Cuando se apaguen las luces - Heidi Betts - E-Book
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Cuando se apaguen las luces E-Book

HEIDI BETTS

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Beschreibung

Cumplía 31 años y se había dado un plazo de veinticuatro horas para hacer un cambio radical en su vida 8:00 a.m. Llamar a la biblioteca para decir que estoy enferma. 8:01 a.m. Buscar el número de una esteticista de emergencia. 10:00 -12:00 Peluquería. Adiós al aburrido pelo castaño, bienvenido el pelirrojo. 12:00 -5:00 p.m. Manicura. Maquillaje. Ropa. 10:00 p.m. Llegar al club como si estuviera acostumbrada a ir a sitios así. 11:00 p.m. Defenderse de las insinuaciones de los babosos y de la sensación de haber fracasado. 11:30 p.m. Refugiarse en los brazos de Ethan Banks. No permitir que la caballerosidad del guapísimo propietario del club impida el éxito de la misión. Cuando se apaguen las luces: perder la virginidad… por fin.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2005 Heidi Betts. Todos los derechos reservados.

CUANDO SE APAGUEN LAS LUCES, Nº 1437 - enero 2012

Título original: When the Lights Go Down

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2006

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-448-4

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

Desde el mismo momento en que Gwen Thomas abrió los ojos, supo que aquél no sería un típico viernes de septiembre. ¡Oh! Por supuesto que se levantaría, se vestiría y se iría al trabajo como cualquier otro día, pero… Miró al techo, intentando comprender por qué se sentía tan extraña, casi deprimida.

Entonces se acordó. Era su cumpleaños. Y no cualquier cumpleaños, sino su cumpleaños número treinta y uno.

Con un gruñido, se destapó y salió disparada al cuarto de baño. Treinta y un años. Pero se sentía como si tuviera cincuenta. ¿Cómo era posible que hubiera pasado tanto tiempo? ¿Y cuándo se había transformado en poco más que un hámster que da vueltas en una rueda, haciendo todos los días lo mismo, sin cambiar siquiera de escenario?

Los veintinueve habían llegado y se habían ido. Apenas se había dado cuenta de los treinta, sobreviviendo a ellos sin asomo de ninguna temprana crisis de mediana edad. Pero treinta y uno…

La idea de cumplir treinta y un años la tenía malhumorada desde hacía semanas.

Y ahora su cumpleaños había llegado y ya era oficialmente una virgen de treinta y un años.

Una especie de solterona.

¡Oh, Dios! Lo único que le faltaba era una casa llena de gatos. Afortunadamente, el edificio de apartamentos no permitía tener animales domésticos, si no, probablemente hubiera cumplido también con ese requisito del estereotipo. No obstante, tenía unos cuantos gatos de cerámica distribuidos por su vivienda.

¿Cómo era posible que una mujer de treinta y un años, más o menos atractiva, no se hubiera ido nunca a la cama con un hombre?, se preguntó Gwen. Apretó el tubo de dentífrico sobre el cepillo de dientes y empezó a lavárselos.

No le sorprendía. Sus padres habían sido demasiado sobreprotectores con ella de pequeña, y ella había sido tímida y un poco ratón de biblioteca durante el instituto. Había salido con algunos chicos muy majos durante la época de la Universidad. Pero ninguno de ellos había conseguido que le diera un vuelco el corazón, ni que le latiese tan aceleradamente que se le saliera del pecho. Y suponía que nunca había correspondido a sus avances eróticos por eso precisamente.

Después de enjuagarse la boca, se lavó la cara y se la secó. Luego levantó la cabeza y se miró al espejo.

Volvió a su dormitorio y miró en su armario ropero. Por primera vez se dio cuenta de que toda la ropa era prácticamente igual. Vestidos de diseños casi infantiles estampados con flores. ¡Dios! ¡No podían ser más ñoños!

Cerró el armario y suspiró, disgustada. Tenía treinta y un años y todavía se vestía como en la época del instituto. Y sabía, sin mirarlos, que todos los zapatos que tenía eran planos y de color negro o marrón. Seguía llevando el cabello liso y largo hasta media espalda, con un flequillo cortado con precisión militar.

Era suficiente para que cualquiera se refugiase debajo de las mantas y no volviera a salir de allí.

Gwen se sintió molesta. No iba a dejar que pasara otro año sin un intento, al menos, de sacarle provecho a la vida.

Se giró en la cama y agarró el teléfono. Llamó de memoria a la Biblioteca Pública de Georgetown. Cuando contestó Marilyn Williams, la jefa de los bibliotecarios, y jefa suya, Gwen fingió una tos ronca y pidió el día libre.

Marilyn se quedó sorprendida por su petición, teniendo en cuenta que Gwen jamás había pedido un día libre por enfermedad, pero enseguida se lo concedió y le dijo que pediría a alguno de los bibliotecarios a tiempo parcial que la reemplazara, si había demasiado trabajo.

En cuanto colgó, Gwen se quitó su camisón verde menta, también estampado con pequeñas flores, y se puso una túnica lamentablemente pasada de moda y unos zapatos. Agarró la guía telefónica y buscó salones de belleza, y boutiques de moda, para empezar.

No sabía exactamente cuál era su plan, pero con suerte, aquél sería su último día de virgen de treinta y un años.

Algunas noches, Ethan Banks se quedaba en la oficina que tenía encima de la pista de baile, sintiendo el ritmo de la música vibrar a través de la estructura de acero inoxidable mientras trabajaba en su escritorio, o miraba, a través de las ventanas insonorizadas, cómo se divertían los clientes de su bar. Otras veces, como aquella noche, bajaba y echaba una mano detrás de la barra para mezclarse con la gente.

El Hot Spot era uno de los clubes nocturnos más importantes de Georgetown, y motivo de orgullo y de alegría para sus habitantes.

Había alquilado y reformado completamente el edificio hacía cinco años. Y desde entonces se había llenado todas las noches.

Jack y Karen Banks querían mucho a sus tres hijos y los habían apoyado en todo lo que habían querido hacer. Pero Ethan no había querido que sus padres respaldaran económicamente su nueva empresa. Quería que fuera exclusivamente suyo el éxito o el fracaso de cualquier proyecto personal que emprendiese.

Por supuesto que la idea de hacer algo por sí mismo y salir adelante solo no le había hecho gracia a Susan. Razón por la cual era su ex esposa.

El divorcio no había entrado en sus planes, pero el estar soltero tenía sus ventajas, sobre todo para un hombre que era el dueño del club nocturno más popular de la ciudad.

Una rubia de formas sinuosas y grandes pendientes, vestida con un traje rosa ajustado, escotado casi hasta el ombligo, apoyó sus grandes senos en la barra. El modo en que lo miró mientras él le preparaba el cóctel, le hizo sospechar que tenía bastantes posibilidades de llevársela a su casa, si quería.

Gracias al Hot Spot, y a su personalidad, quería creer, su cama estaba vacía sólo cuando él quería que lo estuviera.

Le dio la copa a la rubia. Iba a inclinarse hacia delante para hacer su primer movimiento cuando un reflejo de oro al final de la barra llamó su atención. Giró la cabeza y vio la chaqueta verde oliva de polyester, el pelo negro brillante y las excesivas joyas de uno de los clientes habituales de su bar. El hombre, un tipo de mala fama, tenía la costumbre de estar alerta a todos los movimientos del bar, sobre todo si se trataba de mujeres.

Normalmente, Ethan lo consideraba inofensivo. O, al menos, pensaba que cualquier mujer lo suficientemente tonta como para salir con un gigoló se lo merecía. Pero Ethan miró a su acompañante de aquella noche y descubrió algo en su actitud que le chocó y le hizo sospechar que no pertenecía a su clientela habitual.

Su aspecto era el de una mujer de las que acudían a su bar. Llevaba un vestido negro ceñido y corto, el cabello rojizo voluminoso y con laca. Pero no la había visto bailar. No se estaba mezclando con la multitud, y no parecía estar interesada en lo que aquel individuo le decía al oído. Estaba mirando fijamente su bebida, y revolviéndola con una pajita. Observó al hombre deslizar un dedo por el brazo desnudo de la chica. Y a ésta alzar la mirada, sorprendida, como si acabase de despertarse de un sueño confuso. Luego la vio bajar la mirada y fijarla en los dedos que la acariciaban, tragar saliva y asentir con la cabeza.

El hombre de pelo engominado se levantó del taburete del bar inmediatamente. La mujer terminó su copa, agarró su bolso y lo siguió. Ethan sintió un nudo en el estómago.

Había algo que no iba bien. Normalmente no se metía en los asuntos de sus clientes, pero al ver aquella escena tuvo la sensación de ver una enorme y desagradable araña esperando cazar en su red a una diminuta e inocente mariposa.

Ethan caminó hacia el extremo de la barra, deteniéndose a medio camino para decirle al camarero de la barra que una vez más se marchaba de la barra.

Rodeó la barra y se puso frente al gigoló antes de que éste pudiera llevarse a la pelirroja quién sabe dónde. El hombre miró a Ethan. Éste lo miró. Pero luego decidió no perder el tiempo con él.

Dirigió su atención a la mujer y dijo:

–Hola –le dio la mano–. Soy Ethan Banks, el dueño del Hot Spot.

Ella lo miró mientras le daba la mano.

Quitando sus zapatos de tacón y el peinado, era muy baja.

Él generalmente estaba con mujeres altas, de piernas largas, que podían cuidarse a sí mismas. Lo opuesto a aquella criatura. Tal vez por ello había sentido esas repentinas ganas de protegerla de aquel depredador de chaqueta de polyester.

Ethan se inclinó hacia delante y le dijo al oído, alzando la voz para que pudiera oírlo por encima de la música alta.

–No quiero entrometerme, pero me da la impresión de que has bebido demasiado y me parece que deberías reconsiderar tu decisión de marcharte con este extraño. Como dueño del bar, quisiera que volvieras sana y salva a tu casa.

Ella asintió, y se puso a su lado.

–Lo siento, muchacho –le dijo al hombre, que se había puesto rojo de indignación–. Pero me parece que te voy a relevar a partir de aquí.

Sin esperar una respuesta, Ethan rodeó la cintura de la mujer y la llevó entre la multitud hasta la entrada del club. Luego salieron a la calle. Ethan miró alrededor para pedirle un taxi.

–¿Cómo te llamas? –preguntó Ethan.

Gwen pestañeó, esperando que sus ojos se adaptaran de la oscuridad del club a la luz de la calle. No comprendía muy bien qué le había echo pasar de manos de un extraño a otro. Lo único que se le ocurría era que el primer hombre era un poco desagradable, y nada atractivo; mientras que el hombre que en aquel momento le tenía la mano era muy atractivo y le producía un cosquilleo en el vientre.

Tenía el cabello castaño oscuro, casi negro. Sus ojos parecían de color avellana, pero podrían ser verdes, y su chaqueta azul realzaba sus hombros anchos. Era alto también, tanto que ella se tenía que poner de puntillas para mirarlo, aun con sus tacones.

Después de echar una ojeada a su cuerpo tan masculino, lo miró a los ojos y recordó que le había preguntado cómo se llamaba.

Gwen carraspeó y dijo:

–Gwen. Gwen Thomas.

–Gwen –él sonrió levemente, produciéndole nuevamente aquella sensación de cosquilleo–. Es un nombre muy bonito. Entonces, dime, Gwen Thomas, ¿llevas mucho tiempo asistiendo a clubes?

Ella dejó de tirar del bajo del vestido para taparse un poco más las piernas y consideró la pregunta. Sinceramente, no sabía de qué estaba hablando. Se había sentido así toda la noche, preguntándose qué le encontraba de divertido toda aquella gente a aquella música que les rompía los tímpanos. O al calor, o a los apretujones de tantos cuerpos en un sitio tan pequeño.

Pero en cuanto las chicas del salón de belleza que le habían cortado, teñido y peinado el cabello se habían enterado del plan que tenía para su cumpleaños, le habían insistido en que tenía que ir al club más popular de la ciudad para ligar con un hombre picante. Sospechaba que ellas hubieran disfrutado más de su plan que ella, pero tenía que admitir que sin la ayuda de ellas no hubiera llegado ni a la mitad de su plan.

También le habían pintado las uñas y la habían maquillado, y luego la habían mandado a una boutique donde una mujer alta, negra, de mechas fucsia la había embutido en aquel vestido negro de hombros descubiertos y le había puesto aquellos zapatos de tacón de aguja.

–Por tu reacción, me doy cuenta de que no llevas mucho tiempo –dijo él abriendo la puerta del taxi que había parado y haciéndola entrar.

Al ver que el desconocido se sentaba a su lado, Gwen frunció el ceño. Le estaba bien empleado por querer tener un comportamiento alocado.

Aquella idea y el saber que aquel hombre atractivo y sofisticado se había dado cuenta de su inexperiencia le hizo sentir ganas de llorar. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

–Eh, no te pongas así –Ethan extendió la mano y le secó una lágrima con el pulgar.

Con el movimiento se le abrió la chaqueta y ella tuvo un atisbo de su pecho, ancho, debajo de una camiseta negra.

–Me di cuenta de que no eras una cliente habitual de clubes en cuanto te vi –continuó él–. Pero eso no quiere decir que no seas bienvenida en el Hot Spot. Me alegro de que hayas venido a conocerlo –sonrió.

Aquella sonrisa relajó un poco a Gwen. Él era muy amable con ella, y si era verdad que era el dueño del establecimiento, tendría mejores cosas que hacer que consolar a una clienta. No obstante, empezaba a creer que había tenido suerte de ser rescatada por Ethan antes de marcharse con aquel hombre de la chaqueta de polyester.

¿Qué le había pasado que había estado dispuesta a irse con él? Tampoco estaba tan desesperada por perder la virginidad, ¿no?

–¿Dónde vives, Gwen? Le diré al taxista que te lleve.

Gwen estaba a punto de decirle la dirección. Pero si se la decía, el taxista la dejaría en su casa y luego volvería con Ethan al club. La noche habría terminado sin un solo acto de abandono. Todos sus esfuerzos por encontrar un nuevo peinado, ropa diferente, y supuestamente una nueva actitud, serían en vano, y ella seguiría siendo una virgen de treinta y un años.

El alcohol que había consumido antes amenazó con producirle náuseas.

–¡No! –exclamó.

–¿No? –preguntó Ethan, confundido y divertido por su repentina exclamación.

Gwen agitó la cabeza.

–No quiero ir a casa. Acababa de llegar al bar. Es mi cumpleaños y no voy a irme a mi casa hasta…

–¿Hasta?

–Hasta que esté dispuesta a marchar me –respondió.

–¿Quiere eso decir que quieres volver a entrar al bar? –preguntó Ethan–. Porque no me parece buena idea. Ya has bebido… ¿dos o tres martinis, quizás? No te ofendas, pero no da la impresión de que puedas beber mucho más. Y el tipo que ha intentado ligar contigo está aún allí, así que probablemente vuelva a intentarlo. ¿De verdad quieres eso?

No, realmente, no. Pero si se marchaba en aquel momento lo único que haría sería acurrucarse y llorar hasta dormirse. Y luego estaría tan decepcionada de sí misma que no se volvería a levantar.

Gwen levantó la barbilla y dijo:

–No me importa. No voy a irme a casa todavía.

–Si no quieres irte a casa, y no quieres volver a entrar al Hot Spot, ¿adónde quieres ir?

La idea se le iluminó en la mente mágicamente, y el shock le dio un escalofrío al sentir que estaba haciendo una travesura.

–A tu casa.

Lo vio alzar las cejas por la sorpresa. Y entonces ella pensó que, después de todo, debía de tener algunos genes de chica mala en su ADN.

–A mi casa… ¿Estás segura?

Gwen tragó saliva y le sostuvo la mirada. Apretó el bolso y sin mirarlo, asintió.

Ethan la miró un largo minuto, inhalando la esencia de su perfume, que afectaba directamente sus partes bajas.

No sería la primera vez que llevase a una mujer a su casa. Pero nunca ponía la vista en chicas menuditas que se ponían alegres con un par de copas. Las mujeres con las que se marchaba sabían exactamente en qué se estaban metiendo, y muchas veces iban al club precisamente con ese propósito.

Pero había algo intrigante en Gwen. En su forma de caminar, como una jirafa recién nacida, revelándole que no solía usar zapatos de tacón tan altos como aquéllos. Lo notaba en aquella forma de tirar del bajo de su vestido para taparse, como si no estuviera acostumbrada a la ropa sexy.

Por la razón que fuera, Ethan no estaba dispuesto a prescindir de su compañía todavía.

Ethan se volvió al taxista y le dijo:

–Ya la ha oído. Vamos a mi casa –y le dio su dirección.

Esperaba no haber cometido un terrible error.

Ethan la hizo pasar. Dejó las llaves en una mesa y la observó caminar a través de la alfombra hacia el ventanal con vistas a la ciudad.

–¿Te apetece beber algo? ¿Algo sin alcohol –preguntó Ethan.

Gwen giró la cabeza. A pesar de su aspecto de mujer fatal, Ethan volvió a percibir cierta inocencia en ella.

Claro que los clientes del Hot Spot iban al bar por muchas razones. A veces incluso para mezclarse entre la gente, simplemente. ¿Por qué Gwen iba a ser diferente?

¿Y qué diablos le importaba a él?

–Sí, algo sin alcohol, por favor –sonrió Gwen.

–¿Un refresco, por ejemplo?

Gwen asintió con la cabeza y volvió a mirar por la ventana.

–Feliz cumpleaños –le dijo Ethan, dándole una coca-cola con hielo–. ¿No era por eso por lo que estabas en el club?

Gwen se dio la vuelta.

–Quería hacer algo divertido por una vez en la vida –respondió ella después de asentir.

–¿Y lo has hecho? Quiero decir, ¿te has divertido?

Los ojos de Gwen se oscurecieron. Parecían granos de café, pensó Ethan. O un añejo ron.

–No lo sé, todavía –contestó Gwen en voz baja, sensualmente, con incitante voz.

Sin saber por qué, sus palabras y su voz le produjeron un intenso calor. Y Ethan se excitó.

Hasta aquel momento no había pensado en ella en esos términos… O al menos había intentado no hacerlo. Pero no había duda del significado de las palabras de Gwen, y todas sus buenas intenciones de ser un buen chico, de entretenerla un rato y llevarla a casa se habían evaporado.

Ethan apretó el vaso que tenía entre los dedos. Ella era inocente. Tenía que recordarlo y no aprovecharse de la situación.

Hizo un esfuerzo por reprimir sus ganas de llevarla a la cama y sorbió su bebida. Luego le hizo un gesto hacia el sofá.

–¿Quieres sentarte? –le dijo.