La Tierra de las Historias. El hechizo de los deseos - Chris Colfer - E-Book

La Tierra de las Historias. El hechizo de los deseos E-Book

Chris Colfer

0,0
9,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Tras la muerte de su padre, la abuela de Alex y Conner les regala algo que significa mucho para ellos: La tierra de las historias, un libro de cuentos que marcó gran parte de sus vidas. Pero los mellizos no conocen la magia que se esconde en sus páginas. Solo toman conciencia de ella cuando el libro los absorbe y llegan a la Tierra de las Historias, un lugar que a primera vista es encantador, pero que esconde más peligros de los que imaginan. Existe una sola forma de regresar a casa: el Hechizo de los Deseos. Pero alguien más está buscando los ingredientes para utilizarlo... la villana más temida de todos los tiempos: la Reina Malvada. ¿Quién logrará conseguir primero los ingredientes para el hechizo? El Hechizo de los Deseos es el primer tomo de la aclamada saga de Chris Colfer, conocido por su papel de Kurt, en la serie de TV Glee. Con una prosa simple y vertiginosa, nos invita a sumergirnos en un mundo en donde todo es posible. Una vez que empieces a leerlo, ya no podrás detenerte...

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


Tras la muerte de su padre, la abuela de Alex y Conner les regala algo que significa mucho para ellos: La tierra de las historias, un libro de cuentos que marcó gran parte de sus vidas.

Pero los mellizos no conocen la magia que se esconde en sus páginas. Solo toman conciencia de ella cuando el libro los absorbe y llegan a la Tierra de las Historias, un lugar que a primera vista es encantador, pero que esconde más peligros de los que imaginan.

Existe una sola forma de regresar a casa: el Hechizo de los Deseos. Pero alguien más está buscando los ingredientes para utilizarlo... la villana más temida de todos los tiempos: la Reina Malvada.

¿Quién logrará conseguir primero los ingredientes para el hechizo?

El Hechizo de los Deseos es el primer tomo de la aclamada saga de Chris Colfer, conocido por su papel de Kurt, en la serie de TV Glee.

Con una prosa simple y vertiginosa, nos invita a sumergirnos en un mundo en donde todo es posible. Una vez que empieces a leerlo, ya no podrás detenerte...

Para mi abuela, por haber sido mi primera editora y por haberme dado el mejor consejo para escribir que he recibido: “Christopher, creo que tendrías que esperar a terminar la escuela primaria antes de preocuparte por ser

“Algún día tendrás la edad suficiente para empezar a leer cuentos de hadas otra vez”.

—C. S. Lewis

Prólogo

Una visita para la reina

El calabozo era un lugar deprimente. La luz, escasa, titilaba desde las antorchas atornilladas a las paredes de piedra. Gotas de agua hedionda provenientes del foso que bordeaba el palacio caían desde el techo. Ratas de gran tamaño se perseguían entre sí por el suelo para buscar comida. Este no era lugar para una reina.

Era pasada la medianoche, y todo estaba en silencio, excepto por algún que otro ruido de cadenas. A través del silencio profundo, el eco de unas pisadas resonó en los pasillos mientras alguien bajaba por la escalera en espiral y entraba en el calabozo.

Una joven apareció al pie de la escalera, cubierta de pies a cabeza con una capa larga color esmeralda. Atravesó la fila de celdas con cuidado, despertando el interés de los prisioneros que se encontraban dentro. Con cada paso que daba, su caminata se hacía cada vez más lenta, y su corazón latía cada vez más rápido.

Los prisioneros estaban ubicados según el crimen cometido. Mientras más se adentraba en el calabozo, más crueles y peligrosas eran las personas encarceladas.

La joven tenía la vista puesta en la celda que se encontraba al final del pasillo, donde un prisionero de especial interés estaba bajo la custodia de una numerosa guardia privada.

Había venido a hacerle una pregunta. Era una pregunta simple, pero no podía evitar pensar en ella todos los días; la mantenía despierta por las noches y era con lo único que soñaba cuando lograba dormirse.

Había una sola persona capaz de darle la respuesta que necesitaba, y esa persona estaba al otro lado de la prisión, detrás de las rejas.

–Quisiera verla –le dijo la joven encapuchada al guardia.

–Nadie tiene permiso para hacerlo –respondió el hombre, con un tono algo burlón ante el pedido–. Tengo órdenes estrictas de la familia real.

La joven dejó caer la capucha y descubrió su rostro. Tenía la piel blanca como la nieve, el cabello negro como el carbón y los ojos verdes como el bosque. Su belleza era famosa en todo el reino, y su historia era conocida mucho más allá de sus fronteras.

–¡Su Majestad, perdóneme por favor! –se disculpó el guardia, sorprendido. Se apresuró a hacer una reverencia exagerada–. No esperaba que viniera nadie del palacio.

–No es necesario que se disculpe –replicó ella–. Pero no le cuente a nadie sobre mi presencia aquí esta noche.

–Por supuesto –dijo el guardia asintiendo con la cabeza.

La mujer se paró frente a las rejas, esperando que las levantaran, pero el guardia vaciló antes de hacerlo.

–¿Está segura de que quiere entrar ahí, Su Alteza? –preguntó el soldado–. Nadie sabe lo que ella es capaz de hacer.

–Debo verla –respondió la mujer–. Sin importar el riesgo.

El guardia comenzó a girar una gran palanca circular, y las rejas de la celda se alzaron. La mujer respiró profundamente e ingresó a otro recinto.

Recorrió un pasillo más largo y oscuro que los anteriores, donde, a medida que avanzaba, varias rejas se alzaban y volvían a cerrarse después de su paso. Finalmente, atravesó la última, llegó al final del pasillo, y entró en la celda.

El prisionero era una mujer. Estaba sentada en una banca en el centro de la celda, con la vista fija en una ventana pequeña. Esperó unos minutos antes de notar la presencia de la visita detrás de ella. Era la primera vez que alguien la visitaba, y supo quién era sin tener que mirarla; solo podía tratarse de una persona.

–Hola, Blancanieves –dijo la prisionera con suavidad.

–Hola, Madrastra –respondió Blancanieves con un temblor nervioso en la voz–. Espero que estés bien.

Aunque había ensayado lo que quería decir con exactitud, ahora le parecía prácticamente imposible hablar.

–Me han dicho que ahora eres la reina –comentó su madrastra.

–Es cierto –dijo Blancanieves–. He heredado el trono tal como quería mi padre.

–Entonces, ¿a qué debo este honor? ¿Has venido a ver mi decadencia? –su voz era tan autoritaria y poderosa que se la conocía por hacer que los hombres más fuertes se derritieran, como si estuvieran hechos de hielo.

–Al contrario –respondió Blancanieves–. He venido a intentar comprender.

–¿A comprender qué? –preguntó su madrastra con dureza.

–Por qué... –Blancanieves vaciló un momento–. Por qué hiciste lo que hiciste.

Al decir esas palabras, Blancanieves sintió como si tuviera un peso menos sobre los hombros. Al fin había podido hacer la pregunta que la atormentaba. La mitad del desafío había terminado.

–Hay muchas cosas sobre este mundo que no comprendes –respondió su madrastra y se dio vuelta para mirarla.

Era la primera vez en mucho tiempo que Blancanieves le veía la cara. Era el rostro de alguien que una vez había tenido una belleza perfecta y que también había sido reina. Ahora, la mujer que estaba sentada frente a ella era solo una prisionera, cuya expresión se había convertido en un ceño fruncido permanente y triste.

–Puede ser que tengas razón –replicó Blancanieves–. Pero ¿puedes culparme por tratar de encontrar algún tipo de razón detrás de tus actos?

Los últimos años de la vida de Blancanieves se habían convertido en los más escandalosos del reino en toda la historia de la realeza. Todos sabían el cuento de la bella princesa que se había escondido junto a los siete enanitos de su madrastra celosa. Todos conocían la historia de esa infame manzana envenenada y del apuesto príncipe que había salvado a Blancanieves de una muerte falsa.

La historia era simple, pero las repercusiones no. Aunque tenía un matrimonio nuevo y un reino en el que ocupar su tiempo, Blancanieves se solía preguntar de forma constante si las teorías sobre la vanidad de su madrastra eran ciertas.

Había algo dentro de la nueva reina que se negaba a aceptar que alguien pudiera ser tan malvado.

–¿Sabes cómo te llaman allí? –preguntó Blancanieves–. Al otro lado de las paredes de esta prisión, el mundo te conoce como la Reina Malvada.

–Si ese es el nombre que eligieron para mí, entonces ese es el nombre con el que tendré que vivir –dijo la Reina Malvada–. Una vez que el mundo ha tomado una decisión, no hay mucho por hacer para que su opinión cambie.

Blancanieves estaba asombrada por lo poco que le importó, pero ella necesitaba que a su madrastra le importara. Necesitaba saber que aún había algo de humanidad en ella.

–¡Querían ejecutarte cuando descubrieron los crímenes que cometiste contra mí! ¡Todo el reino te quería muerta! –su voz se volvió un susurro débil mientras luchaba contra las emociones que crecían en su interior–. Pero no iba a permitirlo. No pude...

–¿Se supone que debo agradecerte por haberme salvado? –preguntó la Reina Malvada–. Si estás esperando que alguien se ponga de rodillas y exprese gratitud, te has equivocado de celda.

–No lo hice por ti. Lo hice por mí –replicó Blancanieves–. Te guste o no, eres la única madre que he conocido. Me niego a creer que eres un monstruo sin alma como asegura el resto del mundo. Sea verdad o no, yo creo que hay un corazón en lo más profundo de tu ser.

Las lágrimas caían sobre el rostro pálido de Blancanieves. Se había prometido que iba a ser fuerte, pero había perdido el control de sus emociones ante la presencia de su madrastra.

–Entonces, me temo que te equivocas –dijo la Reina Malvada–. La única alma que he tenido murió hace mucho tiempo, y el único corazón que encontrarás en mi posesión es un corazón de piedra.

La Reina Malvada realmente tenía uno, pero no en su cuerpo. Una piedra del tamaño y la forma de un corazón humano estaba sobre una mesa pequeña en la esquina de la celda. Fue el único objeto con el que le permitieron quedarse cuando la arrestaron.

Blancanieves reconoció la piedra porque la había visto durante su infancia. Siempre había sido muy valiosa para su madrastra, y jamás la había perdido de vista. Nunca le había permitido a Blancanieves tocarla o sostenerla, pero ahora nada se lo impedía.

Atravesó la celda, tomó la piedra, y la observó con curiosidad. Le traía muchos recuerdos. Toda la falta de atención y la tristeza que su madrastra le había causado cuando era una niña le recorrieron el cuerpo.

–Toda mi vida quise solo una cosa –dijo Blancanieves–. Tu amor. Cuando era una niña, pasaba horas escondida en el palacio esperando que notaras mi ausencia, pero nunca lo hiciste. Pasabas los días en tu habitación con tus espejos, tus cremas para la piel y esta piedra. Pasabas más tiempo con extraños que tenían métodos rejuvenecedores que con tu propia hija. Pero ¿por qué?

La Reina Malvada no respondió.

–Intentaste matarme cuatro veces, tres de las cuales fueron bajo tu propia mano –continuó Blancanieves, incrédula, negando con la cabeza–. Cuando te disfrazaste de anciana y apareciste en la casa de los enanos, sabía que eras tú. Sabía que eras peligrosa, pero, aun así, te dejé entrar. Seguía esperando que cambiaras. Dejé que me lastimaras.

Blancanieves no le había confesado esto a nadie, y no pudo evitar hundir la cara entre sus manos y llorar después de haber mencionado esas palabras.

–¿Crees que tú sabes lo que es el sufrimiento? –preguntó la Reina Malvada tan bruscamente que su hijastra se sobresaltó–. No sabes nada sobre el dolor. No recibiste afecto de mi parte, pero desde el momento en que naciste, fuiste amada por todo el reino. Otros, sin embargo, no son tan afortunados. A otros, Blancanieves, a veces les arrebatan el único amor que han conocido.

Blancanieves no sabía qué decir. ¿A qué amor se refería?

–¿Estás hablando de mi padre? –preguntó.

–La inocencia es un rasgo tan privilegiado –repuso la Reina Malvada cerrando los ojos y negando con la cabeza–. Lo creas o no, yo tenía mi propia vida antes de entrar en la tuya.

Blancanieves se quedó en silencio, un poco avergonzada. Por supuesto que sabía que su madrastra había tenido una vida antes de casarse con su padre, pero nunca se había preguntado en qué había consistido. Su madrastra siempre había sido tan reservada que Blancanieves nunca tuvo motivos para hacerlo.

–¿Dónde está mi espejo? –preguntó la Reina Malvada.

–Lo van a destruir –respondió Blancanieves.

De pronto, la piedra de la Reina Malvada se volvió más pesada en la mano de Blancanieves. No sabía si eso realmente estaba sucediendo o si solo se lo estaba imaginando. Se le cansó el brazo por sostener el corazón de piedra, y tuvo que dejarlo a un lado.

–Hay tantas cosas que no me cuentas –dijo Blancanieves–. Me has estado ocultando tantas cosas durante todos estos años.

La Reina Malvada bajó la cabeza y miró al suelo. Permaneció en silencio.

–Debo ser la única persona en el mundo que siente compasión por ti. Por favor, dime que no es en vano –suplicó Blancanieves–. Si hubo hechos de tu pasado que influenciaron tus decisiones recientes, por favor, explícamelo.

Aún no había respuesta.

–¡No me iré de aquí hasta que me lo digas! –gritó, levantando la voz por primera vez en su vida.

–De acuerdo –dijo la Reina Malvada.

Blancanieves tomó asiento en otra banca que había en la celda. La Reina Malvada esperó un momento antes de comenzar, mientras la expectativa de su hijastra crecía.

–Siempre idealizarán tu historia –le explicó–, pero nadie le daría otra oportunidad a la mía. Seguiré siendo humillada y tratada simplemente como un villano grotesco, hasta el fin de los tiempos. Pero el mundo no comprende que un villano es solo una víctima cuya historia no ha sido contada. Todo lo que he hecho, mis esfuerzos y los crímenes que cometí, fue todo por él.

El corazón de Blancanieves se entristeció. La cabeza le daba vueltas y la curiosidad se había apoderado por completo de su cuerpo.

–¿Por quién? –preguntó, tan rápido que olvidó ocultar la desesperación en su voz.

La Reina Malvada cerró los ojos y dejó que los recuerdos salieran a la superficie: imágenes de lugares y personas del pasado surgieron de las profundidades de su mente, como luciérnagas en una cueva. Había visto tantas cosas en su juventud, tantas cosas que desearía recordar, y tantas otras que desearía olvidar.

–Te contaré sobre mi pasado, o al menos sobre el pasado de alguien que alguna vez fui –dijo la Reina Malvada–. Pero te advierto algo: mi historia no termina con un felices por siempre.

Capítulo uno

Había una vez

–Había una vez... –dijo la señora Peters dirigiéndose a su clase de sexto curso–. Estas son las palabras más mágicas que nuestro mundo haya conocido y la puerta de entrada hacia las mejores historias jamás contadas. Estas palabras son un llamado inmediato para quien las escucha; un llamado que los lleva a un mundo donde todos son bienvenidos y todo es posible. Los ratones pueden convertirse en hombres, las criadas pueden convertirse en princesas y, a lo largo del proceso, nos pueden enseñar lecciones valiosas.

Alex Bailey se enderezó ansiosa en su asiento. Solían gustarle las clases de su maestra, pero esta clase en particular significaba mucho para ella.

–Los cuentos de hadas son mucho más que historias para leer en la cama antes de dormir –prosiguió la maestra–. La solución para cualquier problema imaginable se puede encontrar en el final de un cuento de hadas. Son lecciones de vida disfrazadas de personajes y situaciones vistosas. Pedro y el lobo nos enseña la importancia que tiene una buena reputación y el poder de la honestidad. La Cenicienta nos muestra las recompensas que trae tener un buen corazón y El patito feo nos enseña el significado de la belleza interior.

Los ojos de Alex estaban muy abiertos, y asintió con la cabeza. Era una niña bonita de ojos azules brillantes y de cabello rubio rojizo y corto, que llevaba siempre sujeto con una cinta para despejarle la cara.

La maestra no lograba acostumbrarse a la manera en que el resto de los estudiantes la miraba, como si estuviera hablando en un idioma desconocido. Por esa razón, ella solía darle la clase a la primera fila, donde se sentaba Alex.

La señora Peters era una mujer alta y delgada que siempre usaba vestidos con estampados parecidos a los de un sofá viejo. Su cabello era oscuro y ondulado y lo llevaba perfectamente recogido sobre su cabeza, como si fuera un sombrero (sus alumnos a menudo pensaban que era uno). Detrás de un par de lentes gruesos, sus ojos estaban fruncidos todo el tiempo, debido a todas aquellas miradas sentenciosas que les había dado a sus alumnos a lo largo de los años.

–Lamentablemente, estas historias atemporales ya no son relevantes para nuestra sociedad –dijo la señora Peters–. Intercambiamos sus valiosas enseñanzas por opciones de entretenimiento mezquinas como la televisión o los videojuegos. Ahora los padres permiten que caricaturas detestables y películas violentas influencien a sus hijos.

»La única exposición que tienen algunos niños a los cuentos son versiones corrompidas por las productoras cinematográficas. Las “adaptaciones” de los cuentos de hadas suelen estar despojadas de cualquier moraleja que las historias originalmente querían transmitir, y las lecciones son reemplazadas por animales del bosque que bailan y cantan. ¡Hace poco leí que están filmando una película que muestra a Cenicienta como una cantante de hip hop que quiere alcanzar el éxito y otra en la que la Bella Durmiente es una princesa guerrera que pelea contra zombies!

–Genial –susurró un alumno sentado detrás de Alex.

La chica negó con la cabeza. Escucharlo le causaba un gran sufrimiento. Intentó compartir su indignación con sus compañeros, pero, lamentablemente, su preocupación no fue recíproca.

–Me pregunto si el mundo sería un lugar diferente si todos conocieran estos cuentos en la forma en que los hermanos Grimm y Hans Christian Andersen querían que se los conocieran –dijo la señora Peters–. Me pregunto si las personas aprenderían del corazón roto de La Sirenita cuando muere al final de su verdadera historia. Me pregunto si existirían tantos secuestros si los niños supieran los verdaderos peligros que tuvo que enfrentar Caperucita Roja. Me pregunto si los criminales tendrían el mismo comportamiento si supieran las consecuencias que sufrió Ricitos de Oro por lo que le hizo a los tres osos.

»Hay mucho que podemos aprender para ser precavidos en el futuro si abrimos los ojos a las enseñanzas pasadas. Tal vez, si siguiéramos las enseñanzas de los cuentos de hadas tanto como nos fuera posible, nos sería más fácil encontrar nuestro propio “felices por siempre”.

Si las cosas fueran como Alex quería, la señora Peters recibiría un aplauso ensordecedor como recompensa al terminar cada clase. Desgraciadamente, lo único que obtenía era un suspiro general de alivio de parte de los alumnos, agradecidos de que hubieran terminado.

–Vamos a ver qué tanto saben sobre los cuentos de hadas –dijo la maestra con una sonrisa mientras comenzaba a caminar por el aula–. En Rumpelstilskin, ¿qué le dijo el padre de la doncella al rey sobre lo que su hija podía hacer con la paja? ¿Alguien lo sabe?

La señora Peters observó a los alumnos como si fuera un tiburón que buscaba peces heridos. Solo un alumno levantó la mano.

–¿Sí, señorita Bailey?

–Le dijo que su hija era capaz de hilar la paja y transformarla en oro –respondió Alex.

–Muy bien, señorita Bailey –repuso la señora Peters. Si tuviera un alumno favorito, aunque jamás admitiría tener uno, ella sería la elegida.

Alex siempre tenía ansias de complacer a los demás. Era la definición de un ratón de biblioteca. Sin importar cuál fuera el momento del día –antes de la escuela, durante la escuela, después de la escuela, antes de irse a dormir–, siempre estaba leyendo. Tenía sed de conocimiento y, por eso, solía ser la primera en responder las preguntas en clase.

Cada vez que tenía la oportunidad, hacía todo lo posible para causarle una buena impresión a sus compañeros, esforzándose al máximo en cada informe de lectura y en las presentaciones orales que le asignaban. Sin embargo, esta actitud molestaba al resto de los alumnos y hacía que se burlaran de ella.

Escuchaba de forma constante cómo las otras niñas se mofaban de ella a sus espaldas. Pasaba la hora del almuerzo sola debajo de algún árbol, con un libro de la biblioteca abierto sobre el regazo. Aunque nunca se lo dijera a nadie, Alex se sentía tan sola que a veces le causaba dolor.

–¿Quién puede decirme cuál fue el trato que hizo la doncella con Rumpelstilskin?

Alex esperó un minuto antes de levantar la mano. No quería ser la típica consentida de la maestra.

–¿Sí, señorita Bailey?

–La doncella le prometió que, a cambio de transformar la paja en oro, ella le entregaría su primer hijo cuando se convirtiera en reina –explicó Alex.

–Qué trato poco razonable –dijo un niño detrás de ella.

–¿Por qué querría ese enano viejo y aterrador un bebé? –preguntó una niña que estaba junto a él.

–Es obvio que no podía adoptar con un nombre como ese –añadió otro alumno.

–¿Se comió al bebé? –preguntó alguien, nervioso.

Alex se dio vuelta para enfrentar a sus pares desorientados.

–No están entendiendo el punto de la historia –dijo Alex–. Rumpelstilskin se aprovechó de la doncella porque ella necesitaba su ayuda. Es un cuento sobre las consecuencias de una mala negociación. ¿Qué estamos dispuestos a renunciar a largo plazo a cambio de obtener algo que necesitamos a corto plazo? ¿Entienden?

Si la señora Peters hubiera podido cambiar su expresión facial, su rostro habría transmitido un gran orgullo.

–Bien dicho, señorita Bailey. Debo decir que, después de tantos años como maestra, pocas veces he visto alumnos con un conocimiento tan profundo como...

De pronto, se oyó un fuerte ronquido que provenía del fondo de la clase. Un niño de la última fila estaba inclinado sobre el banco, babeando por la comisura de la boca, profundamente dormido.

Alex tenía un hermano mellizo, y eran momentos como este los que le hacían desear no tenerlo.

La señora Peters desvió la atención hacia él, como un imán que se adhiere a un refrigerador.

–¿Señor Bailey? –llamó la señora Peters.

Él continuó roncando.

–¿Señor Bailey? –repitió la señora Peters mientras se inclinaba hacia él.

Volvió a emitir un ronquido profundo. Algunos alumnos se preguntaban cómo era posible que semejante sonido saliera de él.

–¡Señor Bailey! –le gritó la maestra en el oído.

Como si alguien le hubiera puesto un explosivo debajo del asiento, Conner Bailey se despertó sobresaltado, y casi tiró el banco al suelo.

–¿Dónde estoy? ¿Qué pasó? –preguntó Conner asustado y confundido. Sus ojos recorrieron el aula rápidamente mientras su cerebro trataba de recordar dónde se encontraba.

Al igual que su hermana, sus ojos eran azul brillante y el cabello, rubio rojizo. Tenía la cara redonda y con pecas y, en ese momento, una de sus mejillas estaba aplastada en un costado y parecía uno de esos perros arrugados cuando se levantan de la siesta.

Alex no podía sentirse más avergonzada por su hermano. Si bien compartían los rasgos y la fecha de nacimiento, eran completamente diferentes. Conner tenía muchos amigos, pero, a diferencia de su hermana, tenía problemas en la escuela... sobre todo para mantenerse despierto.

–Me alegra mucho que se nos haya vuelto a unir, señor Bailey –dijo con severidad la señora Peters–. ¿Descansó bien?

Conner se puso de un color rojo brillante.

–Lo siento mucho, señora Peters –se disculpó, tratando de sonar lo más sincero posible–. A veces, cuando habla por mucho tiempo, se me cierran los ojos. Sin ofender. No puedo evitarlo.

–Se queda dormido en mi clase por lo menos dos veces por semana –le recordó la señora Peters.

–Bueno, es que de verdad habla mucho –antes de que pudiera contener las palabras, supo que no estaba bien decir lo que dijo. Algunos alumnos tuvieron que ponerse las manos sobre la boca para evitar reírse.

–Le aconsejo que se mantenga despierto mientras doy clase, señor Bailey –lo amenazó la señora Peters. Conner jamás había visto a alguien entrecerrar tanto los ojos sin llegar a cerrarlos–. A menos que tenga el conocimiento necesario sobre los cuentos de hadas para dar la clase usted mismo –añadió la maestra.

–Probablemente lo tenga –dijo Conner. De nuevo habló sin pensar–. Quise decir que sé bastante sobre el tema, nada más.

–¿De verdad? –la maestra jamás se había echado para atrás ante un desafío, y la peor pesadilla de cualquier alumno era que ella lo desafiara–. De acuerdo, señor Bailey, ya que sabe tanto, responda esta pregunta.

Conner tragó con dificultad.

–En la historia original de La Bella Durmiente, ¿cuántos años duerme la princesa antes de que la despierte el primer beso de su amor verdadero? –preguntó la señora Peters, estudiando su expresión.

Todos los ojos estaban puestos en él, impacientes por ver el mínimo indicio de que no sabía la respuesta. Pero afortunadamente para Conner, sí la sabía.

–Cien años –respondió–. La Bella Durmiente estuvo cien años dormida. Es por eso que los terrenos del castillo estaban cubiertos de enredaderas y plantas, porque la maldición afectó a todos los habitantes del reino y no había nadie disponible para ocuparse de la jardinería.

La señora Peters no sabía qué decir ni qué hacer. Lo miró con el ceño fruncido, profundamente sorprendida. Esta era la primera vez que él daba la respuesta correcta cuando ella lo ponía en un aprieto y, claramente, no se lo esperaba.

–Intente permanecer consciente, señor Bailey. Por suerte para usted, utilicé esta mañana la última ficha de castigo que me quedaba, pero siempre puedo pedir más –lo amenazó, y luego se dirigió de inmediato hacia el frente del aula para continuar con la clase.

Conner suspiró aliviado, y el color rojo abandonó su rostro. Sus ojos se cruzaron con los de su hermana; incluso ella estaba sorprendida de que hubiera dado la respuesta correcta. Alex no esperaba que su hermano tuviera recuerdo de los cuentos de hadas...

–Ahora, chicos, saquen sus libros de Literatura, vayan a la página 170, y lean Caperucita Roja en silencio –indicó la señora Peters.

Los alumnos hicieron lo que les pidió. Conner se puso lo más cómodo que pudo en su banco y comenzó a leer. La historia, los dibujos y los personajes le resultaban muy familiares.

Una de las cosas que más les gustaba a Alex y a Conner de pequeños eran los viajes para visitar a su abuela. Vivía en las montañas, en el corazón del bosque, en una pequeña casa que podría describirse como una cabaña, si es que aún existía algo así.

Era un viaje largo, que duraba un par de horas en auto, pero los mellizos disfrutaban cada minuto. A medida que se acercaban por la carretera ventosa que atravesaba una infinidad de árboles, la expectativa crecía cada vez más, y al cruzar un puente amarillo, ambos exclamaban entusiasmados: “¡Ya casi llegamos! ¡Ya casi llegamos!”.

Una vez que estaban allí, su abuela los recibía en la puerta con los brazos abiertos y los abrazaba tan fuerte que apenas podían respirar.

–¡Qué grandes que están! ¡Han crecido tanto desde la última vez que los vi! –exclamaba, aunque no fuera cierto, y luego los hacía entrar a la casa, donde una gran cantidad de galletas recién horneadas los esperaba.

El padre de los mellizos había crecido en el bosque y pasaba horas contándoles las aventuras que había tenido en su niñez: todos los árboles que había trepado, todos los ríos en los que había nadado, y todos los animales feroces de los que apenas había podido escapar. La mayoría de sus anécdotas eran muy exageradas, pero a ellos les encantaba escucharlas y pasar tiempo con él, más que nada en el mundo.

–Algún día, cuando hayan crecido, los llevaré a todos los lugares secretos en los que jugaba –bromeaba el padre. Era un hombre alto con ojos amables que se arrugaban cuando sonreía, y lo hacía bastante, especialmente cuando bromeaba con los niños.

A la noche, la madre de Alex y Conner ayudaba a la abuela a preparar la cena y, después de comer, apenas terminaban de lavar los platos, toda la familia se sentaba alrededor de la chimenea. La abuela abría su gran libro de cuentos y, junto al padre, se turnaban para leerles cuentos de hadas hasta que se quedaban dormidos. A veces, la familia Bailey se quedaba despierta hasta el amanecer.

Contaban los cuentos con tantos detalles y tanta pasión que a los chicos no les importaba cuántas veces habían escuchado la misma historia. Eran los mejores recuerdos que un niño podría pedir.

Desgraciadamente, no habían vuelto a la cabaña de su abuela por un largo tiempo...

–¡SEÑOR BAILEY! –gritó la señora Peters. Conner se había quedado dormido otra vez.

–¡Lo siento, señora Peters! –vociferó sentándose derecho como un soldado en guardia. Si las miradas matasen, el chico habría muerto por el ceño fruncido que le dedicó la maestra.

–¿Qué les pareció la historia de la verdadera Caperucita Roja? –preguntó la maestra a la clase.

Una niña con pelo ondulado y aparatos gruesos alzó la mano.

–Señora Peters –dijo–, estoy confundida.

–¿Y por qué está confundida? –exclamó la maestra, como si estuviera preguntando: “¿Qué cosa podría confundirte, idiota?”.

–Porque este libro dice que el Cazador mató al Gran Lobo Feroz –explicó la niña de rulos–. Yo siempre creí que el lobo solo estaba enojado porque el resto de los lobos se burlaba de su hocico, y que él y Caperucita Roja se hacían amigos al final. Al menos eso es lo que sucedía en los dibujos animados que miraba cuando era pequeña.

La señora Peters puso los ojos tan en blanco que podría haber visto lo que había detrás de ella.

–Eso –respondió apretando la mandíbula– es exactamente el motivo por el cual estamos teniendo esta clase.

La niña de rulos abrió mucho los ojos y se puso triste. ¿Cómo era posible que algo tan querido por ella fuera tan malo?

–De tarea –dijo la maestra, y el aula entera se hundió en los asientos–, tendrán que elegir su cuento de hadas favorito y escribir un ensayo, para mañana, sobre la verdadera lección que el cuento intenta darnos.

La señora Peters fue hasta su escritorio, y los alumnos comenzaron a trabajar en su tarea en el poco tiempo que les quedaba de clase.

–¿Señor Bailey? –la maestra llamó a Conner para que se acercara al escritorio–. Venga.

Conner estaba en serios problemas, y lo sabía. Se levantó con cuidado y caminó hacia el escritorio de la maestra. El resto de los alumnos lo miraba con lástima mientras caminaba, como si estuviese por ser ejecutado.

–¿Sí, señora Peters? –preguntó.

–Estoy intentando ser muy comprensiva ante su situación familiar–explicó la maestra, mirándolo por encima del marco de sus lentes.

Situación familiar. Dos palabras que Conner había escuchado demasiadas veces en el último año.

–Sin embargo –continuó la señora Peters–, hay cierto comportamiento que simplemente no voy a tolerar en mi aula. Se queda dormido de forma constante en clase y no presta atención, sin mencionar que sus calificaciones son muy bajas. Su hermana parece estar llevándolo bien. Tal vez pueda seguir su ejemplo, ¿no?

Esa comparación se sentía como una patada en el estómago cada vez que alguien la hacía. Era cierto, Conner no se parecía en nada a su hermana, y siempre se lo castigaba por ese motivo.

–Si su comportamiento no cambia, me veré obligada a tener una reunión con su madre, ¿entiende? –le advirtió la señora Peters.

–Sí, señor, ¡digo señora! ¡Quise decir señora! Lo siento –no era uno de sus mejores días.

–De acuerdo, entonces. Puede sentarse.

Conner caminó con lentitud hacia su asiento, con la cabeza un poco más baja que en el resto del día. Lo que más odiaba de todo era sentirse un fracaso.

Alex había observado la conversación entre su hermano y la maestra. Si bien siempre la hacía pasar vergüenza, sintió mucha lástima por él, del modo en el que solo una hermana podía hacerlo.

Hojeó su libro de Literatura para decidirse sobre qué historia iba a escribir. Las imágenes no eran tan coloridas ni emocionantes como las que había en el libro de la abuela, pero al ver a los personajes sobre los que había crecido leyendo, se sintió como en casa; un sentimiento que se había convertido hacía poco en una rareza.

Si los cuentos de hadas fueran reales, pensó. Alguien podría mover una varita y mágicamente lograr que todo vuelva a ser como antes.

Capítulo dos

El camino más largo a casa

–Me entusiasma tanto esta clase –le dijo Alex a Conner mientras caminaban de regreso a casa desde la escuela. Conner estaba acostumbrado a oír esa frase, que, por lo general, era la señal para que él dejara de escuchar a su hermana.

»La señora Peters tenía razón en lo que dijo, sabes –continuó emocionada, diciendo una palabra por segundo–. ¡Piensa en todo lo que se pierden los niños cuando no están expuestos a los cuentos de hadas! ¡Debe ser horrible! ¿No te sientes realmente mal por ellos? Oye Conner, ¿me estás escuchando?

–Sí –respondió, con la atención puesta en el caparazón de caracol abandonado que pateaba mientras caminaban.

–¿Puedes imaginarte una infancia sin conocer a todos esos personajes y lugares? –prosiguió Alex–. Somos tan afortunados de que papá y la abuela se hayan encargado de leernos cuentos cuando éramos niños.

–Qué suerte... –asintió Conner, aunque no sabía exactamente en qué estaba de acuerdo.

Todos los días después de la escuela, los mellizos Bailey caminaban juntos de regreso a casa. Vivían en un barrio encantador que se encontraba rodeado de más barrios encantadores que, al mismo tiempo, estaban rodeados de otro grupo de barrios encantadores. Era un mar de suburbios, donde cada casa era similar a la de al lado, pero única y diferente a la vez.

Para pasar el tiempo mientras caminaban, Alex compartía con su hermano todo lo que se le cruzaba por la cabeza: pensamientos y preocupaciones, un resumen de todo lo que había aprendido en el día y lo que planeaba hacer en cuanto llegara a casa. Por más molesta que le parecía a Conner esta rutina diaria, sabía que él era la única persona en el mundo con la que su hermana podía hablar, así que hacía su mayor esfuerzo por escucharla. Pero escuchar nunca había sido su punto fuerte.

–¿Cómo decidiré sobre qué historia escribir?¡Es muy difícil elegir una! –exclamó Alex, aplaudiendo con entusiasmo–. ¿Sobre cuál vas a escribir tu ensayo?

–Ehhh... –dijo Conner, levantando rápido la vista del suelo. Tuvo que rebobinar mentalmente la conversación para recordar cuál era la pregunta.

»Pedro y el lobo –exclamó. Eligió el primer cuento que se le ocurrió.

–No puedes elegir ese –dijo Alex, negando con la cabeza–. ¡Es la opción obvia! Tienes que elegir uno más desafiante si quieres impresionar a la señora Peters, uno que tenga un mensaje oculto que no esté tan a la vista.

Conner suspiró. Siempre era más fácil seguirle la corriente a su hermana en lugar de discutir con ella, pero a veces la discusión era inevitable.

–De acuerdo, elijo La bella durmiente –decidió.

–Una opción interesante –dijo Alex intrigada–. ¿Cuál es en tu opinión la lección de la historia?

–No molestes a tus vecinos, supongo –respondió Conner.

Alex lanzó un gruñido de desaprobación.

–¡Estoy hablando en serio, Conner! Esa no es la lección de La bella durmiente –lo regañó su hermana.

–Claro que es esa –explicó Conner–. Si el rey y la reina hubieran invitado a esa hechicera demente a la fiesta de su hija, nada hubiera sucedido.

–No podrían haber evitado lo que sucedió –dijo Alex–. Esa hechicera era malvada y es probable que de todos modos hubiera maldecido a la princesa. La bella durmiente es sobre intentar evitar lo inevitable. Sus padres intentaron protegerla y quemaron todas las ruecas del reino. La protegieron tanto que ni siquiera ella supo cuál era el peligro, y se pinchó el dedo con el primer huso que vio.

Conner consideró esta posibilidad y negó con la cabeza. Su versión le gustaba mucho más.

–No estoy de acuerdo –replicó–. He visto cómo te pones cuando alguien no te invita a algún lado y, en esos casos, también sueles verte como alguien que podría maldecir a un bebé.

Alex le lanzó una mirada asesina a Conner que hubiera enorgullecido a la señora Peters.

–Si bien no existe algo semejante a una interpretación errónea, debo decir que eso es definitivamente un error de comprensión –dijo Alex.

–Solo digo que tengas cuidado a quién ignoras –explicó Conner–. Siempre pensé que los padres de la Bella Durmiente tenían merecido lo que les pasó.

–¿Eh? –indagó Alex–. ¿Entonces asumo que crees que Hansel y Gretel también tenían merecido lo que les pasó?

–Sí –respondió Conner, sintiéndose inteligente–. ¡Y la bruja también!

–¿Por qué? –preguntó Alex.

–Porque –explicó Conner con una sonrisa de autosuficiencia en el rostro–, si vas a vivir en una casa hecha de dulces, no te puedes mudar al lado de unos niños obesos. A muchos de los personajes de los cuentos de hadas les falta sentido común.

Alex soltó otro gruñido de desaprobación. Conner creyó que podía sacarle por lo menos cincuenta gruñidos más antes de que llegaran a casa.

–¡La bruja no era su vecina! ¡Vivía en las profundidades del bosque! Recuerda que tuvieron que dejar un rastro de migas de pan para encontrar el camino de regreso. Y justamente la casa de dulces estaba hecha así para atraer a los niños. ¡Estaban muertos de hambre! –le recordó Alex–. Al menos, asegúrate de conocer todos los hechos antes de criticar la historia.

–Si estaban muertos de hambre, ¿por qué desperdiciaron migas de pan? –preguntó Conner–. A mi entender, eran un par de niños que buscaban problemas.

Alex gruñó otra vez.

–Y según tu mente desquiciada, ¿cuál es la lección de Ricitos de Oro y los tres osos? –lo desafió.

–Fácil –dijo Conner–. ¡Cierra las puertas con llave! Hay ladrones de todas las formas y tamaños. No se puede confiar ni en las niñas pequeñas con ricitos.

Alex soltó otro gruñido y se cruzó de brazos. Intentó con todas sus fuerzas no reírse; no quería validar la opinión de su hermano.

–¡El cuento de Ricitos de Oro es sobre las consecuencias! La señora Peters lo dijo –exclamó. Aunque Alex nunca lo admitiría, a veces era divertido discutir con su hermano–. ¿Y sobre qué crees que trata Jack y los frijoles mágicos? –preguntó Alex.

Conner lo meditó un momento y sonrió con picardía.

–Los frijoles en mal estado pueden causar algo más que indigestión –respondió, riéndose a carcajadas.

Alex presionó sus labios para esconder una sonrisa.

–¿Y cuál es la lección de Caperucita Roja? –indagó–. ¿Crees que ella debería haberle enviado por correo la canasta a su abuela?

–¡Ahora sí estás usando la cabeza! –dijo él–. Aunque siempre me dio lástima Caperucita. Es obvio que sus padres no la querían mucho.

–¿Por qué dices eso? –preguntó Alex, sin saber cómo era posible que su hermano hubiese hecho esa interpretación de la historia.

–¿Quién envía a su hija a cruzar un bosque oscuro en el que vive un lobo, con una canasta de comida recién hecha y vistiendo una capa tan llamativa? –exclamó Conner–. ¡Prácticamente esperaban que la devorara! ¡Debe haber sido una niña muy molesta!

Alex reprimió una carcajada con todas sus fuerzas, pero, para placer de Conner, se le escapó una risita.

–Yo sé que en el fondo estás de acuerdo conmigo –dijo Conner, golpeando suavemente el hombro de Alex.

–Conner, las personas como tú son las que arruinan los cuentos de hadas para el resto del mundo –Alex se obligó a borrar la sonrisa de su rostro–. La gente hace chistes sobre los cuentos y, de repente, todo el mensaje de la historia se... se... pierde.

Alex se detuvo de repente. Todo el color de su rostro se desvaneció con lentitud. Algo en la calle de enfrente le había llamado la atención, algo muy decepcionante.

–¿Qué sucede? –preguntó Conner, girando para mirar a su hermana.

Alex tenía la vista fija en una casa grande. Era adorable, pintada de color azul con detalles en blanco y muchas ventanas. El jardín de la entrada era perfecto; tenía la cantidad necesaria de césped, áreas con flores coloridas y un gran roble que era ideal para trepar.

Si una casa pudiera sonreír, esta tendría una sonrisa de oreja a oreja.

–Mira –dijo Alex, señalando un cartel con las palabras “En venta” que estaba junto al roble. Una cinta de un rojo brillante con la palabra vendida había sido agregada hacía poco al cartel.

»Se vendió –comentó Alex, negando lentamente con la cabeza, sin poder creer lo que veía.

»Se vendió –repitió, deseando que no fuera cierto.

El poco color presente en el rostro de Conner también se desvaneció. Los mellizos contemplaron la casa en silencio por un momento, sin saber qué decirse.

–Ambos sabíamos que esto iba a pasar eventualmente –dijo Conner.

–Entonces, ¿por qué me siento tan sorprendida? –preguntó con suavidad la chica–. Supongo que había estado en venta por tanto tiempo que creí que estaba... Ya sabes... esperándonos.

Conner vio cómo los ojos de su hermana se llenaban de lágrimas, a través de sus propios ojos húmedos.

–Vamos, Alex –exclamó Conner y continuó caminando–. Vámonos a casa.

Miró la propiedad por un segundo más y después siguió a su hermano. Esa casa era solo una de las cosas que la familia Bailey había perdido hacía poco...

Hace un año, apenas unos días antes del cumpleaños número once, el padre de Alex y Conner murió en un accidente de tránsito mientras regresaba a casa del trabajo. Él era el dueño de una librería llamada Los libros del señor Bailey, que estaba cerca de su casa, pero solo se necesitaron unas pocas calles para que tuviera lugar un gran accidente.

Los mellizos y su madre habían estado esperándolo ansiosos en la mesa, listos para cenar, cuando recibieron una llamada, en la que les informaron que su padre no regresaría a casa esa noche ni ninguna de las noches sucesivas. Él nunca había llegado tarde a la cena y por eso, en cuanto sonó el teléfono, todos supieron que algo malo había sucedido.

Alex y Conner jamás pudieron olvidar la expresión en el rostro de su madre cuando atendió el teléfono; una expresión que les dijo sin una palabra que sus vidas jamás volverían a ser las mismas. Nunca la habían visto llorar como lo hizo esa noche.

Todo sucedió tan rápido después de ese momento que les era difícil recordar el orden en el que había ocurrido todo.

Recordaban a su madre haciendo miles de llamadas telefónicas y lidiando con mucho papeleo; su abuela había venido a cuidarlos mientras su madre se encargaba de los preparativos para el funeral. Recordaban cómo habían tomado a su madre de la mano mientras caminaban por el pasillo de la iglesia, en el funeral. Recordaban flores blancas y velas y todas las expresiones tristes en los rostros de todos los que habían asistido, a medida que caminaban. Recordaban toda la comida que les habían mandado y que les decían cuánto lamentaban lo sucedido.

No recordaron su cumpleaños número once, porque nadie se acordó.

Los mellizos recordaban lo fuertes que habían sido por ellos su abuela y su madre en los meses siguientes. Se acordaban de su madre explicándoles por qué tenían que vender la librería. Recordaron que, con el tiempo, su madre ya no podía mantener su hermosa casa azul, y que tuvieron que mudarse a una casa alquilada que estaba un poco más alejada.

Recordaban que la abuela se fue después de que se hubieran instalado en su nueva y pequeña casa. Recordaban regresar al colegio y la sensación de falsa normalidad que tenían, pero sobre todo, los mellizos recordaban no entender por qué había tenido que suceder todo eso.

Pasó un año entero, y aún no lo comprendían. Varias personas les habían dicho que sería más fácil sobrellevarlo con el tiempo, pero ¿a cuánto tiempo se referían? La pérdida de su padre parecía hacerse cada día más profunda. Lo extrañaban tanto que a veces esperaban que la tristeza les desbordara el cuerpo.

Extrañaban su sonrisa, extrañaban su alegría y extrañaban sus historias...

Cada vez que Alex había tenido un día particularmente malo en la escuela, lo primero que hacía al llegar a casa era subirse a la bicicleta y pedalear hasta el negocio de su papá. Corría a través de la puerta principal, lo encontraba y le decía: “Papi, necesito hablar contigo”.

No importaba si estaba ayudando a un cliente u ordenando libros nuevos en los estantes, el señor Bailey siempre dejaba lo que estaba haciendo, llevaba a su hija al depósito en el fondo de la librería, y escuchaba lo que le había sucedido.

–¿Qué sucede, cariño? –le preguntaba con grandes ojos preocupados.

–Tuve un día muy malo hoy, papi –le había dicho Alex en una ocasión.

–¿Siguen burlándose de ti los otros niños? –preguntó–.Puedo llamar a la escuela y pedirle a tu maestra que hable con ellos.

–Eso no va a solucionar nada –dijo Alex sorbiéndose la nariz–. Al molestarme públicamente están llenado un vacío de inseguridad causado por el abandono social y doméstico.

–Entonces, cariño, ¿quieres decir que solo están celosos? –preguntó el señor Bailey rascándose la cabeza.

–Exacto –respondió Alex–. Hoy leí en la biblioteca, durante el almuerzo, un libro de psicología que explicaba la situación.

El señor Bailey dejó escapar una risa orgullosa. La inteligencia de su hija lo fascinaba constantemente.

–Creo que eres demasiado inteligente para tu propio bien, Alex –comentó.

–A veces quisiera ser igual a todos los demás –confesó Alex–. Estoy cansada de estar sola, papi. Si ser inteligente y una buena alumna significa que nunca tendré amigos, entonces quisiera ser más como Conner.

–Alex, ¿te he contado alguna vez la historia del Árbol Sinuoso? –preguntó el señor Bailey.

–No –respondió Alex.

Al señor Bailey se le iluminó la mirada. Siempre le pasaba cuando estaba a punto de contar una historia.

–Bueno –comenzó–, un día, cuando era muy joven, me encontraba caminando por el bosque y vi algo muy peculiar. Era un árbol perenne, pero era diferente a cualquier otro que hubiera visto: en vez de crecer hacia arriba en forma recta, su tronco se curvaba y crecía en espirales como una gran enredadera.

–¿Cómo? –preguntó Alex cautivada–. Eso es imposible. Las plantas perennes no crecen así.

–Tal vez alguien se olvidó de decirle eso al árbol –dijo el señor Bailey–. Bueno, un día los leñadores aparecieron y talaron cada árbol que estaba en la zona; todos menos el Árbol Sinuoso.

–¿Por qué? –preguntó Alex.

–Porque creyeron que era inútil –respondió su padre–. No se puede construir una mesa, una silla ni un armario con esa madera. Sabes, el Árbol Sinuoso debe haberse sentido distinto de otros árboles, pero su singularidad fue lo que lo salvó.

–¿Qué le sucedió al Árbol Sinuoso? –preguntó Alex.

–Todavía está en pie –dijo el señor Bailey con una sonrisa–. Está creciendo cada vez más alto y más sinuoso.

Una sonrisa pequeña se dibujó en la cara de Alex.

–Creo que ya entiendo lo que quieres decirme, papi –exclamó.

–Me alegro –dijo el señor Bailey–. Ahora todo lo que tienes que hacer es esperar a que vengan los leñadores a derribar a todos tus pares.

Alex se rio por primera vez durante el día. El señor Bailey siempre sabía cómo levantarle el ánimo.

Los mellizos tardaban el doble de tiempo en llegar desde que se habían mudado a la casa alquilada. Era una casa aburrida con paredes oscuras y el suelo plano. Tenía pocas ventanas, y el jardín delantero consistía en un terreno de césped que apenas estaba vivo, porque los regadores no funcionaban.

El hogar de los Bailey era acogedor, pero estaba atestado de cosas. Tenían más muebles que lugar disponible, y ninguno combinaba con la casa porque no se suponía que lo hicieran. Aunque habían vivido allí por más de medio año, aún había cajas sin desempacar alineadas contra las paredes.

Ninguno de ellos quería abrirlas; ninguno quería admitir que iban a quedarse allí por tanto tiempo como en realidad ocurrió.

Los mellizos se dirigieron inmediatamente al piso de arriba y entraron a sus respectivas habitaciones. Alex se sentó en su escritorio y comenzó a hacer la tarea. Su hermano se recostó en la cama y se quedó dormido.

Cualquiera hubiera pensado que la habitación de Alex era una biblioteca, si no fuera por la cama color amarillo brillante que estaba apartada en una esquina. Estanterías de todos los tamaños imaginables delineaban la habitación y contenían todo tipo de libros, desde novelas cortas hasta enciclopedias.

La habitación de Conner se parecía a una cueva, en la que hibernaba cada vez que podía. Estaba poco iluminada y desordenada; se podían divisar sectores de la alfombra, debajo de las pilas de ropa sucia. Un emparedado de queso a medio comer descansaba sobre el suelo y había permanecido allí por demasiado tiempo como para que cualquiera se quedara tranquilo.

Alrededor de una hora más tarde, los mellizos escucharon unos ruidos que significaban que su madre había pasado a visitarlos desde el trabajo, por lo que bajaron para reunirse con ella en la cocina. Estaba sentada en la mesa mientras hablaba por teléfono y hojeaba una pila de sobres que acababa de recoger del buzón.

Charlotte Bailey era una mujer muy bonita que tenía cabello rojo y pecas en su piel, un rasgo que los mellizos habían, sin duda alguna, heredado de ella. Tenía un gran corazón bondadoso y amaba a sus hijos más que a nada en el mundo.

Por desgracia, últimamente apenas la veían.

Era enfermera de niños en el hospital local y se veía obligada a trabajar constantemente en doble turno para mantener a la familia desde la muerte de su esposo. La señora Bailey se marchaba antes de que los mellizos se despertaran cada mañana y volvía a casa luego de que los niños se fueran a dormir. El único momento en el que estaba en casa y en el que podía pasar tiempo con ellos era durante el breve almuerzo y los recreos para cenar.

La señora Bailey amaba su trabajo y amaba ocuparse de los niños en el hospital, pero odiaba que le sacara tiempo para compartir con los suyos. En cierto modo, los mellizos sentían que habían perdido tanto a su madre como a su padre después del accidente.

–Hola, chicos –les dijo la señora Bailey tapando el teléfono con la mano–. ¿Tuvieron un buen día en la escuela?

Alex asintió. Conner le dedicó dos pulgares arriba con un entusiasmo exagerado.

–Sí, puedo hacer doble turno este lunes –dijo en el teléfono, hablando con alguien del hospital–. No hay problema –mintió.

La mayoría de los sobres que había estado hojeando tenían unos stickers de un rojo brillante que decían Último aviso o Pendiente de pago. Aun trabajando la cantidad de horas que ella hacía, a veces tenía que ser creativa con el dinero. Puso los sobres boca abajo sobre la mesa para evitar que los mellizos los vieran.

–Gracias –dijo la señora Bailey en el teléfono y colgó. Miró a sus hijos–. ¿Cómo están, chicos?

–Bien –respondieron ambos tranquilamente.

La mamintuición de la señora Bailey se encendió. Sabía que algo estaba preocupando a sus hijos.

–¿Qué sucede? –les preguntó estudiándoles el rostro–. Parecen algo tristes.

Intercambiaron miradas, dudando de qué decir. ¿Sabía su madre sobre su casa anterior? ¿Debían contárselo?

–Vamos –dijo la señora Bailey–. ¿Qué ocurre? Pueden contarme lo que sea.

–No estamos decepcionados –respondió Conner–. Sabíamos que iba a pasar tarde o temprano.

–¿A qué te refieres? –preguntó su madre.

–Se vendió la casa –dijo Alex–. La vimos hoy cuando volvíamos de la escuela.

Pasó un minuto antes de que alguien hablara. Esta noticia no era nueva para la señora Bailey, pero los mellizos podían darse cuenta de que su madre estaba tan decepcionada como ellos al respecto y que ella esperaba que no lo notaran.

–Ah, eso –dijo la señora Bailey restándole importancia–. Sí, lo sé. De todos modos, no tienen que estar tristes por eso. Encontraremos una casa más grande y mejor, en cuanto nos pongamos al día con las cosas de aquí.

Y eso fue todo. La señora Bailey no era una buena mentirosa, y los mellizos tampoco. Sin embargo, Alex y Conner siempre sonreían y asentían junto con ella.

–¿Qué aprendieron hoy en la escuela? –les preguntó su madre.

–Muchísimo –declaró Alex con una sonrisa enorme.

–No tanto –murmuró Conner con el ceño fruncido.

–¡Eso es porque te quedaste dormido en clase de nuevo!

Conner le dedicó una mirada asesina a su hermana.

–Ay, Conner, ¿otra vez? –preguntó su madre, negando con la cabeza–. ¿Qué vamos a hacer contigo?

–¡No es mi culpa! –replicó él–. Las clases de la señora Peters me duermen. ¡Solo pasa! Es como si mi cerebro se apagara o algo así. A veces ni siquiera mi truco de la bandita elástica funciona.

–¿Truco de la bandita elástica? –preguntó la señora Bailey.

–Uso una bandita en la muñeca y, cada vez que tengo sueño, tiro de ella para que me golpee –explicó Conner–. ¡Estaba seguro de que era a prueba de tontos!

La señora Bailey negó con la cabeza, más entretenida que otra cosa.

–Bueno, no olvides lo afortunado que eres de poder estar en ese aula –dijo ella con una mirada generadora de culpa, típica de las madres–. A todos los niños del hospital les encantaría más que nada cambiar lugares contigo e ir a la escuela todos los días.

–Cambiarían de opinión si conocieran a la señora Peters –masculló Conner.

El teléfono sonó justo cuando la señora Bailey estaba por continuar regañando a su hijo.

–¿Hola? –dijo ella atendiendo la llamada. Las líneas de expresión de su frente se marcaron visiblemente–. ¿Mañana? No, tiene que haber un error. Les dije que no podía trabajar mañana; es el cumpleaños número doce de los mellizos y estaba planeando pasar la noche con ellos.

Alex y Conner se miraron con la misma expresión de sorpresa. Por poco se habían olvidado que cumplían doce al día siguiente. Por poco...

–¿Estás seguro de que no hay nadie que pueda cubrir ese turno? –preguntó la señora Bailey, con un tono de voz que sonó más desesperado de lo que quería–. No, entiendo... Sí, por supuesto... Estoy al tanto del recorte de personal... Nos vemos mañana.

La Señora Bailey colgó, cerró los ojos y soltó un suspiro profundo y decepcionante.

–Tengo malas noticias, chicos –les dijo–. Parece que tendré que trabajar mañana a la noche, así que no estaré aquí para su cumpleaños. ¡Pero se los recompensaré! Celebraremos juntos cuando vuelva del trabajo a la noche siguiente, ¿de acuerdo?

–No te preocupes, mamá –dijo Alex alegremente, tratando de hacerla sentir mejor–. Lo entendemos.