Introducción
Hace tiempo mis padres me
pusieron en tratamiento médico con un tal señor Dawson, cirujano de
Edimburgo que se había labrado una buena reputación por curar
cierta clase de enfermedades. Me enviaron con mi gobernanta a
alojarme cerca de su casa, en el barrio viejo de la ciudad. Yo
debía alternar las clases con los excelentes maestros de Edimburgo
con las medicinas y ejercicios que requería mi indisposición. Al
principio me produjo cierto temor abandonar a mis hermanos y
hermanas y renunciar a mi feliz vida en nuestra casa de campo, para
trasladarme a una aburrida casa donde solo tendría por compañía a
la pobre y seria señorita Duncan y tendría que cambiar juegos en el
jardín y caminatas entre campos de cultivo por rígidos paseos por
calles, en los que el decoro me obligaría a atarme pulcramente las
cintas del sombrero y cubrirme con el chal.
Lo peor eran las noches. Era
otoño, y, por supuesto, cada día eran más largas, y estoy segura de
que ya lo eran bastante cuando nos instalamos en esas estancias
grises y deslucidas. Pues deben saber que mis padres no eran ricos,
éramos muchos de familia y los gastos médicos que conllevarían los
cuidados del señor Dawson se esperaban cuantiosos, por lo que un
gran detalle a tener en cuenta al buscar alojamiento era el de la
economía. Mi padre, demasiado caballero como para sentir falsa
vergüenza, había comentado al señor Dawson la necesidad de algo
barato, y este le había sugerido las habitaciones del número 6 de
Cromer Street, que fue donde acabamos alojándonos. La casa era
propiedad de un anciano, antiguo tutor de jóvenes que se preparaban
para ir a la universidad, y como tal lo había conocido el señor
Dawson. Pero el número de sus pupilos había ido disminuyendo con
los años y, para cuando nosotras fuimos a alojarnos allí, sus
principales ingresos debían de provenir de algunas lecciones
ocasionales que daba y del alquiler de habitaciones como las que
ocupábamos: un saloncito que daba a un dormitorio, el cual conducía
a un cuarto más pequeño. La casera era su hija, y se suponía que
también tenía un hijo, al cual nunca vimos, que desempeñaba el
mismo trabajo que tuvo su padre antes de él, solo que nunca vimos
ni oímos a pupilo alguno. También había una pequeña doncella
escocesa, honrada y trabajadora, baja y robusta, limpia y vulgar
cuya edad imprecisa podía establecerse en la franja comprendida
entre los dieciocho y los cuarenta años.
Mirando ahora atrás, quizá había
mucho de admirable en la reposada resistencia de esa casa decente y
pobre, pero en aquellos momentos esa pobreza chirriaba contra
muchos de mis gustos, pues me costaba admitir el hecho de que la
sencilla belleza de las flores frescas, las limpias cortinas de
muselina blanca y la seda conchal de vivos colores pudieran costar
en la ciudad un dinero que se ahorraba sustituyéndolas por seda
azache color polvo y alfombras color barro. En aquellas
habitaciones no se había gastado un solo penique en simple
elegancia, pero contenía todo lo que se
consideraba necesario para la
comodidad, ¡o al menos para la simple simulación de comodidad!, un
sofá negro de herradura duro y resbaladizo, en el que no se podía
descansar; un viejo piano que servía de aparador; una pequeña
rejilla de chimenea, estrechada por alguna disposición interior
hasta tal punto que solo podía contener un puñado de esquirlas de
carbón que apenas podían azuzarse para producir un buen fuego. Pero
había dos males peores que la frialdad y desnudez de las
habitaciones: uno en la llave que se nos proporcionó, que permitía
abrir la puerta principal cada vez que volvíamos a casa después de
un paseo y subir las escaleras sin necesidad de encontrarnos con
algún rostro que nos diera la bienvenida, o con el sonido de una
voz humana en esa casa aparentemente desierta, pues el señor
Mackenzie se enorgullecía de la ausencia de ruidos de su
establecimiento. El otro mal, que casi parecía poder neutralizar el
primero, era un peligro al que siempre nos veíamos expuestas al
salir, y que no era otro que el anciano sigiloso, avaricioso e
inteligente que se topaba con nosotras al salir de su habitación,
situada a la izquierda de nuestra puerta, que hablaba con una
educación de la que aprendimos a desconfiar por ser un mero
pretexto para sacarnos algún dinero, y al que resultaba difícil
negarse, sobre todo porque se ofrecía a prestarnos algún libro de
su biblioteca, lo cual era una gran tentación, pues podía verse el
interior de su habitación forrada de estanterías; pero cuando
estábamos a punto de ceder a ella, él insinuaba la «consideración»
esperable por prestarnos unos libros de mucha mayor categoría de la
que podía obtenerse en cualquier biblioteca ambulante, lo que hacía
que nos echáramos atrás. En otra ocasión salió de su cubil para
ofrecernos tarjetas escritas, para distribuir entre nuestros
conocidos, en las que afirmaba enseñar las mismas cosas que yo
debía aprender durante mi estancia allí; pero yo habría preferido
tener de maestra a la mujer más ignorante del mundo a intentar
aprender algo de ese viejo zorro al acecho. Una vez declinamos
todas sus propuestas, pareció encerrarse en su cuarto. En una
ocasión en que olvidamos la llave, llamamos muchas veces en vano a
la puerta, mientras veíamos todo el tiempo a nuestro casero parado
ante la ventana de la derecha, mirando por ella en un estado mental
filosófico y ausente del que no pudieron sacarlo ni nuestras
señales ni nuestros gestos.
Las mujeres de la casa eran mucho
mejores, y más que respetables, aunque la pobreza había posado en
ellas su pesada mano izquierda, en vez de hacerlo con su bendita
mano derecha. La señorita Mackenzie nos racionaba la comida todo lo
que se lo permitía la decencia; quisiera reseñar que pagábamos
nuestra estancia por semanas, y que si un día teníamos menos
apetito que otro, nuestras comidas se veían reducidas a la nueva
medida, hasta que la señorita Duncan se aventuraba a protestar. La
robusta doncella para todo era escrupulosamente honesta, pero
parecía descontenta y rara vez nos agradecía algo, y al irnos le
dimos un dinero que la Sra. Dawson nos dijo que en muchas casas
sería considerado generoso. No creo que Phenice recibiera alguna
vez un sueldo de los Mackenzie.
¡La buena de la señorita Dawson!
Su sola mención ilumina mi mente como la brillante luz del día
iluminaba entonces nuestro deslustrado saloncito, como un dulce
aroma a violetas que saluda a quien pasea triste por los
bosques.
La señora Dawson no era la esposa
del señor Dawson, pues era soltero. Era su lisiada hermana, una
solterona que, según decía ella, se había ganado el rango a
pulso.
Llevábamos una quincena en
Edimburgo cuando el señor Dawson le dijo a la señorita Duncan, con
cierta duda en la voz:
—Mi hermana me pide que les diga
que los lunes por la tarde unos cuantos amigos se reúnen en torno a
su sofá durante una hora más o menos, antes de acudir a fiestas más
alegres, y que estaría encantada de recibirlas a usted y a la
señorita Greatorex si quisieran cambiar su rutina para ese día. En
cualquier momento entre las siete y las ocho de la noche…, pero
debo añadir que, por la salud de mi hermana y de mi pequeña
paciente, deberán irse a las nueve. No sé si les apetecerá venir,
pero Margaret me ha rogado que se lo pida.
Y alzó la mirada hacia nosotras,
con suspicacia. Si alguna de nosotras hubiera sentido la menor
reticencia, por mucho que nuestros modales la disimularan, estoy
segura de que habría detectado al punto nuestros sentimientos y
retirado la oferta; tan celoso y atento era a todo lo relacionado
con el disfrute de esa hermana tan querida.
Tan cansada estaba yo de la
monotonía de las noches en nuestro alojamiento que creo que habría
recibido encantada cualquier invitación, aunque fuera para pasar
una velada en el dentista. En cuanto a la señorita Duncan, una
invitación a tomar el té era en sí misma un indudable honor que
debía aceptarse en la manera y con la gratitud debidas. Por tanto,
la aguda mirada que nos dirigió el señor Dawson por encima de sus
gafas no consiguió detectar nada que no fuera el más sincero de los
placeres, así que siguió hablando.
—Me atrevo a decirles que
encontrarán la velada muy aburrida. Solo seremos unos pocos hombres
de edad, como yo, y una o dos jóvenes; nunca sé quién vendrá.
Margaret se ve obligada a yacer en una sala en penumbra, a medias
iluminada, debido a la debilidad de sus ojos. Ah, y me atrevería a
decir que la velada será una tontería. No me den las gracias hasta
que hayan ido y hayan pasado el rato allí, y, si disfrutan, la
mejor forma de agradecérmelo será volver cada lunes, entre las
siete y media y las nueve. Adiós, adiós.
Hasta ese momento yo no había
asistido a fiestas de gente adulta, y ningún baile en la corte
podría haberle parecido a una joven dama londinense más repleto de
honores y placeres de lo que fue esa tarde de lunes para mí.
Me puse un nuevo vestido de
muselina rígida cerrado hasta el cuello que a mis hermanas y a mí
nos parecía el colmo de la grandeza y elegancia terrenales, cosido
por nuestra vieja niñera Alice en la posibilidad de que se diera
algún acontecimiento así durante mi estancia en Edimburgo, y que
entonces me pareció un vestido demasiado encantador y angelical
como para llevarlo en un lugar que no fuera el
cielo; a la hora acordada me
presenté en casa del señor Dawson acompañado de la señorita Duncan.
Entramos por una pequeña habitación, que quizá debería llamar
antecámara, pues la casa, de estilo antiguo, era majestuosa y
grande, y llegamos al gran salón en cuyo centro se hallaba el sofá
con la señorita Dawson. Tras ella se había dispuesto un gran
candelabro con siete u ocho velas, única iluminación del salón, que
me pareció vasto y sin límites en comparación con nuestro pequeño
apartamento en casa de los Mackenzie. La señorita Dawson debía de
tener unos sesenta años, pero su rostro parecía suave, terso e
infantil. Tenía el pelo muy gris, aunque nos habría parecido blanco
de no ser por la blancura de su gorro y del lazo de terciopelo.
Estaba envuelta en una especie de batín en gris marengo francés;
los muebles del salón eran de color rosa oscuro, blanco y oro; el
papel pintado que cubría las paredes tenía en la parte inferior
gran profusión de hojas de árboles y pájaros tropicales que se
extendían hacia arriba para acabar en los zarcillos más delicados y
los insectos más etéreos.
El señor Dawson había obtenido
grandes ganancias en su profesión y su casa era reflejo de ello. En
las esquinas había grandes jarrones de porcelana oriental, llenos
de hojas y flores y especias, y el centro lo presidía el sofá donde
la pobre Margaret Dawson pasaba días, y meses, y años, sin poder
moverse por sí sola. Entonces, la doncella de la señora Dawson
trajo té y pastas para nosotras, y una tacita de leche y agua y un
bizcocho para ella. En ese momento se abrió la puerta. Nosotras
habíamos llegado pronto, pero a partir de ese momento empezaron a
desfilar los profesores de Edimburgo, las bellezas y celebridades
de Edimburgo, todos camino de alguna fiesta más alegre y tardía,
pero que, sin embargo, acudían primero a ver a la señorita Dawson,
decirle sus bonmots o hablarle de sus intereses y planes. Trató a
cada hombre instruido, a cada joven encantadora, como si fuera una
amistad muy querida, demostrando que sabía más que nadie de cada
uno, independientemente de cuáles fueran su reputación y su clase
social.
Todo era brillante y
desconcertante, y proporcionaba materia suficiente para pensar y
maravillarse los siguientes días.
Acudimos un lunes tras otro,
aunque permanecíamos calladas y sin movernos, pues, ¿de qué
podríamos hablar con nadie que no fuera la propia señorita
Margaret? Pasó el invierno, y el verano se acercaba; yo seguía
enferma y temiendo por mi vida, pero el señor Dawson siguió
dándonos esperanzas de mi recuperación final. Mis padres vinieron a
verme y se fueron; no pudieron quedarse mucho tiempo porque tenían
asuntos de los que ocuparse. La señora Margaret Dawson se había
convertido en una amiga querida, aunque no hubiera intercambiado
con ella más palabras que con la señorita Mackenzie, pero es que
con la señora Dawson cada palabra era una perla o un diamante. La
gente empezó a marcharse de Edimburgo, de modo que solo
permanecieron en la ciudad unos pocos, y no sé si nuestras tardes
de lunes fueron más agradables por ello.
Estaba el señor Sperano, un
exiliado italiano, expulsado hasta de Francia, donde había residido
mucho tiempo, y que ahora enseñaba italiano con tímida diligencia
en el norte de la ciudad; estaba el señor Preston, terrateniente de
Westmoreland, o estadista, como él prefería que lo llamaran, cuya
esposa se había instalado en Edimburgo por la educación de su
numerosa familia, y que estaba encantada de poder acompañar a su
marido, cada vez que este venía de visita, a las veladas de lunes
de la señorita Dawson, pues la dama inválida y él eran amigos desde
hacía mucho. Ellos y nosotras éramos los visitantes regulares, y
disfrutábamos más de la visita por poder tener a la señorita Dawson
más para nosotras.
Una noche en que acerqué mi
pequeño taburete a su sofá, se me ocurrió algo mientras le
acariciaba la delgada mano blanca, y lo manifesté en voz
alta.
—Dígame, querida señorita Dawson.
¿Cuánto tiempo hace que está en Edimburgo? No habla escocés, y el
señor Dawson dice que no es escocés.
—No, soy de Lancashire, nacida en
Liverpool —dijo ella, sonriendo—. ¿No lo nota en mi acento?
—Lo noto diferente del de los
demás, pero me gusta porque solo lo oigo en usted.
¿Es el de Lancashire?
—Yo me atrevería a decir que sí
lo es, pues, aunque lady Ludlow se tomó muchos esfuerzos por
corregirme en mis días de juventud, nunca pude desprenderme de mi
acento.
—Lady Ludlow —dije—, ¿qué
relación tiene con usted? Oí que hablaba de ella con lady Madeline
Stuart la primera tarde que vine; las dos parecían quererla
mucho.
¿Quién es?
—Ha muerto, mi querida niña;
murió hace mucho.
Lamenté haberlo mencionado, por
lo triste y seria que se puso. Supongo que notó mi pesar, pues
siguió hablando.
—Querida, me gusta hablar y
pensar en lady Ludlow, pues durante muchos años fue mi más querida
y buena amiga y benefactora; pregúnteme lo que quiera sobre ella, y
no tema causarme dolor al hacerlo.
Me envalentoné al oír esto.
—¿Querría hablarme de ella,
entonces, por favor, señorita Dawson?
—No —dijo ella, sonriendo—. Sería
una historia demasiado larga. El señor Preston me dijo que esta
noche vendría con la señora Preston, y ya están aquí el signor
Sperano y la señorita Duncan. ¿Cómo podrían querer oír una historia
sobre cómo era antes el mundo, y que, en el fondo, ni siquiera
sería una historia, porque carece de comienzo, nudo y desenlace, y
solo es un montón de recuerdos?
—Si lo dice por mí, señora
—repuso el signor Sperano—, solo puedo decir que me concederá un
gran honor contando en mi presencia lo que sea sobre cualquier
persona que haya podido llegar a interesarle alguna vez.
La señorita Duncan intentó decir
algo por el estilo, y fue en medio de su confuso discurso cuando
llegaron el señor y la señora Preston. Yo me levanté y acudí
a
recibirlos.
—Oh —dije yo—, la señorita Dawson
nos va a hablar de lady Ludlow, y de otras muchas cosas, pero teme
no interesar a nadie. ¡Díganle si les apetece oírlo!
La Sra.Dawson me sonrió, y en
respuesta al interés de todos prometió hablarnos de lady Ludlow,
con la condición de que cada uno de los presentes contara, al
terminar ella, algo interesante que hubiéramos oído o vivido. Todos
prometimos hacerlo y luego nos reunimos alrededor de su sofá para
oír lo que iba a contarnos de lady Ludlow.
Capítulo I
Ahora soy una anciana, y las
cosas son muy distintas de como eran en mi juventud. Por entonces,
los que viajábamos lo hacíamos en carruajes, con seis pasajeros, y
nos llevaba dos días recorrer lo que hoy la gente atraviesa en un
par de horas, zumbando y a la velocidad del rayo, y con esos
pitidos tan agudos que la ensordecen a una. El correo llegaba
apenas tres veces por semana; es más, en algunos lugares de Escocia
en los que residí de niña el correo solo llegaba una vez al mes…
pero por aquel entonces las cartas eran cartas de verdad, y las
atesorábamos con cariño, y las leíamos y estudiábamos como si
fueran libros. Hoy el correo llega traqueteando dos veces al día, y
trae notas breves y entrecortadas, algunas incluso sin
encabezamiento ni despedida, compuestas tan solo de una frase
brusca que las personas bien educadas considerarían demasiado
abrupta para decirla de viva voz.
¡Bueno! Será el progreso, y me
imagino que son mejoras, pero en estos tiempos que corren nunca
conocerías a una lady Ludlow.
Intentaré hablarles de ella. No
es una historia, por lo que carece de comienzo, nudo o
desenlace.
Mi padre era un clérigo pobre
perteneciente a una familia numerosa. Siempre se dijo que mi madre
tenía sangre noble en las venas; y cuando quería recordar su
posición entre la gente que se veía obligada a frecuentar
(principalmente ricos fabricantes demócratas, defensores de la
libertad y la Revolución Francesa), se ponía un cuello de volantes,
adornados con auténtico encaje antiguo, muy remendados, por
supuesto, pero que no se podían comprar nuevos ni por todo el oro
del mundo, ya que el arte de confeccionarlos se había perdido
muchos años antes. Aquellos volantes mostraban, como ella solía
decir, que sus ancestros habían sido Alguien, mientras que los
antepasados de los ricos, que hoy la miraban por encima del hombro,
eran unos Don Nadie; eso en el supuesto de que tuvieran
antepasados. Desconozco si alguien ajeno a nuestra familia se fijó
alguna vez en los volantes, pero desde niños nos enseñaron a
sentirnos orgullosos cuando mi madre se los ponía, y a mantener la
cabeza bien alta, tal y como correspondía a los descendientes de la
dama que fue la primera dueña de aquel encaje. Aunque mi querido
padre siempre nos decía que el orgullo era un gran pecado; nunca se
nos permitió estar orgullosos de nada salvo de los volantes de mi
madre: y ella era tan inocentemente feliz cuando se los ponía —
aunque a menudo, pobre criatura, era junto a un traje desgastado y
raído— que sigo pensando, incluso después de todo lo que he vivido,
que eran una bendición para la familia.
Creerán que me estoy alejando del
tema de lady Ludlow. En absoluto. La primera dama que poseyó el
encaje, Ursula Hanbury, era una antepasada común tanto de mi madre
como de lady Ludlow. Y así se comprende que, cuando falleció mi
pobre padre
y mi madre no supo cómo mantener
a sus nueve hijos y buscó largo y tendido a alguien que quisiera
ayudarla, lady Ludlow le enviara una misiva ofreciéndole ayuda y
asistencia. Casi puedo ver aquella carta: una gran hoja de un papel
grueso y amarillento, con un amplio margen recto a la izquierda de
la delicada caligrafía italiana; una caligrafía que encerraba más
contenido en la misma cantidad de papel que todos esos trazos
torcidos o masculinos que tanto abundan en la actualidad. Iba
sellada con un escudo de armas, un losange, pues lady Ludlow era
viuda. Antes de abrir la carta, mi madre nos hizo reparar en la
divisa Foy et Loy[1], y nos enseñó dónde buscar los cuarteles de
armas de Hanbury. En realidad, creo que tenía cierto temor a lo que
pudiera contener el sobre, pues, como he dicho, el ansioso amor a
sus hijos huérfanos de padre la había llevado a escribir a mucha
gente con la que, a decir verdad, tenía muy poca relación, y sus
respuestas, frías y secas, la habían movido al llanto en más de una
ocasión, cuando creía que ninguno de nosotros la miraba. Ni
siquiera sé si alguna vez había visto a lady Ludlow en persona; lo
único que sabía de ella era que se trataba de una gran dama, cuya
abuela había sido hermanastra de la bisabuela de mi madre. Pero
nada había oído acerca de su carácter y sus circunstancias, y dudo
que mi madre estuviera familiarizada con ellos.
Me asomé por encima del hombro de
mi madre para leer la carta. Comenzaba:
«Querida prima Margaret Dawson»,
y creo que albergué esperanzas desde el momento en que vi aquellas
palabras. Y proseguía… aguardad, creo que puedo recordar las
palabras exactas:
«Querida prima Margaret Dawson:
Me ha apenado grandemente recibir la noticia de la gran pérdida que
ha sufrido con el fallecimiento de tan buen esposo y tan excelente
clérigo como siempre tuve entendido que fue considerado mi difunto
primo Richard».
—¡Allí tenéis! —exclamó mi madre,
señalando el párrafo con el dedo—. Léelo en voz alta para los
pequeños. Que oigan lo lejos que ha llegado la buena reputación de
su padre, y que hasta alguien que nunca lo conoció tiene buenas
palabras para él.
¡Primo Richard! ¡Qué bien escribe
milady! Continúa, Margaret.
Se enjugaba las lágrimas al
hablar, y hacía gestos con el dedo sobre los labios para callar a
mi hermana pequeña, Cecily, que, al no comprender en absoluto la
importancia de la carta, había empezado a parlotear y hacer
ruidos.
«Me dice que se ha quedado usted
sola con nueve hijos. Yo también habría tenido nueve, de haber
sobrevivido todos. No me queda más que Rudolph, el actual lord
Ludlow, que está casado y vive la mayor parte del tiempo en
Londres. No obstante, en mi casa de Connington recibo a seis
jovencitas, que son para mí como hijas, si bien les impongo
ciertas
restricciones en el vestir y la
dieta que serían más apropiados para damiselas de mayor rango, y
mayor riqueza. Estas jóvenes —de toda condición, pero sin medios—
son mi compañía constante, y yo me esfuerzo por tratarlas todo lo
cristianamente que me es posible. Una de estas señoritas falleció
el pasado mes de mayo (en su propio hogar, al que había acudido de
visita). ¿Me concedería el favor de permitir que su hija mayor
ocupase su lugar en mi casa? Debe de tener, según mis cálculos,
unos dieciséis años de edad. Aquí encontrará compañeras apenas un
poco mayores que ella. Yo misma visto a estas jovencitas, y les
otorgo una pequeña asignación para sus gastos. Tienen pocas
oportunidades de contraer matrimonio, pues Connington se encuentra
alejada de cualquier población. El clérigo es un viudo anciano y
sordo, mi administrador está casado, y los granjeros de las
inmediaciones se encuentran, por supuesto, muy por debajo del rango
de las jovencitas bajo mi protección. De todas maneras, si alguna
joven deseara casarse, y a mi juicio se hubiera comportado
satisfactoriamente, yo me haría cargo del banquete, del vestido y
del ajuar. Y quienes se queden conmigo hasta mi muerte encontrarán
un pequeño estipendio para ellas en mi testamento. Me reservo la
opción de pagar o no sus gastos de viaje, pues, por una parte, me
disgustan las mujeres errabundas y, por otra, no deseo que una
ausencia demasiado prolongada del hogar familiar disuelva los lazos
naturales.
»Si mi propuesta les agrada a
usted y a su hija (o, más bien, si le agrada a usted, pues confío
en que su hija esté lo bastante bien educada como para no oponerse
a su voluntad), hágamelo saber, querida prima Margaret Dawson, y
haré arreglos pertinentes para recoger a la joven en Cavistock, que
es el lugar más cercano al que la llevará un carruaje».
Mi madre dejó caer la misiva, y
se sentó silencio.
—No sé qué voy a hacer sin ti,
Margaret.
Un instante antes, siguiendo los
impulsos de la joven aún inexperta que era, me había alegrado ante
la perspectiva de conocer un nuevo lugar y llevar una nueva vida.
Pero ahora, al ver la mirada apesadumbrada de mi madre, y el llanto
de reproche de los pequeños…
—Madre, no iré —respondí.
—¡Ni hablar! Es lo mejor —repuso
ella, sacudiendo la cabeza—. Lady Ludlow tiene mucho poder. Puede
ayudar a tus hermanos. No despreciaré su oferta.
Así pues, la aceptamos tras
muchas deliberaciones. Y la decisión tuvo su recompensa —o así nos
pareció—, pues, más tarde, cuando conocí a lady Ludlow, descubrí
que habría cumplido con su deber para con nosotros, como parientes
desamparados suyos, incluso aunque hubiéramos rechazado su
amabilidad, recomendando a uno de mis hermanos para el Hospital
Christ.
Y así fue como conocí a lady
Ludlow.
Recuerdo muy bien la tarde de mi
llegada a Hanbury Court. Milady había enviado a alguien a recogerme
a la población más cercana donde parase el carruaje que entregaba
el correo. Allí encontré un viejo mozo de cuadra que, según me
indicó el palafrenero, preguntaba por mí, si es que yo me llamaba
Dawson, y que, a su parecer, provenía de Hanbury Court. Encontré
aquello realmente extraordinario; y empecé a darme cuenta de lo que
significaba ir a habitar entre extraños cuando perdí de vista al
guarda al que me había confiado mi madre. Yo iba encaramada a una
calesa cubierta, como por entonces se llamaba a los palanquines, y
mi acompañante conducía pausadamente por el camino más bucólico que
he visto jamás. Al poco rato subimos por una gran colina, y el
hombre se bajó y caminó delante del caballo. A mí también me habría
gustado caminar, ciertamente, pero desconocía durante cuánto tiempo
podría hacerlo, y, la verdad es que no me atreví a hablar para
pedir al hombre que me ayudara a bajar los empinados escalones de
la calesa. Finalmente llegamos a la cima; un terreno amplio, sin
cercar, donde soplaba una agradable brisa y llamado, según supe más
tarde, el Coto. El mozo se detuvo, respiró, palmeó al caballo y
luego volvió a montarse a mi lado.
—¿Nos hallamos cerca de Hanbury
Court? —inquirí.
—¡Cerca! Señorita, aún nos quedan
unas diez millas.
Una vez iniciada la conversación,
nos volvimos bastante charlatanes. Creo que él estaba tan temeroso
de empezar a hablar conmigo como yo lo estaba de hablarle a él,
pero superó su timidez para conmigo antes que yo la mía para con
él. Permití que eligiera los temas de conversación, aunque la
mayoría de las veces no conseguía entender el interés que
revestían: por ejemplo, habló durante más de un cuarto de hora de
una famosa persecución a que lo había sometido un zorro salvaje más
de treinta años antes, y detalló al respecto cada emite y peripecia
como si yo la conociera tan bien como él; y todo el tiempo estuve
preguntándome qué clase de animal sería un zorro salvaje.
Tras dejar el Coto, el camino fue
empeorando. Hoy día, nadie que no haya visto el estado de los
caminos secundarios de hace cincuenta años puede imaginarse cómo
eran. Casi todo el camino tuvimos que «cuartear», como decía
Randal, por senderos llenos de lodo y profundos surcos; y las
tremendas sacudidas que experimentaba hicieron que mi asiento en la
calesa fuera tan inestable que ya no pude mirar el paisaje, pues
estaba demasiado ocupada aferrándome al vehículo. La vereda estaba
demasiado embarrada para poder andar por ella sin ensuciarme más de
lo que habría deseado antes de presentarme por primera vez ante
lady Ludlow. Pero al rato, cuando llegamos a los campos en que
desembocaba el sendero, insté a Randal a que me ayudara a bajar,
pues vi que podía caminar entre la hierba de los pastos sin dejar
de estar presentable, y Randal, apenado por su acalorado caballo,
cansado de tanto luchar con el barro, me dio las gracias con
amabilidad y me ayudó a descender con un saltito.
Los pastos fueron cediendo paso a
las tierras bajas, cercadas a cada lado por hileras de altos olmos,
como si en tiempos pretéritos se hubiera encontrado allí una gran
avenida. Nos adentramos en el desfiladero, viendo ponerse el sol al
final de la ladera en sombras. De pronto llegamos ante un largo
tramo de escalones.
—Si desciende usted por allí,
señorita, yo daré un rodeo y me encontraré abajo con usted, y
entonces será mejor que vuelva a montar, pues milady querrá que
llegue en la calesa hasta la casa.
—¿Nos encontramos cerca de la
casa? —pregunté, azorada por la idea.
—Allí abajo, señorita —repuso él,
señalando con la fusta un conjunto de chimeneas retorcidas que se
alzaban sobre un grupo de árboles envueltos en sombras contra el
cielo escarlata y que se hallaban más allá de un gran jardín
cuadrado situado en la base de una ladera de unos noventa metros,
al borde de la cual nos encontrábamos.
Bajé los escalones sin hacer
ruido. Abajo me reuní con Randal y la calesa, recorrimos un camino
secundario a la izquierda a ritmo pausado, atravesamos las puertas
y entramos en el gran patio situado a la entrada de la casa.
El camino por el que habíamos
venido quedaba a nuestra espalda.
Hanbury Court es una gran mansión
de ladrillo rojo; o al menos revestida en parte con ladrillos
rojos; y la caseta del guarda y las paredes que rodean el terreno
son también de ladrillo, con losetas de piedra en cada esquina,
puerta y ventana, como las de Hampton Court. En la parte trasera
están los gabletes, y los arcos de las puertas, y los parteluces de
piedra que indican (o así nos solía explicar lady Ludlow) que la
casa fue una vez un priorato. Sé que había una sacristía, solo que
la llamábamos «la habitación de la señora Medlicott»; y también un
silo de piedra casi tan grande como una iglesia, y varias hileras
de estanques con peces; todo ello en previsión de los días de ayuno
de los monjes de antaño. Pero todo eso no lo vi hasta más tarde.
Apenas reparé aquella primera noche en la gran enredadera de
Virginia que cubría media casa (que se decía fue la primera
plantada en Inglaterra por uno de los antepasados de milady). Al
igual que fui renuente a abandonar al guarda del coche del correo,
también ahora me resistía a dejar a Randal, que había sido un amigo
estas últimas tres horas. Pero no tenía más remedio que entrar en
la casa, pasar junto al anciano de aspecto solemne que mantenía la
puerta abierta para mí, penetrar en el interior de la gran sala a
la derecha, que los últimos rayos del sol teñían de una gloriosa
luz encarnada, y subir a lo que luego supe se llamaba tarima
precedida por el anciano, que giró de nuevo a la izquierda y,
abriendo una puerta tras otra, atravesó una serie de salitas con
vistas a un jardín señorial que resplandecía, incluso en la
penumbra, con abundancia de flores. Subimos cuatro escalones para
abandonar la última de aquellas habitaciones, mi guía descorrió una
pesada cortina de seda y me encontré en presencia de lady
Ludlow.
Era de pequeña estatura, pero muy
erguida. Llevaba en la cabeza una enorme cofia de encaje, diríase
que de casi la mitad de su propia altura (las cofias que se
atan
bajo la barbilla, y que nosotras
llamábamos «escarcelas», llegaron después, y milady las miraba con
gran desdén, y solía decir que para llevar eso la gente bien podía
bajar a la calle con el gorro de dormir). Un gran lazo de cinta de
satén blanco se veía en la parte delantera de la cofia de lady
Ludlow, y una amplia banda de esa misma cinta se ataba con fuerza
alrededor de su cabeza para sujetar así la cofia. Iba ataviada con
un chal de fina muselina india que le cubría los hombros y se
cruzaba alrededor del pecho, un delantal de la misma tela y un
traje de seda negra, con manga corta y volantes y la cola sujeta al
bolsillo por medio de un ojal para acortarla hasta un largo que
resultara práctico. Bajo el vestido llevaba, como pude ver con
claridad, unas enaguas acolchadas de satén color lavanda. Sus
cabellos eran blancos como la nieve, pero apenas pude verlos, pues
los cubría la cofia. Su cutis, incluso a su edad, era céreo en
color y textura. Tenía los ojos grandes y azules, y en su juventud
debieron de ser su mayor atractivo, pues no consigo recordar algo
de particular en su nariz o su boca. Junto a la silla vi un bastón
con empuñadura de oro, pero creo que lo llevaba más en señal de
rango y dignidad que porque realmente lo necesitara, pues, cuando
quería, caminaba con paso tan ágil y ligero como una muchacha de
quince años, y, en su paseo privado matutino para meditar, recorría
los caminos de los jardines con la misma vivacidad que cualquiera
de nosotras.
Estaba en pie cuando yo entré.
Hice una reverencia en la puerta, algo que mi madre siempre me
había enseñado como parte de las buenas maneras, y me dirigí
instintivamente hacia ella. No me tendió la mano, pero se puso un
poco de puntillas, y me besó en ambas mejillas.
—Debes de tener frío, mi niña.
Haré que nos preparen una taza de té.
Hizo sonar una campanilla que
tenía en la mesa junto a ella y una doncella apareció desde una
pequeña antesala; y, como si todo hubiera estado dispuesto y
esperando mi llegada, trajo una pequeña bandeja con un servicio de
porcelana con el té ya preparado, y un plato de pan con mantequilla
delicadamente cortado y del cual podría haber comido hasta el
último pedazo sin quedar saciada, pues estaba realmente hambrienta
tras el largo viaje. La sirvienta me quitó el abrigo y tomé
asiento, profundamente alarmada por el silencio, las pisadas
amortiguadas de la comedida sirvienta sobre la alfombra y la voz
suave y la clara dicción de lady Ludlow. Mi cucharilla chocó contra
la taza con un ruido seco, que pareció tan inapropiado y fuera de
lugar que me sonrojé profundamente. Milady me miró con aquellos
ojos suyos; los ojos azul oscuro de milady eran al tiempo
perspicaces y amables.
—Tienes las manos heladas,
querida, quítate esos guantes —(yo llevaba unos de piel de
cabritilla, gruesos y prácticos, y era demasiado tímida para
quitármelos sin permiso)— y deja que te las caliente… aquí las
tardes son muy frías.
Y me sostuvo las manos grandes y
enrojecidas en las suyas, suaves, cálidas y blancas, llenas de
anillos. Al fin, mirándome con nostalgia a la cara, exclamó:
—¡Pobre niña! ¡Y eres la mayor de
nueve! Yo tuve una hija que debería haber tenido tu edad, pero no
me la puedo imaginar como la mayor de nueve.
A esto siguió una pausa
silenciosa. Después hizo sonar la campanilla, y le pidió a la
doncella, Adams, que me condujese a mi habitación.
Era tan pequeña que creo que
debió de ser antaño una celda. Las paredes eran de piedra enlucida
con cal, y la cama tenía una colcha de algodón blanco. Había dos
sillas, y una alfombrilla a cada lado de la cama. En un ropero
adjunto se encontraban una palangana y un tocador. En la pared
opuesta a la cama se había pintado un texto de las Escrituras, y
bajo él colgaba una lámina, muy común en aquellos días, del rey
Jorge y la reina Carolina, con su numerosísima familia, incluida la
pequeña princesa Amelia en un carrito. A cada lado colgaba un
retrato, también grabado: a la izquierda Luis XVI, y a la derecha
María Antonieta[2]. Sobre la chimenea se encontraban una cajita de
yesca y un libro de oraciones. No recuerdo que hubiera nada más en
la habitación. En realidad, en aquellos días la gente no soñaba ni
con escritorios, ni con tinteros y portafolios o butacas y esas
cosas. Se nos enseñaba que el dormitorio era para vestirse, dormir
y rezar.
Finalmente anunciaron la cena.
Seguí a la joven que enviaron para avisarme y bajamos la escalera
ancha y de peldaños bajos hasta el gran comedor, que atravesé antes
camino de los aposentos de lady Ludlow. Allí encontré a otras
cuatro jóvenes, todas de pie y en silencio, que me hicieron una
pequeña reverencia al entrar yo. Vestían una especie de uniforme
consistente en cofias de muselina atadas alrededor de la cabeza con
cintas azules, pañuelos de muselina sencillos, delantales de
batista y almidonados vestidos de colores apagados. Estaban todas
reunidas a cierta distancia de la mesa, sobre la que se encontraban
un par de pollos fríos, una ensalada y una tarta de frutas. En la
tarima había una mesa redonda más pequeña, con una jarra de plata
llena de leche y un panecillo. Cerca había una silla tallada, con
una diadema de condesa coronando el respaldo. Creí que alguien se
dirigiría a mí, pero eran tímidas, y yo también, a no ser que
tuvieran otra razón para no hablarnos. De todos modos, apenas un
instante después de entrar yo en el salón por la puerta más baja,
milady hizo lo propio por la puerta situada en la tarima, y todas
hicimos una profunda reverencia, en mi caso porque vi a las demás
hacerlo. Se paró y nos miró por un momento.
—Jovencitas —dijo—, den la
bienvenida a Margaret Dawson.
Y ellas me trataron con la
amabilidad y cortesía debidas a una extraña pero sin intercambiar
más conversación que la necesaria para la comida. Al terminar esta,
y después de que una de nosotras pronunciase una plegaria, milady
hizo sonar la campanilla y aparecieron los sirvientes para recoger
la mesa. A continuación trajeron un atril de lectura portátil, que
situaron en la tarima, y, con todos los habitantes de la casa
reunidos, milady pidió a una de mis compañeras que subiese para
leer los salmos y lecciones del día. Recuerdo que pensé lo asustada
que me habría sentido de estar en su lugar. No hubo oraciones.
Milady consideraba cismático que hubiera oraciones no incluidas en
el devocionario; y antes habría pronunciado personalmente el sermón
de la parroquia que permitir que alguien que no fuera al menos un
diácono leyera
oraciones en una casa particular.
Ni siquiera estoy muy segura de que le hubiera permitido leerlas en
un lugar sin consagrar.