La subversiva Simone Weil - Robert Zaretsky - E-Book

La subversiva Simone Weil E-Book

Robert Zaretsky

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Beschreibung

Simone Weil (1909-1943) fue una de las pensadoras más notables del siglo xx, una filósofa que realmente vivió de acuerdo con sus ideales políticos y éticos. En su corta vida enmarcada por las dos guerras mundiales enseñó filosofía a estudiantes y trabajadores sindicales, se unió al movimiento de la Francia Libre en Londres y murió sin lograr llegar a su país para ayudar a la Resistencia. Robert Zaretsky nos ofrece aquí a una Weil diferente y nos revela nuevas facetas que iluminan sus contradicciones: «una anarquista que abrazó ideas conservadoras, una pacifista que luchó en la guerra civil española, una santa que rechazó ser bautizada, una mística que participó en los movimientos obreros, una judía francesa que fue enterrada en la zona católica de un cementerio inglés, una profesora que no creía en las respuestas». En definitiva, una autora rica y compleja cuyo pensamiento nos sigue resultando fascinante hoy en día.

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Título original: The Subversive Simone Weil. A Life In Five Ideas

Licensed by The University of Chicago Press, Chicago, Illinois, U.S.A.,

by arrangement with International Editors’ Co.

© 2021 by Robert Zaretsky

© Editorial Melusina, s.l.

www.melusina.com

© De la traducción del inglés: Carlos Pott

Primera edición: abril de 2022

Edición digital: marzo de 2022

Ilustración y diseño de cubierta: Juan García

Corrección de galeradas: Samuel Alonso Omeñaca

Reservados todos los derechos de esta edición.

eisbn: 978-84-18403-54-5

Contenido

Contenido

Prefacio

Introducción

Capítulo 1. El poder de la desdicha

Capítulo 2. Prestar atención

Capítulo 3. Las distintas formas de la Resistencia

Capítulo 4. Encontrar las raíces

Capítulo 5. El bueno, el malo y el divino

Epílogo

Agradecimientos

Para Louisa

Prefacio

Hace tres meses envié a mis editores de la University of Chicago Press el manuscrito definitivo de este libro. Tras el impacto de la pandemia del coronavirus, el mundo en el que lo había escrito parecía tan antiguo como el de la Grecia que tanto amó Simone Weil. Muchos hechos y costumbres, ocupaciones y preocupaciones que pensaba inamovibles se han desdibujado o desaparecido por completo.

Cuando este libro llegue a tus manos, que quizás acabes de desinfectar, estas palabras te parecerán igual de antiguas. El mundo está cambiando a un ritmo que sorprendería a Heráclito. Para recordarnos que el cambio determina el mundo, Heráclito escribió que no podemos bañarnos dos veces en el mismo río. Pero el coronavirus nos ha enseñado una nueva verdad: no podemos bañarnos en el mismo río ni una sola vez.

Como todos, trato de mantenerme a flote, y mantener conmigo a quienes quiero, en las aguas bravas de la historia. Pero en un mundo que cambia constantemente, un mundo que ahora dividimos entre bienes esenciales y no esenciales, sé que la obra de Simone Weil estará siempre en la primera categoría. Fuerza y libertad, aflicción y atención, comunidad y cuidado son ideas que encajan perfectamente en una época de plagas microbiológicas e ideológicas.

Estas ideas son el origen de al menos una de las ideas centrales de la obra de Weil. En uno de sus últimos libros, Echar raíces, escribió: «Existe una obligación hacia cualquier ser humano, solo por el hecho de serlo, sin necesidad de que se cumpla ninguna otra condición e incluso sin necesidad de que ese individuo reconozca a su vez esa obligación». Se me ocurren pocas afirmaciones más importantes en mi época y la vuestra. Y solo el tiempo nos dirá si somos capaces de cumplirla.

Houston

21 de abril de 2020

Introducción

¿Cuánto tiempo al día dedicas a pensar?

Simone Weil

Hace más de tres cuartos de siglo, el 26 de agosto de 1943, en el sanatorio de Grosvenor, un inmenso edificio victoriano en Ashford a unos cincuenta kilómetros al sureste de Londres, el forense terminó el examen de una paciente que había muerto dos días antes. La causa de la muerte, escribió, fue «un paro cardíaco por la degeneración muscular del miocardio como consecuencia de la inanición y una tuberculosis pulmonar». Pero la evaluación clínica pasa entonces a lo que parece ser un juicio moral: «La fallecida se provocó la muerte dejando de comer mientras perdía el equilibrio mental».1

Enterraron el cuerpo en un cementerio de Ashford. En una sencilla placa sobre la tumba se puede leer su nombre y dos fechas:

Simone Weil

3 de febrero de 1909 - 24 de agosto de 1943

Desde entonces, la tumba de Weil, cuya ubicación aparece destacada en el mapa del cementerio, ha sido uno de los lugares más visitados en Ashford por los turistas. Una segunda losa de mármol recibe a los visitantes y explica que Weil se había «unido al gobierno provisional de Francia en Londres» y que su «obra la sitúa como una de las filósofas contemporáneas más importantes».

Solo una tumba puede ser tan concisa y el mejor ejemplo es la de Simone Weil. Entre sus biógrafos es todo un ritual explicar su vida a través un puñado de contradicciones: una anarquista que abrazó ideas conservadoras, una pacifista que luchó en la Guerra civil española, una santa que rechazó ser bautizada, una mística que participó en los movimientos obreros, una judía francesa que fue enterrada en la zona católica de un cementerio inglés, una profesora que no creía en las respuestas y el más voluntarioso de los individuos que abogaba por la disolución del yo. Son algunas de las paradojas que encarnó Weil, pero conviene verlas, no tanto como inconsistencias en su vida y en su obra, aunque a veces no sean otra cosa, sino como invitaciones a reflexionar desde dos lugares al mismo tiempo. En sus cuadernos, escribió que «el método filosófico consiste en abordar problemas irresolubles aceptando que no tienen solución y después limitarse a contemplarlos, fijamente y sin descanso, año tras año, sin esperanza, pacientemente».2

En este sentido, Weil concluye: «Filósofos hay pocos. Y aun esos pocos son difíciles de reconocer».3 No es sorprendente que tuviera una visión tan rigurosa de cuál es la tarea del filósofo. Se trata, declaró, «de una mera cuestión de acción y práctica».4 Esa es la razón, pensaba, de que sea tan difícil escribir sobre filosofía (que era parecido, dijo, a escribir «un tratado sobre jugar al tenis o correr»), pero es también la razón por la que las contradicciones definieron su vida. Estas demuestran las tensiones ineludibles de alguien que dedicó tanto esfuerzo en armonizar las ideas y la praxis: un esfuerzo que tenía que fracasar tarde o temprano. Pero, a la vez, es el esfuerzo que hizo para vencer sus contradicciones tanto como la naturaleza de las ideas que inspiraron sus acciones, lo que sigue siendo hoy digno de nuestra atención. De hecho, su insistencia en aceptar las consecuencias de una verdad dada no era menos que su insistencia en adecuar sus ideas a sus actos. Sus alumnos la escucharon a menudo afirmar que no podía comprometerse ni consigo misma ni con los demás.5 De ahí que no podamos estar mucho tiempo en su severa compañía sin sentir un agudo desasosiego. Es tal y como debería ser. De una forma muy poco común en nuestra época (y, en realidad, en cualquiera) Simone Weil habitó plenamente su filosofía.

Simone Weil sigue siendo un «caso dudoso», en palabras tomadas del informe forense sobre la muerte de un sacerdote jesuita en la novela de Albert Camus, La peste. Para Weil, la muerte no era ni el medio ni el fin de la filosofía, sino una de las consecuencias posibles de hacerla; al menos, cuando entendemos la filosofía como una forma de vida y no como una disciplina académica. Como señaló el filósofo contemporáneo Costica Bradatan: «Filosofar no consiste en pensar, hablar o escribir… sino en poner tu cuerpo en juego».6

Como Sócrates y Séneca, Baruch Spinoza y Jan Patocka, Weil nos obliga a recordar no solo el precio de la vida filosófica, sino también su objetivo. Sé que pocos de entre nosotros podrían exigirse tanto. Como escribió Stanley Cavell, Weil fue un caso excepcional en su rechazo a ser «desviada» de la realidad de la vida, pero esa incapacidad para ser «desviado» es un don, o una maldición, que la mayoría rechazaría con gusto. Así es y quizás así es como debe ser.

*

Este libro examina cinco conceptos centrales del pensamiento de Weil. Aunque me refiero a varios episodios de su vida, no trato la cronología con el rigor que hubiera deseado el historiador que hay en mí. Por ello, permítanme delinear en las próximas páginas el arco temporal de su biografía.

Simone Weil nació en 1909 en París cinco años antes del estallido de la Primera Guerra mundial, hija de Bernard y Salomea (Selma) Weil. Sus padres eran judíos acomodados y no practicantes, que disfrutaban de la vida cultural y literaria de la ciudad. Nacida en Rusia en una próspera familia de comerciantes, Salomea Reinherz —que simplificó su nombre al de Selma— migró con sus padres a Bélgica, y después a Francia, huyendo de una serie de pogromos en 1882. Su familia estaba llena de músicos y poetas, y la propia Selma era una pianista y cantante muy dotada. Bernard Weil era el hijo de una familia de Estrasburgo con varios negocios de éxito que optaron por la ciudadanía francesa cuando en 1871 Alemania anexionó Alsacia al final de la Guerra franco-prusiana. Aunque sus padres eran judíos practicantes, Bernard se sintió atraído de joven por el anarquismo y el ateísmo. Un año después de casarse en 1905, nació su hijo André; tres años más tarde, llegó Simone. Poco después del nacimiento de su hija, Bernard decidió mudarse con su familia a un apartamento imponente en el distinguido Boulevard Saint Michel, donde él y Selma atendieron a todas las necesidades de sus hijos, cumplieron todas las aspiraciones y disfrutaron de todos los privilegios que se le suponían a una familia de la alta burguesía francesa durante la Belle Époque.

De pequeña, Weil asumió los valores de sus padres, pero también los desafió. Ella y André conversaban sobre música y literatura durante las comidas familiares, en las que, además de francés, se hablaba alemán e inglés. Antes de aprender a leer, memorizaba poemas que aprendía de su madre y recitaba ante los invitados a la cena. A los cinco años, leía y representaba con su hermano fragmentos de Cyrano de Bergerac, la obra de Edmond Rostand. Según el testimonio de su madre, una de sus melodramáticas interpretaciones hizo que la familia llorara de risa. Otras actuaciones no resultaron tan divertidas a los padres, como un día en que los niños fueron puerta por puerta rogando algo de comida a sus alarmados vecinos porque, decían, sus padres les estaban dejando morir de hambre.7

El ímpetu rebelde de Weil apareció muy pronto en su vida y nunca se debilitó. Durante la guerra, enviaba su ración de azúcar y chocolate a los poilus, los soldados franceses que luchaban en el frente.8 Un tiempo después, a los diez años, Weil se escapó del lujoso apartamento familiar para unirse a los trabajadores en huelga que, entonando La Internacional, marchaban bajo su balcón por el Boulevard Saint Michel. Como era de esperar, cuando se enteró de la miseria que pagaban a los trabajadores de un complejo vacacional en el que se alojaba con su familia, Weil intentó convencerles de que formaran un sindicato.9En el colegio, cuando un compañero la acusó de ser comunista, ella respondió con soberbia: «Pas du tout! ¡Soy bolchevique!».10

Mientras Weil empezaba a involucrarse en política, su hermano mayor estaba adentrándose en el mundo de las matemáticas. André Weil pronto se reveló como un prodigio en la materia al que su hermana comparó, no sin razón, con el filósofo del siglo xvii Blaise Pascal. En una carta que escribió años después, confesó que el genio de su hermano despertaba en ella tanto asombro como tristeza. Al comparar sus perspectivas con las de André, el ánimo de Weil se doblaba hasta casi quebrarse. «A los catorce años», confesó, «caí en la desesperación sin fondo de la adolescencia y pensé seriamente en morirme por la mediocridad de mis facultades naturales. […] No me molestaba el éxito de cara a los demás, sino no poder aspirar a acceder al reino trascendente al que solo pueden entrar los hombres verdaderamente grandes y donde habita la verdad».11

Esta búsqueda de la verdad fue la cuerda a la que se agarró Weil para no hundirse en el pozo de la desesperación y, aunque no sin flaquezas o escalofríos, pudo mantenerse a salvo hasta su muerte, dos décadas después. La ayudó a sostenerse varios años el prestigioso Lycée Henri IV, y después su ingreso en la escuela de enseñanza superior más prestigiosa de toda Francia: la École Normale Supérieure (ens). Sus compañeros de clase, maravillados e irritados por su severidad kantiana, hablaban de ella como de «un imperativo categórico en falda». El director de la escuela, Célestin Bouglé, usaba en privado apelativos más crueles. Irritado por esta brillante estudiante que quería organizar protestas contra el reclutamiento forzoso y llevaba los bolsillos de su abrigo verde oliva repletos de copias en rollo de la anarquista La révolution prolétarienne y la satírica Le canard enchaîné, Bouglé la apodó «la virgen roja». Después de graduarse, a Weil le asignaron un puesto de profesora en Le Puy, una pequeña ciudad remota en la región de Auvergne. Quizá Bouglé tenía la esperanza de no volver a oír hablar de ella, pero Weil tendría la última palabra. Poco después de que empezara el curso escolar, Bouglé recibió una postal con la foto de una enorme estatua de bronce de la Virgen María sobre el risco que preside Le Puy. Weil no necesitó firmar la postal: bajo la foto escribió lo siguiente: «La Virgen Roja de Le Puy».12

Para el director del colegio de Le Puy, la militancia de Weil fue una prueba tan dura como lo había sido para Bouglé. Cuando no estaba dando clase sobre Descartes o Kant a sus estudiantes de secundaria (quince alumnas admiradas y seducidas por la combinación de intensidad y dulzura de su nueva profesora), Weil estrechaba lazos con los trabajadores locales. En un gesto más humillante que compasivo, el ayuntamiento había ofrecido un sueldo mísero a los desempleados para que picaran piedra en la mina. Cuando Weil supo de la suerte miserable de aquellos trabajadores, se unió a sus protestas y manifestaciones. Verla en compañía de los obreros, con quienes incluso se juntaba a tomar vino en el bar, escandalizó a los notables de Le Puy. Uno de los periódicos locales añadió un giro antisemita al mote que le había puesto Bouglé: «La señora Weill [sic], la virgen roja de la Tribu de Leví, mensajera de los evangelios de Moscú, les ha lavado el cerebro a esos infelices».13 Cuando el director del instituto citó a Weil para interrogarla, sus colegas y estudiantes se congregaron fuera para apoyarla, mientras ella arremetía contra la dirección por reforzar «una sociedad de castas» y tratar a los trabajadores «con desprecio».14 El director transigió, como hizo el ayuntamiento, que acabó por conceder a los trabajadores el aumento salarial que pedían.

Aunque se había ganado el respeto de sus alumnas y había salido victoriosa en su enfrentamiento con las autoridades, Weil se sentía encarcelada en aquella ciudad pequeña y aislada. Al terminar el curso, dejó Le Puy por un lycée en Auxerre y se volvería a mudar al año siguiente a un puesto en Roanne. Las dos ciudades eran tan pequeñas y provincianas como Le Puy, sin sombra de los recursos intelectuales y materiales de los que podía presumir París. Weil se tomaba muy en serio sus responsabilidades, pero las encontraba demasiado constreñidas, elitistas, ajenas al mundo de los trabajadores y trabajadoras. «El mayor error humano», señaló una vez, «es razonar en lugar de descubrir». Para descubrir hace falta salir del aula (o del laboratorio, la biblioteca o la cafetería). La filosofía es acción y la acción está siempre ligada a la verdad. Y respecto a la verdad, Weil advertía a sus alumnas de que tenía que ser «siempre la verdad sobre algo»,algo vivido, experimentado. De hecho, por influencia de los trágicos griegos de la Antigüedad, sobre todo Esquilo y Sófocles, Weil creía que la verdad la llevábamos inscrita en los huesos y citaba en sus diarios y cartas una frase de Esquilo que le era tan natural como respirar: tô pathei mathos («el conocimiento llega a través del sufrimiento»).

Esta forma de buscar el conocimiento fue lo que la llevó a pescar en una trainera y a trabajar en granjas y fábricas. Después del curso en Roanne en 1934, Weil se tomó una excedencia y pasó un año trabajando en tres plantas de producción en la región de París. Quizá lo único que sorprenda aún más que el hecho de que Weil buscara trabajo en una fábrica es que pudiera encontrarlo, no una vez, sino tres veces seguidas; una detrás de otra. La Gran Depresión sacudió Francia después que la mayoría de países y todavía estaba luchando por recuperarse cuando Gran Bretaña y Francia, hacia 1935, ya empezaban a recuperarse. Entre 1929 y 1935, el paro se multiplicó por cuatro; cuando despidieron a Weil de su último trabajo, más de dos millones del total de los doce millones de hombres en activo habían sido despedidos, así como más de la mitad de las 350.000 mujeres empleadas en fábricas.15

Fue entre aquellos muros sombríos y ensordecedores, esclavizada por máquinas que la condenaban a repetir los mismos movimientos infinitas veces, donde Weil concibió una de sus ideas más perturbadoras: le malheur. Este estado inhumano, tanto físico como psicológico, se ha traducido a menudo como «aflicción». Cuando una tarea física incesante y repetitiva rebaja la vida del trabajador a una existencia propia de una máquina, este apenas podrá pensar en resistir o rebelarse. Y fue su propia inmersión en la alienación de las fábricas lo que la llevó a concluir que allí era inconcebible el pensamiento mismo.

Pero la maldición de Weil era, precisamente, no poder dejar de pensar, aun en las circunstancias más adversas. ¿Cómo iba a hacerlo? Si hubiera renunciado a pensar, habría dejado de ser Simone Weil. Con su cigarrillo perenne, con los ojos bien abiertos detrás de sus gafas de montura metálica y siempre con el vestido del día anterior (que era el que llevaría al día siguiente), Weil les recordaba a sus alumnas una verdad muy simple: «Cuando dejamos de pensar en lo que nos rodea, nos hacemos cómplices de lo que ocurre. Hay que hacer todo lo contrario: asumir nuestro lugar en el estado de cosas y hacer algo al respecto». Si la filosofía no nos sirviera para sacar una conclusión como esta, no valdría ni el papel en el que está escrita; quizá solo alguien al margen de la Academia, como ella, podría asegurar que la filosofía no era ni teoría ni reflexión, sino práctica. Es por eso, apuntó poco antes de morir, que «es tan difícil escribir» sobre la actividad de filosofar. Incluso más difícil, concluía (sin asomo de ironía), que escribir sobre cómo jugar al tenis o cómo correr.16

En 1936, el imperativo de «hacer algo al respecto» llevó a Weil a España, donde había estallado una guerra civil tras el golpe militar liderado por el General Francisco Franco. Como George Orwell, un contemporáneo con el que compartía varios rasgos inesperados (una apreciación que, sin duda, habría incomodado a Orwell), Weil se enroló en un batallón internacional de anarquistas en defensa de la República. Aunque era totalmente incapaz de manejar un fusil o leer una brújula, se empeñó, para consternación de sus responsables al mando, en combatir al enemigo. Consiguió sobrevivir a un par de misiones, pero tuvo menos suerte en el frente de batalla: pocas semanas después de llegar, metió el pie en un barreño con aceite hirviendo y se abrasó el pie. La enviaron a Barcelona, pero allí no encontró el tratamiento médico que necesitaba y no tardó en ceder al ruego de sus padres de que volviera a París para curarse. Aunque quedó marcado para siempre, su pie finalmente se salvó, aunque no pueda decirse lo mismo de sus convicciones políticas. Lo que Simone Weil vio de los hombres y de las mujeres en el frente de batalla dejó una marca profunda y duradera en su pensamiento.

Quizás la experiencia en España no fue un cambio tan decisivo para ella como podría parecer a simple vista, pero sin duda aumentó su distancia del compromiso político. Hacia el final de la década de los 30, Weil había virado hacia una especie de compromiso espiritual o religioso. Sin embargo, este no se dio en el judaísmo, en cuyo seno se había criado; varias experiencias místicas —en un pueblo pesquero en Portugal, en una iglesia en la Toscana o en una abadía benedictina en Francia— la empujaron al cristianismo. En 1940, la ocupación de Francia por los nazis aceleró la atracción de Simone Weil por el catolicismo romano y a la vez hizo cada vez más confusa su actitud ante sus instituciones. Esto se hizo más evidente al llegar junto a sus padres a Marsella en un éxodo de civiles franceses (y sobre todo soldados franceses). Mientras los Weil incoaban el largo proceso para obtener los visados a Estados Unidos, su hija empezó una serie igualmente larga de conversaciones con Josep-Marie Perrin, un sacerdote intelectual y piadoso vinculado al convento dominico de la ciudad. Aunque Perrin no consiguió que Weil se convirtiera al catolicismo —porque ella jamás habría pertenecido a ningún club, ni a ninguna iglesia, que la aceptara entre sus miembros—, sí recibió de ella una serie de cartas excepcionales que publicaría poco después de la guerra con el título A la espera de Dios.

En Marsella, Weil también conoció a Gustave Thibon. Como Perrin, Thibon era católico; pero Perrin no era cura, sino granjero. Fue Perrin, presionado por Weil para que le encontrara un trabajo en una granja, quien había contactado con Thibon por ver si la aceptaría. Thibon accedió, aunque no inmediatamente; era seguidor, no solo del mariscal Pétain y su régimen, sino también del movimiento de extrema-derecha Acción Francesa, fundado por el intelectual virulentamente antisemita Charles Maurras. (La hostilidad de Thibon ante el judaísmo, aunque menos ideológica que religiosa, sin duda influyó en su decisión de incluir los comentarios antisemitas de Weil en la edición que hizo de algunos de sus pensamientos tras la guerra, La gravedad y la gracia). A pesar de un comienzo difícil —Weil no quiso dormir en la misma casa que los Thibon y prefirió hacerlo sobre la paja en una cabaña ruinosa en la misma finca—, y abiertamente enfrentados en asuntos seculares y religiosos, el respeto entre Thibon y Weil llegó a ser sincero durante los meses que ella pasó en la granja. En el caso de Thibon, el respeto lindaba con la fascinación, y Weil llegó a confiar tanto en él como para dejarle una docena de sus cuadernos.

Los cuadernos, escritos en su mayoría después de 1940, revelan que los últimos tres años de su vida fueron, al menos desde el punto de vista de la escritura, los más productivos de su corta vida. Cuando no estaba repartiendo diarios clandestinos de la Resistencia o siendo interrogada una y otra vez por la policía durante su estancia en Marsella, Weil escribía para la revista literaria Cahiers du Sud bajo seudónimo (lo que era imprescindible, pues el régimen de Vichy prohibió a los judíos cualquier trabajo cualificado). Weil siguió escribiendo (recuperando su nombre) cuando llegó a Nueva York en 1942, aunque el grueso de su trabajo lo dedicaba a la correspondencia, con la que intentaba convencer a amigos íntimos, conocidos casuales y completos desconocidos de que difundieran su controvertido «Plan para enfermeras» —una propuesta para lanzar en paracaídas en medio de la batalla a enfermeras uniformadas de blanco de las que Weil lideraría el primer destacamento— o para ayudarla a regresar a Francia y unirse a la Resistencia.

Ninguna de estas propuestas se llevó a término, pero Weil sí consiguió llegar a Londres. A finales de 1942, la Francia Libre, la Resistencia con base en Londres organizada en torno a Charles de Gaulle, que la había creado en 1940, la hizo viajar desde Nueva York para analizar los informes enviados por los diferentes movimientos internos de la Resistencia en los que estos exponían el camino hacia una Francia liberada y republicana. En los pocos meses que pasó trabajando en las oficinas de Hill Street —los famosos Jardines Carlton servían de cuartel general para el propio de Gaulle— Weil escribió con furia y determinación: no hay ni una palabra ni una frase tachada en estos centenares de páginas, que oscilan entre propuestas escuetas y el larguísimo «Preludio a una declaración de deberes hacia el ser humano», que después se publicaría con el título de Echar raíces.

La sola cantidad de propuestas y documentos que Weil enviaba a sus superiores los abrumaba y aturdía. Según uno de los colaboradores más cercanos a de Gaulle, André Philip, Weil hacía planteamientos que difícilmente ofrecían respuestas a los desafíos reales a los que se enfrentaba la Francia Libre. Cuando Philip le pidió que pensara en los infinitos problemas, políticos y sociales, que Francia tendría que afrontar tras su liberación, Weil se mostró incapaz de centrarse en ellos. ¿Por qué no puede, le decía Philip a un compañero, «abordar temas concretos, como los que ocupan a los sindicatos, en lugar de dedicar su tiempo a generalidades»? Para Weil era mejor dejar esos temas a quienes «supieran escribir brillantemente sobre cosas de las que no saben nada».17

Para ella, nada de lo que escribió en ese tiempo, a pesar de sus muchas reflexiones convincentes y, a menudo, perturbadoras, equivalía a estar haciendoalgo al respecto: escribir no era suficiente. Como le dijo a su amigo Maurice Schumman: «El sufrimiento en todo el mundo me obsesiona y oprime hasta anular mis facultades y la única forma en la que puedo recuperarlas y sobreponerme a la obsesión es entregándome de alguna forma al peligro y a la adversidad».18 Su propuesta de lanzar enfermeras en paracaídas en los campos de batalla fue desestimada por de Gaulle, al que, como es sabido, se le pudo escuchar llamándola folle, «loca».19 Su empeño en convencer a las autoridades de la Francia Libre de que la enviaran a la Francia Ocupada para trabajar en los movimientos de la Resistencia tuvieron el mismo resultado. A finales de la primavera de 1973, Weil dejó de colaborar con la Francia Libre alegando que no se sentía capaz de dar nada más.

Tampoco su cuerpo daba para más. Las migrañas, que la asediaban desde principios de los años 30, se habían vuelto implacables, como implacable fue su decisión de no ingerir un número mayor calorías de aquel al que tuvieran acceso sus conciudadanos en la Francia ocupada, que sobrevivían gracias a un régimen espartano de racionamiento y al mercado negro. El 15 de abril, un amigo encontró a Weil, exhausta y cadavérica, tirada en el suelo de la habitación que tenía alquilada en Portland Street. La ingresaron en el Hospital Middlesex de Londres, donde pasó cuatro meses leyendo y escribiendo sin descanso, además de rechazar cualquier tratamiento para sus pulmones, muy afectados por la tuberculosis, y de negarse a comer. A mediados de agosto trasladaron a la obstinada paciente al sanatorio de Grosvenor, en el que moriría pocos días después.

*

Lo que quiero con este libro no es ofrecer el relato detallado de una vida excepcional. De eso ya se encargó una amiga de Weil, Simone Pétrement, y un número creciente de autores después de ella.20 Mi intención es explorar algunas ideas centrales de su pensamiento que siguen siendo relevantes hoy; por ejemplo, su idea de atención. En un best seller de reciente publicación, Cómo no hacer nada. Resistirse a la economía de la atención, Jenny Odell reflexiona sobre la llamada «economía de la atención», un término perfecto para describir un mundo empapelado con pantallas planas y dominado por las redes sociales y los medios de comunicación de masas. Como promete el subtítulo, Odell propone formas de resistencia a una fuerza de seducción todopoderosa. En uno de los capítulos, «Ejercicios de atención», Odell habla de las visitas a museos y habla de varios artistas, como David Hockney, que para ella promueve lo que llama «prótesis atencional».21 La propia Odell es artista, así que es natural que se fije en Hockney y otros compañeros de profesión para definir su idea de atención.

En otro libro contemporáneo de gran éxito, Con las manos o con la mente. Sobre el valor de los trabajos manuales e intelectuales, también el filósofo Matthew B. Crawford se detiene en el valor fundamental que tiene la atención. Pero él no acude a los museos para definirla, sino al taller mecánico: «La relevancia moral del trabajo que trata con las cosas materiales reside en el simple hecho de que tales cosas son externas al yo».22 Cuando uno objeto no funciona, ya sea una lavadora o una caldera, su valor fundamental es que es capaz de defraudar nuestras fantasías sobre cómo debería comportarse y frustrarnos cuando se niegan a obedecer. La reparación del motor de una motocicleta es equivalente a una relación auténtica con el mundo.

Aunque Odell y Crawford hacen apreciaciones muy elocuentes sobre la idea de atención —razonamientos necesarios en un mundo que se define por su déficit—, ninguno de los dos menciona a Simone Weil. Un error que no es menos grave que si, por ejemplo, se omitiera toda mención a David Hume al hablar del escepticismo. Si todo libro sobre el escepticismo corre el riesgo de reescribir los argumentos de Hume —y de forma mucho menos convincente—, lo mismo ocurre con un libro sobre la atención que ignora a Simone Weil. Pocos pensadores han prestado tanto interés a la atención como Weil, en tantos libros y de forma tan brillante, y aún menos han podido defender de forma tan persuasiva y paradójica que hacer nada es la forma más eficaz de hacer algo relevante y memorable.

Lo mismo podríamos decir de otras tantas ideas de las se ocupó Simone Weil durante su corta vida. También quisiera detenerme en algunas de ellas. Cada uno de los siguientes cinco capítulos está dedicado a una idea diferente de entre las que Weil abordó en sus obras y experimentó en su vida: aflicción, atención, raíces, resistencia y bondad. Inevitablemente, estos conceptos se mezclan y confunden. No es posible, por ejemplo, hablar de resistencia sin mencionar los medios de llegar a ella (que, por su parte, requieren de la atención), o su objetivo, que depende de la bondad. Además, la aflicción está normalmente ligada a nuestras raíces. Simone Weil dedicó los últimos años de su vida a esfuerzos cada vez más desesperados por unirse a la Resistencia, pero este fue el concepto del que menos escribió y el único de todos los mencionados que no supo cómo hacer suyo y del que menos escribió. Es, de hecho, una palabra que rara vez aparece en sus textos; pero creo que, como valor, condiciona gran parte de su obra y merece un capítulo propio.

Confío en que el lector sabrá disculpar aquellos pasajes en que pueda incurrir en alguna imprecisión o confusión al tratar los diferentes conceptos. Y espero también que encuentre que he logrado trasladar esas ideas haciendo justicia a la mente única que las articuló por primera vez. Creo que pocos pensadores han llegado a ser, a la vez, tan convincente y subversivos, tan elocuentes e incómodos, tan etéreos y a la vez tan rotundos. Hace más de medio siglo, la filósofa y novelista Iris Murdoch dijo que leer a Weil suponía enfrentarse a «un sistema de valores».23 Quisiera demostrar que esto es hoy más cierto que nunca.

1. Gray, Francine du Plessix. Simone Weil, Nueva York: Viking, 2001.

2. Weil, Simone. Cuadernos, Madrid: Trotta, 2001.

3. Weil, op. cit.

4. Weil, op. cit.

5. Gray, op. cit.

6. Bradatan, Costica. Dying for Ideas: The Dangerous Lives of the Philosophers, London: Bloomsbury, 2015.

7. Pétrement, Simone. Vida de Simone Weil, Madrid: Trotta, 1997.

8. Pétrement, op. cit.

9. Pétrement, op. cit.

10. Gray, op. cit.

11. Weil, Simone. A la espera de Dios, Madrid: Trotta, 2009.

12. Gray, op. cit.

13. Pétrement, op. cit.

14. Gabellieri, Emmanuel/L’Yvonnet, François (eds.). Simone Weil, París: L’Herne, 2014.

15. Weber, Eugen. The Hollow Years, Nueva York: W.W. Norton, 1996.

16. David, Pascal. «Avec toute l’âme: Simone Weil et la philosophie», en Gabellieri/L’Yvonnet, op. cit.

17. Pétrement, op. cit.

18. Weil, Simone. Escritos de Londres y últimas cartas, Madrid: Trotta, 2000.

19. Pétrement, op. cit.

20. La biografía de Pétrement sigue siendo la principal referencia sobre la vida de Simone Weil. Además de filósofa de profesión, Pétrement era íntima amiga de Weil. Pero aunque su ambicioso relato se esfuerza por entenderla, de ningún modo lima los aspectos más ásperos del carácter de Weil. Por desgracia para quien no lea francés, la traducción inglesa está fuertemente recortada. Hay varias biografías suyas más en inglés, muchas de las cuales tienden a lo hagiográfico. La narración breve y sobria de Francine du Plessix Gray es una excepción admirable, a pesar de su insistencia en el diagnóstico de anorexia para Simone Weil.

21. Odell, Jenny. Cómo no hacer nada. Resistirse a la economía de la atención, Barcelona: Ariel, 2021.

22. Crawford, Matthew. Con las manos o con la mente. Sobre el valor de los trabajos manuales e intelectuales, Madrid: Empresa Activa, 2010.

23. Murdoch, Iris. Existentialists and Mystics, Nueva York: Penguin, 1996 [hay traducción al español de los ensayos reunidos en este libro, pero en distintos volúmenes de la editorial Siruela: El fuego y el sol. Por qué Platón desterró a los artistas (2016), La salvación por las palabras (Siruela, 2018), Nostalgia por lo particular (2019) y Descubrir el existencialismo (2020)].

Capítulo 1. El poder de la desdicha

¡Aullad, aullad, aullad!

El rey Lear, William Shakespeare

El pensamiento huye de la tristeza tan rápida

e inexorablemente como un animal huye de la muerte.

Simone Weil

En diciembre de 1934, Auguste Detoeuf entrevistó a una candidata que quería trabajar en una de sus fábricas. No era habitual que Detoeuf tomara decisiones sobre los contratos; él era el director de Alsthom, la mayor industria de productos eléctricos de Francia. Licenciado en la universidad de ingeniería más destacada de Francia, la École Polytechnique, Detoeuf no encajaba, ni en sus ideas ni en sus formas, con el resto de empresarios industriales de Francia. Vestía, recordaba un amigo suyo, como un virtuoso del violín, y se tenía a sí mismo por un intelectual manqué.1

Detoeuf no se sentía menos extraño ante esa mesa de despacho que la candidata que tenía enfrente. No por su edad, pues legiones de mujeres de todas las edades trabajaban en las fábricas francesas, sino porque aquella joven se había graduado en otra escuela de élite, la École Normale Supérieure —que, como la Polytechnique, había sido fundada por Napoleón—, y, hasta hacía muy poco, había trabajado como profesora de filosofía. Pero la candidata estaba empecinada en encontrar trabajo en una fábrica, con o sin la ayuda de Detoeuf. Cuando supo de sus problemas de vista, de las migrañas que la incapacitaban y de su escasa destreza manual, decidió que sería mejor ayudarla.

En la gélida mañana del 4 de diciembre de 1934, Simone Weil empezó a trabajar en la fábrica Alsthom de la calle Lecourbe, en la que el ruido metálico de la prensa mecánica alimentaba el estruendo de un barrio industrial del suroeste de París. Esa noche, Weil escribió dos entradas en la primera página de su «diario de fábrica». La primera son palabras suyas: «El hombre no debe únicamente saber lo que está fabricando, sino que, si es posible, debe ver cómo se usa —ver cómo es capaz de cambiar la naturaleza. El trabajo de todo hombre debería ser también un objeto de contemplación para él». La segunda, en griego, es de Homero: «muy a pesar suyo, a pesar de la dura necesidad».2

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A las alumnas que habían asistido a sus clases el año anterior en Roanne, una pequeña ciudad del sudeste de Francia, no les habría sorprendido el cambio de profesión de su profesora. Weil impartía su clase