La tortura y el torturador - Rodrigo Dresdner Cid - E-Book

La tortura y el torturador E-Book

Rodrigo Dresdner Cid

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Análisis psiquiátrico de la DINA, policía secreta de la dictadura de Pinochet, y tres de sus más siniestros agentes: Manuel Contreras, Pedro Espinoza y Armando Fernández.

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© LOM ediciones Primera edición, marzo de 2023 Impreso en 1.000 ejemplares ISBN Impreso: 9789560016768 ISBN Digital: 9789560017192 RPI: 2023-a-772 Todas las publicaciones del área de Ciencias Sociales y Humanas de LOM ediciones han sido sometidas a referato externo. Edición, diseño y diagramación LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56–2) 2860 6800 [email protected] | www.lom.cl Diseño de Colección Estudio Navaja Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de gráfica LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Santiago de Chile

A mis padres, inquietos científicos que me enseñaron a interesarme, a pensar dos veces y a cuestionarme los fenómenos de la realidad. Y a mi esposa, por el apoyo, la paciencia y los tiempos concedidos para este ejercicio intelectual.

Soy una reina entre los esbirros; purgo a quien está manchado y mancho a quien no está manchado; soy considerada necesaria para conocer la verdad y nadie cree en lo que se dice por obra mía; los robustos encuentran en mí la salud, los débiles la ruina; las naciones cultas no se han servido de mí: mi imperio nació en los tiempos de las tinieblas; mi dominio no está fundado sobre las leyes, sino sobre las opiniones de algunos particulares.

(Curiosa adivinanza acerca de la tortura, que data del año 1764)

Estigmatizada, suprimida en las leyes, punido su uso, negada su aplicación, pervive en los hechos por la inercia y comodidad que domina a los encargados de investigar y descubrir los delitos para la satisfacción de su agresividad y de su sadismo.

Manuel de Rivacoba y Rivacoba, 1977

…todo acto por el cual se haya infligido intencionadamente a una persona dolores y sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales con el fin de obtener de ella o de un tercero, información o una confesión, castigarla por un acto que haya cometido o se sospeche que ha cometido, intimidar o coaccionar a una persona u otras, anular su personalidad o disminuir su capacidad física o mental, o por razones basadas en cualquier tipo de discriminación. Siempre cuando dichos dolores y sufrimientos se hayan cometido por un agente del Estado u otra persona a su servicio, o que actúe bajo su instigación, o con su consentimiento o aquiescencia.

Comisión Valech, 2004

Las torturas realizadas bajo el régimen de Pinochet pueden considerarse actos oficiales, porque no fueron ejercidas por sadismo.

Clare Montgomery, abogada de Pinochet,Londres, noviembre de 1998

Índice

1. El torturador: ¿nace o se hace?

2. La tortura en Chile

3. La organización de la tortura

4. Explorando en la mente de tres agentes de la DINA

Epílogo

Referencias bibliográficas

1. El torturador: ¿nace o se hace?

El lugar donde se da la ausencia absoluta del Bien no es una invención de los metafísicos alucinados. Al llegar a Auschwitz, lo primero en lo que se fija Primo Levi es en el letrero de la entrada: «Arbeit macht frei», «El trabajo te hace libre», versión cínica del «Abandonad toda esperanza» que leyera Dante antes de adentrarse en el Abismo. Esos sí son infiernos aterradores, los creados por la mano del hombre.

José Ovejero, 2009

El rey Ferrante de Nápoles inspiraba terror allí donde fuera. Acostumbraba a pasear todas las tardes por las mazmorras de su palacio, donde mantenía a sus enemigos encadenados en jaulas como de si de un zoológico humano se tratara. Cuando las almas de los prisioneros abandonaban sus cuerpos despedazados, Ferrante los hacía embalsamar, para recordar a aquellos que todavía se aferraban a la vida que él seguiría disfrutando de su sufrimiento.

Mario Puzo, Los Borgia, 2004

La tortura no constituye un fenómeno inédito en la historia de la Humanidad. Por el contrario, su registro cuenta con infinidad de pruebas acerca de su práctica, superando a la imaginación más prolífica. Son escasas aquellas civilizaciones que escapan a este fenómeno. La Grecia clásica y el Imperio Romano supieron de ella; asimismo otras importantes civilizaciones de la Eurasia antigua y medieval. En la Europa de los siglos XII y XIII fue el instrumento probatorio per se en los pleitos, siendo considerada la «reina de las pruebas» mediante la «confesión del acusado». Inocencio IV, en su condición de vicario de Cristo, firmó en el año 1252 la bula papal Ad extirpanda, donde se justificaba la tortura como herramienta para obtener la confesión en la persecución de la herejía. Los museos de la tortura de Ámsterdam y Praga, por nombrar algunos, son muestras de cómo en el Viejo Mundo esta práctica se constituyó en una institución probatoria en sociedades de notable desarrollo y cultura. En ambas capitales de marras, hoy en día, turistas pueden apreciar todo tipo de sofisticados artefactos producto de la inteligencia humana, cuyo fin no fue otro que ocasionar cruentos sufrimientos en personas incriminadas o sospechadas de alguna falta o crimen: una patente evidencia histórica de aquella práctica universalmente expandida; un procedimiento que «prestó utilidad» tanto a la justicia terrenal como divina en la investigación de comisión de delitos y pecados.

Los decretos y legislaciones prohibiéndola o intentando abolirla, por su parte, tampoco datan de periodos tan recientes. Allá por el siglo XVIII en Viena, la emperatriz María Teresa, mediante la promulgación de la Constitutio criminalis Theresiana, decretaba «la abolición de la tortura, con carácter general y sin limitación alguna para todos los estados que componen el Sacro Imperio Románico Germánico». Y hacia la segunda mitad de dicha centuria, casi la totalidad de los sistemas judiciales de la Europa occidental ya la habían abolido como método para obtener una confesión: un avance en esta materia.

Dos siglos más tarde, un 10 de septiembre de 1948, la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas proclamaba en París la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en la cual se condenaba a la tortura bajo todas sus formas, documento que sería ratificado en 1966 mediante el Pacto de Derechos Civiles y Políticos.

La primera definición universalmente consensuada respecto de esta cruel práctica apareció el año 1998 en el documento titulado Declaración contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes. Un año después, éste sería presentado ante la Alta Comisionada de las Naciones Unidas, pasando a ser universalmente conocido como Protocolo de Estambul1. Técnicamente se lo clasificó como Manual destinado para la investigación y documentación de la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos y degradantes. Lo mencionamos para efectos de este libro, puesto que dicho manual incluye un apartado, específicamente, referido a los «efectos psíquicos de la tortura».

Durante la etapa de la postguerra en el siglo XX, producto del pavoroso horror con que la experiencia del nazismo había sacudido al mundo, se abrió en la comunidad internacional un debate ético acerca de loscrímenes de lesa humanidad. En el concierto de la ONU se discutieron y consensuaron posturas universales frente a esta materia, dictándose normativas en el plano de los derechos humanos, incluido el trato que debía regir para con los prisioneros de guerra. Esto se acompañó de una toma de posición de condena a toda práctica de tortura. Es así como hoy existe un consenso formal mayoritario a nivel de naciones en cuanto a condenar sin excepciones este tipo de prácticas, y a observar obligaciones que les caben a los Estados miembros en cuanto a prohibirlas, sancionarlas y garantizar protección y compensación a las víctimas de tales tipos de actos abusivos. Bajo ese espíritu fue que se elaboró el Protocolo de Estambul, suscrito por 145 Estados. Como señaláramos, en 1999 ese documento fue presentado ante la ONU y adicionado al Convenio de Ginebra de 1949. El capítulo VI del texto, que lleva por título «Signos Psicológicos Indicativos de Tortura», se ocupa de las personas que han sufrido torturas y del examen de las secuelas psicológicas a causa de aquello.

A partir del quiebre democrático del 11 de septiembre de 1973, se abrió en Chile un periodo en el cual la tortura fue institucionalizada y formó parte de una política de Estado, pasando a constituirse en una práctica cotidiana y habitual. Los testimonios de miles de víctimas sobrevivientes que pasaron por los centros o cuarteles de detención de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), Central Nacional de Informaciones (CNI) y otros organismos castrenses y policiales, dan dilatada cuenta de crueles y malos tratos físicos, psicológicos y sexuales a los cuales fueron sometidos y sometidas. Quienes practicaron y profesionalizaron la tortura (hubo escuelas y centros de entrenamiento ad hoc) en su inmensa mayoría correspondieron a funcionarios del Estado, específicamente Fuerzas Armadas, Carabineros y Policía de Investigaciones; también los hubo civiles contratados en calidad de empleados públicos. Este selecto grupo de agentes integró los organismos de inteligencia que operaron entre 1973 y 1990, un periodo histórico tristemente inscrito en la memoria de un país que, desde la distancia del tiempo y registros de la memoria, conforma una invalorable fuente de información para su estudio, en tanto fenómeno social y político, como también desde la mirada de la salud mental.

Con el retorno a la democracia se abrió en el ámbito de la justicia penal una serie de procesos mediáticamente divulgados como «juicios en causas por violación de derechos humanos», de los cuales, aún hoy, algunos siguen su curso. Denuncias por crímenes que fueron cometidos durante un periodo en que la tortura contó con el aval del Estado bajo la tutela de un régimen cívico-militar. En dichas audiencias, entre otras diligencias, los ministros de las cortes de apelaciones suelen decretar exámenes de salud mental tanto para víctimas como para procesados (estos últimos, en calidad de imputados por crímenes de lesa humanidad), de manera tal que torturados y torturadores regularmente son enviados al Servicio Médico Legal para someterse a pericias de salud mental2, lugar en el cual psiquiatras forenses, de una parte, exploran laberintos mentales colmados de recuerdos vivencialmente traumáticos en quienes fueron víctimas de espantosas torturas, y por otra, ingresan en un terreno de antemano preparado y cercado de barreras discursivas defensivas interpuestas por quienes torturaron, al tenor de un guion diseñado por los respectivos abogados defensores; dos espacios subjetivos, dialécticamente entrelazados; víctimas y victimarios compartiendo un pasado común y ahora ocupando lugares procesalmente contrapuestos.

La Unidad de Psiquiatría Adultos del SML trata de un ámbito médico-legal donde el examen forense se desenvuelve y aplica para fines de exploración en recónditos laberintos de la mente, un espacio ajeno para el ciudadano común y distanciado, en forma y tiempos, de las solemnes audiencias oficiadas por ministros de las Cortes de Apelaciones. En estas últimas, las denuncias por hechos de torturas transitan, una tras otra, desdibujadas tras la figura jurídica del «secuestro calificado» que, al público común y corriente, lego en materias jurídicas, le dice poco y nada. Así, de esa manera, aquella insondable tragedia humana producto de la tortura, esta vez situada y expuesta en el ámbito procesal penal, lugar formal y ceremonioso, termina por desdibujarse en su real dimensión. Aquellas vivencias presentes y recurrentes en quienes fueron torturados y torturadas solamente resultan posibles de ser captadas y dimensionadas en otro espacio: la oficina del forense de salud mental. Serán los peritos psiquiatras quienes deban recoger y reconstruir aquellos relatos vivencialmente colmados de imágenes traumáticas y fragmentados por un lacerante dolor moral; recuerdos muchas veces atenuados y parcelados por las mismas víctimas, en quienes operan mecanismos psicológicos defensivos a fin de preservar la integridad psíquica y el equilibro emocional. Mientras que, por el flanco de los procesados, la regla para los profesionales forenses redundará en chocar con un hermético pacto de silencio y negación respecto a cualquier tipo de participación en actos de tortura con personas detenidas. En el examen de víctimas, los legistas apelan a la Guía de Evidencia Psicológica de Tortura del Protocolo de Estambul, mientras que con los imputados aplican el procedimiento médico legal estándar para todo procesado por delitos y crímenes, en general. De manera tal que tenemos, de un lado, a personas psicológicamente dañadas a consecuencia de crueles tormentos, cargando a cuesta biografías fragmentadas por efecto de vivencias traumatizantes que desean no recordar, o llanamente omiten con el fin de tomar distancia de un pasado perturbador; y, por el otro, a exfuncionarios del Estado que por regla niegan cualquiera participación en la comisión de torturas, si bien algunos se permiten comunicar a los examinadores sentimientos de satisfacción y orgullo por el deber cumplido como soldado de la patria. Más allá del hecho de que tanto víctimas como victimarios opten por la evasión o negación, respectivamente, de las experiencias de torturas, la exploración médico-legal de las facultades mentales y la personalidad en ambos grupos de peritados resulta posible de aplicar3, lo cual, desde el punto de vista médico-legal, presta utilidad, ya que permite evidenciar daño psíquico en los primeros y determinar imputabilidad o capacidad de culpabilidad, así como salud mental compatible con el cumplimiento de una pena con privación de libertad, en los segundos.

Respecto de quienes han oficiado de torturadores, no existe mucha información en cuanto a tipología de perfiles. Los forenses bien saben que, por lo general, ellos se alejan en muchos aspectos (no todos) de aquella caricaturesca figura de «bestia humana» que un importante sector de la población imagina y que algunos comunicadores sociales reportan. Por lo general, este tipo de examinados se conducen frente a los peritos de manera educada, sobria y, muchas veces, demuestran ser personas cultas; entregan una historia de vida que, en términos generales, no difiere del ciudadano promedio. Y, por regla, omiten y niegan toda participación y responsabilidad en actos de torturas con detenidos. En suma, se presentan ante el médico legista como la mayoría de los ciudadanos, lo cual no debe sorprender, puesto que todas las personas somos capaces de disimular y esconder aspectos íntimos que deseamos mantener en nuestra privacidad. Por otra parte, hasta ahora tampoco se ha conseguido desarrollar metodologías o instrumentos de examen que permitan detectar, con un margen de confiabilidad más allá de toda duda razonable, si una persona miente o falta a la verdad. Sin embargo, sí es posible dar respuesta, desde las ciencias de la salud mental, a una serie de interrogantes en este tipo de materia y acerca de quienes han cometido torturas con sus semejantes.

El fenómeno histórico, político y social que significó la Dirección de Inteligencia Nacional o DINA conforma un inmejorable material de estudio sociológico acerca de la instauración e institucionalización de la tortura en Chile. De hecho, conformó un órgano del Estado que dio cabida a centenares de funcionarios de características personales compatibles con el cargo, y de allí que, en tanto fenómeno sociopolítico, constituye una valiosa fuente de estudio en esta materia. De su parte, a las ciencias de la salud mental le corresponderá aportar respuestas a interrogantes en esta materia, en cuanto al tipo de persona o perfil de quienes engrosaron las filas de aquellos aparatos de inteligencia:

¿qué características personales distinguieron a quienes formaron parte de esa maquinaria donde se aplicaron crueles y aberrantes martirios a miles de hombres y mujeres?

¿Qué rasgos personales fueron determinantes para ser considerados y reclutados para tareas de detención, tortura y exterminio?

¿Cómo hicieron para, cada mañana, cruzar el umbral de costumbre y enfrentar a hombres y mujeres desnudos y sometidos, maniatados a un camastro de metal o colgando cabeza abajo de las piernas sujetas a un barrote e, impertérritamente, escuchar sus alaridos al aplicar los suplicios más inimaginables…

…y para, hacia el final de la jornada, ser capaces de pasar a una oficina a tomarse un café o fumarse un cigarrillo mientras reportaban o redactaban la rutina del día y, tal vez, pasar a buscar a los hijos al colegio o al club, besar a la cónyuge al arribar al hogar y sentarse a la mesa para degustar una cena con la satisfacción del deber cumplido?4.

¿En qué categoría de la salud mental se puede ubicar a ese tipo de sujetos?

¿Existe un perfil o tipo psicológico particular en quien aplica torturas?

¿Existen inclinaciones innatas o precondicionantes personales que sustentan la «vocación» de torturador, o esta «profesión» se aprende y adquiere, exclusivamente, con adoctrinamiento, capacitación y entrenamiento?

Para éstas y otras interrogantes pretendemos en los siguientes capítulos ir aportando información desde distintos ángulos epistemológicos y así, progresivamente, acercar algunas respuestas que aporten a la comprensión de este fenómeno de la naturaleza humana5. La exploración biográfica focalizada en aspectos vocacionales, el historial profesional y funcionario, así como el estudio caracterológico de la persona constituyen las herramientas esenciales para ir acercando perfiles. La reconstrucción de la trayectoria como funcionario de inteligencia y el examen de la personalidad resumen la metodología del procedimiento del estudio.

Para fines de la organización y exposición de la lectura, los primeros tres capítulos de este libro, y a modo introductorio, partiremos revisando características innatas de la especie humana y fenómenos cotidianos de la sociedad contemporánea, prestando atención a factores institucionales, laborales y profesionales que mantienen algún tipo de relación con ciertos comportamientos agresivos y violentos. Entregaremos al lector una visión sinóptica acerca de conceptos de agresividad, violencia y maldad en la especie humana, y repasaremos factores contingente-políticos que contribuyen al surgimiento de este fenómeno, así como doctrinas que han justificado y admitido la tortura como política de Estado en determinados momentos histórico-sociales. En el cuarto capítulo, abordaremos un estudio biográfico de tres oficiales de Ejército que, con diferentes grados militares, supieron ejercer cargos y funciones en la Dirección de Inteligencia Nacional. Repasaremos los historiales y trayectorias profesionales, deteniendo nuestra atención en sus carreras castrenses y desempeño funcionario en inteligencia militar. Desde el ángulo de la salud mental, analizaremos in extenso los perfiles de personalidad, cuidándonos de no referirnos a aspectos que pudiesen invadir la intimidad y privacidad de las personas, así como de sus familias, salvo en aquellos aspectos de amplio conocimiento público y atingentes al propósito del estudio. Este cuarto capítulo conforma el corazón del libro y persigue adentrarse en la mente de quienes, con profesionalismo, supieron ejercer funciones de interrogatorio de presos políticos en los cuales la tortura fue una práctica cotidiana habitual y, como también lo expresaría Hannah Arendt, banal.

No está demás advertir al lector que no pretendemos ni perseguimos emitir juicios de valor o reproche respecto de quienes, por lo demás, ya fueron juzgados y sancionados penalmente por hechos constitutivos de violación a los derechos humanos por los respectivos tribunales de justicia. El propósito de la lectura apunta a explorar aquellos factores biográficos y características de la personalidad que pudiesen asociarse a la opción de torturador y cómo, en estos casos, se fueron imbricando con el ejercicio de la tortura6; y también rescatar aquellos elementos caracterológicos de la persona con el propósito de aventurar perfiles predisponentes y compatibles con la función de torturador.

Por último, si bien la tortura ha sido definida por organismos de derechos humanos como aquellos actos «infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya o con su consentimiento o aquiescencia», para fines estrictos del examen y análisis de quienes cometen actos de tortura, desde el paradigma de la salud mental, la condición formal de funcionario público no resulta determinante7, dado que el objeto de estudio en estos casos apunta esencialmente en determinar el modo de ser de la persona y factores de salud mental asociados. Desde otras miradas epistemológicas, el hecho de pertenecer y actuar en calidad de funcionario de una entidad estatal o privada, legal o criminal, laica o religiosa u otras, efectivamente, puede resultar de interés y relevancia, empero en este análisis el foco está puesto en aquellos aspectos de salud mental y características de personalidad del sujeto. El estudio de los factores histórico-sociales que sean incidentes y determinantes en el fenómeno de la tortura se lo dejamos a los expertos en otras áreas del saber que con propiedad pueden dar cuenta de aquello. Nosotros nos limitaremos a mencionarlos en los primeros apartados de la lectura, justamente por la importancia que les reconocemos; empero nuestro aporte al tema se centrará en acercar conocimiento a ciertos aspectos de la persona que podrían explicar por qué él y no otro, escogió y se instaló en dicha práctica: el factor constituyente subjetivo que, en última instancia, sustentó dicha opción vocacional.

1.1. Agresividad y violencia: dos conceptos

La agresión puede y debe separarse de la violencia. La violencia es una forma que adopta la agresión.

Judith Butler, 2009

El sobrepoblamiento de los territorios, producto de la expansión de las comunidades humanas a lo largo y ancho de la geografía del planeta, vino aparejado de la disputa por la apropiación de nuevos espacios con las consecuentes luchas de poder y guerras entre diversas civilizaciones y Estados. Desde que se tienen registros históricos de la vida del hombre sobre la Tierra existe noción de contiendas bélicas entre semejantes, indisolublemente ligadas al uso de la violencia contra el enemigo de turno. Así es como aparece en la historia de la humanidad un fenómeno que diferencia al homo sapiens y su descendencia de las demás especies mamíferas que, por lo general, una vez satisfechas las necesidades básicas dejan tranquilos a las demás, incluyendo a sus semejantes. El instinto de conservación de las especies, en general, llega hasta ese punto y no consigue explicar el afán de dominación y conquista mediante la violencia, característica exclusiva del animal humano. La agresividad instintiva descrita por el etólogo y Premio Nobel de Medicina Konrad Lorenz da cuenta de por qué las especies animales se atacan entre sí, consiguiendo en su teoría también dar cuenta de una parte de las conductas lesivas entre semejantes de la especie humana.

En estos últimos, entre las distintas formas de sometimiento del derrotado o avasallado, se cuentan el encarcelamiento, extrañamiento y ajusticiamiento, así como el infligimiento de dolor a fin de quebrantar la voluntad con diversos fines. La tortura, por tanto, ha sido un fenómeno histórico, característico de la humanidad: como mencionamos anteriormente, es cosa de visitar los museos de la tortura que albergan todo tipo de parafernalia destinada para ese fin. Esta práctica, qué cabe duda, es un producto excluyente de la especie humana. La historia del hombre sobre la tierra comienza con las primeras escrituras acerca del desarrollo de las sociedades humanas. Su lectura permite al investigador-historiador enterarse sobre las diversas visiones de la vida y costumbres de los pueblos y comprobar cómo, ya desde la antigüedad hasta nuestros días, se fueron albergando afanes de expansión y subyugación de civilizaciones vecinas. La práctica de embarcarse en expediciones de conquista de otros territorios mediante guerras de ocupación y sometimiento del vencido8 corresponden a fenómenos en los cuales también estuvo presente la práctica de tormentos para con los prisioneros del bando contrario. Esta costumbre, con el tiempo, se fue institucionalizando en los estamentos de la sociedad encargados de mantener el orden y velar por las sanas conductas de convivencia. Civiles y militares, laicos y creyentes, nadie ha estado libre de esto, si no «que arrojen la primera piedra». La historia de la Santa Inquisición9 durante la época medieval y moderna constituye un ilustrativo e ignominioso ejemplo de cómo la práctica de tortura se asoció al ejercicio de la justicia. Desde la Roma papal se oficializó aquel tribunal eclesiástico-doctrinal acompañado de la temida figura del inquisidor, un sacerdote, entre cuyas funciones se contaba la aplicación tormentos durante la etapa de investigación de presuntos hechos de herejía y satanismo por parte de fieles creyentes.

Con el paso de los siglos, acercándonos a nuestra era, los tormentos ejercidos contra el contrario o enemigo fueron mutando para hacerse cada vez más sofisticados y sutiles. Las ciencias y la tecnología también fueron prestando servicios a esta ominosa práctica. Los tipos de tortura, originariamente destinados a infligir sufrimiento corporal, con los tiempos se fueron acompañando o siendo sustituidos por apremios de naturaleza psicológica –lo cual no significa que las primeras ocasionen, exclusivamente, daño físico ni tampoco las segundas sólo daño moral–. Se comenzó a torturar no solo a los cuerpos sino también las mentes de prisioneros del bando enemigo.

A su vez, particularmente desde mediados del siglo XX, en el concierto mundial se ha venido condenando públicamente e intentando frenar este tipo de prácticas. Sin embargo, luego de la suscripción de tratados y convenciones internacionales que persiguen regular el trato de prisioneros, paradojalmente comenzaron a tener auge métodos más sofisticados para atormentar a los prisioneros. Y es así como, en la actualidad, ciertos cuerpos de inteligencia militar optan por métodos que persiguen quebrantar psicológicamente al prisionero, evitando dejar rastros corporales de la tortura10. Y paralelamente, dentro del concierto internacional de naciones se han definido pautas para el examen psicológico de personas, objeto de tortura por agentes del Estado.

Hacia finales del siglo XX, el doctor Konrad Lorenz, médico y científico de nacionalidad alemana, fue galardonado con el Premio Nobel de Medicina11 por sus investigaciones etológicas. Mediante estudios comparativos de distintas especies pudo conceptualizar la «agresión» como un tipo de conducta de índole instintiva, presente en animales y funcionalmente necesaria para la supervivencia. Esta condición, al hacerse extensiva al homo sapiens, dejaba bien parada a la especie humana, por el momento, ya que en cierto modo la excusaba a partir de un determinismo filogenético que estaría presente en ciertas conductas lesivas para con el prójimo. Otro aporte, desde una mirada psicológica, lo constituyó el concepto de «pulsión de muerte», acuñado por el médico austríaco y fundador del psicoanálisis, Sigmund Freud.

En el campo de las ciencias de la conducta, más adelante, se establecería una importante distinción entre agresividad y violencia, definiendo a esta última como cualidad exclusiva del ser humano que lo diferenciaba de las demás especies animales con quienes compartía la primera. El comportamiento violento humano, entonces ya no se asociaba exclusivamente a una función de supervivencia, sino que también para efectos de dominación e incluso, exterminio entre pares. El catedrático y director del «Centro Sofía para el Estudio de la Violencia», José Sanmartín, señala que la conducta agresiva suele ser innata, instintiva y prerreflexiva, y opera automáticamente en situaciones de emergencia o peligro, cumpliendo de esa manera un importante rol para la supervivencia como especie; mientras que, por su parte, la violencia «está íntimamente aprendida a lo largo de la historia personal de cada uno. Es una resultante de la incidencia de la cultura sobre la biología. Somos agresivos por naturaleza, pero violentos por cultura» (El destacado es nuestro).

Por su parte, el humanista Erich Fromm, afamado filósofo, psicoanalista y sociólogo alemán, en un riguroso análisis crítico enfocó este tema desde distintos ángulos, incluyendo una revisión de la experiencia del nazismo en su país. Contextualizó, social e históricamente, a la violencia humana y apuntó a lo que denominó «agresión maligna o destructiva» como un fenómeno distintivo del hombre y diferente de la agresión de tipo defensiva compartida con las demás especies animales; es decir, consustancialmente, no instintiva. Analizó este particular fenómeno en sus diferentes formas de expresión, asociándolo con el amor, la ambición y la codicia, y tildándolo de «destructividad humana».

En la actualidad, neurocientíficos abocados al estudio de comportamientos disruptivos han establecido las bases neurobiológicas de ambas formas de expresión, ubicando los centros y circuitos cerebrales responsables del comportamiento humano tanto agresivo como violento.

En suma, los seres humanos somos portadores de tendencias agresivas instintivas y filogenéticamente determinadas, y también capaces de internalizar y expresar violencia de carácter aprendido a través de la cultura. Ello, sin embargo, no marca una diferencia neta de por sí entre torturadores y no torturadores, ya que existen formas de expresión violentas que se manifiestan en el cotidiano de los espacios públicos y que tocan al conjunto de la población. A su vez, el conocimiento de cómo se puede enseñar y aprehender la violencia abre una vía para la manipulación de conciencias con el fin de internalizar ciertos patrones de conducta, incluida la práctica de la tortura, como opciones válidas.

1.2. La «banalidad del mal»

«…conocer el lado más oscuro del ser humano cuando le entregas poder y el lado más terrible, el de las víctimas y sus familiares…».

«Todos quedamos con secuelas. Uno recoge mucho sufrimiento con este trabajo».

Testimonios de exfuncionarios de la Policía de Investigaciones de Chileque integraron la Unidad del Departamento V, encargada de investigar causas de derechos humanos

En el apartado anterior abordamos características singulares de la especie humana asociadas con el causar daño hacia otros semejantes. En éste se abordará el rol que el Estado puede desempeñar a través de políticas favorecedoras de la instalación de una cultura permisiva y aceptación del maltrato o malos tratos en ciertos sectores de la población.

En el campo de la filosofía y la sociología, estudiosos e investigadores a lo largo de la historia se han ocupado de la mentada «maldad humana», indagando en sus orígenes, causas y formas de expresión.

John Kekes, desde una postura filosófica y acompañándose de revisiones historiográficas, nos ilustra sobre cómo esa «maldad humana» puede vestirse con diversos ropajes y aparecer en muy distintos contextos. Variados han sido los enfoques epistemológicos en el estudio de este fenómeno humano y diversos los orígenes de esta característica, tristemente distintiva de la especie humana dentro del reino animal. Sin embargo, fue la experiencia del nazismo (hacia el cual este autor norteamericano también prestó atención) en tanto fenómeno sociopolítico lo que, además de conmocionar al mundo entero, atrajo la particular mirada de importantes pensadores del siglo XX12. Cuando parecía que el curso de la historia de la humanidad, luego de la revolución francesa con sus postulados de «libertad, igualdad y fraternidad», se enfilaba en función de un derrotero más racional y justo de la sociedad, precisamente Europa, el corazón mismo de la civilización occidental, se vio azotada por los horrores de la Segunda Guerra Mundial y fenómenos de ideologías fanáticas y absolutistas.

Hannah Arendt, al desnudar ideológicamente la maquinaria nazi montada para consumar el plan de exterminio de prisioneros judíos denominado «la solución final», al mismo tiempo alzó la voz de advertencia señalando lo que una sociedad humana es capaz de tolerar y aceptar cuando se conjugan ciertos fenómenos sociológicos y políticos: un plan secuenciado de acciones coordinadas y concatenadas como parte de una política de Estado que persigue la eliminación de ciertos grupos étnicos a partir de un basamento ideológico-político discriminatorio. Al referirse al proyecto calculadamente urdido, sistematizado y operacionalizado por el Estado nazi cuyo objetivo perseguía hacer desaparecer de la faz de la tierra a todo un grupo étnico, Arendt lo patentó como un acto de «institucionalización» y «normalización» de violencia sistematizada para con el Otro. Advirtió sobre cómo políticas de ese tipo pueden acompañarse de un proceso de aceptación e internalización en la población general; vale decir, ser aceptada como un hecho banal en la cotidianidad de una sociedad que sigue funcionando como si nada anormal ocurriese, y que es posible estigmatizar a un cierto grupo de la población como merecedor de tal «mal-trato», siendo asimilado como un mero hecho banal del cual no cabe asombrarse. La advertencia de Arendt fue un llamado de atención a la comunidad internacional en cuanto al peligro de justificar y tolerar hechos reñidos con preceptos morales y éticos fundamentales de la humanidad13. Advirtió acerca de los peligros de la «banalidad del mal».

En el caso de Chile, el modelo de inteligencia militar montado por el coronel de Ejército Manuel Contreras Sepúlveda, en el regimiento «Tejas Verdes», quedó condensado en las reflexiones de un prisionero político que recoge momentos vivenciados inmediatamente luego de su paso por la tortura, en un libro de su autoría que lleva por título el nombre del campo de concentración en el cual permaneció detenido. Allí escribe: «Me quedé mucho rato allí sufriendo espasmos. El sol parecía impotente para calentarme. Mirando los Cristos del cerro, las vacas pastando. Embrutecido y lisiado por el conocimiento de la Maldad. Porque lo que yo sabía de la Maldad, antes, eran puras caricaturas, pura literatura. La Maldad había perdido todas sus referencias morales. Ahora se me presentaba como una pura ideología»14. (El destacado es nuestro). Interesante y lúcida reflexión vivencial de un prisionero luego de experimentar la tortura.

Entre las experiencias de los prisioneros en los campos de concentración y exterminio del régimen nacionalsocialista versus los centros de tortura del régimen dictatorial chileno, cabe demarcar algunas diferencias cualitativas. Si bien la tortura, así como el exterminio masivo de personas constituyen ambos crímenes de lesa humanidad y contienen similitudes, empero no son idénticas. Particularmente, existen diferencias cualitativas en la interacción de los respectivos actores en cada caso. La secuencia detención-traslado-exterminio equivale a una especie de «arreo hacia el matadero» de prisioneros destinados, llanamente, a desaparecer; mientras que en el proceso detención-cautiverio-tortura, resulta esencial mantener con vida al torturado por todo el tiempo necesario. En su clásica trilogía autobiográfica, Primo Levi da cuenta de su penosa y, a la vez, terriblemente enriquecedora experiencia en el campo de concentración y exterminio de Auschwitz. Su obra resulta tremendamente ilustrativa respecto del abanico de personajes y roles de quienes conformaban ese verdadero «infierno en la tierra». Refiriéndose al Lager o campo de exterminio, advirtió: «La maraña de los contactos humanos en el interior no era nada sencilla. No podía reducirse a los bloques de víctimas y verdugos (…) El mundo en el mundo en que uno se veía precipitado era indescifrable, no se ajustaba a ningún modelo, el enemigo estaba alrededor pero dentro también, el «nosotros» perdía suslímites, los contendientes no eran dos, no se distinguía una frontera sino muchas y confusas»15. (El destacado es nuestro).

Este escenario constituido por una diversidad de personajes y roles, también se dio en los centros de detención de la DINA donde, fuera de los prisioneros y torturadores, se encontraba personal cumpliendo labores de custodia, traslados, aseo, etc., además de detenidos colaboracionistas que gozaban de ciertos privilegios. En síntesis, la función esencial de los Lager nazis fue el exterminio de los prisioneros, y el de los centros de detención de la DINA/CNI fue el interrogatorio mediante la tortura, con fines de obtener información; sin desconocer que también se ejecutaba y desaparecía a ciertos prisioneros16. En ambos casos, también fue posible distinguir diversos perfiles en el contingente encargado del (mal)trato de prisioneros y prisioneras.

Y en la industria de exterminio nacional socialista encontramos un proceso de despersonalización por parte de los operadores para con sus víctimas. Desde el punto de vista psicológico de los agresores, no resulta similar o equivalente el accionar de los soldados nazis que custodiaban y trasladaban, masiva y anónimamente, a prisioneros judíos hacia las cámaras de gas17 versus la interacción entre torturadores de la DINA y sus víctimas, quienes por semanas o más eran sometidas a interrogatorios durante los cuales se establecía un contacto selectivo y personalizado entre unos y otros. En el primer caso, los soldados alemanes se limitaban a trasladar a personas de quienes se desconocía sus identidades; estos pasaban a constituir meros seres-objetos que debían ser conducidos, prácticamente sin interacción alguna, hasta recintos donde eran exterminados por inhalación de gas y cremados; mientras en el segundo caso los detenidos permanecían en recintos donde aprendieron a reconocer y distinguir el perfil de sus captores e interrogadores18. De allí que ciertos sobrevivientes luego fueron capaces de identificar e incluso describir al tipo de persona que los interrogó y torturó, por el vínculo perverso establecido entre ambos.

El torturador maneja respecto del detenido sus antecedentes personales y políticos que le sirven para dirigir el interrogatorio y recabar información específica, así como aspectos de la vida personal y familiar del torturado que le son útiles para ejercer presión psicológica a fin de doblegar la voluntad. El detenido, a su vez, aprende a distinguir características personales de quien lo somete a torturas, las que eventualmente podrían serle de utilidad para obtener ciertas ventajas dentro de un margen muy estrecho de posibilidades. Algunos sobrevivientes, a su vez, han dado cuenta de lo anterior en declaraciones ante ministros de la Corte y entrevistas concedidas a terceros.

En términos generales, la presencia de un marco político-institucional aparece como un factor determinante para la instauración de la práctica sistematizada de crímenes de lesa humanidad por parte de funcionarios del Estado. A su vez, trata de un escenario político que hace las veces de caldo de cultivo donde se incuba y expresa aquella característica inherente a la especie humana que filósofos han definido como la «maldad». Por su parte, el interrogador/torturador representa un sujeto que comparte características genéricas con el simple guardián o custodio del detenido, pero además posee ciertas características y aptitudes particulares por las que fue enrolado en dicha función. Y es en esa interacción donde se produce el fenómeno de reconocimiento mutuo entre torturador-prisionero: una díada dispareja y disarmónica, pero díada al cabo.

Concluyendo este apartado, diremos que cuando un Estado, por razones políticas, religiosas, doctrinarias o cualesquiera ellas sean, decide montar una maquinaria de persecución y exterminio de ciertos sectores de la población considerados indeseables, peligrosos o simplemente enemigos, necesariamente y al mismo tiempo se instala un discurso ideológico que persigue validarlo social y mediáticamente, abriéndose un espacio y tiempo en el cual se busca justificar ciertos actos deleznables contra personas contrarias al régimen de turno. Por su parte, la manipulación de la información sostenida en el tiempo, propaganda oficial mediante, es capaz de adormecer las conciencias y facilitar, entre otras, la instauración de la tortura como una práctica habitual, justificándola, e incluso presentándola como necesaria, una especie de caldo de cultivo social y político que la contiene y legitima19. Entonces, se está ante un aparato estatal que no solamente permite la práctica de la tortura con un sector de la ciudadanía, sino que también la avala y dispone recursos para aquello.

¿Cómo se selecciona, recluta y conforma este estamento de funcionarios? ¿Qué cualidades naturales e innatas se exigen en la preselección, formación y capacitación de un torturador? ¿Qué rol específico cumple el marco institucional en el fenómeno de la tortura? Todas preguntas atingentes a esta temática. Empero, antes de intentar contestarlas, cabe interrogarnos qué factores de orden institucional, civil y castrense, podrían favorecer y tolerar una práctica sistematizada del maltrato de ciertas personas. En el siguiente apartado revisaremos investigaciones referidas a este tema.

1.3. Condicionantes institucionales de malos tratos y la tortura

El cuerpo que existe en su exposición y proximidad respecto a los demás, a la fuerza externa y a todo lo que podría sojuzgarlo y someterlo, es vulnerable a los daños. Los daños son la explotación de esa vulnerabilidad. En la tortura se explota la vulnerabilidad del cuerpo.

Judith Butler, 2009

El maltrato psicológico y físico que un alguien pudiese ejercer hacia personas bajo su subordinación ha sido materia de estudio en escuelas y centros de psicología social. Investigadores en esta área del saber han demostrado cómo personas comunes y corrientes, sin antecedentes de conductas ni pulsiones particularmente agresivas o violentas podrían, en ciertos contextos y bajo ciertas circunstancias, terminar desplegando actos de maltrato, incluso abiertamente crueles para con personas jerárquicamente ubicadas bajo su supervisión y control. Y sostienen que en principio, y dependiendo de las circunstancias, nadie se encuentra totalmente libre de cometer excesos de este tipo.

En un emblemático experimento realizado en el año 1971 en la Facultad de Psicología de la Universidad de Stanford, bajo un formato carcelario ficticio en el cual estudiantes voluntarios seleccionados al azar debieron ejercer roles de guardias con sus pares, quienes, a su vez, debían hacer las veces de encarcelados, fue posible observar cómo los «carceleros» con el transcurso de los días fueron, gradual y espontáneamente, excediéndose en sus funciones y cometiendo actos abusivos y denigrantes con los «prisioneros», llegando, en algunos casos, a incurrir en actos constitutivos de franca tortura psicológica. El investigador y psicólogo a cargo de la investigación, Philip Zimbardo –quien, de paso, terminó tremendamente perturbado por los sorprendentes hallazgos durante el experimento– extrajo como importante conclusión que un sujeto cualquiera, incluso pacífico y socialmente correcto en la vida cotidiana, una vez inserto en un dispositivo del tipo penitenciario correccional, potencialmente, puede llegar a desenvolverse de modo despótico y cruel con los prisioneros.

Tres años más tarde, en otra interesante investigación, con civiles voluntarios, el profesor y académico Stanley Milgram, del Departamento de Psicología de la Universidad de Yale, demostró cómo ciudadanos comunes y corrientes, con tal de cumplir órdenes e indicaciones instruidas por superiores, podían llegar a ser capaces de mostrar conductas crueles más allá de lo esperable hacia terceras personas, incluso causando dolor, sin otra explicación más que un incumplimiento por parte de los castigados en las tareas asignadas. Lo novedoso fue que esta investigación, a diferencia de la de Stanford, se desarrolló en un contexto experimental laboral de carácter civil, constituyendo de esa manera otro importante aporte al entendimiento de la psicología humana en el comportamiento violento.

En consecuencia, existen evidencias científicas que sugieren que el ciudadano promedio, bajo ciertas situaciones de la vida cotidiana, como el velar por el acatamiento y cumplimiento de indicaciones u órdenes impartidas desde una posición jerárquica, así como el desempeño del rol de custodia de personas cumpliendo penas con privación de libertad, constituirían factores contextuales facilitadores de acciones de maltrato. No se requeriría, por lo visto, poseer perfiles o rasgos personales de algún tipo para comportarse agresivamente20. En ambos experimentos la motivación del castigo estuvo en relación con el incumplimiento de reglas y/o desempeños, distinto al objeto en la práctica de la tortura.

El hecho de ser capaz de mostrar severas e inclementes conductas, haciendo a la vez abuso de poder, constituiría, entonces, una faceta inherente a la naturaleza humana. Ahora, si bien es cierto que la aplicación de excesivos castigos a terceros subordinados por parte de personas sin antecedentes de comportamientos violentos y en el ejercicio de roles de jefatura en la supervisión de tareas, control de rendimiento y adecuación a normas institucionales fue sustentada en los experimentos de marras, cabe, sin embargo, establecer diferencias tanto cuantitativas como cualitativas entre este tipo de conductas versus la tortura de detenidos políticos. Para mejor examinar esta cuestión, recurriremos al análisis comparativo de los ámbitos laboral penitenciario versus centros de detención y tortura.

En términos generales, en los centros penitenciarios se espera de sus funcionarios que éstos sean capaces de mostrar un rendimiento satisfactorio en el cumplimiento de las tareas y metas acordes a normas institucionales, así como también de los civiles que allí cumplen penas con privación de libertad, de adecuarse y acatar las normas correccionales del lugar. De no cumplirse lo anterior, existirá una sanción acorde a la gravedad de la falta. Muy distinto es el caso del torturador que, con el fin de obtener información, simple y llanamente se aboca a doblegar física y psicológicamente al interrogado; aquí el maltrato se aplica explícitamente desde un principio y, a su vez, el torturado no necesariamente debe haber trasgredido alguna norma legal, sino simplemente conforma un «objetivo enemigo» a quien se debe identificar, capturar, interrogar y, dado el caso de quien se trate, eventualmente ejecutar y «desaparecer». En el primer caso existe un marco legal que regula la conducta del castigador, mientras que en el segundo se opera en un contexto donde no impera reglamento o ley alguna que custodie los derechos del prisionero. De allí que en el primero dicha acción se interpreta como un abuso de poder reglamentariamente sancionable y, en ciertos casos, penado por ley, en el cual la víctima mantiene derecho de denunciar el hecho y exigir compensación y/o justicia. En los casos de tortura, existen tratados internacionales y códigos penales que los prohíben y sancionan, y de por sí, constituyen hechos abusivos pero graves cuyo fin esencial es la obtención de información mediante infligir dolor y sufrimiento en el prisionero, sin más límites que mantenerlo con vida por el tiempo necesario. A simple vista, estamos frente a dos situaciones diametral y cualitativamente diferentes. Analicemos en detalle los casos de maltrato civil.