La supervivencia de los más ricos - Douglas Rushkoff - E-Book

La supervivencia de los más ricos E-Book

Douglas Rushkoff

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Beschreibung

La élite tecnológica tiene un plan para sobrevivir al apocalipsis: dejarnos a todos atrás. Cinco misteriosos multimillonarios convocaron al teórico Douglas Rushkoff a un resort desértico para una charla privada. ¿El tema? Cómo sobrevivir al 'Evento': la catástrofe social que saben que se avecina. Rushkoff llegó a la conclusión de que estos hombres estaban bajo la influencia de 'La mentalidad' ('The Mindset'), una certeza al estilo de Silicon Valley de que ellos y su cohorte pueden romper las leyes de la física, la economía y la moral para escapar de un desastre de su propia creación, siempre y cuando tengan suficiente dinero y la tecnología adecuada. En 'La supervivencia de los mas ricos', Rushkoff rastrea los orígenes de The Mindset en la ciencia y la tecnología hasta su expresión actual en las misiones a Marte, los búnkeres insulares, el futurismo de la IA y el metaverso. En una docena de capítulos urgentes y apasionantes, se enfrenta al utopismo tecnológico, a la informatización de todas las interacciones humanas y a la explotación de esos datos por parte de las empresas. A través de personajes fascinantes -programadores expertos que quieren rehacer el mundo desde cero como si rediseñaran un videojuego y banqueros que vuelven de Burning Man convencidos de que el capitalismo incentivado es la solución a los desastres medioambientales- Rushkoff explica por qué quienes tienen más poder para cambiar nuestra trayectoria actual no tienen interés en hacerlo. Y muestra cómo las recientes formas de rebelión contra la corriente dominante -QAnon, por ejemplo, o las acciones meme- refuerzan el mismo orden destructivo. Esta alucinante obra de análisis social nos muestra cómo trascender el paisaje creado por The Mindset -un mundo vivo con algoritmos e inteligencias que recompensan activamente nuestras tendencias más egoístas- y redescubrir la comunidad, la ayuda mutua y la interdependencia humana. En una conclusión atronadora, 'La supervivencia de los más ricos' sostiene que la única forma de sobrevivir a la catástrofe que se avecina es asegurarse de que no se produzca en primer lugar.

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Veröffentlichungsjahr: 2023

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INTRODUCCIÓN

La Mentalidad

Cierto día me invitaron a acudir a un complejo turístico de superlujo para dar una conferencia ante lo que supuse que serían un centenar o así de banqueros de inversión. Los honorarios eran, con mucho, los mayores que me habían ofrecido nunca por dar una charla —alrededor de una tercera parte de mi salario anual como profesor de una universidad pública—, y todo por ofrecer unas cuantas ideas sobre «el futuro de la tecnología».

Como humanista que escribe sobre el impacto de la tecnología digital en nuestras vidas, a menudo me confunden con un futurólogo. Pero nunca me ha gustado mucho hablar del futuro, y menos aún para los ricos. Los turnos de preguntas de mis charlas siempre acaban convirtiéndose en una especie de juegos de salón en los que me piden que opine sobre términos de actualidad en tecnología como si fueran códigos de cotización de una bolsa de valores: IA, RV, CRISPR… A los asistentes rara vez les interesa saber cómo funcionan esas tecnologías o conocer su impacto en la sociedad más allá de la disyuntiva de si invertir o no en ellas. Pero el dinero habla, y yo también, así que acepté el bolo.

Volé en clase preferente. Me dieron unos auriculares con cancelación de ruido para los oídos y frutos secos calientes para comer (sí, ha leído bien: calientanlos frutos secos), mientras yo preparaba una conferencia en mi MacBook acerca de cómo las empresas digitales podrían potenciar los principios de la economía circular en lugar de redoblar el capitalismo extractivo basado en el crecimiento, dolorosamente consciente de que ni el valor ético de mis palabras ni los créditos de carbono que había comprado junto con mi billete podían compensar el daño medioambiental que estaba causando. Estaba financiando mi hipoteca y el plan de ahorro para pagar la universidad de mi hija a costa de las personas y lugares que tenía debajo.

En el aeropuerto me esperaba una limusina, que me llevó directamente al desierto Alto. Intenté entablar conversación con el chófer sobre el culto a los ovnis que abunda en esta parte del país y la desolada belleza del terreno en comparación con el frenesí de Nueva York. Supongo que sentí la necesidad de asegurarme de que entendía que no soy de la clase de personas que suelen sentarse en la parte trasera de una limusina como aquella. Como si quisiera hacer justo lo contrario consigo mismo, él finalmente me reveló que no era chófer a tiempo completo, sino un operador intradía que estaba pasando una pequeña mala racha después de unas cuantas «apuestas mal calculadas».

Cuando el sol empezaba a ocultarse en el horizonte, caí en la cuenta de que llevaba tres horas en la limusina. ¿Qué clase de gestores forrados de fondos de cobertura querrían alejarse tanto en coche del aeropuerto para asistir a una conferencia? Entonces lo vi. En una pista paralela a la carretera, como si quisiera competir con nosotros, un pequeño avión a reacción estaba aterrizando en un aeródromo privado. ¡Pues claro!

Justo en el risco de al lado se hallaba el sitio más lujoso, aunque aislado, en el que he estado nunca. Un complejo turístico y balneario en medio de…, bueno, de ninguna parte. Un conjunto de modernas estructuras dispersas de piedra y cristal enclavadas en una gran formación rocosa con vistas a la inmensidad del desierto. Cuando me registré no vi a nadie más que a unos cuantos empleados, y tuve que usar un mapa para encontrar el camino a mi «pabellón» privado, donde había de pasar la noche. Tenía mi propia bañera de hidromasaje al aire libre.

A la mañana siguiente, dos hombres vestidos a juego con prendas de vellón de la marca Patagonia vinieron a buscarme en un carrito de golf y me llevaron a través de las rocas y la maleza hasta una sala de reuniones. Me dejaron allí para que tomara café y me preparara, de modo que supuse que aquella era mi sala de espera. Pero, en lugar de ponerme un micrófono y llevarme a un escenario, lo que hicieron fue traerme allí a mi público. Los asistentes se sentaron alrededor de la mesa y se presentaron: cinco tíos superricos —sí, todos hombres— de las altas esferas del mundo de la inversión tecnológica y los fondos de cobertura. Al menos dos de ellos eran milmillonarios. Tras una breve conversación informal, me di cuenta de que no tenían el menor interés en la charla que había preparado sobre el futuro de la tecnología. Habían venido a hacerme preguntas.

Empezaron de forma inocua y bastante previsible. ¿Bitcoin o Ethereum? ¿Realidad virtual o aumentada? ¿Quién dispondrá primero de computación cuántica, China o Google?… Pero no parecían asimilarlo mucho. En cuanto empecé a explicarles las ventajas de las cadenas de bloques con algoritmo de prueba de participación frente al de prueba de trabajo, pasaron a la siguiente pregunta. Empecé a tener la sensación de que estaban poniéndome a prueba, no tanto en relación con mis conocimientos como con mis escrúpulos.

Finalmente empezaron a centrarse en lo que de verdad les preocupaba: ¿Nueva Zelanda o Alaska?, ¿cuál de las dos regiones se verá menos afectada por la crisis climática que se avecina? A partir de ahí la cosa no hizo más que empeorar. ¿Qué amenaza era mayor: el cambio climático o la guerra biológica? ¿Cuánto tiempo se puede prever sobrevivir sin ayuda exterior? ¿Un refugio debería contar con su propio suministro de aire? ¿Cuál es la probabilidad de contaminación de las aguas subterráneas? Por último, el director general de una agencia de bolsa explicó que casi había terminado de construir su propio sistema de búnkeres subterráneos, y a continuación preguntó: «¿Cómo puedo mantener mi autoridad sobre mi fuerza de seguridad tras el evento?». El «evento». Tal era el eufemismo que utilizaban para referirse al colapso medioambiental, la agitación social, la explosión nuclear, la tormenta solar, el virus imparable o el sabotaje informático malicioso que da al traste con todo.

Esa única pregunta nos ocupó el resto de la hora. Sabían que necesitarían guardias armados para proteger sus recintos de los asaltantes y las turbas enfurecidas. Uno de ellos ya había acordado que una docena de SEAL de la Armada estadounidense acudirían en su ayuda si él les daba la señal convenida. Pero ¿cómo pagaría a los guardias cuando ni siquiera su criptomoneda tuviera ya valor? ¿Qué evitaría que los guardias acabaran eligiendo a su propio líder?

Los milmillonarios consideraron la posibilidad de utilizar cerraduras especiales en diversos puntos de la cadena de suministro alimentario cuya combinación solo conocieran ellos. O hacer que los guardias llevaran algún tipo de collar disciplinario a cambio de su supervivencia. O tal vez construir robots que hicieran a la vez de guardias y de obreros, si esa tecnología podía desarrollarse «a tiempo».

Intenté razonar con ellos. Presenté argumentos prosociales en favor de la cooperación y la solidaridad como los mejores enfoques para abordar nuestros retos colectivos a largo plazo. Les expliqué que la forma de conseguir que tus guardias te sean leales en el futuro es tratarlos como amigos en el presente. No inviertas solo en munición y vallas eléctricas: invierte en personas y relaciones. Ellos pusieron los ojos en blanco ante lo que les debió de sonar a filosofía jipi, de modo que les sugerí lisa y llanamente que el modo de asegurarte de que mañana tu jefe de seguridad no te corte el cuello es pagarle hoy el bar mitzvá de su hija. Se rieron. Al menos el dinero que habían pagado les proporcionaba entretenimiento.

Pude ver que también estaban un poco molestos. Yo no los tomaba lo bastante en serio. Pero ¿cómo iba a hacerlo? Este era probablemente el grupo de personas más ricas y poderosas con las que me había tropezado nunca. Y, sin embargo, ahí estaban, pidiendo consejo a un teórico de los medios de tendencia marxista acerca de dónde y cómo configurar sus búnkeres apocalípticos. Fue entonces cuando lo entendí: al menos en lo que a estos caballeros se refería, aquella era realmente una charla sobre el futuro de la tecnología.

Siguiendo el ejemplo del fundador de Tesla, Elon Musk, que pretendía colonizar Marte;[1] de Peter Thiel, de Palantir, que aspiraba a revertir el proceso de envejecimiento,[2] o de los desarrolladores de inteligencia artificial Sam Altman y Ray Kurzweil, que se habían propuesto cargar sus mentes en superordenadores,[3] ellos se preparaban para un futuro digital que no tenía tanto que ver con hacer del mundo un lugar mejor como con trascender por completo la condición humana. Su extrema riqueza y sus privilegios solo les servían para obsesionarse con aislarse del peligro real y presente del cambio climático, la subida del nivel del mar, las migraciones masivas, las pandemias globales, el pánico nativista y el agotamiento de los recursos. Para ellos, el futuro de la tecnología consiste en una sola cosa: escapar del resto de nosotros.

Antes, estas personas inundaban el mundo con planes de negocio descabelladamente optimistas basados en cómo la tecnología podría beneficiar a la sociedad humana. Ahora han reducido el progreso tecnológico a un videojuego que uno de ellos gana cuando encuentra la escotilla de salida. ¿Lo hará Bezos emigrando al espacio, Thiel retirándose a su complejo de Nueva Zelanda, o Zuckerberg refugiándose en su Metaverso virtual? Y estos milmillonarios catastrofistas son los presuntos ganadoresde la economía digital, los supuestos paladines de ese panorama empresarial basado en la supervivencia del más apto que de entrada está alimentando la mayor parte de toda esta especulación.

Obviamente, no siempre fue así. Hubo un breve momento, a principios de la década de 1990, en que el futuro digital parecía no tener límites. Pese a sus orígenes en la criptografía militar y las redes de defensa, la tecnología digital se había convertido en un paraíso para la contracultura, que veía en ella la oportunidad de inventar un futuro más inclusivo, distribuido y participativo. De hecho, el «renacimiento digital» —como yo mismo empecé a llamarlo en 1991— se relacionaba con el potencial desenfrenado de la imaginación colectiva humana. Abarcaba desde las matemáticas del caos y la física cuántica hasta los juegos de rol de tipo fantástico.

En aquella primera época ciberpunk, muchos de nosotros creíamos que, interconectados y coordinados como nunca antes, los seres humanos podríamos crear cualquier futuro que imagináramos. Leíamos revistas como Reality Hackers, FringeWare y Mondo 2000, que equiparaban el ciberespacio con la psicodelia, la piratería informática con la evolución consciente y la creación de redes en línea con las fiestas masivas de música electrónica bailable conocidas como raves. Los límites artificiales de la realidad lineal causa-efecto y las clasificaciones jerárquicas se verían reemplazados por un fractal de interdependencias emergentes. El caos no era aleatorio, sino rítmico. Ya no veríamos el océano a través de la cuadrícula de meridianos y paralelos del cartógrafo, sino en los patrones subyacentes de las ondulaciones del agua. «Se acerca la ola», anuncié en mi primer libro sobre cultura digital.

Nadie nos tomó muy en serio. De hecho, en 1992 la editorial original canceló la publicación del libro porque pensaban que la moda de las redes informáticas «se acabaría» antes de que saliera a la venta, lo que estaba previsto para finales de 1993. Solo cuando, más avanzado el año, se lanzó la revista Wired, que replanteó el auge de internet como una oportunidad de negocio, la gente con poder y dinero empezó a tomar nota. Las páginas fosforescentes del primer número de la revista anunciaban que «se avecinaba un tsunami», mientras los artículos publicados daban a entender que solo aquellos inversores que siguieran la pista de los analistas de escenarios y futurólogos que allí aparecían podrían sobrevivir a la ola.

La cosa ya no iba de contracultura psicodélica, aventuras hipertextuales o conciencia colectiva. No, la revolución digital ni siquiera era una revolución en absoluto, sino una oportunidad de negocio: la posibilidad de inyectar esteroides a la ya moribunda bolsa de valores Nasdaq, y quizá sacarle otro par de décadas de crecimiento a una economía que se daba por muerta desde la caída de las biotecnológicas en 1987.

Todo el mundo se agolpó de nuevo en el sector tecnológico en el auge de las puntocom. El periodismo digital saltó de las páginas de cultura y medios de los periódicos a la sección de negocios. Los intereses empresariales establecidos vieron nuevos potenciales en la red, pero solo para seguir perpetuando la misma extracción de siempre, mientras los jóvenes tecnólogos prometedores se dejaban seducir por ofertas públicas de acciones de empresas unicornio y compensaciones multimillonarias. Los futuros digitales pasaron a concebirse más como los mercados de futuros de los valores o del algodón: algo que predecir y sobre lo que apostar. Del mismo modo, se empezó a tratar a los usuarios de la tecnología ya no tanto como creadores a los que empoderar, sino más bien como consumidores a los que manipular. Cuanto más predecibles fueran los comportamientos de los usuarios, más segura resultaría la apuesta.

Casi todos los discursos, artículos, estudios, documentales o libros blancos publicados sobre la naciente sociedad digital empezaron a apuntar a uno u otro código de cotización bursátil. El futuro pasó de ser primordialmente algo que creamos a través de nuestras decisiones actuales o de nuestras esperanzas para la humanidad a convertirse en un escenario predestinado sobre el que apostamos con nuestro capital de riesgo, pero al que llegamos de forma pasiva.

Eso liberó a todos de las implicaciones morales de sus actividades. El desarrollo tecnológico dejó de ser un relato de florecimiento colectivo para devenir más bien un proyecto de supervivencia personal mediante la acumulación de riqueza. Y lo que es peor: como tuve ocasión de aprender escribiendo libros y artículos sobre tales componendas, llamar la atención acerca de cualquiera de estas cosas equivalía a proyectar involuntariamente una imagen de ti mismo como enemigo del mercado o cascarrabias antitecnológico. Al fin y al cabo, el crecimiento de la tecnología y el del mercado se concebían como una misma cosa: algo inevitable, e incluso moralmente deseable.

Las sensibilidades mercantiles pasaron a dominar gran parte del espacio mediático e intelectual que normalmente habría ocupado la reflexión sobre la ética práctica de empobrecer a muchos en nombre de unos pocos. En lugar de ello, buena parte del debate mayoritario se centró en hipótesis abstractas acerca de nuestro futuro predestinado de alta tecnología: ¿es justo que un corredor de bolsa consuma potenciadores cognitivos? ¿Habría que poner implantes cerebrales a los niños para aprender idiomas? ¿Queremos que los vehículos autónomos prioricen la vida de los peatones por encima de la de sus pasajeros? ¿Se deberían gestionar como democracias las primeras colonias marcianas? ¿Cambiar mi ADN socava mi identidad? ¿Deben tener derechos los robots?

Plantearse este tipo de preguntas, que todavía hoy seguimos formulando, puede ser filosóficamente entretenido. Pero resulta un pobre sucedáneo a la hora de lidiar con los verdaderos dilemas morales asociados al desarrollo tecnológico desenfrenado en nombre del capitalismo corporativo. Las plataformas digitales han convertido un mercado ya de por sí explotador y extractivo (pensemos en empresas como Walmart) en un sucesor aún más deshumanizado (pensemos en empresas como Amazon). La mayoría de nosotros percibimos estas desventajas en forma de trabajos automatizados, la llamada economía de bolos, y la desaparición del comercio y el periodismo locales.

Pero los impactos más devastadores del capitalismo digital acelerado a fondo recaen sobre el medio ambiente, los pobres del mundo y el futuro que su opresión augura para la civilización. La fabricación de nuestros ordenadores y teléfonos inteligentes sigue dependiendo de redes de trabajo esclavo. Tales prácticas están profundamente arraigadas. Una empresa llamada Fairphone, fundada para fabricar y comercializar «teléfonos éticos», descubrió que era imposible hacerlo (hoy el fundador de la empresa se refiere a sus productos calificándolos tristemente de «más justos»).[4] Mientras tanto, la extracción de tierras raras y la eliminación de los desechos de nuestras tecnologías extremadamente digitalizadas destruyen hábitats humanos, sustituyéndolos por vertederos de residuos tóxicos en los que luego rebuscan niños indígenas empobrecidos y sus familias para revender los materiales utilizables a los fabricantes, quienes a su vez afirman cínicamente que ese «reciclaje» forma parte de sus grandes esfuerzos en favor del medio ambiente y el bien social.

Esa externalización de la pobreza y el veneno, basada en lo de «ojos que no ven, corazón que no siente», no desaparece solo porque nos hayamos cubierto los nuestros con gafas de realidad virtual y nos hayamos sumergido en una realidad alternativa. Si acaso, cuanto más tiempo ignoremos las repercusiones sociales, económicas y medioambientales, más problemáticas resultarán. Y esto, a su vez, genera aún más retraimiento, más aislacionismo y fantasías apocalípticas, y más tecnologías y planes de negocio concebidos a la desesperada. El ciclo se retroalimenta.

Cuanto más inmersos estamos en esta cosmovisión, más acabamos considerando que el problema son los demás seres humanos y más concebimos la tecnología como la forma de controlarlos y contenerlos. Tratamos la naturaleza deliciosamente extravagante, impredecible e irracional de los seres humanos más como un error que como un rasgo peculiar. Sean cuales sean sus propios sesgos, las tecnologías siempre se declaran neutrales. Cualquier mal comportamiento que induzcan en nosotros es solo un reflejo de nuestra propia esencia corrupta. Es como si el culpable de nuestros problemas fuera invariablemente cierto salvajismo humano innato e inamovible. Al igual que la ineficacia de un mercado local de taxis se puede «resolver» con una aplicación que lleve a la ruina a los conductores humanos, las irritantes incoherencias de la psique humana pueden corregirse con una actualización digital o genética.

En última instancia, según la ortodoxia tecnosolucionista, el futuro humano culminará cuando carguemos nuestra conciencia en un ordenador o, quizá mejor, cuando aceptemos que la propia tecnología es nuestra sucesora evolutiva. Como los miembros de un culto gnóstico, anhelamos entrar en la siguiente fase trascendente de nuestro desarrollo, despojándonos de nuestros cuerpos y prescindiendo de ellos, junto con nuestros pecados y problemas, y —sobre todo— de nuestros inferiores económicos.

Las películas y programas de televisión reproducen esas fantasías para nosotros. Las series de zombis muestran un panorama posapocalíptico en el que las personas no son mejores que los muertos vivientes, y parecen ser conscientes de ello. Peor aún: esos programas invitan a los espectadores a imaginar el futuro como una batalla de suma cero entre los humanos que aún quedan, donde la supervivencia de un grupo depende de la desaparición de otro. Incluso los programas de ciencia ficción más innovadores presentan hoy a los robots como intelectual y éticamente superiores a nosotros. Siempre son los humanos los que acaban reducidos a unas pocas líneas de código, al tiempo que las inteligencias artificiales aprenden a tomar decisiones cada vez más complejas y voluntarias.

La gimnasia mental necesaria para llevar cabo tan profunda inversión de roles entre humanos y máquinas depende del supuesto subyacente de que la mayoría de los humanos son esencialmente inútiles e irreflexivamente autodestructivos. O los cambiamos o nos alejamos de ellos, para siempre. Así tenemos a milmillonarios de la tecnología lanzando coches eléctricos al espacio, como si eso simbolizara algo más que su capacidad de promoción empresarial.[5] Y si al final unas pocas personas logran alcanzar la velocidad de escape y sobrevivir de algún modo en una burbuja en Marte —pese a nuestra incapacidad de mantener esa burbuja ni siquiera aquí en la tierra en ninguno de los dos ensayos Biosfera realizados hasta ahora, con un coste de miles de millones de dólares—, el resultado no sería tanto una continuación de la diáspora humana como un bote salvavidas para la élite.[6] La mayoría de los seres humanos que piensan y respiran entienden que no hay escapatoria.

Lo que yo personalmente llegué a comprender mientras sorbía agua de iceberg importada y reflexionaba sobre posibles escenarios apocalípticos con los grandes ganadores de nuestra sociedad es que en realidad aquellos hombres eran los perdedores. Los milmillonarios que me invitaron a viajar al desierto para evaluar sus estrategias bunkerianas no son tanto los vencedores del juego económico como las víctimas de sus reglas perversamente restrictivas. Más que otra cosa, han sucumbido a una mentalidad en la que «vencer» significa ganar suficiente dinero para aislarse del daño que están causando ellos mismos al ganar dinero de ese modo. Es como si quisieran construir un coche que fuera lo bastante rápido para escapar de los propios gases que emite.

Sin embargo, ese escapismo tan característico de Silicon Valley —al que yo llamo, para abreviar, la Mentalidad— anima a sus adeptos a creer que, de alguna manera, los ganadores pueden dejarnos atrás al resto de nosotros. Quizá ese haya sido siempre su objetivo. Puede que ese impulso fatalista de elevarse por encima de la humanidad y distanciarse de ella ya no sea tanto el resultado del capitalismo digital desbocado como su causa: una forma de tratarse unos a otros y tratar al mundo cuyo origen puede encontrarse en las tendencias sociopáticas de la ciencia empírica, el individualismo, la dominación sexual y quizá incluso el propio «progreso».

Sin embargo, aunque desde los tiempos de los faraones y de Alejandro Magno los tiranos hayan intentado encaramarse sobre las grandes civilizaciones y gobernarlas desde arriba, nunca antes los actores más poderosos de nuestra sociedad habían asumido que el principal impacto de sus propias conquistas sería hacer del propio mundo un lugar inhabitable para todos los demás. Ni tampoco habían dispuesto nunca de las tecnologías necesarias para programar sus sensibilidades en el tejido mismo de la sociedad. Hoy el paisaje está plagado de algoritmos e inteligencias que fomentan activamente esas perspectivas egoístas y aislacionistas. Quienes resultan ser lo bastante sociópatas como para adoptarlas se ven recompensados con dinero y control sobre el resto de nosotros. Es un bucle de realimentación que se refuerza a sí mismo. Y constituye un hecho novedoso.

Amplificada por las tecnologías digitales y la inédita disparidad de riqueza que estas posibilitan, la Mentalidad facilita la externalización del perjuicio a otros e inspira el correspondiente anhelo de trascendencia y distanciamiento de aquellas personas y lugares a los que se ha maltratado. Como veremos, la Mentalidad se fundamenta en un cientificismo acérrimamente ateo y materialista, además de la fe en la tecnología como método de resolución de problemas; la adhesión a los sesgos del código digital; la concepción de las relaciones humanas como fenómenos mercantiles; el miedo a la naturaleza y a las mujeres; la necesidad de ver las propias aportaciones como innovaciones absolutamente únicas y sin precedentes, y el impulso de neutralizar lo desconocido dominándolo y desvitalizándolo.

Sin embargo, en lugar de limitarse a enseñorearse de nosotros para siempre, los milmillonarios de la cúspide de esas pirámides virtuales buscan activamente el desenlace. De hecho, como la trama de una superproducción de Marvel, la propia estructura de la Mentalidad requiereun desenlace. Todo debe resolverse con un uno o un cero, un vencedor o un perdedor, los que se salvan o los que se condenan. Las catástrofes reales e inminentes, desde la emergencia climática hasta las migraciones masivas, sustentan el mito, ofreciendo a estos aspirantes a superhéroes la oportunidad de representar la apoteosis en su propia vida. Y ello porque la Mentalidad también incluye la certeza cuasi religiosa —y tan peculiar de Silicon Valley— de que sus acólitos podrán desarrollar una tecnología que de algún modo rompa las leyes de la física, la economía y la moral para ofrecerles algo aún mejor que una forma de salvar el mundo: un medio de escapar del apocalipsis que ellos mismos han creado.

[1]Mike Wall, «Mars Colony Would Be a Hedge against World War III, Elon Musk Says», Space.com, 28 de marzo de 2018, www.space.com/40112-elon-musk-mars-colony-world-war-3.html [para facilitar la consulta al lector, añadimos versiones abreviadas de los enlaces largos; aquí tinyurl.com/5fnd473c].

[2]Maya Kosoff, «Peter Thiel Wants to Inject Himself with Young People’s Blood», Vanity Fair, 1 de agosto de 2016, www.vanityfair.com/news/2016/08/peter-thiel-wantsto-inject-himself-with-young-peoples-blood [tinyurl.com/yc2bfhuj].

[3]Alexandra Richards, «Silicon Valley billionaire pays company thousands ‘to be killed and have his brain digitally preserved forever’», Evening Standard, 15 de marzo de 2018, www.standard.co.uk/news/world/silicon-valley-billionaire-pays-company-thousands-to-kill-him-and-preserve-his-brain-forever-a3790871.html [tinyurl.com/3fkpcemf].

[4]Bas Van Abel, entrevista con Douglas Rushkoff, pódcast Team Human, 29 de marzo de 2017, www.teamhuman.fm/episodes/ep-30-bas-van-abel-fingerprints-on-the-touchscreen [tinyurl.com/4us8dn95].

[5]Joel Gunter, «Elon Musk: The Man Who Sent His Sports Car into Space», BBC, 10 de febrero de 2018, www.bbc.com/news/science-environment-42992143 [tinyurl.com/yrpb28tp].

[6]Steve Rose, «Eight Go Mad in Arizona: How a Lockdown Experiment Went Horribly Wrong», TheGuardian, 13 de julio de 2020, www.theguardian.com/film/2020/jul/13/spaceship-earth-arizona-biosphere-2-lockdown [tinyurl.com/486tn4hs].

01

La ecuación aislacionista

Estrategias bunkerianas de los milmillonarios

Cuando embarqué en mi vuelo de regreso a Nueva York, me daba vueltas la cabeza pensando en lo que implicaba eso que he dado en llamar la Mentalidad. ¿De dónde había surgido? ¿Qué la había causado? ¿Cuáles eran sus postulados básicos? ¿Quiénes eran sus verdaderos acólitos? ¿Qué podíamos hacer para resistirnos a ella, si es que se podía hacer algo? Antes de aterrizar, publiqué en línea un artículo sobre mi extraño encuentro, y el efecto resultó sorprendente.[7]

Casi de inmediato, empecé a recibir consultas de empresas especializadas en atender las necesidades de survivalistas milmillonarios, todas con la esperanza de que yo pudiera publicitar sus productos a los cinco hombres sobre los que había escrito. Así, supe de un agente inmobiliario con un catálogo especializado en propiedades a prueba de catástrofes, de una constructora que aceptaba reservas para su tercer proyecto de viviendas subterráneas, y de una empresa de seguridad que ofrecía diversas formas de «gestión de riesgos».

Pero el mensaje que más me llamó la atención fue el que recibí de un expresidente de la Cámara de Comercio de Estados Unidos en Letonia llamado J. C. Cole. Este había presenciado la caída del Imperio soviético y constatado lo que entrañaba reconstruir una sociedad capaz de funcionar casi desde cero. También había sido administrador de las embajadas de Estados Unidos y la Unión Europea en su país y había aprendido mucho sobre sistemas de seguridad y planes de evacuación. «Sin duda ha agitado usted un avispero —empezaba diciendo el primer correo electrónico que me envió—. Me parece bastante acertado: los ricos que se escondan en sus búnkeres tendrán un problema con sus equipos de seguridad… Creo que tiene razón al aconsejarles “tratar muy bien a esa gente aquí y ahora”, pero el concepto también puede ampliarse, y creo que hay un sistema mejor que daría mucho mejores resultados».

Luego procedía a exponer los hechos. Él estaba convencido de que el «evento» —ya fuera un «cisne gris» (un suceso posible aunque improbable), una catástrofe previsible provocada por un enemigo o por la madre naturaleza, o simplemente un hecho accidental— era inevitable. Había realizado un «análisis FODA» de la situación (por las siglas de «fortalezas, oportunidades, debilidades y amenazas») y había llegado a la conclusión de que prepararse para una calamidad requiere tomar las mismas medidas que adoptaríamos para tratar de evitarla. «Casualmente —me explicó— estoy montando una serie de granjas refugio en la zona de Nueva York. Están diseñadas para gestionar mejor un “evento” y también para beneficiar a la sociedad como granjas semiecológicas. Ambas se encuentran a menos de tres horas en coche de la ciudad, lo bastante cerca para poder llegar allí cuando suceda».

No pude resistirme. No solo tenía ante mí a lo que habitualmente se conoce como un «preparacionista» o «survivalista», sino que además este contaba con acreditación de seguridad, experiencia de campo y conocimientos de sostenibilidad alimentaria. Él creía que la mejor manera de hacer frente a la inminente catástrofe era cambiar aquí y ahora nuestra forma de tratarnos unos a otros, así como de gestionar la economía y el planeta, y a la vez desarrollaba una red de comunidades agrícolas residenciales secretas y totalmente autosuficientes para millonarios, vigiladas por SEAL de la Marina estadounidense armados hasta los dientes.

Actualmente, J. C. está construyendo dos granjas dentro de su proyecto de refugios seguros. La granja 1, ubicada en las afueras de Princeton, es su granja piloto, y «funciona bien siempre que lo haga la “delgada línea azul”». La segunda, situada en algún lugar de las montañas Pocono, en Pensilvania, tiene que seguir siendo un secreto. «Cuanta menos gente conozca las ubicaciones, mejor», me dijo, añadiendo un enlace a un episodio de La dimensión desconocida en el que unos vecinos aterrorizados irrumpen en el refugio antiatómico de una familia en un momento de pánico nuclear. «El principal valor de un refugio seguro es la seguridad operativa, lo que los militares llaman OpSec. Cuando la cadena de suministro se rompa —si lo hace—, la gente no tendrá comida. La covid-19 nos dio un toque de atención cuando la gente empezó a pelearse por el papel higiénico. Cuando haya escasez de alimentos, la cosa se pondrá fea. Por eso los que sean lo bastante inteligentes para invertir deben ser sigilosos».

J. C. se ofreció a venir a Nueva York para enseñarme su propuesta, pero yo quería ver la instalación en persona. Se mostró encantado y me invitó a ir a verlo a Nueva Jersey. «Lleve botas —me aconsejó—. El suelo todavía está húmedo». Luego me preguntó: «¿Sabe disparar?».

Además de criar cabras y pollos, la propia granja servía como centro ecuestre y de entrenamiento táctico. J. C. me enseñó a sujetar y disparar una Glock contra una serie de blancos situados al aire libre que reproducían la silueta de unos «tipos malos», mientras refunfuñaba sobre la forma en que la senadora Dianne Feinstein había limitado arbitrariamente el número de balas que se podían meter legalmente en el cargador de la pistola. J. C. sabía de qué hablaba. Le pregunté acerca de varios posibles escenarios de combate. ¿Cómo te defiendes contra toda una banda de matones que invaden tu finca? «No lo haces —me dijo—. La clave del preparacionismo está en saber escapar».

Obviamente, si tienes un complejo como el que estaba construyendo J. C., las cosas son un poco distintas. «La única manera de proteger a tu familia es con un grupo», me aseguró. Ese es realmente el objetivo de su proyecto: reunir un equipo capaz de permanecer refugiado en el lugar durante un año o más y al mismo tiempo defenderse de quienes no han sido tan precavidos. «Aquí estuvo de visita el equipo SWAT de la policía de una ciudad. Todos dijeron que vendrían a la primera señal de problemas». J. C. también espera formar a jóvenes granjeros en agricultura sostenible y conseguir al menos un médico y un dentista para cada emplazamiento.

Tuvimos que terminar de disparar antes de que apareciera una adolescente que venía a practicar saltos con su caballo. De vuelta al edificio principal, J. C. me mostró los protocolos de «seguridad por capas» que había aprendido diseñando las instalaciones de las embajadas: una valla alrededor de todo el recinto, señales de prohibido el paso, perros guardianes, cámaras de vigilancia…, todos ellos elementos disuasorios para evitar una confrontación violenta. Se detuvo un minuto mientras observaba el camino. «Sinceramente, me preocupan menos las bandas armadas que la mujer que aparece en el camino de entrada con un bebé en brazos y pidiendo comida. —Hizo una pausa, y dio un suspiro—. No quiero encontrarme en ese dilema moral».

Justamente por eso, la auténtica pasión de J. C. no es construir unas pocas instalaciones de retiro aisladas y militarizadas para millonarios, sino crear un prototipo de granjas sostenibles de propiedad local que puedan servir de modelo a otras y, en última instancia, ayudar a restaurar la seguridad alimentaria regional en Estados Unidos. El sistema de entrega «justo a tiempo» preferido por los conglomerados agrícolas hace a la mayor parte de la nación vulnerable a crisis de tan poca envergadura como un corte de energía o una interrupción en el transporte. Al mismo tiempo, la centralización de la industria agrícola ha dejado a la mayoría de las granjas completamente dependientes de las mismas extensas cadenas de suministro que los consumidores urbanos. «La mayoría de los productores de huevos ni siquiera pueden criar pollos —me explicó J. C. mientras me mostraba sus gallineros—. Compran pollitos. Yo tengo gallos».

J. C. no es precisamente un ecologista jipi de izquierdas. Nunca se refiere a Hillary Clinton por su nombre —solo la llama «ella»— y publica artículos en internet sobre las desventuras del estado profundo estadounidense y las inminentes guerras del petróleo.[8] Pero su modelo de negocio se basa en el mismo espíritu comunitario que yo intenté transmitir a los milmillonarios: la forma de evitar que las hordas hambrientas derriben tus puertas es conseguirles seguridad alimentaria aquí y ahora. Así que por tres millones de dólares los inversores no solo obtienen un complejo de máxima seguridad en el que capear la próxima plaga, tormenta solar o colapso de la red eléctrica; también obtienen una participación en una red potencialmente rentable de franquicias de granjas locales que podrían reducir de entrada la probabilidad de un evento catastrófico. Su negocio haría todo lo posible para garantizar que haya el menor número de niños hambrientos en la puerta cuando llegue el momento de cerrar.

Hasta ahora, J. C. Cole no ha podido convencer a nadie de que invierta en su proyecto, American Heritage Farms. Eso no implica que no haya nadie invirtiendo en este tipo de planes; solo que los que atraen más atención y dinero no suelen tener esos componentes cooperativos: son más apropiados para gente que quiere ir por su cuenta. La mayoría de los preparacionistas milmillonarios no quieren tener que aprender a llevarse bien con una comunidad de granjeros o, lo que es peor, gastar sus ganancias en financiar un programa nacional de resiliencia alimentaria. Al tipo de mentalidad que requiere refugios seguros no le interesa tanto prevenir posibles dilemas morales como limitarse simplemente a mantenerlos fuera de su vista.

Muchos de quienes buscan en serio un refugio seguro se limitan a contratar a una de las varias empresas de construcciones preparacionistas que existen para que entierren un búnker prefabricado revestido de acero en alguna de sus propiedades. Rising S Company, de Texas, construye e instala búnkeres y refugios contra tornados cuya gama va desde solo 40.000 dólares por un escondite de emergencia de 2,5 por 3,5 metros hasta la lujosa serie Aristocrat, que, por 8,3 millones de dólares, cuenta hasta con piscina y pista de bolos.[9] Aunque en su página web tienen fotos de los modelos más baratos ya construidos, los de mayor tamaño se muestran únicamente en recorridos virtuales, probablemente porque en la práctica no deben de haber fabricado muchos de esa escala (si es que han llegado a fabricar alguno). En cualquier caso, se trata de instalaciones bastante espartanas, más parecidas a contenedores de transporte reutilizados que a guaridas fantásticas estilo James Bond. Originalmente la empresa abastecía a familias que buscaban refugios temporales contra tormentas, antes de entrar en el negocio del apocalipsis a largo plazo. El logotipo de la empresa, que incluye tres crucifijos, hace pensar que sus servicios se dirigen más a los preparacionistas cristianos evangélicos de los estados republicanos estadounidenses que a los tecnofrikis[10] milmillonarios entregados a sus fantasías de ciencia ficción.

Hay un elemento mucho más caprichoso en las instalaciones en las que la mayoría de los milmillonarios —o, más exactamente, los aspirantes a serlo— invierten realmente. Una empresa llamada Vivos vende lujosos apartamentos subterráneos construidos en antiguas instalaciones de los tiempos de la Guerra Fría, ahora reconvertidas, como almacenes de municiones, silos de misiles y otros recintos fortificados repartidos por todo el mundo.[11] Como si fueran versiones en miniatura de los complejos turísticos del Club Med, ofrecen suites privadas para individuos o familias y zonas comunes más amplias con piscinas, juegos, películas y restaurantes. Otros refugios de carácter ultraelitista, como los que propone la empresa checa Oppidum, se proclaman destinados a la clase milmillonaria y prestan más atención a la salud psíquica de sus residentes a largo plazo.[12] Ofrecen simulaciones de luz natural (por ejemplo, una piscina con una zona ajardinada que parece iluminada por el sol), además de bodega y otras comodidades para que los ricos se sientan como en casa.

Sin embargo, si se analiza detenidamente, la probabilidad de que un búnker fortificado proteja de veras a sus ocupantes de la realidad de…, bueno, de la realidad, es muy reducida. Para empezar, los ecosistemas cerrados de las instalaciones subterráneas resultan ridículamente frágiles. La diversidad que caracteriza los biomas genuinos del mundo real protege a estos y a sus habitantes de las catástrofes. En la naturaleza, una enfermedad, una sequía o un invasor puede amenazar a una especie, pero verse mitigado con éxito por otra. Un jardín hidropónico cerrado es vulnerable a la contaminación. Las granjas verticales con sensores de humedad y sistemas de riego controlados por ordenador quedan muy bien en los planes de negocio y en las azoteas de las empresas emergentes de la Bahía de San Francisco; cuando una paleta de tierra vegetal o una hilera de plantas se echa a perder, basta con arrancarla y sustituirla. La «sala de cultivo» herméticamente sellada del apocalipsis, en cambio, no permite esa posibilidad.

Las incógnitas conocidasbastan por sí solas para desbaratar cualquier esperanza razonable de supervivencia. Pero eso no parece disuadir a los preparacionistas adinerados de intentarlo. Durante la pandemia de covid-19, el New York Times informaba de que los agentes inmobiliarios especializados en islas privadas se veían desbordados de consultas.[13] Los potenciales clientes preguntaban incluso si había suficiente terreno para realizar cierta actividad agrícola, además de instalar una plataforma de aterrizaje para helicópteros. Pero, aunque una isla privada pueda ser un buen sitio donde aguardar a que pase una plaga transitoria, convertirla en una fortaleza oceánica autosuficiente y defendible resulta más difícil de lo que parece. Las islas de pequeño tamaño dependen por completo del abastecimiento aéreo y marítimo de los productos básicos; asimismo, los equipamientos tales como los paneles solares y los sistemas de filtración de agua deben revisarse y reemplazarse a intervalos regulares. De modo que los milmillonarios que residen en estos lugares acaban dependiendo de una serie de complejas cadenas de suministro más, y no menos, que aquellos de nosotros que estamos plenamente integrados en la civilización industrial.

En cualquier caso, tampoco es que pueda sellarse herméticamente el entorno. Al final todo llega a todas partes. Las nubes tóxicas, la peste y la radiación tienen formas de propagarse y filtrarse a través de las barricadas mejor concebidas. Los filtros HEPA deben reemplazarse regularmente, y a veces aun así fallan. Actualmente, la polución atmosférica de las fábricas de China y los incendios forestales de Europa y California ya alcanza continentes lejanos, contaminando de forma mensurable el Everest y Katmandú. Hoy los microplásticos cancerígenos son tan abundantes en los hielos polares como en una típica ciudad europea.[14] Según un estudio del Fondo Mundial para la Naturaleza, el estadounidense medio ingiere cada mes el plástico equivalente a una tarjeta de crédito. Basta con leer las noticias. No hay escapatoria.[15]

Sin duda los milmillonarios que me pidieron consejo sobre sus estrategias de huida eran conscientes de esas limitaciones. ¿Podría haber sido todo una especie de juego? ¿Cinco hombres sentados alrededor de una mesa de póquer, apostando cada uno de ellos a que su plan de escape era el mejor? ¿Se suponía que yo tenía que desempeñar el papel del crupier neutral, o el de director de un juego de rol de tipo fantástico, emitiendo un juicio sobre cada uno de los escenarios que describían?

Pero aquí también había involucrado algo más. Si hacían eso solo por diversión, no me habrían invitado a mí: habrían mandado llamar al autor de algún cómic sobre apocalipsis zombi. Y si lo que querían era poner a prueba sus planes bunkerianos, habrían contratado a un experto en seguridad de Blackwater o del Pentágono. No. Parecían pretender algo más. Su lenguaje trascendía con mucho las cuestiones habituales del preparacionismo para posibles catástrofes y rozaba la política y la filosofía, en cuanto hacían uso de términos como individualidad, soberanía, gobierno y autonomía.

El motivo era que lo que querían que yo evaluara en realidad no eran tanto sus estrategias bunkerianas materiales como la base filosófica y matemática que utilizaban para justificar su devoción escapista. Estaban elaborando lo que he dado en llamar la ecuación aislacionista: ¿podrían ganar suficiente dinero para aislarse de la realidad que estaban creando ellos mismos al ganar dinero como lo hacían? ¿Había alguna justificación válida para esforzarse en tener el éxito necesario para dejarnos atrás al resto, con apocalipsis o sin él?

Como dignos representantes de la Mentalidad, han rechazado constantemente la gobernanza colectiva y suscrito la presuntuosa idea de que con suficiente dinero y tecnología, se puede rediseñar el mundo según las especificaciones personales de cada uno. Sus diversas iniciativas de escape basadas en una presunta autosoberanía equivalen a la misma fantasía tecnolibertaria[16] de construcción de mundos imaginarios ejemplificada por la competencia de los ultramilmillonarios para colonizar Marte, pero en este caso diseñada para su implementación aquí, en la tierra. Sea como fuere, solo los billonarios podrán acceder al espacio para terraformar otros planetas. Los integrantes del grupo que solicitó mi apocalíptico asesoramiento admitieron de buen grado que eran «milmillonarios de bajo nivel», que, a lo sumo, podrían darse una vuelta con Elon Musk, Richard Branson o Jeff Bezos, quienes, a su vez, todavía se encuentran a unas cuantas generaciones de distancia de poder colonizar nada.

Ofreciendo una fantasía escapista tecnoutópica un poco más razonable, el movimiento conocido como seasteading (o «colonización del mar»), publicitado en una serie de artículos de revistas hace unos años, promete una solución sostenible a un mundo caracterizado por la catástrofe climática, el caos social y el colapso económico. En el futuro que imaginan sus aquapreneurs (o «emprendedores acuáticos»), una mezcla de Minecraft y Waterworld, los ricos vivirán en ciudades-Estado flotantes independientes, gigantescos conglomerados de balsas de alta tecnología que utilizarán energía térmica oceánica limpia y renovable para autoabastecerse y escapar así de una civilización de moradores terrestres dependientes de las perforaciones petrolíferas.[17] Puede que el revuelo publicitario suscitado por estas iniciativas se haya apagado un tanto, pero varios milmillonarios, e incluso algunas organizaciones legítimas como las Naciones Unidas y el MIT, siguen trabajando intensamente para que la humanidad retorne al mar.[18]

Los defensores del seasteading parecen empezar todas las conversaciones con la promesa de la sostenibilidad, el ecologismo o el aislamiento frente a riesgos como la covid o el caos climático (¿por qué temer la subida del nivel de los mares si ya vives en el mar?). A la larga, no obstante, siempre acaban aduciendo motivaciones de cariz más ideológico para abandonar la tierra firme. La declaración de intenciones del Instituto Seasteading lo explica claramente: «Establecer comunidades oceánicas permanentes y autónomas que permitan experimentar e innovar con diversos sistemas sociales, políticos y jurídicos».[19]

Los empresarios tecnológicos que invierten en estos planes oceánicos pretenden recuperar la anarquía del salvaje Oeste asociada a los inicios de internet. Su proyecto tiene poco que ver con el agua y mucho —todo— con la autonomía política: con la libertad de vivir rigiéndose únicamente por la Mentalidad. Libres de las restricciones y regulaciones del pensamiento retrógrado de los estados-nación, los aquapreneurs podrán reinventar la civilización como un experimento ultralibertario. Crearán rápidamente prototipos de nuevas formas de gobierno y determinarán en todo caso qué guiños es necesario hacer —si hay que hacer alguno— al civismo o al colectivismo. Como explica el sitio web del Instituto Seasteading, «hemos tenido la revolución agraria, la comercial y la industrial, pero ¿por qué no una revolución de la gobernanza? Adéntrese en el mar».[20] El océano será el medio para lograr un fin: una forma de redefinir la propia soberanía desde abajo, donde la persona gobierna siempre absolutamente su propia lealtad, la expresión de sus valores y sus obligaciones para con la ley.

Es una visión de algo así como una desconferencia global, en la que cada individuo o familia construye o compra su propia villa flotante de alta tecnología, o «nanonación», y luego navega hacia el conglomerado-nación modular que le ofrezca el mejor sistema de gobierno. Si deja de gustarte el funcionamiento del gobierno,