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«Veronique se ha deslizado tan cerca de nosotros que le cuesta trabajo mantener los talones sobre el auto, así que levanto una de sus piernas y apoyo la bota en mi hombro. Mounir entiende lo que me propongo e inmediatamente toma la otra pierna. Y así queda ella, justo frente a nuestros ojos: temblando, con las piernas abiertas mientras se acaricia y masturba a mi compañero. La mera vista podría hacerme acabar». – Arte de grafiti El calor de los cuerpos atraviesa la nieve, como en la historia de la grafitera que se enreda con dos cadetes, y la segunda parte que se desarrolla en un edificio abandonado de Estocolmo. O en el relato de un romance apasionado que sorprende a sus protagonistas en una Montreal congelada. También se respira la tensión sexual en unas cabañas al borde del Mar del Norte, a finales de los años 60, y en un futuro distópico donde la sexualidad está hipercontrolada, un grupo de rebeldes arriesga todo por ser libres de amar y tener relaciones sexuales. Son historias eróticas diseñadas para capricornianos y capricornianas que saben exactamente lo que quieren. Esta compilación incluye los siguientes relatos: -Un invierno cálido en Montreal -Fiebre en la Cabaña -Arte de graffiti - Primera parte -Arte de graffiti - Segunda parte -Un tipo peligroso -LeXuS: Ild & Legassov, La Pareja Estos relatos cortos se publican en colaboración con la productora fílmica sueca, Erika Lust, con la intención de representar la naturaleza y diversidad humanas a través de historias de pasión, intimidad, seducción y amor, fusionando narrativas poderosas con erotismo.
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Seitenzahl: 420
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Chrystelle LeRoy, Vanessa Salt, Virginie Bégaudeau, Alexandra Södergran, Ane-Marie Kjeldberg
Translated by Raquel Luque Benítez, Maria Elena Abbott
Lust
La serie del Zodíaco: 10 relatos eróticos cortos para Capricornio
Translated by Raquel Luque Benítez, Maria Elena Abbott
Original title: The Zodiak Series: 10 Erotic Short Stories for Capricorn (SPA)
Original language: Swedish
Copyright © 2024 Chrystelle LeRoy, Vanessa Salt, Virginie Bégaudeau, Alexandra Södergran, Ane-Marie Kjeldberg and LUST
All rights reserved
ISBN: 9788727173412
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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Cuando hablamos de inviernos largos, no hace falta añadir más adjetivos, sobre todo en una ciudad tan al norte como Montreal. Podría decir que es una época oscura y triste, pero no hace falta. Hay días, como hoy, que sueño con estar tomando el sol tumbada en la arena mientras escucho el sonido de las olas. Sinceramente, necesito una escapada a un lugar soleado como, por ejemplo, una isla paradisíaca, pero con mi salario solo puedo permitirme una lámpara solar. No da para más. Hace demasiado frío hasta el mes de abril, así que solo salgo de casa para ir a trabajar. Allí me esperan los formularios que tengo que rellenar para alegrarme el día… Mis dosis de optimismo solo aparecen cuando utilizo mi capacidad para dejarme llevar e improvisar.
Las chicas de mi sección llevan unos días muy animadas, pero no creo que sea por algún programa de televisión ni tampoco por el equipo de hockey de la ciudad, ya que no hay ningún forofo en la oficina, así que llevo varios días dándole vueltas. No es algo que tenga mucha importancia, pero me puede servir para entretenerme en un mes de febrero que se antoja eterno.
El descanso para tomar café es el mejor momento para hablar con Marianne, una rubia delgada y soltera como yo. Suele ser muy alegre, incluso cuando nieva, lo cual es un gran logro. Marianne es la encargada del departamento de comunicaciones y es una persona bastante empática con los demás, lo cual suelo aprovechar de una forma un poco descarada. Como soy una chica fina y delicada no suelo ir directa al grano, sino que suelo empezar la conversación hablándole de una de mis mayores distracciones a mis cuarenta y pico años: ver la televisión. Pero cuando le pregunté por la notable felicidad de las chicas de la oficina, Marianne me miró y me dijo: “Clara, ¿has visto esos locales modernos que hay por Montreal hoy en día?”
Claro que lo sabía. Una antigua tradición de la ciudad es abrir bares “legales” en lugares tan extravagantes como fábricas antiguas o incluso fábricas que siguen en funcionamiento, por no hablar de que puedes encontrarte un bar entre dos tiendas de ropa. “Bien.”, resumió Marianne, quien es capaz de entenderme antes de que acabe la frase o incluso sin abrir la boca. “Hemos encontrado el bar perfecto. El mejor de la ciudad.” ¿El bar perfecto? Me parece una afirmación un tanto atrevida teniendo en cuenta que los bares tradicionales han desaparecido dando paso a la extravagancia. Marianne me tenía intrigada. Cuando vio que había captado mi atención me dijo: “Ven conmigo mañana después del trabajo”. Hizo una pequeña pausa para despertar mi curiosidad aún más. “Tráete un bañador”. ¿Mi bañador? ¿Qué quiso decir con eso? Solo para ir a por mi coche tengo que ponerme más capas de ropa que un astronauta en el espacio. Marianne volvió a hacer una pausa misteriosa y añadió: “Ya lo verás. No te defraudaré”. Me pasé el resto del día detrás de ella intentando que me diera más información, pero no dijo nada más.
Al día siguiente, salí de la oficina con mi bañador y la toalla de playa en la mochila, lo cual era algo muy extraño teniendo en cuenta que las calles de Montreal estaban congeladas. Seguí a Marianne con mi coche hacia una zona industrial cerca del río, no muy lejos del barrio llamado Cité du Multimédia. Marianne entró en un aparcamiento y yo la seguí. Estaba un poco confusa; solo había filas de contenedores apilados y no había ningún edificio cerca. Lo único que había era una fila de coches junto a los contenedores. Marianne aparcó y yo, frustrada, hice lo mismo. Me daba la sensación de que se estaba burlando de mí. Salió de su coche, me hizo una señal para que la siguiera y se dirigió hacia el muro de contenedores. En ese momento, empecé a preocuparme.
Llegué hasta Marianne, la cual me esperaba con una sonrisa de oreja a oreja, y fue entonces cuando se dirigió hacia el muro de metal. Sorprendentemente, el muro de metal era una puerta que se abrió sin ningún problema. En la puerta había dos tipos duros, vestidos lo más elegante que se podría ir a una expedición polar. Nos miraron por un momento y nos dejaron pasar hacia una especie de compartimento hermético que separaba el lugar al que nos dirigíamos del frío del que veníamos. Una vez dentro, pasamos a una gran sala donde dejamos nuestros abrigos, sombreros, chaquetas y botas para entrar en una versión lujosa del típico vestuario de piscina. Casi nunca voy a la piscina, ya que no me va mucho estar en un rectángulo lleno de cloro, piernas y brazos. Al ver mi expresión, Marianne se rio y me dijo: “Vamos. Es la hora del bikini. No te decepcionará, te lo prometo”.
Afortunadamente, todavía me quedan bien los dos piezas. Además, me puse un pareo para taparme un poco, ya que no sabía lo que me iba a encontrar. Marianne hizo lo mismo, lo cual me tranquilizó un poco. Tomamos nuestras toallas y mochilas y nos dirigimos hacia un lugar difícil de describir. Era como la orilla del mar metida en una lata. Esa puede ser una buena definición. Estaba en las Indias Occidentales; había bares con techo de palma, una pequeña orquesta en el escenario tocando música de ambiente perfecta, la cual no impedía que pudieras tener una conversación y, por supuesto, la playa. Había gente caminando a lo largo del paseo marítimo y otros estaban sentados en el bar, pero la mayoría de las personas se dedicaban simplemente a estar tumbadas en la arena o en las tumbonas que había en la orilla. ¡Incluso había olas!
Nunca había visto algo así. Si no fuera porque la luz era artificial, habría pensado que estábamos en Cuba o en la República Dominicana. Ese lugar debía haber costado una pequeña fortuna, al menos daba esa impresión. Además, debido a la excentricidad de su ubicación, aquel lugar era increíble.
Marianne no estaba exagerando. Al principio me quedé impresionada con aquel lugar; me pareció muy buena idea ir a la playa de cinco a siete. Después de ver aquello, entendí la felicidad de las chicas en la oficina. Si nos centramos en los camareros, por ejemplo, parecían escogidos solo por su apariencia, pero las camareras no se quedaban atrás, estaban al mismo nivel que sus compañeros.
Ocupado llenando los vasos de los clientes en uno de los bares, un hombre levantó la cabeza, vio a Marianne y agitó su brazo con una amplia sonrisa para invitarla a pasar. Parecía que mi amiga ya tenía su plato principal.
El hombre del bar era un hombre fuerte de unos cuarenta años, se conservaba bien, un poco canoso y, por supuesto, bronceado. Nos sentamos en unos taburetes que había libres y Marianne nos presentó:
"Clara, este es Armand, uno de los dueños del lugar".
El tal Armand sonreía. Sus ojos eran marrones, un marrón brillante y una mirada honesta. Me ofreció su mano.
“Es un placer, Clara. ¿Te gusta el concepto?”
“¿Ir a la playa en mitad del invierno? Claro que sí. Además, te doy un punto extra por la ubicación”.
“Necesitábamos mucho espacio a un precio bajo porque sabíamos que sería costoso. La elección de los contenedores nos ha dado una gran reputación. El boca a boca funciona”, respondió con una sonrisa.
"¿Cómo lograsteis recrear el mar, con las olas y la ilusión del horizonte?”, pregunté con curiosidad mientras nos servía una bebida.
“La verdad es que no hay más agua aquí que en las piscinas de delfines u orcas en un parque marino. La piscina es simplemente más ancha y menos profunda”, respondió. “Las proyecciones de imágenes y el juego de luces dan la impresión de que el espacio es más grande de lo que realmente es. ¡Es muy simple!"
“Es simple, pero hay que saber cómo hacerlo, ¿no?
Armand me miró con interés.
“Siempre me he dedicado al desarrollo de parques temáticos, pero quería hacer algo por mi cuenta que no me obligara a viajar, por lo tanto, pensé, ¿qué es lo que más atrae a la gente de Montreal en invierno?
“El sol y la playa”, respondió Marianne soltando una carcajada.
En aquel momento empecé a conocer un poco más al guapo y desconocido Armand. Me gustaba. Tenía las manos anchas y desgastadas, lo cual era señal de que era un hombre trabajador. Marianne se fue con un chico de cabello castaño, con un poco de barriga, pero que todavía mantenía su belleza. Parecía que la estaba esperando. Yo no sabía qué hacer. No sabía si quería hacer algo o simplemente disfrutar de la playa, pero mientras lo pensaba me tomé una copa. Después de atender a otros clientes, Armand volvió conmigo y me miró atentamente; parecía que yo también le gustaba a él. Tenía un don para hacer que la gente se sintiera cómoda y no parecía que estuviera actuando. Daba la impresión de ser alguien a quien realmente le gusta estar en contacto con los demás.
Se inclinó hacia mí y me dijo: “Mañana es mi día libre, Clara. Si quieres, puedo enseñarte las instalaciones”.
Vaya. Era una invitación.
“Bueno… ¿por qué no?”, le dije con mi mejor sonrisa.
Me quedé un poco más de tiempo allí, pero llegaron otros clientes, así que me escapé para disfrutar del sol y la playa, aunque todo fuera artificial. Después me fui a casa y empecé a pensar en la última vez que me sentí tan emocionada durante el mes de febrero.
Al día siguiente me puse un bikini más provocativo. Mis pechos son redondos y firmes, pero con aquel bikini resaltaban aún más. Armand me esperaba en el bar. Uno de sus compañeros lo había sustituido. Llevaba unos pantalones cortos, una camisa de lino y unas zapatillas deportivas blancas. Sabía como provocarme; me hizo de guía y me mostró su reino, el cual era más grande de lo que parecía. Tenía cinco bares, tres terrazas, un gimnasio al aire libre e incluso una zona para aprender a bucear. Por el camino, nuestros brazos se rozaron, nuestras manos se tocaron e incluso nuestros dedos se entrelazaron. Llegamos a una puerta cerrada con candado. Armand sacó una llave de su bolsillo y la abrió; era una pequeña esquina de la playa protegida por una barrera y arbustos que no sé si eran reales. Armand se acercó a mí. Puse mi mano sobre su torso firme, acerqué mis labios a los suyos y su lengua acabó encontrando la mía. Sabía a verano y arena cálida. ¡Justo lo que quería! Aunque fuera una ilusión pasajera, en aquel momento me daba igual. Mis manos rodeaban su musculoso pecho y empezaron a bajar por sus muslos gruesos y firmes, los cuales estaban bastante tonificados. Armand acarició mis pechos y me besó bajando por mi cuello. Desató el nudo de mi bikini y empezó a acariciar uno de mis pezones suavemente mientras yo gemía. Puse mi mano sobre su pene erecto y empecé a masajearlo suavemente por encima de sus pantalones. Él acercó su rostro a mis pechos, empezó a besarlos y me dio un suave mordisco en uno de los pezones mientras yo gemía con más fuerza. Desabroché sus pantalones y agarré su pene; era grande, liso y con la piel suave. Empecé a masajearlo entre mis dedos como si moldeara un objeto precioso. Armand también comenzó a gemir y nos tumbamos en la arena. Comenzó a acariciar mis piernas mientras deslizaba sus labios por mi vientre. Su boca volvió poco a poco hacia la mía. Yo estaba ardiendo, así que agarré su pene y lo llevé suavemente hacia mi vulva. Armand me penetró una y otra vez mientras yo gritaba en un momento de éxtasis. Armand seguía empujando y cada uno de sus impulsos aumentaba mi placer por diez hasta que un orgasmo se apoderó de mí como la marea. Después, Armand se vino, lo cual revivió mi emoción y me provocó un nuevo orgasmo llevándome aún más al éxtasis.
Después de unos minutos de abrazos, sentí que el miembro de Armand volvía a levantarse. Me agaché y me lo llevé a la boca. Lo envolví con mis labios mientras subía y bajaba con mi lengua a lo largo de aquella masa de carne vibrante. Armand gemía de placer, pero después de unos instantes puso su mano sobre mi cabeza suavemente para indicarme que quería sentirse nuevamente dentro de mí. No podía negarle aquel placer. Me penetró una y otra vez. Sentía que mi interior ardía. Los orgasmos se multiplicaron una y otra vez. Armand me ofreció el mayor placer de mi vida antes de volver a caer en mis brazos.
Nunca había hecho el amor en la playa. Además, la playa de Armand tenía un toque exótico que las demás no tienen. A partir de ese momento, sabía que aquel invierno iba a ser diferente. Armand me miró con ternura. Pasó un buen rato y nosotros seguíamos acariciándonos después de haber hecho el amor repetidas veces. El único problema es que no estábamos en una playa real y, además, era un día laborable, por lo tanto, teníamos que volver a trabajar al día siguiente. Entonces, volvimos al vestuario y allí estaba nuestra pila de ropa de invierno. Volvimos a la realidad. No sabía lo duros que podían llegar a ser los próximos días. ¿Sería capaz de, al menos, mantener la llama de la ilusión viva? Armand me acompañó a casa. Me miraba con tranquilidad a los ojos como si supiera lo que iba a preguntarle. A mí me hubiera gustado que fuese él quien formulase la pregunta, ya que mostraría su interés por mí. Odio tener que preguntar, pero me lancé. Lo miré y le dije: “¿Nos volveremos a ver?”
No pude descifrar lo que pensaba. Parecía estar tan tranquilo como antes.
“Nos volveremos a ver, Clara”, respondió, “pero no sé cuándo. Hay una cosa importante que tengo que terminar primero, pero te prometo que te llamaré tan pronto como pueda”. Me dio un beso y volví confundida a la realidad o, mejor dicho, a aquella noche casi polar. No estaba del todo segura. Me dijo que sí, pero ¿qué era exactamente lo que tenía que terminar? ¿tenía pareja? ¿Se estaba separando? ¿Tenía un trabajo en otra parte? ¿Tenía que hacerse cargo de sus hijos? Mierda, me lo había pasado tan bien. No debería tener expectaciones tan altas ni hacer preguntas tan estúpidas. Mi cabeza era un mar de dudas. Yo también había quedado con otros y tenía otras cosas que hacer, debía dejarlo que se ocupara de sus negocios y sus otros asuntos.
Normalmente no suelo hablar mucho sobre mis aventuras amorosas, pero al día siguiente, no pude evitar contárselo a Marianne mientras nos tomábamos un café para pedirle consejo.
“Bueno.”, me dijo. “Te dijo que quería volver a verte, ¿no?”
“Sí, eso es”.
“¿Crees que te lo decía de verdad o simplemente te lo decía para que te quedaras tranquila y poder irse?”
“No creo. Eso no le pega”.
“A ver, Clara. A mí me parece un hombre honesto y sincero. Si no quisiera volver a verte, te lo habría dicho, así que no deberías darle más vueltas. Tal y como te prometió, en cuanto pueda, te llamará”, me dijo Marianne para concluir.
Al día siguiente fui de nuevo a la playa. Dos días después volví a ir, pero Armand no estaba allí y si no estaba, yo no tenía ganas de estar en la playa. Pasé una semana sin tener noticias de mi amado; era como si estuviera hecho de arena y hubiera desaparecido con el paso del tiempo. Una tarde, volviendo del almuerzo un poco deprimida, vi un paquete envuelto en papel de regalo al lado de mi ordenador. Marianne me guiñó el ojo mientras avanzaba por el pasillo. Mi corazón se aceleró mientras rompía el papel de regalo. Era una caja de madera muy bonita tallada por todas partes con motivos florales: árboles, palmeras y flores tropicales. Era elegante y parecía hecha a mano. Dentro de la caja, entre pequeñas flores secas, había una tarjeta de invitación y un precioso colgante de plata con lo que parecía ser un medallón de ónix con una pequeña figura de un pájaro. La invitación decía: “Querida Clara: Te invito a la inauguración de mi nueva casa”. Al final aparecía una dirección y la firma de Armand.
Estaba en las nubes. La invitación era para la noche siguiente. Mi ilusión volvió a su apogeo y estaba más viva que nunca; Armand no se había olvidado de mí. Además, a juzgar por los pequeños detalles, el cuidado del embalaje, la caja de madera y el colgante, parecía que no me había borrado de su corazón.
Al día siguiente, me puse mi mejor vestido, me subí al coche y conduje hasta la casa de Armand con mis ilusiones intactas. La calle que aparecía en la dirección estaba ubicada en un barrio popular de la ciudad. Me pareció bastante simple. Estaba un poco decepcionada. No me podía imaginar a Armand en un apartamento típico. Al llegar a aquella dirección, mi decepción aumentó: la calle estaba repleta de dúplex idénticos, pero en el número que aparecía en la invitación había un pequeño cuadrado de ladrillo. Era una de esas curiosas viviendas del siglo XIX comúnmente conocidas como “cajas de zapatos”, las cuales se pueden encontrar en calles aleatorias de Montreal. El concepto “caja de zapatos” le viene muy bien a la estructura de estas viviendas porque aquella casa no parecía tener más de treinta o cuarenta metros cuadrados. La casa parecía mucho más pequeña porque estaba ubicada bajo unos arces altos. Estaba al final de un largo patio y se llegaba a través de un camino que se abría entre la nieve.
Se veía luz dentro de la casa y en la puerta había una guirnalda hecha de hojas de palma. Estaba claro que aquella era su casa. Abrí la puerta y entré directamente a un gran vestíbulo que me dejó atónita; básicamente, aquel vestíbulo ocupaba todo el espacio de la casa. Había perchas para colgar los abrigos y obras de arte en las paredes que me recordaron a todo lo que México, Cuba o las Indias Occidentales tienen, o, mejor dicho, lo que le falta a Montreal desde noviembre hasta abril: un poco de calor. En el centro, una escalera descendía. Eso era todo. ¿Dónde estaba la casa? ¿Armand vivía en un sótano?
“Hola, Clara”. Era su voz: Armand estaba al final de las escaleras. Me miró desde abajo con una pequeña sonrisa en su rostro. Mi corazón latía un poco más rápido cuando le vi de nuevo, casi se me había olvidado lo guapo que era. Bajé para saludarle, me tomó de la mano y con un pequeño movimiento me invitó a echar un vistazo.
“Esta, mi querida Clara, es mi humilde morada”.
Me miró riendo. Fue una sorpresa; la vivienda de Armand ocupaba toda la parte de abajo del patio. Era bastante grande y parecía un loft. Tenía unos tres metros de alto y las paredes y el suelo estaban cubiertos de forma alternativa con mosaicos y madera. Parecía una hacienda pequeña. Las plantas tropicales y las estatuas precolombinas le daban un toque exótico. En la pared había un acuario repleto de peces tropicales. Además, la iluminación era tenue y le daba un toque azulado a todo el conjunto.
Armand me besó y con una voz suave me explicó:
“Quería algo original, pero ¿dónde podía encontrar el lugar para hacerlo en un entorno urbano a un costo razonable? Entonces se me ocurrió que podría reciclar este terreno explotando el espacio subterráneo y usando la casa como vestíbulo y acceso”.
“Buena idea”. Lo abracé y lo besé apasionadamente. “Gracias por la invitación”, le susurré al oído. “El placer es mío”, dijo besándome el cuello.
Mis manos recorrieron todo su cuerpo; quería sentirlo, quería tocar su piel. Armand me llevó a una cama muy ancha cubierta con delicadas telas y cojines de seda dignos de un rajá. Nos volvimos a besar mientras me desnudaba y me acariciaba. Primero la falda, luego las bragas. Se divertía desabrochando uno a uno los botones de mi blusa antes de tocar mis senos. Sus dedos y su boca me prendieron fuego. Entonces fue cuando le propuse algo: “Quiero que me sodomices, pero con suavidad. ¿Quieres hacerlo? ¿Sabes cómo?”
Armand me miró con ternura.
“Por supuesto”, dijo respondiendo a ambas preguntas.
Agarró algo del costado de la cama y comencé a sentir el frío del lubricante aplicado por sus dedos en mi ano mientras su otra mano acariciaba mi clítoris. Después, Armand comenzó a penetrarme lentamente mientras me acariciaba. Eran sensaciones totalmente diferentes, pero seguían siendo placenteras. Comencé a gemir cada vez más al ritmo de las caderas y los dedos de Armand. Entonces, el deseo se apoderó de mí hasta alcanzar un poderoso orgasmo que rompió como un conjunto de olas que me llevaba lejos y me traía de vuelta. Armand explotó a su vez con un grito y se acostó a mi lado. Sacó una botella de tequila de un mueble que no había visto y sirvió dos vasos.
El alcohol me revivió tanto que podía volver a hacer el amor al instante. Armand me sugirió que nos ducháramos juntos, lo cual me pareció una idea fabulosa. La zona del baño y la ducha estaba decorada con mosaicos con tonos azul claro y esmeralda.
El agua corría por nuestros cuerpos mientras Armand me enjabonaba, deslizando sus manos llenas de espuma por mi cuerpo. Agarré su pene con mis manos y lo enjaboné, lo cual hizo que se pusiera duro, se hinchara y se pusiera rígido. Dejé que el agua deslizara por su miembro para limpiar el jabón, me agaché y lo agarré con mi boca. Mis labios se tensaron a su alrededor y comencé a subir y bajar mientras Armand gemía tímidamente de placer. Pero se me ocurrió otra cosa. Me puse de pie, me giré hacia la pared y me apoyé con las manos mientras Armand me penetraba mordiéndome el cuello y los hombros a la misma vez. Su pene se hinchaba cada vez más dentro de mí, lo cual me hacía estar cada vez más caliente. Armand comenzó a empujar lentamente y después lo hizo más rápido, y una especie de borrachera me invadió. La sensación de placer aumentó hasta llegar a un orgasmo de varios segundos. Armand se unió a mí en éxtasis y lentamente nos dejamos deslizar hacia el fondo de la bañera. Después de la ducha, nos tumbamos sobre las frías sabanas de la cama. Armand tocó un botón y las luces se apagaron lentamente, quedando solo unas pequeñas bombillas azules que brillaban por el suelo suavemente en la oscuridad. Me abrazó y nos miramos encantados. Aquel invierno iba a ser diferente.
Verano de 1968
Sally se puso sus nuevas bragas blancas Vanity Fair y también su nuevo camisón de nailon en color turquesa. El camisón era tan ligero como una tela de araña, y le caía favorecedoramente sobre sus pequeños senos y estrechas caderas. Las mangas cortas y ondeantes camuflaban ligeramente sus fuertes hombros. Se miró al espejo. Parecía una bailarina, de eso no había duda. Después unas cuantas gotas de Blue Grass, de Elizabeth Arden, en lugares estratégicos. Otis le regaló el perfume en mayo, después de su último espectáculo.
Otis ya se había ido a la cama. Estaba leyendo Historia de un Alma, escrita por la monja católica Teresa de Lisieux. Sally se metió en la cama junto a él con un suspiro. Había llegado a la cabaña aquella misma noche y Sally estaba ansiosa por comenzar las vacaciones, que prometían ser el principio de un capítulo completamente nuevo en sus vidas. Otis la miró y sonrió. A continuación, retomó el libro y siguió leyendo. Ella deslizó su mano bajo la manta, encontró una abertura entre los botones de la camiseta del pijama y le acarició el suave torso. Otis colocó su libro sobre la mesilla de noche, se quitó las gafas y apagó la luz.
—Estoy muy cansado—. Dijo, besándole en la frente.
—Buenas noches, cariño—. Otis se dio la vuelta, y Sally pudo vislumbrar la silueta de su espalda contra la reluciente noche que se asomaba tras las cortinas blancas.
A la mañana siguiente, el aire era fresco y olía a tierra mojada. Grandes y transparentes huevas de pescado descansaban sobre la playa, rodeadas de grandes huellas en forma de V que la marea había dejado a su paso. Otis aún seguía dormido cuando Sally salió de la cabaña. En la distancia pudo ver algunos alegres caminantes que se acercaban, pero, aparte de ellos, la playa estaba desierta. Respiró hondo y, de repente, sus pies y todo su cuerpo sintieron ganas de bailar. Oh, las primeras lecciones en el bar. La alegría se extendió por todo su cuerpo. Primera posición, segunda, tercera. Y luego: plié, changement, grande battements. Había pasado mucho tiempo, pero todavía podía sentir la vida en cada fibra de su cuerpo, exactamente como cuando tenía seis años. No pudo evitar adoptar la cuarta posición. Fue solo un instante —y sin los brazos en Haute—, lo que le hizo perder el equilibrio y reírse silenciosamente.
Cuando volvió a mirar hacia abajo, lo vio. Uno más para la colección. Un pequeño sílex, pulido por el agua con una incrustación caliza. La incrustación tenía forma de J.
Se dio cuenta de que había alguien en la duna, junto al Sea Room. Se parecía al Doctor Black. Resultó que su médico era uno de sus vecinos durante las vacaciones. Reconoció su figura alta, y el cabello grueso y voluminoso que ni el peine ni la grasa podían controlar. Sally levantó la mano para saludarle, pero él no la vio. Estaba contemplando el mar de tonos azules y verdes.
—Mira lo que he encontrado, —dijo al regresar a la cabaña. Otis estaba leyendo el periódico con su pijama de rayas azul.
—Mm, —dijo, y la miró fugazmente.
—Es bonito. Tu colección se está ampliando bastante, ¿no?
—No sé. Tengo muchas con letras, algunas con números. Creo que las que tiene números son las más raras. O quizá simplemente no soy buena para detectarlas.
—Mm. He preparado té. —Otis señaló el agradable té naranja.
Sally había conseguido llevarlo a escondidas a la cabaña. Por otra parte, en cuanto a la tetera, había estado en la casa desde la época de los abuelos de Otis, al igual que la porcelana blanca con flores de color azul brillante.
—Gracias, Otis, —le contestó. Se acercó a él y le besó en la mejilla.
Él apartó la cara, solo unos pocos milímetros, pero ella lo notó. Buscó algunas rebanadas de pan y encontró queso y leche en la nevera. Tomó el periódico de la mesa y fingió leerlo.
Luego, lo volvió a dejar en la mesa.
—Otis, ¿qué ocurre?
Él la miró. Su rostro estaba tenso.
—Nada, —le contestó. —¿Por qué siempre piensas que ocurre algo?
—Me estás evitando, —le dijo en voz baja.
—¿Cuándo he hecho eso? —Frunció el ceño.
—Anoche. Y ahora mismo.
Otis suspiró, dobló el periódico y lo colocó sobre la mesa.
—Sabes que he estado rezando mucho últimamente. Y ahora Dios me ha hablado. —Otis se quedó en silencio.
—¿Y? —Preguntó Sally.
—Tengo que abstenerme durante los próximos dos años.
—¿Abstenerte? Pero si casi no bebes alcohol.
—No es solo alcohol, Sally. Tengo que permanecer célibe.
—¿Célibe? ¿Por qué? Tu congregación no es católica. No pueden obligarte.
—Esto no tiene nada que ver con mi congregación. Son los planes que Dios me tiene reservados —contestó Otis.
—¿Y qué pasa con nuestros planes?
—No puedo desafiar a Dios, —respondió.
—¿Cómo vamos a…? —Sally no pudo terminar la frase.
—Eso lo podemos hacer después.
—Tengo casi 40 años. —Sintió que sus ojos se exaltaban.
—No, Sally. Deja de gimotear, —dijo Otis. Como de costumbre, su voz era tranquila y solo sus palabras se habían vuelto afiladas. —Dios es lo primero. Y tú lo sabías cuando te casaste conmigo.
Después del desayuno, Sally regresó a la playa. Otis no quiso acompañarla, tenía que rezar de nuevo. Había algunas personas nadando y otras paseaban. Colocó su toalla verde junto a las dunas y se quitó el vestido. Debajo llevaba el bañador blanco, y corrió directamente hacia la orilla, se quitó las sandalias y se dirigió a las olas que rompían. El agua estaba fría, pero apretó los dientes y se lanzó hacia ellas. La paciencia era una virtud, pensó mientras nadaba a lo largo de la costa. Y Otis había sido paciente con ella. A su suegra le gustaba recordárselo a menudo, y su madre había estado de acuerdo con ella. La mayoría de las mujeres de su generación, bailarinas o no, habían dejado sus trabajos y carreras para cuidar de sus hogares después de casarse. Pero Otis había aceptado su deseo de continuar bailando en solitario tras su matrimonio. En cierto modo, era inusual. Quizá le tocaba a ella ahora ser paciente con él.
Quizá no importaba tanto. Su vida erótica nunca había sido muy animada. Sally nadó de vuelta y caminó por la arena. No se sentía paciente. Se agachó a buscar sus sandalias y se apresuró a la toalla. Podía sentir la ira hacia Otis revolviéndose en su interior. Quizá correr la apaciguaría. ¡En marcha! Conocía la zona como la palma de su mano, pero debería haber prestado más atención. Los pensamientos daban vueltas en su cabeza y se olvidó del búnker de la Segunda Guerra Mundial semienterrado por el que tenía que pasar. El dedo del pie derecho chocó con el cemento. Perdió el equilibrio y cayó. Cuando un trozo roto de concha se enterró en su mano izquierda, dio un grito agudo y estridente.
Inmediatamente volvió a ponerse de pie. Era algo que las bailarinas tenían que ser capaces hacer, así que siguió corriendo y deseó que nadie hubiera visto su pequeño accidente. Luego vio la sangre que goteaba sobre la arena. No le dolía mucho, pero la sangre salía como una diminuta y roja cascada. ¿Cómo llegaría hasta la toalla sin dejar un dramático rastro rojo tras ella? Colocó la mano sobre la tela plisada de su bañador y de repente parecía que la habían apuñalado.
—Deja que te ayude, —sonó una profunda voz junto a ella.
Sally miró hacia arriba y vio los ojos de James Black.
—Los médicos encuentran pacientes en cualquier sitio, ¿eh? —Dijo intentando sonreír.
Él se desabrochó la camisa blanca de manga corta, se la quitó y le vendó la mano.
—La camisa se puede lavar. Su mano es más importante. Venga a casa y la curo.
—No, no pasa nada. No quiero molestarles a usted y a su mujer tan temprano. Ya me las arreglaré.
—Mi mujer está fuera varios días, así que no molesta a nadie, Sra. Bay. Vamos. ¿es aquella su toalla?
Sally asintió con la cabeza, pero aún dudaba. Él la agarró por el codo y la condujo con la autoridad serena de un médico. Sally podía sentir el calor que emanaba de su brazo y su torso desnudos. No estaba acostumbrada a que los médicos mostraran tanta piel. Y qué piel. El sutil y radiante moreno del sol y los firmes músculos y venas. El doctor Black era completamente diferente a Otis, y también era mucho más alto que sus compañeros de la compañía de ballet. Nunca había estado en Sea Room, la cabaña de Black. Había estado cerrada durante bastante tiempo, hasta que la joven esposa de James Black la había heredado de sus abuelos, casi al mismo tiempo en que se casaron.
Era una de las cabañas más pequeñas de la zona. Solo contaba con una habitación y una cocina y recibidor diminutos, aunque era muy luminosa y estaba muy bien ventilada y decorada con paredes en blanco, muebles claros y finas cortinas de encaje.
—Siéntese aquí, Sra. Bay, —le dijo Black señalando una silla de mimbre blanco.
Se dirigió hacia la cocina y Sally pudo oír cómo se lavaba las manos concienzudamente durante largo rato. Mientras, ella miraba la cabina. En la ventana había una pequeña colección de tipografías, todas azules. También había algunas piedras diminutas que a Sally le hubiera gustado echar un vistazo, pero no podía ir husmeando en la casa de un extraño, especialmente cuando solo era su paciente. En una de las paredes había una gran librería. Estaba repleta de libros, desde el suelo hasta el techo.
Black volvió con su maletín médico y se sentó junto a Sally en una silla. Le agarró la mano, le quitó el vendaje que le hizo con la camisa y le giró la mano, colocando la herida frente a la luz de la ventana. Con cuidado, se la limpió con agua, la examinó minuciosamente, buscó unas pinzas y hurgó en la herida. A Sally le costaba respirar, era doloroso.
—¡No se mueva! —Black le presionó la mano contra su abdomen, estabilizó su área de trabajo. Por lo general su danés era perfecto, pero Sally podía notar sus orígenes noruegos, por su pronunciación de las vocales. Aún tenía el torso al descubierto, y el pulgar y el antebrazo de Sally rozaban su piel desnuda y cálida. Podía sentir cómo su corazón latía, y estaba sudando. Apartó la mirada y echó un vistazo a la sala de estar, pero sus ojos volvieron a Black, aterrizaron en sus piernas. Llevaba pantalones de color caqui, sus muslos y pantorrillas estaban cubiertos de un vello rubio y claro, el mismo color que le cubría el pecho. Otis no tenía vello en el pecho, y el que tenía en los brazos y en las piernas era escaso y muy claro. Sally debía irse a casa.
—Creo que ya está bien, —dijo. —Quizás debería…
Se mareó, y su mano y brazo habían dejado unas manchas de sudor en el pecho y en el estómago de Black. La mano volvía a sangrar, y Black no tuvo tiempo de buscar un trozo de algodón. Tenía sangre sobre la piel, derramándose hacia el estómago y más allá del ombligo, llegando hasta sus pantalones, que inmediatamente absorbieron el líquido rojo.
—¿Está bien? —Preguntó bruscamente.
—Tiene que tumbarse. —Colocó el otro brazo de Sally sobre su hombro, le agarró la cintura y le levantó por las piernas.
La llevó hasta el otro extremo de la sala de estar y luego la tumbó en lo que a Sally le pareció que era el sofá, aunque resultó ser la cama de Black y su esposa, vestida con una manta gris y con grandes y blancas almohadas.
—No, no, estoy bien. No necesito tumbarme —dijo. —Y aún tengo el bañador húmedo, voy a estropear la cama.
—No puede desmayarse en el suelo. Se golpeará la cabeza, —dijo Black mientras le ponía las piernas sobre la cama y la acomodaba.
Black le había sujetado las piernas y los hombros con firmeza. Ahora agarró su maletín, una silla, y comenzó a tratar la herida de nuevo. Black olía a tabaco de pipa, a abeto y a algo que no podía identificar, pero resultaba bastante cómodo. Tenía finas líneas en la boca, cejas espesas y un mentón y nariz definidos. La piel de alrededor de sus ojos revelaba que había sonreído mucho, pero las bolsas bajo sus ojos decían otra cosa. Tonterías, habría dicho Otis. No puedes saber nada de la gente por sus bolsas bajo los ojos. Pero Sally no estaba de acuerdo.
Luego, por supuesto, estaban los ojos de James Black. Nunca antes había reparado en su color. Eran verdes, como los trozos de cristal que una vez halló en el suelo de bosque, junto a una vieja fábrica de vidrio del siglo XVI, con su antiguo novio. Nunca podría olvidar aquel día en el bosque, aunque esos trozos de cristal habían desparecido hacía mucho tiempo. Fue especial. Una conexión con el pasado, aunque fue más que eso, fue una conexión con la vida. Algo que no podía explicar, pero que podía sentir mientras buscaba vidrio verde bajo las grandes hayas. Y ahora ese mismo color volvía a ella. Reluciente y brillante en un par de ojos masculinos que observaban su mano herida.
Y ahí estaba ella, tumbada en bañador sobre su cama, mientras él llevaba bermudas y se ocupaba de su cuerpo. Sus manos eran grandes y fuertes, y Sally pudo vislumbrar una red de venas, vagamente verdes, bajo su piel morena. De repente, la mirada de Black cambió de dirección y se posó directamente en sus ojos, manteniendo el contacto visual. Sus ojos tenían el color más inusual y parecían saber algo de ella, algo que ni siquiera ella misma sabía.
—Ya está. —Black le dio la vuelta a su mano y ella pudo ver el apósito.
—Sigamos con cosas más placenteras, —dijo Black, sonriendo con su dientes blancos y rectos.
—¿Placenteras? —Tartamudeó Sally.
—Voy a preparar una taza de té.
—Oh, —sonrió vagamente.
—No, doctor Black, debería volver a casa. —Intentó levantarse.
—No, tiene que quedarse un rato. Aún está muy pálida, —dijo Black con firmeza.
Se retiró y Sally lo escuchó yendo de aquí para allá en la diminuta cocina.
Sally permaneció donde estaba. Sobre la cama había un estante con un gran tarro de Chanel No. 5 y pintura de uñas roja. También había otro tarro de Old Spice. Quizá ese era el olor que había percibido antes junto al doctor Black. El té que traía, en tazas grandes y de cerámica, olía de maravilla, pero las dejó sobre la mesa y se dirigió hacia la cama con las manos vacías. Se agachó y le tocó el hombro suavemente. Su rostro se acercó y Sally pudo sentir que su respiración se detenía.
—Aquí tiene otra herida, —dijo Black.
Sally exhaló y emitió un ligero suspiro. Él se quedó mirándola durante un largo rato. Luego, abrió su maletín, se agachó de nuevo, enjuagó la herida y puso un apósito. El olor era de Old Spice. Su respiración estaba frente al rostro y el cuello de Sally. Olía a menta fresca, pero también a un ser vivo y cálido. A hombre. Cuando terminó de vendar sus heridas, Sally se sentó sobresaltada. Se dirigió hacia la mesa, tomó una taza y dio un sorbo.
—Gracias por el café, —dijo Sally. Luego, agarró su vestido del perchero y se lo puso, pero le costó ponerse las sandalias.
Justo cuando cerró la puerta tras ella, oyó la voz de James Black,
—¿Tan malo soy haciendo té?
—Me caí en la playa, —dijo Sally cuando regresó a la cabina.
Otis se dio la vuelta en la silla. Sally señaló sus vendajes de la mano y del hombro.
—El doctor Black se acercó y me ayudó, —añadió.
—Gracias a Dios, —dijo Otis. —No puedes ir cayéndote así.
—Estaba corriendo.
—¿Por qué? Tienes que tener cuidado. —La miró con ojos preocupados.
El cabello castaño rojizo de Otis era del mismo color que las pecas de su nariz. Sally sonrió y se colocó detrás de la silla donde estaba sentado. Puso sus brazos alrededor de su pecho, besó su cabello, sus mejillas y luego deslizó las manos hacia abajo, sobre su pecho cubierto por la camisa. Otis se quedó paralizado, giró la cabeza y le retiró las manos.
—Sally. Ya sabes, celibato. Ya lo he empezado. —Levantó el periódico y comenzó a pasar las páginas.
—Es insoportable, —dijo Otis cuando Sally regresó de su paseo por la playa a la mañana siguiente.
—Hay alguien que no deja de llamar, pero cuelga cada vez que contesto al teléfono.
—Pues desenchúfalo, —dijo Sally.
—No, podría llamar alguien de la congregación. Podrían necesitarme. —Otis desapareció en la cocina y cerró la puerta tras él.
Aquella mañana no tomarían el desayuno juntos. Habían instalado un teléfono en la cabaña para la congregación. Sally hubiera preferido no tener ninguno. Una cabaña no era lugar donde tener un teléfono. Sin embargo, a menudo la congregación tenía problemas para manejar las cosas sin su carismático fundador, por lo que no tenía nada que decir al respecto. Sally se preparó una bandeja y se fue a la terraza. Se llevó consigo unas cuantas revistas sensacionalistas antiguas. Después, sonó el teléfono en la entrada. Otis no reaccionó, así que Sally se dispuso a responder.
—Soy James Black, —dijo la profunda voz a su oído. —Solo quería saber cómo se encontraba.
—No sabía que tenía teléfono en la cabaña, —dijo Sally.
—No lo tengo, —contestó Black. —He venido en bici hasta la cabina telefónica junto a la tienda.
La puerta de la oficina se abrió con un chasquido. Otis asomó la cabeza.
—¿Quién es? —Gritó con el ceño fruncido.
—Luego hablamos, —le dijo Black al oído. Luego se oyó un clic.
—Era alguien que se había equivocado, —dijo Sally, y colgó.
Otis desapareció de nuevo en su oficina. Sally no podía dejar de sonreír.
Más tarde, el mismo día, Sally paseaba junto a la heladería y vio por casualidad una postal de un San Bernardo vestido de médico. La compró, además de un sello, pidió prestado un bolígrafo Bic y escribió: —Olvidé darle las gracias por su ayuda. Así que, gracias. —No firmó. Anotó el nombre de James Black y su dirección, y la echó al buzón antes de tener tiempo de arrepentirse.
A la mañana siguiente el teléfono sonó de nuevo.
—De nada, —dijo James Black y colgó.
Sally rio en voz baja.
Después del café de esa tarde, Sally y Otis se fueron a pasear por la playa. Se detuvieron a contemplar el océano pálido y púrpura y las nubes rubíes que empañaban el sol; parecía una bola de seda carmesí que un niño emperador chino había arrojado hasta allí. A Otis no le gustaba cuando Sally decía ese tipo de cosas. La creación de Dios no es un juguete, solía decir. Pero sus rechazos y su proyecto de celibato se habían hundido en el estómago de Sally como duras bolas de hielo.
—También es por el niño, —exclamó. —Dijimos que intentaríamos ser padres cuando dejara el ballet.
—Han pasado años desde que lo hablamos, —dijo Otis. —Y pensaba que ahora querías dar clases. El Teatro te ofreció ese trabajo en la Academia de ballet y parecía que estabas pensando en aceptarlo.
—Podría dar clases hasta que el bebé naciera, y luego podría volver cuando tuviera 6 meses.
—¿Y quién se supone que cuidará del bebé entonces? ¿Crees que voy a tomarme un tiempo libre? —Dijo riendo.
—No, por supuesto que no. Pero podríamos contratar una canguro.
Otis suspiró profundamente.
—Esto no tiene sentido, Sally. Primero, querías pasar tus mejores años bailando, ahora quieres un niño pero no quieres cuidarlo tú sola, pues deseas enseñar a bailar a otras personas. Creo que no deberíamos ni intentarlo cuando no estás tan interesada. Ni ahora ni en dos años.
Aquella noche Sally se quedó a dormir en la habitación de invitados. Se sintió como si la hubieran apuñalado varias veces en la espalda cuando Otis de repente la criticó, criticó su pasado y todos sus planes y acuerdos. Sally se quedó mirando a la oscuridad mientras las olas del océano y los alaridos de las gaviotas actuaban como ruido de fondo para sus pensamientos, que giraban desvalidos en círculos.
En la habitación, Otis estaba frente a la ventana, contemplando el océano. Se fue a la cama, luego regresó a la ventana y después se dirigió hacia el tocador. Se hundió en la silla, se sentó allí y se secó el rostro. ¿Había sido excesivo con ella? Pero tenía que serlo. Le aterraba la idea de tener un hijo, especialmente si ella no se dedicaba a él en cuerpo y alma. Y su implicación no era digna de confianza. No tenía ni idea de lo que le ocurría. Últimamente se había estado sintiendo mal. Buscaba a Dios constantemente, leía la Biblia, rezaba, incluso leía sobre los santos católicos y otros cercanos a Nuestro Padre. Pero nada parecía funcionar.
Se volvió a levantar y, sin querer, se miró al espejo situado sobre la vieja bandeja de servicio. Sally siempre había dicho que era un hombre muy atractivo, pero cuando estudió su rostro no vio en él nada de hermoso. Vio una máscara que mantenía a todos engañados, pero no podía quitársela para ver qué había debajo. No tenía idea de cómo hacerlo.
A la mañana siguiente, Sally encontró una postal vacía. No podía enviar otra tarjeta, pues eso probablemente desconcertaría a la esposa de Black. Así que, aunque no había nada de malo en su relación con el doctor, puso la postal en un sobre que cerró cuidadosamente una vez que la escribió.
—¿Por qué no nos llamamos por nuestro nombre de pila?
Dos días más tarde, encontró en su buzón rojo un sobre con la caligrafía de James Black, la reconoció por las recetas de medicamentos. Había escritas unas cuantas palabras en un trozo de papel de rayas.
—Sí, Sally. ¿Te gustaría ir conmigo a la costa pasado mañana? Necesito algo de tiempo libre. Te esperaré en la casa amarilla junto a la pastelería a las ocho en punto.
—Hola, Sally, —dijo James cuando esta se subió a su Cabriolet gris claro. Nada parecía extraño, nada indicaba que su viaje a la costa fuera inusual. Era la primera vez que Sally le oyó decir su nombre, y su pronunciación de la S le hizo estremecerse. Pudo sentirlo en su piel, al igual que hubiera sentido su dedo acariciándole le mejilla, la cintura y la parte inferior de su estómago. Pero tenía que parar. Solo estaban pasando juntos un poco del tiempo libre. Eran amigos. Nada más que eso. Pero quizá no debería haber ido con él. Hay gente que podría malinterpretar la situación. Además, tampoco le había dicho a Otis la verdad. Le dijo que tomaría el bus a la ciudad para comprar algunas cosas y quizá vería una película.
James señaló un prado sin decir una palabra. Tres ciervos estaban pastando. Le lanzó una mirada directa y cálida. Sally se reclinó en el asiento, mientras disfrutaba del viento y del sonido de la alondra que se acercaba a ellos en breves ráfagas a través de las ventanas. Era tan fácil respirar.
Habían llegado a la cima del camino. Se quitó las sandalias y caminó hacia el agua. James la siguió y se detuvo junto a ella, con sus pantalones de lino arremangados. El mar del Norte y el Báltico se unían y bañaron sus pies.
Un poco más tarde, James se colocó tras ella. No la tocó. Inmóvil, Sally podía sentir la calidez que emanaba de su cuerpo.
—Aquí estamos, divididos en dos lugares, —dijo James.
—Sí, —respondió Sally. —Aquí estamos.
—¿Por qué necesitas tiempo libre? —Preguntó Sally mientras regresaban.
—Tina preferiría que fuera diferente, —contestó.
—Más fiestero, más animado, más urbano. Y tú, ¿por qué has venido conmigo?
—Otis también preferiría que fuera diferente. O que no existiera en absoluto. Siempre le molesto cuando quiero algo.
James la miró de manera tan obvia y directa que ella se dio cuenta. Él comprendió la mayor parte de lo que no fue capaz de decir en voz alta. Después de algunas rebanadas de pan, condujeron hacia el sur y dieron un lento paseo. Saber que tenían que volver era como esas mañanas de principios de agosto donde las telarañas cubiertas de rocío te señalan el final del verano. James le habló de su infancia en Oslo. Sally le habló de cuando actuó en Nueva York —y de que podría volver a enseñar—. Después, mencionó su anhelo de tener un hijo. James asintió.
—Entiendo que desees eso. —No dijo nada sobre la imposibilidad de conciliar un hijo y la enseñanza.
En lugar de eso, buscó su cartera y tomó una fotografía de su interior. En la imagen se veía a él sosteniendo a un niño. El pequeño parecía diminuto junto a su amplio torso, y su mirada era dulce.
—Es la hija de mi hermana.
Sally sintió una repentina necesidad de que James sostuviera a su hijo. Una locura, pensó poco después. Ella no tenía ningún hijo y, si lo tuviera, ¿por qué James lo sostendría?
—¿Vamos a nadar? —Preguntó James después de haber paseado durante un rato. —¿No has traído el bañador?
Sin pronunciar una palabra, Sally se desabrochó los botones superiores de la camisa y señaló lo que llevaba puesto. El rostro de James se ruborizó de inmediato, pero sonrió en cuanto se dio cuenta de que estaba señalando su bañador blanco.
—Eres una mujer preparada. Me gusta.
Ella rio.
El mar del Norte estaba frío al contacto con su piel, pero las olas eran agradables al chocar con su cuerpo. Ella y James estuvieron nadando un rato siguiendo la línea de la costa. Las brazadas del doctor eran largas y tranquilas. Ninguno de los dos se había llevado una toalla, así que se sentaron sobre la arena y dejaron que el sol les secase. Sally tenía su mano derecha junto a la mano izquierda de James. Solo unos pocos milímetros les separaban. Ella podía sentir el calor que emanaba de la piel de James. Ninguno de los dos hablaba. Quizá el silencio haría que el tiempo se detuviera.
Al final, James se levantó y le dijo que quizá deberían volver a casa. Se colocó el polo, se puso de espaldas a Sally y se bajó el bañador. Brevemente, ella pudo vislumbrar una oscura y densa sombra entre sus piernas, antes de que tuviera tiempo de apartar la mirada. Su pulso tembló y temía que él pudiera notarlo. Rápidamente, buscó su ropa y su bolso, y se fue tras un arbusto a cambiarse.
De camino al coche, James encontró una diminuta piedra. Un granito rojo con una línea enrollada que parecía una S. Se la entregó a Sally.
—S de Sally.
—Colecciono piedras en forma de letras, —dijo ella.
—¿En serio? Yo también. —James sonrió.
Cuando pasaron de vuelta, un cartel de ‘Se Vende’ colgaba de la ventana de una de las pequeñas casas, y ambos repararon en él simultáneamente. James disminuyó la velocidad y los dos miraban a través de las ventanas diminutas. En ese momento, un hombre salió por la puerta; el agente inmobiliario, a juzgar por el maletín. Probó suerte.
—¿Quiere ver la casa, señora? —Preguntó, levantando su sombrero ante ellos.
—Y su esposo también, por supuesto, —añadió.
Sally y James se miraron el uno al otro.
—El esposo dice que sí, —dijo James. —¿Y usted qué dice, señora?
Sally rio.