La reina del baile - Heather Graham - E-Book
SONDERANGEBOT

La reina del baile E-Book

Heather Graham

0,0
5,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 5,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

En aquella ciudad, el placer era ley. La muerte de la bailarina Lara Trudeau en la pista de baile parecía haber sido ocasionada por una sobredosis. Sin embargo, el ex detective privado Quinn O'Casey sabía que, en lo relacionado con los asesinatos, nada era nunca lo que parecía. Así que cuando se enteró de que su hermano había sido amante de la difunta, decidió investigar el caso, y se convirtió en alumno de la escuela de baile en la que Lara era profesora. Allí conoció a la directora, la bellísima Shannon Mackay. En una ciudad donde el placer y las drogas iban y venían libremente, Quinn descubrió un inquietante número de muertes por sobredosis. Pero también descubrió que su vida y la de la mujer a la que amaba estaban en peligro.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 532

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Heather Graham Pozzessere. Todos los derechos reservados.

LA REINA DEL BAILE, Nº 11 - noviembre 2011

Título original: Dead on the Dance Floor

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Publicado en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-055-4

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

A Ana y John, a quienes felicito por su éxito y les deseo mucha suerte en el futuro, siempre.

A Shirley Johnson, con mi más profundo agradecimiento por todos sus consejos, por su sonrisa ¡y por hacerme reír tanto!

A Vickie Regan, siempre tan divertida, y por supuesto a nuestra verdadera diva, Honey Bunch.

Y a Victor, quien siempre me hace mejor de lo que soy, cada día me enseña cosas y, con su trabajo, siempre me lo da todo.

1

Siempre había algo que ver en South Beach, fragante y resplandeciente gracias al sol de día y al neón de noche. La gente guapa y rica iba a lucirse; los demás, iban a mirar. La playa refulgía, ofreciendo las más llamativas golosinas visuales, habladurías, escándalos, atascos de tráfico y más. Cuerpos semidesnudos y hermosos. Cuerpos semidesnudos no tan hermosos. Modelos, roqueros, patinadores, ciclistas, surfistas en ciernes, la troupe de la MTV, ancianos y niños.

Pero esa noche había más.

Uno de los concursos de bailes de salón más grandes y prestigiosos del mundo tenía lugar en uno de los más célebres hoteles que adornaban la franja de arena llamada Miami Beach.

Y con él llegaba Lara Trudeau.

Giraba, hacía piruetas, flotaba en el aire: un torbellino de colores cristalinos y gracia. Era, sencillamente, belleza en acción.

Lara demostraba una elegancia y una precisión de movimientos que pocos podían emular. Lo tenía todo: un talento natural para plasmar el carácter peculiar de cada baile, un rostro que la música avivaba, una sonrisa infalible. Era sabido que los jueces decían de ella que resultaba difícil mirar hacia abajo para juzgar su juego de pies, y mucho más aún fijarse en las demás parejas de la pista, porque la sonrisa y el rostro de Lara eran tan encantadores que casi olvidaban sus deberes. Se sabía que reconocían no haber puntuado a otras parejas con la precisión debida. Lara era tan hermosa y llamativa, y bailaba tan condenadamente bien, que costaba trabajo apartar los ojos de ella.

Esa noche no era una excepción.

Esa noche, en efecto, Lara estuvo más seductora, atractiva y resplandeciente que nunca. Al mirarla, se experimentaba una agitación de los sentidos, que eran acariciados, debilitados, arrullados, excitados y apaciguados.

Estaba sola en la pista, o, mejor dicho, sola con su pareja, Jim Burke. Durante el número de cabaret, las parejas que habían llegado a la final salían solas a la pista, y allí estaba ella. Su cuerpo leve era un dechado de perfección femenina, con su ceñido vestido de baile de mil colores. Jim, a pesar de su talento, se había convertido en poco más que un simple accesorio.

Los que la querían, la miraban con arrobo; los que la despreciaban, la observaban con envidia.

Shannon Mackay, gerente del Moonlight Sonata, el estudio independiente donde Lara había empezado tiempo atrás su carrera y en el que seguía entrenándose, la miraba con un ambivalente sentimiento de divertida ironía, no sabiendo si quería o despreciaba a Lara. Pese a todo, era imposible negar su talento. Incluso entre las espectaculares actuaciones de los mejores y más consumados artistas del baile profesional de todo el mundo, Lara brillaba con luz propia.

—Es sencillamente increíble —dijo Shannon en voz alta.

A su lado, Ben Trudeau, el ex de Lara, dejó escapar un hosco soplido.

—Sí, ya. Increíble.

Jane Ulrich, que había llegado hasta las semifinales pero que, al final, como siempre, había sido eliminada por Lara, se volvió hacia Ben con una alegre sonrisa.

—Oh, Ben, no estarás enfadado todavía. Es tan buena que casi es como si no fuera de este mundo.

Shannon sonrió al escuchar el cumplido de Jane. Esa noche, Jane estaba preciosa; tenía una figura esbelta y bonita, y su vestido de vals púrpura oscuro realzaba su tez y su pelo oscuro como una llamarada de fuego centelleante.

—Yo prefiero bailar contigo —dijo suavemente Sam Railey, el compañero de Jane, dándole un achuchón—. Tú, mi amor, bailas con alguien. Lara usa a su pareja como un simple apoyo.

—Pero es brillante, simplemente brillante —dijo Gordon Henson, el dueño del estudio. Gordon era quien había enseñado a Lara al principio, y su orgullo estaba justificado.

—Afrontémoslo: es una zorra mezquina y ambiciosa que le pisaría el cuello hasta a un amigo con tal de llegar a donde quiere —dijo Justin García, uno de los más prometedores especialistas en salsa del estudio.

A su lado, Rhianna Markham, otra concursante, se echó a reír con delectación.

—Vamos, Justin, di lo que sientes realmente.

Shannon le dio un leve codazo a Rhianna y dijo en voz baja:

—Cuidado. Aquí hay muchos alumnos.

Y así era, en efecto, pues el hotel estaba justo al norte de la zona de South Beach, donde se encontraba el estudio. Como institución de enseñanza, era la envidia de más de un competidor, pues no sólo estaba situado en el cogollo de una zona populosa y variada, sino que además se hallaba justo encima de una discoteca que, desde hacía unos años, era un auténtico hervidero, pues había sido adquirida por un carismático empresario latinoamericano, Gabriel López, quien también había acudido aquella noche a apoyar a sus amigos. Habían asistido incluso cierto número de los alumnos menos serios del estudio, ansiosos por ver lo mejor de lo mejor, concursantes de todas las partes del globo.

—Es maravillosa —dijo Rhianna en voz lo bastante alta como para que se la oyera, al tiempo que le hacía a Shannon una mueca conspirativa y bajaba la cabeza.

Shannon tuvo que sonreír. Gordon le susurró suavemente:

—Deberías estar tú ahí. Tú sí que habrías estado maravillosa.

Ella movió la cabeza de un lado a otro.

—A mí me gusta enseñar, no competir.

—Eres una cobarde. Ella sonrió.

—Sé cuándo estoy desfasada.

—Desfasada, jamás —dijo él, y le apretó la mano.

En la pista de baile, Lara ejecutó otro salto perfecto, descendiendo en espiral por el cuerpo de su pareja en perfecta consonancia con la música.

Shannon sintió un golpecito en el hombro. Al principio no hizo caso. Había muchísima gente entre estudiantes, profesores, aficionados, profesionales, periodistas y simples espectadores. Un empujón no significaba nada. Todo el mundo buscaba un hueco desde donde contemplar el espectáculo.

El golpecito se repitió. Frunciendo el ceño, Shannon dio media vuelta. Los laterales del escenario estaban a oscuras, sumidos en sombras por los focos que iluminaban la pista. No podía ver a la persona que la llamaba, pero podía haber sido el camarero, un hombre vestido con frac. Era extraño; esa noche, los camareros, algunos jueces y muchos concursantes, llevaban casi el mismo atuendo.

—¿Sí? —murmuró, sorprendida.

—Tú eres la siguiente —dijo aquel individuo.

—¿La siguiente? —preguntó ella. Pero el hombre, cuya cara no había visto en realidad, ya se había ido. Debía de haberse equivocado. Ella no tenía que competir.

—¡Uf! —exclamó Jane—. ¡Esa chica es increíble!

Shannon miró rápidamente a la pista, olvidándose del individuo que, confundiéndola con otra, había ido a avisarla. No estaba particularmente preocupada. Quienquiera que fuera la siguiente, estaría avisada. Ya estaría esperando entre bambalinas con los nervios destrozados. Aparecer después de Lara no era fácil.

—Excelente —admitió Ben—. Cada paso perfectamente ejecutado.

Entre la multitud se alzó un «¡ahh!» colectivo. Y entonces, repentinamente, Lara Trudeau se quedó poéticamente inmóvil. Sus manos, tan elegantes con sus largos y afilados dedos y sus uñas pintadas, volaron con dramatismo hacia su pecho izquierdo. Hubo un instante de inmovilidad mientras la música seguía desgranándose en un vals vienés tan dulce y alegre como el aire fresco.

Luego, sin perder su gracilidad, Lara cayó al suelo. Su caída fue tan elegante como cualquier gesto de la danza, un fundirse en el sueño, un lento y sutil deslizamiento… Hasta que su cabeza cayó sobre la pista de baile en perfecta armonía con la longitud de su cuerpo, y no volvió a moverse.

—Eso no estaba en el número —le susurró Gordon a Shannon.

—No —respondió Shannon en voz baja, frunciendo el ceño—. ¿Crees que lo habrá añadido en el último momento, buscando un efecto dramático?

—Si es así, lo está llevando demasiado lejos —contestó Gordon, mirando ceñudo hacia la pista.

Al principio, la multitud quedó en silencio, expectante y desconcertada. Luego, mientras Jim Burke permanecía parado junto a Lara, la sala comenzó a llenarse con el ruido atronador de los aplausos.

La ovación fue refluyendo desmañadamente hasta convertirse en un hueco batir de palmas aquí y allá, y luego se disipó por completo, a medida que los conocedores del baile y de Lara empezaban a fruncir el ceño, comprendiendo que no acababan de asistir a un dramático fin de actuación, sino que algo iba mal.

Un «¿qué…?» colectivo se alzó entre el gentío.

Shannon comenzó a avanzar con gesto preocupado, preguntándose si Lara habría decidido utilizar un nuevo ardid. Gordon la agarró por el brazo.

—Algo va mal —dijo—. Creo que necesita un médico.

Aquello parecía evidente, porque la primera persona que se adelantó, corriendo, fue el doctor Richard Long, un apuesto cirujano que también daba clases en Moonlight Sonata. Richard cayó de rodillas junto a Lara y le buscó el pulso. Alzó la cabeza, miró a su alrededor con perplejidad un instante y luego gritó ásperamente:

—¡Que alguien llame a una ambulancia! —bajó la mirada rápidamente y empezó a ejecutar un masaje cardíaco.

La sala quedó en silencio un momento, como si los centenares de personas que había en ella quedaran de pronto paralizados por la impresión. Luego, docenas de teléfonos móviles salieron repentinamente de sus bolsillos y bolsos. Susurros y murmullos se elevaron alrededor de la pista de baile, por todas partes, y luego enmudecieron. Richard proseguía con tesón sus esfuerzos.

—Dios mío, ¿qué demonios le ha pasado? —dijo Gordon, cuya mirada angustiada reflejaba sus dudas acerca de si debía acercarse o no.

—¿Drogas? —sugirió Ben.

—¿Lara? Jamás —dijo Jane con vehemencia.

—No —murmuró Shannon, moviendo la cabeza de un lado a otro.

—¿No?, ¿jamás? —dijo Ben con aspereza—. A ver, ¿drogas en South Beach? ¿En Miami, Florida, puerta hacia Sudamérica?

—Así es, al menos en el caso de Lara Trudeau —replicó Shannon.

—Hay muchas clases de drogas —dijo Justin.

—Puede ser —convino Gordon de mala gana—. Todo el mundo sabe que se suele tomar un par de Xanax cuando está nerviosa.

—Puede que haya tomado alcohol —comentó Justin con expresión preocupada.

—¿Teniendo que bailar? —protestó Rhianna, sacudiendo la cabeza negativamente.

—Ella considera su cuerpo un auténtico templo — los informó Sam con perfecto aplomo—. Pero dice que a veces el cuerpo necesita ciertas ofrendas —añadió—. Debe de haberse tomado algo. No hay más que verla.

—Espero que se ponga bien. ¡Tiene que ponerse bien! —exclamó Shannon, que compartía el desconcierto de Gordon con respecto a si debía acercarse o no.

Gordon apoyó la mano sobre su hombro.

—No —dijo suavemente. Ella lo miró con perplejidad—. Es demasiado tarde.

—¿Qué? —preguntó Shannon, incrédula.

Mientras hacía la pregunta, Richard Long se levantó.

—Despejen la pista, por favor. Me temo que es demasiado tarde —dijo en voz baja.

—¿Demasiado tarde? —gritó alguien.

—Está… Muerta —contestó Richard, avergonzado, como si lamentara que sus palabras dieran carta de naturaleza a lo increíble.

—¿Muerta? —dijo alguien entre la multitud.

Richard suspiró, desalentado porque sus palabras no lograran calar en la cabeza colectiva de cuantos lo rodeaban.

—Me temo que… Sí.

El ruido de las sirenas llenó la noche. Unos segundos después, el gentío se abrió y el personal médico irrumpió en la sala. Los médicos añadieron el equipamiento de urgencias y una inyección administrada a la desesperada a los esfuerzos de reanimación de Richard Long. Pero, al final, por más que lo intentaron, todo acabó. Los que miraban mantenían las distancias, pero no lograban apartar la vista. Shannon miraba a los hombres uniformados paralizada por la incredulidad, igual que los demás. Y, mientras miraba, un extraño susurro se filtró inesperadamente en su cabeza.

«Tú eres la siguiente».

Aquello era una locura. Una estupidez. Alguien la había confundido con la siguiente concursante, nada más. Era todo una simple confusión: Lara se había caído, pero al final se pondría bien. La reanimación funcionaría. Lara inhalaría aire de repente y se levantaría, y pronto estarían todos hablando de ella otra vez, comentando que era capaz de hacer cualquier cosa con tal de llamar la atención. Lara pretendía ser recordada, ser inmortal.

Pero nadie vivía eternamente.

Cuando al fin la gente, todavía perpleja, comenzó a abandonar la sala, se oían murmullos por doquier. Lara Trudeau, muerta. Imposible. Y, sin embargo, había fallecido como había vivido: gloriosa, bella, elegante, y ahora… Muerta.

Muerta en la pista de baile.

2

—Oye, Quinn, vienen a verte.

A Quinn O’Casey le extrañó ver a Amber Larkin parada en lo alto de la escalerilla mientras él subía gateando. Iba cubierto con el traje de buzo. Llevaba cuarenta y cinco minutos arrancando percebes del casco del Twisted Time, su barco.

Tenía entendido que Amber estaba en Cayo Largo, trabajando en el despacho, como era natural. Él estaba de vacaciones. Ella, no.

Arqueó una ceja, indicando que se apartara para que él pudiera subir a bordo. Ella así lo hizo, procurando ignorar la mirada de Quinn, que cuestionaba su súbita aparición en un momento en que sólo deseaba que lo dejaran en paz. Ya lo habían encontrado.

Ella retrocedió, dejándole sitio, y, al poner el pie en cubierta, tirando al suelo las aletas mientras se quitaba las gafas, Quinn vio cuál era el motivo de su visita. Su hermano estaba tras ella.

—Eh, Doug —dijo, mirándolos con el ceño fruncido.

—Podías haberme dicho que ibas a venir aquí. No habría tenido que bajar hasta Cayo Largo y hacer que Amber volviera a Miami conmigo.

Tal vez debería haberle mencionado a su hermano que iba a tomarse unas vacaciones, pero ¿para qué iba a preocuparlo? Doug había salido de la academia de policía hacía menos de un año. Era un patrullero entusiasta y ambicioso, un hermano menor del que sentirse orgulloso, que había sobrevivido a los años de su adolescencia y su primera juventud sin las preocupaciones cada vez más acuciantes que habían atormentado los años juveniles de Quinn… Y algunos de sus años de madurez también. Pero, qué demonios, por eso había vuelto al sur de Florida, a pesar del asqueroso trabajo que había encontrado y de que, al principio, había creído que todo sería un agradable paseo.

Quinn sacudió la cabeza de un lado a otro. Se alegraba de estar de vuelta en el sur de Florida. Podía ser un sitio fantástico para vivir. Pero también podía dejar al descubierto las formas más chillonas de inhumanidad entre congéneres.

De ahí las vacaciones. No era que estuviera deprimido ni nada por el estilo. Demonios, sabía que no podía ponerle coto a la perversidad de este mundo, ni siquiera a la de un solo hombre. Pero ¿quién diablos podía esperar lo que le había pasado a Nell Durken? Debería alegrarse porque el cerdo que la había matado estuviera detenido y se enfrentara a una condena a perpetuidad. Sin embargo, fuera cual fuese la sentencia de Art Durken, Nell estaba muerta. Y tal vez Quinn se culpaba un poco por ello, se preguntaba si no debería haberle dicho que se alejara de aquel individuo inmediatamente. Pero ella acababa de contratar sus servicios de vigilancia rutinaria, así que ¿quién demonios iba a saber qué clase de avispero había removido hasta que era ya demasiado tarde? Sí, al final le había sugerido que se separara de su marido, y había dado por sentado que eso era lo que ella pensaba hacer, armada con la información sobre aquel hombre que él mismo le había proporcionado. Pero Nell no se había ido a tiempo. Art nunca la había maltratado, al menos físicamente, aunque en cuestión de sexo la trataba con despotismo, además de pasar buena parte de su tiempo en distintos lugares que no eran, desde luego, su casa… Y con distintas mujeres que tampoco eran su esposa. ¿Quién iba a suponer que, de pronto, iba a convertirse en un asesino?

Debería… Debería haber sospechado que Nell estaba en peligro.

Ese día se sentía en cierto modo como el barco: el tiempo que había invertido en aquel caso había hecho crecer percebes sobre su piel. Una temporada lejos de todo lo ayudaría a arrancarse la costra enconada de la perplejidad y la amargura.

Vacaciones. Del trabajo, de la familia, de los amigos. Quizá, sobre todo, de la familia. Doug no se merecía aquel humor sombrío, aquella hosquedad.

Además, tampoco le apetecía estar con él. Su hermano podía ser un auténtico pelmazo, un aluvión incesante de preguntas y disquisiciones. Como un médico interino en una sala de urgencias, dispuesto a ver la enfermedad en cualquier tic del cuerpo, Doug veía el mal en cualquier gesto poco habitual de la gente que lo rodeaba. Lo cual resultaba muy duro en el condado de Miami-Dade, donde más de la mitad de los habitantes podían ser considerados poco convencionales.

Quinn no sabía si gruñir o preocuparse. Doug no habría ido a buscarlo para formularle preguntas hipotéticas. De pronto sintió una punzada de inquietud.

—¿Mamá…? —preguntó, preocupado.

—Su corazón suena más que un reloj industrial —se apresuró a asegurarle Doug—. Pero me dijo que no has ido por allí últimamente, y le gusta que vayas a cenar una vez a la semana. Tal vez quieras llamarla.

—Le dejé un mensaje diciéndole que estaba bien, sólo un poco ocupado.

—Sí, pero es muy lista, ¿sabes? Lee los periódicos.

—¿Por eso has venido? —preguntó Quinn, arqueando una ceja.

—Tengo un caso para ti —dijo Doug, rodeando a su hermano para agarrar la bombona de oxígeno que Quinn acababa de desabrocharse.

—¿Sabes una cosa, hermanito? No necesito que me busques casos. La agencia va muy bien… Demasiado bien. Además, estoy de vacaciones.

—Sí, ya me lo ha dicho Amber. Por eso he pensado que era el momento ideal para que te ocuparas de un asunto privado al que le he estado dando vueltas.

Quinn gruñó por fin.

—Maldita sea, Doug. ¿Insinúas que quieres que vaya por ahí husmeando gratis? —miró a Amber con cara de pocos amigos.

—Eh, que es tu hermano —dijo ella poniéndose a la defensiva—. Y, ¿sabes una cosa?, ahora que te hemos encontrado, creo que voy a dejaros para que habléis tranquilamente. Me voy al Nick’s, a por una hamburguesa —echándose el largo pelo rubio por encima del hombro, se dispuso a salir del barco, lanzando una última mirada atrás para tratar de interpretar la expresión ceñuda de su jefe y averiguar si estaba muy enfadado con ella.

Doug tenía una sonrisa compungida en la cara.

—Bueno, voy a limpiar el equipo —dijo, como si ofreciera una especie de disculpa.

—Está bien. Adelante. Yo estaré en la cabina.

Quinn bajó los dos escalones de la proa del Twisted Time, se desnudó, se colocó un momento bajo un chorro de agua fresca y, envolviéndose una toalla alrededor de la cintura, sacó unos pantalones cortos limpios de la cesta de mimbre de la colada que había sobre la cama del camarote. Descalzo y todavía mojado, regresó a la zona de la cabina de mandos, sacó una Miller de la nevera de la cocina y se sentó en el sofá, mientras tamborileaba con los dedos, con el ceño todavía fruncido.

Doug bajó los peldaños ágilmente y, haciendo una mueca, se acercó a la nevera, sacó una cerveza y se sentó en el sofá empotrado, mirando a Quinn.

—Quieres que haga algo gratis, ¿no? —dijo Quinn con cara de pocos amigos.

—Bueno, más o menos. En realidad, va a costarte algo.

—¿Cómo?

—Necesito que des clases de baile.

Mudo de perplejidad, Quinn miró fijamente a su hermano pequeño durante varios segundos.

—Tú te has vuelto loco —le dijo a Doug.

—No, no, nada de eso. Enseguida lo entenderás.

—No creo.

—Sí, ya verás. Se trata de una muerte.

—¿Sabes cuánta gente muere diariamente, Doug? Aquí el poli eres tú. Si se trata de una muerte sospechosa, habrá sido o será investigada. Y, aunque fuera considerada natural o accidental, seguramente conocerás a alguien del departamento que pueda ocuparse del asunto.

Quinn sacudió la cabeza de un lado a otro. Mirar a Doug era como verse a sí mismo hacía unos años. Se llevaban ocho años. Se parecían un poco en la cara y medían ambos un metro ochenta y ocho, pero Doug poseía aún ese vigor fibroso y descarnado de un joven de veintipocos, mientras que él había ensanchado. Su cabello era oscuro, en tanto que el de Doug era pajizo, pero ambos tenían los grandes ojos azul profundo de su padre y sus facciones angulosas. A veces se movían de manera parecida, gesticulando con las manos al hablar, como si no les bastase con las palabras, flexionándolas a modo de plegaria, o dándose golpecitos en la barbilla cuando estaban enfrascados en sus pensamientos. Quinn meditó un momento sobre el malestar que le producía aquella inesperada interrupción, pero Doug había sido siempre un buen hermano que buscaba ejemplo en él, que estaba ahí cuando lo necesitaba, que nunca perdía la fe, ni siquiera cuando él atravesaba una de sus malas rachas.

—No consigo que nadie del departamento se ocupe de esto —reconoció Doug—. Últimamente pasan tantas cosas en el condado… Están buscando a un violador en serie que se pone más violento con cada víctima, y hace poco mataron a un guardia en un robo. Créeme, los de homicidios están ocupados. Demasiado ocupados como para interesarse por una muerte aparentemente accidental. Ahora mismo no hay nadie libre.

—¿Nadie?

Doug hizo una mueca.

—Está bien, había ciertos indicios sospechosos, así que asignaron a un tipo para que se ocupara de la investigación. Pero es un cretino, Quinn, de veras.

—¿Quién es?

A veces, los polis no se caían bien entre sí, de forma que circulaban rumores acerca de las capacidades de unos y de otros. El departamento de la policía metropolitana había tenido a lo largo de los años numerosos problemas por causa de unos cuantos policías incompetentes, pero los agentes eran en su mayor parte buenos tipos, mal pagados y abrumados por el trabajo. Claro que, a veces, eran también unos cretinos.

—Pete Dixon.

Quinn frunció el ceño.

—El viejo Pete no está tan mal.

—Demonios, no. Dale una pistola humeante en la mano de un tipo, y enseguida dará con el culpable.

—Y que lo diga un novato… —masculló Quinn.

—Mira, Dixon no es precisamente un fuera de serie. Y está investigando solamente lo que el forense consideró una muerte accidental. No va a ir por ahí mirando debajo de las alfombras. No le interesa. Se limitará a rellenar unos cuantos informes por puro trámite. Esto no le importa lo más mínimo.

—¿Y por eso debería importarme a mí? ¿Hasta el punto de tomar lecciones de baile? Como te decía, hermano, creo que te has vuelto loco —dijo Quinn tranquilamente.

Doug sonrió, llevándose la mano al bolsillo trasero de los vaqueros. Sacó su cartera y extrajo de ella un recorte de periódico cuidadosamente doblado. Eso era muy propio de él. Era una de las personas más ordenadas que Quinn conocía. El recorte ni siquiera había sido arrancado, sino recortado y meticulosamente plegado. Quinn sacudió la cabeza al pensarlo, consciente de que, en comparación con el de su hermano, su sentido del orden dejaba mucho que desear.

—¿Qué es esto? —preguntó, tomando el papel.

—Léelo.

Quinn desdobló el recorte y miró el titular.

—«La estrella de baile Lara Trudeau muere en la pista a los treinta y ocho años» —ladeó la cabeza hacia su hermano.

—Sigue leyendo.

Quinn repasó el artículo con la mirada. Nunca había oído hablar de Lara Trudeau, pero eso no significaba nada. No conocía el nombre de ningún bailarín, ni de bailes de salón ni de ningún otro tipo. Podía bucear a pulmón libre hasta casi ciento veinte metros de profundidad, levantar pesas de casi ciento ochenta kilos y escalar como el que más. Pero, en cuestión de bailoteo, era un perfecto inútil.

Desconcertado, releyó el artículo. Lara Trudeau, treinta y ocho años, ganadora de incontables campeonatos de baile, había muerto tal y como había vivido: en la pista de baile. Una combinación de tranquilizantes y alcohol le había producido un paro cardíaco. Los allegados a la difunta estaban muy impresionados y, al parecer, llenos de perplejidad porque, a pesar de sus muchos logros, sintiera la necesidad de tomar tranquilizantes.

Quinn volvió a mirar a su hermano y movió la cabeza.

—No lo pillo. A una belleza que se está haciendo vieja le entran los nervios y se pasa con las pastillas. Es trágico. Pero no me parece muy diabólico.

—No estás leyendo entre líneas —dijo Doug con desaliento.

Quinn contuvo una sonrisa.

—Y supongo que en la división de homicidios tampoco habrá nadie que haya «leído entre líneas», ¿no?

Doug le quitó el artículo de un manotazo.

—Quinn, una mujer como Lara Trudeau no tomaría pastillas. Era una perfeccionista. Y una triunfadora. Se habría llevado el campeonato de calle. No tenía razón alguna para estar nerviosa.

—Doug, ¿tú estás seguro de que has leído bien? Estamos hablando de algo de lo que no se libra nadie: la edad. Ahí está esa tal Lara Trudeau, con treinta y ocho años. Con una horda de veinteañeras detrás, pisándole los talones. Demonios, sí, se puso nerviosa.

—¿Es que crees que a los treinta y ocho años uno está acabado? —dijo Doug.

—En el fútbol, si eres un defensa, a esa edad estás a punto de jubilarte —contestó Quinn.

—Ella no era un defensa.

Quinn dejó escapar un suspiro impaciente.

—Da igual. Deportes, baile… La gente baja el ritmo con la edad.

—Algunos mejoran con la edad. Ella seguía ganando. Y, además, en los bailes de salón compite gente de todas las edades.

—Y eso es fantástico. Brindo por ellos. Lo que no entiendo es por qué has venido a darme la lata con esto. Según el periódico y lo que me estás diciendo, la muerte fue accidental. Está todo ahí. Se cayó redonda en público, en una pista de baile, así que naturalmente hubo una autopsia y los análisis no indicaron nada sospechoso.

—Exacto. Encontraron la causa física de la muerte. Paro cardíaco inducido por una mezcla de alcohol y pastillas. Lo que no explica el informe del forense es cómo llegó a ingerir tal cosa.

Quinn dejó escapar un gruñido y, agarrando el periódico de ese día, se puso a hojear la sección local a toda prisa.

—«Madre y dos hijos encontrados muertos a tiros en un apartamento de North Miami» —leyó, mirando a su hermano por encima de los titulares—. «Cuerpo hallado en el maletero de un coche, en un centro comercial» — continuó—. ¿Quieres que siga? La violencia forma parte de la vida de una gran ciudad, hermanito. Tú has pasado por la academia. Ahí fuera pasan cosas muy feas. Tú lo sabes y yo también. Cosas por las que merece la pena preguntarse, y estoy seguro de que los chicos de homicidios están en ello. Pero una bailarina drogata se cae muerta y tú quieres buscarle tres pies al gato. Pronto llegarás a detective. Date tiempo.

—Quinn, esto es importante para mí.

—¿Por qué?

—Porque temo que muera alguien más.

Quinn frunció el ceño, mirando fijamente a su hermano pequeño, y se preguntó si no estaría exagerando. Pero Doug parecía muy serio y tranquilo. Quinn alzó las manos.

—¿Tienes algún indicio, Doug? ¿Hay alguien que haya recibido amenazas? Si es así, tú eres poli. Conoces a los tíos de homicidios, incluyendo a Dixon. Y Dixon no es tan manta. Conoce las leyes y es fantástico en cosas de papeleo.

—Tú las conoces mejor.

—Las conocía —puntualizó Quinn—. Eso fue hace mucho tiempo, antes de que empezara a trabajar con Dane en los cayos. De todos modos, eso no es lo que importa. Doug, echa un vistazo a los hechos. Hubo una autopsia y el forense dictaminó que la muerte fue accidental. La policía pensará lo mismo si se ha limitado a hacer una investigación rutinaria. Así que… ¿Oíste tú que alguien la amenazara antes de morir? ¿Tienes alguna razón para sospechar que fuera un asesinato? Y, si es así, ¿tienes alguna idea de quién podía querer matarla?

Doug se encogió de hombros, sopesando bien su respuesta.

—Varias personas, en realidad.

—¿Y qué te hace decir eso?

—Podía ser la mayor zorra del mundo.

—¿Lo sabes a ciencia cierta?

—Sí.

—¿Cómo?

Doug vaciló de nuevo, luego ladeó la cabeza y observó a su hermano.

—Me acostaba con ella.

Quinn empezó a rezongar, dejó su cerveza sobre la mesa y se apretó las sienes con las palmas de las manos.

—¿Te acostabas con una mujer más de diez años mayor que tú?

—¿Hay algo de malo en ello?

—Yo no he dicho eso.

—Claro que sí.

—Está bien, me parece un poco extraño, nada más.

—Era un pedazo de mujer.

—Si tú lo dices, Doug, será cierto —Quinn vaciló—.

¿Estabas enamorado o era sólo un rollo sexual?

—No puedo decir que quisiera pasar el resto de mi vida con ella, ni nada parecido. Y sé perfectamente que ella tampoco sentía eso por mí. Pero, aunque fuera una zorra, y aunque no estuviéramos hechos el uno para el otro, demonios, sí, ella me importaba.

—¿Y me estás pidiendo que me meta en esto porque te estás dejando llevar por tus sentimientos? —preguntó Quinn muy serio.

Doug sacudió la cabeza.

—Lo nuestro no era un rollo, de ningún modo. Aunque yo no era su único amante. A Lara le gustaban los juegos. O puede que, en realidad, para ella no fueran juegos. Creo que se consideraba a sí misma un espíritu libre —se encogió de hombros sin mirar a Quinn—. Era como si fuera un regalo para el mundo y para los hombres, y se entregaba cuando se sentía segura, o cuando se le antojaba, supongo. En cualquier caso, yo no era el único con el que se acostaba —dijo Doug con sencillez.

—Estupendo. ¿Sabes con quién más se veía?

—Sé con quién podía verse. Con cualquiera del estudio de baile.

—¿Y cuánta gente sabía lo vuestro?

—No lo sé —reconoció Doug.

—Eso es muy vago.

—No tendría que serlo… Si te dignaras a investigar qué ocurrió.

Quinn observó a su hermano con expresión pensativa. Doug estaba emocionalmente atrapado en aquel caso. Y tal vez por eso no quería que las cosas hubieran sucedido tal y como parecía.

—Tal vez deberías mantenerte apartado de los chicos de homicidios, Doug. Si la policía tuviera sospechas de asesinato, tú serías el primero de su lista.

—Pero yo no la maté. Soy policía. Y, aunque no lo fuera, yo nunca mataría a nadie, Quinn. Tú lo sabes.

—Estabas liado con esa mujer. Si vas por ahí convenciendo a la gente de que la mataron, podrían acabar sospechando de ti, ¿lo entiendes?

—Desde luego. Pero soy inocente.

Quinn miró de nuevo el periódico.

—Ella murió por una sobredosis de Xanax, un medicamento que se suministra con receta médica. El alcohol agravó los efectos de la droga, produciendo un paro cardíaco.

—Sí —dijo Doug—. Y el poli que lleva el caso está convencido de que, en su tenaz persecución de la fama eterna, le vencieron los nervios.

—Doug, lamento decir esto, pero yo he visto a la gente hacer un montón de cosas estúpidas. Puede que sea trágico, pero parece que se puso nerviosa, se tomó unas pastillas y luego se emborrachó.

Doug dejó escapar un gruñido, sacudiendo la cabeza.

—No.

—¿No crees que sea siquiera posible?

—No.

—La receta llevaba su nombre. Se pusieron en contacto con su médico. Según él, llevaba varios años tomando pastillas antes de cada actuación. Lo pone en el artículo.

—Es cierto —dijo Doug con calma.

—Doug, a menos que tengas algo más en lo que apoyarte… Ni siquiera entiendo qué quieres de mí.

—Tengo algo más en lo que apoyarme. Una corazonada. Una sensación. Una certeza, en realidad —dijo su hermano con firmeza. Quinn conocía a Doug. Era capaz de ser más terco que una mula. Por eso había acabado la escuela y se había metido en la academia, donde se había graduado con honores. Algún día, el chico sería un magnífico detective.

—Hay que saber cuándo tirar la toalla, ¿sabes? —dijo Quinn suavemente.

De pronto, Doug pareció a punto de perder la compostura.

—Te pagaré.

—Cobramos demasiado —contestó Quinn con brusquedad.

—Dame dos semanas —dijo Doug—. Quinn, maldita sea, necesito tu ayuda. Ven al estudio a ver si no crees que la gente se comporta de forma extraña, si no hay personas, aparte de mí, que creen que fue asesinada.

—¿Te lo han dicho a ti?

—No con esas palabras. En realidad, los que la conocían bien reconocen que tomaba pastillas de vez en cuando. Y también se tomaba una copa de tarde en tarde. Y, sí, se estaba haciendo mayor para mantener su liderazgo en las categorías de baile lento y rítmico, y en cabaret.

—Doug, es como si me estuvieras hablando en chino —dijo Quinn, irritado.

—Rítmicos son los bailes más rápidos: la rumba, el cha-cha-chá, el swing, el hustle, el merengue, el swing de la Costa Oeste, la polca… Los lentos son el fox-trot, el vals, el tango… Y el cabaret es por parejas y combina distintas cosas.

—Está bien, está bien… No importa. Me hago una idea.

—¿Y bien?

—Doug…

—Maldita sea, Quinn, había mucha gente que la odiaba. Muchos sospechosos. Pero, si yo sigo investigando, alguien empezará a investigarme a mí. ¿Serán capaces de demostrar que fui yo quien le causó la muerte? No, porque no fui yo. ¿Podría quedar arruinada mi carrera? ¿Podría mirarme la gente con desconfianza el resto de mi vida? Pues sí, y tú lo sabes. Quinn, no te estoy pidiendo demasiado. Sólo que vayas allí y des unas cuentas lecciones de baile. Eso no te matará.

«Eso no te matará». Una extraña sensación recorrió la espina dorsal de Quinn. Se preguntó si no acabaría acordándose de aquellas palabras.

—Doug, nadie se creerá que voy allí a dar clases de baile. Yo no podría bailar aunque me fuera la vida en ello.

—¿Por qué crees que va a clase la gente? —preguntó Doug.

—Para conocer a chicas en los clubes de salsa de la playa —respondió Quinn secamente.

—¿Lo ves? Un aliciente. ¿Qué vas a hacer, quedarte encerrado como un ermitaño el resto de tu vida?

—Yo no estoy encerrado como un ermitaño. En absoluto —¿no se estaría poniendo a la defensiva? Su hermano se limitó a mirarlo. Quinn se recostó en el asiento y dijo—: Espera un momento. ¿Es así como te metiste en todo esto? ¿Clases de baile? —no se habría llevado mayor sorpresa si le hubieran dicho que su hermano se había apuntado a clases de calceta. Doug había estado a punto de ser deportista profesional. Todavía jugaba de maravilla al golf y una vez a la semana entrenaba a un equipo infantil.

—Sí, iba a clases —dijo Doug.

—Entiendo —se quedó callado un momento, pensativo—. No, no lo entiendo en absoluto. ¿Para qué ibas a clases de baile?

Doug esbozó una sonrisa azorada.

—Randy Torres va a casarse. He aceptado ser su padrino. Él y su novia, Sheila, empezaron a dar clases para la boda. Yo pensé: «Qué demonios, iré con él un par de veces para ser un buen padrino». A clase van muchos menos hombres que mujeres. El sitio parecía un auténtico filón de tías buenas. El estudio está en South Beach, justo encima de una de las discotecas de salsa más famosas. Un sitio agradable al que ir después de clase y poner en práctica lo que se ha aprendido. Así que empecé a dar clases.

—¿Y acabaste… Saliendo con una vieja diva?

—Así fueron las cosas. Ella no era en realidad profesora. Cobraba una pasta por ir de vez en cuando a dar alguna clase. Así que no conocía muy bien las normas de los profesores.

—¿Y cuáles son las normas de los profesores?

—Los profesores no deben confraternizar con los alumnos. Lo cual es una estupidez, porque todo el mundo baja a la discoteca de vez en cuando. Déjame decirte que Moonlight Sonata está en el mejor sitio para un estudio de baile. A veces van parejas y bailan juntas. Pero los que van solos… Bueno, al principio se cortan. Y, si puedes ir a la discoteca y tomarte unas copas y que haya un profesor que baile contigo, que te haga sentir mejor… En fin, es un buen comienzo. Y, además, está en South Beach, ya sabes. Es uno de esos sitios por los que se pasan a veces roqueros y estrellas de cine.

—Así que hay un montón de famosillos rondando por allí. Y supongo que habrá también drogas a tutiplén. ¿Cómo se llama la discoteca?

—Suede.

Quinn arqueó una ceja.

—Me suena el nombre, y eso que nunca salgo por South Beach. Odio South Beach —añadió. Y era cierto. Aquel sitio era puro plástico, en el mejor de los casos. Gente que nunca hacía nada, salvo dejarse ver; intentando salir en las páginas de las revistas por estar en el mismo club por el que se dejaba caer Madonna; demostrando su valía convenciendo a un portero de que los dejara entrar en una discoteca de moda cuando la cola llegaba hasta el final de la calle.

En su opinión, lo único bueno que tenía South Beach era Lincoln Road, donde en algunas salas se estrenaba de tarde en tarde alguna buena película extranjera o independiente y había un par de buenos restaurantes auténticos y asequibles, y donde cada amante de los perros que había en la ciudad se sentía libre de pasear a su mascota.

—Vamos, la playa no está tan mal. Está bien, no es tan tranquila como tus queridos cayos, pero aun así… Y, en cuanto al Suede, hubo una investigación hace no mucho. Una prostituta fue encontrada a una manzana de distancia, más o menos, tirada en la acera. Una sobredosis de heroína. Así que los de narcóticos hicieron una redada, pero no sacaron nada. Es posible que la chica le comprara la droga a alguien del local. Sabes tan bien como yo que los camellos no tienen por qué parecer mendigos. Y en la playa hay dinero. Al Suede va gente con mucha pasta. Pero parece que la gerencia y la discoteca en sí están limpias. De hecho, se los conoce porque respetan escrupulosamente la ley que prohíbe vender bebidas a menores de veintiún años, y hace unos meses se armó un gran revuelo en la prensa cuando uno de los camareros echó a una estrella de rock diciendo que no iba a servirle más alcohol. Es una buena discoteca, y, como te decía, los alumnos y los profesores se encuentran allí y bailan, tal vez se toman una copa o dos… Le da a la escuela un punto de realidad, porque la gente puede poner en práctica lo que aprende. Pero, aparte de eso, se supone que los profesores y los alumnos no deben salir juntos.

—¿Por qué?

Doug suspiró como si su hermano se hubiera vuelto viejo y torpe de reflejos.

—Por el favoritismo. Las clases de baile son caras. Alguien podría enfadarse si su profesor saliera con un alumno fuera del estudio y le dedicara atenciones especiales. Sin embargo, la norma suele romperse. Tienes que ir, Quinn. ¿Qué daño va a hacerte dar un par de clases, hacer unas preguntas, indagar un poco, meterte en esto de una forma que yo no puedo? —preguntó Doug.

Quinn hizo una mueca.

—Doug, algún día me gustaría aprender a tirarme en paracaídas, me gustaría conseguir un certificado de buceo de un nivel más alto, me gustaría hablar mejor español, y siempre he querido hacer un safari en África. Pero nunca, en toda mi vida, he querido dar lecciones de baile.

—Puede que te sorprendas —dijo Doug—. Quinn, por favor.

Quinn se miró las manos. Había pensado en poner el barco a punto y dirigirse a las Bahamas. Pasar dos semanas lejos de todo, salvo de la pesca, el mar, el sol y la arena, escuchando calipso y tal vez un poco de reggae. Escuchando. No bailando.

Pero aquello parecía tener gran importancia para Doug. Y tal vez pasara algo en realidad. Doug no estaría allí si no tuviera una corazonada. Convenía averiguarlo antes que la policía, porque su hermano sería un sospechoso natural.

Quinn alzó la mirada hacia él, dispuesto a admitir que no lo mataría echarle un vistazo al sitio y hacer unas cuantas preguntas. Luego vaciló.

—Necesito un descanso —dijo sinceramente—. Ni siquiera estoy seguro de que quieras que me ocupe de un caso que significa tanto para ti.

Doug sacudió la cabeza, enojado.

—Quinn, tú sabes que no tienes la culpa de lo que ha pasado… Últimamente. Tú intentas sacar el mejor provecho a lo que has aprendido y a lo que sabes. Y a veces el conocimiento y las leyes funcionan y a veces no. Yo sigo confiando en ti… Aunque tú ya no confíes en ti mismo.

—Yo no he perdido mi confianza en mí mismo —dijo Quinn. Mierda. Se estaba poniendo a la defensiva.

—¿Ah, no? —preguntó Doug—. Bien, porque tengo ciertas noticias que creo que te harán cambiar de opinión respecto a este caso… Entre otras cosas —Quinn lo miró con expresión inquisitiva—. Tu chica dio clases en Moonlight Sonata hasta el pasado noviembre.

Quinn frunció el ceño.

—¿Mi chica? ¿Qué chica?

—Nell Durken. Logré echarle un vistazo al archivo del estudio, y el nombre de Nell Durken estaba allí, en el libro de registro.

Quinn desconocía por completo que Nell Durken hubiera recibido clases de baile. Claro que, a fin de cuentas, tampoco sabía gran cosa sobre ella. Nell sólo lo había contratado para averiguar en qué invertía su marido el tiempo libre. Y eso había hecho él. Y el muy cerdo la había matado.

—En realidad —continuó Doug—, Nell era una de las alumnas más aventajadas. Luego, en noviembre pasado, dejó de ir sin más. Supongo que nunca te lo mencionó. Pero es curioso. El archivo indica que era una auextraño, ¿verdad?

-Esta bien… -dijo Quinn desapasionadam Echaré un vistazo. Daré un par de jodidas cla baile.

3

—¿Qué tal va eso?

Elia Rodríguez llamó a la puerta entreabierta de Shannon, recorrió los escasos pasos que la separaban de la mesa y se sentó en su esquina. Shannon se recostó en la silla, sopesando la respuesta que iba a darle a la recepcionista.

—No lo sé. ¿Tú cómo crees que va? Yo, personalmente, creo que deberíamos haber cerrado toda la semana —dijo finalmente.

—Hemos cerrado tres días —le recordó Elia—. Eso es lo que la mayoría de las empresas dan cuando fallece un familiar cercano.

—Hay fotos suyas en todas las paredes —le recordó Shannon.

—Sí, y los profesores y los alumnos más aplicados van a echarla de menos, de una manera u otra, mucho tiempo. Pero hay otros alumnos que no son tan aplicados, que nunca pisarán una pista de competición, y que se casan en cuestión de semanas, con baile y todo. El estudio tiene que abrir para ellos, Shannon —Elia tenía el pelo corto y de color casi platino, elegantemente cortado. Tenía cara de pilluelo, unos ojos profundamente negros y una de las mejores sonrisas del mundo. Se consideraba a sí misma la empleada menos dotada del estudio, pero, tuviera razón o no al respecto, su amabilidad y buen humor eran sin duda un aliciente para la mayoría de los alumnos. En ese momento, sin embargo, su rostro mostraba una mueca que no era ni amable, ni encantadora—. Shannon, soy muy consciente de que no se debe hablar mal de los muertos. Pero, a decir verdad, a mí no me caía bien Lara. Y no soy yo sola. Hay gente que incluso piensa que el hecho de que se desplomara muerta en la pista de baile fue una especie de justicia poética.

—¡Elia!

—Sé que suena fatal, y lo lamento de veras. Yo, naturalmente, no quería que le ocurriese nada —dijo Elia, y miró fijamente a Shannon—. Vamos, tienes que admitirlo. No me digas que era santo de tu devoción.

—Lo fuera o no, lo que importa es que era una fuerza dinámica de nuestra industria, y empezó aquí. Así que éste era su hogar, por decirlo así —respondió Shannon.

—Todos lo lamentamos, sabemos que trabajando era maravillosa, y no creo que haya una sola persona ahí fuera que no respetara su talento —Elia miró a Shannon a los ojos—. Eh, que se lo dije todo al detective cuando vino a hablar conmigo.

—¿Le dijiste al detective que no te caía bien Lara? —preguntó Shannon.

—Fui absolutamente sincera. Oh, vamos, sólo vino a interrogarnos porque tenía que hacerlo. Ya sabes, cuando alguien muere así, tienen que hacerle la autopsia y preguntar a un montón de gente, pero, qué demonios, todo el mundo vio lo que pasó —Elia arqueó una ceja—. ¿Es que tú le dijiste que la adorabas?

—Yo también fui absolutamente sincera —dijo Shannon secamente—. Durante los cuatro minutos y medio que tardó en interrogarme.

Elia movió la cabeza de un lado a otro.

—¿Y qué esperabas? Aquí no hay gato encerrado. El baile está grabado. Su muerte está grabada —Elia se estremeció—. Me dan escalofríos sólo de pensarlo. Aunque a Lara probablemente le habría encantado. Hasta su muerte fue todo lo teatral que podía ser, plasmada en celuloide para toda la eternidad. Se le fue un poco la cabeza, y murió. Un absurdo desperdicio. Ahora ya nadie puede hacer nada. Sin embargo, cerrasteis el estudio en su honor. Y ahora volvemos a abrir. Y dentro de un cuarto de hora llega un nuevo alumno para ti.

—¿Para mí?

—Sí, para ti.

Shannon frunció el ceño y dijo:

—Espera, espera, yo no les doy clases a los alumnos nuevos. ¿Cómo voy a dárselas, si soy la directora? Tengo demasiado papeleo y demasiados deberes administrativos. Además, tengo que organizar la gala Gator. ¿Te acuerdas de lo que decidimos en la última reunión?

—Claro que me acuerdo. Pero, como estoy segura de que habrás notado, Jane no ha llegado todavía. Tenía cita con el dentista… Lo cual anunció en la misma reunión. Rhianna no podía cambiar su clase semanal de las dos de la tarde, porque no abrimos hasta esa hora y su chico trabaja de noche. Y ese tipo nuevo va a venir porque Doug le compró un pase de invitado. En realidad, es su hermano. No sé tú, pero yo me muero de ganas por verlo.

—Siempre te estoy diciendo que te decidas y te saques el diploma para dar clases —dijo Shannon. Elia tenía capacidades innatas para ser una excelente profesora, pero había llegado al estudio hacía dos años, buscando un puesto de oficinista, y seguía rehuyendo todo lo demás.

En cuanto a sí misma, en ese momento en particular Shannon no tenía ganas de dar clases, lo cual resultaba extraño, porque le encantaba ver cómo iban mejorando los alumnos. Todo, sin embargo, le parecía fuera de lugar desde la muerte de Lara. Naturalmente, su fallecimiento había conmocionado al mundo de la danza. La muerte repentina era siempre traumática. Pero también era cierto que Lara Trudeau no era santo de su devoción.

Los campeonatos, por más que se ganaran, no garantizaban una vida decente, al menos en Estados Unidos. Lara solía dar clases para completar sus ingresos. Gordon Henson había sido su primer instructor de bailes de salón. Gordon siempre se había sentido orgulloso de su mejor alumna, y Lara acudía sin falta a Moonlight Sonata cuando él se lo pedía, dentro de lo razonable, lo cual decía mucho en su favor. Sin embargo, desde que había empezado a preparar a Shannon para que se hiciera cargo de la gerencia del estudio, Gordon dejaba en sus manos la contratación de los instructores. Y, dado que Lara era una bailarina excepcional y una auténtica atracción para los estudiantes, Shannon había seguido llamándola. Pero, a diferencia de la mayor parte de los profesores a los que contrataba, Lara no tenía inconveniente en mofarse de los alumnos, o de los profesores, después de una sesión de entrenamiento.

Shannon tenía además razones más personales para sentir desagrado hacia Lara. Sin embargo, le afectaba profundamente que Lara hubiera muerto. Tal vez fuera por el simple hecho de que nadie debía morir tan joven. O quizá se debiera a que era imposible ver que alguien que formaba hasta tal punto parte de la propia vida, de grado o por fuerza, desapareciera tan bruscamente, sin experimentar una profunda sensación de abatimiento. Se trataba en parte de un sentimiento prolongado de confusión o de incredulidad. Fueran cuales fuesen las razones, lo cierto era que Shannon se sentía entristecida, y ya le resultaba bastante difícil concentrarse en los preparativos de la gala Gator, cuanto más pensar en darle clases a un principiante con una sonrisa y el entusiasmo necesario para que se sintiera integrado en el seno familiar del estudio.

—No hace ni una semana que murió —dijo Shannon—. Todavía no la han enterrado.

Dado que las causas de su muerte debían ser investigadas, el cuerpo de Lara había sido llevado al depósito de cadáveres del condado hasta que el forense diera por concluido su trabajo. Una vez hubieran concluido los análisis, Ben, el ex de Lara, y Gordon se encargarían de los preparativos del entierro. Lara había llegado a Miami para estudiar en la universidad hacía más de veinte años, y sus padres habían fallecido unos años después. No tenía hijos y, en caso de que tuviera algún familiar cercano, ninguno había hecho acto de presencia durante todos aquellos años.

—Shannon, Lara venía aquí a bailar de vez en cuando, y sí, la conocíamos. Pero tampoco era como una hermana. Tenemos que superarlo —insistió Elia—. La verdad es que, si alguien la conocía de verdad, es Gordon, y él lo ha superado.

Sí, su jefe lo había superado, desde luego, pensó Shannon. El día anterior lo había pasado en su despacho, estudiando con gran atención muestras de telas, intentando decidir cuál le gustaba más para las nuevas cortinas que pensaba poner en su cuarto de estar.

—Bueno, de ti no estoy tan segura… —dijo Elia, sacudiendo la cabeza—. La muerte de Nell Durken te afectó mucho, y eso que no llevaba viniendo ni siquiera un año.

—Nell Durken no se murió. Su marido la mató. Seguramente se dio cuenta de que estaba a punto de perder a su esclava —dijo Shannon con acritud.

Nell Durken había sido una de las alumnas más sorprendentes que habían cruzado su puerta. Alegre, guapa y siempre llena de vida, era como un rayo de sol. Era simpática con todos los alumnos y se burlaba con ironía de no poder llevar a su marido al estudio ni a rastras, pero estaba decidida a seguir adelante ella sola. Enterarse de que aquel individuo la había matado había sido terriblemente perturbador.

—Uf —suspiró Shannon de pronto.

—¿Qué pasa? —preguntó Elia.

—Es muy extraño… ¿No?

—¿Qué es muy extraño? —insistió Elia, sacudiendo la cabeza.

—Nell Durken murió porque su marido la obligó a tragar una sobredosis de píldoras para dormir.

—¿Y? Ese tipo era un cabrón… Todos lo sospechábamos —dijo Elia—. Nadie se dio cuenta de que era también un asesino, pero… En fin, la policía lo detuvo. Estaba enrollado con otra, pero la que tenía el dinero era Nell. Seguramente pensó que se saldría con la suya si la obligaba a tragar todas esas píldoras. Parecería un accidente, y él se quedaría con el dinero —prosiguió—. Pero lo atraparon. Tenía un móvil clarísimo, y el frasco de pastillas estaba lleno de sus huellas dactilares.

—¿No estarás viendo demasiados programas de sucesos? —preguntó alguien desde la puerta abierta. Gordon la estaba mirando con expresión divertida.

—No, Gordon —dijo Elia—, sólo estaba puntualizando lo que le pasó a Nell Durken.

—¿A qué viene ahora lo de Nell Durken?

—Estábamos hablando de Lara —dijo Elia.

Gordon no pareció comprender la relación.

—Hemos perdido a Lara. Así son las cosas. Era un poco como Ícaro, supongo, siempre intentando volar demasiado alto. En cuanto a Nell… Demonios, todos sabíamos que tenía que dejar a ese bastardo. Lástima que no lo hiciera. Ojalá siguiera bailando.

—Dejó de venir cuando él le organizó esas vacaciones en el Caribe, ¿os acordáis? —dijo Shannon, pensativa—. Iban a celebrar una segunda luna de miel. Él quería compensarla por todo lo que le había hecho.

—Y todos pensamos que se lo habían pasado en grande y que volvían a estar como dos tortolitos porque ella llamó cuando volvieron, diciendo que no vendría a clase durante algún tiempo porque iban a irse de viaje. Y, naturalmente —añadió Elia puntillosamente, pues Gordon la estaba mirando fijamente, con la boca abierta como si se dispusiera a intervenir—, como una buena recepcionista, yo seguí llamándola durante algún tiempo, pero siempre me saltaba su contestador. Y luego, después de unos seis meses, supongo, sencillamente dejó de aparecer en la lista de cosas por hacer.

—Pero es horrible, ¿no? —murmuró Shannon—. Espero que no seamos gafes. Quiero decir que una ex alumna es asesinada por su marido y luego… Luego Lara muere de repente.

—¿Crees que estamos gafados?

Shannon miró más allá del hombro de Gordon. Sam Railey estaba detrás de éste, mirando dentro de la habitación.

—¿Gafados? —protestó Gordon—. Ni se os ocurra sugerir tal cosa. Nell llevaba mucho tiempo sin venir cuando murió. Y Lara… Lo de Lara es sencillamente una tragedia —alzó tres dedos—. La academia Broward perdió dos alumnos y un instructor el año pasado.

Shannon sofocó una sonrisa, alzando una ceja.

—Gordon, los alumnos eran el señor y la señora Hallsly, de noventa y noventa y tres años, respectivamente. A nadie le extrañó que murieran con unos meses de diferencia. Y —añadió suavemente, pues sentía gran afecto por Dick Graft, el instructor fallecido—, Dick sufrió un aneurisma.

—Yo sólo digo que la gente se muere y que nosotros no estamos gafados —dijo Gordon.

—Dios mío, eso espero —comentó Sam—, porque ya llevaríamos dos. Y ya sabéis que las cosas ocurren de tres en tres.

—¡Sam! —exclamó Gordon.

—Ay, perdón. Eh, no os preocupéis, jamás diría una cosa así delante de los alumnos.

—Eso espero —lo amonestó Gordon.

Gordon había dejado la dirección en manos de Shannon, pero, si decidía que un instructor desprestigiaba al estudio, dicho instructor iba a la calle en cuestión de segundos.

—Eh —intervino otra voz. Justin García, delgado y de metro setenta como máximo, dotado de una endiablada habilidad para moverse con ritmo perfecto, estaba de puntillas, intentando mirar por encima de los hombros de los demás, reunidos en la puerta de Shannon—. Psss —miró a Elia, apoyada en la mesa—. Fuera hay un alumno nuevo. Intentaría darle yo mismo clases, pero es un grandullón, y creo que me espachurraría si lo intentara.

—El hermano de Doug —dijo Elia, levantándose de un salto.

De entre sus alumnos nuevos, Doug era sin duda uno de los preferidos. Se había apuntado para aprender a bailar salsa para la boda de un amigo, y había empezado tieso como una tabla, pero, al cabo de una semana, se había enamorado de los ritmos cubanos y quería aprenderlo todo. Era policía y solía reírse porque sus compañeros se burlaban de él. Muchas de las alumnas del estudio estaban entusiasmadas con él… Por no mencionar a su profesora, Jane Ulrich. A Jane le encantaba el espectáculo. Con Doug, podía saltar, hacer piruetas y casi literalmente volar. Era una excelente bailarina, y él tenía la fuerza necesaria para permitirle hacer cualquier salto que se le antojara. Era alto, rubio, de ojos azules y atrevido, todo lo que podía pedirse en un alumno.

Elia pasó entre los hombres abriéndose paso a empujones y corrió hacia la entrada del estudio, donde podía recibir a su nuevo alumno y ayudarlo a rellenar el papeleo.

Shannon, que estaba levantándose, se quedó pasmada cuando Elia entró de nuevo en el despacho un instante después, con los ojos como platos.

—Maldita sea, Jane se va a arrepentir de esa cita con el dentista. ¡Levántate! Tienes que ver a ese tío —Elia salió corriendo otra vez.

—A mí me haría picadillo —le dijo Justin a Shannon encogiéndose de hombros.

Llena de curiosidad, Shannon siguió al grupo. Para entonces, Elia estaba saludando jovialmente al recién llegado y los demás se habían colocado en corro a su alrededor, esperando su turno para conocerlo.

Normalmente, no hacían corrillo para recibir a sus nuevos clientes.

El hermano de Doug. Sí, el parecido era evidente. Pero Doug tenía los hombros bonitos y una complexión esbelta y ligera. Aquel tipo, en cambio, parecía haberse escapado de una película de bárbaros. Tenía el pelo negro y los ojos de un azul penetrante. Un rostro hermoso, duro, pero de facciones regulares. En una tira cómica, habría sido el camionero Joe.

Antes de que Shannon pudiera dar un paso adelante, Sam le puso las manos sobre los hombros, apretándola contra sí, y le susurró al oído:

—Lástima que las normas nos prohíban confraternizar con los alumnos, ¿eh?

—Sam —la reprendió ella con un suspiro cansado y suave. Sí, aquéllas eran las normas, pero Gordon prefería no enterarse de lo que no le incumbía. Y ella mantenía la misma actitud de «no me cuentes lo que no necesito saber».

Mientras se apartaba de él, oyó que Justin susurraba:

—¿Normas? Y un cuerno. Para algunos, sí, pero para otros, nada.

Al tiempo que le tendía la mano al gigante que permanecía de pie ante ella, Shannon se preguntó qué demonios había querido decir Justin. ¿Quién, exactamente, confraternizaba con quién? ¿Y por qué diablos aquella sencilla pregunta le causaba tal desasosiego? Se obligó a sonreír.

—Entonces, usted es el hermano de Doug. Encantados de tenerlo aquí. Doug es muy especial para nosotros, ¿sabe? —vaciló ligeramente—. ¿Lo ha traído de las orejas?

Él sonrió. Tenía un hoyuelo en la mejilla izquierda.

—Algo así —dijo—. Tiene un talento natural para convencer a cualquiera —su apretón de manos era firme—. Soy Quinn, Quinn O’Casey. Me temo que pronto descubriréis que soy el hermano con dos pies izquierdos. Tenéis todo un reto ante vosotros.

Ella siguió sonriendo, a pesar de que se sentía de nuevo embargada por aquella extraña inquietud. «Todo un reto». Tenía la sensación de que aquello era cierto. En más de un aspecto.

«¿Qué demonios estará haciendo aquí en realidad?», se preguntó.

—Elia, ¿puedes traerme un folleto para el señor O’Casey, por favor? —dijo alzando la voz—. Venga a nuestra sala de reuniones y veremos qué podemos hacer por usted.

La sala de reuniones no era en realidad una sala, sino más bien un diminuto cuarto de dos por dos. En el centro había una mesa redonda en la que cabían como máximo cinco personas, rodeada por unas cuantas estanterías y un par de vitrinas. En ellas había algunos trofeos de los profesores, así como unos cuantos que había ganado la propia Shannon, y varios que indicaban que, los dos años anteriores, habían sido galardonados con el premio al mejor estudio independiente.

Elia le dio a Shannon un folleto y los otros, en lugar de irse discretamente a sus quehaceres, siguieron mirándolos fijamente. Shannon arqueó una ceja, haciendo que todos se escabulleran de repente. Luego cerró la puerta y le indicó una silla a Quinn O’Casey.

—Siéntese.

—¿Enseña a bailar en una mesa? —preguntó él jovialmente mientras se sentaba.

—Enseño un poco sobre la clase de baile que le puede interesar a cada persona —contestó ella. Naturalmente, les interesaba vender sus clases de baile, y a menudo llamaban en broma a la sala de reuniones «el refugio de los tiburones». Shannon, sin embargo, nunca había sentido que entrara en un entorno hostil. Se enorgullecía de ofrecer lo mejor y de no obligar a nadie a nada. Los alumnos no volvían si tenían la impresión de no sacar rendimiento a su dinero. Y los alumnos que entraban con intención de seguir a largo plazo eran los que competían y los que mantenían el estudio a flote.

—Bueno, señor O’Casey, ¿qué bailes quiere aprender?

—¿Qué bailes?