La revolución imaginaria - Carlos Illades - E-Book

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Carlos Illades

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Beschreibung

AMLO TUVO LA OPORTUNIDAD DE HACER UN CAMBIO Y LA DESPERDICIÓ. ÉSTE ES UN ANÁLISIS DEL SEXENIO DONDE LA IZQUIERDA LLEGÓ AL PODER Y DILUYÓ CON SU INOPERANCIA EL PROYECTO OBRADORISTA. Antes de las elecciones de 2018, Carlos Illades escribió que la inminente victoria de la izquierda era una oportunidad pero también un riesgo. ¿Cuál es el balance hoy, a menos de un año de que concluya el mandato de López Obrador? ¿Se logró revertir la desigualdad social, la corrupción, la injusticia crónica y el clasismo? A muchos les parece evidente la incapacidad de esta administración de conformar un programa de gobierno viable, la cortedad de su agenda, la politización de todas las decisiones públicas, la consecuente polarización y la falta de habilidad técnica de no pocos de sus cuadros. Sin embargo, la oposición tampoco ha logrado reconstruirse para recuperar su credibilidad y se prevé como altamente probable un segundo mandato de la coalición gobernante. Independientemente de sus taras y fracasos, los partidarios de la 4T la consideran una revolución —la "revolución de las conciencias", según López Obrador—, un cambio de gran calado, el cuarto de los grandes hitos del relato patrio en una continuidad histórica: el nuevo mito nacional. De esa revolución imaginaria trata este libro.

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Para mi mamá

Si ser de izquierda tiene algún sentido, tal debe incluir un compromiso con la igualdad humana, con la posibilidad de que todos realicen sus capacidades de vida, lo cual no debe reducirse a los recursos materiales, sino incluir también la igualdad vital, es decir, la igualdad de oportunidades de una vida larga y saludable y la igualdad existencial al hilo de la cual la libertad, el reconocimiento y el respeto son universales.

GÖRAN THERBORN

PRÓLOGO

El obradorismo ha desconcertado por igual a la derecha y a la izquierda. Aquélla suponía que el consenso entre los partidos de la transición (PRI, PAN y PRD) sería suficiente para administrar la economía y ordenar la política, que la cuestión social ocupaba un lugar subsidiario en la agenda nacional y que, si cerraba filas, podía bloquear la puerta de Palacio a la irrupción plebeya. Desmentido el pronóstico por una contundente votación en favor del candidato que ofreció el “cambio verdadero”, las explicaciones del fracaso electoral por parte del establishment intelectual fueron el negacionismo, considerarlo un “accidente”, atribuirlo a un electorado obnubilado e ignorante o a un pacto espurio de López Obrador con Enrique Peña Nieto. El planteamiento excluyó la revisión de sus premisas.1

La autopostulada Cuarta Transformación (4T) es el foco de la crítica procedente de aquel flanco, la cual combina el realismo, la exageración y la desmemoria, adentrándose en lo insólito. Señalar la precariedad del programa económico de la 4T cuadra con lo primero. Anunciar que las elecciones intermedias serían las últimas en democracia se inscribe en lo segundo. Afirmar que el presidente carecía del mandato electoral para realizar la transformación que se propuso, después de pasar por alto que las administraciones de Carlos Salinas de Gortari y Felipe Calderón Hinojosa, con mandatos mucho más precarios y cuestionados en su legitimidad, emprendieron acciones de amplio calado —la primera generación de las reformas estructurales, la guerra contra el crimen organizado, respectivamente— raya en la desmemoria. Denunciar, quienes hasta ayer pensaban que el mercado resolvía todo, que López Obrador no es keynesiano, que pretendió construir una hegemonía, cuando la inteligencia neoliberal coadyuvó a cimentar otra, o que la derecha desenmascarara la impostura de un gobierno que se hacía pasar por izquierda se adentra en lo insólito, cuando, si su caracterización fuera certera, debería regocijarlos.

Para la izquierda también ha sido difícil empatar el obradorismo con su tradición y las posturas hacia él son disímbolas. Éstas pasan por sumarse al movimiento con la expectativa de conducirlo en aquella dirección y aceptar cualesquiera de las decisiones presidenciales, por absurdas que sean, como indispensables para la causa. Otros le regatean la denominación de origen al obradorismo, reservándola exclusivamente para las opciones anticapitalistas, negando con ello, quizás involuntariamente, el carácter de izquierda al socialismo romántico y a la socialdemocracia. Unos más lo definen como un populismo de izquierda (el envés positivo del populismo de derecha), obliterando los elementos compartidos por ambos. Y llamarlo progresismo quizá sea la caracterización más cómoda para abandonar la coordenada derecha/izquierda de la política, con el beneficio adicional de filiarlo dentro de una familia de regímenes latinoamericanos del siglo XXI. Esto no es de ninguna manera óbice para destacar la tensión que hay en el obradorismo entre la cuestión social, el progresismo con respecto de los derechos de grupos específicos y la agencia de las clases subalternas, la captura del proyecto por parte de los intereses privados aglutinados alrededor de la 4T, la cual complica caracterizarlo como izquierda.

La polarización discursiva, fomentada por el propio obradorismo, también dio lugar a conceptualizaciones encontradas por parte de intelectuales y comentaristas. Roger Bartra define el obradorismo como un populismo de derecha que “produjo un extraño regreso a la jaula con el triunfo de un movimiento populista de signo reaccionario” o “retropopulismo”. Y lo es, según el antropólogo mexicano, tanto porque aquél recupera la ideología priista del nacionalismo revolucionario y adopta una política económica desarrollista, como porque el presidente tiene un talante indubitablemente conservador. Para cerrar el argumento, el peligro latente de este populismo de derecha es que se convierta en la restauración —no idéntica y posiblemente peor— del viejo régimen autoritario, de tal manera que el obradorismo sería la reencarnación posmoderna del priiato. Carlos Elizondo, otro de sus críticos, lo sitúa más bien a la izquierda, “por la presunta defensa de los intereses de los más pobres”, aunque subraya que López Obrador “combina la retórica contra los privilegios económicos, propia de los populistas de izquierda, con la retórica contra los privilegios de la élite tecnocrática y liberal, más propia de los de derecha”.2

Que López Obrador es conservador no cabe duda. Que su bagaje ideológico se reduzca al nacionalismo revolucionario es reduccionista, pues soslaya el romanticismo social y el socialcristianismo presentes en su pensamiento. Que su política contenga múltiples aspectos regresivos, también es cierto, aunque más relevante que su fijación con el nacionalismo revolucionario es su anclaje en las corporaciones antiguas (familia, Iglesias, Ejército). Que el presidente tabasqueño sea un populista de derecha es una caracterización errada. Llamar populista a todo lo que excede el consenso neoliberal es impreciso, y reducir el populismo a una “cultura política”, como hace Bartra, deja fuera sus dimensiones fundamentales: es un discurso, un estilo y un régimen. Y si hemos de encontrar convergencias entre los populismos de derecha e izquierda, debemos precisar también las diferencias: el de derecha es xenófobo, borra la justicia social y es supremacista, por decirlo en breve. Por más semejanzas de estilo de López Obrador con Trump, Orbán, Bolsonaro o Erdŏgan que advierta el antropólogo mexicano, las diferencias son profundas, más allá de que la melancolía fuera “el fuego frío y rencoroso” que aviva al populismo.

La restauración, incluso con las salvedades señaladas por Bartra, supone que la transición hubiera dado lugar a un nuevo régimen, siendo, ese sí, la 4T. Ni antes ni ahora se ha desmontado el “antiguo régimen”, como lo denomina el antropólogo mexicano. Que haya elecciones más competidas no implica la supresión del régimen autoritario, y menos todavía del sistema de dominación. De hecho, los mecanismos de ambos facilitaron la implantación del modelo neoliberal y contuvieron la respuesta de los subalternos ante la reconversión industrial, la desregulación económica y el incremento de la desigualdad. También fueron bastante funcionales a la expansión de la economía criminal y a la opción militarista tomada por la segunda administración del PAN, de la que tampoco se ha desprendido el gobierno obradorista. Con esto en cuenta, el ascenso populista no sería accidental, y probablemente tampoco pasajero, antes bien sería consecuencia de las enormes grietas sociales del edificio neoliberal más que del afán masoquista de los subalternos por encerrarse dentro de la jaula autoritaria.

De acuerdo con Jesús Silva-Herzog Márquez, tres traiciones dañaron la democracia liberal, abriéndole la puerta de Palacio al populismo autoritario: el historicismo que lo convirtió en profético, la arrogancia ciega del triunfador que se pensó imbatible (“el fin de la historia”) y el encogimiento intelectual. De esta manera, las falencias liberales no están ni en la teoría ni tampoco en sus herramientas para confrontar los problemas que el capitalismo desregulado plantea, tampoco en su incapacidad genética para hacerse cargo de la “cuestión social”, sino en su actitud. Según el comentarista político, la transición mexicana tuvo dos episodios fallidos, aunque hermanados por la pretensión de negar justamente la contradicción, que configuraron la frustración democrática que nos aqueja: la desfiguración, a cargo de las administraciones panistas y del peñismo (“de la mano del PAN, primero y del PRI después, un pánico conservador impregnó el aire de la democracia”), y la demolición, obra exclusiva de López Obrador (“lo que ha representado el obradorismo es un ataque frontal a la arquitectura de la república: su demolición”). Aquéllos repartieron dinero y prebendas a fin de evitar el conflicto, y éste hace todo lo posible por cancelar la pluralidad y los contrapesos a un presidencialismo exacerbado. Ambos, no obstante, eludieron la reforma democrática del Estado que habría ofrecido el andamiaje indispensable para sostener la democracia liberal.3

Para Claudio Lomnitz, la revolución neoliberal en el país aconteció en dos momentos: el modernizador, apuntalado en la economía legal, “cuando se creó un espacio económico que debía regirse por una serie de criterios de transparencia y legalidad, los cuales podían ser medidos y ser valorados internamente, sino también desde fuera de México”; y la involución, “que pasó de estar alineado con los intereses de la economía formal transnacionalizada… a los intereses de las economías informales, incluidos los de las economías ilícitas”. Si bien el antropólogo asume que ambos segmentos económicos coexistieron en la posrevolución, apunta que el balance se invirtió en la autonombrada 4T. Sin duda, mucho podrá cargarse al saldo de ésta, lo que no es razón para soslayar que la penetración del crimen organizado en los circuitos financieros ocurrió justamente cuando se formó la “ínsula de los derechos”, acompañándose del despojo de comunidades enteras, del traslado masivo e ilegal de fondos públicos a las arcas privadas (FOBAPROA) y de crímenes políticos todavía irresueltos.4

En la otra acera del comentario político, la tentativa obradorista la concibe Jorge Zepeda Patterson cual “revolución social que por fin termine con la injusticia”, lastimosamente truncada por la Covid-19. Ni el proyecto ni sus fundamentos, ni las políticas eran desacertados o mal ejecutados, de acuerdo con el columnista, antes bien no tuvieron la eficacia debida a consecuencia de un factor externo, circunstancial y contingente (un virus), que significó “un duro golpe de infortunio para un hombre que luchó 30 años para intentar un cambio a favor de los dejados atrás”. Pero justo es en el proyecto donde otros comentaristas afectos al régimen advierten el punto flaco de la 4T. “Una de las principales debilidades del obradorismo —apunta Hernán Gómez Bruera— es no tener un programa ambicioso de redistribución de la riqueza y el ingreso”, sin por ello negar la conveniencia de los programas sociales y los aumentos anuales al salario mínimo por encima de la inflación a resultas de este “populismo de baja intensidad”. Ambos autores ponderaron las buenas intenciones presidenciales (¡como si los demás presidentes del ciclo neoliberal hubieran tenido de suyo malas intenciones!) por encima de los pobres resultados, minimizando los yerros gubernamentales y su sesgo autoritario.5

En una primera aproximación denominé populista el discurso obradorista, considerando que la caracterización de su movimiento se circunscribía únicamente a eso, además de que el concepto abarcaba una escala temporal bastante dilatada y experiencias históricas tan diversas que había quedado rebasado por la política del siglo XXI. No obstante, y aunque mantengo algunas reservas, regímenes análogos en otros países obligan a pensar en un fenómeno global, lo llamemos populista o elaboremos un concepto nuevo y más preciso. Conforme avanzó el sexenio de López Obrador al discurso se añadió un estilo de gobierno que calza con el populismo, si bien todavía no podemos hablar de un régimen dado que no se ha instituido.6

Ahora bien, como el presidente tabasqueño acrisola un conjunto de grupos e intereses en una coalición política precaria, carente de un fundamento ideológico o de un programa común de gobierno, al modo bonapartista, López Obrador se emplaza encima de los grupos sociales y arbitra sus disputas. La grieta en el sistema político abierta en 2018, que sancionó el fracaso de las élites dirigentes, conforma el espacio colmado por el hiperpresidencialismo, por lo que la viabilidad y funcionamiento del sistema político en estas condiciones —aparte de la inocultable personalidad autoritaria del presidente— requiere su constante intervención. La pregunta entonces es si esta situación de excepción se normalizará o tomará una ruta distinta incluso aunque la coalición gobernante refrende la victoria precedente.

De no institucionalizarse la 4T y cuajar el Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA) como partido, después del liderazgo centralizado de López Obrador posiblemente sobrevenga la fragmentación y acaso sobreviva lo que queda de la izquierda socialista más la joven militancia que haya logrado formar. El peligro de la desinstitucionalización es que cualquier formación política, sin importar su filiación ideológica, puede beneficiarse de ella. Las derechas radicales han sido mucho más eficaces que las izquierdas para captar el descontento con las políticas neoliberales y el deterioro de la democracia representativa. Acaso el éxito mayor de la administración obradorista fuera evitar esa fuga. No está en el horizonte inmediato esa eventualidad, como tampoco que la ultraderecha pueda hacerse de la base de masas que nunca tuvo, entre otras razones, por el clasismo y el racismo constitutivos de su ADN político.

Empero las abultadas falencias de la administración obradorista no deben servir para soslayar las razones de su victoria y de la crisis política, moral e intelectual de la oposición de derecha, propiciada por el déficit social y la corrupción que acompañaron a sus políticas cuando fueron gobierno. La desigualdad social, la injusticia crónica y el clasismo cebaron el malestar de las clases populares que, con el obradorismo, obtuvieron una victoria simbólica contra el país de los pocos. Y aunque notoriamente insuficientes a falta de una reforma fiscal progresiva y con un inocultable sesgo electoral, las transferencias directas también hicieron su parte en la conformación del consenso obradorista. Aunque corta por la falta de recursos, es innegable su vocación redistributiva, la gran ausente en las administraciones explícitamente neoliberales. El salario mínimo ha tenido el incremento mayor en lo que va del siglo XXI, los programas sociales fueron incorporados al texto constitucional, se cobraron adeudos multimillonarios a los causantes mayores, se reguló el outsourcing y se legisló la libertad sindical, a consecuencia —cabe decir— de la presión de los congresistas demócratas para aprobar el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC). Ello, aunado a un monto récord de remesas, modificó la tendencia, redundando en una modesta disminución de la desigualdad social y en sacar a 5 millones de personas de la pobreza, logros incuestionables de la gestión obradorista, si bien empañados por el desplome en la cobertura y calidad del sistema de salud y el incremento del rezago educativo.

Días antes de la elección constitucional del 1 de julio de 2018 escribí que la inminente victoria de la izquierda era una oportunidad y también un riesgo. De un lado, podría encauzar la indignación social contra el statu quo neoliberal administrado por el PRI y el PAN. En un país con cerca de la mitad de la población en la pobreza y con una desigualdad social radical, un gobierno de izquierda podría explorar nuevas opciones para menguarlos. Pero, también, si AMLO realizaba un mal gobierno, clausuraría la posibilidad de que la izquierda gobernara a México por más de un sexenio y realizara un programa reformista indispensable. Peligro, sin embargo, que habría de correrse. Las derechas habían dado la espalda a los problemas sociales e iniciaron una guerra sin solución contra el crimen organizado. Infortunadamente la oportunidad se fue diluyendo por la incapacidad obradorista de conformar un programa de gobierno viable, la cortedad de su agenda, la politización de absolutamente todas las decisiones públicas relevantes, la poca destreza o franca ignorancia de los cuadros administrativos y la pandemia. Salvo de esta última, di cuenta en un diagnóstico temprano de la 4T.7 No obstante, la derecha tampoco logró recomponerse de su crisis de legitimidad y muy posiblemente pavimente un segundo mandato de la coalición gobernante.

Segmentos de la militancia partidaria de izquierda y derecha, de los medios de comunicación masiva y algunas columnas de opinión creen que la 4T es una revolución, por considerarla un cambio de gran calado, independientemente de su valoración específica. Incluso López Obrador la refiere como “revolución de las conciencias”, el cuarto de los grandes hitos del relato patrio en una continuidad histórica —intermitentemente truncada por la contrarrevolución conservadora— impresa en los nuevos libros de texto gratuitos. Ilusione o amedrente, véase en ella la toma del Palacio de Invierno o la Marcha sobre Roma, en el imaginario redivivo de la Guerra Fría no son infrecuentes las asociaciones de la 4T con Cuba, Venezuela, la Unión Soviética y de su prócer con Stalin, Chávez, Mussolini y Hitler. Unos asumen que hacen la revolución en tanto que otros nos quieren resguardar de ella. El nuevo mito nacional se incorpora a un acervo vasto de suyo.

De esa revolución imaginaria trata este libro. El volumen no pretende mostrar los resortes de esta representación de la realidad, lo que busca es analizar los grandes trazos del sexenio obradorista y la condición de las izquierdas tras la gestión de una fuerza política que se asume como tal, que llegó al poder (y abusó de él) sin hacer una revolución más que declarativa; antes bien, prolongó la crisis del régimen, y reprodujo los vicios de la política nacional sin revertir la senda neoliberal perfilada en los ochenta del siglo pasado. También expandió la presencia de las fuerzas armadas en el Estado —con los ominosos precedentes de las guerras sucia y contra el narcotráfico—, concediéndoles facultades ajenas a su función y espacios en la administración pública, además de cuantiosos recursos presupuestales, canonjías y poder en detrimento del gobierno civil. La 4T reforzó al Ejecutivo a expensas de las instituciones de la República. Y el crimen organizado, que ganó muchas posiciones y plazas en las administraciones priistas y panistas, consolidó un Estado a la sombra en múltiples espacios del territorio nacional. De esta forma, los actores de la guerra interna e irregular que vive el país, esto es, las fuerzas armadas y el crimen, son factótum de la gobernanza estatal.

López Obrador tuvo la oportunidad de hacer un cambio sustantivo en el país y la desperdició. Entre el conservadurismo hasta la médula y la visión providencialista del devenir nacional del presidente, el arribismo común a aliados y partidarios, el obradorismo se diluyó como proyecto de izquierda y fue acentuando las taras de la cultura priista en su seno, sin salvar el legado institucional y la disciplina partidaria del antiguo partido del régimen. El remanente de la izquierda socialista MORENA mostró la incapacidad intelectual y su inoperancia política para perfilar una opción socialista dentro de la coalición gobernante plagada de advenedizos y de rémoras de un sistema caduco. De hecho, esta izquierda consumió su energía en justificar las acciones gubernamentales por erráticas que fueran, en lugar de hacer una elaboración inteligente y viable para sacar al país del marasmo. La orfandad ideológica e intelectual en que dejó a esta izquierda el colapso del bloque soviético y la satisfacción de haber llegado al poder por parte de una militancia ávida de revancha y lucro abonaron el camino para que el nacionalismo revolucionario ocupara posiciones dentro del campo ideológico. Tras combatir durante un siglo, finalmente la Revolución mexicana se impuso a la tentativa socialista que pretendía trascenderla y abrir un horizonte histórico nuevo y mejor. Tampoco sabemos si una figura presidencial sin el carisma y el arraigo de López Obrador pueda mantener la cohesión de su coalición, dado que el obradorismo como ideología no es un pegamento potente para unirla y suena difícil encontrar un sucesor con la sagacidad política suficiente para manipular los hilos del poder (legal y extralegal) como hizo el inquilino de Palacio. Si aquélla perdiera la presidencia o no se resolviera adecuadamente la sucesión, habría una fractura; de imponerse, hacia donde apunta la evidencia disponible, la cohesión del movimiento podría preservarse a través de un Maximato adecuado a los nuevos tiempos, acaso seguido de un nuevo arreglo institucional. Pero no adelantemos vísperas, siempre podrá ocurrir otra cosa.

Chapultepec, diciembre de 2023

1 En esa línea argumental, entre otros, véase Héctor Aguilar Camín, “El otoño del presidente”, Nexos, núm. 534, junio de 2022, pp. 28-29, 32.

2 Roger Bartra, Regreso a la jaula. El fracaso de López Obrador (México, Debate, 2021), p. 12; Carlos Elizondo Mayer-Serra, Y mi palabra es la ley. AMLO en Palacio Nacional (México, Debate, 2021), p. 30.

3 Jesús Silva-Herzog Márquez, La casa de la contradicción (México, Taurus, 2021), pp. 100, 170-171.

4 Claudio Lomnitz, El tejido social rasgado (México, Era, 2022), pp. 129, 133.

5 Jorge Zepeda Patterson, “El virus que truncó una revolución”, elDiario.es, núm. 32, junio de 2021, p. 7; Hernán Gómez Bruera, AMLO y la 4T. Una radiografía para escépticos (México, Océano, 2021), pp. 67, 105.

6 Carlos Illades, “La izquierda populista mexicana”, Nexos, núm. 465, septiembre de 2016, pp. 19-23.

7 Carlos Illades, “AMLO y la oportunidad histórica de la izquierda”, The New York Times [edición en español], 27 de junio de 2018; Carlos Illades, Vuelta a la izquierda. La Cuarta Transformación en México: del despotismo oligárquico a la tiranía de la mayoría (México, Océano, 2020).

1

EL OBRADORISMO

Político tenaz, Andrés Manuel López Obrador se sobrepuso a dos elecciones adversas en Tabasco (1988, 1994), la segunda groseramente fraudulenta, antes de competir por la jefatura de Gobierno del Distrito Federal (DF) en 2000, la cual ganó apretadamente al aspirante panista. Esto, más el liderazgo construido cuando fue presidente del Partido de la Revolución Democrática (PRD) de 1996 a 1999, aunado al fracaso del primer gobierno de la alternancia encabezado por Vicente Fox (PAN), despejaron el terreno al político tabasqueño para contender por la presidencia de la República en la cuestionada elección constitucional de 2006. En el tercer intento, López Obrador ganó la presidencia en julio de 2018 con una mayoría contundente (53.19% de los votos) y la caída estrepitosa del voto panista, priista y perredista.

La corrupta administración de Peña Nieto, la desaparición forzada de los 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa y decisiones puntuales como el aumento del precio de los combustibles en 2017, favorecieron la candidatura de López Obrador, quien, todavía en las filas perredistas, se deslindó del Pacto por México, acuerdo cupular de las tres fuerzas políticas principales para realizar las reformas estructurales (energética, educativa, entre las más importantes) en el regreso priista. Fuera de la trama palaciega, el fundador de MORENA