La vida golpea (a veces demasiado) fuerte - Hernán de Solminihac - E-Book

La vida golpea (a veces demasiado) fuerte E-Book

Hernán de Solminihac

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Bajé de la cama con el corazón a mil y me acerqué para observarla. Como estaba acostada de lado, la tomé para girarla y la noté algo rígida… La moví, le corrí el pelo y le dije varias veces: "¡Alejandra, Alejandra!", pero no contestaba, y yo insistía: "¡Alejandra!, ¡Alejandra, dime algo, por favor!". La movía y no reaccionaba. Ahí me di cuenta de que mi señora estaba muerta. El daño cerebral de su hija mayor, Javiera, y la repentina partida de su compañera de vida por casi cuatro décadas, todo en menos de un año y medio, transformó por completo la vida del exministro de Minería y de Obras Públicas. Tuvo que aprender a navegar en medio del dolor, la impotencia y la frustración. Y, además, de la soledad, porque la vida no se detiene, sigue su curso y está en uno reinventarse y continuar adelante, o caer en un agujero profundo de angustia y desconsuelo. Hernán de Solminihac optó por lo primero: por vivir sus días con optimismo, a pesar de todo.

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EDICIONES UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILEVicerrectoría de Comunicaciones y Extensión CulturalAv. Libertador Bernardo O’Higgins 390, Santiago, Chile

[email protected]

LA VIDA GOLPEA (a veces demasiado) FUERTEHernán de Solminihac Tampier

© Inscripción Nº 2023-A-3978

Derechos reservadosAbril 2023ISBN N° 978-956-14-3096-9ISBN digital N° 978-956-14-3097-6

Diseño: Soledad Poirot OlivaImagen de portada: Margot Irarrázaval A.Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

[email protected]

CIP-Pontificia Universidad Católica de Chile

La vida golpea (a veces demasiado) fuerte / Hernán de Solminihac Tampier. 1. Solminihac Tampier, Hernán E., 1958-. 2. Familia - Aspectos sociales. 3. Luto - Aspectos psicológicos

I. Tít.2023 306.85 + DDC23 RDA

La reproducción total o parcial de esta obra está prohibida por ley. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y respetar el derecho de autor.

Índice

Agradecimientos

Prólogo

Lunes, 25 de octubre de 2021

Comienza la pesadilla

La incógnita de un diagnóstico

“La conquisté por cansancio”

Nuestros años en Texas

Los hijos, aprender a soltar

Seis meses: y se cumplió el plazo

Una nueva Javiera, una nueva vida

De ingeniero a experto en terapias alternativas

La casa de al lado

El “Pepe Grillo” de su mamá

Una bomba de esperanza

Dios, ¿por qué a mí?

La familia crece, mi nieto también

Humanitas, su gran refugio

Un vuelo profesional insospechado

La gran decepción

Te dormiste para no despertar

La vida después de Alejandra

Epílogo

Agradecimientos

La tarea de escribir un libro es compleja. Más si se trata de seres humanos y de la vida real, en la cual, por un lado, se han tenido excelentes e importantes periodos de felicidad, pero también momentos difíciles y duros. En mi caso, son estos últimos los que me llevaron a hacerlo: la enfermedad de mi hija Javiera y la partida de quien fuera mi esposa y compañera por casi cuarenta años.

Quiero empezar por agradecer a mi mujer, Alejandra Aranda, a quien conocí en 1980 cuando ella entraba a la universidad y yo estaba en mis últimos años de Ingeniería Civil. Le doy gracias por su apoyo en nuestro crecimiento mutuo como personas, profesionales, padres y abuelos. Sin ella, yo sería un hombre muy distinto y habría tenido una vida mucho más difícil.

Los hijos han sido siempre nuestra razón de ser y estamos muy agradecidos de su cariño y preocupación permanente. La familia ha ido creciendo y lo seguirá haciendo. Primero, con Felipe Bertoni, marido de Javiera; luego con Mateo, nuestro primer nieto, y Josefina Marambio, la señora de nuestro hijo Hernán. También han sido importantes en esta última etapa los pololos de ya varios años de mis hijos menores, Rosario Arellano y Tomás Arteaga. Muchas gracias a todos. Solo les pido que se mantengan unidos y ayudándose mutuamente. Nos necesitamos.

Agradezco, asimismo, a mis padres por la formación que nos entregaron tanto a mí como a mis hermanos, logrando una familia unida, con valores, principios y compromiso profundo; apoyados siempre en la fe en Dios. Mis hermanos y sus familias han sido fundamentales, especialmente en este último periodo. Lo mismo, a los padres de Alejandra, quienes fueron muy importantes en el inicio de nuestro matrimonio.

En este camino han tenido un lugar destacado los amigos, a quienes doy gracias infinitas por su permanente compañía y apoyo, sobre todo en el momento en que enfermó Javiera. Sin su cercanía, hubiese sido muy difícil sobrellevar estos tremendos dolores.

El campo ha sido muy importante en nuestras vidas y quienes nos han ayudado en la tarea de cuidarlo y hacerlo crecer, han sido clave para poder disfrutarlo. Me gustaría agradecer especialmente a Roberto Nauco, Delma Barruel, Elías Egnem (QEPD), Carmen Peters, Rogelio Novoa y Miguel Ángel Fernández.

No puedo dejar de reconocer, además, a las personas que han ayudado y se preocupan a diario de mi hija mayor, partiendo por las doctoras Marcela Valenzuela y Carolina Rivera; a las tens que la cuidan las 24 horas: Vivian Muñoz, Ángela Ortega y Beatriz Osorio; y a quienes se encargan de sus terapias diarias. Y a doña Irma Murga, quien hace años cuida con gran dedicación a Mateo.

Después de que cayó enferma Javiera –hasta el primer año de la muerte de Alejandra–, tuvimos misas especiales por ella todos los fines de semana por casi dos años y medio. Hoy las hacemos una vez al mes. Estas liturgias, unidas a nuestros rezos, han sido fundamentales para poder soportar este inmenso dolor. Nos permitieron acercarnos más a Dios y nos dieron fuerza para salir adelante. En la organización de estas ceremonias participaron muchas personas, familiares y amigos, pero quiero destacar la especial preocupación y dedicación de nuestra sobrina Cecilia Zanolli. También ha sido fundamental la participación de sacerdotes y damos gracias porque nunca nos faltó su presencia y ayuda. Cada semana alguno se hacía espacio en su ocupada agenda para realizar las misas. Destaco a los padres Juan Pablo Álamos, Juan Cristóbal Beytía, José Antonio Cordero, Carlos Cox, Cristián del Campo, Samuel Fernández, Luis Gallardo, Marcelo Gálvez, Juan Ibáñez, Gonzalo Illanes, Cristóbal Lira, Andrés Monckeberg, Fernando Montes, Agustín Moreira, Juan Pablo Moyano, Cristóbal Lira, Juan Ignacio Pacheco, Cristián Rodríguez, Pablo Walker y José Francisco Yuraszeck.

De igual forma, doy gracias de corazón a Ediciones UC, particularmente a su directora, María Angélica Zegers, quien me apoyó y orientó con esta iniciativa desde el primer día en que me acerqué a plantearle la idea de escribir este libro. Conversando con María Angélica, vimos que era importante que me ayudara una periodista y tuvimos la suerte de lograr trabajar con Paula Palacios, una excelente profesional y muy humana, quien me facilitó la redacción y estructura de este escrito. Hoy puedo decir que Paula, además de hacer un gran trabajo, me ayudó mucho en lo personal: fue como una “psicóloga” para mí. Muchas gracias, Paula.

Asimismo, este libro no existiría sin los testimonios de destacados profesionales, quienes me hicieron llegar su cariño y reconocimiento hacia el trabajo de Alejandra. Agradezco muy sinceramente a Cristián Alliende, Pilar Dañobeitía, Ricardo de Tezanos Pinto, Jordi Gaju, Karen Greenbaum, Fernando Larraín, Jorge Lesser, Ricardo Lessmann, Roberto Muñoz Laporte, Ximena Reyes, Jennifer Soto y Larry Shoemaker. Y, por cierto, a todos quienes colaboraron con sus comentarios, historias, recuerdos y reflexiones, que nos permitieron comprender mejor a Alejandra, tanto en lo humano como en lo profesional. Muchas gracias a mis hijos Hernán, Antonia y Felipe; a Felipe Bertoni, Ornella Bono, Carla Ruttiman, Lia Venezian, Luis Aranda, Mireya Hernández; al padre Carlos Cox, Luz María Budge, Vivian Muñoz, Patricia Aranda, Janet Awad, Olga Botero, Eduardo Novoa y Luis Larraín Arroyo. Sin la colaboración de todos ustedes, habría sido muy difícil llevar este libro a puerto.

Prólogo

Pocos meses después de la partida de Alejandra, me vi gratamente sorprendido con el cariño y reconocimiento que muchas personas me manifestaban por su labor profesional. Y fue en un viaje de trabajo a Calama cuando, arriba del avión, se me ocurrió la idea de escribir un libro que plasmara ese cariño, de modo de rendirle una especie de tributo a su compromiso como hija, esposa, madre, abuela, amiga y profesional.

A mi regreso de Calama me contacté con la directora de Ediciones UC, editorial con la que he publicado varios libros técnicos, muchos de ellos con ya varias reediciones a su haber. Pero, sin duda, ninguno que diera cuenta de situaciones humanas ni, menos, tan duras como las que había vivido en el último tiempo. Conversando con María Angélica, me di cuenta de que lo que tenía pensado como texto solo cumplía con el objetivo de rescatar la vida de Alejandra, pero no consideraba la posibilidad de transmitir lo que nos tocó vivir como familia desde que enfermó nuestra hija. Transitamos entonces desde un libro tributo a uno que también pudiera servir a otras personas con dolores y dificultades similares a las nuestras. Tal como, al explicarle el proceso que estaba viviendo, un señor me preguntó si había pensado en dejarle un regalo a la sociedad. Cuando le pregunté a qué se refería, me dijo: “Un libro que pueda ayudar a otros”.

Ha sido un proceso doloroso, eso sí... Y pensar que no teníamos cómo saber que esas vacaciones de febrero de 2020 en el campo de Reumén serían las últimas en que estaríamos todos juntos y felices. Sí, porque éramos felices. Estábamos en un buen momento familiar; hace poco habíamos sido abuelos de nuestro primer nieto y venía una nieta en camino. Nos encontrábamos cosechando logros profesionales y con tranquilidad económica. Nuestros cuatro hijos, ya grandes, se iban abriendo un buen camino en sus carreras y en sus vidas.

Se acercaban los tiempos de jubilar y disfrutar una nueva etapa. Sin embargo, tres meses después de ese verano, el destino y la vida dijeron otra cosa. La enfermedad de Javiera y la repentina partida de mi compañera de vida por casi cuatro décadas, todo en menos de un año y medio, nos transformó por completo. Y tuvimos que aprender a navegar en medio del dolor, la impotencia y la frustración; en mi caso, además, de la soledad: la vida no se detiene, sigue su curso, y está en uno reinventarse y continuar adelante, o caer en un agujero profundo de angustia y desconsuelo.

Opté por lo primero: por vivir mis días con optimismo, a pesar de todo. Por no planificar tanto, sino disfrutar el trayecto y los momentos. También, por entender que uno no es el primero ni el último al que le suceden desgracias o accidentes. Aprendí después que la trombosis, aunque es poco frecuente durante el embarazo, puede ocurrir debido a que, entre otros factores, las hormonas de la placenta generan una serie de cambios en la sangre, que la hacen más propensa a formar coágulos. Por lo mismo, es importante que la gente sepa, sobre todo las mujeres, que hay que tomar precauciones. Que aquellas que quieren embarazarse o ya están esperando un hijo intenten, en lo posible, realizarse exámenes previos para detectar si presentan factores que las predispongan a trombosis y así controlarlos a tiempo.

En medio de este terremoto personal y familiar, ahora más que nunca se me viene a la mente una frase que mi madre siempre repetía: “Todo sucede para mejor”. Hoy, en la situación en que nos encontramos, aún no logro entenderla, pero estoy tratando de hacerla carne día tras día; de encontrarle un sentido, un por qué nos ocurrió, y así poder sobrellevarlo. Si ya me tocó esto, tratar al menos de vivirlo lo mejor posible.

Desde que enfermó Javiera, y a poco más de un año de la muerte de Alejandra, el cariño y apoyo han sido inconmensurables. Los llamados telefónicos, las cadenas de oración, los cientos de manifestaciones de afecto me han ayudado a mí y a mis hijos a sobrellevar la partida de mi mujer y el daño cerebral que aqueja a mi hija mayor.

En las misas que organizamos para Javiera, en un minuto llegaron a conectarse ciento cincuenta computadores de manera simultánea, entre familiares, amigos y conocidos que aunaban fuerzas por ella. Ese enorme cariño, sumado a la maravillosa disposición de distintos sacerdotes que nos acompañaron y alentaron todas las semanas por casi dos años y medio, han sido reconfortantes y nos han dado la fuerza y la esperanza de que Dios nos acompaña y va a querer lo mejor para nosotros.

Lunes, 25 de octubre de 2021

Alejandra despertó ese lunes, no muy temprano. Y esa, la que sería su última mañana, no fue distinta de muchas otras que compartimos durante los meses finales, tras la enfermedad de nuestra hija y los días de pandemia que vivíamos.

Recién levantada, se reunió por Zoom con su equipo de Humanitas (su empresa de headhunting) para planificar la semana de trabajo y asignar las tareas. Eran reuniones que duraban cerca de dos horas; hablaba fuerte, escuchaba y daba instrucciones. Con su voz y presencia llenaba todos los espacios y rincones de la casa. Casi nunca la escuché echar pie atrás o dudar de sus decisiones ni de los objetivos que se proponía.

Alrededor de las 11.00 a.m. fue a la cocina y, mientras seguía trabajando en su computador, se preparó su clásico brunch, que en esa oportunidad incluyó aceitunas, queso, pepinillos, jamón y algo de pan. Luego tomó una ducha y siguió con sus asuntos.

Alejandra salió en auto a las 12.30 p.m., mientras yo trabajaba en mi escritorio. Me resultó extraño que partiera sin despedirse. La llamé enseguida, pero no contestó. Como a la hora y media después, respondió el celular. La noté feliz.

–Hola, ¡estoy en el paraíso! Aquí en el mall chino, uno nuevo que me recomendaron y lo vine a conocer –me dijo, contenta.

La escuché entusiasmada. Sabía que le encantaban los centros comerciales, las ofertas, salir a vitrinear y, por lo que me contaba, ese mall tenía todo lo que uno pudiera imaginar.

Como a las 3.00 p.m. regresó y estuvo con nuestro nieto Mateo, que ya había salido del jardín infantil. Esa tarde la vi por primera vez jugar fútbol con él. Ambos corrían detrás del balón, trataban de encajar la pelota en el arco y reían a carcajadas mientras los perros daban vueltas por el jardín. Me dio gusto verla tan bien, después de varias semanas que habían sido muy difíciles.

Estaba tan animada que incluso le pidió a nuestro hijo Hernán que la acompañara a otro mall chino cercano a la casa y que quería conocer. Pero él estaba con teletrabajo y le sugirió que fueran otro día.

Alejandra volvió al computador para seguir con sus labores de oficina. Por la tarde tenía un par de reuniones importantes con algunos clientes. Era muy estructurada con su pega y ese día no fue la excepción. Definitivamente, su trabajo la apasionaba.

Me di cuenta tarde de que Ale fue una visionaria: supo leer y comprender temprano hacia dónde iba el país; mucho antes incluso del estallido social de octubre de 2019. Entendía la tremenda inequidad y falta de diversidad que había en los altos cargos de las empresas chilenas y, desde su papel de headhunter, se propuso cambiar eso. Quería un Chile más equitativo y menos desigual. Y a esto se abocó.

Ese lunes compartimos poco, tal como venía ocurriendo de lunes a viernes durante las últimas semanas. Por mi lado, lo pasé entre comités de directorio de Codelco y reuniones de Cruzados, organización a la que pertenezco desde hace varios años y de la cual asumí la vicepresidencia en 2014. Y Alejandra estaba absorta en sus cosas, sin ganas de que le conversaran mucho. En este último tiempo, a veces sentía que vivíamos dentro de un mismo hogar, aunque en burbujas distintas.

Cerca de las 19 horas fue a la casa de al lado a visitar a nuestra hija Javiera. Daba la impresión de que su día recién cobraba sentido cuando llegaba el momento de estar con ella.

Como de costumbre, se acostó a su lado, la llenó de besos, la acarició y le conversó acerca de su día. Peinó su pelo con extremo cuidado y puso crema en sus brazos y piernas para que mantuviera la piel hidratada. Le dio las buenas noches y besó su mejilla a modo de despedida.

–Te quiero hija, descansa. Recuerda que yo estoy aquí al lado y mañana nos volveremos a ver –le dijo, mientras la acariciaba del mismo modo que cuando era una niña pequeña.

Regresó a nuestra casa cuando ya estaba oscuro. Poco rato después llegó nuestro nieto Mateo en pijama. Alejandra lo regaloneó como siempre y lo puso en la cama. Preparó su leche y lo hizo dormir.

Me acosté a las 10 de la noche, después de que mi yerno Felipe se llevara al niño dormido. Recién en ese momento pude conversar un poco más con mi mujer. Me contó cómo había visto a nuestra hija y que se había encontrado con Pelayo, el papá de una vecina, y que se habían quedado conversando un largo rato. Pensé que había sido un muy buen día para ella; “redondito”, como suele decirse.

Por supuesto, siguió conectada a su celular. Respondió un correo al doctor John Markman, agradeciéndole por habernos sugerido algunos nombres de médicos chilenos especialistas en terapias contra el dolor. Recién ahí me dormí y ella, como de costumbre, comenzó a ver una serie en el teléfono móvil.

A esa hora aún hacía bastante calor y Alejandra estaba completamente destapada. Como cada noche, había puesto varias almohadas entremedio nuestro para que yo pudiera dormir y no me molestara la luz de la pantalla.

Durante la madrugada, no recuerdo bien la hora, me levanté para ir al baño y en medio de la oscuridad vi que el celular aún estaba encendido. Asumí que continuaba viendo su serie. Me acosté y seguí durmiendo.

Desperté a las 6.30 a.m. con la idea de que sería un día tranquilo, o al menos de menor intensidad que la jornada anterior, en que había tenido reuniones por Zoom desde muy temprano y hasta el anochecer. Esa mañana tenía que ir a mi oficina del Centro Latinoamericano de Políticas Económicas y Sociales (Clapes) de la Universidad Católica, donde he participado desde su creación en el año 2014 y había asumido como director en 2018.

Estaba listo para levantarme cuando vi que Alejandra continuaba destapada; las almohadas seguían entremedio de los dos y el teléfono encendido. Nada de eso era habitual a esa hora de la mañana. Cada noche, una vez que se iba a dormir, se cubría, dejaba los aparatos electrónicos apagados sobre el velador y los cojines en el suelo. Esas señales fueron más que suficientes para sospechar que algo le pasaba.

Bajé de la cama con el corazón a mil y me acerqué para observarla. Como estaba acostada de lado, la tomé para girarla y la noté algo rígida. Tenía sus manos juntas debajo de la mejilla derecha, sus anteojos puestos y los labios muy pálidos, casi blancos; el cabello sobre la cara y los ojos cerrados. La moví, le corrí el pelo y le dije varias veces “¡Alejandra, Alejandra!”, pero no contestaba y yo insistía, “¡Alejandra!, ¡Alejandra, dime algo, por favor!”. La movía y no reaccionaba. Ahí me di cuenta de que mi señora estaba muerta.

Comienza la pesadilla

Martes 26 de mayo, 2020. Un año y medio antes.

Era una mañana fría de otoño y en Chile estábamos en plena pandemia de Covid-19. Ya llevábamos varias semanas encerrados por las cuarentenas dispuestas por el Gobierno y con Alejandra nos habíamos organizado para trabajar en la casa. Ella lo hacía en nuestra habitación, nuestros hijos en sus piezas y yo en el escritorio.

Estaba por vestirme cuando a las 7.30 a.m. sonó mi celular. Era mi yerno, Felipe Bertoni.

–Aló, suegro, hola. Tengo un tema con su hija –me dijo, afligido.

***

Javiera de Solminihac despertó esa mañana a las 7.00 a.m. Apenas abrió los ojos, lo primero que comentó a su marido fue que no se sentía bien.

–Felipe, me cuesta respirar –le dijo angustiada, cuando regresó del baño, y volvió a la cama.

Javiera tenía a Mateo, de dos años de edad, y ya había cumplido cinco meses de embarazo de su segundo hijo: una niña, a quien llamaría Amelia.

Chile estaba en el peak de la primera ola de Covid-19 y Javiera temía que la hija que esperaba se contagiara con el virus.

Su marido pensaba que esa sensación de ahogo podía ser sugestión. Al poco rato se desmayó, sentada en la cama.

Asustado, intentó hacerla reaccionar.

–¡Javi, Javi, despierta por favor… Javi! –insistía.

Luego de unos segundos, Javiera volvió en sí. Estaba alterada por la situación. Reiteró que no podía respirar. La llevó al baño y mojó su cara.

Intentó tranquilizarla. Pasaron unos minutos. Javiera volvió a desmayarse.

Fue entonces cuando Felipe sospechó que podía tratarse de algo más grave y telefoneó a su suegro, Hernán de Solminihac, para decirle que algo no andaba bien con Javiera.

Ya en la clínica, la llevaron de inmediato al sector de urgencias respiratorias y de ahí la trasladaron a la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI). Cuando lograron estabilizarla, Felipe pudo ingresar un momento a la UCI y estar con ella. La vio más tranquila, consciente, aunque seguía muy asustada y, sobre todo, preocupada por la salud de la hija que esperaban.

–Por favor, escríbele un WhatsApp al ginecólogo. Cuéntale sobre mi estado, que me han dado demasiados remedios y cómo eso puede afectar a la guagua –le pidió con pocas fuerzas a Felipe.

Un rato después de esa conversación, de un momento a otro, la salud de Javiera empeoró. Debieron ingresarla a pabellón y operarla de urgencia.

A Felipe le tocó observar en primera fila cómo los médicos entraban y salían corriendo de la sala de operaciones, entre ellos, un paramédico resucitador. En ese instante pensó lo peor.

Luego de muchas horas sin noticias, finalmente uno de los doctores tratantes informó a la familia que la operación había salido bien, aun cuando se habían presentado algunas complicaciones debido a los paros cardíacos que sufrió la joven. Les aclaró que en este tipo de situaciones solo una vez que los pacientes despiertan de la sedación es posible conocer si hay secuelas.

Apenas unas horas más tarde, Felipe se enteró de que la niña que esperaban con su mujer no pudo sobrevivir a la cirugía. Tantas situaciones extremas y en tiempo tan corto le impidieron pensar, razonar; tener plena conciencia de lo que estaba ocurriendo. Estaba en shock.

La posibilidad de perder a su hija le pasó por su cabeza al momento en que la salud de Javiera se complicó y los médicos decidieron operarla. Era una maniobra riesgosa para un niño por nacer.

Hubo un bombardeo de emociones y sentimientos. Los pensamientos no le daban tregua.

A pesar de la pena y del dolor, a esas alturas solo podía pensar en la recuperación de su mujer y en lo difícil que sería contarle que habían perdido a su segundo hijo.

***

Cuando esa mañana mi yerno Felipe me telefoneó para decirme que tenía un “tema” con mi hija, pensé que se refería a algún problema de ellos como pareja. Jamás imaginé que se trataba de una situación de salud o enfermedad de Javiera. Eso sí, por la hora de la llamada, sospeché que era algo importante y que necesitaban de mi ayuda.

–¡Voy para allá en seguida! –le contesté, sin preguntar nada. Terminé de vestirme rápido, saqué desde mi celular un pase de movilidad y partí. Me fui sin avisarle a mi señora para no despertarla y preocuparla.