La resaca de la memoria - Verónica Estay Stange - E-Book

La resaca de la memoria E-Book

Verónica Estay Stange

0,0

Beschreibung

Hija de sobrevivientes de la dictadura chilena y al mismo tiempo sobrina de uno de los victimarios más emblemáticos "El Fanta", se enfrenta al desafío de construir un relato propio en medio de secretos, tergiversaciones, mentiras, e insoportables verdades.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



© LOM ediciones Primera edición, julio 2023 Impreso en 1.000 ejemplares ISBN Impreso: 9789560017215 ISBN Digital: 9789560017604 RPI: 2023-a-7000 Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 [email protected] | www.lom.cl Imagen de portada: «Tourbillon» de Rafael Monreal Urrutia Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de gráfica LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Santiago de Chile

A Denis, mi compañerode búsqueda,de lucha,de vida.

A Duan,mi primo,mi hermano del alma,niño clarividenteávido de justiciaque demasiado prontopartió.

Nada he vivido. Al menos nada de lo que contaré aquí. Nada que pueda explicar la violencia de ciertas emociones largamente silenciadas, ni aun esta íntima convicción de que, por el contrario, todo he sentido, todo he visto, como alguna vez lo sostuve, en mi temprana adolescencia, frente a los adultos sorprendidos de que semejante afirmación fuera pronunciada a la edad en que la vida recién comienza. «J’ai plus de souvenirs que si j’avais mille ans»1. Me apropié ese verso trillado imaginando que yo era la primera en descubrirlo o que yo misma lo había escrito. Es un poco de lo que se trata, y sin duda una de las razones por las cuales el Spleen de Baudelaire me fascinó al punto de conducirme, mucho más tarde, a escribir una tesis sobre el simbolismo –vaya idea para una pequeña latinoamericana la de enfrentarse a ese monumento de la literatura francesa–. Pero necesitaba decirlo y pensarlo en francés, ya que para entonces mi lengua se me había vuelto demasiado estrecha. No porque fuera imperfecta, como todas las lenguas, ni porque no hubiera producido versos capaces de expresar esos estados del alma, sino porque era la mía. Y es un poco de eso también de lo que se trata: la imposibilidad de habitar la propia lengua, el propio país o la propia casa.

¿Por qué? Durante mucho tiempo lo desconocí. Pero, tras varios años de análisis metódico, con altura de miras y algunas canas que ineluctablemente se asoman entre mis cabellos, se volvió más claro: porque estoy atravesada de historias, de Historia. Como si otras personas, muertas o vivas, irrumpieran en mi pensamiento, en mis sueños o en mis recuerdos, cuando menos me lo espero. Como si yo fuera no solo otro –he aquí mis viejos amores literarios que retornan–, sino tantos otros que para hablar de yo hubiera que remontarse hacia mucho antes de su nacimiento y evocar lugares que yo apenas conoce, que él o ella no conoce, y que él o ella nunca conocerá.

Es de esos otros que hablaré; no es sino de ellos que, a fin de cuentas, uno puede hablar cuando nada ha vivido –o casi nada– y sin embargo, entre el vértigo y la náusea, ve desfilar en su mente las innumerables imágenes de un relato ajeno.

Hija de exiliados políticos que huyeron de la dictadura de Pinochet en Chile, yo, permeable como una esponja, absorbió en efecto las experiencias más diversas. Nacida y crecida en México, tuvo siempre el deseo, la esperanza o la necesidad apremiante de «volver a Chile» –decía ella, sin siquiera haberlo conocido–, hasta que se hizo evidente que ese «paraíso perdido» estaba de hecho perdido y que, ante la incomodidad de sentirse extranjera en su país de nacimiento y también en el de sus padres, no había más remedio que encontrar un tercero –Francia, por ejemplo– donde, extranjera de verdad, pudiera asumir plenamente esa extranjería y habitarla, por fin, como una patria.

Hija también de sobrevivientes de la prisión y la tortura –sus padres, al igual que muchas otras personas en esa época, acumulaban las etiquetas–, desde pequeña yo siempre tuvo un miedo atroz de la «guerra». Esa palabra condensaba ideas e imágenes que traía a cuento sin saber por qué. La persecución. Los allanamientos en las casas. Los montones de libros quemados. Los fusiles apuntando a los transeúntes. Los culatazos. Los gases lacrimógenos. El guanaco escupiéndole a la multitud acorralada. Los desplazamientos a hurtadillas durante el «toque de queda», término misterioso que implicaba algo así como la obligación de «quedarse» en algún lado, sin moverse, como en el juego de las estatuas. Los tanques listos para aplastar las piernas de los presos tendidos sobre el pavimento, como lo había visto en alguna fotografía de un libro situado en lo alto de un estante y al que supuestamente no debía tener acceso.

Siguiendo una compleja cadena de asociaciones, las imágenes que el término «guerra» convocaba se cristalizaron en la figura del Tirano. Inmóvil en un retrato, con los brazos cruzados y rodeado de sus secuaces, ese dictador de lentes oscuros parecía increíblemente poderoso y pesado; una especie de gigante capaz de aniquilar todo a su paso. Y, cuando los adultos evocaban la posibilidad de que Pinochet «cayera» pronto, yo temblaba ante la idea de que, por alguna desafortunada coincidencia, fuera a caer precisamente sobre su casa. Sentado en el trono, irrumpiría como un meteorito abriendo un inmenso hoyo en el techo del comedor, y entonces, ¡ay!, no solo no tendríamos ya dónde vivir, sino que estaríamos, definitivamente, en «guerra». Como si Dios pegara un puñetazo sobre la mesa, el dictador habría logrado dar un nuevo «golpe», pero esta vez en México, y directo sobre su hogar.

Por cierto, yo era también la sobrina de un hombre que había hecho cosas terribles durante la dictadura. Dado que no lo conocía, le tomó algún tiempo percatarse de que, siendo el «hermano de su padre», le correspondía naturalmente ser su «tío». Diablos. Si en su núcleo familiar se hablaba poco de las historias que la atravesaban, lo cual parecía lógico ya que eran demasiado tristes y tendían a arruinar el ambiente, de esta se hablaba aún menos. Lo que se hablaba era en realidad lo que hablaba su madre, escrupulosa psicóloga que, por un acuerdo implícito o explícito con el padre, había asumido la responsabilidad de la transmisión de ese duro pasado que era conveniente revelar a los hijos desde pequeños para que nunca tuvieran la impresión de que se les había ocultado algo, pero de una manera muy delicada y cuidadosa para que no fueran a quedar traumados. Así, sobre el asunto del tío, la madre dijo lo suficiente para que yo no se sorprendiera si un día alguien, al escuchar su apellido durante una cena, se levantaba de la mesa y se iba –lo cual efectivamente ocurrió, aunque tres décadas más tarde–, o si alguien más llegaba a reprocharle el hecho de ser la sobrina de un criminal y uno de los traidores más famosos de Chile –lo cual, por fortuna, no sucedió, si bien ella misma se lo reprochó alguna vez–. En adelante, ese personaje misterioso pasó a ser el tío del que no se hablaba. Un secreto, podría decirse; una suerte de trauma dentro del trauma.

Tales son, a grandes rasgos, las experiencias que, a través de oscuros mecanismos, yo hizo suyas. Con frecuencia la gente le hacía observar que era demasiado sensible y tenía gustos bastante mórbidos. En efecto, durante cualquier funeral podía ocurrir que se sintiera casi más abrumada que los parientes del difunto. En cuanto a sus centros de interés, no solo la atraían los poetas malditos y los pintores prerrafaelitas –«la blanca Ofelia flotando como una gran flor de lis»2 la fascinaba–, sino también las películas policiacas y los documentales sobre asesinos en serie o criminales de masa. Sin embargo, esas inclinaciones inherentes a ella no bastarían para explicar el mal que la aquejaba. Por otra parte, es preciso reconocer que, a pesar de los tristes asuntos que de vez en cuando la ocupaban y de las facetas sombrías de su personalidad, yo era una niña feliz. Solo un poco vieja…

Más allá de los secretos y dramas de familia, estas historias entrecruzadas a través de las cuales yo se fue vaciando y llenando, remiten, de una u otra manera, a la Historia de todo un país. Las palabras que designan sus temas, figuras y motivos son apabullantes, y adquieren todo su peso cuando se las pronuncia una a una, asociándolas al relato histórico pero también, juntas y entremezcladas, a nuestro pequeño relato personal: prisión, tortura, exilio, desaparición, traición, crímenes de lesa humanidad… Se requiere tiempo para asimilarlas y entender que de eso también –pero no solo de eso– estamos hechos, en la medida en que eso constituye, en parte, nuestro legado.

Joven y vieja, despojada de sí misma e invadida por otros, tras varios años de análisis metódico, con altura de miras y algunas canas que ineluctablemente se asomaban entre sus cabellos, yo entendería que, como al día siguiente de una borrachera, a la vuelta de una historia –de una Historia– tan tormentosa, es inevitable amanecer (o nacer o crecer) con «resaca». Flotante, sin asidero, hipersensible y a la vez como ausente del propio cuerpo. Con náuseas, vértigo, mareos, un cansancio de siglos y un spleen del demonio. «Caña», se dice en Chile; «cruda», en México.

Curiosa, en busca de explicaciones y material para inventarse un relato propio, yo quiso saber si otras personas padecían esos síntomas. Alguien designó esa extraña patología bajo el nombre de «posmemoria»3. Yo le preguntó a la gente, fue a entrevistar a la hija o al hijo de tal o cual, vio decenas de documentales y reportajes, leyó testimonios, novelas, cuentos, poemas. Hizo traer cajas repletas de libros desde el otro lado del mundo. Pasó meses encerrada en una biblioteca, y otros tantos en su cuarto de estudiante. De imagen en imagen y de página en página, conoció a Macarena, Álvaro, Alejandro, Nona, Laura, Paula, Albertina, Raquel, Ernesto. Y a Rafael, niño terrible, «viejo chico» que luchaba furioso contra monstruos imaginarios. A Patricio, que consumió todas las drogas psicotrópicas del catálogo farmacéutico para olvidar recuerdos que no eran suyos. Y a Ángela, quien, durante la audiencia por la desaparición de sus padres, reforzó el diagnóstico que yo había formulado.

–Cuéntame, Ángela, qué fue lo que ocurrió.

Ángela cuenta; yo la escucha atentamente, o más bien la lee: se trata de una novela testimonial4, y yo sigue encerrada en la biblioteca.

–Ese día –dice Ángela–, me sumé al «tour» para reconstituir la escena del secuestro de mi papá y mi mamá, desaparecidos durante la dictadura argentina.

–¿Hicieron el «tour» a pie?

–No, tomamos un bus; un bus «donde viajaban jueces, testigos, fiscales, secretarias, notarios, abogados, defensores, querella, custodia, camarógrafo, sonidista, periodistas»…

Durante la reconstitución de la escena, el rostro de Ángela palidece. No es ella quien lo dice; es yo quien lo deduce.

–¿Cómo te sientes?

–Mal, las imágenes del pasado se acumulan, y me hacen flaquear.

–¿Algo más?

–«Rodillas flojas. Vértigo». Días antes, los jueces me habían preguntado «qué consecuencias produjeron en mí los hechos del 17 de junio de 1976».

–¿Qué les respondiste?

–Es mi cuerpo el que responde ahora, expulsando un vómito mayúsculo. «Vomitado todo lo que supe, lo que recordaba, lo que pude averiguar. Vomitada la soledad, vomitada la impotencia».

Yo toma nota: el cuadro clínico es bastante claro.

Mariana Eva, la valiente «Princesa Montonera»5 cuyos padres también desaparecieron, se ha visto igualmente indispuesta.

–¿Cuándo ocurrió?

–En ciertas noches de juerga, hube de retirarme a mis aposentos para terminar arrodillada frente al retrete, «llorando que vomitaba Historia –con mayúscula la vomitaba–».

Yo toma nota nuevamente. En este caso, la «resaca» es más literal. Habiendo cometido excesos etílicos semejantes, supuso que las purgas de ese tipo eran necesarias, aunque nunca suficientes, para vaciarse de un pasado que la desbordaba. Hasta que, como todos aquellos en los cuales pudo reconocerse, descubrió que escribir era otro modo de vomitar, escupir, transpirar, llorar o sangrar la Historia.

Más tarde llegó Gabriela6. Se instaló en la pieza, detrás de la pantalla de la computadora.

–Cuéntame, Gabriela, tú también, tu historia.

–«Yo tengo 5 años. Digo, no lo entiendo. Nos vendaron los ojos, nos ataron las manos con cables y nos pegaron y nos pegaron. Nos cargaron en un avión, nos pegaron a trescientos metros de altura. Escuché. Picana, submarino, simulacros de fusilamiento, golpes, las muertes, los centros de detención, las torturas. […] Vi a mi hijo destruido. Rondaba la muerte».

Tienes cinco años, Gabriela, y viste a tu hijo destruido. Tienes cinco años, estás viva, y te han torturado de todas las formas posibles; tu cuerpo fue arrojado desde lo alto de un avión. Hay algo que no cuadra. No eres tú misma, Gabriela, ya no estás aquí: has incorporado las experiencias del mundo entero.

–«Lo he visto todo –dice–. No he visto nada».

–¡Yo tampoco!

–«Es una cuestión de tiempo. Estoy sin identidad».

–¡Yo también, yo también!... ¿Qué sientes, Gabriela?

–«El recuerdo como un túnel, un movimiento centrífugo y una sensación de mareo…».

Al cabo de sus investigaciones, yo confirmó su intuición.

Descendientes de expresos políticos, de torturados, de detenidos desaparecidos, de exiliados, de neutrales, de victimarios incluso, todos llevamos la muerte o la sobrevivencia a cuestas, llenos y vacíos de un pasado que, en su permanente retirada, no termina de pasar. Yo es también ellos. Y tú, ustedes, nosotros.

Aunque nada hemos vivido, tenemos mil años de recuerdos.

La resaca de la memoria: ese es nuestro mal.

1 «Tengo más recuerdos que si tuviera mil años». Charles Baudelaire, «Spleen» (1869).

2 Arthur Rimbaud, «Ofelia» (1870).

3Marianne Hirsch, «Past lives: postmemories in exile», en Poetics Today, vol. 17, n° 4, Duke University Press, pp. 659-686, 1996 ; Family Frames. Photography, Narrative, and Postmemory, Harvard University Press, 1997 ; The Generation of Postmemory. Writing and visual culture after the Holocaust, Nueva York, Columbia University Press, 2012.

4 Ángela Urondo Raboy, ¿Quién te crees que sos?, Buenos Aires, Capital Intelectual, 2012.

5 Mariana Eva Pérez, Diario de una princesa montonera. 110% verdad, Marbot, Barcelona, 2016.

6 Gabriela Golder, En memoria de los pájaros, 2000. película documental.

Primera parte La partida

Así es mi vida,piedra,como tú. Como tú,piedra pequeña;como tú,piedra ligera;como tú,canto que ruedaspor las calzadasy por las veredas;como tú,guijarro humilde de las carreteras;como tú,que en días de tormentate hundesen el cieno de la tierray luegocentelleasbajo los cascosy bajo las ruedas;como tú, que no has servidopara ser ni piedrade una lonja,ni piedra de una audiencia,ni piedra de un palacio,ni piedra de una iglesia;como tú…

León Felipe, «Como tú», 1920.

¿Nada? Nada. ¿De verdad nada? Nada. ¿Absolutamente nada? ¿Nada de nada? Bueno, algo quizás, pero solo un poco. Anécdotas banales, un par de golpes duros, una que otra calamidad, sí, como le ocurre a cualquiera, pero ciertamente nada que permita construir una historia ejemplar de la que yo sería la heroína. Ningún sufrimiento que se pueda transformar en eslogan político. Ninguna gran misión por cumplir, ninguna utopía tampoco. Llegamos demasiado tarde. Los roles ya fueron asignados; no hay lugar sino para los figurantes. Hasta el coro está constituido. Los fantasmas deambulando entre las ruinas, por centenas, ¿los ves? Frente a ellos, el vacío se vuelve más profundo. Uno se siente lleno de ausencias; vacío, pues. Y luego, nada.

Esto es lo que harás: vas a limpiar el vacío, despojarlo de la más mínima pelusa para que quede realmente vacío. Vas a ahondar en él, identificando su extensión y sus límites. Vas a designarlo luego, significarlo de alguna manera; una palabra que aparece o desaparece sin que nadie se lo espere, una imagen evanescente, una flecha acompañada de un anuncio. «¡Cuidado! Aquí, el vacío». Y, una vez que lo hayas delimitado y señalado, construirás sobre él una casa. Una casa falsa, como el castillo de la Princesa. Todos sabrán que es falsa y no tiene cimientos, pero eso no la hará sino más bella, más aérea. Con palabras, una casa. Será preciso, sin embargo, ponerle un poco de yo para que puedas habitarla. Yo-piedra. Yo-ladrillo. Yo-guijarro.

Tal fue, en suma, el procedimiento. Pero, para circunscribir y vaciar el vacíohasta el final, hubo que hacer un balance de la situación: lo que uno sabe, lo que no sabe, lo que nunca sabrá. Volverse el detective de sí mismo. Auscultarse minuciosamente. Tomarse el pulso. Reconocer la huella de lo que no nos pertenece. Buscar las reminiscencias adheridas a la piel. Recoger los caracoles y conchitas que la memoria, al retirarse, dejó sobre la arena; guardarlos en el cofre de tesoros o donarlos a un museo, después de haberlos registrado en el inventario. Identificar, en negativo, las piezas que faltan. Investigar. Hacer preguntas impertinentes. Husmear en los asuntos ajenos. Escrutar los periódicos, los álbumes de familia. Hurgar en los armarios, a escondidas en los cajones. Aferrarse al más mínimo descubrimiento. Desvelar los secretos, hablar de aquello o de aquel del que no se habla. Auscultarse de nuevo. Palparse. Preguntarse cuánto duele, dónde y cuándo exactamente: dónde es «aquí», cuándo es «ahora». Apuntar todo en un cuaderno.

Solo entonces fue posible decir algo más o menos coherente, expulsando la historia o la Historia de modos distintos del vómito, los escupitajos, el llanto o los eructos –cuando la resaca se acompañaba de indigestión–. Obviamente, se requirió bastante tiempo para que el yo-piedra-ladrillo-guijarro se consolidara. Probamos varias suertes de alquimia, pero no cuajaba. Decepcionados, tirábamos la masa, demasiado seca, demasiado blanda, en el basurero o en el lavaplatos, y empezábamos de nuevo. Nos costó encontrar los ingredientes y determinar las dosis adecuadas. Ingredientes que a uno nunca se le ocurriría mezclar, como en los platos exóticos –de México, por ejemplo: chocolate con picante, sal y ajonjolí para hacer una salsa–.

El spleen es la base, con todo aquello que lo acompaña: la desesperanza, la carencia, la añoranza… –pero no hay que exagerar, ya que puede provocar un gusto amargo–. La rebeldía, por supuesto, del lado político, así como la indignación y la rabia, condimentos indispensables. Se agrega luego un poco de culpa y «vergüenza del sobreviviente» extraídas del propio acervo genético –solo un poco, ya que de otro modo se corre el riesgo de perder firmeza, obteniendo una consistencia harinosa–. Enseguida viene el sentido crítico, que exige un cierto distanciamiento. Si bien no es fácil conseguirlo, este último es fundamental. Distanciamiento de todo: de sí mismo, de los otros, de lo que uno sabe, lo que imagina, lo que dice. Por último, se introducen elementos más inesperados: la impertinencia, vinculada al distanciamiento; la ironía, mordaz o no, que da un toque de acidez; el humor –algunos lo prefieren negro, pero como no siempre es bien digerido, un puñado de valentía será en ese caso indispensable–; la inocencia infantil, que da frescura; el juego, que trae ligereza.

Las dosis pueden variar en función del tipo de yo que se desee fabricar, y según la creatividad y las necesidades de cada cual. Así, se puede decidir que, cuanto más pena se tenga, más humor se agregará, lo cual generará un yo de tipo ladrillo; mientras que, si se incluye un componente lúdico, tenderá a guijarro. En fin, la mixtura se cuece al fuego del dolor, que no debe ser demasiado vivo; de otro modo quema, y entonces habrá que empezar otra vez de cero. El tiempo de reposo es igualmente variable, pero en general es largo, muy largo.

Aunque la vacuidad de fondo es esencial y todo se organiza en torno a ella, el resultado es la prueba de que algo había, pues solo el demiurgo pudo, según lo que cuenta la Biblia, crear de la nada.

En las maletas

Excavar, pues. Examinar de cerca a yo-niña. Buscar en su maleta, en su mochila, en sus bolsillos, lo que queda, lo que falta. Rastros del exilio. Rastros de la tortura, de la desaparición: de todo lo que no ha vivido. Escrutar las palmas de sus manos, leer las líneas que las atraviesan. Observar sus ojos, su iris. Su pupila: medir hasta dónde se dilata en la oscuridad, cuánta ausencia puede contener.

«¡Oh, patria mía!»

Yo conoció el exilio desde el interior, decía. Era su hija predilecta, la más devota. Entregada desde la más tierna infancia a la nostalgia de un país que no era el suyo, a los quince o dieciséis años no pudo sino lamentar que sus padres decidieran instalarse definitivamente en su «tierra de acogida», que era el lugar donde ella misma había nacido, pero solo por casualidad; una deriva del destino que sería preciso enmendar. Arrojada al mundo, como todos los hijos del exilio, yo sabía muy bien que habría podido nacer en cualquier otro lado: en Argentina, en Ecuador –donde el padre y la madre habían encontrado refugio antes de irse a México–, o bien en Suecia, donde otros miembros de la familia se habían asilado tras huir de Chile. Francia también, al igual que Italia, había abierto las puertas a los pobres perseguidos de ese entonces. La gama de posibilidades había sido bastante amplia y, ante el carácter contingente de lo que fue respecto a lo que habría podido ser –motivo de muchos sueños en condicional: si hubiera ocurrido esto, yo habría hecho aquello–, solo el retorno parecía certero. «Los diez o quince primeros años, uno vive con las maletas listas para volver», dijo alguna vez una de las tías de Suecia. Nacida en la época de «las maletas listas», yo esperaba con ansias el momento del retorno.

Fue pues una gran decepción enterarse de que los padres tenían el proyecto de construir en México una casa propia, siendo que hasta entonces se habían contentado con alquileres provisionales. Incluso el abuelo, psiquiatra exiliado también y para el cual se suponía que los misterios del alma humana y los deseos imperiosos del subconsciente debían ser más accesibles, consintió la instalación. «Ya está –se dijo ella–, nunca volveremos a nuestro país». ¿A nuestro país? Sí, claro; como sabemos, yo estaba habitada por el exilio de ellos. Llevaba los rastros en su mirada, siempre un poco distante y lejana, porque venimos de otro lado, no somos como los demás y quizás en el fondo no queremos serlo, a riesgo de renunciar a nuestro origen, de traicionar nuestras raíces. Llevaba las huellas también en su cabello, más rizado que el de los habitantes de México. En el rostro, cuyos rasgos, examinados con detenimiento, sugerían un mestizaje diferente. En la forma de hablar, despojada de regionalismos y modulada de tal manera que, aun tratándose de la misma lengua, un ligero acento, a menudo artificial y al fin y al cabo extraño en todas partes, le recordaba a la gente que no somos de aquí.

A los cinco o seis años, sus primeros poemas de amor, llenos de lugares comunes y metáforas convencionales, estaban dedicados a Chile, ese país largo y estrecho que, hundido en las tinieblas, busca la libertad como una rosa roja en una caja de cristal, o algo por el estilo. La bandera chilena le parecía la más hermosa porque, a diferencia de las otras, tenía una estrella –una sola, sobre fondo azul– que indicaba el camino a seguir; el camino que me llevará hasta ti, ¡oh, patria mía!

Añorando esa patria, lloraba por las noches, sobre todo en la adolescencia, cuando el retorno se volvía cada vez más improbable, avergonzada de expresar más dolor que las personas directamente implicadas. ¿Vas a pedirle a tu madre que te consuele porque echas de menos su país?, se preguntaba. Este dolor no es tuyo, pequeña usurpadora. Y, sin embargo, era tan vívido.

Una sola vez vio a su madre llorar así, lo cual, en su caso, era plenamente legítimo. Fue quizás en la época en que yo empezó a escribir sus poemas de amor patriótico decorados con estrellas, y decidió cantar el himno chileno después del mexicano durante el saludo a la bandera que se realizaba los lunes en el colegio.

Por la tarde, o por la noche, yo entra en la habitación. Las lágrimas brotan de los ojos de la madre, tendida en la cama. Pequeños sollozos ahogados se le escapan. La hija pregunta ¿por qué lloras?. Ella responde porque extraño mi país. Tal vez pronuncia la palabra «nostalgia»; en cualquier caso, está claro que se trata de eso. La otra se interroga, mide sus fuerzas, evalúa sus medios e, impotente, concluye: «¿qué vamos a hacer ahora? Es una lástima que tu mamá no esté aquí para consolarte».

Y bueno, sí, era una lástima. Ciertamente, eras aún pequeña, y a esa edad es difícil jugar a ser la mamá de la mamá. Pero podrías haber hecho un esfuerzo: acariciarle la mano, darle un beso en la mejilla, abrazarla, en vez de limitarte a emitir esa banal afirmación precedida de esa pregunta retórica, quedándote congelada en el umbral de la puerta. ¿Qué querías pues que hiciera tu madre cuando, llorando con sus lágrimas y padeciendo su nostalgia, le decías que estabas tan triste porque echabas de menos su país?

Pequeña mitología del exilio

Cultivado, regado y podado con ahínco, ese exilio por delegación tuvo otras implicaciones y ramificaciones; creció, dio flores y frutos, y terminó por configurar una pequeña mitología cuyos motivos y figuras son tan recurrentes entre los hijos del exilio, que todos ellos podrían reconocerse como pertenecientes a una misma comunidad de parias dispersos por el mundo.

A los motivos fundamentales de la «partida» y el «retorno», pilares de esta mitología que explican su componente nostálgico, pronto se sumó la idea del «viaje» en cuanto tal. El mero hecho de «viajar», aunque solo fuera en auto y para ir de vacaciones cuando el presupuesto lo permitía, tenía algo potencialmente decisivo: adentrarse en regiones desconocidas que podrían marcar nuestras vidas para siempre, dejando atrás ciudades y personas que, independientemente de la duración de la ausencia, al regreso no serían ya las mismas. Y si el viaje se prolongaba, alguien podría morir entretanto. Pero en este caso la decisión habría estado en nuestras manos: irse, partir, ser extranjeros en todas partes –y, por consiguiente, quizás en ninguna–, en vez de cultivar la extranjería en un solo lugar. Fascinada por el nomadismo, yo hubiera querido ser gitana, y se paseaba por el barrio con un pañuelo en la cabeza, largas faldas vaporosas y collares de latón.

Entre los hijos e hijas del exilio que conoció años después, Cristina, una amiga uruguaya hechizada también por los viajes, se imaginaba por su parte como una planta sin raíces: un «clavel del aire». Esa amiga optó por una carrera diplomática, ya que era una de las pocas profesiones que permitían desplazarse constantemente. Cualquiera que fuera la metáfora, se estaba siempre de paso, buscando llenar un vacío cada vez más profundo.

Estrechamente vinculados con «el viaje», ciertos objetos y lugares poseían un estatuto particular. Empezando por los aeropuertos. Si bien se transformaron con el paso del tiempo, volviéndose cada vez más brillantes y asépticos, su aura de nostalgia se mantuvo intacta. Nostalgia del que se va, nostalgia del que se queda. Nostalgia de escenas donde las personas se separan o se reencuentran, con una emoción que se desborda.

En el cajón del velador junto a la cama de los padres había una fotografía donde figuraba la hermana de la madre diciéndole adiós al pie del avión, en una época en que la gente podía acceder a la pista de despegue para acompañar hasta el último instante la partida de sus familiares o amigos. Los cabellos al viento, los pantalones pata de elefante, la pena disimulada bajo una gran sonrisa. Los aeropuertos son eso.

Había también un relato que circulaba, según el cual otra hermana de la madre, obligada a huir de Chile con su pareja, tuvo que correr junto a él con todas sus fuerzas por los largos pasillos del aeropuerto de Santiago, llevando en brazos a su hija de dos o tres años. El miedo, la angustia, el sofoco. Apenas logran subirse al avión, el militar armado que los perseguía les ordena bajar. El piloto sale entonces de la cabina y dice que este avión forma parte del territorio sueco: es usted el que tiene que bajar, señor militar, porque aquí no tiene autoridad. Este último renuncia a su presa, y baja. El avión despega. Nos vamos a Suecia sanos y salvos –gracias, señor piloto, héroe anónimo de este breve relato–, para nunca más volver a Chile. Los aeropuertos son eso también.

Las visitas de las abuelas a sus nietos nacidos y crecidos en México comenzaban y terminaban ahí. Una de ellas lloraba siempre, tanto al llegar como al partir: aeropuertos y lágrimas a menudo iban juntos. Pero, fuera cual fuera el visitante –un amigo de la familia que venía de vacaciones, el hijo del hijo del hermano mayor del abuelo que pasaba para saludar a sus parientes lejanos, el amigo del amigo de un amigo–, el aeropuerto en sí mismo poseía, por referencia a acontecimientos confusamente percibidos como fundantes, un alcance mítico. Ver a alguien que se va o vislumbrar a la persona esperada atravesando la puerta de salida después de la aduana, eran experiencias que tenían una carga emocional con frecuencia desproporcionada respecto a la realidad de la situación, sobre todo cuando el viajero era un perfecto desconocido.

Por cierto, yo nunca preguntó lo que el abuelo en el 73 y, tres años más tarde, los padres sintieron el día en que se fueron de Chile. No lo sabía con precisión, pero sin duda lo experimentó en carne propia, en el aeropuerto o en el avión, al momento de partir de ciertos países y separarse de ciertas personas, en circunstancias que nada tenían que ver con el exilio. De otro modo, ese desgarro, esos gritos que, lanzados hacia adentro de sí misma, hacen pensar en los árboles cuando se los arranca de raíz, no tendrían explicación.

Quien dice «aeropuerto», dice «maletas». En la casa había varias que servían de baúles para guardar todo tipo de objetos –ropa, cartas, periódicos, viejos juguetes–, a la espera de cumplir con su función última. Quizás una de esas maletas era azul. Pero también es posible que ese recuerdo sea más bien un producto de la imaginación, ya que, en la mente de yo, la maleta supuestamente azul estaba asociada con una guitarra dentro de un estuche de tela café bordado de mariposas blancas y violetas. Esos dos elementos, maleta y guitarra, constituían lo que habría sido el equipaje de los padres cuando partieron al exilio. Flacos, pálidos, casi transparentes, como dos fantasmas, al día siguiente de su liberación tomaron el avión tras haberse casado precipitadamente para poder declarar en el control de pasaportes que se iban de luna de miel sin despertar sospechas. Ahora bien, considerando las circunstancias, sería difícil creer que, entre todo lo que se debe llevar en un viaje cuya duración se desconoce pero que se sabe que será largo, se elija una guitarra. Por lo tanto, es más plausible que esta última haya sido comprada posteriormente. Así, es probable también que la maleta no fuera azul y que ese color sea evocado para reforzar el romanticismo de un falso recuerdo.

De cualquier modo, las maletas tenían un estatus especial en la casa. Con el paso de los años, en ella se acumularon tantas cosas –libros, adornos, vajilla, aparatos electrónicos, en suma, todo lo que forma parte de una casa– que para la niña se volvió evidente que sería imposible meter todo en las maletas, por muy grandes y numerosas que fueran, y que por tanto, llegado el momento, habría que deshacerse de varios objetos, incluidas sus muñecas.

El cofre de los tesoros

Otro componente importante de esta pequeña mitología eran los documentos administrativos que le permitirían a la familia ya sea partir para instalarse en otro país, ya sea quedarse en México legalmente –en todo caso, habitar en algún lado–: pasaportes, cédulas de identidad, formas migratorias, permisos de residencia. Estos tesoros, algunos de los cuales habían sido muy difíciles de conseguir, estaban guardados en un armario de la habitación conyugal, dentro de un cofre lacado hecho por artesanos de Olinalá, Guerrero, en el suroeste de México. Salvo expresa indicación contraria, no debía tocarse, ya que su contenido era vital. Nunca se dijo con exactitud qué pasaría si alguno de los papeles llegara a faltar, pero estaba claro que sería sumamente grave.

Yo lamentaba que los pasaportes chilenos de sus padres fueran diferentes del suyo, mexicano, porque el color rojo le parecía más lindo que el verde –rojo sangre, rojo corazón, rojo amor, ¡patria mía!–. En general, todo lo que venía de Chile, ya fueran documentos, ropa o juguetes, era más auténtico, más bello, más intenso, y debía ser conservado preciosamente.

Poco después de su nacimiento, la madre había intentado conseguirle un pasaporte rojo vivo como el suyo. Para ello, fue a la embajada chilena con los papeles requeridos. Pero, dado que Chile se encontraba aún en plena dictadura, los exiliados políticos que pretendían que sus hijos fueran reconocidos como chilenos no eran bienvenidos en la embajada. El funcionario tomó entonces el acta de nacimiento y lo rompió en pedacitos ante los ojos atónitos de la madre, negándose a conceder la nacionalidad a ese bebé que, como tantos otros, era portador de la semilla del comunismo.

Así pues, yo recibió solo la nacionalidad mexicana. Fue una suerte, ya que un primo nacido en Suecia, no habiendo podido obtener ni la nacionalidad chilena ni la sueca, permaneció apátrida durante mucho tiempo.

Más de veinte años después, cuando volvió la democracia, la ley fue modificada para que los hijos de chilenos nacidos y criados en el extranjero pudieran solicitar y obtener la nacionalidad chilena. La niña, que ya no era una niña, convocó a sus primos, su hermano y todos los bastardos pseudochilenos portadores de la semilla del comunismo que andaban por los alrededores para ir juntos a la embajada a exigir el merecido y tan esperado reconocimiento. Aunque solo dos personas acudieron a su llamado, yo lo vivió como un acto político. Ese mismo día salió del recinto con un nuevo pasaporte, no rojo vivo, por desgracia –entretanto la administración había optado por el burdeos–, pero chileno al fin y al cabo. Ahora soy chilena: ¿sirvió de algo ese estatus? Sí, de mucho; ya lo veremos más adelante, cuando se trate de construir una casa sobre el vacío que estamos explorando.

Por el momento observaremos simplemente que, de todos los componentes mitológicos del exilio, los papeles son sin duda aquellos que más repercusión simbólica tuvieron a largo plazo. Así, cuando la niña –que, de nuevo, ya no era una niña– se fue a Francia y se volvió extranjera de verdad, descubrió intacta una angustia que no era suya sino de alguien más, dado que, siendo mexicana, en el plano administrativo nunca tuvo algo que temer en México. Desde el primer día, las citas en la prefectura francesa para obtener y renovar el permiso de residencia se convirtieron en una pesadilla, si bien la acogida reservada a los nacionales latinoamericanos era considerablemente mejor que la de los argelinos o marroquíes, y si bien yo no entraba en la categoría de «migrante» o «refugiada», sino en la de «estudiante extranjera»; y, por si fuera poco, beneficiaria de una beca.

La mirada de los funcionarios franceses que, con aire altivo, escrutaban uno a uno los documentos solicitados como deseando secretamente que el expediente estuviera incompleto para tener el placer de decirle que le falta un documento, Madame, vuelva dentro de tres meses, le recordaba inevitablemente al funcionario chileno de la embajada que rompió el acta de nacimiento. Y a los funcionarios mexicanos que, con el goce mezquino que procuran los pequeños actos de poder en todo el mundo, obligaban a los padres a ir y venir entre la capital y la ciudad donde vivían para renovar su permiso de residencia.

Durante los primeros diez años de estadía en Francia experimentó en carne propia la precariedad del sentido de pertenencia, no sin cierta satisfacción masoquista de poder vivir al fin lo que otros antes que ella, y de manera mucho más terrible, habían vivido. Cuando milagrosamente, tras una larga espera, logró obtener la nacionalidad francesa, su extranjería se vio reconfortada y quizás legitimada gracias a un tercer pasaporte, no rojo, pero qué importa... Ella lo veía rojo. Desde entonces, la ansiedad de pasar por el control de inmigración en cada viaje disminuyó considerablemente, al igual que el temor de extraviar ese documento o dejarlo en la recepción de los hoteles que así lo exigían, porque, en caso de necesidad, tenía otros dos en reserva. Privilegio inaudito, desde luego inmerecido, pero que le permitía hacer frente a la amenaza constante de perder su identidad.

Ese triple reconocimiento –¡México, Chile y Francia!– le ayudaba a salir del paso en situaciones donde corría el riesgo de ser considerada sospechosa por ciertos interlocutores que, al preguntar ¿cuál es tu nacionalidad?, esperaban que demostrara poseer un conocimiento profundo de la cultura en cuestión, siendo que en realidad las tres tenían para ella zonas oscuras a las cuales, triplemente extranjera, nunca podría acceder. Ante ese interrogante le bastaba entonces con afirmar, ahora con toda legitimidad y sin tener la impresión de usurpar identidad alguna, que soy mexicana, añadiendo de inmediato pero también un poco chilena y, de ser necesario, al final, un poco francesa