Lady Ludlow - Elizabeth Gaskell - E-Book

Lady Ludlow E-Book

Elizabeth Gaskell

0,0
0,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Margaret Dawson, una anciana inválida, se reúne con un grupo de fieles amigos a tomar el té y charlar. Con ellos rememora la historia de Lady Ludlow, noble, viuda y anciana, que la acogió en su juventud y la tomó bajo su protección.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB

Veröffentlichungsjahr: 2021

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Elizabeth Gaskell

LADY LUDLOW

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 979-12-5971-441-1

Greenbooks editore

Edición digital

Mayo 2021

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 979-12-5971-441-1
Questo libro è stato realizzato con StreetLib Writehttp://write.streetlib.com

Indice

I

II

III

I

Introducción
Hace tiempo mis padres me pusieron en tratamiento médico con un tal señor Dawson, cirujano de Edimburgo que se había labrado una buena reputación por curar cierta clase de enfermedades. Me enviaron con mi gobernanta a alojarme cerca de su casa, en el barrio viejo de la ciudad. Yo debía alternar las clases con los excelentes maestros de Edimburgo con las medicinas y ejercicios que requería mi indisposición. Al principio me produjo cierto temor abandonar a mis hermanos y hermanas y renunciar a mi feliz vida en nuestra casa de campo, para trasladarme a una aburrida casa donde solo tendría por compañía a la pobre y seria señorita Duncan y tendría que cambiar juegos en el jardín y caminatas entre campos de cultivo por rígidos paseos por calles, en los que el decoro me obligaría a atarme pulcramente las cintas del sombrero y cubrirme con el chal.
Lo peor eran las noches. Era otoño, y, por supuesto, cada día eran más largas, y estoy segura de que ya lo eran bastante cuando nos instalamos en esas estancias grises y deslucidas. Pues deben saber que mis padres no eran ricos, éramos muchos de familia y los gastos médicos que conllevarían los cuidados del señor Dawson se esperaban cuantiosos, por lo que un gran detalle a tener en cuenta al buscar alojamiento era el de la economía. Mi padre, demasiado caballero como para sentir falsa vergüenza, había comentado al señor Dawson la necesidad de algo barato, y este le había sugerido las habitaciones del número 6 de Cromer Street, que fue donde acabamos alojándonos. La casa era propiedad de un anciano, antiguo tutor de jóvenes que se preparaban para ir a la universidad, y como tal lo había conocido el señor Dawson. Pero el número de sus pupilos había ido disminuyendo con los años y, para cuando nosotras fuimos a alojarnos allí, sus principales ingresos debían de provenir de algunas lecciones ocasionales que daba y del alquiler de habitaciones como las que ocupábamos: un saloncito que daba a un dormitorio, el cual conducía a un cuarto más pequeño. La casera era su hija, y se suponía que también tenía un hijo, al cual nunca vimos, que desempeñaba el mismo trabajo que tuvo su padre antes de él, solo que nunca vimos ni oímos a pupilo alguno. También había una pequeña doncella escocesa, honrada y trabajadora, baja y robusta, limpia y vulgar cuya edad imprecisa podía establecerse en la franja comprendida entre los dieciocho y los cuarenta años.
Mirando ahora atrás, quizá había mucho de admirable en la reposada resistencia de esa casa decente y pobre, pero en aquellos momentos esa pobreza chirriaba contra muchos de mis gustos, pues me costaba admitir el hecho de que la sencilla belleza de las flores frescas, las limpias cortinas de muselina blanca y la seda conchal de vivos colores pudieran costar en la ciudad un dinero que se ahorraba sustituyéndolas por seda azache color polvo y alfombras color barro. En aquellas habitaciones no se había gastado un solo penique en simple elegancia, pero contenía todo lo que se
consideraba necesario para la comodidad, ¡o al menos para la simple simulación de comodidad!, un sofá negro de herradura duro y resbaladizo, en el que no se podía descansar; un viejo piano que servía de aparador; una pequeña rejilla de chimenea, estrechada por alguna disposición interior hasta tal punto que solo podía contener un puñado de esquirlas de carbón que apenas podían azuzarse para producir un buen fuego. Pero había dos males peores que la frialdad y desnudez de las habitaciones: uno en la llave que se nos proporcionó, que permitía abrir la puerta principal cada vez que volvíamos a casa después de un paseo y subir las escaleras sin necesidad de encontrarnos con algún rostro que nos diera la bienvenida, o con el sonido de una voz humana en esa casa aparentemente desierta, pues el señor Mackenzie se enorgullecía de la ausencia de ruidos de su establecimiento. El otro mal, que casi parecía poder neutralizar el primero, era un peligro al que siempre nos veíamos expuestas al salir, y que no era otro que el anciano sigiloso, avaricioso e inteligente que se topaba con nosotras al salir de su habitación, situada a la izquierda de nuestra puerta, que hablaba con una educación de la que aprendimos a desconfiar por ser un mero pretexto para sacarnos algún dinero, y al que resultaba difícil negarse, sobre todo porque se ofrecía a prestarnos algún libro de su biblioteca, lo cual era una gran tentación, pues podía verse el interior de su habitación forrada de estanterías; pero cuando estábamos a punto de ceder a ella, él insinuaba la «consideración» esperable por prestarnos unos libros de mucha mayor categoría de la que podía obtenerse en cualquier biblioteca ambulante, lo que hacía que nos echáramos atrás. En otra ocasión salió de su cubil para ofrecernos tarjetas escritas, para distribuir entre nuestros conocidos, en las que afirmaba enseñar las mismas cosas que yo debía aprender durante mi estancia allí; pero yo habría preferido tener de maestra a la mujer más ignorante del mundo a intentar aprender algo de ese viejo zorro al acecho. Una vez declinamos todas sus propuestas, pareció encerrarse en su cuarto. En una ocasión en que olvidamos la llave, llamamos muchas veces en vano a la puerta, mientras veíamos todo el tiempo a nuestro casero parado ante la ventana de la derecha, mirando por ella en un estado mental filosófico y ausente del que no pudieron sacarlo ni nuestras señales ni nuestros gestos.
Las mujeres de la casa eran mucho mejores, y más que respetables, aunque la pobreza había posado en ellas su pesada mano izquierda, en vez de hacerlo con su bendita mano derecha. La señorita Mackenzie nos racionaba la comida todo lo que se lo permitía la decencia; quisiera reseñar que pagábamos nuestra estancia por semanas, y que si un día teníamos menos apetito que otro, nuestras comidas se veían reducidas a la nueva medida, hasta que la señorita Duncan se aventuraba a protestar. La robusta doncella para todo era escrupulosamente honesta, pero parecía descontenta y rara vez nos agradecía algo, y al irnos le dimos un dinero que la Sra. Dawson nos dijo que en muchas casas sería considerado generoso. No creo que Phenice recibiera alguna vez un sueldo de los Mackenzie.
¡La buena de la señorita Dawson! Su sola mención ilumina mi mente como la brillante luz del día iluminaba entonces nuestro deslustrado saloncito, como un dulce aroma a violetas que saluda a quien pasea triste por los bosques.
La señora Dawson no era la esposa del señor Dawson, pues era soltero. Era su lisiada hermana, una solterona que, según decía ella, se había ganado el rango a pulso.
Llevábamos una quincena en Edimburgo cuando el señor Dawson le dijo a la señorita Duncan, con cierta duda en la voz:
—Mi hermana me pide que les diga que los lunes por la tarde unos cuantos amigos se reúnen en torno a su sofá durante una hora más o menos, antes de acudir a fiestas más alegres, y que estaría encantada de recibirlas a usted y a la señorita Greatorex si quisieran cambiar su rutina para ese día. En cualquier momento entre las siete y las ocho de la noche…, pero debo añadir que, por la salud de mi hermana y de mi pequeña paciente, deberán irse a las nueve. No sé si les apetecerá venir, pero Margaret me ha rogado que se lo pida.
Y alzó la mirada hacia nosotras, con suspicacia. Si alguna de nosotras hubiera sentido la menor reticencia, por mucho que nuestros modales la disimularan, estoy segura de que habría detectado al punto nuestros sentimientos y retirado la oferta; tan celoso y atento era a todo lo relacionado con el disfrute de esa hermana tan querida.
Tan cansada estaba yo de la monotonía de las noches en nuestro alojamiento que creo que habría recibido encantada cualquier invitación, aunque fuera para pasar una velada en el dentista. En cuanto a la señorita Duncan, una invitación a tomar el té era en sí misma un indudable honor que debía aceptarse en la manera y con la gratitud debidas. Por tanto, la aguda mirada que nos dirigió el señor Dawson por encima de sus gafas no consiguió detectar nada que no fuera el más sincero de los placeres, así que siguió hablando.
—Me atrevo a decirles que encontrarán la velada muy aburrida. Solo seremos unos pocos hombres de edad, como yo, y una o dos jóvenes; nunca sé quién vendrá. Margaret se ve obligada a yacer en una sala en penumbra, a medias iluminada, debido a la debilidad de sus ojos. Ah, y me atrevería a decir que la velada será una tontería. No me den las gracias hasta que hayan ido y hayan pasado el rato allí, y, si disfrutan, la mejor forma de agradecérmelo será volver cada lunes, entre las siete y media y las nueve. Adiós, adiós.
Hasta ese momento yo no había asistido a fiestas de gente adulta, y ningún baile en la corte podría haberle parecido a una joven dama londinense más repleto de honores y placeres de lo que fue esa tarde de lunes para mí.
Me puse un nuevo vestido de muselina rígida cerrado hasta el cuello que a mis hermanas y a mí nos parecía el colmo de la grandeza y elegancia terrenales, cosido por nuestra vieja niñera Alice en la posibilidad de que se diera algún acontecimiento así durante mi estancia en Edimburgo, y que entonces me pareció un vestido demasiado encantador y angelical como para llevarlo en un lugar que no fuera el
cielo; a la hora acordada me presenté en casa del señor Dawson acompañado de la señorita Duncan. Entramos por una pequeña habitación, que quizá debería llamar antecámara, pues la casa, de estilo antiguo, era majestuosa y grande, y llegamos al gran salón en cuyo centro se hallaba el sofá con la señorita Dawson. Tras ella se había dispuesto un gran candelabro con siete u ocho velas, única iluminación del salón, que me pareció vasto y sin límites en comparación con nuestro pequeño apartamento en casa de los Mackenzie. La señorita Dawson debía de tener unos sesenta años, pero su rostro parecía suave, terso e infantil. Tenía el pelo muy gris, aunque nos habría parecido blanco de no ser por la blancura de su gorro y del lazo de terciopelo. Estaba envuelta en una especie de batín en gris marengo francés; los muebles del salón eran de color rosa oscuro, blanco y oro; el papel pintado que cubría las paredes tenía en la parte inferior gran profusión de hojas de árboles y pájaros tropicales que se extendían hacia arriba para acabar en los zarcillos más delicados y los insectos más etéreos.
El señor Dawson había obtenido grandes ganancias en su profesión y su casa era reflejo de ello. En las esquinas había grandes jarrones de porcelana oriental, llenos de hojas y flores y especias, y el centro lo presidía el sofá donde la pobre Margaret Dawson pasaba días, y meses, y años, sin poder moverse por sí sola. Entonces, la doncella de la señora Dawson trajo té y pastas para nosotras, y una tacita de leche y agua y un bizcocho para ella. En ese momento se abrió la puerta. Nosotras habíamos llegado pronto, pero a partir de ese momento empezaron a desfilar los profesores de Edimburgo, las bellezas y celebridades de Edimburgo, todos camino de alguna fiesta más alegre y tardía, pero que, sin embargo, acudían primero a ver a la señorita Dawson, decirle sus bonmots o hablarle de sus intereses y planes. Trató a cada hombre instruido, a cada joven encantadora, como si fuera una amistad muy querida, demostrando que sabía más que nadie de cada uno, independientemente de cuáles fueran su reputación y su clase social.
Todo era brillante y desconcertante, y proporcionaba materia suficiente para pensar y maravillarse los siguientes días.
Acudimos un lunes tras otro, aunque permanecíamos calladas y sin movernos, pues, ¿de qué podríamos hablar con nadie que no fuera la propia señorita Margaret? Pasó el invierno, y el verano se acercaba; yo seguía enferma y temiendo por mi vida, pero el señor Dawson siguió dándonos esperanzas de mi recuperación final. Mis padres vinieron a verme y se fueron; no pudieron quedarse mucho tiempo porque tenían asuntos de los que ocuparse. La señora Margaret Dawson se había convertido en una amiga querida, aunque no hubiera intercambiado con ella más palabras que con la señorita Mackenzie, pero es que con la señora Dawson cada palabra era una perla o un diamante. La gente empezó a marcharse de Edimburgo, de modo que solo permanecieron en la ciudad unos pocos, y no sé si nuestras tardes de lunes fueron más agradables por ello.
Estaba el señor Sperano, un exiliado italiano, expulsado hasta de Francia, donde había residido mucho tiempo, y que ahora enseñaba italiano con tímida diligencia en el norte de la ciudad; estaba el señor Preston, terrateniente de Westmoreland, o estadista, como él prefería que lo llamaran, cuya esposa se había instalado en Edimburgo por la educación de su numerosa familia, y que estaba encantada de poder acompañar a su marido, cada vez que este venía de visita, a las veladas de lunes de la señorita Dawson, pues la dama inválida y él eran amigos desde hacía mucho. Ellos y nosotras éramos los visitantes regulares, y disfrutábamos más de la visita por poder tener a la señorita Dawson más para nosotras.
Una noche en que acerqué mi pequeño taburete a su sofá, se me ocurrió algo mientras le acariciaba la delgada mano blanca, y lo manifesté en voz alta.
—Dígame, querida señorita Dawson. ¿Cuánto tiempo hace que está en Edimburgo? No habla escocés, y el señor Dawson dice que no es escocés.
—No, soy de Lancashire, nacida en Liverpool —dijo ella, sonriendo—. ¿No lo nota en mi acento?
—Lo noto diferente del de los demás, pero me gusta porque solo lo oigo en usted.
¿Es el de Lancashire?
—Yo me atrevería a decir que sí lo es, pues, aunque lady Ludlow se tomó muchos esfuerzos por corregirme en mis días de juventud, nunca pude desprenderme de mi acento.
—Lady Ludlow —dije—, ¿qué relación tiene con usted? Oí que hablaba de ella con lady Madeline Stuart la primera tarde que vine; las dos parecían quererla mucho.
¿Quién es?
—Ha muerto, mi querida niña; murió hace mucho.
Lamenté haberlo mencionado, por lo triste y seria que se puso. Supongo que notó mi pesar, pues siguió hablando.
—Querida, me gusta hablar y pensar en lady Ludlow, pues durante muchos años fue mi más querida y buena amiga y benefactora; pregúnteme lo que quiera sobre ella, y no tema causarme dolor al hacerlo.
Me envalentoné al oír esto.
—¿Querría hablarme de ella, entonces, por favor, señorita Dawson?
—No —dijo ella, sonriendo—. Sería una historia demasiado larga. El señor Preston me dijo que esta noche vendría con la señora Preston, y ya están aquí el signor Sperano y la señorita Duncan. ¿Cómo podrían querer oír una historia sobre cómo era antes el mundo, y que, en el fondo, ni siquiera sería una historia, porque carece de comienzo, nudo y desenlace, y solo es un montón de recuerdos?
—Si lo dice por mí, señora —repuso el signor Sperano—, solo puedo decir que me concederá un gran honor contando en mi presencia lo que sea sobre cualquier persona que haya podido llegar a interesarle alguna vez.
La señorita Duncan intentó decir algo por el estilo, y fue en medio de su confuso discurso cuando llegaron el señor y la señora Preston. Yo me levanté y acudí a
recibirlos.
—Oh —dije yo—, la señorita Dawson nos va a hablar de lady Ludlow, y de otras muchas cosas, pero teme no interesar a nadie. ¡Díganle si les apetece oírlo!
La Sra.Dawson me sonrió, y en respuesta al interés de todos prometió hablarnos de lady Ludlow, con la condición de que cada uno de los presentes contara, al terminar ella, algo interesante que hubiéramos oído o vivido. Todos prometimos hacerlo y luego nos reunimos alrededor de su sofá para oír lo que iba a contarnos de lady Ludlow.
Capítulo I
Ahora soy una anciana, y las cosas son muy distintas de como eran en mi juventud. Por entonces, los que viajábamos lo hacíamos en carruajes, con seis pasajeros, y nos llevaba dos días recorrer lo que hoy la gente atraviesa en un par de horas, zumbando y a la velocidad del rayo, y con esos pitidos tan agudos que la ensordecen a una. El correo llegaba apenas tres veces por semana; es más, en algunos lugares de Escocia en los que residí de niña el correo solo llegaba una vez al mes… pero por aquel entonces las cartas eran cartas de verdad, y las atesorábamos con cariño, y las leíamos y estudiábamos como si fueran libros. Hoy el correo llega traqueteando dos veces al día, y trae notas breves y entrecortadas, algunas incluso sin encabezamiento ni despedida, compuestas tan solo de una frase brusca que las personas bien educadas considerarían demasiado abrupta para decirla de viva voz.
¡Bueno! Será el progreso, y me imagino que son mejoras, pero en estos tiempos que corren nunca conocerías a una lady Ludlow.
Intentaré hablarles de ella. No es una historia, por lo que carece de comienzo, nudo o desenlace.
Mi padre era un clérigo pobre perteneciente a una familia numerosa. Siempre se dijo que mi madre tenía sangre noble en las venas; y cuando quería recordar su posición entre la gente que se veía obligada a frecuentar (principalmente ricos fabricantes demócratas, defensores de la libertad y la Revolución Francesa), se ponía un cuello de volantes, adornados con auténtico encaje antiguo, muy remendados, por supuesto, pero que no se podían comprar nuevos ni por todo el oro del mundo, ya que el arte de confeccionarlos se había perdido muchos años antes. Aquellos volantes mostraban, como ella solía decir, que sus ancestros habían sido Alguien, mientras que los antepasados de los ricos, que hoy la miraban por encima del hombro, eran unos Don Nadie; eso en el supuesto de que tuvieran antepasados. Desconozco si alguien ajeno a nuestra familia se fijó alguna vez en los volantes, pero desde niños nos enseñaron a sentirnos orgullosos cuando mi madre se los ponía, y a mantener la cabeza bien alta, tal y como correspondía a los descendientes de la dama que fue la primera dueña de aquel encaje. Aunque mi querido padre siempre nos decía que el orgullo era un gran pecado; nunca se nos permitió estar orgullosos de nada salvo de los volantes de mi madre: y ella era tan inocentemente feliz cuando se los ponía — aunque a menudo, pobre criatura, era junto a un traje desgastado y raído— que sigo pensando, incluso después de todo lo que he vivido, que eran una bendición para la familia.
Creerán que me estoy alejando del tema de lady Ludlow. En absoluto. La primera dama que poseyó el encaje, Ursula Hanbury, era una antepasada común tanto de mi madre como de lady Ludlow. Y así se comprende que, cuando falleció mi pobre padre
y mi madre no supo cómo mantener a sus nueve hijos y buscó largo y tendido a alguien que quisiera ayudarla, lady Ludlow le enviara una misiva ofreciéndole ayuda y asistencia. Casi puedo ver aquella carta: una gran hoja de un papel grueso y amarillento, con un amplio margen recto a la izquierda de la delicada caligrafía italiana; una caligrafía que encerraba más contenido en la misma cantidad de papel que todos esos trazos torcidos o masculinos que tanto abundan en la actualidad. Iba sellada con un escudo de armas, un losange, pues lady Ludlow era viuda. Antes de abrir la carta, mi madre nos hizo reparar en la divisa Foy et Loy[1], y nos enseñó dónde buscar los cuarteles de armas de Hanbury. En realidad, creo que tenía cierto temor a lo que pudiera contener el sobre, pues, como he dicho, el ansioso amor a sus hijos huérfanos de padre la había llevado a escribir a mucha gente con la que, a decir verdad, tenía muy poca relación, y sus respuestas, frías y secas, la habían movido al llanto en más de una ocasión, cuando creía que ninguno de nosotros la miraba. Ni siquiera sé si alguna vez había visto a lady Ludlow en persona; lo único que sabía de ella era que se trataba de una gran dama, cuya abuela había sido hermanastra de la bisabuela de mi madre. Pero nada había oído acerca de su carácter y sus circunstancias, y dudo que mi madre estuviera familiarizada con ellos.
Me asomé por encima del hombro de mi madre para leer la carta. Comenzaba:
«Querida prima Margaret Dawson», y creo que albergué esperanzas desde el momento en que vi aquellas palabras. Y proseguía… aguardad, creo que puedo recordar las palabras exactas:
«Querida prima Margaret Dawson: Me ha apenado grandemente recibir la noticia de la gran pérdida que ha sufrido con el fallecimiento de tan buen esposo y tan excelente clérigo como siempre tuve entendido que fue considerado mi difunto primo Richard».
—¡Allí tenéis! —exclamó mi madre, señalando el párrafo con el dedo—. Léelo en voz alta para los pequeños. Que oigan lo lejos que ha llegado la buena reputación de su padre, y que hasta alguien que nunca lo conoció tiene buenas palabras para él.
¡Primo Richard! ¡Qué bien escribe milady! Continúa, Margaret.
Se enjugaba las lágrimas al hablar, y hacía gestos con el dedo sobre los labios para callar a mi hermana pequeña, Cecily, que, al no comprender en absoluto la importancia de la carta, había empezado a parlotear y hacer ruidos.
«Me dice que se ha quedado usted sola con nueve hijos. Yo también habría tenido nueve, de haber sobrevivido todos. No me queda más que Rudolph, el actual lord Ludlow, que está casado y vive la mayor parte del tiempo en Londres. No obstante, en mi casa de Connington recibo a seis jovencitas, que son para mí como hijas, si bien les impongo ciertas
restricciones en el vestir y la dieta que serían más apropiados para damiselas de mayor rango, y mayor riqueza. Estas jóvenes —de toda condición, pero sin medios— son mi compañía constante, y yo me esfuerzo por tratarlas todo lo cristianamente que me es posible. Una de estas señoritas falleció el pasado mes de mayo (en su propio hogar, al que había acudido de visita). ¿Me concedería el favor de permitir que su hija mayor ocupase su lugar en mi casa? Debe de tener, según mis cálculos, unos dieciséis años de edad. Aquí encontrará compañeras apenas un poco mayores que ella. Yo misma visto a estas jovencitas, y les otorgo una pequeña asignación para sus gastos. Tienen pocas oportunidades de contraer matrimonio, pues Connington se encuentra alejada de cualquier población. El clérigo es un viudo anciano y sordo, mi administrador está casado, y los granjeros de las inmediaciones se encuentran, por supuesto, muy por debajo del rango de las jovencitas bajo mi protección. De todas maneras, si alguna joven deseara casarse, y a mi juicio se hubiera comportado satisfactoriamente, yo me haría cargo del banquete, del vestido y del ajuar. Y quienes se queden conmigo hasta mi muerte encontrarán un pequeño estipendio para ellas en mi testamento. Me reservo la opción de pagar o no sus gastos de viaje, pues, por una parte, me disgustan las mujeres errabundas y, por otra, no deseo que una ausencia demasiado prolongada del hogar familiar disuelva los lazos naturales.
»Si mi propuesta les agrada a usted y a su hija (o, más bien, si le agrada a usted, pues confío en que su hija esté lo bastante bien educada como para no oponerse a su voluntad), hágamelo saber, querida prima Margaret Dawson, y haré arreglos pertinentes para recoger a la joven en Cavistock, que es el lugar más cercano al que la llevará un carruaje».
Mi madre dejó caer la misiva, y se sentó silencio.
—No sé qué voy a hacer sin ti, Margaret.
Un instante antes, siguiendo los impulsos de la joven aún inexperta que era, me había alegrado ante la perspectiva de conocer un nuevo lugar y llevar una nueva vida. Pero ahora, al ver la mirada apesadumbrada de mi madre, y el llanto de reproche de los pequeños…
—Madre, no iré —respondí.
—¡Ni hablar! Es lo mejor —repuso ella, sacudiendo la cabeza—. Lady Ludlow tiene mucho poder. Puede ayudar a tus hermanos. No despreciaré su oferta.
Así pues, la aceptamos tras muchas deliberaciones. Y la decisión tuvo su recompensa —o así nos pareció—, pues, más tarde, cuando conocí a lady Ludlow, descubrí que habría cumplido con su deber para con nosotros, como parientes desamparados suyos, incluso aunque hubiéramos rechazado su amabilidad, recomendando a uno de mis hermanos para el Hospital Christ.
Y así fue como conocí a lady Ludlow.
Recuerdo muy bien la tarde de mi llegada a Hanbury Court. Milady había enviado a alguien a recogerme a la población más cercana donde parase el carruaje que entregaba el correo. Allí encontré un viejo mozo de cuadra que, según me indicó el palafrenero, preguntaba por mí, si es que yo me llamaba Dawson, y que, a su parecer, provenía de Hanbury Court. Encontré aquello realmente extraordinario; y empecé a darme cuenta de lo que significaba ir a habitar entre extraños cuando perdí de vista al guarda al que me había confiado mi madre. Yo iba encaramada a una calesa cubierta, como por entonces se llamaba a los palanquines, y mi acompañante conducía pausadamente por el camino más bucólico que he visto jamás. Al poco rato subimos por una gran colina, y el hombre se bajó y caminó delante del caballo. A mí también me habría gustado caminar, ciertamente, pero desconocía durante cuánto tiempo podría hacerlo, y, la verdad es que no me atreví a hablar para pedir al hombre que me ayudara a bajar los empinados escalones de la calesa. Finalmente llegamos a la cima; un terreno amplio, sin cercar, donde soplaba una agradable brisa y llamado, según supe más tarde, el Coto. El mozo se detuvo, respiró, palmeó al caballo y luego volvió a montarse a mi lado.
—¿Nos hallamos cerca de Hanbury Court? —inquirí.
—¡Cerca! Señorita, aún nos quedan unas diez millas.
Una vez iniciada la conversación, nos volvimos bastante charlatanes. Creo que él estaba tan temeroso de empezar a hablar conmigo como yo lo estaba de hablarle a él, pero superó su timidez para conmigo antes que yo la mía para con él. Permití que eligiera los temas de conversación, aunque la mayoría de las veces no conseguía entender el interés que revestían: por ejemplo, habló durante más de un cuarto de hora de una famosa persecución a que lo había sometido un zorro salvaje más de treinta años antes, y detalló al respecto cada emite y peripecia como si yo la conociera tan bien como él; y todo el tiempo estuve preguntándome qué clase de animal sería un zorro salvaje.
Tras dejar el Coto, el camino fue empeorando. Hoy día, nadie que no haya visto el estado de los caminos secundarios de hace cincuenta años puede imaginarse cómo eran. Casi todo el camino tuvimos que «cuartear», como decía Randal, por senderos llenos de lodo y profundos surcos; y las tremendas sacudidas que experimentaba hicieron que mi asiento en la calesa fuera tan inestable que ya no pude mirar el paisaje, pues estaba demasiado ocupada aferrándome al vehículo. La vereda estaba demasiado embarrada para poder andar por ella sin ensuciarme más de lo que habría deseado antes de presentarme por primera vez ante lady Ludlow. Pero al rato, cuando llegamos a los campos en que desembocaba el sendero, insté a Randal a que me ayudara a bajar, pues vi que podía caminar entre la hierba de los pastos sin dejar de estar presentable, y Randal, apenado por su acalorado caballo, cansado de tanto luchar con el barro, me dio las gracias con amabilidad y me ayudó a descender con un saltito.
Los pastos fueron cediendo paso a las tierras bajas, cercadas a cada lado por hileras de altos olmos, como si en tiempos pretéritos se hubiera encontrado allí una gran avenida. Nos adentramos en el desfiladero, viendo ponerse el sol al final de la ladera en sombras. De pronto llegamos ante un largo tramo de escalones.
—Si desciende usted por allí, señorita, yo daré un rodeo y me encontraré abajo con usted, y entonces será mejor que vuelva a montar, pues milady querrá que llegue en la calesa hasta la casa.
—¿Nos encontramos cerca de la casa? —pregunté, azorada por la idea.
—Allí abajo, señorita —repuso él, señalando con la fusta un conjunto de chimeneas retorcidas que se alzaban sobre un grupo de árboles envueltos en sombras contra el cielo escarlata y que se hallaban más allá de un gran jardín cuadrado situado en la base de una ladera de unos noventa metros, al borde de la cual nos encontrábamos.
Bajé los escalones sin hacer ruido. Abajo me reuní con Randal y la calesa, recorrimos un camino secundario a la izquierda a ritmo pausado, atravesamos las puertas y entramos en el gran patio situado a la entrada de la casa.
El camino por el que habíamos venido quedaba a nuestra espalda.
Hanbury Court es una gran mansión de ladrillo rojo; o al menos revestida en parte con ladrillos rojos; y la caseta del guarda y las paredes que rodean el terreno son también de ladrillo, con losetas de piedra en cada esquina, puerta y ventana, como las de Hampton Court. En la parte trasera están los gabletes, y los arcos de las puertas, y los parteluces de piedra que indican (o así nos solía explicar lady Ludlow) que la casa fue una vez un priorato. Sé que había una sacristía, solo que la llamábamos «la habitación de la señora Medlicott»; y también un silo de piedra casi tan grande como una iglesia, y varias hileras de estanques con peces; todo ello en previsión de los días de ayuno de los monjes de antaño. Pero todo eso no lo vi hasta más tarde. Apenas reparé aquella primera noche en la gran enredadera de Virginia que cubría media casa (que se decía fue la primera plantada en Inglaterra por uno de los antepasados de milady). Al igual que fui renuente a abandonar al guarda del coche del correo, también ahora me resistía a dejar a Randal, que había sido un amigo estas últimas tres horas. Pero no tenía más remedio que entrar en la casa, pasar junto al anciano de aspecto solemne que mantenía la puerta abierta para mí, penetrar en el interior de la gran sala a la derecha, que los últimos rayos del sol teñían de una gloriosa luz encarnada, y subir a lo que luego supe se llamaba tarima precedida por el anciano, que giró de nuevo a la izquierda y, abriendo una puerta tras otra, atravesó una serie de salitas con vistas a un jardín señorial que resplandecía, incluso en la penumbra, con abundancia de flores. Subimos cuatro escalones para abandonar la última de aquellas habitaciones, mi guía descorrió una pesada cortina de seda y me encontré en presencia de lady Ludlow.
Era de pequeña estatura, pero muy erguida. Llevaba en la cabeza una enorme cofia de encaje, diríase que de casi la mitad de su propia altura (las cofias que se atan
bajo la barbilla, y que nosotras llamábamos «escarcelas», llegaron después, y milady las miraba con gran desdén, y solía decir que para llevar eso la gente bien podía bajar a la calle con el gorro de dormir). Un gran lazo de cinta de satén blanco se veía en la parte delantera de la cofia de lady Ludlow, y una amplia banda de esa misma cinta se ataba con fuerza alrededor de su cabeza para sujetar así la cofia. Iba ataviada con un chal de fina muselina india que le cubría los hombros y se cruzaba alrededor del pecho, un delantal de la misma tela y un traje de seda negra, con manga corta y volantes y la cola sujeta al bolsillo por medio de un ojal para acortarla hasta un largo que resultara práctico. Bajo el vestido llevaba, como pude ver con claridad, unas enaguas acolchadas de satén color lavanda. Sus cabellos eran blancos como la nieve, pero apenas pude verlos, pues los cubría la cofia. Su cutis, incluso a su edad, era céreo en color y textura. Tenía los ojos grandes y azules, y en su juventud debieron de ser su mayor atractivo, pues no consigo recordar algo de particular en su nariz o su boca. Junto a la silla vi un bastón con empuñadura de oro, pero creo que lo llevaba más en señal de rango y dignidad que porque realmente lo necesitara, pues, cuando quería, caminaba con paso tan ágil y ligero como una muchacha de quince años, y, en su paseo privado matutino para meditar, recorría los caminos de los jardines con la misma vivacidad que cualquiera de nosotras.
Estaba en pie cuando yo entré. Hice una reverencia en la puerta, algo que mi madre siempre me había enseñado como parte de las buenas maneras, y me dirigí instintivamente hacia ella. No me tendió la mano, pero se puso un poco de puntillas, y me besó en ambas mejillas.
—Debes de tener frío, mi niña. Haré que nos preparen una taza de té.
Hizo sonar una campanilla que tenía en la mesa junto a ella y una doncella apareció desde una pequeña antesala; y, como si todo hubiera estado dispuesto y esperando mi llegada, trajo una pequeña bandeja con un servicio de porcelana con el té ya preparado, y un plato de pan con mantequilla delicadamente cortado y del cual podría haber comido hasta el último pedazo sin quedar saciada, pues estaba realmente hambrienta tras el largo viaje. La sirvienta me quitó el abrigo y tomé asiento, profundamente alarmada por el silencio, las pisadas amortiguadas de la comedida sirvienta sobre la alfombra y la voz suave y la clara dicción de lady Ludlow. Mi cucharilla chocó contra la taza con un ruido seco, que pareció tan inapropiado y fuera de lugar que me sonrojé profundamente. Milady me miró con aquellos ojos suyos; los ojos azul oscuro de milady eran al tiempo perspicaces y amables.
—Tienes las manos heladas, querida, quítate esos guantes —(yo llevaba unos de piel de cabritilla, gruesos y prácticos, y era demasiado tímida para quitármelos sin permiso)— y deja que te las caliente… aquí las tardes son muy frías.
Y me sostuvo las manos grandes y enrojecidas en las suyas, suaves, cálidas y blancas, llenas de anillos. Al fin, mirándome con nostalgia a la cara, exclamó:
—¡Pobre niña! ¡Y eres la mayor de nueve! Yo tuve una hija que debería haber tenido tu edad, pero no me la puedo imaginar como la mayor de nueve.
A esto siguió una pausa silenciosa. Después hizo sonar la campanilla, y le pidió a la doncella, Adams, que me condujese a mi habitación.
Era tan pequeña que creo que debió de ser antaño una celda. Las paredes eran de piedra enlucida con cal, y la cama tenía una colcha de algodón blanco. Había dos sillas, y una alfombrilla a cada lado de la cama. En un ropero adjunto se encontraban una palangana y un tocador. En la pared opuesta a la cama se había pintado un texto de las Escrituras, y bajo él colgaba una lámina, muy común en aquellos días, del rey Jorge y la reina Carolina, con su numerosísima familia, incluida la pequeña princesa Amelia en un carrito. A cada lado colgaba un retrato, también grabado: a la izquierda Luis XVI, y a la derecha María Antonieta[2]. Sobre la chimenea se encontraban una cajita de yesca y un libro de oraciones. No recuerdo que hubiera nada más en la habitación. En realidad, en aquellos días la gente no soñaba ni con escritorios, ni con tinteros y portafolios o butacas y esas cosas. Se nos enseñaba que el dormitorio era para vestirse, dormir y rezar.
Finalmente anunciaron la cena. Seguí a la joven que enviaron para avisarme y bajamos la escalera ancha y de peldaños bajos hasta el gran comedor, que atravesé antes camino de los aposentos de lady Ludlow. Allí encontré a otras cuatro jóvenes, todas de pie y en silencio, que me hicieron una pequeña reverencia al entrar yo. Vestían una especie de uniforme consistente en cofias de muselina atadas alrededor de la cabeza con cintas azules, pañuelos de muselina sencillos, delantales de batista y almidonados vestidos de colores apagados. Estaban todas reunidas a cierta distancia de la mesa, sobre la que se encontraban un par de pollos fríos, una ensalada y una tarta de frutas. En la tarima había una mesa redonda más pequeña, con una jarra de plata llena de leche y un panecillo. Cerca había una silla tallada, con una diadema de condesa coronando el respaldo. Creí que alguien se dirigiría a mí, pero eran tímidas, y yo también, a no ser que tuvieran otra razón para no hablarnos. De todos modos, apenas un instante después de entrar yo en el salón por la puerta más baja, milady hizo lo propio por la puerta situada en la tarima, y todas hicimos una profunda reverencia, en mi caso porque vi a las demás hacerlo. Se paró y nos miró por un momento.
—Jovencitas —dijo—, den la bienvenida a Margaret Dawson.
Y ellas me trataron con la amabilidad y cortesía debidas a una extraña pero sin intercambiar más conversación que la necesaria para la comida. Al terminar esta, y después de que una de nosotras pronunciase una plegaria, milady hizo sonar la campanilla y aparecieron los sirvientes para recoger la mesa. A continuación trajeron un atril de lectura portátil, que situaron en la tarima, y, con todos los habitantes de la casa reunidos, milady pidió a una de mis compañeras que subiese para leer los salmos y lecciones del día. Recuerdo que pensé lo asustada que me habría sentido de estar en su lugar. No hubo oraciones. Milady consideraba cismático que hubiera oraciones no incluidas en el devocionario; y antes habría pronunciado personalmente el sermón de la parroquia que permitir que alguien que no fuera al menos un diácono leyera
oraciones en una casa particular. Ni siquiera estoy muy segura de que le hubiera permitido leerlas en un lugar sin consagrar.