La trastienda - Uxue Alberdi Estibaritz - E-Book

La trastienda E-Book

Uxue Alberdi Estibaritz

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Beschreibung

Una era costurera; la otra, bordadora. Abrieron su tienda a finales de los años setenta, cansadas de trabajar en casa de sus padres. A las agujas, máquinas e hilo que hasta entonces habían sido sus herramientas les sumaron libros políticos y discos. Marx y mercería. Su padre les aconsejó que hicieran sitio para el taller y el almacén: «Lo más importante no se hace a la vista». Desde entonces allí cosen, bordan y guardan los libros que deben devolver a la distribuidora. Mientras recomiendan un libro, cosen un botón; cuando terminan de bordar unas txapelas, venden discos. Entre tanto, la tienda es testigo de inundaciones, detenciones y atentados, txikiteos, nacimientos y muertes. Uxue Alberdi ha escrito la crónica literaria de una tienda que es también la de toda una época. Historia narrada desde La trastienda de la memoria. La trastienda es un libro escrito originalmente en euskera por la escritora y bertsolari Uxue Alberdi, ganadora del premio Euskadi en más de una ocasión. Alberdi nos sorprende con esta crónica que muestra su talento para saltar de un género a otro. Y como es habitual en ella, con palabras certeras que se te clavan en el cerebro y hasta en el corazón.

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«La trastienda huele a tinta, suena al tra-tra-tra de la Singer y al rumor del río. Del proceso de Burgos a la maratón de Nueva York, sus protagonistas narran el mundo y cuentan lo que habían callado demasiado tiempo. Izaskun y Marijo ponen las historias y el desparpajo; Uxue Alberdi cose los retales de esa memoria a dos voces y los borda con su destreza literaria». —June Fernández

«Como colarse por la ventana de atrás en la intimidad de dos hermanas libreras que han volado alto cuando no se esperaba de las mujeres alas, han hilvanado y agitado la vida de Elgoibar durante décadas. Entre bordados y libros, Uxue traduce una memoria murmullo detrás de los cristales». —Esther Ferrero

«Esta vez Alberdi escribe desde un lugar distinto: el de quien escucha atentamente desde un segundo plano. […] De cada página se desprende una pasión por la vida». —Irati Majuelo

«El epitafio más bello posible». —Arantxa Iturbe

«Una tienda es un lugar privilegiado para tomarle el pulso a un pueblo, para conocer sus cambios sociales, económicos o políticos». —Ibon Egaña

«Un talento y virtuosismo increíbles para saltar de un género a otro». —Hasier Rekondo

«Me han conmovido profundamente las ganas de ser libres de las protagonistas; el texto, lleno de la vivacidad de Izas y Marijo, de su alegría de vivir, de su valentía, de su fortaleza, ha conseguido arrancarme alguna que otra lágrima». —Ainhoa Aldazabal Gallastegi

«Hablan con tanta lucidez que sus palabras te entran como un tiro en la cabeza y, también, en el corazón». —Usoa Alberdi

«La trastienda no cede a la melancolía». —Txani Rodríguez, El Correo

«Puedes leerlo como una crónica e incluso considerarlo una novela. También tienes cuentos. Pero en el fondo la pregunta es: ¿qué trae el libro? Pues trae vida». —Mikel Asurmendi, blogak.eus

Uxue Alberdi Estibaritz (Elgoibar, 1984). Escritora y bertsolari. Es autora de relatos, novelas, ensayo, crónica literaria y literatura infantil. Ha recibido el Premio Euskadi de Literatura en dos ocasiones, en la categoría de literatura infantil y juvenil por Besarkada y en la de ensayo por Kontrako eztarritik (Reverso). Su novela Jenisjoplin fue galardonada con el Premio 111 Akademia y traducida al español y al inglés.

La trastienda

Uxue Alberdi Estibaritz

Traducción de Arrate Hidalgo

Autoría Uxue Alberdi Estibaritz

Traducción Arrate Hidalgo

Corrección Beatriz Morales Bastos

Diseño de colección y maquetación Rosa Llop

Imagen de cubierta Miriam de Búrca

Producción ePub Bookwire

Edición consonni

C/ Conde Mirasol 13-LJ1D

48003 Bilbao

www.consonni.org

Primera edición en español:

abril de 2022, Bilbao

eISBN: 978-84-16205-92-9

Edición original: Dendaostekoak, Susa literatura,

2020

© 2020, Uxue Alberdi

Autora representada por The Ella Sher Literary

Agency

© de la traducción, Arrate Hidalgo, 2022

© de la imagen de cubierta, David is Confused,

Miriam de Búrca, 2021

© de esta edición, consonni ediciones, 2022

Esta obra ha recibido una ayuda a la traducción del

Ministerio de Cultura y Deporte de España

consonni es una editorial con un espacio cultural independiente en el barrio bilbaíno de San Francisco. Desde 1996 producimos cultura crítica y en la actualidad apostamos por la palabra escrita y también susurrada, oída, silenciada, declamada; la palabra hecha acción, hecha cuerpo. Desde el campo expandido del arte, la literatura, la radio y la educación, ambicionamos afectar el mundo que habitamos y afectarnos por él.

De golpe me doy cuenta de que no sénada de tus mejores días,que tus días más plenos son días sin míy me pongo a fantasearcon estar allí con vosotros

—Iñigo Astiz, Baita hondakinak ere

Glosario

Abertzale: literalmente, «amante del pueblo, de la patria». Término utilizado en el contexto vasco para hacer referencia al movimiento político, cultural y social que busca la soberanía y la liberación del pueblo vasco.

Aita: padre.

Ama: madre.

Amona: abuela.

Baserritarra: persona que vive y trabaja en un caserío o baserri.

Bertsolari: persona que improvisa versos (bertso, en euskera). La autora, Uxue Alberdi, ha recogido en su libro Reverso testimonios de varias mujeres bertsolaris.

Borroka: literalmente, «lucha». Utilizado como calificativo se refiere a una estética concreta del entorno de la izquierda abertzale o para referirse a ese ambiente.

Clarimosto: bebida consistente en una mezcla de vino clarete y mosto.

Ertzaintza: policía autonómica vasca.

Ertzaina: agente de la Ertzaintza.

Euskaltegi: centro donde se enseña euskera, generalmente a personas adultas.

Gau-eskola: clases nocturnas gratuitas de euskera para personas adultas.

Ikastola: escuelas cooperativas de Euskal Herria cuyos ejes principales son el euskera y la transmisión de la cultura vasca. Tomaron especial importancia a partir del franquismo como respuesta a la prohibición de estudiar y hablar euskera.

Ikurriña: bandera oficial de Euskadi que también se utiliza como símbolo nacionalista vasco en el resto de territorios que integran Euskal Herria.

Gaztetxe: centro social gestionado por personas jóvenes que basa su funcionamiento en la ocupación y la autogestión.

Pelotari: jugador o jugadora de pelota.

Pintxo-pote: combinación de un pincho y una bebida a un precio especial que suelen ofrecer los bares los jueves o viernes.

Pote: vaso de vino, cerveza u otra consumición en un bar.

Poteo: ir a tomar potes.

Txapela: boina tradicional vasca que también se entrega a las personas ganadoras de competiciones y eventos culturales. El término da nombre a Txapelketa, abreviatura de Bertsolari Txapelketa Nagusia, «Campeonato Principal de Bertsolaris», una una competición que se celebra cada cuatro años y en la que participan bertsolaris de toda el área cultural de Euskal Herria.

Txaranga: conjunto musical que suele actuar en fiestas y eventos populares.

Txikito: vaso pequeño de vino tinto.

Txikitear: acción de ir a tomar txikitos. Quienes acostumbran a tomarlos, se conocen como txikiteros/as.

Zurito: vaso pequeño de cerveza.

Esto es un bordado de realce; esto, una vainica; estos son ojeteros y bodoques. Los de abajo son filigranas y sobrepuestos. Mira aquí: el centro es de arenilla y los bordes, de realce. Estos de aquí son bordados de filtiré y cadenetas, bordados de Point de Beauvais, bordados a canutillo, bordados en blanco y de fantasía…

Yo estaba cosiendo en la ventana, cara al río. Era el día siguiente al juicio de Burgos. Allí fue desde donde vi entrar a los guardias civiles, a decenas. Tenía dieciséis años.

Yo me acuerdo de otra manifestación: la guardia civil cerró la calle San Francisco por ambos extremos. El gentío se desperdigó, Arrate iba conmigo. Su madre, la Trini, nos gritaba desde el balcón. La gente desapareció a diestro y siniestro, se metió en los portales, que solían estar abiertos. Doblamos a la izquierda. Tuvimos suerte: la policía persiguió a los que fueron en la dirección contraria. Los jóvenes entraban en casas ajenas y saltaban por los balcones y las ventanas a la calle trasera. Éramos quince jóvenes apretujados en un portal; no nos atrevíamos ni a respirar.

Fue el año que legalizaron la ikurriña.

Exactamente un año antes de abrir la tienda.

Nuestra amiga, la Rosina, era muy comprometida. La metieron en la cárcel. También al que sería su marido. Metieron a mucha gente en el trullo. Para entonces, Rivero, Otegi y otros jóvenes ya estaban muy involucrados. Se reunían en caseríos. A Rivero lo frenaron sus padres. A ti te paró el aita. Arnaldo1 se escapó «al otro lado»2.

A Aitor lo arrestaron: le zurraron bien. No dice ni pío de aquello.

También se llevaron a Jose Inazio, eran íntimos, compartían piso de estudiantes en Bilbo. A uno de los compañeros de piso le encontraron una pistola entre los pasquines y se los llevaron a todos.

Recuerdo una huelga general: el pueblo cerrado a cal y canto. ¿Sería por lo de Txiki y Otaegi? Y dos protestas multitudinarias en los años anteriores a abrir la tienda. Una fue la de cuando se llevaron a Xabier Etxeberria: lo metieron arriba, en el cuartel, la gente tomó las calles. En la otra nos tendieron una emboscada en esta misma calle: yo entré al portal de los Canales y me corté el codo con la puerta de cristal. Me curaron la herida en el primer piso, les pedí usar el teléfono para llamar a mis padres; estaba a cien metros de casa.

Pasamos una noche entera discutiendo en la iglesia. ¿Qué tendría yo, diecisiete, dieciocho? Los de EIA, los de LAIA... Allí estaban también los troskos: Mallabi, Arrizabalaga, Alkorta, Rubio... Les decían los españolistas3. Eran vehementes. Rojos. Vivos. Ahora, algunos son pensionistas luchadores, los demás están muertos.

Nosotras éramos del grupo de mujeres. ¿Cómo se llamaba?

Amas de casa.

Tela.

Luchábamos por el derecho a abortar, tenemos una foto en la manifestación de Donostia. También en el pueblo salimos a la calle, hicimos carteles. No se me olvida el desprecio que nos tenían algunas mujeres. Me acerqué a una chica que iba del brazo de su marido y le pregunté sobre la ley del aborto. «A mí no me hables de eso», me contestó.

Hicimos pancartas contra el papa Juan Pablo II, que pasó por Elgoibar camino de Loiola. Algunos colgaron paños amarillos en los balcones. Nosotras fuimos a protestar a la plaza de la Magdalena.

Eso fue después, en el 82, el año que me casé.

En las fiestas del pueblo nos reuníamos para reivindicar el derecho de las mujeres a divertirse. Pintamos de lado a lado la fachada de una casa junto al río: la imagen de una chica sujetando una fregona detrás de unos barrotes.

¡Éramos las hijas del pintor!

Menuda tunda te dio el pintor. «¿Adónde vas?», te preguntaba, y tú: «Adonde tú no vas».

Una vez me vino a buscar a la calle, aquella noche dormí caliente. El aita tenía miedo. Pensaba que estaba metida en política hasta las trancas; tú eras más tranquila.

«¿Con quién has estado?». Bueno se puso.

Yo estaba con Planti y los demás… «¡Os van a meter en la cárcel!», me gritó. Pero esto no tiene mucho que ver con la tienda.

Según se mire.

Antes de abrir la tienda trabajábamos en casa de nuestros padres, en una habitación pequeña que daba al río. Allí teníamos las dos máquinas: la de coser y la de bordar. La ama pensaba que una mujer debía saber coser y bordar bien, que eso era lo más importante.

Tú aprendiste a bordar con las monjas.

En la escuela había una monja, la madre Rosario, que enseñaba a bordar a mano; con ella aprendí a hacer punto de cruz, punto artístico, punto escapulario… Con doce años empecé a ir a clases en la trastienda de Antón Gabilondo con otras chicas, un poco mayores que yo. Allí tenían diez máquinas para aprendices, íbamos todas las mañanas. Hacíamos sábanas, vainicas, manteles… Le hice el ajuar a una prima que estaba a punto de casarse. Era un habitáculo de madera; toda la tienda entera era de madera oscura y al lado del escaparate solían anunciar la cartelera de cine. Pasé allí cinco años, hasta que empecé a bordar en casa. En cuanto nos sacamos el graduado nos mandaron a las dos a aprender costura.

Es raro, ni protestamos.

Con once años ya éramos muy responsables. Cuidábamos de nuestros abuelos. El abuelo se murió de cáncer en 1974 y durante el tiempo que estuvo enfermo y en tratamiento, en los meses que más débil se encontraba, nos mandaban a Tolosa a cuidar de él y de la abuela, con trece y catorce años, de muy crías. Yo solía ir al alto de Miracruz en autobús con el abuelo.

Muchas de nuestras amigas fueron al instituto; unas pocas, a sacarse una carrera; otras fueron donde la señorita Anita, que enseñaba administración. Colocaba a todo el mundo. Empleaba a todas sus estudiantes en las empresas vecinas. La señorita Anita era una institución. Sus alumnas se examinaban en Donostia y empezaban a trabajar en un pis pas.

Enseñaba formación profesional antes de que existiese la formación profesional.

Y nosotras venga a darles a las máquinas, taca-taca-taca... Los amigos venían a vernos a casa, a charlar mientras cosíamos: Iñaki, Zelaia... Todos los anarcos llenaban la habitación de humo.

La idea de montar una tienda fue tuya. No nos gustaba nada aquel cuartucho a la sombra de nuestros padres. Yo ya había cumplido diecinueve; tú, veinte, y no teníamos estudios. Venían mujeres para que les hicieses trajes a medida y yo bordaba por encargo: sábanas, pañuelos y toallas. Era duro. A ti no te gustaba.

Aquel cuarto no me gustaba nada de nada.

Me dijiste: «¿Por qué no abrimos una tienda y además de nuestros bordados y trajes, vendemos también discos y libros?».

Como si fuese lo más normal del mundo, en plena crisis.

Hubo grandes manifestaciones por del cierre de fábricas emblemáticas como Jarbe y Zubal…

Pero la calle estaba repleta de negocios: los bares Alkorta, Oraiko, Azafata y Truk, la carnicería Landa, la panadería Arozena, los electrodomésticos Artegi, el bazar de Teodosia…

La droguería Gabilondo, la sastrería Agirre, la pescadería, la bodega Zelandi…

La tienda de bicicletas de Txusko, la farmacia Bidasolo…

La joyería Aranburu, la tienda de electricidad Azpeleta, Suministros industriales, la tienda de comestibles de Kartutxo, la zapatería Osoro...

Nos dijeron que estábamos locas.

Éramos jóvenes.

Vimos un solo local, cerca de casa. Aquel bajo había sido una sala de juegos; de niñas solíamos ir a jugar al futbolín, al billar y al flipper. El suelo aún sigue siendo el de entonces; dejamos las baldosas agrietadas por las máquinas recreativas. Cerramos el trato con la Ramona: un alquiler de 25.000 pesetas, ahí es nada.

Fuimos en autobús a Eibar. Allí había una tienda de electrodomésticos y discos de vinilo, se llamaba Goro. Nos enteramos de que la iban a cerrar y les compramos todo menos los electrodomésticos: los discos, los casetes y hasta los muebles. Un lío de no te menees. También conseguimos telas e hilos. En la trastienda colocamos la mesa de corte y confección y la de planchar, y frente a la ventana, las dos máquinas, una Alfa y una Sigma que jamás se han averiado.

Decidimos la distribución del local, el espacio que debían ocupar el almacén y la tienda, siguiendo el consejo del aita. La trastienda es amplia; nos sugirió que no escatimásemos en la dimensión del taller y el almacén: «Lo más importante no se hace a la vista».

Nos montó unas estanterías metálicas para organizar el material. Nosotras no habíamos dedicado ni un minuto a pensar en la trastienda. «¿Con qué pensáis llenar semejante almacén?», nos preguntaban. Trajimos el viejo escritorio de Andres, el que le regaló su madre en su época de seminarista. No hemos cambiado nada. Todo marcha, aunque se lo coma la roña y la carcoma.

Llenamos la trastienda de telas y libros en un abrir y cerrar de ojos. Vendíamos lana y agujas de ganchillo, las estanterías inferiores estaban colmadas de madejas y ovillos. Afuera, más de lo mismo: en los escaparates de la entrada, por todas partes, telas, libros y discos. Nada más cruzar la puerta, teníamos un pequeño mostrador; a un lado los elepés y los casetes, y al otro, los libros. Detrás, en la vitrina que aún conservamos, guardábamos los hilos: los de sedalina, los de torzal, los hilos para hilvanar y bordar, madejas de varios grosores para labores de ganchillo… Los hilos para crochet eran finos, caros y resistentes.

Le comprábamos la lana al peso a la fábrica Fabra i Coats de Barcelona. Había que enviar el dinero de antemano y si sobraba nos mandaban un poco de lana en un sobre; si sobraban cuarenta céntimos, pues cuarenta céntimos de lana.

¡Nos trajimos tu ajuar también, Izaskun! El día que cumpliste los catorce, la ama te regaló una dote enorme, como mandaba la tradición con la hija mayor. ¡Qué rabia te dio! «¿De qué vas?», le dijiste.

De lo que tú no vas.

Pasabas completamente de todo eso.

En cuanto abrimos la tienda, nos trajimos todos los juegos de sábanas y toallas de mi ajuar y los vendimos con otras iniciales que bordaste tú.

Habríamos sido capaces de vender a nuestra propia madre.

Era un momento delicado en la familia. Nuestros padres acababan de comprarse la casa y no tenían un duro. Hasta entonces habíamos vivido de alquiler, pero nos despacharon de un día para otro y la ama siempre apuntó alto. Se compraron la casa bien arriba, nada menos que en el octavo piso del edificio más alto del pueblo, el King Kong. Yo no estaba de acuerdo, me daba muchísima vergüenza. Aquel edificio nuevo fue muy criticado por ser gigante, extravagante y ostentoso. La casa tenía ascensor, calefacción central, 110 metros cuadrados, dos baños, lavandería y garaje. La ama contrató a una mujer de la limpieza que venía una vez por semana. En aquella cocina vi mi primer lavavajillas, que nunca se usó. La mayoría de aquellos pisos los compraron los empresarios de Elgoibar, los ricachones del pueblo. Yo me tragué mis contradicciones. La ama vivió satisfecha en su museo particular. Después de comprarse aquella casa empezó a llamar a la antigua «la caseta del perro».

Cuando vivíamos en la caseta del perro…

¡Traéme las fotos de la caseta del perro!

En la entrada, en un altarcillo, tenía el Quijote en dos volúmenes y a cada lado un sujetalibros de mármol: don Quijote y Sancho. En el suelo tenía la jirafa de ébano con su cría que le trajiste de Kenia; la madre, de un metro, y la otra, más pequeña.

Ese regalo le gustó, igual le convenció el tamaño. No era así con todos: «Vaya mierda que me has traído», me solía decir y, aun así los ponía todos a la vista.

Tenía timbres en todas las habitaciones, ese sistema que se usaba en las casas de los ricos para llamar a las criadas sin moverse ni forzar la garganta. Eran unos botoncitos al lado de las mesillas de noche, junto a los interruptores de la luz. Pero la ama vivió sola. En los noventa mandó pintar cada habitación en un color distinto: el pasillo lo puso de un salmón intenso; la sala de las cenizas del aita, verde musgo; su dormitorio de champán; la de los invitados de azul oscuro… Decoró los plafones y las molduras de escayola. Instaló hilo musical en todas las habitaciones, ni idea de para qué, si era sorda. Sería para decirles a los invitados: «¡Fijaos, hilo musical!». Colocó ambientadores en los enchufes, que eran veinte, y nos hacía rellenarlos de colonia todo el rato.

Tenía un montón de lámparas, apliques, focos, tubos halógenos… Los interruptores más modernos de aquel entonces, esos que se iluminaban al apagar la luz. Tenía tantos que era imposible adivinar con cuál se encendía cada lámpara. ¡Y tenía tan barnizado y abrillantado el suelo que se convertía en una pista de patinaje! Los niños retiraban las alfombras y se deslizaban de un lado al otro del pasillo. Le curioseaban el armario de la habitación, tenía tres cajas: una llena de pelucas, otra hasta arriba de pañuelos y otra con todo tipo de gafas.

En el salón tenía unas butacas elegantes de madera con patas curvadas, un reposapiés de tapa acolchada en el que guardaba caramelos de limón del Lidl, un sofá reclinable con un brazo elevable donde guardaba el maquillaje, el monedero para darles la paga a los niños, los pañuelos, el teléfono inalámbrico y el mando a distancia. En una esquina había un mueble muy fino con la radio y el tocadiscos en la balda de arriba, y abajo, en una parte que se abría con llave, bombones. A la izquierda, debajo de la librería, la caja fuerte. A la derecha, el mueble-bar.

Aunque era de familia más bien humilde, tenía un abrigo de Balenciaga y joyas de oro, y había puesto las pinturas del aita en marcos dorados. Sobre el cabecero de la cama había un óleo de la torre de Alzola. Para salir elegía un paraguas a juego con los zapatos y el bolso. Eso sí: reservaba las llamadas telefónicas para los domingos, que costaban menos. Hizo decorar cada baño de un color: los llamó «el baño azul» y «el baño rosa» y adornó cada uno con todos los enseres y detalles del color correspondiente: los cepillos de dientes, los jabones, las esponjas, las toallas y hasta las sales de baño. ¡No se libraba ni el papel higiénico! En el baño rosa nos limpiábamos el culo con papel de váter rosa. Nosotras lo llamábamos «cagar en rosa» y «cagar en azul».

Presionaba al aita para exprimir su talento. La ambición de la ama era un pozo sin fondo.

El aita dejó el trabajo en Sigma para vivir de la pintura. Era autodidacta, tenía un montón de libros sobre pintura: museos del mundo, libros de heráldica, enciclopedias de todo tipo, libros sobre tipografías, las obras de los artistas más destacados… Se hizo autónomo, era el único rotulista de por aquí, no había otro que hiciese ese tipo de trabajos. Hacía rótulos, murales y también cuadros al óleo por encargo: pintaba caseríos, bodegones y escenas costumbristas. Solía desplazarse en autobús a Eibar, a Azkoitia… Salía a cualquier hora, cuando le llamasen. Llevaba siempre consigo pequeños botes de pintura, papel de periódico, la cuña y cinta aislante amarilla. Le paraban todos por la calle, era alegre y cantarín. Por las noches, de vuelta en casa, seguía pintando, solía tener el caballete en la cocina.

Si tenía que hacer una pancarta, colgaba la lona de lado a lado en el pasillo.

También tejía alfombras y hacía de escaparatista para varios comercios. De niñas solíamos ir en familia a decorar el escaparate de la imprenta Jauregi: el aita y la ama ponían el escaparate y nosotras mirábamos. ¡Era una fiesta! Guirnaldas, colgaduras, adornos… y más allá, al fondo, libretas, sobres y un olor tan rico a papel…

La ama era la telefonista del aita: apuntaba todos los recados, le organizaba la agenda, le preparaba las facturas y le llevaba los cobros: «Estivariz, ¿dígame?». Apenas cruzaba el aita la puerta le decía: «Mañana tienes que ir a tal sitio; pasado, a tal otro». La ama hablaba casi siempre en imperativo y muy alto, estaba medio sorda. Hicieron algo de dinero trabajando muy duro, pero se lo gastaron todo en la nueva casa. No podían prestarnos nada.

Pedimos un préstamo de un millón y medio de pesetas en la Caja de Ahorros Provincial. El tío de mi novio de aquel tiempo regentaba una tienda de deportes y fui a pedirle consejo. Me preguntó: «¿Tenéis dinero?». Le conteste que sí, era una pipiola. «Para poner en marcha una tienda lo más importante es tener dinero». Yo asentí.

Menos mal que teníamos buenos amigos. Algunos ya tenían un empleo: Andoni, Koldo, Mallabi, Andres… y tenían algo de pasta. Según abrimos la tienda nos dimos cuenta de que no llegábamos a fin de mes. El tipo que nos vendió los muebles nos amenazó con mandarnos al cobrador del frac y no se anduvo con chiquitas, porque cada mes aparecía un hombre vestido de negro a cobrar en mano lo que debíamos. ¡Vete tú a saber quién era! Pero nos poníamos a sudar como dos pollos; no teníamos los papeles en regla, nos daba un miedo… Koldo nos prestó dinero, y también Flako, Mallabi y Andres.

Le robaste la cartilla nada más conocerle.

Abrimos la tienda en abril, empecé a salir con Andres en junio y en julio tuve que pedirle dinero: ¡sesenta y cinco mil pesetas! Ahí es nada: el sueldo de un mes. Por aquel entonces era el director de la ikastola y es lo que cobraba. Me morí de vergüenza, pero me las prestó y pudimos respirar treinta días más.

Trabajamos cinco años sin cobrar un duro. No era fácil conseguir ingresos. Recuerdo la mañana de un miércoles que sacamos diecisiete pesetas: un carrete de hilo negro.

Era duro… Primero bajo el yugo de nuestros padres y después a cuenta de los novios. No ganábamos dinero. Nada de nada, ni para cubrir gastos. En 1983 empezamos a cobrar cinco mil pesetas por semana, veinte mil al mes. Tuvieron que pasar cinco o seis años para llegar a un mísero sueldo. Sentía que vivía a cuenta de otros, no me hacía ni pizca de gracia. No me gusta comer del plato ajeno. Pero los libros no daban para matar el hambre.

Rosa Luxemburgo, El capital de Marx… Teníamos la pared izquierda llena de forraje político. ¡Solo nos compraban Jose Inazio, Andres y los troskos!

Figúrate la combinación que creamos: Marx y la mercería.

Y el capital lo ponían los novios. Antes de conocer a Andres yo salía con otro chico; aquel nos instaló todo el circuito eléctrico por nuestra cara bonita; solamente nos cobró el material. Dejé a un novio electricista y empecé con otro que era profesor, y a los dos les saqué los cuartos. ¡Toma capital, Marx!

Hay muchos tipos de punto: pespunte, punto lanzado, cordón, de remate, de cadeneta, punto artístico, de mosca, de espiga, punto escondido… El pespunte va hacia atrás para avanzar; se cose de derecha a izquierda, metes la aguja en la tela y la sacas cinco o seis puntadas más adelante, después la metes y vas hacia atrás otras cinco o seis puntadas, y otra vez hacia delante otras tantas. El punto de cordón se hace en un solo movimiento: se mete la aguja en la tela y la sacas horizontalmente al final de la puntada siguiente, zas. El punto lanzado se traza de izquierda a derecha, se mete la aguja lateralmente, de arriba abajo, para que las puntadas se unan en el medio. El punto escondido se usa para hacer dobladillos: por fuera no se ve. Con dieciséis años empecé a bordar a mano, en punto de cadeneta, un mantel de metro y medio de largo y metro y medio de ancho, para mi ajuar. Menudo trabajo me pegué: poco a poco fui formando las letras y los adornos: hojas y flores con bodoques y líneas decorativas en punto de cadeneta. Cuatro años me pasé bordando el mantel. El juego tenía una docena de servilletas, en la séptima me cansé. Me dio un ramalazo clásico y, muy romántica yo, bordé la inicial del apellido de mi novio de entonces, el electricista, una K, y la mía, una E, en el centro del mantel. Pero, ¡ay!, las vueltas que da la vida, dejamos de salir juntos y pensé: «Con lo que me ha costado…». Cerré la K por arriba y la convertí en una A, por el apellido de Andres, y dejé la E tal cual. Poco después, en las sábanas nuevas empecé a bordar al revés: primero mi E y luego la A de Andres. Eso sí fue en punto lanzado.

Ahora mismo la nuestra es la única librería de por aquí. Cuando la abrimos había cinco en el pueblo: Glaza; Jauregi, que era imprenta además de librería; Gorostiza, donde vendían libros, revistas, juguetes y material escolar, y otro pequeño negocio que se llamaba Aitor. Pablo Irureta tuvo una tiendecita en la Magdalena, pero duró pocos años. En Gorostiza, además de vender libros, ofrecían un servicio de recadista a Donostia y a Bilbo. Tenían a dos trabajando en eso. Si alguien necesitaba un hilo, una pieza, algún servicio que en el pueblo no había, pagaba al recadista y se lo conseguía en la ciudad.

Yo era de izquierdas y me gustaba la filosofía. Mis amigos más cercanos de entonces, Iñaki, Maguregi, Antxustegi, Karmelo, Ulazia y Flako, me solían hablar de ese tipo de cosas. Yo tenía muy en cuenta sus opiniones; eran mis amigos «culturetas».

Se salían de la norma.

¡Estaban totalmente fuera de la norma! Eran obreros o parados. Los que se quedaron en el pueblo, digo. Representamos una obra de teatro que se titulaba El hombre verde. El hombre verde, el raro, el chalado era Antxustegi y los demás le rodeábamos, provocándole. Hacíamos teatro político, queríamos salirnos del engranaje, ir en contra del sistema. Éramos anarcos. Utópicos. Al final nos metieron en vereda a casi todos; a los que no acabamos mal. Flako se murió. Iñaki también. Los quería mucho. Había una revista, Utopía, y otra anarquista, El Viejo Topo, que comprábamos siempre. Nos llegaba todo el rollo hippie, el underground yanqui, los ecos de Woodstock… A mí me gustaba Led Zeppelin. Antes de que la trastienda se convirtiera en nuestro lugar de encuentro, los amigos solían venir a casa. Me acuerdo de Iñaki sentado en una silla en el cuarto de coser, se quedaba mucho rato, pasaba horas allí, fumando y sin decir nada. Creo que se relajaba con el runrún de la máquina y el humo. También miraba la tele con la ama. Ellos no tenían televisor en casa y se traía a sus hermanos a ver el fútbol y el tenis. Mientras yo cosía, ellos se sentaban al lado de la ama en el sofá. Parecían la sultana y sus tres siervos, con lo gorda que era la ama y lo flacos y larguiruchos que eran los hermanos.

Pero tú empezaste a salir con Jose Inazio.

Me gustaban los anarcos, pero sentía que no era mi camino, no del todo. Me fascinaban, pero eran demasiado rompedores, estaban out del todo. Jose Inazio era distinto; estar con él era como volver a casa. Jose Inazio era tranquilo, escuchaba música clásica, era montañero… No tan hombre verde. Me daba calma y libertad. Ni nuestros padres, ni mis amigos: fue Jose Inazio quien logró sosegarme. De no ser por él habría caído en el exceso, se me habrían reventado las costuras. A pesar de todo, no dejé de salir con mis amigos anarco-culturetas. Íbamos de bar en bar, poteábamos, hablábamos, fumábamos. Sus vidas eran auténticos torbellinos, eran unos chicos despiertos, tremendamente listos. A mí me daba mucha envidia su capacidad intelectual. Me encantaba conversar con ellos. No estoy muy segura de lo que aprendí de ellos, quizá no aprendiera nada, pero era estimulante, inspirador. Sin embargo, yo necesitaba a alguien que me pusiera los pies en la tierra.

Un contrapeso.

Flako se enganchó a las drogas duras; Iñaki se perdió en el mundo utópico con sus canutos, se volvió totalmente antisocial… Pero lo tengo muy claro: de no haber sido por su influencia, yo nunca habría puesto en marcha una librería. Fue por ellos por los que quise unir la música, la filosofía y la política con los bordados y las labores de costura.

Nuestros amigos venían a la trastienda todas las tardes; pasaban directamente al almacén. Los viernes, cuando cerrábamos, nos íbamos de juerga.

A Iñaki, que era un portero magnífico, lo quiso fichar el Athletic; nadie lo entendió, pero les mandó a la mierda. Él lo tenía muy claro: quería montar un cineclub.

Yo me movía en un ambiente más tradicional. Mi novio electricista era un chico clásico. A medida que me iba acercando al feminismo, me fui alejando de él. Una vez fuimos a comer chorizo al salir del cine. Llegamos a la puerta del bar y me dijo: «tú no entres». Las demás chicas venían detrás. Coincidía que yo había llegado al bar junto a tres chicos y a mi novio le pareció que no procedía que una chica entrase sola en el bar con los hombres. Cuando nos alcanzó la cuadrilla, me dijo: «Entra ahora, Mari Jose». «Ahora que entre tu madre», le contesté.

Salías con él desde los catorce años, nuestros padres le querían mucho.

En aquel entonces los novios quedaban los jueves y los viernes salía cada uno con su cuadrilla. Yo me iba con mis amigos borrokas: Koldo, Zelaia… Deambulábamos entre manifestaciones, asambleas, protestas y vinos. Nos lo pasábamos pipa.

Se juntaban los borrokas y los profes. A ti te iban más los profes.

Arrate, Ana, tú y yo nos casamos con profesores; eran menos clásicos. Recuerdo que un jueves mi novio me pidió que, en adelante, los viernes me quedase en casa porque sus amigos le habían dicho que no estaba bien que yo saliese con tantos chicos. También recelaba porque yo militaba en el grupo de mujeres. Le hice frente. Solo cambió de actitud cuando le dije que quería romper con él; entonces reculó, me dijo que estuviese tranquila, que saliera con quien me diera la gana, hasta se ofreció a acudir conmigo a las asambleas… Pero no se le pueden pedir peras al olmo.

Te enamoraste de tu profesor de euskera.

Me enamoré de tal manera que me tiré dos años sin enterarme de nada, no sabía ni dónde estaba, la verdad. Me enamoré hasta las trancas. De verdad me creía que Andres era la persona más perfecta del mundo; tuvieron que pasar algunos años para darme cuenta de que tenía defectos, como todos.

En eso también somos diferentes: a mí jamás me ha pasado algo así.

Saco las plantillas para bordar, que guardo en esta caja. Conservo palabras y letras que utilizo todos los años escritas en papel de seda. También guardo la mayoría de los nombres propios que he bordado en batas escolares. Los nombres de pila han cambiado una barbaridad. Ahora se han puesto de moda los cortos: June, Jule, Unax, Nur, Kai… Existen varias tipografías, esta es la más adecuada para las batas infantiles; podría optar por tipos más redondeados, pero no se leen tan bien. Guardo letras de distintos tamaños; para las batas se suelen utilizar las pequeñas. Aún hoy uso el cuadernillo de Realce de cuando era niña, que reúne todos los tipos de letra. Cuando todavía estaba de moda bordar sábanas se solían llevar estas grafías pomposas que ahora no quiere nadie. Esta otra es la grafía vasca, al aita le gustaba mucho. Uso agujas de varios grosores: la de sesenta para labores más finas, la de ochenta para bordados corrientes, la de noventa para bordar txapelas. Hay que tener cuidado con el hilo y el carrete. Las máquinas de coser funcionan uniendo dos hilos: el que viene del huso superior, que en este caso es amarillo, y el hilo blanco que viene del eje inferior. Se debe mantener el equilibrio entre los pies y las manos, y olvidarse de los pies, que vayan solos. Hay que mantener las manos muy cerca de la aguja y olvidarse también de las manos, mirar solamente al dibujo. Es muy importante tener buena luz. Las txapelas, al ser negras, no se pueden marcar de otra forma. Las perfilo con hilo, marcando el borde de las letras. En las demás labores uso el papel de calcar. Balanceo el pedal con el pie, hacia delante y hacia atrás, sin parar. Hay que coordinar el movimiento de pies y manos. Marco la txapela por completo: así. Después, quito el papel de seda, rasgándolo para que quede solamente la silueta de las letras. Para bordar txapelas hace falta tener fuerza en las manos. Hasta ahora no me había fijado en lo viejas que se han puesto. Se elige el bastidor a medida y se tensa la parte que se va a bordar. Se repasa el contorno con un hilo conductor y después se rellenan las letras. El relleno se completa en dos capas: la capa de debajo la hago en vertical y la de