La valentía de emprender - Jaime Villouta - E-Book

La valentía de emprender E-Book

Jaime Villouta

0,0

Beschreibung

¿Quieres emprender y no sabes cómo? ¿No sabes si eres un potencial emprendedor? ¿Qué se necesita para emprender? ¿Te equivocaste alguna vez y te diste por vencido? Este libro es una invitación a que te atrevas, a que aprendas de la experiencia de alguien que pasó por todo tipo de vivencias hasta lograrlo. Un libro que da cuenta de las claves que necesitas saber para dar un paso adelante y jugártela por algo nuevo, por tu propio negocio. Todo lo que debes tener en cuenta para lograr el éxito y evitar posibles errores.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 147

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



I.S.B.N.: 978-956-12-3738-4

I.S.B.N. digital: 978-956-12-3742-1

1ª edición: noviembre 2023

Diseño de portada: Javier Fabián

Diseño interior: [email protected]

©2023 por Jaime Orlando Villouta Porcile

Inscripción 2023-A-11593

©2023 de la presente edición por Empresa Editora Zig Zag S.A.

Derechos exclusivos para todos los países.

Editado por Empresa Zig Zag S.A.

Los Conquistadores 1700, piso 10, Providencia.

Santiago de Chile.

Teléfono (56-2) 28107400

[email protected]/www.zigzag.cl

El siguiente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio mecánico, ni electrónico, de grabación, CD- Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de reproducción, sin la autorización escrita de su editor.

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

[email protected]

Para mi padre, quien me dio la libertad suficiente para llevar la vida según mis instintos; gracias a eso salí adelante.Jaime Villouta

UN EMPRENDEDOR VALIENTE

El emprendimiento se puede describir de muchas formas: una ocupación, una vocación, un estilo de vida. Pero para mí, el emprendimiento es, ante todo, un viaje. Una ruta llena de desafíos, aprendizajes y momentos inolvidables. Es tanto la meta final como el camino en sí mismo: un evolucionar y adaptación constante.

Cada vez que reviso mi propia experiencia, descubro que, en realidad, como emprendedor, yo no miro el mundo por lo que es, sino por lo que podría llegar a ser, y actúo sobre esa visión. Y si bien he vivido experiencias de infinita alegría, no puedo negar que en muchos casos, han sido fruto de un salto de fe al vacío. Un camino donde las certezas apenas existen.

Conozco al autor de estas páginas. Jaime no solo es un apasionado por el tema, sino también un emprendedor valiente. Por eso puedo asegurarte que sus palabras provienen de un conocimiento profundo del hacer, de su entrega en cada emprendimiento que construye, y en el ensayo y error que conlleva. Del deseo genuino de crear e innovar. De lo importante que es viajar ligero para alcanzar las metas que quieres.

Su historia de vida está repleta de excelentes momentos, que él, muy inteligentemente, ha podido convertir en enseñanzas y herramientas prácticas para compartir. Porque como bien dice: “Si escucho con atención y empatía la historia de un emprendedor, esa experiencia e inspiración también se terminará traspasando a mí”.

Estoy seguro de que este libro será el empujón que necesitas para materializar esa idea, ese proyecto que hace tanto tiempo llevas pensando. O incluso, te inspirará a salir de tu zona de confort, a imaginarte como emprendedor. Te ayudará a enfrentar los desafíos con determinación, a celebrar cada pequeño triunfo, y a dar la cara cuando las cosas se pongan difíciles.

El mundo del emprendimiento necesita soñadores y líderes valientes. Que este libro, escrito por Jaime, sea una guía para eso y más.

Daniel Daccarett I.

COFUNDADOR DE CORPORACIÓN EMPRENDE TU MENTE Y PRESIDENTE DE VENDOMÁTICA.

1LA HORA DE DESPABILAR Y MOVILIZARSE

Tenía dieciocho años y, después de salir de cuarto medio, pasé seis meses acostado. ¡Seis meses! De la experiencia escolar recuerdo momentos de felicidad, de opresión, de compañerismo, de frustración y, sobre todo, de recriminaciones académicas. Porque sí: era un pésimo estudiante, tenía el peor promedio del curso, ¿y saben lo curioso del asunto?, nunca me dio vergüenza que me lo recordaran. Sencillamente no me movía un pelo. A veces intentaba mejorar, concentrarme, mi mamá pagaba con mucho esfuerzo profesores particulares para que me reforzaran en las tardes, pero no había caso, no subía la mínima nota. Los contenidos de las asignaturas no los entendía ni me conmovían. Asumía que no era tonto. ¿O sí? No me importaba aclararlo; pasaba apenas de curso, y el punto es que no podía tomarle el valor al estudio o a lo que me enseñaban, era incapaz de rendir en eso que me exigían, en eso que –decían– iba a definir mi futuro.

En este escenario, en diciembre de 1997 me tocó dar la Prueba de Aptitud Académica y solo recuerdo que me aburrí muchísimo. A los pocos minutos ya no tenía qué hacer. No sabía cómo responderla, de la pregunta treinta en adelante quedé bloqueado. Iba a ser imposible continuar. Le dije a la persona que vigilaba “oiga, señora, yo me voy, no puedo terminar la prueba, no me siento bien, no podría completar nada”. Ella me miró con sospecha y me dijo “claro, joven, tiene el derecho a irse, ¿pero está seguro?”. Y la verdad es que no era rebeldía ni nada parecido. Simplemente una voz interior, una fuerza honesta, me decía que no debía estar ahí. Había egresado del colegio más exclusivo de la zona y comprendía que yo no seguiría el camino del resto de mis compañeros. Nadie de nosotros –nadie que hubiese tenido mis envidiables oportunidades– se iría a trabajar de inmediato. Se asumía que, antes de eso, todos tendríamos lugar en la universidad, pero, la verdad, yo no alcancé ni el mínimo puntaje para postular a cualquier cosa.

Y una mañana mi papá salió del baño, abrió El Mercurio, buscó mi RUT y vio mi puntaje.

–Jaime –me dijo–, ¿sabe lo que significa esto?

–Sí, papá…. O no, quizás no. No lo sé tanto.

–¿Usted sabe que estoy quebrado, que no tengo ni un peso?

–Sí, papá.

–¿Usted entiende que no le podría pagar una universidad privada, cierto?

–Sí, papá. Lo entiendo. Pero…

En ese momento mi papá me miró y, sin tocarme, me golpeó fuertemente. Me explicó en palabras lo que yo sabía, pero no quería procesar: yo no iba a ir a la universidad, no había plata para pagarme ninguna carrera. Pero lo más grave, quizás, es que yo no tenía ninguna orientación. Mis papás me querían, lo sabía, hacían lo que podían, pero no había nadie que me dijera: “Jaime, ándate por este camino, este es tu lugar, esa es tu área, dedícate a esto, tú naciste para esto”. No. Nunca tuve a alguien que me dijera eso.

Por más que me gustaba transmitir seguridad, me sentía absolutamente solo. Y comenzaría a estarlo cada vez más.

A los días sentí que la vida me pegaba palazos en la cabeza. La mañana me abatía, la tarde me nublaba, en las noches tenía sueños extraños. Me sentía un zombie. Todo me dolía o me era indiferente. De repente pasó el verano y, en marzo, cuando mis amigos comenzaban la universidad, yo –por primera vez– entendí que debía enfrentarme a la vida. ¿Pero qué significaba eso? Que mientras mis amigos de adolescencia contaban de sus vidas llenas de novedad, carretes y panoramas interesantes, yo tenía que despertar, salir de la placenta, dar a luz a un nuevo sujeto. ¿Pero cómo encontraría esa luz? Me daba vergüenza salir a la calle, me daba vergüenza contarle al mundo que no tenía un peso y de que probablemente tendría que trabajar. Yo no iba a ser el niño mimado al que le compran un auto para ir a la universidad.

Y así, paralizado, me dediqué a dormir. Comía, me acostaba, veía tele, comía, miraba el techo, volvía a comer y dormía (ahora que lo pienso, quizás me estaba cargando para funcionar el resto de mi vida). Y durante esos seis meses mi papá nunca me exigió levantarme más temprano, nunca me pidió nada. Siendo un hombre muy exigente, durante ese periodo solo me observó. Miraba mis desplazamientos (como si mirase esos programas del Animal Planet), sin pena, sin cariño, condescendencia o lástima. Solo me observaba. Y así pasaron los meses, hasta que una mañana me sentí completamente mareado. Me miré en el espejo y, no sé cómo explicarlo, de repente sentí un torbellino interno y se me ordenaron las cosas. “¿Para qué vine al mundo?”, me pregunté mirándome, “¿para qué cresta vine al mundo?”... Yo nunca he sido religioso, pero comencé a recordar la parábola de los talentos. ¿Cómo era? Según yo, algún día íbamos a morir, Dios nos recibiría en el cielo y nos preguntaría a qué vinimos al mundo. “Yo le di talentos –nos diría–, ¿usted los desarrolló?”. Y yo pensaba: chuta, si me muriera ahora, no sabría qué responderle. Le diría “Oiga, Dios, ¿sabe?, yo la verdad no sé cuál es mi talento”. O sea no lo encuentro, pero quizás lo sospecho.

Y así, despejando la niebla, o algún velo de la vida, fui al living y miré a mi padre que estaba fumando y leyendo el diario. Delante de él pegué un grito; no a él, sino a mí, o a quien sea. Le pegué un grito a la vida, supongo. Muy seco. De las entrañas. Boté todo el volcán que tenía adentro.

–¡Me aburrí de esta mierda! –dije–. ¡Me aburrí de esta mierda! Y voy a salir adelante.

–¿Y cómo lo va a hacer? –me preguntó mi papá, extrañado.

–Trabajando –le dije, sin saber muy bien lo que quería explicar, pero me retumbaba adentro–. Trabajando.

–¿Trabajando en qué?

–No sé, papá… ¡En lo que sea!, ¡en la hueá que sea! –le respondí y me puse a llorar.

Mi padre se quedó un rato en silencio, apagó el cigarrillo y titubeó:

–Eso. Eso es. Eso es, al fin... Escúcheme algo, Jaime, y que no se le olvide nunca: su talento merece incendios. Ahora vaya a buscar dónde está.

Y ahí seguí llorando y, cuando me detuve, tuve la certeza de que cambiaría mi vida.

No sé si en el momento entendí la frase de mi papá (¿mi talento merecía incendios?), pero nunca dejé de masticarla, procesarla, hasta el día de hoy, cuando menos lo espero se me aparece esa frase y la pienso.

La cosa es que al día siguiente de la catarsis fui a hablar con mi tío Guillermo y le dije que quería trabajar en su ferretería.

–¿En qué? –me preguntó–. Usted tiene dieciocho años, ¿qué sabe hacer?

–Lo que sea, tío –le respondí–, lo que sea.

Me miró como diciendo “este es el típico pendejo que quiere ser gerente a los dieciocho años, o el típico pendejo que trabajará un rato, conseguirá unas monedas y después me dejará botado”. Y yo le repetí: “De verdad, tío, yo hago lo que usted necesite, lo que usted decida...”. Después de un rato me dijo que justo necesitaba una persona para reforzar el despacho y, enseguida, me apunta un overol que estaba colgado. Y al día siguiente me lo puse y partí trabajando. Y lo hice sin descanso, como un cachorro. Buscando, buscándome.

Así comencé a trabajar, entender, valorar y agradecer las características de mi personalidad. Y aunque no había querido hacerlo (nunca me había atrevido a procesarlo) comencé a vincular mi forma de ser con el accidente que sufrí de niño. A mí no me gusta detallarlo porque suena a dar lástima o pedir que se compadezcan, pero, supongo, estar cerca de la muerte te mueve cosas y solo puedes procesarlo muchos años después. Cuando niño simplemente me dediqué a recuperarme, a desarrollar una personalidad que distrajera a la gente de mi rostro deformado. Y a pesar de que la vida me había dado una segunda oportunidad, no la estaba aprovechando: recordemos que a los dieciocho había estado acostado seis meses haciendo nada. No pues, pienso ahora, si pude sobrevivir, tenía que dedicarme a buscar dónde está el sol. Y si está nublado tengo que esperar que se abran las nubes y ponerme a esperar los rayos abajito. Ya vendrá mi momento.

A todo esto, hablo de lo que ocurrió en agosto de 1989. Yo acababa de cumplir diez años: nací un 9 de agosto y el accidente fue el 16.

En esa época mi papá era alcalde de Molina, vivíamos en una casa al frente de la plaza. Éramos tres hermanos y mi mamá esperaba otra guagua. A mí ya me habían echado de un colegio por malas notas y mi papá me había mandado al Instituto San Martín, un colegio de puros hombres. Por algún asunto (algo así como una celebración regional), ese día era feriado para algunos colegios y para otros no. Con mi hermana –que iba en el colegio de niñas Inmaculada Concepción– sí teníamos clases y mi papá no nos dejó quedarnos en casa. “Aquí nadie falta al colegio”, dijo. Y entonces, como ese día tampoco trabajaba el radiotaxi que hacía de furgón escolar, nos mandó en un colectivo que pasaba por la esquina. Mi hermana tenía once años y medio. Era de las primeras veces que viajábamos solos.

Mi nana nos fue a dejar al auto y recuerdo que yo tenía una billetera con velcro llena de billetes de quinientos pesos. El tío Joselo me había dado cinco lucas para mi cumpleaños y yo las había cambiado por diez billetes para sentirme millonario (sí, quizás desde niño me gusta hacer plata). Entonces mi nana habló con el colectivero y nos encargó: el niño se baja aquí, la niña se baja allá, y yo pagué los pasajes con mi fortuna en billetes de quinientos. Hacía mucho frío. Había neblina. Atravesamos un paso nivel y yo recuerdo todo porque nunca perdí la consciencia: un tractor se cruzó por la autopista y, en un microsegundo, alcancé a agacharme. Mi hermana no alcanzó a hacerlo. De repente la vi bañada en sangre y nunca se me olvidó su olor. No sé cómo, mi hermana había podido abrir la puerta del auto y me había sacado junto a ella. Los dos llorábamos, intentábamos abrazarnos. Luego entendí que, al agacharme, me había azotado la cabeza con el cenicero y con la guantera. Uno piensa que está viviendo un sueño.

Me llevaron a la posta, me limpiaron la cara y vi a las enfermeras asustadísimas. Yo no lloraba. Estaba impávido. Preguntaba por mi hermana y me decían que estaría bien. Pregunté qué pasaba y me explicaron que me llevarían en ambulancia a Curicó. Me operaron, un buen rato, pero algo pasó y determinaron que la intervención no era suficiente: decidieron que debían trasladarme a Santiago. Me dijeron, sin tanta explicación, que me subirían a un helicóptero. Siempre había recordado que volé junto a mi mamá, pero, ella me dice que no, que me fui solo con el equipo médico. Durante años, incluso, pensé que mi papá era un cobarde porque no había acompañado a su hijo –yo sabía que él le tenía miedo a los aviones– y eso me alejó de él. Es increíble cómo uno altera las cosas según las conveniencias o lo que le acomoda pensar de otros. Bueno, en Santiago me hicieron la primera cirugía plástica de emergencia. Lograron reconstruirme la cara, pero a medias. De ahí vendría mucho tiempo de rehabilitación y otras cirugías. Porque, como estaba en crecimiento, debían esperar que se me siguiera formando –expandiendo– la cara antes de operarme.

¿Por qué recuerdo esto? Porque pensé durante muchos años qué significaba el concepto de valentía: algo fundamental a la hora de emprender. El accidente, por su parte, formó mi personalidad porque tuve que enfrentar mi preadolescencia teniendo una cara deformada. A esa edad uno buscaba ser coqueto, que lo mirasen, pero era un monstruo. Me decían RoboCop, me molestaban por las cicatrices, y yo, como tengo muchas cosas bloqueadas en la memoria, pensé que no me habían afectado, pero hace poco tiempo un compañero de colegio me confirmó que lloraba en los recreos, que lloraba de impotencia por mostrarme al mundo con esa nariz, con ese labio, con esa frente. Recuerdo que una vez le pedí a mi abuela que me dejara darle un beso en la mejilla. Le dije: “Mama, le voy a dar un beso y usted me va a decir si siente mis cicatrices”. En el fondo quería saber si yo le daba asco. Y ella me respondió: “No, mijito, no siento nada”.

Así mi personalidad se convirtió y debí ser más seguro. Me puse más canchero: tenía que ganar en simpatía y en atrevimiento. Necesitaba hacer reír a las mujeres. Si nadie se atrevía a bailar, yo lo hacía. Y desarrollé una identidad, una personalidad extrovertida que, no me cabe ninguna duda, me ha ayudado en todas mis facetas como emprendedor. Y así, también, me protegí manejando un humor blanco y negro, esto último herencia de mi papá, que tenía un humor muy sutil y chistoso. Porque, a propósito, mi padre era muy gracioso y, sobre todo, un gran contador de historias. Para su funeral no solo pensé que se moría mi padre, sino también, todas las historias que nunca nadie más contará de ese modo. Mi papá era un seductor nato. No en el sentido de mujeriego, sino de encantar o hipnotizar a otros con sus formas y conversaciones. Algo muy distinto a su faceta como negociante porque era un pésimo emprendedor. Y esto no sé bien si explica mis capacidades en el área, o es una de las tantas paradojas y bromas de la vida. Pero prefiero entender lo primero: yo soy un buen emprendedor porque vi a mi padre ser un pésimo emprendedor. Y, por supuesto, esto no lo digo con rencor sino testificando un hecho interesante que me deja una pregunta: ¿de qué manera aprendemos lo que aprendemos de nuestros padres o de las personas que amamos?

2LA VERDAD DEL SOPAPO

Por supuesto que amerita hablar de mi primer negocio y, con el tiempo, hilvanar las eventualidades que me llevaron a convertirme en emprendedor. Antes de los dieciocho años, antes del fracaso académico y los seis meses de estupefacción, antes de mis años de formación en la ferretería, me dediqué al honorable oficio de fabricar y vender sopapos.