La vida de Jesús según Juan - César Franco - E-Book

La vida de Jesús según Juan E-Book

César Franco

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Beschreibung

Este ensayo de Mons. César Franco ofrece con estilo diáfano y apasionado una introducción a la vida de Jesús narrada en el evangelio de Juan, que permite al lector acceder al texto sin complicaciones, puesto que con bastante frecuencia se tiene dificultad para entender este evangelio tan diferente de los sinópticos debido a su estructura y estilo literarios y al contenido de los discursos de Jesús. Dividido en dos partes, la primera presenta claves de lectura para el evangelio, y la segunda, un comentario a los veintiún capítulos que lo conforman. Se trata de un evangelio cuya originalidad y belleza, según el autor, radican en que Juan narra la vida de Jesús a partir de su preexistencia y encarnación. Además, Juan se presenta como testigo ocular de los acontecimientos. Según Franco, «la originalidad de Juan estriba en el atrevimiento teológico y literario de componer su obra desde 'el principio', que no es el comienzo de la historia terrena de Jesús, sino de su ser en el Padre desde toda la eternidad. Esta es su genial visión, la desmesura —si podemos hablar así— de su pretensión creadora. Bendita desmesura, desde luego».

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César A. Franco Martínez

La vida de Jesús según Juan

© El autor y Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2023

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección 100XUNO, nº 124

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-1339-171-7

ISBN EPUB: 978-84-1339-504-3

Depósito Legal: M-34370-2023

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa

y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

Índice

PREFACIO

INTRODUCCIÓN

PRIMERA PARTE. ALGUNAS CLAVES DE LECTURA

I. Un evangelio-testimonio

II. ¿Quién es Jesús?

III. Una biografía dramática

IV. El viaje y los viajes de Jesús. Geografía e historia

V. Los signos de Jesús

VI. Las fiestas judías en la vida de Jesús

VII. Los discursos de Jesús y la lengua del evangelio de Juan

SEGUNDA PARTE. LOS 21 CAPÍTULOS DE LA VIDA DE JESÚS

Preámbulo. Cristo, Principio y Fin, Alfa y Omega

I. Los dos prólogos

El prólogo de la preexistencia del verbo

El prólogo de la historia de Jesucristo

II. Comienzo de los signos y el templo nuevo

III. Nicodemo y el maestro que viene de Dios

IV. Samaría acoge al Mesías

V. Jesús, Hijo de Dios, y el conflicto del sábado

VI. Jesús es el pan de la vida

VII. Jesús promete el agua del Espíritu

VIII. El «Yo soy» de Jesús

IX. La curación del ciego y el juicio de Jesús

X. Jesús: la puerta, el pastor y el templo

XI. Jesús es la resurrección y la vida

XII. Anuncio de la muerte y fin del ministerio

XIII. El amor hasta el extremo

XIV. Discurso de despedida en la cena

XV. La vid y los sarmientos

XVI. Jesús y el Paráclito

XVII. La última oración de Jesús

XVIII. La pasión de Jesús

XIX. Condena y muerte de Jesús: Todo está cumplido

XX. El sepulcro vacío y las apariciones

XXI. Retorno al principio y mirada hacia el fin

BIBLIOGRAFÍA

A mi buen amigo

Juan Antonio,

sacerdote

y enfermero cabal

en tiempo de prueba.

PREFACIO

El propósito de este libro es ofrecer una introducción a la vida de Jesús narrada en el evangelio de Juan. Con bastante frecuencia los lectores tienen dificultad para entender este evangelio tan diferente, por su estilo literario y por el contenido de los discursos de Jesús, de los que llamamos sinópticos. A excepción de los relatos de milagros y de la narración de la pasión y muerte, seguida de las apariciones, el cuarto evangelio parece inaccesible y se abandona su lectura, lo cual es privarse de un extraordinario tesoro. El biblista L. A. Schökel dice que «el originalísimo libro de Juan es un evangelio. Si atendemos a la intención básica, proclamar la fe en Jesús para provocar la fe en otros, es el más puro y radical» (Biblia, III,229).

Tal afirmación no va en detrimento de los otros evangelios, ni mucho menos. Subraya, sin embargo, la originalidad de Juan reconocida por todos los estudiosos, la cual radica en el hecho de que todo el evangelio saca a la luz lo sucedido en la encarnación: «El Verbo se hizo carne». La carne de Jesús es el lugar de la revelación de Dios y de la manifestación visible de su gloria. La trascendencia de este hecho se magnifica si consideramos que el autor de este evangelio es un testigo ocular de los acontecimientos: cuenta lo que ha visto y oído. Afirma, además, que lo visto y oído por él es lo que el Verbo encarnado, Jesucristo, ha visto y oído del Padre. El Verbo se ha hecho carne para revelarnos a Dios en sí mismo, en lo que dice y hace. Según Schlier, «en sus palabras y acciones alude a sí mismo como a aquel en el que Dios se ha entregado en favor de los hombres de una manera concreta: en su carne» (Problemas, 344).

El arte de Juan consiste en narrar la vida de Jesús a partir de este principio hermenéutico. Aquí radica su originalidad y belleza. En este sentido, como afirma Schökel, es el más puro y radical evangelio. Naturalmente, al escribir su obra, Juan no explica a los lectores las claves de su creación literaria ni los procesos seguidos en su composición. Para eso están los exegetas que han escudriñado el texto con sabio empeño sin que, por ello, hayan llegado a esclarecer todos sus secretos, como muestra el permanente debate sobre la estructura del evangelio, sus contenidos teológicos y las magistrales escenas dirigidas a revelar la identidad de Jesús. Con mi trabajo, solo pretendo ayudar al lector a introducirse en la inefable novedad de la vida de Jesús que se abre paso en el evangelio, cuya trama no contiene «multiplicidad de revelaciones, sino una única revelación: Jesús mismo y en Él, Dios» (ib., 344). Si esto es así, comprenderá el lector que cualquier estudio sobre el cuarto evangelio, por bueno y exhaustivo que sea, nunca agotará lo que el Verbo dice de sí mismo y del Padre. Así sucede con sus afirmaciones que comienzan con la fórmula «Yo soy»1, nombre que Dios revela a Moisés y Jesús utiliza para manifestarse a los hombres. No olvidemos, además, que Jesucristo es «la Palabra salida del Silencio» (Ignacio de Antioquía, Ad Magn 8,1), cuyas profundidades solo él conoce en plenitud.

La originalidad de Juan estriba en el atrevimiento teológico y literario de componer su obra desde el «principio», que no es el comienzo de la historia terrena de Jesús, sino de su ser en el Padre desde toda la eternidad. Esta es su genial visión, la desmesura —si podemos hablar así— de su pretensión creadora. Bendita desmesura, desde luego, que nos permite, guiados por su mano, entrar en el abismo insondable del Dios eterno manifestado en Jesús de Nazaret, el Hijo amado del Padre. Lo que ha dado en llamarse la escatología realizada en Juan es la consecuencia lógica de lo sucedido en la encarnación del Verbo. Ese es el intento de Juan, su afán por hacer ver y oír al Hijo de Dios que él conoció en la carne, a saber, contarnos su vida y, en cierto sentido, escuchar de sus labios lo que dijo a la samaritana y al ciego de nacimiento: Soy yo, el que habla contigo, el que estás viendo. Al situarnos en la proximidad de su carne humana, que podemos tocar con las manos de la Magdalena y de Tomás, comprendemos que Dios se nos revela de modo definitivo; es decir, que «por la revelación del Verbo hecho carne de la historia, todo el mundo se halla —ahora ya— en presencia del último día» (ib., 348).

***

La estructura del libro tiene dos partes: la primera presenta algunas claves para la lectura del evangelio; y la segunda consiste en un comentario a los 21 capítulos del evangelio con la mirada puesta en la vida de Jesús tal como la cuenta Juan.

Al escribir el texto he evitado todos los tecnicismos de la exégesis que pueden estorbar a la lectura del argumento fundamental. De ahí que no haya notas a pie de página, sino que me refiera a los estudios sobre Juan con paréntesis dentro del texto con alguna palabra del título del libro o artículo citado en la bibliografía, seguido del número de la página. En cuanto a la trascripción de alguna palabra griega, lo hago de la manera más simple posible. Las citas de la Biblia están tomadas de la traducción de la Biblia de la Conferencia Episcopal, aunque en ocasiones me aparto de ella y ofrezco la mía o la de otros traductores. Por lo que se refiere a las citas del cuarto evangelio, en el comentario de sus pasajes, evito la abreviatura —Jn— para no sobrecargar el texto y aligerar su lectura; y me conformo con escribir el capítulo y el versículo, o solo el versículo, cuando doy por supuesto que no he salido del pasaje evangélico que comento. Solo cuando es muy necesario, aludo a problemas del texto para que el lector comprenda su dificultad y no piense que me guardo cartas en la manga al hacer alguna interpretación. Desde el principio quiero dejar claro que leo el texto como una unidad literaria, cuyo autor en mi opinión es el apóstol Juan, aunque en determinados pasajes me refiera a las dificultades que entraña esta posición discutida por otros. Tratándose del cuarto evangelio, es obvio que mi deseo sintoniza plenamente con el de Juan: «Estas cosas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre» (20,31).

INTRODUCCIÓN

Quien desea conocer la vida de Jesucristo —sea creyente o no— acude de modo espontáneo a los evangelios con la convicción de que encontrará la información que busca. Los evangelios han pasado a la historia como las primeras biografías de Jesús de Nazaret. Así se han leído desde su aparición. El evangelio de Marcos es considerado por muchos estudiosos como el primero de esta serie de biografías. La razón de que los evangelios hayan sido considerados como biografías es que, fuera de ellos, no tenemos escritos tan completos sobre lo que Jesús hizo y dijo y, especialmente, sobre los acontecimientos finales de su vida, es decir, su pasión y su muerte.

Ahora bien, leídos como biografías de Jesús según el concepto moderno de biografía, llama la atención sus llamativas lagunas: en ellos no se ofrece una descripción detallada de la fisonomía de Jesús, ni de su sicología o personalidad. Nada se dice de sus gustos y aficiones ni de su formación como rabí. Nada —o muy poco, si exceptuamos a Lucas y Mateo— de su infancia, adolescencia y juventud, ni del trabajo al que se dedicó durante su vida oculta. La extensión de los evangelios, por otra parte, es muy breve. Ni los 16 capítulos de Marcos ni los 28 de Mateo permiten resumir la vida de Jesús por mucho empeño que pusieran los evangelistas en hacerlo. Es claro que han realizado un enorme esfuerzo de selección de lo que para ellos constituía la vida de Jesús.

En este esfuerzo predominó el deseo de mostrar lo más peculiar, lo que hacía de él un personaje singularmente único en la historia de la humanidad. El evangelio de Marcos comienza con esta sencilla frase, clave de lectura de toda su obra: «Comienzo del Evangelio de Jesucristo Hijo de Dios» (Mc 1,1). Al dar a este tipo de biografía el calificativo de evangelio se afirma algo original en la historia de la literatura antigua: el nacimiento de un nuevo género literario, llamado evangelio. La vida de Jesús, como la cuenta Marcos, se da a conocer mediante un género acorde con la personalidad de Jesús, completamente única. Podemos decir que la persona de Jesús ha originado el género literario que vehicula la narración de sus hechos y dichos. Si la palabra evangelio significa etimológicamente «buena nueva», se deduce que la vida de Jesús es contemplada bajo la luz de su absoluta novedad que condiciona de manera definitiva el género literario a través del cual se narra. Se explica así que la palabra evangelio, escrita con minúscula, se refiera a cada uno de los evangelios canónicos que se ajustan a tal género; escrita con mayúscula, designa, sin embargo, la buena y alegre noticia que constituye el fundamento de la fe cristiana: la entrada en la historia del Hijo de Dios. Así la entiende san Pablo cuando se presenta como ministro del Evangelio. Es obvio, pues, que la historia de los acontecimientos de la vida de Jesús y la fe que han suscitado conviertan a los evangelios en unos escritos especiales que deben ser leídos en su genuino contexto. Son libros que narran la vida de un personaje histórico; y, al mismo tiempo, libros testimonios de la fe que suscitó su presencia entre los hombres. Privarlos de uno u otro aspecto sería un error que haría imposible su comprensión.

De los cuatro evangelios, el de Juan es sin duda el más original. Ha llegado a ser opinión común que Juan escribió su evangelio para completar a los tres sinópticos. Hoy día, esta opinión ha quedado obsoleta. Juan es un evangelio porque se ajusta al esquema de tal género literario. Sin embargo, comparado con los sinópticos, de los que al menos conoce a Marcos, no se ajusta a ellos, ni en su forma de narrar ni en el lenguaje utilizado. Su singular talento literario lo convierte en un evangelio que, conservando la estructura básica de tal género, presenta la vida de Jesús de forma singular y novedosa. Más parco que el resto de los evangelistas en su contenido biográfico, se explaya, sin embargo, en la presentación de los discursos de Jesús, en la descripción y explicación de los milagros, en las controversias con sus adversarios, en el simbolismo de las fiestas judías aplicado a la persona de Jesús, y en la presentación de su pasión y muerte que no solo culmina la vida de Jesús en su devenir terreno, sino que se convierte en un preludio de su exaltación definitiva a la gloria.

En su obra, además, los personajes que aparecen como interlocutores de Jesús son auténticos dramatis personae elegidos por el evangelista para desarrollar un tema fundamental en el argumento de su evangelio: la decisión a favor o en contra de Jesús. En este sentido, podemos decir que Juan ofrece un retrato de Jesús más matizado que el de los sinópticos porque, en sus encuentros con las personas del drama de su vida, expresa como ningún otro su vida interior: su pasión por el Padre y por los hombres, su amor a la verdad contenida en la Escritura, su deseo de ofrecer a los hombres la vida eterna que afirma poseer.

Esta novedad, con relación a los evangelios sinópticos, explica que el cuarto evangelio haya pasado a la historia con los calificativos de «espiritual» y «teológico», debido a la profundidad de los discursos de Jesús, que ocupan una gran parte del evangelio, y a la enseñanza que ofrece sobre el «Paráclito», exclusiva de este evangelio. Ahora bien, paralelamente a este interés por subrayar los aspectos más «espirituales» del cuarto evangelio, ha cundido también la idea de que Juan, urgido por su afán catequético de profundizar la fe, es menos fiable como relato de la vida de Jesús. De ahí que muchos estudiosos lo contraponen a los sinópticos como si estos fuesen más creíbles en cuanto documentos históricos, que, al trasmitir los hechos y dichos de Jesús, permiten reconstruir lo que se ha dado en llamar la historia de Jesús (cf. DV 19). A este respecto, Burridge afirma algo que investigadores actuales olvidan incluso hoy: «Desde la época más antigua, Juan ha sido considerado ‘evangelio espiritual’ […] mientras los ‘hechos externos’ (en realidad, las cosas corporales) fueron preservadas en los sinópticos […] Así, Juan ha sido visto como relativamente tardío y helenístico, y primariamente teológico, mientras los sinópticos fueron vistos como más antiguos y judíos, y por ello, según este argumento, más históricos. No sorprenderá, entonces, que Juan haya sido olvidado en las diversas búsquedas del Jesús histórico» (Burridge, Imitating Jesus, 281).

El prejuicio de que lo espiritual debe distinguirse de los hechos externos no solo ha hecho daño a Juan, sino a los sinópticos, pues también en estos los hechos de Jesús revelan lo espiritual de su persona y misión. Ningún historiador que se precie puede considerar lo espiritual como si se tratara de un «añadido» a la historia de Jesús y no uno de sus componentes esenciales. El trabajo de los expertos en Juan, especialmente desde finales del siglo pasado, ha logrado por fortuna que, en la nueva búsqueda del Jesús histórico, se reconsidere su valor gracias a lo que P. Anderson llama «la búsqueda renovada» en los estudios de Juan. Ya en 2010, J. H. Charlesworth publicó un importante ensayo reclamando un puesto para Juan en la búsqueda histórica de Jesús, es decir, un cambio de paradigma en la investigación histórica: de la exclusión de Juan a su inclusión.

El autor del cuarto evangelio, que la Tradición ha identificado con el apóstol Juan, hermano de Santiago, hijos del Zebedeo, confiesa expresamente cuál ha sido su intención al escribir el evangelio: «Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre» (20,30-31). El evangelista expresa con claridad que su intención es teológica y espiritual: provocar la fe en los lectores de su obra; pero al referirse a los «signos», que es su forma peculiar de designar los milagros de Jesús, deja claro que la fe no se sostiene sin el fundamento de lo que Jesús ha hecho a la vista de sus contemporáneos. Para no dejar dudas sobre su intención, las últimas palabras del evangelio dicen así: «Muchas otras cosas hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni el mundo entero podría contener los libros que habría que escribir» (21,25). Volveremos sobre esta sorprendente hipérbole.

Esas cosas que Jesús «hizo» forman parte del entramado de su historia. El evangelista reconoce, por tanto, que ha debido seleccionar lo que, de toda la historia de Jesús, mejor conduce a la fe en él como Mesías e Hijo de Dios. Sabemos bien que la tarea de selección y organización del material, que acabó formando parte del evangelio de Juan, es común a los cuatro evangelistas, aun cuando cada uno lo haya hecho desde su propio proyecto literario y teológico. Tratándose de «evangelios», todos coinciden en lo esencial: la Buena Nueva de la salvación, que es Jesucristo. Cada uno, sin embargo, la presenta atendiendo a sus destinatarios y a su interés por resaltar aquellos aspectos de la persona y obra de Jesús que considera más eficaces para lograr su cometido. Así se explica la dificultad de querer concordar o sincronizar los cuatro evangelios para obtener una «historia» de Jesús lo más completa posible, pues esta tarea parte de un supuesto inexistente: los evangelistas no escribieron sus obras para que los exegetas del futuro los concordaran. Así lo demuestra el poco éxito obtenido por quienes con indiscutible esfuerzo han escrito las «historias» de Jesús, tan diversas unas de otras e incluso incompatibles.

Tomemos un ejemplo de la pintura: Jesús ha sido retratado por grandes y geniales artistas. Cada uno ha plasmado en el lienzo su idea del rostro de Jesús. Dentro de una misma época, muchos retratos tienen semejanzas y diferencias. Pero si atendemos al desarrollo del arte y a la sucesión de las escuelas y estilos, se diluyen las semejanzas y crecen las diferencias. ¿Qué tiene que ver, por ejemplo, cualquiera de los retratos de Rembrandt con los del artista ruso Jawlensky? Ambos, sin embargo, dan su visión de Jesús. Algo parecido sucede con los evangelistas, con la diferencia de que estos no lo dejan todo a la imaginación, sino que cuentan con los datos objetivos de sus fuentes. Los estudiosos han señalado las diferentes perspectivas de cada uno de los tres sinópticos y sus características singulares, y, sin excepción, subrayan que la perspectiva de Juan —su particular retrato de Jesús— sin ser contradictoria, difiere notablemente de la de Mateo, Marcos y Lucas. Con sutil perspicacia dice Lagrange que «en el fondo, lo que difiere entre los sinópticos y Juan, no es la fisonomía de Jesús, es la dirección de la luz» (Lagrange, Jean, CLXXI-CLXXII). En los sinópticos, afirma, la luz viene de Jesús y se expande sobre los hombres para instruirles en su relación con Dios. También en Juan, Jesús conduce a los hombres a Dios, «pero lo encuentran en él mismo».

A partir de estas observaciones, es comprensible que, más que intentar hacer una historia de Jesús, concordando los datos de los evangelios, los investigadores prefieran ofrecer la imagen de Jesús propuesta por cada evangelista. De este modo, al subrayar lo original de cada uno, la imagen de Jesús se enriquece poderosamente y quedan abiertos horizontes que ningún evangelista ha pretendido cerrar en su propia obra. Un ejemplo de este modo de trabajar es la obra de R. A. Burridge, Four Gospels, One Jesus. A Symbolic Reading.

En esta dirección apunta el presente libro. Queremos poner el foco de atención en la vida de Jesús según aparece en el texto del cuarto evangelio considerado como una unidad literaria. Aunque en muchos estudios historia y vida llegan a ser sinónimos, preferimos hablar de vida, concepto más pluridimensional que el de historia porque engloba aspectos que para la historia —entendida desde la perspectiva del método histórico-crítico — resultan menos importantes. La vida abarca, ciertamente, los datos históricos que constituyen el trascurso en el tiempo del personaje estudiado, pero implica también el trasfondo último de la existencia perceptible solo a los ojos de quien observa lo que acontece como algo único y original, inmanente y trascendente al mismo tiempo, y se siente testigo del milagro que significa vivir. A esto se refiere Jesús cuando dice: «Bienaventurados vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. En verdad os digo que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron» (Mt 13,16-17). La vida de Jesús es más que su historia y trasciende lo que un mero historiador deja relegado en la penumbra. Que Jesús, cansado del camino, descanse junto al pozo de Jacob, es poco significativo para un historiador. Si Juan recoge este dato no es solo para resaltar su humanidad ni para indicar que a la hora sexta el sol apretaba en Samaría, sino porque el «cansancio» de Jesús tiene que ver con el trabajo del que siembra y cosecha (cf. Jn 4,6.36-38) y, en último término, con su misión de predicar el evangelio. Esta sutileza es confirmada por un dato lingüístico: en 1 Tes 5,12 y 1 Cor 16,16, el mismo adjetivo griego que significa cansado alude a la fatiga que, según Pablo, produce el anuncio del Evangelio.

En el evangelio de Juan, el término «vida» constituye uno de los pilares básicos de su argumento, presente ya en el prólogo con esta rotunda afirmación: «En él (el Verbo) estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (1,4). Esta vida es la «eterna», un calificativo que aparece insistentemente en el evangelio de Juan para definir la novedad que trae Jesús a los hombres. Paradójicamente, para dar esta vida, Jesús tiene que perder la suya, la física que posee como ser humano. Para subrayar este contraste de la vida de Jesús —o de la vida en Jesús— el evangelista utiliza dos términos griegos distintos. Cuando se refiere a la vida eterna, usa el término zōē, acompañado del adjetivo «eterna». Al tratar de la vida física, en la carne mortal, utiliza el sustantivo psychē, traducido normalmente por alma. En 10,18 su significado natural es «vida». En un contexto en que Jesús habla por vez primera sobre su muerte por los suyos, dice así: «Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre» (10,17-18). Jesús habla de su vida humana como existencia en este mundo. Es la vida que sostiene a cada hombre, la que Pedro está dispuesto a perder por Jesús (cf. 13,37-38) y la que el hombre pierde o gana en la medida en que se ame o se aborrezca a sí mismo (cf. 12,25; nótese que, en este último texto, Jesús contrapone la vida física a la vida eterna). Jesús, por tanto, habla de su vida concreta, personal, la que finalmente entregará a la muerte como gesto supremo del amor que tiene a sus amigos (cf. 15,13). Si hay un dato incuestionable de la vida de Jesús, que los teólogos han denominado proexistencia —existencia en favor de los hombres—, es precisamente el de entregar la vida por amor, explicitado en la imagen del buen pastor (cf. 10,1-10).

Ahora bien, si esta vida física de Jesús puede ser dada y recuperada de nuevo, tal como afirma, es porque es inseparable de la vida eterna que reside en él en cuanto Hijo de Dios. Cuando hablamos de la vida de Jesús no podemos trazar una frontera infranqueable entre una vida y otra, puesto que el sujeto de ambas es el mismo. En la existencia terrena de Jesús late la vida eterna que nos trae desde el Padre. Su vida humana, con sus avatares, conflictos, sufrimientos y gozos, y, sobre todo, con su trágico y glorioso desenlace de muerte y resurrección, revela con mayor o menor claridad —y también con mayor o menor percepción por parte de quienes le rodean— la vida eterna que habita en él y que, por ello, puede ser definida como «luz de los hombres». Esta relación de vida y luz, a la que se contrapone el binomio muerte y oscuridad, constituye la paradoja de Jesús o, si queremos decirlo de otro modo, el misterio de su persona.

Hay que decir, sin embargo, para que se entienda el contenido de este libro, que ambas vidas (en realidad, son una sola) son reales. No hay una verdadera y otra ficticia. Una que transcurre en el tiempo y otra que se esfuma en el mundo de las ideas o se diluye en palabras sin arraigo en la realidad. De hecho, cuando en algunas biografías o historias de Jesús, se hace abstracción de la vida que Jesús regala a este mundo, su figura pierde identidad, su poderoso atractivo y absoluta novedad. Pierde su consistencia histórica. Queda convertido en un guiñol en manos de quien lo maneja. Como mucho, queda reducido a un piadoso israelita o a un profeta entre tantos. Si Jesús entrega su vida y la recupera —transformada, naturalmente— es, en última instancia, porque él es «la Vida» (11,25; 14,6), un absoluto que impide hacer distingos o restricciones. Esto es tan claro para sus seguidores que la única correspondencia justa a lo que Jesús ha hecho por los hombres, es hacer lo mismo con los demás, como dice la primera carta de Juan, totalmente afín al pensamiento y vocabulario del cuarto evangelio: «En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos» (1 Jn 3,16). He aquí el fundamento de la moral cristiana.

La irrupción de esta vida en la escena de los hombres es tan real y contundente que se hace accesible a los sentidos como afirma el prólogo de la primera carta de Juan: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida; pues la Vida se hizo visible, y nosotros hemos visto, damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó» (1 Jn 1,1-2). Este texto, tan próximo al prólogo del cuarto evangelio, habla del Verbo de la vida, de la vida que estaba junto al Padre y que, en un momento puntual, llamado «plenitud del tiempo» (Gál 4,4), se manifestó. La insistencia en la accesibilidad a esta vida por el cauce de los sentidos —oír, ver, palpar— indica que quienes se expresan de esta manera, en un plural comunitario, han sido testigos de una experiencia vital que no puede relegarse a la subjetividad sin relación con lo real. Ver, oír, tocar es la primera experiencia humana a través de la cual llegamos al conocimiento de este mundo. Ver, oír y tocar es el fundamento sensible de la experiencia que los testigos de la vida de Jesús proclaman como fundamento de la comunión que desean establecer con todos los hombres: la experiencia de la vida del Verbo de Dios. En este sentido, el cuarto evangelio es un cauce único para rastrear la vida de Jesús, en muchos casos con idéntica o mayor objetividad y fiabilidad que los sinópticos, según ha demostrado el giro casi copernicano que la crítica contemporánea ha dado a la de quienes se consideraban «crítica independiente», cuya independencia, como ironizaba Lagrange, era de la Tradición y no de sus propios prejuicios racionalistas.

Pues bien, el que a comienzos del siglo XX era presentado como un cándido místico que no distinguía lo real de lo simbólico y solo conocía al Cristo litúrgico de la comunidad cristiana; el que apenas distinguía la geografía palestina ni respetaba la cronología sinóptica; el que inventaba los milagros de Jesús y proponía sus propias meditaciones como discursos de Jesús, es quien ha compuesto un evangelio, no solo en una fecha más temprana de lo que se suponía (finales del siglo I), sino que es fiel transmisor de una tradición fidedigna sobre Jesús y coherente con su contexto histórico (cf. Lagrange, Réalisme historique, 325-326). No sorprende, pues, que F. F. Segovia diga al hilo de sus investigaciones sobre Juan: «Yo he caracterizado el evangelio, debido a su foco sostenido sobre la figura de Jesús, como una narración biográfica […], una vida de Jesús» (Segovia, Johannine Reality, 34). Y que Koester afirme sin reservas que el evangelio de Juan «incluye más que dichos de Jesús o instrucciones religiosas de tipo general: narra una vida» (Koester, Aspects, 93).

Es evidente que esta vida hay que leerla desde la doble perspectiva que el mismo evangelista asume como criterio hermenéutico: el tiempo anterior y posterior a la pascua. El tiempo anterior a la pascua, conocido como ministerio público de Jesús, es el tiempo de la historia de Jesús que puede ser seguida por quienes le acompañan. Todo lo que sucede a la luz pública queda grabado en la memoria y formará parte de los recuerdos de su convivencia y actuación entre los hombres. En nuestro caso, sería «la memoria de Juan». El tiempo post-pascual ilumina con la luz de la resurrección todo lo acontecido anteriormente y da la clave para comprender el sentido último de los hechos y dichos de Jesús. El cuarto evangelio dedica al ministerio público de Jesús alrededor de veinte capítulos, según donde se sitúe su punto de partida; y al tiempo post-pascual solo dos capítulos (20 y 21). Esto no significa, sin embargo, que entre ambas partes del evangelio exista una fisura insalvable entre un tiempo y otro. De ninguna manera. «El evangelio —escribe Ratzinger— es, como tal, ‘recuerdo’, y eso significa: se atiene a la realidad que ha sucedido y no es una composición épica sobre Jesús tal como era y, precisamente de este modo, nos muestra a Aquel que no solo era, sino que es; Aquel que en todos los tiempos puede decir en presente: ‘Yo soy’. ‘Os aseguro que antes de que Abraham naciera, Yo soy’ (Jn 8,58). Este evangelio nos muestra al verdadero Jesús, y lo podemos utilizar tranquilamente como fuente sobre Jesús» (Ratzinger, Jesús, I, 279). «El Hijo de Dios —escribe Rigaux— une el presente con el fin, pero el presente posee ya los bienes escatológicos. De esta forma, el simbolismo es escatología realizada y escatología futura que conjugadas dan toda su densidad al ‘Yo soy’ que está más allá del tiempo» (Rigaux-Lindars, Historia de Jesús, 128).

Los evangelios se componen después de la pascua, a la luz de la resurrección y de la acción del Espíritu de Pentecostés. Toda la vida de Jesús está contemplada desde su plenitud. Esto que puede decirse de los sinópticos, tiene para Juan un especial significado. En varias ocasiones, el evangelista nos recuerda el criterio hermenéutico de que los dichos y hechos de Jesús solo pueden entenderse a la luz de su resurrección (cf. 2,22; 7,39; 20,9). Además, como señalan muchos estudiosos, el Jesús de Juan habla en ciertas ocasiones como si ya fuera el Cristo glorioso. Esto se hace particularmente notable en el discurso de despedida: Jesús parece hablar ya desde el cielo donde mora junto al Padre. Sin embargo, se encuentra aún en la tierra, hablando con los discípulos. Esta sugerente mezcla de planos tiene una clara intención: mostrar que la vida de Jesús no ha terminado con la muerte; que el Jesús glorioso es el mismo que anduvo por los caminos de Palestina; que ya en su ministerio público se dejaba ver, oír y palpar la vida que se desplegaría con luminosidad en la resurrección, la que haría desvanecer cualquier duda sobre su condición de Hijo de Dios. Para entender esta relación entre los dos tiempos o momentos de la única manifestación de Jesucristo, conviene tener presente que Juan «distingue, a veces, de forma explícita, entre el tiempo de los contemporáneos de Jesús y el tiempo de los lectores situados después de pascua; en efecto, por una parte la vida de Jesús fue como tal, una historia humana accesible a cualquier hombre, creyente o no creyente; por otra parte, solo el creyente alcanza —a posteriori— la inteligencia espiritual de la misma; los mismos hechos pueden ser vistos según la perspectiva de los contemporáneos o a la luz de la fe pascual» (cf. Léon-Dufour, Lecture, I, 16).

Incluso el artificio literario conocido como «malentendido joánico», gracias al cual una determinada afirmación de Jesús no es comprendida perfectamente y requiere que él o el evangelista la aclare, no es solo un recurso literario para captar la atención del lector y penetrar en el sentido último de lo que Jesús dice, sino que sirve también para advertirle de que las palabras de Jesús solo serán captadas rectamente cuando el Espíritu de la verdad desvele su significado pleno (cf. Manns, Johannine, 198). La primera vez que Juan utiliza este método de revelación es en la escena de la expulsión de los mercaderes del templo. Cuando los judíos le preguntan sobre los «signos» que ofrece para actuar así, Jesús responde: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré». Y sigue el relato evangélico: «Los judíos replicaron: Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días? Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús» (2,19-22).

Otro aspecto que ayuda a entender lo peculiar de la vida de Jesús narrada por Juan es lo que Stibbe ha llamado «el Cristo elusivo». Mediante un análisis de los verbos —ocultarse, buscar y encontrar— Stibbe sostiene que, para apreciar el retrato que Juan hace de Jesús, es preciso tener en cuenta la presencia elusiva de Jesús en el evangelio de Juan (Stibbe, Elusive Christ, 232). «Una de las cosas —escribe— que Juan añade a la tradición es el tema narrativo de ocultar y buscar. Hay en el cuarto evangelio una dinámica de ocultar-y-buscar durante todo el tiempo» (ib., 233). Es frecuente, en efecto, leer que el pueblo busca a Jesús y él se oculta. Unos lo buscan por razones positivas, como Nicodemo (3,1ss), el funcionario real (4,46ss) o los griegos que desean verlo (12,20-21); otros, lo buscan por razones pragmáticas, como la gente del capítulo 6, a quien ha dado de comer; finalmente, están los que, a partir del capítulo 5, lo buscan para matarlo. Naturalmente, ante estos Jesús se esconde y en ocasiones muestra su gran habilidad para escabullirse. ¿O quiere decir algo más el evangelista?

El verbo griego zētein (buscar) aparece 34 veces en Juan, un cuarto de los usos de este verbo en el Nuevo Testamento. El verbo eyriskein (encontrar) aparece 19 veces en Juan, pero solo en tres ocasiones la gente encuentra a Jesús (1,41.45; 6,25), hecho que indica su elusiva presencia. Con creces, el uso más frecuente del verbo tiene a Jesús por sujeto: es él quien provoca el encuentro. Jesús parece un ser inaprensible, tanto en su persona como en su lenguaje, difícil de comprender en ocasiones hasta para sus discípulos (cf. 6,60; 16,18). Este carácter elusivo de Jesús puede hacer referencia a la libertad soberana con que actúa y al hecho de que su vida, incluso para aquellos que buscan matarlo, no depende de los hombres sino del Padre y de sí mismo. Así lo indican sus palabras: «Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla» (10,18).

En cuanto a su manera de hablar y al contenido de su enseñanza, conviene recordar que Jesús se sitúa en un nivel, el de arriba, que contrapone al plano de los hombres, el de abajo (celeste y terrestre), lo que explica el desencuentro en la comprensión de sus palabras (cf. 3,12-13). Él viene de Dios, con quien mantiene un diálogo eterno; habla de la verdad y revela misterios insondables. No debe extrañar que no sea entendido, como sucede, según los sinópticos, en el uso de las parábolas. Se trata de alguien «que debate con los hombres el punto de observación de las infinitas diferencias entre cielo y tierra» (Stibbe, 239).

De estas consideraciones no debe deducirse que el Jesús de Juan sea, como se sostiene con frecuencia, un personaje que, a diferencia del de los sinópticos, apenas pisa tierra o se mantiene envuelto en un halo de majestad que le distancia de los hombres y en cierto modo le hace inaccesible. Esta simplificación no tiene fundamento. La humanidad de Jesús y su capacidad de simpatizar con sus contemporáneos —sean amigos o contrincantes— es patente en el evangelio de Juan. Desde su primera aparición, invita a dos discípulos del Bautista a ver dónde mora y a conocer su vida; participa en la boda de Caná; acepta encontrarse por la noche con Nicodemo para evitarle sospechas entre los fariseos; dialoga con una mujer samaritana; se acerca al paralítico de la piscina de Betesda para ofrecerle la curación; y lo mismo hace con el ciego de nacimiento; mantiene una estrecha amistad con la familia de Marta, María y Lázaro, designado por el evangelista como «el que tú amas» (11,3), y por quien llora antes de resucitarlo (11,25). Mucha gente le seguía porque veía «los signos que hacía con los enfermos» (6,2).

No es este el comportamiento de un ser distante de los hombres. Por lo que se refiere a los líderes religiosos judíos que le rechazan, discute con ellos con libertad y sostiene fuertes diatribas, claro indicio de que no huía del debate sobre su relación con Moisés, la Ley, el templo y el sábado. El trato con los discípulos es, no solo el propio del maestro, sino el del amigo que se confía a ellos, les abre su corazón y los trata con ternura, llamándolos «hijitos» (13,33). Les muestra sus afectos, sus planes, su destino y les consuela ante su partida inminente advirtiéndoles de que no los dejará huérfanos. El Jesús, Señor y Maestro, se humilla hasta el colmo de lavar los pies a los suyos, gesto propio de esclavos. Resucitado de entre los muertos, sus pruebas de afecto y cercanía tienen momentos álgidos: permite a Tomás que cumpla sus deseos de tocar sus llagas (aunque no sabemos si lo hizo); a María Magdalena, que le abrace por breves momentos; y a los siete discípulos junto al mar de Galilea les prepara una comida que sirve para reconocer su identidad de resucitado. ¿Puede darse más afecto, empatía y humanidad? ¿Se puede contraponer este Jesús con el de los sinópticos sin desdibujar los rasgos de su humanidad? Y admitiendo que el Jesús de Juan, especialmente en el relato de la pasión, rebosa una majestad que aparece eclipsada en los sinópticos, ¿acaso se puede invocar en detrimento de su entrañable relación humana que corresponde al retrato que hace de sí mismo con la imagen del buen pastor? ¡Bien sabe de esto Juan, el que reposó su cabeza en el pecho de Jesús! (cf. 13,23). Solo este detalle, con la confidencia que Jesús le hace sobre el apóstol que lo entregará, desbanca cualquier teoría sobre el carácter hierático del Jesús de Juan.

En su sentido más genuino, la resurrección saca a la luz la humanidad de Jesús y pone al descubierto la riqueza de su personalidad única. Lo más propio de Juan es que permite al lector entrar en el ámbito de la intimidad de Jesús con una percepción más viva y detallada de sus sentimientos y afectos que desea comunicar a los demás. No en vano se le ha llamado el «mistagogo divino» (Rigaux-Lindars, Historia de Jesús, 125). Esta vida íntima parece desplegarse desde el inicio del evangelio y avanzar como una marea sin resaca hacia la playa del mar de Galilea donde los apóstoles reunidos despejarán toda duda sobre quién es el que les ha preparado una comida que durará toda la historia. Fiel al principio presentado en el prólogo como fundamento de su método exegético —«hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (1,14)—, su mirada de águila escudriñará en la carne del Verbo encarnado cualquier resquicio, signo, gesto o palabra donde brille su gloria e ilumine la vida de los hombres. El arte de este narrador no consiste en el manejo de un griego excelente, libre de escollos e impropiedades. Su lenguaje es en ocasiones simple, carente de una retórica impecable, propio de un palestino cuya lengua materna era probablemente el arameo, pero capaz de utilizarlo, de manera que las «palabras de vida eterna» (6,68) de su maestro trasmitieran con la trasparencia del agua la gracia y la verdad que sus ojos habían contemplado.

PRIMERA PARTE. ALGUNAS CLAVES DE LECTURA

I. Un evangelio-testimonio

Aunque todos los evangelios tienen su origen en la experiencia personal de los que desde el principio fueron testigos directos de la vida de Jesús (cf. Lc 1,1-2), solo el autor del cuarto evangelio se presenta a sí mismo con estas palabras: «el que lo vio da testimonio» (19,35). De ahí que los comentarios de Juan resalten la importancia del testimonio en la estructura y argumento de su obra.

Ya el vocabulario confirma que estamos ante una idea fundamental del evangelio: el verbo testimoniar aparece 47 veces en los escritos de Juan; y el sustantivo testimonio, 30 veces. Solo en el evangelio, el sustantivo aparece 14 veces; y el verbo, 40. Nos hallamos, pues, ante palabras clave que ayudan a definir la naturaleza del evangelio. No sorprende, pues, que el cuarto evangelio reciba el calificativo de evangelio-testimonio. Valga, como ejemplo, el libro de E. Cothenet, La chaîne des témoins dans l´évangile de Jean, que constituye un minucioso estudio sobre los diversos testimonios que forman la cadena desde el primer eslabón, Juan Bautista, al último, el discípulo amado. Conviene recordar, además, que el evangelista fue discípulo del Precursor.

Cuando se lee con atención el evangelio, se entiende el interés de su autor por recoger todos los testimonios a su alcance para hacer valer las pretensiones de Jesús como revelador y enviado del Padre. En muchos aspectos, el cuarto evangelio deja percibir, como trasfondo, un gran juicio sobre Jesús, que concluye en el tribunal de Poncio Pilato con la condena a muerte. En momentos álgidos, Jesús tiene que defender su condición de enviado de Dios con vivos argumentos, considerados por sus enemigos como blasfemias merecedoras de la lapidación. Además de personajes históricos, como Juan Bautista y el discípulo amado, Jesús utiliza las Escrituras y a Moisés para defender la legitimidad de su misión. Más aún, apelando a su condición de Hijo de Dios, recurre al Padre y al Paráclito, como garantes de su testimonio personal.

De modo más cercano y asequible a sus oyentes, Jesús apela también a las obras que dan testimonio de él. A través de ellas, sus contemporáneos pueden descubrir que Jesús no carece de avales en este mundo, puesto que trascienden la capacidad del hombre y remiten al Padre que lo ha enviado. Dicho de otra manera, Jesús no actúa por iniciativa propia, sino que dice y hace lo que el Padre le manda. El cuarto evangelio, por tanto, presenta los variados testimonios sobre Jesús con detenimiento y agudeza, de manera que tanto el testimonio como la acción de testimoniar recorren el evangelio de principio a fin. Es muy posible, además, que el hecho de que Jesús diga que ha venido a dar testimonio (cf. 3,11; 18,37), haya influido notablemente en esta consideración tan original del cuarto evangelio, que le distingue de los sinópticos, no porque estos no testimonien la vida de Jesús, sino porque no usan estos términos como vigas maestras o criterios estructurales de sus obras. Veamos algún ejemplo.

Especialmente elocuente es el relato de la muerte de Jesús, que dice:

Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua. El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: No le quebrarán un hueso; y en otro lugar la Escritura dice: Mirarán al que traspasaron» (19,32-37; el subrayado es nuestro).

Con el texto en la mano, el que da testimonio de lo que vio y afirma que es verdadero es el discípulo amado, a quien Jesús, momentos antes de morir, le confía su madre. Sobre la dificultad de este pasaje volveremos más adelante. Subrayamos, no obstante, que el objeto del testimonio es la muerte de Jesús y la lanzada en el costado con su consiguiente efusión de sangre y agua, dos hechos perceptibles que se presentan, además, como cumplimiento de las Escrituras.

Otro pasaje que revalida para el autor su condición de testigo directo de los acontecimientos narrados es el final del evangelio, 21,24-25. Previamente, el evangelista es designado como el discípulo amado que había recostado su cabeza en el pecho del maestro y le había preguntado sobre la identidad del traidor. El interés de este final del evangelio, que suscita tanta controversia, es dejar constancia de que el discípulo amado es quien da testimonio de todo lo que ha escrito y sabe que es un testimonio veraz.

A este respecto merecen destacarse los estudios de R. Bauckham sobre el lugar del testimonio en las raíces de la tradición cristiana, con especial atención al testimonio del discípulo amado (cf. Bauckham, The Testimony). Según Moloney, Bauckham pretende mostrar que «el evangelio de Juan remite a un testigo ocular, indicado por muchos rasgos en el mismo texto y que, como un actor en el ‘juicio’ cósmico que es recogido en el evangelio de Juan, ha producido una historia basada en la vida y en la enseñanza de Jesús, pero profunda y singularmente teológica». Y añade esta rotunda afirmación: «El discípulo amado es el ‘testigo ocular’, que proporcionó el relato joánico. En verdad, él lo escribió» (Moloney, Recent Johannine, 420).

La importancia del testimonio en el evangelio de Juan ha sido subrayada también por L. Devillers. Sostiene que, junto a la estructura clásica del evangelio, puede añadirse una «estructura complementaria […] cuyo hilo de Ariadna sería la cuestión del testimonio», que contaría con tres figuras clave como testigos de Jesús: Juan Bautista, Lázaro y el discípulo amado (Devillers, Trois Témoins, 62). Dejando a un lado a Lázaro, de quien no se dice que dé testimonio de Jesús, comenzaremos con Juan el Bautista que constituye, en cierto sentido, una especie de doble del evangelista.

Aunque el cuarto evangelio afirma que Juan bautizaba, no recibe el sobrenombre de «bautista», quizás para resaltar que su importancia reside en haber dado «testimonio sobre Jesús» (Cothenet, La chaîne,19). Sea lo que sea de esta cuestión, es obvio que el cuarto evangelio concede al Bautista un puesto de excepción. Ya en el prólogo, su figura irrumpe de modo sorprendente: «Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él» (1,6-7, subrayado nuestro). Es significativo que un himno teológico, que nos saca del tiempo para situarnos en el seno de Dios, introduzca esta alusión al personaje histórico de Juan, cuya misión es idéntica a la del evangelista: conducir a los hombres a la fe en Cristo. Y, en consonancia con la enseñanza sobre la preexistencia del Verbo, se recogen también dentro del prólogo las primeras palabras del Bautista: «Juan da testimonio de él y grita diciendo: Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo» (1,15). Merece destacarse que, tanto el Precursor como el evangelista, se definen como testigos de los hechos que han visto; hechos que, según Lagrange, constituyen «el fundamento de la fe» (Réalisme historique, 328).

Fuera ya del prólogo, el evangelista narra el encuentro de Juan Bautista con los sacerdotes y levitas enviados desde Jerusalén para indagar sobre su identidad. Juan declara que no es el Mesías, ni Elías ni el Profeta, sino solo la voz que grita en el desierto: «Preparad el camino al Señor» (1,19-24). También a los fariseos, que le preguntan sobre su bautismo, Juan aclara que él solo bautiza con agua y les anuncia que en medio de ellos existe uno, a quien no conocen, que viene detrás de él y al que no es digno de desatar la correa de su sandalia (cf. 1,26-27).

Con esta misteriosa alusión, el evangelista prepara la próxima intervención del Precursor, al día siguiente, cuando ve a Jesús que se dirige a él. En esta ocasión, abandona su lenguaje elusivo para afirmar abiertamente quién es Jesús y testimoniar lo que sucedió en su bautismo. El cuarto evangelio coincide, pues, con la tradición sinóptica al presentar el bautismo de Jesús como su solemne investidura por el Espíritu que le unge como Enviado de Dios. Juan no describe ese momento, sino que introduce al Bautista para que dé testimonio en primera persona de lo que sucedió, y aplica a Jesús el título de «Cordero de Dios» que retomará en la escena siguiente de la vocación de sus primeros discípulos (cf. 1,36). He aquí el texto:

Al día siguiente, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel. Y Juan dio testimonio diciendo: He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo. Y yo lo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios (1, 29-34).

La insistencia en ver —con dos verbos griegos distintos— y en dar testimonio no pasa desapercibida. El esquema de ver-dar testimonio es el mismo que utiliza el evangelista al describir el momento en que el soldado abre con la lanza el costado de Jesús muerto en la cruz. También el Precursor ve y da testimonio de que sobre Jesús ha descendido y se ha posado el Espíritu de Dios. Son dos hechos de naturaleza distinta, pero el uso de la misma fórmula nos sitúa en el ámbito de la vida de Jesús gracias a quienes han sido testigos oculares. Más adelante se dirá del Precursor que «dio testimonio en favor de la verdad» (5,33) y que, aunque «no hizo ningún signo […] todo lo que Juan dijo de éste (Jesús) era verdad» (10,41).

Por último, el Bautista aparece de nuevo en un pasaje relacionado con su misión de bautizar (3,22-26). En él se recoge la polémica suscitada entre los discípulos de Juan. Estos le preguntan sobre el bautismo que realiza Jesús y afirman que «todo el mundo acude a él» (v.26). Lo que se ha presentado por los comentaristas como signo de cierta tensión entre el grupo de Juan y el de Jesús es, en realidad, una apasionada defensa de Jesús por parte del Precursor con un discurso que evoca la misma forma de hablar de Jesús. Después de recordar a sus discípulos que él había dado testimonio de Jesús, les responde:

Nadie puede tomarse algo para sí si no se lo dan desde el cielo. Vosotros mismos sois testigos de que yo dije: Yo no soy el Mesías, sino que he sido enviado delante de él. El que tiene la esposa es el esposo; en cambio, el amigo del esposo, que asiste y lo oye, se alegra con la voz del esposo; pues esta alegría mía está colmada. Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar. El que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra es de la tierra y habla de la tierra. El que viene del cielo está por encima de todos. De lo que ha visto y ha oído da testimonio, y nadie acepta su testimonio. El que acepta su testimonio certifica que Dios es veraz. El que Dios envió habla las palabras de Dios, porque no da el Espíritu con medida. El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en su mano. El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él (3,28-36).