo unas pequeñas y leves decoloraciones en el interior de su antebrazo. Cualquier otra persona no les habría dado importancia. La gente chocaba con cosas y acababa con cardenales cuya procedencia desconocían.

Pero él había visto mucho en sus treinta y nueve años de vida; por desgracia, estaba muy familiarizado con las huellas que dejaba una persona en otra. Ya fuera por maltrato, peleas callejeras o prácticas de autodefensa: había gran diferencia entre «me choqué con el armario» y «alguien me agarró el brazo con tanta fuerza que me dejó cinco huellas de dedos».

Tensó la mandíbula, furioso al pensar que alguien la había agarrado con ira. También odiaba la idea de que alguien distinto de él mismo la agarrara con pasión, pero esa no era la causa de los cardenales. No ahí. No con esa disposición.

Su instinto inicial fue llevarle la mano al brazo y sujetarlo para examinar las marcas. Lo que era la peor idea del mundo. Lo último que necesitaba alguien que lucía los cardenales de un agresor era que otro tipo se le impusiera poco después.

Así que se conformó con rechinar las muelas y aceptar el cheque, mientras pensaba qué paso dar a continuación.

–Gracias –murmuró. Dejó el cheque a un lado, puso las manos ante él y se las agarró. Así tenía menos posibilidades de acabar tocándola.

–Permítame que le pregunte algo, señorita Zaccaro –dijo, sorprendido por lo serena y compuesta que sonó su voz.

–Adelante. Y llámeme Juliet, por favor.

–¿Quién te ha puesto las manos encima?

Era bueno interpretando rostros, lenguaje corporal, tics y movimientos imperceptibles que la gente no era consciente de hacer pero que les delataban. La reacción de Juliet fue como el destello de una luz de neón.

Se quedó paralizada y los ojos se le ensancharon levemente mientras contenía el aliento. Él lo notó porque su pecho dejó de subir y bajar.

Tras un largo minuto, durante el cual el silencio se habría podido cortar con un machete, ella se lamió los labios y soltó una risita nerviosa.

–No sé a qué te refieres.

–Claro que lo sabes. Eso son huellas de dedos –le señaló los brazos, que ella había acercado al cuerpo–. Alguien te agarró con fuerza suficiente como para dejarte cardenales. Bastante grandes, lo que me hace pensar que debió de ser un hombre. ¿Tu prometido, tal vez?

Solo con decir la palabra se le hizo un nudo en el estómago. A eso siguió el deseo de retorcerle el cuello al bastardo.

–Así que, a no ser que recibas clases de defensa personal en el gimnasio o te hayas peleado con una de tus hermanas por el último rollo de satén de seda escarlata del almacén, apostaría a que alguien te ha zarandeado.

Los ojos de Juliet se llenaron de lágrimas y él sintió la necesidad de castigar a quien le hubiera hecho eso. Apretó los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Tuvo que hacer uso de todo su control para quedarse quieto, para no levantarse, rodear el escritorio y tomarla entre sus brazos. Para no ir a la sala de artillería y armarse hasta los dientes.

Tragó saliva con fuerza. Inspiró profundamente y contuvo el aire hasta contar diez, y veinte, antes de soltarlo.

–Dime lo que está ocurriendo, Juliet –dijo, manteniendo el tono de voz bajo, sereno y tranquilizador–. Por favor.

Notó que fue el «por favor» lo que tuvo efecto. A pesar de la humedad que se le acumulaba en las pestañas, había estado conteniéndose, empeñada en no admitir nada en voz alta, sobre todo ante alguien que era casi un desconocido.

Pero tras una inspiración agitada, la presa se rompió. Dos hileras de lágrimas le surcaron las mejillas y, con el labio inferior tembloroso, empezó a confiarse a él.

–Fue Paul –admitió–. No sé por qué está actuando así. Siempre ha sido amable y considerado. Pero cuanto más se acerca la boda, parece que se vuelve más... impaciente. La cosa más mínima lo dispara. Y cuando hablamos del futuro, de nuestras carreras o de dónde viviremos, se enfada mucho.

–¿Por qué? –preguntó Reid, realizando un esfuerzo hercúleo para mantener el control.

Ella se sorbió la nariz, se enderezó un poco en la silla y sus mejillas recuperaron algo de color.

–Quiere que vuelva a Connecticut después de que nos casemos –contestó ella–. Pero sabe que mi vida ahora está aquí, en Nueva York. Cerca de mis hermanas y la empresa, sin tener que viajar a diario. Desde el principio estuvo de acuerdo con eso, o al menos yo creía que lo estaba. Ni siquiera me pidió que me casara con él hasta después de que me trasladase aquí para trabajar y Modas Zaccaro estuvo en funcionamiento. Dijo que estaba orgulloso de mí y que él podía trabajar en cualquier sitio. Es abogado –explicó–. Supuse que buscaría trabajo en un bufete de Nueva York y se trasladaría a la ciudad.

Inspiró profundamente. La humedad del rostro empezaba a secarse, dejando leves surcos en la base de maquillaje.

–Luego le ofrecieron ser socio de la empresa con la que está y todo cambió. Sigue queriendo que nos casemos, pero quiere que sea una típica esposa de abogado. Una esposa trofeo: que vuelva a Connecticut para estar con él, a su orden y mando, que deje mi trabajo en Modas Zaccaro para dar cenas y acudir a eventos benéficos que potencien su carrera...

Típico. Reid no conocía al hombre pero tenía claro cuándo alguien hablaba de un bastardo egoísta.

–¿Por qué no rompes con él? –Reid deseó no sonar tan esperanzado como se sentía.

–Me digo que era... una fase –dejó caer los hombros y bajó la mirada–. Que estaba estresado por el ascenso. O tal vez que está más nervioso por la boda de lo que deja ver –alzó los ojos azules hacia él–. Nunca había sido así. Lo conozco hace años, incluso antes de que empezáramos a salir, y siempre ha sido muy considerado. ¿Y si solo está pasando un mal momento o lidiando con algo que no entiendo?

–Esa no es excusa para ponerle a nadie la mano encima –Reid apretó los dientes tanto que temió que se cascaran–. Da igual lo enfadado que se esté o lo que esté pasando en tu miserable vida.

Ella movió la cabeza como él había visto hacer a todas las mujeres que soportaban más de lo que se merecían de su compañero.

–No pretendía hacerme daño. En realidad no. Estábamos discutiendo y las cosas se salieron de madre. En cuanto vio lo que estaba haciendo, paró. Estoy segura de que no volverá a ocurrir.

Discurso número tres del Manual de mujeres maltratadas. Y conducía directamente a una vida de penas y abusos, y a menudo la muerte, bien del hombre o de la mujer, a veces de ambos. Pero no era fácil decirle eso a una mujer enamorada, que quería creer lo mejor de su futuro marido. Así que le habló como lo haría cualquier tercera parte que quería encaminar bien a una mujer maltratada.

–Eso no lo sabes. Si ocurrió una vez, las posibilidades son que se repetirá –tras una breve pausa, añadió–: ¿Quieres que hable con él?

En realidad quería darle un patada en el culo. Romperle la mano para que no pudiera volver a tocar a Juliet ni a ninguna otra persona.

–No –replicó ella rápidamente–. No, no quiero que lo hagas. Fue un error, nada más. Con la boda a la vuelta de la esquina y la presión familiar para que funcione, todos estamos nerviosos y las emociones se desbocan. Todo irá bien –afirmó, como si se esforzara en creer sus propias palabras.

Reid no estaba de acuerdo, pero no tenía sentido discutir. Frunció los labios y esperó hasta que la neblina rojiza de la ira dejara de empañarle la visión. Si no podía convencerla para que le diera la patada al tipo, o dejarle que lo buscara y le diera una paliza, lo mejor que podía hacer era ofrecerle su apoyo. Hacerle saber que la apoyaría, sin juzgarla, en caso de que lo necesitara.

Se consideraba bien cualificado como alguien con quien hablar o como protector personal cuando ella comprendiera que su prometido era más mister Hyde que doctor Jekyll. Ya había confiado en él al confiarle la actitud violenta de Paul; sospechaba que no se la había mencionado a nadie más, ni siquiera a sus hermanas.

Pero se le daría aún mejor la protección personal. Estaba bien adiestrado y tenía acceso a todo tipo de armas. Tras mirar de nuevo los cardenales amoratados en la piel pálida, Reid supo que no tendría problema en utilizarlas todas.

–¿Adónde vas cuando salgas de aquí? –preguntó de repente.

Ella, sorprendida por el cambio de tema, dio un respingo, se pasó un nudillo por debajo de cada ojo y se lamió los labios antes de contestar.

–A casa.

–¿Estará allí tu prometido? –los ojos de Reid se estrecharon como los de una serpiente.

Juliet pareció sorprenderse aún más por esa pregunta. O quizá fue su reacción a la furia que Reid sabía que mostraba su rostro.

–No –contestó con voz suave–. Está de vuelta a Connecticut.

–Por seguridad, deja que te lleve a casa –sin esperar respuesta, apartó la silla y se levantó.

–Oh, no, no hace falta –dijo ella, poniéndose en pie de un salto.