Labruna. El jugador - Diego Borinsky - E-Book

Labruna. El jugador E-Book

Diego Borinsky

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Durante cuarenta de los ochenta años de vida que tenía River en el momento en que Angelito Labruna dejó el club por última vez (1981) todos los títulos logrados por el Millonario lo tuvieron como protagonista: nueve como jugador y seis como entrenador. Siempre instaló su casa a pocas cuadras del estadio de River: de Alvear y Tagle, primero, y luego del Monumental. Labruna fue el primer futbolista en ser agasajado con un partido homenaje. Labruna, a pesar de ser insider izquierdo y no el centrofoward clásico (el 10 de esa época), fue el que más goles convirtió en la historia de River, y aún se discute si está uno arriba o uno abajo de Arsenio Erico, el máximo goleador del fútbol argentino. Labruna sigue siendo el máximo artillero del superclásico. Labruna jugó 21 años seguidos en la Primera de River (por algo Juvenal lo bautizó "el Eterno"). Aunque cracks del semillero riverplatense como Moreno, Pedernera, Pipo Rossi y Di Stéfano cruzaron la vereda para jugar o ser entrenadores en Boca, Labruna siempre le fue fiel a River. Labruna disputó un Mundial con 39 años, en una época en la que los jugadores se retiraban a los 30. Diego Lucero, pluma legendaria del periodismo rioplatense, escribió: "Mientras Labruna pueda caminar, River seguirá al tope". Ya no camina Labruna, pero su legado en River es eterno.

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Labruna

El Jugador

Diego Borinsky

Labruna

El Jugador

Vida, obra y milagros

de una leyenda del fútbol argentino

Borinsky, Diego

Labruna : el jugador / Diego Borinsky. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Galerna, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-950-556-868-0

1. Biografías. I. Título.

CDD 796.334092

© 2022, Diego Borinsky

© 2022, RCP S.A.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna, ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopias, sin permiso previo del editor y/o autor.

ISBN 978-950-556-868-0

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

Diseño de tapa e interior: Pablo Alarcón | Cerúleo

Fotos de tapa e interior: Museo River y familia Labruna.

Primera edición en formato digital: mayo de 2022

Versión: 1.0

Digitalización: Proyecto 451

ÍNDICE
¿Por qué una trilogía sobre Labruna?
Agradecimientos
Infancia
Inferiores
El debut
1940
1941
1942
1943
1944
1945
1946
La Máquina
1947
1948
1949
1950
Hábitos
1951
1952
Tips, trucos y mañas
1953
1954
1955
1956
La Maquinita
1957
Partido homenaje
1958
La selección
1959
Rivales y compañeros
¿Por qué tuvo que ser así?
El superclásico
La despedida
Rangers (1960)
Mirada periodística
Rampla Juniors (1960)
El amigo
Platense (1961)
Vigencia
El Beto (Brandoni)
El Viejo
Anexo estadístico
Apéndice imágenes

¿POR QUÉ UNA TRILOGÍA SOBRE LABRUNA?

El 14 de agosto de 2020, al cumplirse 45 años de la conquista del Metropolitano 75, el título que le bajó el telón a la noche de los dieciocho interminables años sin vueltas olímpicas de River, le mandé un wasap a Omar Labruna para que me sintetizara en un mensaje de voz cómo había vivido ese momento estando en las inferiores del club y, sobre todo, cómo lo había vivido su padre, quien al asumir el cargo en enero de aquel 1975 inolvidable había profetizado en una nota con El Gráfico: “Si agarro River, es para ser campeón”. Necesitaba su testimonio para recordar en Cadena 3, la radio en la que trabajo, aquel año bisagra en la historia de River Plate.

A Omar lo había conocido en 1995, cuando asumió como ayudante de campo de Ramón Díaz la conducción técnica de River. Lo cruzaba seguido en los entrenamientos por mi trabajo en El Gráfico y le realicé varias entrevistas. En una de ellas, en la recordada confitería El Águila, frente al Monumental, punto de encuentro obligado para la mayoría de las notas en aquellos años, Omar trajo la famosa corbata con los colores de River que usaba su padre, para posar con ella para las fotos. No pude evitar la tentación de sacarme una foto con semejante prenda mítica. Mantuve el contacto con Omar a través de los años por mis tareas periodísticas; siempre el tema convocante y recurrente era Angelito, su querido padre.

Aquel 14 de agosto de 2020, Omar respondió mi inquietud con recuerdos de la jornada épica e inverosímil en que los juveniles de River derrotaron por 1-0 a sus pares de Argentinos Juniors con el gol de Rubén Norberto Bruno debido a la huelga de profesionales decretada el día anterior (un partido que debió haber jugado el propio Omar) y, tres semanas después, el 3 de septiembre, me llamó al celular.

—Diego, quiero que hagas el libro de mi Viejo. Me lo pidieron varias veces en todos estos años, y nunca tuve el deseo, pero ahora me dieron ganas. Creo que es el momento. Estoy con un proyecto de hacer la Fundación Ángel Labruna y me encantaría que esté acompañado por un libro que cuente la historia del Viejo. Y quiero que lo hagas vos, porque te conozco bien, sos de River y escribiste dos muy buenos libros sobre Gallardo.

Ufff. ¡Qué hermoso momento! Sentí una mezcla de alegría, orgullo, nerviosismo y ansiedad al mismo tiempo. Era la segunda vez que un protagonista me pedía que le escribiera un libro. En las tres ocasiones anteriores (una con Almeyda y dos con Gallardo), había sido yo el que les había propuesto a ambos hacer sus biografías. Tuve que insistir y no darme por vencido ante diversas dificultades y negativas parciales que aparecieron en el camino. No fue sencillo. La tuve que remar.

Por otro lado, Angelito Labruna significa para mí algo muy especial, como imagino que le ocurre a la mayoría de los hinchas de River. Es el emblema máximo, aunque por estos años venga un petiso a todo vapor con ganas de competirle. Siempre me provocó una enorme curiosidad saber cómo jugaba, cómo había conseguido meter tantos goles y, especialmente, cuál había sido su fórmula, ya como entrenador, para rescatar a River de la oscuridad (hasta ese momento) más profunda. En almuerzos compartidos con el querido Julio César Pasquato, alias Juvenal —pluma legendaria de El Gráfico, veneno de River y de una relación afectuosa con Ángel—, en el cuarto piso del edificio de Editorial Atlántida de la calle Azopardo, le escuché contar mil anécdotas de este personaje tan singular llamado Labruna. Después, no solo a Omar, sino a todos los muchachos que habían sido dirigidos por Ángel en River, los indagué una y otra vez, en más de una nota conmemorativa, para comprender cómo era ese hombre cuyo recuerdo generaba miles de anécdotas y sonrisas en cualquier charla futbolera.

En mi caso, empecé a ir a la cancha en 1975, de la mano de mi viejo. Tenía 7 años. Viví todo el ciclo Labruna con la curiosidad y la alegría de esos instantes únicos en que uno descubre un mundo nuevo. El registro que conservo de mi primer partido es el de un River-Newell’s en el Monumental. Y lo recuerdo asociado a cuestiones climáticas: habíamos arrancado ganando a poquito de empezar el partido en un día de sol y lo terminamos perdiendo por goleada bajo la lluvia. Con el tiempo supe que ese 13 de abril de 1975, por la fecha 14 del Metropolitano, River dejaba su invicto del flamante ciclo Labruna, después de once triunfos y dos empates. Si Angelito se hubiera enterado en ese momento, seguramente habría emitido mi certificado de defunción futbolero allí mismo: “Que este pibe no venga nunca más a la cancha, es yeta”. No podía esperarse menos de un cabulero de ley como Labruna.

Por suerte, las cosas se enderezaron para mí tras aquel estreno fatídico y pude ver muchas veces campeón a River a partir de 1975. Como hincha, luego como periodista y en los últimos años como testigo privilegiado, escribiendo las biografías de Matías Almeyda y de Marcelo Gallardo. Como Angelito siempre estuvo atado a mis inicios en la cancha, el pedido de Omar sacudió mis cimientos emocionales. Me remitió a mi infancia futbolera.

Más allá de esas cuestiones personales, Angelito nunca dejó de estar presente en el corazón del hincha de River, aunque muriera en 1983. No solo asoma la estatua gigante de bronce a metros de la puerta principal del club (imposible no verla cada día al ingresar), sino también el vestuario local del Monumental lleva su nombre, y el puente que cruza por arriba de las avenidas Lugones y Cantilo lo mismo. A esas referencias se les sumó un detalle no menor: desde 2003, cada 28 de septiembre se celebra el día internacional del hincha de River. El 28 de septiembre es la fecha del natalicio de Angelito. Por algo la eligieron. Por si faltaba más, el 3 de octubre de 2021, con el regreso de los hinchas al Monumental tras la pandemia, y con ocasión de un nuevo duelo ante Boca, a Marcelo Gallardo no se le ocurrió mejor idea que salir al campo de juego con la mítica corbata labrunesca. Más vigencia, imposible.

A pesar de todas estas señales de identidad presentes en el alma de hincha, no hay prácticamente bibliografía sobre Labruna. Solo encontré dos obras: un libro de 25 páginas que formaba parte de una colección de ídolos populares escrita en 1954 (Vidas apasionantes. Labruna. Una moral al servicio del deporte), y que solo abarca un pequeño recorrido de su vida, y otro libro editado por Olé en 2003, en formato Olé, y que contenía una historieta para chicos que abarcaba la mitad de la publicación. O sea: casi nada.

El 21 de septiembre de 2020 dimos el puntapié inicial a este emprendimiento: visité a Omar en su oficina de avenida del Libertador al 7900, piso 10°, justo enfrente de la cancha de Defensores de Belgrano. Entré y me impactó la vista, con los ventanales hasta el piso. Es decir, todo vidrio y nada de ladrillo: no había que hacer ningún esfuerzo para observar la cancha de Defensores casi completa, campo de juego y tribunas, salvo el área grande del arco que da a Libertador. Girando un poco la cabeza hacia la derecha, a unos mil metros, asomaba la silueta inconfundible del Monumental. Parece un sitió elegido adrede: con un simple movimiento de cuello se pueden ver la segunda casa de Angelito (o la primera, en realidad, el Monumental) y, mirando hacia el frente, el sitio donde dio algunos de sus primeros pasos como entrenador y donde también se coronó campeón (en la B). Tomamos un café con Omar, yo de cara a ambos estadios, y de allí no podía surgir otra cosa que pura inspiración. No podía quitarles la vista de encima. Entre café y café, Omar me contó sobre el proyecto de la Fundación, me regaló una foto autografiada por Angelito que el propio Angelito solía llevar en la guantera del auto para obsequiar a sus admiradores (tiene una caja repleta aún) y comenzaron a brotar las anécdotas, una detrás de otra, de modo informal. Obviamente saqué mi libreta y comencé a tomar nota. Ya estaba trabajando. Allí mismo, donde instaló el cuartel central de la Fundación Ángel Labruna, nos vimos un par de veces más. En la segunda cita me entregó dos cajas llenas de fotos, objetos y documentos de su padre. Material inédito que, por supuesto, aparece volcado en estas páginas.

La primera parte del trabajo, que llevó cerca de tres meses, incluyó una búsqueda exhaustiva de archivo con todas las notas realizadas a Angelito, crónicas de sus partidos y entrevistas a personas que lo conocieron. Fue de vital importancia contar con la colección digitalizada de El Gráfico, de la revista River y de diarios de la época, provistas por el Museo River, que puso todo el material a mi disposición. ¡Muchísimas gracias al Museo!

Hice una lista de entrevistados que se fue ampliando con los días. La mayoría eran futbolistas dirigidos por Angelito en todos los equipos en los que estuvo. Sumé periodistas que lo vieron jugar, que lo trataron y que tuvieron más de un altercado con él. No había muchos excompañeros y rivales vivos, pero algunos conseguimos. Integrantes de la familia Labruna, además de Omar, le adosaron una mirada diferente: nietos, sobrinos, vecinos, una cuñada, amigos. No faltaron directivos de los clubes que dirigió y colaboradores de sus cuerpos técnicos. También historiadores de todos los clubes en los que estuvo. Superé los 135 entrevistados, con charlas de una hora en promedio con cada uno. Algunos de ellos, lamentablemente, fallecieron después de compartirme sus recuerdos.

A medida que fui sumando testimonios me di cuenta de que un solo libro no iba a alcanzar. Por varios motivos. Primero, porque no existía casi nada escrito sobre Angelito y por lo tanto había mucho por contar. Después, porque, así como su trayectoria como jugador fue monstruosa, también lo fue la que edificó como entrenador. No solo por lo que consiguió en River, al que sacó campeón después de 18 años, su Everest personal. Sino porque también le dio el primer título de la historia a un club del interior (Rosario Central), porque generó el boom de Talleres de Córdoba en 1974, porque armó el Argentinos Juniors que al año siguiente sería campeón por primera vez en su historia y luego levantaría la Libertadores, porque sacó campeón de la Primera B a Defensores de Belgrano y llevó a Platense a una semifinal ante el Estudiantes de Zubeldía que todavía no se explica cómo se le escapó. Además de esos logros, las conversaciones con gente que lo trató me ayudaron a perfilar un personaje único, genial, protagonista de miles de anécdotas curiosas y divertidas, amante de los dulces y de los burros, de relación muy cálida y singular con sus futbolistas, que más que dirigidos eran parte de su familia. El hecho de haber muerto tan joven, nueve días antes de cumplir 65 años, luego de una operación de próstata de rutina, lo terminó de proyectar a la categoría indudable de mito.

Cuando arranqué a trabajar en El Gráfico, a fines de 1992, lo hacía como apoyo en la redacción de los cronistas que venían de la cancha. Después me tocó cubrir el partido menos importante de la fecha y escribir apenas 5 líneas (la famosa tirita de la doble página con las síntesis y la tabla de posiciones), luego un día redacté una nota de natación, otra de pesas, una de remo y, poco a poco, comencé a realizar entrevistas a los protagonistas del fútbol. Notas de dos páginas, luego de tres o cuatro y cuando me di cuenta de que me quedaba corto con el espacio pasé a la nota de las 100 preguntas, que abarcaban ocho, diez y hasta 14 páginas. Y cuando el espacio de las 100 preguntas me resultó escaso, pasé a escribir libros de 400, 500 y hasta casi 600 páginas. Y ahora ya ni siquiera un libro me alcanza. Creo que el problema es mío. Necesito terreno para correr, espacio para contar, pero, bueno, eso buscaré resolverlo en otro ámbito. Lo cierto es que ante estas circunstancias se me cruzó por la cabeza hacer una colección sobre Angelito. No de siete libros, tampoco nos da el cuero para hacer la gran Harry Potter, pero ¿por qué no una trilogía?

Lo primero que pensé fue que cada uno de los tomos podría llevar los nombres del protagonista: Ángel, Amadeo y Labruna. Pero este proceso creativo suele ser bastante dinámico y tras dos meses de charlas con protagonistas y luego de ir descubriendo historias fabulosas sobre mi objeto de estudio, un día me desperté y dije: “lo tengo”. La trilogía de Angelito tiene que ser: 1) Labruna, el jugador; 2) Labruna, el técnico y 3) Labruna, el personaje. Esa división, fácil de delimitar, me ayudaría también a organizar el contenido.

El proceso de entrevistar a cada personaje arrancó con la charla, siguió con guardar el documento de Word completo, en crudo, y más tarde en ir separando los temas y mandándolos a cada una de las carpetas asignadas a cada libro. Esas tres carpetas (digitales) están divididas a su vez en otras varias carpetas y así, de a poco, se va armando la mamushka. Si es muy complicado pensar la estructura de un libro y luego escribirlo, ¡imaginen tres a la vez!

Noté muchísimo entusiasmo en cada persona con la que hablé. Muchísimo entusiasmo, muchísimo afecto y ganas de transmitirlo. Realmente me sorprendió ese aspecto humano de Angelito, que destacaron casi todos los entrevistados. Sabía, sin haberlo tratado, de su capacidad como entrenador, pero no imaginaba que fuera tan querido como persona. Al final de las charlas, la mayoría me agradeció por invitarlos a participar de la obra y por darles la chance de recordar a Angelito.

El primer ejemplar de la trilogía, este, es el que menos testimonios actuales contiene por una cuestión obvia: no hay demasiados excompañeros ni rivales de Labruna vivos que lo pueden describir como futbolista. Para evitar apelar a relatos de relatos de relatos que van distorsionando la realidad, decidí transcribir la mayor cantidad de textos de diarios y revistas tal como se publicaron en su momento. La mayoría de los testimonios conseguidos específicamente para esta trilogía aparecen en el segundo y tercer libro.

A modo de síntesis, para cerrar esta introducción y entrar en la vida del Labruna jugador, que está relatada en este primer libro en forma cronológica, presentamos a nuestro personaje con algunos datos básicos para comprender qué ha significado en la historia de River Plate.

Durante cuarenta de los ochenta años de vida que tenía River en el momento en que Labruna dejó el club por última vez (1981), todos los títulos logrados por River lo tuvieron como protagonista. Salvo el campeonato ganado en el amateurismo (1920) y los primeros tres del profesionalismo (1932, 36 y 37), años en que Labruna no había debutado aún en la Primera, en todo el resto estuvo Angelito. Fueron 15 campeonatos de liga en total: 9 como jugador (1941, 42, 45, 47, 52, 53, 55, 56, 57) y 6 como entrenador (Metro y Nacional 1975, Metro 1977, Metro y Nacional 1979 y Metro 80). Labruna participó del primer tricampeonato ganado por River (55-56-57) y también del segundo, ya como DT (1979-80). En el tercero y último (1996-97) no podía dar el presente porque había fallecido.

Labruna siempre instaló su casa a pocas cuadras del estadio de River. Por elección de sus padres en Las Heras al 2800, a cuatro cuadras del viejo estadio de Alvear y Tagle, y en Lidoro Quinteros 1322, por elección propia, a cuatro cuadras del Monumental.

Labruna fue el primer jugador en el fútbol argentino en ser agasajado con un partido homenaje (1957). Fue el que más goles convirtió en la historia de River (294 por campeonato) y aún se discute si está uno abajo, igual o uno arriba de Arsenio Erico, el máximo goleador del fútbol argentino. Sigue siendo el máximo artillero del superclásico, con 16 tantos oficiales. Fue dos veces campeón en la Bombonera como jugador (1942 y 1955) y disputó 21 temporadas consecutivas en la Primera de River. Computando los amistosos por el interior del país y las giras por América y el mundo llegó a 520 goles convertidos en 824 partidos. Bestial.

Aunque en 1947 le pronosticaron el final de su carrera porque debió estar seis meses sin entrar a un campo de juego, se retiraría 14 años después. Le pifiaron por una década y media. Por algo, Julio César Pasquato lo bautizó “el Eterno”.

Aunque cracks del semillero riverplatense como José Manuel Moreno, Adolfo Pedernera, Néstor Rossi y Alfredo Di Stéfano cruzaron la vereda para jugar o ser entrenadores en Boca, Angelito siempre le fue fiel a River, única camiseta de Primera División que defendió en el país (antes de retirarse jugó dos partidos en Platense, en Primera B). También le profesó lealtad absoluta a River en la huelga del 48, que determinó un éxodo masivo a Colombia. River sufrió como nadie esa sangría, pero Angelito se quedó firme en Núñez.

Diego Lucero, otras de las plumas distinguidas y legendarias del periodismo rioplatense, escribió una frase que simboliza como pocas la influencia de Angelito en el club donde se crio: “Mientras Labruna pueda caminar, River seguirá al tope”.

Ya no camina Labruna, pero su legado en River es eterno.

Empecemos a recorrerlo.

AGRADECIMIENTOS

El primer agradecimiento, y el más importante, es para Omar Labruna, por confiar en mí para escribir la historia de alguien tan querido como su padre.

A Beto Etchezuri, que siempre me habló con mucha pasión de Angelito por los pasillos de Torneos, o cada vez que pasaba por la puerta de su oficina, y me fue metiendo la idea en la cabeza.

A Yael Rodríguez, dueño de un museo espectacular sobre River en su casa de Unquillo, Córdoba, proveedor de muchísimo material histórico y principal impulsor de una teoría muy particular: que Marcelo Gallardo es la reencarnación de Angelito Labruna.

A Patricio Nogueira, vicepresidente del Museo River y amigo, por facilitarme todo el material periodístico que tenía sobre Labruna. A Rodrigo Daskal, presidente del Museo River, por su disposición permanente, y a Nicolás Mirelman, que me recibió en su bolichito con mucha amabilidad.

A Luis Brandoni, además de por sus actuaciones magistrales en tantas películas, por las hermosas vivencias que recogió charlando con su vecino Labruna y viajando en el micro con los jugadores en la década del 50. Y por compartirlas, claro. Y a Antonio Faná, gran amigo de Ángel, a pesar de los 19 años de diferencia, por lo mismo.

A todos los que me brindaron su testimonio para este primer libro de la trilogía (hay muchos más que aparecerán en los tomos siguientes): los exjugadores y entrenadores César Luis Menotti, Jorge Bernardo Griffa, José Yudica (q.e.p.d.), Humberto Maschio, Rodolfo Micheli, Alfredo Rojas, Mario Griguol, Roberto Saporiti, Juan Carlos Spada, Jorge Busti, Antonio D’Accorso, Miguel Ángel Rodríguez, Carlos Bulla, Aldo Poy, Juan Carlos Marenda, Daniel Carnevali, Carlos Aimar, el Zurdo Miguel Ángel López, César Laraignée y el Pato Ubaldo Matildo Fillol. Y a Osvaldo Riganti, socio vitalicio, delegado y exdirigente de River, que es un libro abierto.

Sumo a los periodistas José Luis Barrio, Alejandro Fabbri, Enrique Macaya Márquez, José Luis Ponsico, Ernesto Cherquis Bialo, Horacio del Prado, Alfredo Di Salvo, Carlos Rodríguez Duval y Carlos Ferraro (q.e.p.d.). También a los colegas brasileños Bruno Rodrigues (Folha de Sāo Paulo) y Eugenio Leal (Fox Brasil). A Fernando Raimondo, del archivo de Racing. A Danilo Díaz, José Luis “Cote” Fernández, Mario Oyarzun y Luis Urrutia O’Nell, por recordarme la etapa de Labruna en Rangers de Talca (Chile). Y a Eduardo Rivas, Miguel Aguirre Bayley y Juan Carlos Borteiro, por hacer lo mismo con la de Rampla Juniors (Uruguay).

Quiero remarcar los sitios, blogs, revistas, diarios y libros que me sirvieron para entender y desarrollar esta historia. Hay muchísimo material tomado textualmente de El Gráfico y de la revista River, también de las revistas Goles, La Cancha y Estadio, de Chile. De los diarios El Mundo, El Periódico, Democracia, Noticias Gráficas, Clarín y La Nación. Fueron de consulta permanente e imprescindible los tres tomos de La historia de River, el más grande, en anécdotas y estadísticas, escritos por el querido Marcelo Baffa (q.e.p.d.) junto con Gastón Milone y Marcelo Petrone (tienen las síntesis de todos los partidos disputados por River en su historia, oficiales y amistosos) y también la web historiaderiver.com de Sebastián Roldán. Me resultaron de mucha utilidad los libros River. El campeón del siglo, de Miguel Ángel Bertolotto, Fútbol todo tiempo e historia de La Máquina, de Carlos Peucelle, Angelito, publicado por Olé en 2003, y el blog Ser de River, de Hugo Sciutto.

Perdón si me olvidé de alguno.

Un agradecimiento especial a Pancho de Antueno por la sugerencia clave y a Patricio Carballés, por la química instantánea y la confianza. Y a quienes trabajan en Editorial Galerna, por supuesto.

Para el final, las gracias a Vero, Cami y Luli, mis tres mujeres de la casa; a mi vieja y hermanos, a mi familia en general, que me banca este tipo de locuras, y a muchos amigos, lectores y seguidores que, al enterarse del personaje que estaba diseccionando, me contagiaron su entusiasmo y me impulsaron a hacerlo. Y a mi viejo, por transmitirme su amor por el fútbol y por River. Y por llevarme al Monumental desde muy chico, que a fin de cuentas es el puntapié inicial de esta trilogía.

INFANCIA

Uno de los posibles puntos de partida de la historia que vamos a contar a partir de aquí se sitúa en Avellino, una ciudad de 53 mil habitantes, ubicada en el sur de Italia, a 40 kilómetros de Nápoles. De allí zarpó a comienzos del siglo pasado Gaetano Labruna, de profesión relojero, para tener una mejor vida en Argentina. Aquí se convirtió en Cayetano. Vino con su hijo Ángelo y se instalaron en Las Heras y Sánchez de Bustamante, barrio de Palermo, ciudad de Buenos Aires.

En un comienzo, Ángelo fue peluquero hasta que se impuso el oficio paterno y cambió tijeras y navajas por destornilladores y pinzas. Con el tiempo, Ángelo se transformó en don Ángel y se casó con una vecinita, Amalia Cavatorta. En 1917 nació Nélida, la primera hija del matrimonio, y al año siguiente, el 28 de septiembre de 1918, llegó el Gordo Ángel Amadeo. El apodo no respondía a teorías demasiado sesudas: la madre apenas lo podía cargar en sus brazos de tanto que pesaba. En 1927, nueve años más tarde, se completó la familia con el nacimiento de Eduardo Fernando, el Cholo.

“Mi padre llegó a la Argentina como tantos inmigrantes italianos que escapaban de la Primera Guerra Mundial, junto con mi abuelo y dos tíos. Dejaron su Avellino natal dispuestos a buscar futuro en nuestra tierra. Mi viejo tenía el oficio de relojero. Con el tiempo, mis tíos regresaron a Italia y mi papá instaló la relojería muy cerca de lo que fue el Parque Romano, en el mismo barrio de River”, recordó Angelito en 1975, en un repaso de su vida que hizo en la revista Goles. Unos años después, agregó una vivencia particular vinculada a sus raíces, en una entrevista con El Gráfico de 1983: “Todavía no pude conocer el pueblo de mi padre, pero tengo una anécdota bárbara. En 1951 fuimos a una gira por Europa, llegamos a Nápoles, y cuando ya estábamos arriba del micro para ir al hotel, empezó a pasearse un tipo con una foto enmarcada igual a una que tenía en mi casa. El tipo caminaba y decía ‘cugino’, ‘cugino’. Le pregunté a Liberti qué decía y me contestó que ‘cugino’ quería decir ‘primo’, o sea que el hombre era primo mío. Me bajé y en la foto estaba yo y toda mi familia. Él era hijo de un hermano de mi papá y la foto era igual a otra que teníamos en casa”.

La gira a la que se refería Labruna fue, quizás, la más importante en la historia de River. Se inició a fines de 1951 y concluyó en febrero de 1952, e incluyó una victoria por 4-3 sobre el Manchester City, la primera de un equipo argentino en Inglaterra. Y el Liberti que nombra es Antonio Vespucio Liberti, por entonces presidente de River e impulsor de la construcción del estadio Monumental. Ya profundizaremos en esa gira más adelante, porque a esta altura del relato, el hijo del relojero empieza a obsesionarse con un objeto de forma redonda que le permite divertirse todo el día con sus amigos.

La casa donde Angelito vivió su infancia en avenida Las Heras 2871 tenía un patio con dos higueras, y allí, en el fondo, pateaba y pateaba con la pelota de goma. La relojería estaba al frente. Don Ángelo no quería saber nada con que su hijo jugara al fútbol. La madre, cómplice, le pasaba el paquete con la ropa para que en los picados del potrero el futuro crack no se rompiera los zapatos ni los pantalones de vestir. Cuando el padre lo descubría jugando por el barrio, se lo llevaba y lo mandaba al rincón. “Te quedás sentado aquí hasta que se te vaya la última gota de sudor”, le recalcaba a su hijo mientras lo sentaba en el negocio en penitencia. El plantón duraba hasta que la mano de don Ángelo pasaba seca por la frente del niño.

“Yo ayudaba en la relojería. Mi padre me alentaba para que practicara deportes, pero también me exigía trabajo y estudio. A mí se me iba la mano con el fútbol. En cuanto el viejo se descuidaba, me escapaba, me iba a jugar a la pelota. El asunto era a la hora del regreso: se sacaba el cinto, ese cinto que chasqueaba duro, me daba una linda paliza y me ponía contra un rincón y ya no me descuidaba más durante el día. Me tenía muy cerca de su mesa de trabajo y no me quedaba otra alternativa que estudiar”, confesó el propio Angelito en el repaso que hizo en Goles, en 1975.

Parte de las razones de aquella postura paterna las detalló Ángel en charla con el periodista Alfredo Luis Di Salvo, partícipe de varias cenas con Labruna a fines de los 70, que están volcadas en un libro con anécdotas del superclásico: “Mi padre odiaba que yo jugase al fútbol, no quería saber nada con que anduviera por la calle. Me acuerdo de que un amiguito murió atropellado por un auto al correr detrás de una pelota, y para qué… Se ponía furioso cada vez que salía. Su objetivo era enseñarme el oficio y deseaba que fuera relojero como él, o que estudiase alguna profesión. A los relojes, yo no los podía ver y cuando me faltaban dos años para terminar el curso de maestro mayor de obras, largué todo. A mí me tiraba el potrero, no había nada que hacer. El fútbol me había atrapado. Después de mucho insistir, lo convencimos con la vieja. A partir de allí pasó a ser mi hincha número uno”.

Por suerte para el pueblo riverplatense, don Ángelo era tano pero no testarudo. Eso sí: para que su hijo no jugara en la calle lo anotó en el Club Barrio Parque, a unas cuadras de su casa. Y se transformó en el delegado del equipo, para estar cerca de él. Al mismo tiempo, como el chico tenía poca caja torácica, lo inscribió para que hiciera gimnasia en el club que tenía a cuatro cuadras, en avenida Alvear (hoy del Libertador) y Tagle, y del que él era el socio N° 580. De este modo, en noviembre de 1928, con 10 años, Ángel Amadeo Labruna fue inscripto como socio de River Plate y dio el puntapié inicial a una historia de identificación casi imposible de igualar. Si bien era un chico con muchas luces, jamás podría imaginar que 75 años más tarde se utilizaría su fecha de nacimiento para instituir el día internacional del hincha de River.

En la escuela le iba bien. Tenía afición por los dibujos y letra muy prolija. Fue dibujante en el Politécnico Piñeyro, pero no llegó al título de maestro. “De pibe quería jugar desde las 8 de la mañana hasta las 8 de la noche; dejé la carrera de constructor cuando me faltaban dos años. El otro día estuve en ATC (Argentina Televisora Color, hoy Televisión Pública) y pensaba que en ese lugar había aprendido a jugar al fútbol. Ahí estaban las canchitas de Ocampo y jugábamos por 10 centavos cada uno”, evocó Angelito en El Gráfico del 7 de junio de 1983.

El repaso de aquella etapa de ilusiones infantiles la hizo también Juvenal, quien escribió en la edición de El Gráfico del 28 de diciembre de 1971: “Lo hizo socio su padre, riverplatense, para que practicara gimnasia, a efectos de fortalecer su físico, no esmirriado ni debilucho, pero tampoco muy fuerte. Necesitaba un poco más de caja torácica y don Ángel Labruna (padre) confiaba en que los ejercicios físicos le iban a resultar beneficiosos. Las clases de gimnasia se realizaban en la amplia vereda de acceso que conducía desde la entrada de socios, sobre la avenida Alvear, cerca de la esquina de Austria, hasta el ángulo donde se unían la tribuna oficial con el ‘corralito’ de las socias. Cuando terminaban las clases, o en los descansos, los pibes jugaban al fútbol en los veredones que corrían entre la tribuna oficial y las plateas bajas. Otras veces en que andaba por ahí cerca don Manuel Lago, intendente del estadio, había que suspender los partidos; y entonces miraban practicar a los cracks de Primera o envidiaban a los muchachos de las divisiones inferiores que jugaban en cancha con arcos y todo”.

El mismo Juvenal, que había hecho sus primeros palotes en la revista River, recordó esos inicios en una nota de 1960: “El campo que no le ofrecía River Plate al pequeño Labruna en sus ganas de jugar al fútbol se lo brindaba un cuadrito de barrio: la sexta división de Barrio Parque, que integró entre los 12 y los 14 años. Su padre lo alentaba en esa afición deportiva, a tal punto que era el delegado del equipo. Jugaban partidos amistosos contra otros cuadritos que, como Barrio Parque, no estaban afiliados a club o liga alguna y que no participaban de ningún campeonato. El sistema usual para concertar los encuentros era el que todos los que pateamos alguna vez una redonda hemos conocido: el desafío. Verbal, de delegado a delegado, de capitán a capitán. O escrito en las paredes. El rival más bravo de aquellas topadas de barrio se llamaba Coronel Brandsen, cuyos pibes pasaron luego a integrar las inferiores de Ferro Carril Oeste, así como los de Barrio Parque lo hicieron como sexta división de River. Carmelo Buzurro, delegado de divisiones inferiores de River y hombre de extraordinario ojo clínico para descubrir cracks, también acompañaba al padre de Ángel como delegado de Barrio Parque”.

Desafíos verbales. O escritos en las paredes. Romanticismo puro.

Su padre consiguió los primeros botines cambiándolos por un reloj. Con Eduardo Fernando, el hermano menor, se dio la inversa que con su antecesor: el padre quiso hacerlo futbolista, después de haber vivido la experiencia con Ángel, pero Eduardo terminó siendo relojero, tras haber atajado un tiempo en Excursionistas.

El vínculo entre Angelito y River se dio prácticamente desde su nacimiento. Así lo contó don Ángelo en una nota que la revista River le hizo al goleador el 24 de diciembre de 1947 en la relojería, después de haber conquistado su cuarto título en el club. En un recuadro titulado “Canción de cuna”, el padre decía lo siguiente: “Angelito tenía que ser de River, estaba escrito. El primer berrido coincidió con el rumor cercano que en la cancha festejaba un gol de River. Después, cuando Angelito dormía, las voces de aliento que llegaban desde la tribuna de la vieja cancha, ese grito repetido de ‘¡River, River!’, que parecía empujar al equipo hacia la victoria, fue la primera canción de cuna del jugador en potencia que dormía entre las sábanas blancas, al lado de su madre”.

Angelito también comprendió desde chico que la simbiosis barrial sería para siempre. Lo afirmó en Goles (1975): “La relojería estaba a unas cuadras del viejo estadio de River. ¡Mire si no hay cosas que se juntan! ¡Como para que yo no sea hincha de River! La relojería tenía un cartel muy grande con el nombre de mi papá: Ángel Labruna. Y el viejo también fue un deportista de verdad: era ciclista, afición que traía de su tierra y que en Buenos Aires nunca dejó. Se sacrificaba laburando, y después iba a correr en la pista del propio Parque Romano”.

Don Ángelo llevaba a su hijo a ver a River a los partidos de local, a cuatro cuadras de su casa. Norberto Etchezuri, 74 años, porteño de Villa Urquiza, el periodista más cercano a Labruna a partir de la década del 70, más amigo que periodista en realidad, agrega algunos detalles sobre los hábitos de nuestro personaje. “A Ángel le gustaba ir caminando a Alvear y Tagle, le parecía una cosa monstruosa —detalla Etchezuri—. Hacía gimnasia en los playones, pero se metía en el club para ver los entrenamientos. Ángel era un buen alumno, pero le gustaba mucho el deporte. Lo que más sabía hacer era dibujar, veía un papel y un lápiz y te dibujaba cualquier pelotudez. Dibujaba muy bien. El Nolo Ferreira fue su ídolo, y se quedaba a ver sus movimientos. Ángel casi siempre vivió a unas cuadras del estadio de River. Cuando en 1954 se mudó a cuatro cuadras del Monumental, siempre decía que lo más lindo era despertarse y ver el Monumental, le alegraba la vida. El barrio River se fue formando después del estadio, con el correr de los años”.

Dentro de los recuerdos que atesoraba Angelito, uno tenía que ver con su primer maestro. Con su primer maestro de fútbol, obvio. Lo mencionó en una serie de notas que publicó la revista River en 1960 tituladas “Esto fue Labruna” y que permite dilucidar un enigma que, al momento de confeccionar estos libros, permanecía en unos cuantos protagonistas que fueron entrevistados: “¿Angelito era zurdo o derecho?”. No olvidemos que jugaba de 10, de insider (o entreala) izquierdo, en una época donde no era usual utilizar a los futbolistas con perfil cambiado. “El primero que me abrió los ojos fue un empleado de la relojería de mi padre, a quien debo mis primeras lecciones de fútbol —puntualizaba Angelito—. Se llamaba Pistoletti y como le gustaba mucho el fútbol, me decía: ‘Gordo, decile a tu papá que te deje ir a la plaza’. Como yo era chico, mi padre me hacía acompañar por Pistoletti, quien me enseñaba a jugar a la pelota. Un día me dijo: ‘Gordo, tenés que aprender a usar la zurda igual que la derecha. Practicá pateando contra la pared, una vez con cada pierna’. Bajo su dirección, empecé a practicar el dominio alternado de las dos piernas contra la pared del fondo de casa, en la calle Las Heras, con tanto entusiasmo que pronto le hice caer el revoque y quedaron los ladrillos a la vista”.

Poco a poco, la pared empezaría a resultarle sosa, insulsa.

Pronto dejaría de caer el revoque.

Sus víctimas pasarían a ser hombres de carne y hueso que respondían al rótulo de “arquero”.

INFERIORES

Arranca la década del 30 y ya lo tenemos al hijo del relojero como socio de River Plate, haciendo deportes para ampliar su caja torácica.

“En Alvear y Tagle practicaba de todo menos fútbol, para jugar al fútbol había que ir al potrero —revelaba Angelito en El Gráfico, año 1983—. Gané campeonatos de carreras en patines, de ping pong, salí campeón de básquet, practiqué golf, lo único que no aprendí es a nadar y lo lamenté mucho en la marina, porque me encajaron ocho días de arresto por escaparme de una pileta donde los tiraban de cabeza y les ponían una caña para que salieran. Nunca aprendí a nadar”. En el verde césped (una de sus apelaciones preferidas) sí que se movía como pez en el agua.

El relato de aquellos primeros años en Alvear y Tagle lo prosigue Carlos Fontanarrosa en El Gráfico del 28 de septiembre de 1956, con ocasión del cumpleaños 38 de Angelito: “En River había una sola cancha, la importante, la de Primera, y era difícil para los pibes que revoloteaban encontrar el sitio libre para sus picados. Por eso se volcaban al básquet, y por eso también armaban sus regios partiditos de fútbol con la pelota pesada y grandota sobre el polvo de ladrillo. ¡Cuántas veces Manolo Lago les retorció la oreja por eso!”.

Se llega, entonces, a un instante crucial en la vida de Labruna y de River. Iban tomados de la mano, estaban predestinados a cambiar la realidad, a escribir una historia en conjunto. Lo hicieron con la creación de la sexta división, que hasta ese momento, año 1932, no existía. Lo cuenta el propio Fontanarrosa en la nota de 1956, después de haber sostenido charlas con Angelito y con don Ángel, su padre.

“Labruna entró en el básquet. Era un delantero hábil, goloso del gol; le gustaban los alrededores del tablero y allí se destacó (ya era bicho rebotero, goleador por instinto, agregamos hoy, a la distancia). Jugó en Infantiles y en Cadetes; seguía jugando al fútbol en el Barrio Parque Fútbol Club los sábados por la tarde. Una vez se torció el tobillo, y mientras miraba un partido de básquet de Primera entre River y Boca lo llamó Antonio Liberti, entonces vicepresidente del club y presidente de la comisión de fútbol, al verlo caminar dolorosamente. Su padre, don Ángel, estaba al lado.

—¿Qué te pasó?

—Me lastimé jugando en la Sexta de Barrio Parque.

—¿Y por qué no jugás aquí?

—No hay dónde hacerlo. No hay Sexta.

Y don Antonio Liberti hizo crear las sextas divisiones en River Plate. Todo el equipito de pibes de Barrio Parque pasó íntegro al club de avenida Alvear y Tagle. El delantero Buzzurru los probó, jugaron como preliminar de un partido de Segunda y desde ese momento Labruna fue jugador oficial de River; en 1932, como insider derecho, ya se le veía la estampa de futbolista, tanto es así que hubo días en que Rodolfi y Cuello se quedaban como espectadores para verlo moverse al gurrumín que bajaba la pelota como Nolo”. (Aclaramos: Bruno Rodolfi y Alberto Cuello eran futbolistas del primer equipo y ambos serían compañeros de Angelito; Nolo es Manuel Ferreira, ya nos ocuparemos de él).

Juvenal completó esa versión de Fontanarrosa unos años después, en 1960, en las páginas de la revista River: “A partir de ese momento quedó decidido que River tendría una sexta división de fútbol. No había certamen organizado para esta división, pero los pibes jugarían con otras Sextas, ya fueran de barrio o de clubes afiliados, como preliminar de los partidos de segunda división que entonces se disputaban los sábados. Así entraron a formar parte del ‘semillero’ riverplatense, entonces en plena formación, los pibes del Barrio Parque, con don Ángel Labruna como delegado y Angelito como capitán”. Pasado en limpio: por una lesión de Angelito y el encuentro casual con Liberti se creó la sexta división de River y la competencia de esas categorías con otros clubes. El hombre fue un auténtico pionero. Un hacedor.

Al que leemos ahora es al propio Angelito, en charla mantenida con Juvenal en la revista River: “En 1935 ascendí de la Sexta a la Cuarta A. Dirigía ese equipo, como delegado, don Carlos Calocero, un hombre que me enseñó muchas cosas y a quien debo un cambio que me resultó muy beneficioso en mi carrera. Por consejo suyo, pasé a jugar como insider izquierdo durante ese año. Y ya en 1936, cuando pasé a Tercera, lo hice en el puesto donde jugué el resto de mi vida. En opinión de Calocero, mi facilidad para dominar la pierna derecha me iba a beneficiar jugando a la izquierda, porque tenía más campo de acción y mayor facilidad para los cruces de pelotas hacia uno y otro costado. Además, jugando a la izquierda, me encontré con que tenía mayores facilidades para llegar al arco contrario y empecé a hacer goles más seguido. Creo que el noventa por ciento de lo que he llegado a ser en el fútbol se lo debo a ese consejo de mi delegado de cuarta división”.

No nos adelantemos, porque aún ocurrirá una circunstancia fortuita que podría haber modificado la carrera completa de Angelito y, por lo tanto, la vida de River Plate.

Entre 1932 y 1935, Labruna practicaba fútbol y básquet. Y seguía con devoción al Chivo Barbaglia y a Gandolfo Peyrú, sus preferidos con la naranja. Volvemos al relato de Fontanarrosa en El Gráfico (1956):

“—Desde ahora vas a cobrar unos pesos por partido; te llevamos a la Cuarta especial y ahí pagamos.

—¿Cuánto cobro?

—Veinticinco por partido.

Y Angelito voló a su casa, abrazó a su mamá, palmeó a su papá. ¡Cien pesos por mes! Era 1936. Nunca había creído firmemente en su valor, siempre dudó de su futuro, y por eso mismo fue constante, esforzado y respetuoso. Toda la vida lo fue.

Como en River se le pagaba para jugar, la Comisión Directiva lo puso entre la espada y la pared: ‘Tenés que elegir, no podés jugar al básquet y al fútbol al mismo tiempo, decidite’.

—¿Yo decidirme? Para el fútbol no me tengo confianza como para ganarme la vida. Esa es la verdad. Como sé que a los que juegan al básquet les suelen dar empleos —como a Barbaglia o a Gandolfo— prefiero una cosa segura y entonces me decido por el básquet, si es que me emplean.

En este deporte ya había hecho buena campaña: campeón de Cuarta y de Segunda, estaba a punto de poner un pie en la Primera. Pero no había empleo y entonces se inscribió para jugar exclusivamente en la Cuarta especial de fútbol. Eran épocas en las que un empleo era difícil, no es de extrañar entonces que Angelito dudara y hasta abandonara su deporte. Las circunstancias, o la suerte, quisieron que no hubiera un lugar disponible y se presentara ese domingo a jugar contra Estudiantes de La Plata, a quienes le ganaron por 8 a 1, con 4 goles de Pedernera, que jugó dos partidos en Cuarta y subió a Primera. Aquella Cuarta tuvo muchos y conocidos jugadores de Primera. El centromedio Sánchez, que siempre tuvo el lugar de la consagración tapado, Vaghi, Crisaffi, Deambrosi, Pedernera. El año anterior había jugado Moreno de entreala izquierdo, pero ya había pasado a la Primera y el lugar de él lo estaba ocupando Labruna.

—Yo no fui un jugador que sabía desde el principio que iba a llegar, como Moreno, por ejemplo. Este pisaba fuerte desde el comienzo. Por eso, una vez que me expulsaron de la cancha porque tiré la pelota afuera, convencido de que Amoroso había cobrado mal un foul y me suspendieron por tres partidos, casi dejo de jugar. A no ser por Buzzurru hubiera piantado. Hoy, cuando miro hacia atrás y junto todos los detalles, veo que el destino se tuerce o se endereza por insignificancias. Si a mí me daban un empleo en un banco hubiera dejado el fútbol. Si Buzzurru no me hubiera calmado, esperado, durante esa suspensión que coincidió con una mala época mía, a estas horas estaría ocupado en mi profesión de dibujante”.

Cómo le cuenta Angelito a Fontanarrosa: de haber recibido un trabajo en aquel momento, hoy no habría puente sobre la avenida Udaondo ni vestuario local del Monumental que lleven su nombre ni tampoco estatua gigante en la puerta del Museo. Por muy bien que encestara al aro. A fin de cuentas, la vida es una concatenación de hechos binarios (sí/no, por acá/por allá), muchas veces guiados por el azar, y que van definiendo sobre la marcha un determinado sendero y no otro.

Félix Roldán, el primer descubridor y reclutador de jugadores que tuvo River, responsable primordial de haber acercado al club a buena parte de los cracks que en la década del 40 le darían vida a La Máquina, primo del poeta Belisario Roldán, presentaba a Angelito así: “Es un pibe de River hasta la médula, va a ser un crack: vive a unas cuadras”. La tenía clara don Félix.

Ya habíamos hecho mención de Nolo Ferreira como primer espejo en el que buscó mirarse Labruna, y en esta nota de la revista River, Juvenal descubre detalles adicionales.

“Angelito jugaba en la sexta división los sábados por la tarde, antes de que lo hiciera la Segunda o la Intermedia, y algunas veces se bañaba y cambiaba rápidamente para no perderse detalle del partido principal de la tarde. Eso ocurría en ciertas y determinadas oportunidades: cuando integraba el equipo de River Plate, como insider izquierdo u ocasionalmente centrodelantero, Manuel Ferreira, Nolo, el Piloto Olímpico, que hasta 1932 formara en la línea de Los Profesores que se hiciera famosa con la casaca albirroja de Estudiantes de La Plata —Lauri, Scopelli, Zozaya, Ferreira y Guaita— y que pasó en 1933 a las filas de River Plate para poner su cerebral sentido del juego al servicio del pique y el remate impresionante de Bernabé Ferreyra, su casi homónimo de apellido, su antípoda en fútbol. Cuando Nolo jugaba en la Primera, el cotejo de los sábados no tenía mayor atractivo para el pibe Labruna. Pero al día siguiente, pegado al alambrado, no perdía detalle de todo lo que hacía su ídolo. Y lo mismo durante la semana, las tardes en que había entrenamiento en el estadio. Angelito abría grandes los ojos y casi sin respirar seguía cada una de las evoluciones de Nolo Ferreira: cómo esperaba la pelota; cómo alargaba su pie y la recibía, durmiéndola en el empeine; con qué sutileza la tocaba hacia uno u otro costado; con qué elegancia la pasaba de un pie a otro; cómo se encorvaba sobre ella en el momento de despedirla para que el tiro saliera lo más rasante posible; cómo la llevaba, pegada al pie, y espiando en el vistazo rápido, circular, el futuro destino de la pelota. Todo lo que hacía Nolo en la cancha, durante el entrenamiento o en los partidos, se iba grabando para siempre en el cerebro de un adolescente cuyos ojos funcionaban, la nariz pegada al alambrado, como una cámara filmadora. Después, en el patio del fondo de su casa, para que nadie lo viera, en secreto, Angelito Labruna trataba de repetir lo que había visto hacer a su ídolo. Una, dos, veinte, cien, quinientas, mil veces. Hasta aprenderlo. Así le fue agregando, a sus virtudes naturales, ese sello de sutileza, de aristocracia, de elegancia, de rara precisión, que caracterizaba el juego del Piloto Olímpico. Por eso, más de 20 años más tarde, un día que Nolo Ferreira le hizo entrega de una medalla en nombre de Estudiantes La Plata, en un agasajo que se le brindó a Labruna en la capital de la provincia, el crack, próximo a cumplir las bodas de plata con el fútbol, pudo decirle: ‘Casi todo lo que he sido en el fútbol se lo debo a usted’. Nolo, las sienes plateadas por la experiencia, la mirada lúcida y la apostura siempre señorial, enarcó las cejas en un gesto de sorpresa. Y Ángel le hizo la aclaración: ‘Sí, a usted que fue mi maestro sin saberlo’”.

En la revista River del 13 de enero de 1954, Angelito hizo alusión a ambos cracks de apellidos casi idénticos, que muchas veces han provocado confusión a la hora de consignar quién fue su verdadero espejo. “Mis primeros ídolos fueron aquellos grandes jugadores a los que vi jugar de pibe —expresaba— y cuyas virtudes trataba de imitar luego en los entrenamientos y si se podía en los partidos que disputaba en las divisiones inferiores de River. Admiré mucho a Nolo Ferreira por su estilo, su categoría, la sutileza de sus jugadas y hubiera querido ser como él. Admiré también a su polo opuesto, el otro Ferreyra, Bernabé, por la fuerza y efectividad de su juego, por sus goles fantásticos y también hubiera querido parecerme a él como goleador. Guardo asimismo un recuerdo imborrable de la inteligencia de Roberto Cherro y su habilidad para el juego de cabeza”.

Resumimos, entonces, el recorrido de Labruna en inferiores: se inició en 1932 en la Sexta como insider derecho. En 1935 pasó a la Cuarta de la mañana y en 1936 a la Cuarta especial, ahora como insider izquierdo, puesto que ya no abandonó, porque a la derecha jugaba Vaschetto (Eladio). En la Cuarta especial se desempeñó en 1936, 1937 y 1938, alcanzando dos veces el título y otra, el 2° lugar. “Creo que nunca jugué tan bien como en 1938. ¡Qué año regio! Salían todas. Ganamos el campeonato y además fui segundo en la tabla de goleadores”, admitiría Angelito en su primera nota en El Gráfico, año 1940. Tan bien jugó en 1938 que empezó la temporada de 1939 en la Reserva y lo terminó en la Primera por un conflicto de la dirigencia con el plantel profesional, del que entraremos en detalle en las próximas páginas.

“De ese año 1937 data mi primer recuerdo de los que podíamos denominar imborrables —contó Angelito en la revista River del 24 de diciembre de 1947—, nuestra división, que entonces como hoy era preliminar de la Primera, se clasificó campeona junto con la primera edición de lo que luego sería La Máquina. Fuimos así partícipes de la jubilosa alegría con que nuestra hinchada festejó la conquista de la división superior. Recuerdo que fue en un partido jugado un sábado por la noche en avenida Alvear y Tagle frente a Quilmes, y en el que ya desde temprano empezaron los cohetes y los fuegos artificiales a celebrar la victoria final”. Vaya si le agarraría el gustito a participar de las conquistas de River: con los años se transformaría en el máximo ganador en la historia del club, récord aún vigente al cierre de estas páginas, aunque compartido con un tal Marcelo Daniel. Labruna ganó 22 títulos en total: 16 como futbolista (9 campeonatos y 7 copas) y otros 6 como entrenador.

Un pequeño detalle de color. En aquella misma entrevista de fines de 1947, vuelve a participar don Ángelo, anticipándose a una respuesta de su hijo, y poniendo en contexto algunos de los motivos que determinarían la mudanza definitiva de River hacia Núñez.

“—En 1938 ya nos habían desalojado de avenida Alvear.

—Sí —interviene don Ángel Labruna padre— a los cogotudos de la avenida les molestaba la cercanía del club de fútbol, el espectáculo que los domingos ocasionaban los tachos de pizza, de fainá o de sándwiches de chorizo. No comprendían el deporte del pueblo, y por ellos River tuvo que dejar una cancha que todos sentíamos nuestra.”

Regresamos a la nota de Fontanarrosa en El Gráfico (1956), al fragmento en que Angelito comienza a pisar la Primera con un par de amistosos por el interior del país, tan frecuentes por aquellos tiempos: “Una vez se fue a Rufino con River y jugó al lado de Bernabé, que en aquella época, si bien no era la de su apogeo, tenía la fama fresquita. Fueron sus primeras intentonas. Otra vez, contra Estudiantes, siempre con suerte, nunca un fracaso de esos que demoran años. Porque hubo cracks que por no haber tenido suerte en su primer momento permanecieron ocultos años y años. Luego, en un nocturno, dos o tres partidos, el miedo se le hacía menos intenso. Ya se sabe que Angelito no era de los que se presentaban en la cancha convencido de que era crack y dispuesto a discutirlo con las piernas. Nunca creyó en su futuro… y eso mismo lo impulsó”.

El partido al que se refiere Fontanarrosa fue el debut no oficial de Angelito en la Primera de River, el 25 de mayo de 1937, un amistoso contra Jorge Newbery de Rufino, la ciudad santafesina en la que nacieron dos de los máximos ídolos en la historia de River, el gran Bernabé y el gran Amadeo Carrizo. En aquel feriado patrio jugaron en la cancha de Jorge Newbery. Ángel compartió delantera con Carlos Peucelle, José Manuel Moreno, Bernabé y Aristóbulo Deambrosi y luego Renato Cesarini reemplazó a Moreno. Labruna jugó de 10, de insider izquierdo, y River ganó 8-3 con tres goles de Bernabé. El entrenador fue el húngaro Emérico Hirschl. Parecía que ya estaba para jugar en la Primera, pero no: faltarían dos años para hacerlo oficialmente.

Continúa Fontanarrosa: “Labruna empezó a jugar en la Segunda, que era preliminar de la Primera. Allí volvió a encontrarse con Bernabé, que ya sentía cruelmente sus lesiones y por eso bajaba a la segunda división. Eran los últimos partidos de La Fiera. Justamente en el último que jugó Bernabé, este pasó de puntero, tiró tres centros y Labruna hizo tres goles. Después de ese, Bernabé ya no pudo correr ni shotear con fuerza. Sus piernas, que habían sido un monumento a la potencia, se desgarraban como si fueran de papel de seda”.

De aquellos esporádicos encuentros entre el máximo goleador en la historia de River y el 3° de ese mismo ranking (en el medio está Pinino Más) quedó un registro. Lamentablemente no es fílmico para poder apreciar los cañonazos del Mortero de Rufino, tal como se lo apodaba a Bernabé, pero sí una foto firmada con una dedicatoria premonitoria. En realidad, fue previo a esos pocos partidos en que compartieron cancha. Así lo cuenta Juvenal en El Gráfico del 28 de diciembre de 1971: “Bernabé Ferreyra estaba en el apogeo de su fama. Y el pibe Ángel Labruna le dio una foto para que se la autografiara. La Fiera escribió de su puño y letra: ‘Al crack en ciernes, Angelito Labruna. Con afecto, Bernabé’. Esa foto pasó a ser exhibida orgullosamente en la vidriera de la relojería de la calle Las Heras al 2.800, la relojería de los Labruna”.

En ciernes: que algo está en fase de elaboración o de formación o sin haber madurado. Faltaba apenas un golpecito de horno.

EL DEBUT

El crack en ciernes viene tocando pito y es observado con atención por quienes deciden en el fútbol profesional. En 1937 se disputa un campeonato mundial amateur en Dallas al que va una representación argentina que gana por goleada todos los partidos. Ángel Labruna es convocado como insider izquierdo. Pero River no lo deja ir porque lo necesita. “Y para retenerlo le hacen perder su condición de amateur uniéndolo al club con su primer contrato: 80 pesos por mes. Es el primer sueldo que como jugador percibe Labruna. La delantera que se pensaba mandar era con el ala derecha de Boca (Agostini y Carniglia), el centrefoward de Estudiantes (Laferrara) y el ala izquierda de River (Labruna y Deambrosi). Por Labruna entra Jaime Sarlanga. River no lo dejó ir porque tenía una gira por el interior del país. ‘Este chico es toda una promesa. Tengo que cortarle un lindo viaje, pero será para su bien, lo necesito para reemplazar a Moreno’, decía Emérico Hirschl, el entrenador”, contaba El Gráfico.

Tras aquel estreno del 25 de mayo de 1937 ante Jorge Newbery de Rufino, llegaron las primeras menciones en los medios. “Ángel Labruna, ‘el Nuevo Moreno’ de River Plate”, tituló Noticias Gráficas del 7 de enero de 1938. “Un muchacho modesto que está llamado a destacarse”, completaba la bajada. Y seguían refiriéndose así al gran proyecto del semillero: “Ángel Labruna constituye una legítima esperanza para el Club River Plate. Es, según la autorizada opinión del trainer de la entidad, señor Emérico Hirschl, ‘un nuevo Moreno’, o sea, en consecuencia, un insider excepcional, de esos que solo aparecen de cuando en cuando para asombrar a las multitudes adictas al brillante espectáculo del fútbol. Sin aventurarnos tanto, nosotros, que lo hemos visto jugar muchas veces en esos vermuts magníficos que son los partidos de Cuarta en las fiestas de los domingos, podemos decir que, efectivamente, hay en Labruna esa calidad que se necesita para conseguir en el difícil arte de manejar la redonda una superación constante y un afianzamiento seguro. Tiene este jugador que apunta en forma tan sobresaliente, esa tranquilidad que adorna a los privilegiados, y ese don excepcional que los convierte desde sus puestos de entrealas en verdaderos directores de ataque. Una prueba de que en Labruna están amalgamadas virtudes brillantes y efectivas la tenemos en el hecho de que durante la temporada anterior fue el scorer de su cuadro, al que en escasos domingos dejó de dar la satisfacción de bonitos goles. Su pequeña silueta de crack en potencia estuvo en la emoción de casi todas las jornadas, y ya se ha ganado un lugar de privilegio en el corazón del terrible monstruo de las mil cabezas, que suele ser tan exigente cuando de juzgar a sus ídolos se trata”.

Y atención a este final de Noticias Gráficas, un preanuncio del rol de verdugo que ejecutaría a la perfección ante el rival de toda la vida: “Reconociendo esa capacidad y la personalidad deportiva del futuro astro millonario, las autoridades decidieron en las postrimerías de la temporada anterior confiarle la plaza de insider izquierdo en el conjunto de Segunda que se midió en dos oportunidades con Boca Juniors. Fueron esas dos oportunidades brillantes para Labruna, que aprovechó la circunstancia para exhibir en ambas toda la gama de recursos que lo adornan. Puede decirse que allí quedó consagrado definitivamente, y que lo demás —es decir, fama y dinero— habrá que dejarlo librado a la acción del tiempo, que no ha de tardar en dar a este pequeño gran campeón la satisfacción que se merece, no solamente por estar dotado de muchas virtudes deportivas, sino también por haber evidenciado en todos los casos que es un muchacho modesto, sin mayores pretensiones y que tiene un concepto elevado de lo que es la ética deportiva”. Guau.

Luego del primer amistoso de 1937 en Rufino con el equipo superior, Angelito disputaría cuatro más en 1938, antes de su debut oficial en la Primera de River, ocurrido en 1939. Y los detallamos gracias al formidable trabajo de Marcelo Petrone, Gastón Milone y del querido colega y amigo Marcelo Baffa, fallecido en 2020, en La historia de River en anécdotas y estadísticas